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Ahora tocad música de baile
Ahora tocad música de baile
Ahora tocad música de baile
Libro electrónico260 páginas8 horas

Ahora tocad música de baile

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Información de este libro electrónico

Proyectar el propio ser hacia un desdichado es asumir inmediatamente su desdicha; eso es lo que hacen los personajes de esta novela en torno al personaje catalizador y totémico de Inés Fonseca, cuando enferma de Alzheimer. La asunción, sin embargo, de dicha enfermedad precisamente en la persona que les ha conformado tal y como son, es una asunción del vacío en la que tanto ellos como ella deben ser reelaborados, recreados.

Novela familiar, de hondo calado psicológico, en la que tres voces se alternan, Ahora tocad música de baile es ante todo una epopeya afectiva, y un fascinante estudio sobre la irreversibilidad de una enfermedad que impone su propia urgencia. La urgencia de saber quién se escondía verdaderamente tras el rostro vacío de quien se había creído amar o despreciar. La urgencia de sentenciarlo o perdonarlo.

En palabras de Mercedes Monmany, «Andrés Barba es un hijo de Henry James moderno con una capacidad rotunda y perfeccionada de elaborar extraños e inquietantes mundos interiores. Una complejidad que se vuelca sobre lo inasible e incomprensible de la condición humana puesta al límite de ella misma».

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2004
ISBN9788433945433
Ahora tocad música de baile
Autor

Andrés Barba

ANDRÉS BARBA is the award-winning author of numerous books, including Such Small Hands and The Right Intention. He was one of Granta’s Best Young Spanish novelists and received the Premio Herralde for Luminous Republic, which will be translated into twenty languages.

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    Ahora tocad música de baile - Andrés Barba

    Índice

    Portada

    Primer movimiento. Navidad de 1999

    Segundo movimiento. Mayo de 2002

    Tercer movimiento. Febrero-abril de 2003

    Cuarto movimiento. Julio de 2003

    Créditos

    A Diana Martínez, por lo real

    La apariencia se adhiere al ser, y únicamente el dolor puede arrancar al uno de la otra. Quien tiene el ser no puede tener la apariencia.

    SIMONE WEIL

    Primer movimiento

    Navidad de 1999

    Fue primero como si pronunciara su nombre de una forma distinta de los otros y después un gesto que parecía traído de muy lejos, de la infancia quizás, porque tenía –como en la infancia– algo de descuidadamente espontáneo, o de cruel. Dijo: «la sal», no «pásame la sal», no «por favor, la sal» y a Pablo le pareció que algo en Inés había cambiado definitivamente, algo que no podía ser ya restituido y que explicaba tantas cosas de las últimas semanas como que no recordara nunca dónde había dejado las gafas o que empleara azúcar en vez de sal en algún guiso. Lo mismo exactamente que si se quebrara un cristal finísimo fue aquel «la sal» de Inés volcado sobre la mesa a la hora de comer el jueves que iban a ir al cine (porque a veces iban todavía al cine, alguna película que les recomendaba Bárbara, o al hogar del jubilado, a charlar) y si no dijo nada después de dársela fue sólo porque quería ver qué hacía con el salero. Lo cogió como coge una niña un juguete que le han estado negando, sin dar las gracias, sin mirarle siquiera, y comenzó a zarandearlo sobre su plato hasta que quedó la sopa como un charco sobre el que hubiera nevado recientemente.

    «Eres una vieja imbécil (a veces la llamaba así, para disgustarla), ya no vas a poder tomarte la sopa.»

    «Hago lo que me da la gana», contestó.

    Sabía que Inés iba a tomársela aunque sólo fuera por orgullo, pero no pudo evitar quejarse porque estropear la sopa era lo mismo que tirarla, y tirarla (no importaba que se la tomara, eso daba lo mismo) era tirar el dinero. Le dijo:

    «Siempre andas tirando el dinero.»

    Pero Inés no contestó, ella, que siempre contestaba, y Pablo lo pensó otra vez, igual que si se hubiese roto un cristal finísimo había algo en Inés que no era ya del todo Inés, o que lo era de una forma lejanísima, diferente.

