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Del retribucionismo hacia la cultura de la convivencia
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Libro electrónico404 páginas5 horas

Del retribucionismo hacia la cultura de la convivencia

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Esta publicación es el resultado de las investigaciones realizadas, durante el 2022, promovidas por la Red de Investigadores del Centro de Investigación en Política Criminal de la Universidad Externado de Colombia y presentadas en el congreso internacional "Del retribucionismo hacia una cultura de la convivencia".

Esta publicación pretende, por un lado, generar reflexiones sobre los aportes de las justicias propias a la justicia restaurativa desde una perspectiva intercultural; de ahí la necesidad de supe-rar el retribucionismo según el cual la víctima y el ofensor tienen pocas posibilidades de encuentro para la expresión de las necesidades causadas por el daño y el reconocimiento del mismo.

Por otro lado, busca acercar a los y las lectoras a ejemplos de justicia restaurativa dentro del sistema judicial penal y a iniciativas de prevención, como parte de la política social que permite la reducción de las violencias, la disminución del uso del sistema penal y el mejoramiento de las condiciones de vida, especial-mente de la población juvenil.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 abr 2023
ISBN9786287620087
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    Del retribucionismo hacia la cultura de la convivencia - Universidad Externado

    PARTE I

    DESAFÍOS DE LAS JUSTICIAS INTERCULTURALES

    CAPÍTULO 1

    RETRIBUCIONISMO Y CONVIVENCIA EN EL SENO UNA SOCIEDAD PLURALISTA

    FRANCISCO JAVIER GÓMEZ LANZ*

    Resumen: el presente trabajo examina de forma introductoria las posibilidades de conciliación de las teorías de la pena de carácter preventivo y retributivo con una organización social que reúna los rasgos que permitan caracterizarla como una sociedad regida por la cultura de la convivencia. A tal efecto, se analiza el acomodo relativo de cada una de estas doctrinas con una caracterización plural de la sociedad, así como con la fundamentación de la pena en una noción de dignidad humana de raíz kantiana.

    Palabras clave: retribucionismo; convivencia; pluralismo; dignidad.

    RETRIBUTIVE THEORY AND COEXISTENCE WITHIN A PLURALISTIC SOCIETY

    Abstract: This paper briefly examines the possibilities of reconciling the theories of punishment based either on prevention or on retribution with a social organization governed by a so-called culture of coexistence. To this end, the paper analyzes the suitability of each of these doctrines as an explanation of Criminal Law in a pluralistic society where punishment is founded on a notion of human dignity with Kantian roots.

    Keywords: Retributive Punishment; Coexistence; Pluralism; Dignity.

    INTRODUCCIÓN

    Es fácil advertir que cualquier reflexión acerca del retribucionismo y la cultura de la convivencia se enfrenta a la dificultad de precisar exactamente cuáles son los rasgos que definen a esta última. Cultura de la convivencia es, de este modo, una expresión que, como consecuencia de los límites borrosos en los que se despliega su significado, adolece de un alto grado de indeterminación semántica (Alchourrón y Bulygin, 1993, p. 212), lo que provoca que, al menos en los casos límites, su aplicación en un determinado contexto esté insuficientemente regulada y resulte, en esa medida, incierta o vaga (Williamson, 1994, p. 71).

    En esta tesitura, creo que resulta forzoso estipular desde un primer momento el sentido en el que se va a utilizar esta locución. A tal efecto, con cultura de la convivencia voy a aludir a la meta sociopolítica que la Agenda 2030 aprobada por la ONU asocia al objetivo de desarrollo sostenible nº 16, esto es, a la promoción de sociedades justas, pacíficas e inclusivas. De esta manera, una teoría de la pena que aspirara a contribuir a la generación de una cultura de la convivencia sería, si se acepta esta premisa, una teoría cuyos presupuestos y cuyas consecuencias fueran respectivamente coherentes con y eficaces para unas relaciones sociales en las que estuvieran presentes estos tres atributos.

