La marquesa enmascarada: La guía esencial del arte de seducción para señoritas, #2
Por Claire Delacroix
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No es la mujer con la que él se casó...
Philomena Wright, marquesa de Arlingview, es universalmente admirada por su intelecto, buen sentido y sus esfuerzos caritativos a favor de las viudas y los huérfanos. Una mujer con todas esas virtudes también guarda un oscuro secreto: es, en realidad, la hermana gemela de Philomea, Penelope. Temiendo la soltería, asiste a un baile de máscaras con la esperanza de encontrar un pretendiente antes de admitir la verdad... sólo para encontrarse con un caballero que la conmueve como ningún otro...
Garrett Wright echa de menos tener un propósito, y el peligro, de su trabajo como espía durante la guerra y está aburrido de su disfraz de imprudente libertino. Cuando acepta ayudar a descubrir al ladrón de joyas que se está aprovechando de la sociedad londinense, se ve seducido por una belleza que despierta algo dentro de él, y se muestra decidido a desvelar la verdad, cueste lo que cueste.
Cuando encuentra unas gemas robadas en su poder, Garrett teme que su dama tenga un secreto más peligroso que su propia identidad. Obligado a elegir entre el honor y el inesperado amor, ¿cómo cumplirá con su deber y se asegurará, a la vez, de un futuro feliz con la mujer que ha capturado su corazón?
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La marquesa enmascarada - Claire Delacroix
CAPÍTULO 1
Enero de 1817 – Londres
Si alguna vez hubiera existido una mujer que identificara el deseo de los hombres antes de que hablaran, esa sería Esmeralda Ballantyne. La infame cortesana observaba a Garrett Wright, marqués de Arlingview, mover el brandy en su copa sin prestar atención a las vistas que tenía frente a él. Evaluando su estado de humor como pensativo, decidió, por el momento, no molestarlo. Su invitado había llegado tarde, mucho después de la medianoche, encontrándose aún sobrio. Iba vestido con un traje de noche, tan elegante como era de costumbre, pero esta vez parecía distraído.
Tristemente, no conseguía distraerlo de ninguna manera.
Esmeralda tomó la oportunidad para estudiar su perfil. El marqués era un hombre peligrosamente hermoso con su pelo negro y ojos azules, con un toque plateado en sus sienes. Su mandíbula era cuadrada, dándole una apariencia resuelta, y siendo más alto que la media de los hombres. Estaba en sus últimos treinta, una edad particularmente atractiva en los hombres para los ojos de Esmeralda. Su altura estaba bien combinada con la musculosa amplitud de sus hombros, dándole una presencia imponente.
La mayoría del tiempo era imposible adivinar sus pensamientos, el hombre mostraba una actitud impasible, como una estatua, y quizá, ese misterio contribuía al deleite de su compañía. Esperaba con ansias sus encuentros, ya que él siempre la sorprendía, en la cama y fuera de ella.
Pero tales placeres terrenales podrían no ser saboreados esa noche. El marqués ni siquiera se había quitado la chaqueta, lo único que hacía era mirar fijamente por la ventana que daba a la calle, meditando cualquier asunto que tuviera en su mente.
Esmeralda sabía que no debía hacer pucheros, pero...
–¿El brandy no es de su agrado? –preguntó como si no supiera que él la había menospreciado por su falta de atención. Se recostó en la silla frente al fuego, jugando con uno de los rizos que caían sueltos con su dedo. Sabía que la pose y la luz la favorecían, tanto como el vestido transparente que la envolvía, pero el marqués apenas miraba hacía su dirección. Cuando finalmente lo hizo, sus ojos no se centraron en ella.
Sin duda, era por otra mujer.
–Sí, ¿por qué?
–Pensé en ordenar más si era de su gusto.
–¿No lo ha probado? –su admisión hizo que su invitado la mirara duramente.
–No me apetece brandy estos días –dijo con ligereza.
–Sintiendo el peso de los años, ¿verdad? –los ojos de Arlingview brillaron mientras sonreía maliciosamente.
Esmeralda le lanzó dagas con la mirada, algo que divirtió al marqués, pero, rápidamente la anfitriona se recompuso. Se suponía que ella era la perceptiva.
–Prefiero el vino estos días, eso es todo.
–Cosa curiosa, cambiar de gustos –susurró mientras asentía agitando el vaso.
Esmeralda esperó a que continuara, pero no lo hizo, así que sonrió incitándolo deliberadamente.
–¿Y cómo es eso?