    «¿Por qué siempre andas tirando el dinero?», repitió para que por lo menos le mirara, para confirmar quizás lo que había sospechado o para que ella justificara el casi imperdonable delito de haber desperdiciado la sopa aunque se la estuviera tomando, y ella volvió a contestar:

    «Hago lo que me da la gana.»

    Fregó la vajilla pensando que era día diez y tenían veinticuatro mil pesetas en el banco más la pensión de Inés, que habían hecho la compra para la semana (Bárbara la hizo, siempre la hacía Bárbara) y que a lo mejor, aparte de aquel jueves, podían ir en dos o tres ocasiones más al cine, pero tampoco aquello le tranquilizó así que fue a buscarla para ver qué hacía. No la vio en el cuarto de estar, ni en la entrada, ni en la habitación.

    «¡Inés! –gritó–. ¡Inés!»

    «¡Qué! ¡Qué! ¡Qué!», respondió ella desde el cuarto de baño.

    La casa era esto; una estructura de memorias que les constituía a los dos y que se agotaba en su sencillo mostrarse, como si en realidad no hubiera nada que comprender tras ella aparte del hecho de que estuviera allí. Si la hubieran quemado o derruido, probablemente habrían muerto ellos también, Inés y él, como muere un miembro al separarse del cuerpo que lo constituye, sin aspavientos, en un acto perfectamente natural. Y, de la misma forma, si ellos murieran, la casa no podría tampoco sostenerse, o lo haría tan dislocadamente, tan desde lejos, que produciría quizás la misma sensación de desvalimiento que un moribundo abandonado a su suerte. Aun así, y desde que se casaron, la estructura de aquellos muebles tenía algo de inevitablemente perentorio. Los adornos, su cama, las camas de Santiago y de Bárbara (abandonadas hacía ya tantos años), las alfombras o la misma colección de tortugas de porcelana de Inés brillaban con gesto de rápida provisionalidad, de expectativa que no fue satisfecha y que se abandonó de aquella forma. No era, sin embargo, triste. Era, sencillamente. Por eso tampoco nadie pronunciaba nunca su extrañeza al contemplarla.

    En el cuarto de estar sonreía Bárbara en una playa de Alicante con sus dos hijos y su marido, y Santiago sonreía también, desde Londres, en un verano de hacía no mucho tiempo, y ellos en Friburgo en aquel viaje de la tercera edad que les salió por nada y menos, eso que estaba subvencionado por no recordaba qué cosa de los europeos, y el payaso de porcelana sonreía junto al cuadro del bosque que compraron en Ávila, y el diploma de la RENFE a los treinta y ocho años de servicio prestado ininterrumpidamente, que no sonreía pero que sí había quedado allí de todas formas, a medio ganchillo por la cenefa del mantel, como una placa del ayuntamiento, sólo que en ésta brillaba el nombre de Pablo en letras doradas y en el que algo infantil le hacía a veces quedarse mirando el diploma como si no fuese su nombre el que estaba escrito en él, ni suya la fotografía en la que le daba la mano el mismísimo señor presidente de la RENFE, «tú qué hacías», «yo vender los billetes, señor presidente, Madrid-Segovia más que nada y cercanías, señor presidente» y luego le dio la mano, el momento justo en que aparece ahí, Inés dijo que parecía giboso pero era sólo que estaba un poco inclinado, «yo vendía los billetes, señor presidente, y más que nada me gustaba ponerme el uniforme, porque usted no lo entenderá seguramente, pero un uniforme da seguridad», y el presidente sonrió, lo mismo que sonrió el señor que iba detrás dando los diplomas, y dijo «claro» sin comprender, porque era evidente que no había comprendido.

