Título: Morir y permanecer: Los patrones funerarios en el valle de Colima
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Título - Rafael Platas Ruiz
Introducción
———•———
María de los Ángeles Olay Barrientos*
La muerte habita entre nosotros: cada ser vivo que nace tiene como destino inevitable su desaparición. El hálito que inocula la existencia ha tratado de ser definido y entendido a través de numerosos estudios de orden teológico, filosófico y de toda suerte de prismas ideológicos. Su desaparición a partir de la interrupción de las funciones vitales de los cuerpos que ilumina y procura su crecimiento y esplendor es, sin duda, uno de los temas que más han ocupado y preocupado a la humanidad toda.
La manera en la cual el individuo, la comunidad, la sociedad, enfrenta el vacío material de los que se fueron ha procurado cuantiosas interpretaciones a todo lo largo de la historia de los innumerables pueblos que han habitado nuestro mundo. La ritualidad asociada a esta etapa del hombre y su significado ideológico ha generado un cúmulo de información a los estudiosos de temas sociales. En el caso de Mesoamérica, las costumbres funerarias se han constituido en un ámbito de valiosa información que ilustra, a través del análisis de los restos, de sus ofrendas y de las maneras de inhumar los cuerpos, no sólo las antiguas formas de vida y la cosmovisión dominante a lo largo del tiempo, sino también la estructura social de sus poblaciones a partir de las ofrendas asociadas y de la índole de recintos en los cuales se depositaron los restos mortales (Ruz Lhuillier, 1968; Gussinyer, 1995; De la Fuente, 1994; Binford, 1971; Coe, 1975; Matos, 1975; Murillo, 2002).
En el caso del Occidente de México, el estudio de las costumbres funerarias ha ocupado buena parte del interés de los investigadores, principalmente porque el enfoque con el cual se ha venido abordando su etapa prehispánica deriva de materiales saqueados durante décadas de los espacios en los que sus diversas poblaciones inhumaron los cuerpos de sus muertos. La etapa en la cual el ritual funerario predominante fueron las conocidas tumbas de tiro se caracterizó por encontrarse asociada a un ritual mortuorio que incluyó el ofrendar vasijas antropomorfas, zoomorfas y fitomorfas de indudable calidad artística, que se convirtieron en objetos de alta demanda de coleccionistas públicos y privados. No fue sino hasta la fundación de los Centros inah (1972), cuando se comenzaron a emprender acciones tanto para detener los saqueos como para iniciar los primeros proyectos institucionales¹ destinados a develar las singularidades de los pueblos prehispánicos de sus numerosas comarcas. La región, sin embargo, habría concitado con anterioridad el interés de universidades extranjeras —principalmente de la Universidad de California—, a partir de su propia necesidad de develar los procesos sociales detrás del arribo de numerosos rasgos mesoamericanos a las poblaciones nativas del Suroeste de Estados Unidos (Ekholm, 1942; Sauer y Brand, 1932; Kelly, 1938 y 1945a).
Hacia finales del siglo pasado existió un interés por integrar obras que recogieran la diversidad de reportes, investigaciones nacionales y extranjeras, así como los primeros resultados de los proyectos de investigación en buena parte del Occidente mesoamericano (Cabrero, 1995; Acosta, 1996). A más de ello, el descubrimiento de la tumba de Huitzilapa (López Mestas et al., 1998, 2002) y el impulso a las investigaciones en el área aledaña al volcán de Tequila, en la cual Phil C. Weigand habría ubicado y definido el desarrollo de la tradición Teuchitlán como la expresión compleja de los grupos adscritos a la tradición de tumbas de tiro (1985, 1993, 1996, 2008), construyeron un campo fértil para la interpretación de sus sociedades, más allá de la mera exhibición de sus bellas colecciones y de la clasificación de sus materiales cerámicos.