–¿Quién puede anticiparlo? ¿Quién puede predecirlo? Uno está seguro de lo que quiere hasta que... ya no lo está en absoluto –Arlingview se encogió de hombros y tomó un pequeño sorbo de su brandy antes de dejar de lado la copa–. Debería irme –tomó su sombrero, pero Esmeralda se puso de pie suavemente, interponiéndose en su camino.
–No hay ninguna prisa –ella puso su mano sobre el pecho del hombre, haciendo que él la mirara con el ceño fruncido.
Normalmente habría cubierto la mano con la suya y la habría llevado a la cama.
En cambio, apartó su mano con una cortés sonrisa.
–Puede atender a otros invitados.
–No esta noche. Quédate y hablemos un rato.
¡No podía irse tan pronto! ¡Había limpiado su agenda por él! Hizo un gesto al asiento opuesto al que ella había elegido, los dos delante del fuego, uno frente al otro, ambos tapizados en terciopelo rubí.
–No creo que usted esté interesada en esta conversación –se encontró con su mirada, tan directo como siempre.
Entonces, fue el turno de Esmeralda de encogerse de hombros.
–Somos viejos amigos ¿verdad? ¿Con quién sino debería conversar a altas horas de la noche en privado?
A decir verdad, ella esperaba que su confesión lo llevara hacía su habitual interacción. Él pronto se daría cuenta que esa otra mujer, quién quiera que ella fuera, no podría compararse con las habilidades de Esmeralda.
Arlingview consideró su propuesta por un momento, un momento demasiado largo para la satisfacción de Esmeralda. Entonces, abruptamente, dejando de lado su sombrero se sentó frente a ella. Él apoyó sus codos sobre las rodillas, completamente serio mientras la miraba fijamente. ¡Era un hombre glorioso!
–No puedo hacerlo más –dijo con contundente actitud.
Esmeralda se encogió ante su falta de entendimiento.
»Eso no es del todo cierto –continuó él, matizando su anterior afirmación–. Hay demasiada diversión apostando, bailando y asistiendo a estridentes fiestas. Todavía hay satisfacción al seducir mujeres e incluso llegar a casa a media mañana. Pero ya no siento tanto interés en ello. El sentimiento de novedad se ha ido, la emoción de los placeres prohibidos ha desaparecido. Me adentro hacía un infierno de locura, donde todo es igual que siempre y me aburre.
–Anhela la novedad –Esmeralda entendió esa urgencia. A menudo sentía lo mismo con sus clientes cuando pasaba demasiado tiempo con ellos. Ella tenía pelucas. Disfraces. Ella proveía novedad, de eso estaba segura.
–Quizá. Estuve en París tres veces este año, en Brighton e incluso visité Edimburgo. Nada despierta mi curiosidad o captura mi atención, y no puedo explicar el cambio de ello.
–¿Sus hijos?
–Ambos son excelentes estudiantes y buenos tiradores.
–¿Su padre, el duque?
–Que nunca muera, Dios lo bendiga. No lo querría de otra manera.
–¿Sus propiedades?
–Están administradas de manera competente y son tan rentables como se espera de ellas.
Esmeralda tomó una cereza del cuenco de la mesa y le quitó el tallo con un mordisco. La masticó elegantemente, pero su invitado no estaba interesado en sus acciones o, para el caso, en la implícita insinuación.
–¿Su esposa? –preguntó finalmente, escuchando su leve tono de voz.
–Ocupada, sensata y competente –Arlingview levantó las manos–. Nunca he conocido a una mujer más motivada en cambiar el mundo –frunció el ceño ante sus palabras–. Y creo que tampoco a ningún hombre. Ella no es la mujer con la que me casé, estoy seguro, y sus acciones me hacen sentir perezoso.
Y ahí estaba. Esmeralda percibió el asombro en su tono, incluso un deje de envidia. Su esposa tenía un propósito, uno que impulsaba sus elecciones día a día, y el marqués no poseía empresa alguna.
–¿Quizá otro hijo? –sugirió su anfitriona.
–Philomena y yo acordamos antes de nuestro matrimonio que dos hijos serían suficientes –él negó mientras pronunciaba sus palabras–. Negociamos cada detalle antes de nuestras nupcias, y no la presionaré más allá de los términos acordados.
–¿Ella no disfruta de sus momentos de intimidad? –preguntó una intrigada Esmeralda.
El marqués rio, ese simple gesto lo hacía parecer joven e imprudente.
–Evidentemente, ella los soportó, pero simplemente por el bien del futuro –había una sombra en su expresión, una que hacía que Esmeralda esperara una confesión, pero él no ofreció ninguna–. En su momento pensé que era inusual que estuviera tan decidida a mantener nuestro acuerdo, pero últimamente ha cambiado –se encogió de hombros–. Tal vez ambos nos cansamos de las diversiones pasajeras.