    Fue a la habitación para comprobar que había siete mil pesetas en la cartera y las contó despacio. Cuando la dejó aquella mañana al volver del banco sobre la cajita de flores había siete mil pesetas y ahora había también siete mil pesetas. En la cartilla, que estaba al lado, le habían apuntado en el banco que después de las siete mil que sacó le quedaban veinticuatro mil en la cuenta y allí seguían las veinticuatro mil. Descontando setecientas de cada entrada por el cine de aquella tarde serían mil cuatrocientas pesetas menos. «Unas dos mil», pronunció en voz alta, porque siempre era bueno tirar hacia lo alto y no llevarse disgustos luego.

    «¡Inés!», gritó.

    «¡Qué!»

    «¡El cine! ¡No vamos a llegar al cine!»

    «¡No quiero ir al cine!»

    Abrió el armario para esconder la cartilla bajo el uniforme (siempre lo hacía de esa forma) y lo dobló después, por si alguien entraba en la casa, para que no se diera cuenta de que estaba allí. Ya no se lo ponía nunca y el hecho de no hacerlo le había parecido, durante los primeros años de su jubilación, un corte violentísimo con el orden que le vinculaba al mundo. Un hombre sin uniforme apenas está ligado a las cosas y, como ya no le importan, puede entonces clasificarlas en buenas y malas, «usted no lo entiende, señor presidente, cómo lo iba a entender usted, pero a veces me preguntaba si me había pasado algo más importante en la vida que aquel uniforme y ahora que lo acaricio me parece mi verdadera piel, usted tan joven tantos años no los entiende, pero le dice que le va a quitar a un hombre el uniforme, le dice quítese el uniforme y no sabe ya qué ropa ponerse ni qué va a ordenar otra vez el mundo, señor presidente, no importa una placa ni un diploma, lo deja hundir simplemente entre personas sin uniforme y parece que se le hubiera metido a uno la muerte en la camisa, ni sabe uno ya qué hacer, yo iba andando siempre a la estación de Atocha, allí está mi ventanilla todavía, después incluso de los arreglos mi ventanilla de cercanías, tres éramos multitud y sin embargo a veces parecía enorme, un sitio más grande que cualquier espacio aquella ventanilla, caras que se repetían, o que, sin repetirse, parecían quedarse allí de alguna forma, perteneciendo a la estación, porque la estación no es un lugar, es un tránsito, y como todos los tránsitos no puede evitar llenarse de fantasmas.»

    Inés no salía del cuarto de baño y Pablo comenzó a ponerse nervioso porque eran las cinco y la película comenzaba a las seis y media. Volvió al cuarto de estar, volvió a la habitación.

    «¡No vamos a llegar al cine!», gritó.

    «¡Ya voy!», contestó ella.

    «¡No vamos a llegar al cine!», repitió, pero Inés tampoco respondió aquella vez, ella, que siempre contestaba, no contestó tampoco aquella vez y fue como volver a sumergirse en la extrañeza de la sal, en la forma casi infantil en la que Inés había pedido la sal durante la comida, «la sal», había dicho, no «pásame la sal», no «por favor, la sal».

    Salió del cuarto de baño con la falda verde y los labios pintados, oliendo a colonia barata Inés, quién se había creído que era, sin mirarle, y eso que llevaba ya cinco minutos esperando en la puerta. «No vamos a llegar al cine», dijo, y ella pasó a su lado sin rozarle hacia la habitación, quién se había creído que era pintándose.

    «Una puta, eso es lo que pareces» (lo decía en ocasiones, para molestarla).

    «Déjame en paz», se escuchó desde el cuarto, y él se fue tras ella, quedándose en el umbral, como negándose a asombrarse de lo que estaba ocurriendo; Inés pintada para ir al cine (ella, que casi nunca lo hacía), mal pintada, vieja pintarrajeada, mal pintarrajeada, el carmín por encima de los labios, le sentaba bien la falda verde, los ojos violentamente azules, de un azul olímpico frente al espejo, el olor a carne anciana mezclado con la colonia de bebé que se ponía, aquel olor tan característico de Inés al que olían todas las cosas; la ropa, los muebles, los armarios.

    «Una puta, eso es lo que pareces.»