En el caso de Colima, la escasez de presupuesto para los proyectos institucionales se vio paliada por la oportunidad de realizar numerosos rescates y salvamentos arqueológicos en la zona conurbada de las ciudades de Colima y Villa de Álvarez, derivados de la enorme inversión que realizaron los gobiernos panistas (2000-2012) en proyectos habitacionales en ciudades medias de la república. A lo largo de dicho periodo se realizaron poco más de doscientas intervenciones de este tipo que procuraron la recuperación de una enorme cantidad de información y materiales arqueológicos (Olay y Sánchez, 2011, 2017). Como ya se mencionó, buena parte de estos registros permitieron la exploración de varios panteones (término local que describe espacios funerarios prehispánicos), los cuales nos permitieron recuperar información no sólo de la etapa de las tumbas de tiro (fases Ortices y Comala 400 a. C.-500 d. C.), sino también de etapas escasamente conocidas y menos reportadas como el Clásico tardío (fase Armería 750-1100 d. C.) y del Posclásico (1100-1450 d. C.).
EL VALLE DE COLIMA. LA REGIÓN Y LA INVESTIGACIÓN ARQUEOLÓGICA HASTA 1970
La ladera inclinada que forma el valle de Colima fue definida por el Inegi (1981) como la subprovincia Volcanes de Colima, integra en su totalidad los municipios colimenses de Comala, Colima, Villa de Álvarez, una pequeña parte de Coquimatlán y casi todo el municipio de Cuauhtémoc. En total, se trata de una superficie aproximada de 888 km², que se extiende a lo largo de la ladera sur del volcán de Fuego en forma de abanico desde los 1 700 m hasta los 400 m s. n. m.
Como esta montaña se ubica en el extremo oeste del Eje Volcánico Transversal, su pronunciada pendiente se suaviza, se ensancha y se integra con los valles bajos que anuncian la planicie costera, a través de la cual corre el curso del río Armería, que baja de la sierra por el costado oeste de la montaña y que recoge, en estas partes altas, los escurrimientos de los volcanes gemelos de Colima (el Nevado y el de Fuego). El Armería, se origina en la sierra de Quila bajo el nombre de Atengo, luego cambia por el de Ayutla, después Ayuquila y, finalmente, Armería. Con una extensión de 240 km hasta desembocar en el océano Pacífico, el curso de este río de nombres diferentes será la ruta que permita el intercambio tanto con las comunidades de la costa como con las de los altiplanos de Jalisco. Por el flanco oriental de la montaña corre a la vez el curso del río Naranjo, el cual se forma en los valles de Tuxpan/Tamazula para dirigirse hacia el mar. Hacia el extremo sureste de las faldas del volcán, caracterizado por numerosos y profundos barrancos, los escurrimientos de agua forman a su vez el río Salado, el cual se une al río Naranjo en las últimas estribaciones de la Sierra Madre, para formar ambos el río Coahuayana que delimita los territorios de Colima y Michoacán. Este sector, al cual Isabel Kelly (1948, 1980) denominó como el oriente de Colima, será la ruta que conducirá al Bajío y a la Tierra Caliente de Michoacán y de Guerrero.
El valle de Colima presenta características singulares que moldearon la cultura material de los pueblos que lo habitaron. Las partes altas de la ladera están marcadamente escarpadas y aunque en ellas nace un sinnúmero de arroyos, éstos se encuentran al interior de profundas cañadas; en la medida en que su pendiente se suaviza y sus corrientes de agua son accesibles, se torna relativamente fácil sangrar sus cauces y conducir el líquido a los campos de cultivo (Olay, 2012). Estos lugares propicios (en muchos de los cuales existieron manantiales) se ubican debajo de los 600 m s. n. m. Otra variable característica de estos lugares es la abundancia de hummuks (lomas tepetatosas causadas por derrames lávicos), que son reflejo de la actividad recurrente de un volcán activo. Esas lomas tomaron formas caprichosas y conforman conjuntos que facilitaron de algún modo la elección del lugar de residencia de muchos pobladores prehispánicos, quienes las adaptaron a formas arquitectónicas simples o complejas. Dado que las partes bajas del valle cuentan con los espacios más favorables para la vida humana, es aquí donde se han encontrado materiales culturales tempranos (Kelly, 1980; Alcántara, 2005; Alcántara y Galicia, 2008; Olay et al., 2010).