    Ciertamente, también términos como justicia, paz o inclusión presentan una porosidad, una textura abierta que propicia que cada cual pueda estirar su sentido hasta que encaje con sus propios deseos de forma que nuestra lógica quede finalmente malparada (Waismann, 1981, pp. 512-515). Esta textura abierta —que, en algunos casos, alcanza seguramente el ámbito de la vaguedad, entendida en sentido estricto— genera el riesgo de que estas voces se terminen convirtiendo en significantes vacíos cuyo significado finalmente termine dependiendo del uso que pretenda darle quien consiga imponerse —y ello no necesariamente por la mayor racionalidad de su discurso— en el debate.

    Una complicación similar —tal vez menos evidente— se manifiesta en el otro eje del análisis: cuando nos cuestionamos si el retribucionismo resulta o no conciliable con una sociedad regida por la cultura de la convivencia, nos ubicamos en el juego de lenguaje¹ específico que concierne, como se ha anticipado, a la teoría de la pena². Con ello, cobra importancia crucial fijar el uso a estos efectos del término pena.

    A este respecto, asumo aquí que para que una respuesta pueda ser calificada como pena tiene que reunir los siguientes rasgos: (i) imponerse al infractor de una norma jurídica como consecuencia de tal infracción (Landrove, 1991, p. 19), (ii) imponerse conforme a la ley y por los órganos jurisdiccionales competentes (Hart, 2008, p. 5, y Landrove, 1991, p. 19), (iii) expresar una condena del hecho por el que se impone (Von Hirsch, 1985, p. 36)³, (iv) entrañar algún tipo de privación o dificultad para el sujeto penado (Von Hirsch, 1985, p. 35)⁴, y (v) cumplir estas tareas de forma intencional, deliberada (Von Hirsch, 1998, p. 169; Duff, 2001, pp. xiv-xv, y Husak, 2016, p. 50). Si solo reúne alguna de estas propiedades y no todas, no se trataría de una pena en el sentido en el que voy a emplear este término; sentido, por otra parte, que distingue a la pena como institución especificativa del derecho penal.

    Así las cosas, el examen de los elementos armónicos y discordantes presentes en la relación entre retribucionismo y cultura de la convivencia se va a articular aquí dentro del juego de lenguaje propio de las teorías de la pena y, por ende, mediante el contraste con otras propuestas que acuden a la pena —así entendida— como instrumento de política criminal. Consecuentemente, quedan fuera del análisis los proyectos abolicionistas que prescinden de la sanción penal como técnica para abordar el fenómeno criminal, tanto si propugnan la autogestión de la solución del conflicto por el grupo, como ocurre con el anarquismo (cfr. Delmas-Marty, 1986, p. 31) como si proclaman la suficiencia de medios privados de restitución a resultas, por ejemplo, del rechazo de cualquier intervención estatal limitativa de la libertad (que caracteriza fórmulas libertarias como la presentada por Rothbard, 2012, p. 55).

    Así delimitada la polémica, no hay duda de que el marco trazado tradicionalmente se estructura en torno a dos polos: el propio retribucionismo y el preventivismo. No obstante, en la actualidad, no parece legítimo omitir la consideración de la justicia restaurativa como un modelo alternativo de respuesta al delito, si bien ello requiere previamente decidir hasta qué punto dicho paradigma constituye o no una teoría de la pena, pues, más allá de una vaga conexión conceptual con el propósito de restaurar la situación anterior al delito (Montesdeoca, 2021, pp. 27-28), se trata de un paraguas que ofrece cobertura a aproximaciones muy diversas.

    Por una parte, suelen asociarse a la justicia restaurativa las tesis que aspiran a incrementar la importancia que se presta a la víctima del delito en la elaboración de la política criminal estatal. El énfasis en la adecuada compensación de los daños económicos ocasionados y en la intensificación de la participación efectiva de la víctima en el proceso, así como la creación de sistemas públicos de protección, asistencia y reconocimiento de las víctimas son ejemplos del tipo de objetivos que persiguen. Mas lo cierto es que esta perspectiva no conforma, propiamente, una teoría de la pena ni entraña un compromiso particular con ninguna de estas. Puede defenderse perfectamente la necesidad de prestar una atención mayor a estas cuestiones a la par que se defiende una teoría de la pena preventiva o retributiva.

