Los últimos días de los hombres perro
Por Brad Watson
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«Un libro para aquellos de nosotros a quienes nos gusta que los perros sean perros y la gente, gente. La prosa de Watson es fresca y vigorizante, como un amanecer en plena temporada de venados.»
PINCKNEY BENEDICT
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Los últimos días de los hombres perro - Brad Watson
Los últimos días de los
hombres perro
De niño, mi familia tuvo siempre perros de caza, siempre perdigueros, en cierta ocasión una pareja de blueticks, y, durante seis años, entre seis y quince beagles. Pero lo cierto es que comer conejo nunca acabó de convencernos, y los requisitos de la caza del ciervo eran un auténtico latazo, así que metimos a los beagles en un redil, adquirimos un par de labradores negros y resolvimos probar suerte con los patos.
Fueron días de estrépito alrededor de la casa, los beagles armaban una escandalera de padre y muy señor mío en el espacioso redil de la parte de atrás, erguidos contra la verja sobre sus patas traseras y desgañitándose como si les estuviesen mutilando el rabo. Era su naturaleza. Por la noche, cuando me escurría sigiloso al patio, se callaban de golpe y se me quedaban mirando con aquellos ojos abultados y sumisos que se gastaban, exponiendo sus cuellos blancos a la luna. Emitían gañiditos guturales de angustia, como pollos.
Al final, los vecinos nos denunciaron y mi viejo acabó en el juzgado municipal por perturbar la paz o no sé qué vainas, y como mi madre había jurado que jamás de los jamases volvería a freír un conejo porque, una vez despellejados, decía, parecían bebés sanguinolentos, mi viejo subcontrató a los beagles y dedicó los sábados a hacer visitas perrunas, se iba a casa del tío Spurgeon para ver a Jimbo, el corredor más veloz de la jauría. O a la choza destartalada de Bud, donde vivía con la vieja Patsy y con Balls, el semental. En cuanto veían aparecer a mi viejo en su Ford, se ponían a vocear como sirenas de alerta nuclear.
Después entró en declive. Le gustaban los labradores, pero nunca les hizo mucho caso, consideraba que era una raza echada a perder, el perro oficial de la clase media. Los dejaba holgazanear a sus anchas por el porche, bajo el ventilador del techo, o correr a zancadas por el patio y el resto del vecindario, haraganes sin rumbo, y se aficionó a ver películas de guerra en la tele de su habitación, y a vagar por la casa y dirigirse a nosotros como si fuésemos vecinos, cruzaba cuatro o cinco palabras acerca del tiempo o la familia, y luego se despedía: «Que pase usted un buen día». Era un hombre que había renunciado, literalmente, a la caza. Pertenecía a la generación que emigró a la ciudad. Ya no era un hombre perro, había dejado de convivir con ellos.
En cualquier caso, no mucho más tarde, me independicé, me casé y me fui a vivir con Lois a una casa sin perros de los suburbios, un mundo silencioso que parecía estar, de algún modo, desancorado, medio deshabitado, vacío e insulso, como si el día menos pensado fuera a disolverse, primero se emborronarían los contornos y luego se volatilizaría de un plumazo como, de hecho, acabó sucediendo. Nos compramos un telescopio y nos pasamos un montón de noches en el jardín rastreando la luz fría de las estrellas y los planetas, buscando patrones, sin sospechar en ningún momento que allí arriba residían los secretos espantosamente sangrientos del vetusto corazón humano, a los que cada generación había de dar pábulo de nuevo. Los humanos no se enteran de la misa la media, es lo que yo creo, nos anquilosamos en el artificioso lado cerebral de la vida: las preocupaciones del día a día, las facturas y el árido engranaje de los empleos, las psicologías mentecatas que imprimimos en nuestras vidas como con plantilla. Un perro lleva una vida simple y sin aderezos. Es lo que es y su única tarea es afirmarse como tal. Si desea la compañía de otro perro, o pretende aparearse, las cosas pueden llegar a complicarse un poco. Pero llevan implantado el modo de resolver tales trances y el procedimiento no admite cambios. Una vez resueltos, ya en casa después de sus vagabundeos, puede que experimenten un momento de lucidez, una especie de Carga de Pickett¹ a través del campo sináptico hacia las cumbres de la reflexión. Pero el momento pasa. Y, cuando pasa, los deja con una vaga sensación de desasosiego, un hocico despejado que, en una buena noche, es capaz hasta de olisquear la presencia persistente de hombres en la luna, y lo que queda del día por delante, como un desfiladero.
Que es como yo trataba de encarar los días que pasaba aquí, en este viejo caserón que ocupo ahora con mi amigo Harold, en el campo. He prorrogado mi período de excedencia en el Journal. Pero la cosa no pinta bien. Es imposible imponer ese tipo de orden y claridad sobre una vida humana normal.
El caserón es un pecio flotante al borde de un enorme pastizal desatendido en el que las únicas actividades destacables son las del ocasional escuadrón de aves aleteantes que desaparecen de la vista al zambullirse en el pasto crecido, y las de las azarosas sendas geométricas que trazan los perros, con el hocico a ras de suelo, siguiendo el rastro de las susodichas zambullidas. El porche trasero goza de unas amplias vistas de la campiña y, cuando el clima lo permite, nos sentamos ahí atrás a fumar y a beber, por las mañanas café, por las tardes cerveza y, casi siempre, un buen escocés por la noche. A mediodía, cócteles de tequila.