En referencia al tema que nos ocupa, los sistemas funerarios, es importante señalar que, por razones que tienen que ver con la dinámica de ocupación de los asentamientos prehispánicos de la región, son precisamente los panteones los que han permanecido en el tiempo. Al parecer, la constante reocupación de los lugares de habitación terminó, en el peor de los casos, por desaparecer los contextos más tempranos y, en el mejor, por entrecruzar la información sumando con ello dificultad a la interpretación. Acorde con lo que al parecer fue una práctica de largo aliento, los espacios funerarios se encontraron separados de aquellos destinados a la habitación o a la actividad pública, aspecto que cambió en gran medida durante la fase Chanal, hacia el Posclásico tardío. No obstante, su conservación en el tiempo no constituyó un campo fértil para los arqueólogos, pues el masivo saqueo de tumbas y de los lugares con evidencias del pasado fue prolífico y devastador, debido a la belleza plástica de los materiales cerámicos de la fase Comala, lo que significó no sólo la destrucción de innumerables contextos, sino, a la vez, la pérdida de sentido de sus materiales, en términos de su asociación cultural y temporal. Así, a pesar de que numerosos museos y colecciones públicas y privadas —tanto en México como en el extranjero— cuentan con materiales arqueológicos de Colima, la investigación académica, al emprenderse mucho tiempo después que en otras regiones mesoamericanas, se encuentra rezagada.
Se ha señalado la tardanza en emprender el estudio de los pueblos prehispánicos del Occidente mesoamericano a causa de ideas preconcebidas y una suerte de certeza respecto a la ausencia de complejidad social en sus territorios a lo largo de su secuencia cultural (Schöndube, 1974, 1980, 1994a, 1994b; Hers, 2013; Olay, 2004a, entre otros). Percepción no compartida por la Universidad de California, cuyos investigadores buscaron conocer la índole y la profundidad histórica de los antiguos pueblos del Occidente y del Noroeste de México, a efecto de establecer la dinámica de dispersión de los rasgos mesoamericanos presentes en culturas del Suroeste de Estados Unidos. Entre 1930 y 1970, esta institución llevó a cabo numerosas investigaciones a lo largo de la región del Pacífico mexicano (de Sinaloa a Guerrero). Al término de este esfuerzo, el recuento de los logros elaborado por su Departamento de Antropología resaltó el impulso que significó la introducción de tecnología moderna en la investigación arqueológica de la región. Se debe considerar que los más de 50 fechamientos por medio de radiocarbono y los innumerables por hidratación de obsidiana terminaron por introducir un orden en los diversos eventos que marcaron el desarrollo de las culturas prehispánicas del Occidente (Nicholson y Meighan, 1974: 15-16).
Los trabajos de la ucla y de otras instituciones académicas norteamericanas, específicamente en Colima y su entorno cercano, incluyeron las primeras exploraciones efectuadas en Playa del Tesoro, en el extremo norte de la bahía de Manzanillo (Crabtree y Fitzwater, 1962), en Barra de Navidad (Long y Wire, 1966) y en Morett, ubicado en la desembocadura del río Marabasco (Meighan, 1972). De estas últimas exploraciones derivó la primera monografía arqueológica de la región en la cual la excavación y los materiales fueron no sólo analizados, sino también ubicados cronológicamente mediante 16 fechas obtenidas por medio de series de radiocarbono, así como 115 más logradas mediante hidratación de obsidiana. Ello llevó al establecimiento de su tipología cerámica y a la caracterización de las dos grandes fases de ocupación del sitio. La primera —Morett temprano— se ubicó entre el 300 a. C. y el 100 d. C.; la segunda —Morett tardío— entre el 150 y el 750 d. C.