    Pero también forma parte de la constelación de ideas que habitualmente aparece asociada a la justicia restaurativa la consideración del delito como un conflicto que no debe resolverse conforme al derecho penal, sino mediante un método alternativo que prioriza el diálogo y el encuentro personal entre los afectados como vía para el restablecimiento de la paz social y que no aparece sometido —al menos, no al mismo nivel— a las exigencias formales propias del principio de legalidad, habilitando, por ejemplo, la participación de la comunidad en el proceso (Ríos Martín, 2017, p. 7). Tampoco esta concepción de la justicia restaurativa constituye una teoría de la pena, no porque los fines que cumple la pena no sean principal objeto de su interés, sino porque proclama la ventaja de una doctrina alternativa y excluyente acerca de la perspectiva no punitiva desde la que se ha de afrontar el fenómeno criminal (Duff, 2001, p. 33). Así descrita, la justicia restaurativa se opone no solo al retribucionismo y al preventivismo, sino a cualquier teoría punitiva, impugnando, de hecho, la propia idea de pena. Se sitúa, por tanto, al margen del juego de lenguaje en el que se despliega esta reflexión, que asume como premisa la noción explicitada de pena⁵.

    De este modo, mi objetivo principal en este trabajo se ciñe a analizar la posible conciliación de las teorías de la pena de carácter preventivo y retributivo con una organización social que reúna los rasgos que permitan caracterizarla como una sociedad regida por la cultura de la convivencia. Aunque de forma introductoria y con más preguntas que respuestas, se examina, pues, la medida en que estos dos modelos legitimadores de la existencia de la pena son consistentes con el objetivo de alcanzar una sociedad que, por reunir las antecitadas características de justicia, paz e inclusión, puede propiciar la aparición de una cultura de la convivencia.

    En atención al carácter cualitativo de la investigación, este objetivo se abordará a través de una metodología hermenéutica en la que se prestará particular atención al acomodo relativo de estas doctrinas con una caracterización plural de la sociedad, así como con la fundamentación de la pena en una noción de dignidad humana de raíz kantiana.

    I. PREVENTIVISMO Y CULTURA DE LA CONVIVENCIA

    El paradigma preventivista, en sus diversas manifestaciones, es el prevalente en la discusión contemporánea sobre la teoría de la pena. A este pensamiento subyace una teoría ética de corte consecuencialista que vincula la legitimación de la institución (la sanción penal) a la consecución de la máxima utilidad neta esperable⁶, vinculada, en este caso, con la reducción del número de delitos cometidos en el futuro. Este preventivismo utilitarista tiene una clara asociación original con el liberalismo clásico —es el caso de Mill (2002, p. 9) y Von Mises (2005, pp. 34-36)—, pero ha terminado constituyendo también el modelo por antonomasia de las propuestas comunitaristas de construcción social, que advierten en el fenómeno criminal un obstáculo al desarrollo de la comunidad, cuya reducción debe constituir la finalidad principal de la pena (Borja Jiménez, 2011, p. 52)⁷.

    Ya se ha advertido antes de la dificultad de precisar con exactitud los rasgos que caracterizan a una sociedad como justa, pacífica e inclusiva. Se trata de nociones susceptibles de muy diversas aproximaciones, en algunos casos expresamente enfrentadas. No obstante, a mi juicio, la presencia de la idea de inclusión en esa tríada —que evoca de forma expresa la demanda de integración en el grupo del diverso, de quien es o piensa de modo distinto al predominante— permite formular exigencias un poco más concretas. A este respecto, aunque —como explica Duff (2001, pp. 75-76)— son varias las dimensiones de la inclusión que se ven afectadas por la sanción penal, la que adquiere relevancia particular en este escenario es, sin duda, la faceta normativa, esto es, el reconocimiento de todos los miembros de la sociedad (también de los reos) como individuos a los que se aplican los principales valores que definen la condición de ciudadano.

