Cicatrices
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Cicatrices - Orlando Javier Chamorro
Prólogo
Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven
. Con este ensayo sobre la ceguera
de José Saramago quiero, amigos lectores, presentarles estos relatos breves.
Desde la dura existencia del ribereño que recoge su lineada, una y otra vez, sin nada en el anzuelo hasta la niña que, con su cajita, deambula descalza entre los automóviles detenidos en el semáforo. Unos personajes parados en la delgada línea que divide la ficción de la vida real y a los que vemos cotidianamente como el feriante sin un brazo o el elegante pasajero que transporta su arma legalmente con el fin de terminar con una bestia
en algún lugar de la tierra.
Fuimos privilegiados por alguna divinidad al nacer en esta hermosa tierra colorada, la retina del viajero se deleita con nuestros paisajes, pero hay una lucha constante por la supervivencia a cada segundo detrás de estas maravillas naturales. Solo debemos saber dónde mirar.
Orlando Javier Chamorro
Solo quisiera ser uno de los motivos de tu
sonrisa, quizá un pequeño pensamiento de
tu mente durante la mañana, o quizá un
lindo recuerdo antes de dormir. Solo
quisiera ser una fugaz imagen frente a tus
ojos, quizá una voz susurrándote en tu oído, o
quizá un leve roce en tus labios. Solo
quisiera ser alguien que quisieras tener a tu
lado, quizá no durante todo el día, pero de
una u otra forma, vivir en ti.
Gabriela Mistral
EL ÁRBOL DE CRISTAL
I
Mi nombre es Aylen, tengo siete años y llegó el momento de mi viaje. Volví a buscar a Pirata. Lo encontré tirado moribundo, mirando cómo las luces del semáforo pasaban de un color a otro.
Pirata es un perro viejo y casi ciego. Sus ojos se fueron quedando blancos y tristes. Lo levanto y consuelo con caricias. Tiene el pelo blanco y una mancha negra alrededor de un ojo y no me costó mucho encontrarle un nombre adecuado.
Lo escucho gemir por última vez y puedo escuchar su respiración como una suave brisa, deteniéndose. No tarda en dormirse apoyando su cabeza en mi regazo.
Mi mamá murió cuando yo nací y de mi papá no recuerdo mucho; su vida ya no fue la misma después de eso, al poco tiempo desapareció y mi vida dejó marcas en las personas de esta historia.
Mi crianza estuvo a cargo de la hermana de mi mamá, la tía Marcela. Ella armaba los arbolitos de cristales y alambres que con mis primos mayores íbamos a vender al costado de la autovía. Recuerdo sus palabras la primera vez que me llevó con ella.
—Todos tienen que vender siete arbolitos por día, si es más, mejor —me dijo, sin mirarme a los ojos—. Sos la más chiquita de todos, con que vendas cuatro está bien y vas a estar con Eliana.
Eliana, la mayor de mis siete primos, tenía once años, pero parecía tener la sabiduría de alguien mayor. Todos los niños éramos su responsabilidad y se pasaba sus días cuidándonos y fabricando las artesanías.
Sus pequeñas manos, curtidas y resecas, habían aprendido tanto a cocinar como a armar esos pequeños arbolitos que eran el principal sustento familiar. Inconscientemente me apegué a ella y a su vez Eliana me tomó bajo sus cuidados y lo hacía con mucha paciencia y esmero.
—Quiero que te quedes conmigo todo el tiempo. A la ruta salís cuando yo salga, te voy a ayudar a vender tus arbolitos. –Me dijo, mientras caminábamos rápidamente todos juntos, muy temprano, hacia nuestro lugar al costado de la autovía.
—¿Alguna vez no vendiste todos tus arbolitos, Eli? –Le pregunté, mientras trataba de seguir sus pasos.
—Sí —me contestó, mientras se tocaba el hombro—. Y mi papá me dio una paliza. Cuando se cansó de pegarme se fue y nunca más volvió. Nos dejó.
Nunca más le pregunté sobre su papá, pero supe por qué ella cuidaba tanto de mí como de sus hermanitos. Las palizas, en vez de debilitarla, fortalecieron su espíritu, pero también la privaron de su niñez. Para ella estaba bien así.
II
La aldea estaba a medio camino entre la casa de mi tía y la autovía. Sus casas de madera prefabricadas habían desterrado a las antiguas chozas hechas de ramas gruesas, isipó y paja.
Los amplios patios albergaban enormes árboles aislados que pertenecieron a una antigua selva virgen. El humo de los fogones se podía ver desde lejos tanto como sentir el olor del reviro por las mañanas y los guisos al mediodía.
El camino, largo y bordeado de pastos estaba cruzado de mangueras semienterradas de agua, además dividía a la aldea en dos sectores y terminaba en una hermosa y moderna escuela. Mi escuela.
Separada del conjunto de viviendas, estaba el ranchito del viejo Aparicio. Rodeado de tacuaras atadas entre sí con alambres, no eran un obstáculo para ver la gran cantidad de envases de vino y caña desparramados como una alfombra por todo el patio. Colgaban de los gajos de un paraíso cintas rojas y negras, y algunas calaveras de animales, como lagartos, cuatíes y gatos.
La gente decía que el viejo se alimentaba de niños y que por las noches más oscuras vagaba desnudo por el monte gimiendo y aullando como un animal. Pasar frente a su casa de camino a la escuela era una verdadera tortura para mí y mis primos, pero no para Eliana. Recuerdo su voz seria y adulta.
—Es un pobre viejo que no puede vivir sin alcohol. No es malo, nunca lastimó a nadie.
—Pero, Eli, ¿por qué nadie lo ayuda? —le pregunté con un sentimiento de lástima repentino.
Eliana me miró con ternura y sus ojos verdes parecieron entristecerse, eligió sus palabras unos segundos antes de responder.
—Tiene que ver con el cacique. Hace muchos años su esposa había enfermado, y era grave. Aparicio era el curandero de la aldea y le había preparado un remedio de yuyos. La mujer empeoró y tiempo después se suicidó. Él lo culpó por eso y ordenó que todos lo ignorasen por ser un farsante.
Eli debió ver mi cara de sorpresa porque sonrió y luego dio fin a su historia.
—Es lo que dicen, no significa que sea la verdad.
Pero sí que era cierto. Tan cierto