En Morett se recuperaron once entierros, los cuales se reportan muy maltratados y con ausencias de partes de sus esqueletos. Meighan establece que la muestra recuperada le impidió elaborar comparaciones confiables y sólo estableció que existió una suerte de similaridad con los entierros de Chupícuaro: entierros extendidos, acompañados de figurillas y cerámica mortuoria que incluyó pequeñas vasijas efigie (Meighan, 1972: 25). Considera a la vez que puede tratarse de tumbas familiares, semejantes a la función de las tumbas de tiro de las tierras altas de Jalisco (Meighan, 1972: 25).
En cuanto al trabajo de Isabel Kelly en Colima, se puede dividir en dos etapas: el reconocimiento primario de la región llevado a cabo entre 1939-1940,² periodo en el cual realizaría los primeros pozos de sondeo en sitios del bajo Armería, Los Ortices y Tecomán, así como el hallazgo y exploración de siete tumbas en El Manchón, en Los Ortices, al sur de la ciudad de Colima. Sería hasta la década de los sesenta, casi 25 años más tarde, cuando concluyera el estudio de los materiales de estas tumbas (Kelly, 1978) y llevaría a cabo las exploraciones destinadas a la búsqueda de los materiales tempranos que le permitieron establecer y definir las características de lo que llamó fase Capacha, la más temprana reportada hasta entonces en el Occidente de México (Kelly, 1980).
Kelly reporta diez sitios con evidencias Capacha: uno en Apulco, Jalisco, ocho en el valle de Colima y el restante en Ixtlahuacán. Los sondeos ofrecieron agrupamientos cerámicos asociados a enterramientos humanos, sin embargo, la mala conservación de los huesos impidió su recuperación y análisis. El estudio de los restos óseos, realizado por José Antonio Pompa, reportó una muestra escasa e incompleta, lo cual le llevó a identificar los restos de tan sólo siete personas: seis adultos y un niño. Resalta el hecho de que, de los siete cráneos, cuatro presentaron deformación tabular erecta, incluyendo el del niño (Kelly, 1980, anexo V: 100). En todo caso, la obra de Kelly constituyó no sólo la segunda monografía arqueológica de la región, sino una obra imprescindible para el Occidente mesoamericano, en la cual se develaban las características de la más antigua cultura material de la región —establecida hacia el 1500 a. C.—, interpretada como resultado de la influencia cultural proveniente del Pacífico sudamericano y cuyo impacto se expresó no sólo en una tradición del Altiplano Central (Tlatilco), sino también en posteriores descubrimientos como el de El Pantano, en Jalisco (Mountjoy y Olay, 2005: 27).
El retiro de los investigadores de la Universidad de California en el Occidente de México coincidió en el tiempo con la promulgación de la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos (1972), la cual otorgó al inah la responsabilidad de proteger, investigar y difundir el patrimonio arqueológico e histórico de todo el país. La creación de los primeros centros regionales fue el paso inicial para cumplir semejante mandato. El Centro Regional de Occidente fue el primer organismo que intentó cubrir las necesidades de preservación e investigación del patrimonio en Jalisco, Nayarit y Colima, siendo hacia 1984 cuando se estableció finalmente una delegación del inah en este estado. El mismo año en que el entonces Departamento de Registro Público impulsó el Proyecto Atlas Arqueológico Nacional, a fin de contar con un inventario confiable que diera cuenta de los sitios arqueológicos existentes en el país, su estado de conservación, sus riesgos en términos de afectación por infraestructura diversa y su relevancia acorde con la información que podría otorgar para el conocimiento de su región (Velázquez Morlet, 2009: 265).
Los trabajos del Atlas Arqueológico realizado para Colima sólo alcanzaron a concretarse en su primera fase. La verificación en campo de posibles sitios detectados a partir de fotografías aéreas llevó al registro de 278 sitios, de los cuales 93% presentó algún tipo de afectación. Si bien no se completaron en su totalidad los objetivos planteados por el proyecto, los resultados significaron una fotografía del estado que guardaban los remanentes arqueológicos en un periodo en el cual se sucedió un sensible incremento demográfico en las diversas poblaciones del valle de Colima. Esta variable fue determinante en la manera en la cual se llevó a cabo la investigación arqueológica en esta región a lo largo de los últimos 25 años: el salvamento arqueológico.