    «Déjame en paz», y entonces otra vez aquel tono de voz, o quizás no la voz, un gesto impensable en Inés que tampoco podía ser descrito, ni analizado, un gesto que era más bien una actitud.

    Salieron de casa como quien sale de una prisión, como dos animales que salen de una prisión y Pablo reconoció que aquella sensación venía sucediéndose desde hacía meses, la de no querer regresar a casa cuando salían, y miró a Inés porque no había pronunciado palabra desde que abrió la puerta del baño, porque se había negado a cambiarse de ropa aunque él había insistido. Cuando sacaron la entrada todavía restaban cuarenta minutos para que empezara la película. Tampoco se quejó Inés en esta ocasión y se sentaron en el banco que había frente a la sala para hacer tiempo. No les gustaba ir al cine. Nunca, en realidad, les había gustado. La película que les había recomendado Bárbara se llamaba El otoño y comenzó con una interminable escena de hojas cayendo que le produjo a Pablo una somnolencia leve, y una anciana que caminaba por el jardín de una casa vacía medio idiotizada de recuerdos de la infancia, poniéndose a reír en un columpio podrido, él pensando que se podía partir la cuerda, que podía hacerse daño, pero la cuerda no se partía porque la vieja se convertía en niña y la niña en vieja continuamente, una con un vestido blanco y la otra con una falda marrón caqui perfectamente conjuntada con los árboles. Inés dormía, y a Inés, a diferencia de la otra vieja de la película, le daba la luz de la pantalla una sombra tristísima en los ojos, en los labios que se había empeñado en pintarse y que ahora tenían un nosequé de puta desvencijada con olor a colonia de bebé y una medalla de la Purísima al cuello esmaltada en porcelana que decía avemaría-purísima en dos partes alrededor de los pies en una cinta beige sostenida por un putti en pleno escorzo de nalga rolliza, avemaría-purísima que se estaba quedando también dormida en el reencuentro madre-hija otoñal de la pantalla reflejándoles una alegría molesta de puro falsa en la cara mientras dos adolescentes se besaban hasta la extenuación, el uno contra el otro, en el asiento de al lado.

    Nunca le había gustado aquello a Inés, menos que nunca ahora, y si no hubiese estado dormida habría comentado algo porque ella siempre comentaba algo, una reacción en la que el desagrado le estrangulaba la garganta para vomitar una execración inofensiva a la juventud y sus costumbres sexuales, donde todo era tópico menos el asco, que parecía venirle también de muy lejos y tenía formas de puttis danzarines en torno a una Purísima, y celos momentáneos de otras épocas, y vergüenza. El sexo para Pablo no era más que una especie de enemigo lejano. A Inés nunca le gustó mucho y ahora no le preocupaba absolutamente nada, lo cual parecía lógico, pero no era lógico cuando la vieja de la pantalla se convertía en niña de vestido blanco y después en vieja de vestido caqui y de nuevo en niña, porque había, en las dos, algo de la teatralidad de las revistas de moda que a veces dejaba Bárbara en casa cuando les visitaba, de jovencitas en posturas inverosímiles y que tan lejos quedaban de Inés, especialmente de esta que de pronto no parecía Inés y que dormía con un gesto antiquísimo, («la sal» había dicho, no «pásame la sal», no «por favor, la sal»), los labios mal pintados que él quizás había querido, y después obviado, y más tarde despreciado incluso con asco para llegar a esta indiferencia que les iluminaba las caras a los dos, «cómo lo iba a entender usted, señor presidente, dormir con una mujer como Inés, cómo iba a entenderlo, y hacerle hijos, y olerla, ya no se desnuda delante de mí, se encierra en el baño, llega con el camisón caído y reza sus oraciones en voz alta (una vez, de recién casados, me pidió que lo hiciéramos juntos), unas oraciones que no son como las de los otros sino una cosa durísima entre Inés y Dios, un Dios que no se parece a ningún Dios, uno con el que se enfada, al que blasfema si se quema en la cocina, el Dios de Inés, señor presidente, que nada tiene que ver conmigo o yo con él, al que no le importaban ni mi ventanilla, ni los trenes, ni usted, señor presidente».