    Una inclusión normativa efectiva requiere la atribución a todos los individuos de valores como la libertad y la autonomía personal, lo que conduce por necesidad a una sociedad pluralista, a una sociedad que está al tanto de que los individuos que la conforman persiguen una pluralidad de valores y fines (Hayek, 2001, pp. 62-63; Rawls, 2005, p. 4, y Berlin, 2009, pp. 212-215) y que no pretende ordenar de forma jerárquica estos fines y valores, sino que se limita a ofrecer un marco neutral en el que cada individuo acoja los que prefiera. El pluralismo —condición de una auténtica inclusión normativa— conecta las ideas de justicia y paz con los valores de libertad y autonomía personal citados y, como sustrato de ellos, con la dignidad humana.

    Siendo esto así, creo que se pueden detectar posibles puntos de fricción entre el preventivismo y el establecimiento de una sociedad en la que, por sustentarse en tales valores, pueda emerger una cultura de la convivencia. Y ello se debe, en mi opinión, a que estos valores se asocian al derecho del sujeto racional a ser tratado como un agente moral y esta condición resulta difícilmente conciliable con la imposición de una pena como medio para un fin, por muy loable que este sea. Esta objeción tradicional a las teorías preventivas se torna especialmente significativa cuando se postula la dignidad como presupuesto esencial del poder punitivo, ya se conciba como postulado filosófico prejurídico⁸, ya como obligación constitucional.

    Sin duda, las apelaciones a la dignidad como concepto fundante de una posición político-criminal suscitan también dudas legítimas, dada la falta de acuerdo sobre los contenidos que comprende y sobre su exacta naturaleza, pues es controvertido si puede considerarse como un derecho fundamental en sí mismo o si es, más bien, un valor superior cuyo contenido se identifica con el del conjunto de los principales derechos fundamentales. Es preciso, pues, ser cauteloso a este respecto. Ello no obstante, a efectos exploratorios, creo que una recepción provisional de la noción de dignidad, tal como es concebida por Kant y el personalismo, puede resultar ilustrativa de algunos de los problemas principales de las teorías preventivas, pues, no en vano, la dignidad como valor constitucional en nuestros ordenamientos recoge en buena medida el destilado de la propuesta kantiana.

    En el marco de esta tradición, los contornos de la dignidad pueden dibujarse a partir de un conjunto de ideas fundamentales:

    (i) Ante todo, la estimación del ser humano como un fin en sí mismo, de forma que cualquier acción (en particular, una acción estatal) deba considerarlo siempre, al mismo tiempo, como fin de tal acción y no meramente como medio (Kant, 1996, p. 186)⁹. Esta apreciación constituye la condición de posibilidad para que exista un principio práctico supremo de la razón del que puedan derivarse todas las leyes de la voluntad y, en tanto que habilita la existencia de una voluntad universalmente legisladora, fundamenta precisamente la dignidad (Würde) del ser racional que no obedece a ninguna otra ley que a la que da a la vez él mismo (Kant, 1996, p. 198). Si se acepta este postulado, la cosificación del ser humano —su conversión en mero objeto de la decisión estatal— entraña la vulneración más flagrante de la dignidad¹⁰.

    (ii) Constituye una propiedad de todo ser humano. Kant (1996, p. 187) asigna esta condición al ser humano y, en general, a todo ser racional, en atención a su naturaleza. Se halla, así, atribuido incondicionalmente (Bedoya Perales, 2016, p. 127), apreciación en la que abunda la sentencia del TC alemán de 15 de febrero de 2006 (1 BvR 357/05, §119) al señalar que todo ser humano posee en su condición de persona esta dignidad, sin atención a sus cualidades, su situación física o psíquica, sus capacidades y su estatus social.