La mancha urbana de la zona metropolitana de Colima-Villa de Álvarez ha crecido desde principios de este siglo a tasas muy elevadas (entre 6.38 y 7.24%) debido a múltiples factores, entre los que sobresalen la desaparición de las actividades agrícolas tradicionales y la introducción de las tierras de cultivo a una economía de mercado que procuró la especulación inmobiliaria y con ello el despegue de la industria de la construcción. El cambio de uso de suelo que se sucedió en los antiguos ejidos favoreció la implementación de estrategias de rescate y salvamento arqueológicos destinadas a recuperar aquellos materiales y contextos que nos ilustraran sobre la dinámica de las poblaciones humanas que se asentaron en el valle de Colima a lo largo del tiempo.
Si bien los rescates y salvamentos arqueológicos son una forma de investigación, requieren un abordaje distinto al de los proyectos de investigación de largo aliento. En estos últimos existen objetivos centrales cuya resolución precisa de exploraciones en lugares establecidos de antemano y elegidos a partir de características y propuestas teóricas específicas. En el caso de los salvamentos, los objetivos de investigación suelen ser deductivos, acorde con la índole de contextos e información derivados de un espacio trabajado al azar de una necesidad de intervención emergente. Otra de las diferencias a resaltar es que los proyectos de investigación suelen generar, a lo largo de su desarrollo, productos académicos como ponencias, artículos y libros de investigación. En el caso de los salvamentos y rescates los productos finales suelen quedar en forma de reportes e informes y pocas veces alcanzan a ser presentados como artículos de investigación.
La descripción del estado del arte relativo a la investigación de las sociedades antiguas de Colima ilustra las razones por las cuales, después de una larga ausencia de la arqueología institucional en la región, el modelo de rescate y salvamento arqueológico tuvo la oportunidad de trabajar de manera intensiva un espacio tan prolífico en depósitos culturales como lo es el valle de Colima. A continuación, haré un breve recuento de la producción académica resultante a partir de sus aportaciones al conocimiento del tema que nos ocupa: los espacios funerarios.
LOS ESPACIOS FUNERARIOS A TRAVÉS DE LOS PROYECTOS DE RESCATE Y SALVAMENTO ARQUEOLÓGICO EN EL VALLE DE COLIMA
Si bien las labores de rescate arqueológico se iniciaron de manera temprana en cuanto se estableció la Delegación del inah en Colima, los trabajos fueron esporádicos debido principalmente a la ausencia de un departamento jurídico que diera seguimiento legal a las modificaciones de suelo que se realizaban en las diversas poblaciones del valle. En un ejercicio destinado a vaciar la información existente en un plano de la zona conurbada de Colima-Villa de Álvarez, con objeto de intentar establecer la ubicación de sitios arqueológicos como tales y no referir predios intervenidos con el nombre de fraccionamientos o colonias actuales, se contabilizaron 207 intervenciones de salvamento realizadas entre 1985 y 2014, de las cuales sólo 107 se encontraron respaldadas con algún tipo de informe. Es ilustrativo señalar que en el lapso comprendido entre 1985 y 2004³ sólo se elaboraron 22 informes, en cambio, en el periodo comprendido entre 2005 y 2014 se concretaron 85 documentos con una mayor y mejor calidad en cuanto a la presentación de registros en campo (Olay y Sánchez, 2017: 27).
La información generada, con ser abundante, rara vez trascendió el ámbito administrativo. Fue a través de dos vías como la información recuperada comenzó a ser analizada y medianamente interpretada: la elaboración de tesis de licenciatura y la preparación de artículos para ser presentados en los foros de Arqueología, Antropología e Historia que realizaba de manera anual la Secretaría de Cultura del estado de Colima a partir del año 2005. La revisión que presento a continuación no pretende ser exhaustiva, pues las temáticas presentadas han sido variadas, elegí sólo aquellos trabajos que refieren contextos funerarios de las diferentes fases de la secuencia cultural del valle y que se encuentran publicados.