    La despertó cuando ya habían salido todos de la sala y el final de los títulos de crédito auguraba la inminente irrupción de la luz.

    «Inés –dijo–, te has dormido, te has perdido la película.»

    «¿Qué tal era?», preguntó.

    «Regular», y mantuvieron aquella conversación lo suficiente, como dos perros bien amaestrados. Era noviembre en la calle, es decir, un tiempo que parecía, como Inés en la comida, estar al borde de dos transformaciones. Lo sintió primero en el aire, después en la luz y más tarde en él mismo; porque igual que algo había cambiado en Inés, otra cosa parecía estar cambiándole también a él. Creía haber despertado de todo un tiempo, o haber cruzado un umbral que limitaba una parte con otra de la vida; una en la que él e Inés habían desaparecido el uno para el otro, inmersos en ellos mismos. ¿Conocía él su rostro o ella el suyo? No, ni siquiera sus cuerpos se conocían. Le daba la sensación de que, como en la película, ellos mismos se transformaban en otros al caminar, o rejuvenecían, Inés con un vestido blanco, él con uniforme y bigotito fascista, y de nuevo viejos, y otra vez jóvenes, ella le recibiría como una niña bien a su visitante de turno y él la postraría como a una de tantas, y lo harían así, simplemente porque una vez fue algo superior a ellos y ahora era más pequeño que ellos, sin haber sido nunca amor.

    La tarde se había ensombrecido innecesariamente cuando abrieron la puerta de casa. En la habitación, bajo el uniforme, estaría la cartilla diciendo que tenían veinticuatro mil pesetas en el banco, treinta y una mil y, debajo, veinticuatro mil, era sólo día diez y aún les quedaba la pensión de Inés. Ella siempre entraba en el cuarto de baño para cambiarse cuando llegaba a casa pero no lo había hecho esta vez. Fue a buscarla y la encontró en el cuarto de estar sentada, sonriendo a ninguna parte, y su aspecto le pareció tan infantil que por un momento pensó que iba a encogerse hasta adquirir el aspecto de una niña, como la vieja aquella de la película se iba a encoger Inés y a transformarse en una niña con sus labios de puta desvencijada y su vestido verde y su olor a vieja y a colonia de bebé.

    «Qué le pasa a la vieja esta ahora» (a veces la trataba así, para disgustarla), pero me sentí mal aquella vez, señor presidente, tan obedientemente sentada estaba Inés cogiéndose la falda, haciendo un pliegue con el borde, y después otro pliegue, meticulosamente levantando la cabeza y sonriendo, quién se había creído, y no contestó, ella, que siempre contestaba, y entonces ya fue evidente que algo había cambiado en Inés. Le dije «quieres cenar», señor presidente, y dijo «sí, cenar, vamos a cenar, hambre, tengo hambre, vamos a cenar, cenar», y le di de cenar yo mismo, de pronto no pudo o no quiso coger los cubiertos, «no vas a comer», dije, y ella «sí, voy a comer, cenar, tengo hambre».

    Su misma representación del papel de padre le resultó incómoda desde el principio. Tomó la cuchara y la acercó a los labios de Inés. Ella volvió la cabeza al principio, después le miró. ¿Quién era realmente esta mujer de pronto con los labios y la cabeza de Inés que le miraba sin comprender? Volvió a acercar la cuchara y en esa ocasión Inés abrió la boca y engulló los garbanzos con una especie de glotonería negligente. Parecía una niña fingiendo que no le gustaba un plato agradable.

    «Eres una vieja», dijo, y le dio después de beber, y le limpió los labios. Aunque se forzaba para mantener la calma todo le inquietaba, por eso le dijo que se iban ya a dormir, eran las nueve y media pero le dijo que se iban ya a dormir e Inés obedeció, ella, que nunca obedecía, se levantó tras él y caminó hacia el cuarto.

    «¿Cómo era la película?»