También está Phelan Holt, que tiene más de mastín que de hombre, un tipo al que Harold conoció en el Blind Horse Bar & Grill y al que permitió alquilar un cuarto en el rincón más recóndito de la casa. A Phelan casi ni le vemos el pelo, vino de Ohio a enseñar poesía en el centro de estudios superiores para mujeres. En su día jugó de defensa en el equipo de un pequeño centro de estudios superiores del Medio Oeste, luego derivó su violenta imaginación hacia la página en blanco y publicó un poemario sobre los grandes temas: Dios, la creación, el desbarajuste animal y el mejunje sanguinario del amor. Recorre una y otra vez, sin hacer ruido, la senda lustrosa que él mismo ha ido trazando sobre el polvo hasta la cocina para hacerse con algo de comer o de beber, luego se encierra en su cuarto y solo muy de tarde en tarde sale al porche y se mete un buen bourbon entre pecho y espalda mientras nos convida con breves conferencias elípticas a propósito de Isaac Babel, Rilke o Cervantes, fumándose plácidamente un porro que nunca comparte. A pesar de su erudición, Phelan, robusto y tirando a calvo, es un perro viejo con muy malas pulgas. Vive solo en compañía de otros, sale únicamente para ocuparse de sus movidas, apenas habla, come moderadamente y, por lo general, resulta inescrutable.
Un día Harold propuso echar la tarde pescando mojarras. Nos apretujamos en la camioneta, dejamos atrás un par de prados y enfilamos la antigua senda forestal que atravesaba la arboleda hasta la estrecha ensenada que se abría ante la amplia superficie soleada del lago. El sol cabrilleaba en finas líneas onduladas que partían desde las cabecitas de las tortugas mordedoras y las mocasines de agua que, de vez en cuando, se deslizaban como palos llevados por la corriente.
Harold sacó un bote de entre los sauces y nos adentró en el lago a golpe de remo. Una vez en el centro, nos dispusimos a pescar y arrojamos los cebos sobre lo que Harold afirmó que era el antiguo cauce, por cuyas profundidades discurría una corriente de agua más fría. El agua tenía un tinte cobrizo, como de café flojo. Sacamos algunas mojarras y unas cuantas robaletas, Phelan observaba cómo emergían restallantes del agua, doradas y plateadas, anchas y planas, arqueándose al extremo del sedal, con sus ojos enormes. Daban coletazos desenfrenados en el fondo del bote, asfixiándose por la falta de aire. Phelan dejó la caña a un lado y le dio un buen tiento a una media pinta de bourbon que se sacó del bolsillo.
—Mátala —dijo, apartando la mirada de mi mojarra—. No soporto ver cómo lucha por respirar. —Sus ojos siguieron el curso de las cabecitas de las serpientes mocasín que se deslizaban silenciosas por la superficie y el avance desgarbado de las tortugas sobre los troncos medio sumergidos—. Esas cosas son capaces de zamparse a los peces directamente del rejón. —Volvió a darle un tiento a la botellita y, acto seguido, con su mejor tono pedagógico de señor antiguo, inquirió—: ¿Somos nosotros quienes proyectamos la presencia del mal sobre las criaturas de Dios, en cuyo caso seríamos malignos por naturaleza y la historia del Jardín no habría sido más que una burda treta, o la presencia del mal es absoluta?
De su mochila extrajo una pistola, una Browning semiautomática calibre 22 que parecía una Luger alemana, y se la dejó en el regazo. Sacó también un sándwich y se lo zampó parsimoniosamente. Luego insertó una bala en la recámara, apuntó a una tortuga y disparó. La brusca detonación reverberó en el agua y fue a perderse entre los árboles. Algo parecido a una borla de humo engalanó el caparazón de la tortuga y se desmoronó del tronco. «Se me ha ido un pelín a la derecha», dijo Phelan. Apuntó a la cabeza de una mocasín que se deslizaba por la otra orilla y abrió fuego. El agua saltó delante de la serpiente, que se detuvo, y Phelan no se hizo esperar, desbarató el agua donde estaba la cabeza con tres tiros rápidos. La serpiente desapareció. El silencio, en la estela de los estampidos, regresó a nuestros oídos en oleadas. «No hay manera de saber si les das cuando están nadando», dijo examinando la longitud del cañón como si buscase imperfecciones y alzando y entornando los ojos para escudriñar la superficie del agua, al acecho de nuevas víctimas.
Harold es algo así como una prenda rescatada del arcón de la ropa con taras: descentrado, único, ligeramente escorado sobre su eje. Si fuese un perro, yo diría que es un collie sin cepillar con ínfulas de labrador color chocolate. De hecho, tiene dos perros, un sabueso enorme color canela llamado Otis y un perdiguero que se llama Ike. Al igual que Phelan, Otis es un perro socializado y se le permite entrar en casa a dormir, pero Ike se queda siempre fuera, en el porche. Al principio no entendí por qué a Otis se le concedía tal privilegio y a Ike no, deducirlo fue cuestión de tiempo.
Todas las noches, después de cenar, cuando está en casa, Harold se levanta y deja entrar a Otis, que va directo a sentarse a sus pies, junto a la mesa, y se le queda mirando, se queda mirando las manos de Harold: las manos de Harold que pellizcan un último trozo de pan de maíz para llevárselo a la boca, las manos de Harold que extraen un pitillo del paquete de Camel, las manos de Harold que juguetean con las cerillas. Y entonces, de improviso, mientras habla de cualquier otra cosa, sin comerlo ni beberlo, Harold cogerá una piltrafa de carne y la aguantará unos segundos sobre el plato, sin dejar de hablar, y notarás que Otis se pone en guardia, que le sobreviene un tembleque casi imperceptible. Entonces, Harold mirará a Otis y puede que le diga: «Otis, quieto». Y los ojos del perro se desviarán un segundo hacia los ojos de Harold para, al momento, volver a fijarse en la piltrafa, puede que apretando las mandíbulas para sorberse las babas, los ojos poco menos que cosidos a la piltrafa. Al cabo de un rato, Harold le depositará cuidadosamente la