En términos de localización y exploración de los contextos más tempranos (Capacha), sobresale el hallazgo de dos grandes panteones, sin duda mayores a los reportados por Kelly. El primero de ellos se llevó a cabo en el sector sur de la ciudad de Colima —un espacio conocido como Las Fuentes— donde Saúl Alcántara exploró un notable cementerio con 54 contextos que integraron tanto entierros individuales como colectivos, a los cuales les fueron ofrendados alrededor de 250 elementos arqueológicos diversos (Alcántara, 2005; Alcántara y Román, 2016). El cementerio se encontró ubicado entre las márgenes de los arroyos Los Trastes y El Pereyra. En un lecho arenoso y en una superficie de apenas 300 m², la excavación dio cuenta de la existencia de tres niveles de deposición funeraria donde los dos más profundos contaron con las ofrendas más ricas. A partir del análisis contextual de cada individuo y las asociaciones con ofrendas y con otros restos humanos, Alcántara propuso que éstos correspondieron a diferentes eventos de deposición que indicaban —en su simpleza o su complejidad, en términos del número y la índole de ofrendas que mostraban— una manifiesta diferenciación social. A fin de estructurar esta propuesta ideó una clasificación a partir de cuatro tipos: el entierro individual complejo, el entierro individual sencillo, el entierro múltiple complejo y el entierro múltiple sencillo. Como su nombre lo señala, las diferencias estuvieron dadas no sólo por el número y la calidad de las ofrendas, sino también por el número de individuos que componía cada conjunto. Cabe resaltar que, entre las ofrendas a un denominado entierro individual complejo, se presentaron atados de huesos humanos colocados sobre cabeza, vientre y pies (Olay et al., 2010).
El segundo de los hallazgos realizados correspondió a un rescate arqueológico hecho al oeste de la ciudad de Colima en terrenos conocidos como Puertas de Rolón. En este lugar Judith Galicia registró 61 entierros organizados en un espacio de 156 m², la mitad del panteón de Las Fuentes. A diferencia de este lugar, en el cual la deposición de los entierros mostró una suerte de orden que respetó la integridad de los cadáveres, en Rolón los eventos de enterramiento rompieron constantemente con los individuos previamente colocados en el subsuelo, cortando y modificando las asociaciones culturales más tempranas.
Es probable que la forma en que se utilizó el espacio funerario estuvo hasta cierto punto definida por las características físicas de cada sitio. En Las Fuentes el panteón, al ubicarse en el medio de dos cercanas corrientes de agua, se situó al interior de lechos de arenas, de arcillas y de una mezcla de ambas. En cambio, el de Rolón estuvo en una plataforma aluvial formada por un duro sustrato de tierra madre (tepetate) sobre el cual se fueron depositando someras capas de arcilla. Por esta razón las inhumaciones tuvieron que romper el tepetate y elaborar fosas en las cuales depositaron a sus muertos y sus respectivas ofrendas. Es posible que la dificultad para elaborarlas hiciera que las existentes fueran reutilizadas de manera constante, lastimando y modificando los restos óseos de los cadáveres más tempranos (Alcántara y Galicia, 2008).
La investigación más conocida sobre esta etapa es la de Lorenza López Mestas, cuya exploración en El Camichín, en la cercanía de Las Guásimas (al sur de la ciudad de Colima), reportó una zona de enterramientos Capacha delimitada por hiladas de piedra, a excepción de su sector noreste, lo cual, propone, debió haber sido su único acceso. Dada la delimitación arquitectónica del espacio y la índole de las ofrendas que presentaron los entierros —cuentas de piedra verde, valvas de Spondylus y metates miniatura—, la autora infiere que se trata de una práctica ritual compleja de personajes relevantes cuya jerarquía se hace evidente a partir de ofrendas alóctonas (Ramos et al., 2005). De ello establece que la cuenca del río Salado se encontró inserta en redes de intercambio a larga distancia desde momentos muy tempranos, las que pudieron funcionar como un mecanismo de dispersión de varios conceptos abstractos de una región a otra
(Flannery, 1968; Grove y Gillespie, 1992b)" (López Mestas, 2007a: 4).