    «Regular», y ella se detuvo al llegar a la cama quedándose en pie frente a él. «¿No te desnudas?», preguntó. Se había acostumbrado tanto a que ella tampoco le viera desnudarse que de repente sintió extrañeza de que estuviera aún allí, mirándole.

    «Sí.»

    «Pues venga.» Pero tampoco con aquello se volvió Inés al cuarto de baño para coger la bata, el camisón que colgaba siempre detrás de la puerta.

    «¿Te desnudo yo?»

    «Sí, me desnudas tú.»

    Fue difícil desabrocharle la falda, el sostén, y para hacerlo tuvo que volverse a encender la luz; no veía el enganche por ninguna parte, ahora, ya estaba. Inés desnuda. «Desde hacía cuánto no estaba así desnuda Inés, señor presidente, la miraba y me parecía que nunca había estado tan desnuda Inés como lo estaba aquella noche, más desnuda, más incapaz que un animal viejo aquella mujer que no era mi mujer pero que se parecía tanto a ella; los ojos, las manos, el pubis encogido y casi rapado, le parecerá una tontería pero hacía años que no veía así a mi mujer, de pie y desnuda, quieta como un cuadro al que le van a hacer una fotografía, y sentí una lujuria suave, agradable, una lujuria como de muy lejos que me daba miedo. Volví para ponerle el camisón y seguía allí levantando los brazos, cuando lo hice le acaricié un pecho, no sé por qué, pensaba en lo inmediato, señor presidente, y lo inmediato era de pronto la muerte, que se quedaba flotando en el aire sin decir, inexpresable pero espantosamente sencilla a la vez.»

    Se durmió pronto, aunque revolviéndose más de lo habitual, como una viajera en una cama que no reconoce, y Pablo se levantó después, y fue a la cocina, y se sirvió un vaso excesivo de vino que le hizo vomitar una pulpa rosada a la que se quedó mirando en el inodoro como a una pintura moderna, incomprensible. Había que llamar a alguien, a Bárbara, para decirle lo que le ocurría a Inés, pero cómo explicar exactamente lo que le ocurría. ¿Decirle, quizás, «tu madre se ha desnudado hoy delante de mí, tres años ya que no lo hacía»? ¿Decirle «se atiborró de sal en la comida»? Y si ninguna de aquellas cosas era incomprensible, ¿por qué sí lo era su conjunto? ¿Por qué era evidente que la mujer a la que acababa de desnudar no era, no podía ser Inés? En la cartera había ahora cinco mil pesetas, sólo cinco mil pesetas, y guardaba en el bolsillo algunas monedas que sobraron también del cine. De pronto tuvo miedo de que les quitaran todo, de que Inés se volviera loca, o él, y les quitaran todo; las pensiones, la casa. Él mismo reconocía aquel miedo como ridículo pero no podía evitar tenerlo. No, no llamar a Bárbara, ni a Santiago, ni a nadie. Esperar. Esperar.

    La lluvia siempre es igual en noviembre y hay algo lento en el aire cuando llega el otoño, algo que se vuelve deliberadamente feo, y me siento a ver la televisión aunque sea domingo y haya que planchar la ropa, y pienso que no soy yo la persona a la que pertenecen las cosas que me rodean, como si mi vida no fuera esta que se levanta en las mañanas los fines de semana de noviembre, me siento como si hubiese envejecido de pronto, y Manuel dice «Bárbara, qué hacemos de comer» y pienso que no quiero comer tampoco, «Bárbara», y digo «espaguetis» por decir algo rápido y que a los niños les guste, y que no griten ni jaleen porque de pronto no les soporto la energía, y el agua empieza a bullir con la sal y el aceite, un calor que es como el último calor del otoño. Pienso que si les llevamos al cine tal vez no estén toda la tarde gritando que se aburren y entonces yo podré cerrar los ojos en la película y descansar un momento, porque nunca me ha gustado el cine en realidad, parece todo tan de mentira en el cine, pero sí me gusta cerrar los ojos allí, las butacas y todo el mundo

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