Esmeralda suspiró, temiendo no volver a experimentar de nuevo tal intimidad con el marqués. Había algo en sus maneras y se dio cuenta que eran las de un hombre que había tomado una decisión. Y solo había dos decisiones que tomaban los hombres cuando estaban cerca de Esmeralda: ser seducidos o abandonar cualquier conexión con ella, y teniendo en cuenta que lo primero ya había sucedido con Arlingview, solo podía haber tomado la segunda decisión.
Lástima.
Por supuesto, eso significaba que tenía poco que perder en esa conversación.
Esmeralda eligió otra cereza y la estudió. No podía imaginar cualquier otra mujer simplemente soportando las intenciones del marqués. Era un amante juguetón, irresistiblemente encantador y enérgico más allá de las expectativas. Aun así, ella sabía que él y su esposa estaban separados.
Recordó las pocas veces que había visto a su esposa, una mujer hermosa, pero definitivamente sensata. Cosa que era extraño, ahora que pensaba en ello, había escuchado durante años que la marquesa era una mujer enamorada de las fiestas y los bailes. Corrían rumores de sus escandalosas aventuras, y se decía que era el vivo espejo de su libertino marido. La mujer se había encontrado con la marquesa en la biblioteca de préstamos de Carruthers & Carruthers justo un mes antes, y le había parecido una persona sobria y seria.
–A su esposa le gusta leer ¿verdad?
–Ha desarrollado ese hábito en los últimos años. He oído que normalmente tiene un libro entre sus manos.
–¿Ha sido un cambio de hábitos?
–En efecto.
–¿Tiene alguna idea de que ha podido causar el cambio en su naturaleza?
–Su hermana murió, y se tomó muy mal su pérdida –frunció el ceño–. Evidentemente, ha recapacitado sobre sus hábitos anteriores encontrándolos deficientes.
–No es algo trivial perder a una hermana.
–Y lo peor de todo, la hermana había ido a atender a Philomena mientras estaba enferma. Mi esposa se recuperó, pero Penelope enfermó y murió.
–Debe haber sentido gran culpa.
–Sí. Ella insistió en llamar a su hermana, no quería a nadie más en su compañía.
–¿Ni siquiera usted?
–Estaba en el extranjero –dijo con firmeza–. Recibí noticias de su enfermedad, pero no regresé –se quedó mirando a Esmeralda–. No me envió ninguna misiva, así que entendí el significado de ello.
Parecía que, para Esmeralda, la marquesa no era la única que experimentaba el sentimiento de la culpa. Había un matiz en su voz, un atisbo de que su orgullo fue herido por su esposa al no haberle querido con ella en un momento de necesidad.
Eso solo podía ser porque la dama en cuestión lo menospreciaba. Una vez que la pareja se casó, tuvieron dos hijos. Entonces, por alguna razón que ella no comprendía o no quería saber, se convirtieron en extraños, buscando la diversión cada uno por su lado. Ahora que ambos se cansaron de tales deleites, quizá pudieran encontrar la felicidad juntos de nuevo.
Si Esmeralda les ayudaba. Había sentido una enorme satisfacción al animar a la esposa del barón de Trevelaine a encender las pasiones dormidas de su pareja durante la Navidad anterior, y Esmeralda sabía muy bien quién podía ser su próxima candidata para similar asistencia. Le gustaba Arlingview y si no iba a volver con ella de nuevo, bien podría encontrar satisfacción en su matrimonio.
Afortunadamente, Esmeralda guardaba el disfraz de la entrometida y ficticia señora Oliver.
Su ánimo se había aligerado notablemente. Le enviaría un mensaje a Ophelia Pearl, la actriz quién la ayudó con su disfraz, esa misma noche.
–Parece que necesita una nueva distracción –le dijo a su invitado, quien asintió.
–Pero no sé el qué y mucho menos dónde podría encontrarlo –levantó la vista, recordando donde se encontraba y como debían ser sus modales–. Lamento haberla aburrido sin ningún propósito. Me disculpo por ser tan mala compañía esta noche –el marqués alcanzó de nuevo su sombrero–. Gracias por su indulgencia, no la molestaré más.
En un latido de corazón, se había ido, saliendo a grandes zancadas del salón y de los muchos placeres que ella podía ofrecerle. Esmeralda comió otra cereza, planeando su historia.
La señora Oliver necesitaba encontrarse con la marquesa, y pronto.