Cabe resaltar que en el corpus de ofrendas de los panteones procedentes de Las Fuentes y Rolón se recuperaron vasijas efigie antropomorfas y zoomorfas, así como ollas con decoración zonal, además de las típicas vasijas acinturadas con decoración sunburst. Las primeras dan cuenta del inicio de una sólida tradición cerámica que se expresará siglos más tarde a través de los grupos humanos que inhumaron a sus muertos al interior de bóvedas excavadas en el tepetate y a las cuales se accedía mediante tiros o escalinatas (fases Ortices y Comala). La segunda muestra la utilización de una técnica reportada en los materiales procedentes de las tumbas de El Opeño, dando cuenta de un sustrato común que participaba no sólo de su dominio, sino, a la vez, del significado de las formas y diseños de las vasijas elaboradas para el ritual funerario.
Una de las razones por la cual se acostumbra hablar de la tradición de tumbas de tiro en Colima como un continuum se relaciona con que los espacios de ocupación de Ortices y Comala suelen presentarse mezclados en los registros arqueológicos. Los espacios funerarios reportados presentan, recurrentemente, inhumaciones de ambos periodos dando cuenta con ello no sólo de la utilización de los espacios funerarios por largos o recurrentes periodos, sino, a la vez, de la conservación de la memoria sobre sus ubicaciones. Entre la información que ha sido publicada sobresalen dos trabajos realizados en Los Tabachines y un tercero en El Zalate, los tres en Villa de Álvarez.
El fraccionamiento Los Tabachines se formó a partir del cambio de uso del suelo de terrenos que pertenecieron a la hacienda Balcón de Arriba, al pie del antiguo camino que unía a la ciudad de Colima con la cabecera municipal de Coquimatlán. Su urbanización se realizó a partir de secciones, aquí mencionaremos la información procedente de las fracciones A y F. En el caso de Los Tabachines A, los trabajos se realizaron en tres sectores, en el primero se encontraron dos espacios funerarios en los que se presentaron restos con ofrendas cerámicas de tipos característicos tanto de Ortices como Comala. Se reportó un patrón de enterramiento similar, pues los individuos fueron enterrados con la misma orientación y las ofrendas presentaron un patrón semejante en su deposición. Las diferencias entre los doce entierros registrados consistieron en que unos individuos tenían marcadores de piedra, alineamientos o acumulaciones [que] delimitaban el cuerpo
, en tanto que otros fueron depositados en fosas excavadas en el tepetate
(Enríquez, 2006). Durante la segunda etapa de trabajos se recuperaron 16 entierros y 31 en la tercera etapa, haciendo un total de 59 individuos. Al momento de establecer la filiación temporal de cada uno, acorde con la cronología relativa de sus ofrendas cerámicas, los autores señalan que dos corresponden a Ortices, cuatro a Comala y 31 a una etapa Ortices-Comala (Flores y Cabrera, 2013: 78). Las particularidades encontradas en el espacio funerario son descritas a continuación:
... casos hubo en los que los individuos fueron cubiertos con una capa de argamasa, cubiertos con piedras, colocados en ahuecamientos excavados en el tepetate, sobre un apisonado de tierra, sobre una capa de arena y grava apisonada, sobre tierra suelta con gravilla, sobre una capa de tierra y ceniza e incluso sobre piedras [...] Se puede mencionar además que tres individuos formaron parte de un horno y que varios entierros mostraron el efecto de pared
,⁴ es decir, el individuo fue recargado sobre algún objeto orgánico como madera, la cual se desintegró pero causó que el entierro mantuviera la posición (Flores y Cabrera, 2013: 79).