    (iii) La dignidad, en la perspectiva kantiana, es condición de posibilidad de una voluntad autónoma (Kant, 1996, p. 203), capaz de darse a sí misma una legislación universal, voluntad autónoma cuya principal propiedad es la libertad (Kant, 1996, p. 223). Esta idea es también recogida por el TC alemán —sentencia de 15 de febrero de 2006 (1 BvR 357/05, §121)— al señalar que forma parte de la esencia humana autodeterminarse en libertad y desarrollarse libremente, y el particular puede exigir ser reconocido en la comunidad fundamentalmente como miembro con los mismos derechos y con valor autónomo. No obstante, de ello no se sigue necesariamente que el grado efectivo de capacidad en el ejercicio de una voluntad libre determine una graduación de la dignidad asignable, pues es la condición de ser racional —no la eficiencia en la actualización de la condición— la que da lugar a la atribución de esta.

    (iv) Por último, la rotundidad de las afirmaciones anteriores se ve atemperada por el reiterado empleo por Kant del adverbio meramente (bloß), que evidencia la realidad de que en toda intervención humana que afecta a otro ser humano, este juega indefectiblemente un papel instrumental. Ello obliga a precisar que la dignidad consiste en que no sea esta la única consideración que se hace del mismo a la hora de diseñar tal acción. A este respecto, no hay duda de que en cualquier acción social —incluyendo, por supuesto, las estatales— existe una contemplación instrumental, al menos parcialmente, de los demás seres humanos.

    Este último es, seguramente, el aspecto más controvertido de los argumentos de raíz kantiana contra el preventivismo utilitarista. Existen, sin duda, situaciones en las que cabe aducir que el mandato estatal considera al ciudadano como objeto y no como agente moral¹¹, pero es más discutible que esto sea así cuando la medida tiene como base una decisión voluntaria del propio sujeto, como ocurre en el caso de la imposición de una pena. Quizá por ello los tribunales estiman usualmente que la consideración instrumental del ser humano no constituye por sí misma una lesión de su dignidad, sino que debe existir además una desvalorización arbitraria de su calidad de sujeto, es decir —sentencia del TC alemán de 15 de febrero de 2006 (1 BvR 357/05, §121)— un trato de la persona por parte del poder público que ponga fundamentalmente en duda su calidad de sujeto, su estatus como sujeto de derecho, faltando al respeto del valor que corresponde a todo ser humano por sí mismo, por el mero hecho de ser persona, conectando de este modo los ataques a la dignidad con rango constitucional a los tratos abyectos.

    No obstante, creo que las exigencias se incrementan si la dignidad humana actúa como presupuesto del ejercicio del poder punitivo, como fundamento esencial de la política criminal y no solo como concepto-frontera para fijar criterios de exclusión de políticas de criminalización y punición que se reputan indignas (cfr., con carácter general, Von Hirsch, 2010, p. 34). Esta decisión entraña una opción antropológica; da lugar a un concepto constitucional del ser humano al que se supedita toda la política criminal. Y si este concepto de persona funciona no solo como cedazo que filtra la política criminal del Estado, sino como principio a partir del que esta debe diseñarse, adquiere capital importancia que la misión atribuida a la sanción penal parta precisamente de esa caracterización del ser humano como fin en sí mismo.

    Y creo que ello permite cuestionar hasta qué punto una política criminal orientada a la prevención utiliza al hombre como objeto —ante todo— de la voluntad estatal y ensombrece su condición de agente moral (Duff, 2001, p. 13). Ciertamente, estos rasgos pueden estar presentes con mayor o menor vigor dependiendo del rol que se asigna a la prevención en relación con el castigo: la teoría preventiva siempre incorpora algún grado de instrumentalización del reo, pero seguramente con menor intensidad si se invoca una razón preventiva para justificar en términos generales la existencia de la pena y su caracterización como institución de desaprobación de conductas lesivas¹² que al emplear la prevención como pauta para determinar el contenido concreto de la pena y, en particular, la orientación que debe guiar su ejecución. En relación con estos dos últimos aspectos es mayor el riesgo de que el utilitarismo que se halla en la base de la prevención pueda determinar de forma más aguda la cosificación del penado (Tomás-Valiente Lanuza, 2014, p. 187).