Sin duda, sería necesaria una visita a Carruthers&Carruthers.
¿Debería haber confiado en Esmeralda?
Lo que había hecho Garrett no se podía considerar una confidencia como tal, ya que se había guardado los detalles más interesantes. De hecho, no había sido más que una actuación.
Pero a su parecer, una necesaria.
Rememoró el intercambio en el carruaje mientras regresaba a casa a través de la lluvia y la oscuridad de la noche. Incluso la perspicaz cortesana no sabía nada sobre su actuación durante la guerra trabajando como espía de la corona. Sin duda, él echaba de menos los desafíos y el peligro de esos días. ¿Era el único británico leal a la corona que lamentaba la victoria en Waterloo?
El final de la guerra significó ser dejado con su personaje de temerario libertino, lo cual le resultaba insatisfactorio. Anhelaba deshacerse de ese personaje, pero un disfraz tan cuidadosamente construido no podía abandonarse de un día para otro. El supuesto cambio tendría que hacerse de forma paulatina, tendría que ser creíble para todos, e incluso él sabía que habría personas que tendrían sus dudas.
Más allá de eso, lo que Garrett necesitaba era otro desafío, una nueva misión, una tarea para emplear todas sus habilidades y darle un propósito a sus días. Tristemente, no tenía idea de dónde iba a encontrar ese nuevo proyecto. Frunció el ceño al darse cuenta de que su carruaje ya se encontraba frente a su casa de Londres.
Y claro, luego estaba Philomena. Teniendo en cuenta sus informes, su esposa había cambiado su forma de ser desde la muerte de su hermana. De hecho, las gemelas podrían haber cambiado de lugares, dadas las quejas de Philomena sobre los hábitos molestos y obedientes de su hermana. La primera vez que notó su cambio de actitud, lo atribuyó al dolor, sospechando que su esposa no podría soportar el luto por mucho tiempo.
Pero parece que lamentó la muerte de su hermana más de lo que él había anticipado, ya que incluso tres años después, era una mujer diferente con la que se había casado.
Una vez había sido engañado sobre su naturaleza y no volvería a cometer el mismo error de nuevo.
Pero claro, él tampoco era el mismo hombre que había estado en el altar.
A decir verdad, había poco que criticar sobre los nuevos gustos por la responsabilidad de su esposa. Ella manejaba la casa de forma eficiente, tenía el respeto de los sirvientes y la absoluta admiración de su padre. No había más fiestas, no más abultadas facturas de zapatos o modistas y quizá tampoco más amantes. No podía imaginar que ella tuviera tiempo para tales placeres dado que había asumido los deberes de caridad que tenía su madre antes de morir en la caridad de su padre. Habría preferido que el argumento que hubiera hecho cambiar las formas derrochadoras de su esposa hubiera sido otro, pero Garrett estaba preparado para recibir los resultados, sin importar de qué manera se hubieran producido.
Si este cambio era tan duradero como parecía, el cortejo de los afectos de su esposa podría ofrecer el desafío que estaba buscando. Las acusaciones y ácidas palabras que se habían lanzado después del nacimiento de su segundo hijo no podían olvidarse. La distancia se produjo cuando él tomó el rol de espía y se habían visto poco en los años intermedios.
Pero la mujer en la que Philomena se había convertido era definitivamente más interesante que la que lo había irritado constantemente.
Quizá se habían convertido en una pareja que podían vivir juntos con afecto, ese que una vez había deseado.
Quizá fuera hora de reavivar su relación.
Garrett salió del carruaje y miró hacía la casa. Había luz en la habitación de su esposa, pero tan pronto como habló con el conductor, esta se apagó.
Tal vez podría usar su experiencia como espía para desvelar la razón por la que su esposa había cambiado tanto. Su éxito también podría dar una explicación a su propio cambio de actitud.
Todo el mundo, después de todo, admiraba a un hombre que se arrepentía de sus hábitos descarriados en busca del corazón de una dama.
La sola idea de ello hizo que Garrett sonriera con anticipación.
La situación era intolerable.
Tres años atrás, Penelope se había mantenido escéptica ante las afirmaciones de su hermana sobre el carácter de su marido. Sabía de buena tinta que Philomena tenía una relación causal con la verdad cuando no le convenía, pero parecía que la evaluación del marqués por parte de su gemela había sido demasiado amable. El hombre nunca estaba en casa. Bien podría haberse muerto durante esos últimos tres años.