    Así ocurre si se dirige la sanción a coaccionar psicológicamente tanto al reo como a otros potenciales delincuentes, caso en el que cabe decir, con Hegel (2000, p. 170), que, con el recurso a la amenaza ocurre como cuando uno levanta el garrote frente a un perro, y el hombre ya no es tratado según su honor y libertad, sino como un perro. O cuando se impone y ejecuta la sanción penal con vistas a reforzar las convicciones jurídicas del resto de la sociedad¹³. O, de igual manera, si se persigue la incapacitación futura del reo a través de medidas de eliminación o inocuización en las que se niega abiertamente el valor propio del sujeto como fin en sí mismo.

    Ahora bien, no son estas las únicas dimensiones en la que el preventivismo plantea problemas en relación con lo que cabe exigir y lo que no a un ciudadano en una democracia pluralista. A mi juicio, esto resulta también predicable de las versiones —más amables en apariencia— de la prevención especial asociadas a la corrección y resocialización del reo. Se trata de una conclusión difícilmente eludible en aquellas modalidades en las que la libertad del reo para someterse al tratamiento se encuentra disminuida de forma significativa¹⁴, pero incluso en aquellos casos en los que la concurrencia de circunstancias que restringen las posibilidades de decisión no impide la validez del consentimiento del penado¹⁵ es preciso valorar:

    (i) La dificultad de desligar el tratamiento penitenciario de una pretensión de conversión moral o ideológica de los penados. A tal efecto, en buena medida, el tratamiento del penado que no presenta un diagnóstico de adicción a sustancias o trastorno mental es una suerte de tratamiento social, cuyo fin terapéutico suele asentarse sobre presupuestos ideológicos en relación con los valores sobre los que se desea organizar la vida social (Bueno Guerra, 2022). En delitos particularmente saturados ideológicamente, es prácticamente imposible que el tratamiento no derive en una pretensión de modificar terapéuticamente convicciones o actitudes vitales.

    (ii) La certeza de que la mejora del reo resultante del tratamiento constituye ante todo un medio para la reducción de su peligrosidad criminal y, por consiguiente, para la consecución de fines sociales.

    Debe notarse que la identificación de estos factores instrumentalizadores en la política criminal preventiva no comporta necesariamente rechazar de plano el tratamiento penitenciario, sino cuestionar su naturaleza de finalidad u orientación de la pena. El tratamiento resocializador pierde naturaleza instrumental cuando no se configura como propósito perseguido por la pena, sino como oferta abierta el reo sometido a la pena completamente desligada de cualquier objetivo social o político-criminal. Solo en esa medida cabe decir que el tratamiento es un fin que el propio penado —y no el Estado— decide asignar a su pena.

    II. RETRIBUCIONISMO Y CULTURA DE LA CONVIVENCIA

    Pese a su extensa historia doctrinal y a la heterogénea concreción de sus propuestas, cada vez es más frecuente toparse en la literatura jurídico-penal con una caracterización inexacta de los postulados del retribucionismo que tiende a identificarlo sesgadamente con la defensa de una respuesta penal severa y, lo que es más sorprendente, desproporcionada¹⁶. A mi juicio, en adición a la hegemonía de las teorías preventivas, ello se debe también a la existencia de un prejuicio respecto de la teoría retributiva, quizá fundado en el rechazo de las nociones de culpabilidad librearbitrista y proporcionalidad que subyacen a ella¹⁷.

    Y, sin embargo, creo que no es improductivo explorar la medida en que es posible construir un retribucionismo basado en la comunicación al reo de la censura, la desaprobación y el reproche que merece su conducta (elementos, como se ha visto, definitorios del propio concepto de pena) que, por una parte, se ajuste mejor a las exigencias propias de la convivencia en una sociedad pluralista (pues contempla al sujeto como un agente moral), y, por otra, incorpore elementos de justicia, paz e inclusión, en tanto permita la transmisión a las víctimas del reconocimiento de que sus derechos han sido infringidos por el delito.

    En esta línea, no puede obviarse que, si se acepta una fundamentación fuerte de la pena en la noción de dignidad, ello determina la necesidad de prescindir de la consideración de situaciones futuras, como la prevención del delito o la cohesión social, como orientación principal —y, desde luego, única (Duff, 2001, p. 79)— de la imposición de la pena. La idea de merecimiento (merecimiento de la pena en tanto que censura del comportamiento injusto del que trae causa) supone una explicación no medial de la pena que expresa cabalmente la renuncia a la justificación utilitaria. Así, mientras que el consecuencialismo alumbra propuestas guiadas por la eficacia, el merecimiento es una cuestión ético-política (Husak, 2016, p. 53), situada en un plano normativo, inasequible por definición al razonamiento técnico. La justificación de la pena digna radica en que se impone a quien lo merece: está intrínseca —y no instrumentalmente— justificada.

    Los elementos cruciales en los que se basa esta doctrina son también coherentes con el propósito de dignificación del reo.

    Así ocurre, en primer lugar, con el vínculo entre la imputación de responsabilidad y el hecho ejecutado, expresado de forma nítida en una formulación del principio de culpabilidad que integra las ideas de responsabilidad personal y responsabilidad por el hecho. La imputación de responsabilidad penal por el comportamiento realizado constituye consecuencia imprescindible de la afirmación de la autonomía del ser humano; esta última justifica considerarlo responsable de los hechos que comete e imputarle sus consecuencias¹⁸.

    Y otro tanto cabe decir de la comunicación al autor del delito de la censura de su conducta. Con esta desaprobación se transmite a las víctimas el reconocimiento de que sus derechos han sido infringidos por un delito (Duff, 2001, p. 28) y se trata al reo justamente como un agente responsable, como un sujeto moral (Duff, 2001, p. 82). La decisión de censurar (esto es, de condenar) a quien ejecuta un injusto penal forma parte de una moral que hace a los seres humanos responsables de sus actos (Von Hirsch, 1985, p. 50). Es innegable que esa comunicación del valor relativa a la gravedad del hecho puede llevar asociados —quizá de forma ineludible— efectos disuasorios (Silva Sánchez, 2000, p. 53)¹⁹, pero estos no constituyen —al menos, no necesariamente— el propósito que guía tal comunicación (Nozick, 1981, p. 363).

    Naturalmente, tanto la imputación de responsabilidad por el hecho perpetrado como la comunicación de un reproche por la conducta son rasgos de la pena que también están presentes en su consideración desde una perspectiva preventiva, pues, no en vano, son —como se anticipó al comienzo— rasgos definitorios de lo que cabe calificar como una pena. Pero solo una doctrina retributiva cifra en ellas —y solo en ellas— el sentido de la pena, sin pretensiones utilitarias asociadas.

    Algunas de estas ideas forman también parte del marco de ciertas versiones de la justicia restaurativa; aunque hay otros factores concurrentes, la disputa crucial entre esta doctrina y el retribucionismo puede cifrarse, como se advirtió, en que solo esta última es propiamente una teoría de la pena; por ello, el retribucionismo no puede prescindir —como hace en ocasiones la doctrina restaurativa— de la necesidad de que la condena del delito lleve aparejada, además de la comunicación de la censura, la producción de un dolor o una privación de bienes. Silva Sánchez (2000) ha planteado a este respecto la posibilidad de que la imposición de pena —entendida como comunicación de la censura— pueda no ir siempre seguida de su ejecución si ello resulta indiferente para el fin atribuido a la pena (preventivo, en el caso del autor). Abre así la posibilidad de que la comunicación de lo normativo no se asocie imperativamente a la percepción directa del sufrimiento futuro ajeno (p. 50).

    En el ámbito de la teoría retributiva, la respuesta a este planteamiento ha sido variada. Von Hirsch (1985), por ejemplo, acude complementariamente a un argumento preventivo para justificar la privación de bienes asociada a la pena, conservando la justificación retributiva del elemento de censura propio de esta (pp. 54-55). Duff (2001) recurre también a finalidades extrínsecas al considerar la privación de bienes propia de la pena

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