Sin duda, él enviaba regalos de cumpleaños a sus hijos, pero rara vez cruzaba el umbral de la casa. Ni siquiera había regresado a casa la pasada temporada por Navidad, aunque los chicos lo habían visto en Montford cuando visitaron a su abuelo, el duque. Ese día, Penelope había ido a su casa familiar en Clapham esperando que el duque pasara tiempo de calidad con sus nietos. Resultó que el marqués también estaba allí, una alegre sorpresa durante la visita de los chicos.
Penelope podría haber concluido que la estaba evitando, pero sospechaba que a quién en realidad evitaba era a Philomena.
La pregunta era por qué.
Y lo peor de todo es que no tuvo tiempo de decirle la verdad. Incluso ahora que él se encontraba en Arlingview House, Penelope solo captaba indicios de su presencia: sus guantes y sombrero se encontrarían en el vestíbulo, se moverían sus libros en la biblioteca y habría vasos de brandy en la mesa del comedor. Captaría el olor de su piel a intervalos inesperados... pero nunca un atisbo del hombre. Regresaba a casa de forma rutinaria justo después del amanecer, muchas veces cantando en voz alta, algo que hacía que Penelope quisiera mirar por la abertura de luz de debajo de la puerta que unían sus habitaciones. Hasta el momento, él no había acudido a ella, pero todas las noches Penelope se sentía expectante, con el corazón en la garganta. Él se dormía tarde y, evidentemente, visitaba el club por las tardes, cuando ella se encontraba fuera. Sabía que él estaba en casa a intervalos, pero nunca había estado en la misma habitación que él.
Había pasado casi una semana y no podía imaginarse un día peor para poner fin a esa farsa que fue alentada por su hermana, Penelope tenía que encontrar al hombre para poder confesarlo todo.
Sin embargo, las actividades del marqués daban crédito a su reputación y a las afirmaciones que le hizo Philomena. Sus llegadas de madrugada, el ritmo al que descendía el volumen de brandy y su aparente indiferencia hacía su esposa, claramente indicaban que su fama de libertino era bien merecida. ¿Había tenido razón su gemela sobre su temperamento? Si lo pensaba, esa vida a Penelope le sentaba bastante bien, y si no hubiera sido por el engaño que estaba haciendo, podría haber sido feliz. Ciertamente, ella no tenía ningún deseo de volver a la casa en Chapham y estar bajo el control de su madre.
Si el dichoso hombre se dejara ver de una vez...
¿No era curioso de que no tuviera ningún problema en no hablar con su esposa y mucho menos en comunicarle sus intenciones? Los padres de Penelope hablaban hasta el cansancio, discutiendo cada detalle, al punto de que había deseado momentos de completo silencio. Ella no tenía ni idea de lo que hacían las demás parejas casadas.
En verdad, el silencio del marqués se habría ganado la ira de su hermana. Philomena nunca había tenido un momento en el que ella no fuera el centro de atención. Penelope era feliz siendo ignorada, salvo cuando una discusión era inevitable, como ocurría actualmente.
Quizá el marqués por eso lo hacía, para fastidiar a Philomena.
Pero tenía que terminar.
Cuando Penelope abandonó su habitación para almorzar, tuvo el atrevimiento de llamar a la puerta de la habitación de su esposo. Sintió su corazón en la garganta, pero no había motivo alguno para preocuparse. No hubo respuesta.
La razón podría ser perfectamente que aún se encontrara en su sueño de borrachera. Acercó la oreja para escuchar, pero no pudo oír sus ronquidos ni el sonido de su voz. La criada principal apareció en ese momento, haciendo ruido, corriendo por el pasillo. Hizo una reverencia para luego abrir la puerta de la habitación del marqués.
Pudo decir en ese momento que no había ningún caballero dentro de la estancia.
Eso significaba que estaba despierto.
Penelope bajó rápidamente las escaleras para mirar en la biblioteca. Allí encontró una solitaria y vacía copa de brandy y el fuego reducido a brasas.
El hombre bien podría estar muerto.
Irritada, continuó hasta llegar a la sala de desayuno. No tenía la confianza de que el mayordomo Wrigley revelara el paradero de su amo, ya que últimamente había sido parco en palabras cuando se le preguntaba. Llevaba entre sus manos un libro de la biblioteca de préstamos que planeaba terminar en su solitario almuerzo, entonces visitaría Carruthers & Carruthers esa misma tarde y tomaría el segundo tomo de la novela que estaba leyendo. La heroína en cuestión había captado, con una facilidad envidiable, la atención de un apuesto galán y Penelope esperaba aprender algo de dicho tomo. Lamentablemente, la mayoría de los detalles destacados ocurrían entre capítulos o simplemente estaban implícitos, lo que causaba la molestia de Penelope con