La lectura del informe técnico de la exploración indica que Cabrera Cabello percibió en campo que varios de los entierros fueron reacomodados de varias formas: en algunos casos parece que los huesos fueron empujados; en otros, reacomodados hueso por hueso; en otros, dispersados sin cuidado alguno; en otros casos más, la colocación del cadáver de un nuevo individuo rompió el orden original del entierro más antiguo, dejando incompletos sus cuerpos y, finalmente, en algunos casos, los despojos fueron acomodados en atados de huesos, los cuales pudieron haberse elaborado a partir de esteras de fibras vegetales (Cabrera Cabello, 2007). Quedaron algunos ejemplos en los que los individuos fueron colocados en una suerte de posición fetal (flexionados y laterales derechos e izquierdos) y sobre ellos se apostaron sendos adobes. Es posible, por otro lado, que los entierros que se ubicaron por debajo de alineamientos de piedra o de adobes hayan correspondido a intrusiones realizadas durante la fase temprana de la ocupación Armería.⁵
En el caso de las exploraciones realizadas en Los Tabachines F, el problema de ubicar mediante cronología relativa las ofrendas asociadas a los individuos inhumados fue resuelto de igual manera. Un pequeño grupo de entierros pudo ser definido como Ortices, otro conjunto mayor fue definido como un momento de transición entre Ortices y Comala y, finalmente, el conjunto más abundante correspondió a las personas inhumadas durante la fase Comala. De los 56 entierros registrados, 11 fueron Ortices (nueve primarios, dos secundarios), ocho individuos fueron designados como parte de la etapa de transición (cinco primarios y tres secundarios). Finalmente, la fase Comala estuvo representada por los restos de 22 personas (17 primarios, cuatro secundarios y uno indefinido) (Cuevas y Platas, 2011).
El sustrato permitió que los cuerpos fueran depositados de manera directa, en fosas sencillas acordes con sus dimensiones. En el caso de los enterramientos Comala, uno secundario llamó la atención toda vez que sus restos fueron acomodados sobre un lecho de tepalcates y la cabeza acomodada sobre los restos de una vasija. Como lo reportó Enríquez en Los Tabachines A, no hubo mayores diferencias en la manera de colocar a los cadáveres, pues 76% de la muestra fue la extendida con sus variantes en decúbito dorsal, ventral y lateral. No obstante, Cuevas y Platas proponen que en las posiciones de entierros de la fase Comala irrumpe la flexionada en decúbito lateral derecho, se estandariza la colocación de ofrendas cerámicas a la altura de la cabeza, numerosas osamentas presentan una ausencia de sus extremidades inferiores, y algunos cuerpos muestran evidencia de desmembramiento corporal. Proponen a la vez que apareció la costumbre de enfardar a los cuerpos y cubrirlos de lodo para provocar su solidificación y con ello evitar la distensión del cadáver, práctica que se vuelve una constante en los siguientes periodos culturales
(Cuevas y Platas, 2011: 12-14). Como vemos, el patrón reportado se corresponde con las descripciones de los entierros de Los Tabachines A.
Otros espacios que presentaron contextos funerarios que traslaparon diferentes periodos de ocupación fueron El Zalate y Rancho Santo. El primero se ubicó al suroeste de la actual Glorieta del Charro; el segundo, en Villas del Río, al sur de la tienda Bodega Aurrerá, ambos en la Villa de Álvarez. El Zalate se encuentra al oriente del curso del arroyo Pereyra, Rancho Santo al oeste, entre ambos media una distancia aproximada de 1320 m. El Zalate fue excavado por Almendros y Enríquez en 2005; Rancho Santo, por Aguilar y González Zozaya en 2006.
La exploración más relevante de El Zalate fue una unidad de excavación extensiva de 14 × 9 m, en la cual convivió el cimiento de una casa de planta rectangular de la fase Chanal con un espacio funerario que contuvo un total de 29 entierros: cinco de ellos fueron designados como pertenecientes a Ortices-Comala, 21 a la fase Chanal y tres indefinidos. Es claro que los entierros tempranos, al ser depositados por lo menos trece siglos antes que la ocupación Chanal, no se corresponden con los depósitos tardíos. En cambio, los entierros Chanal sí parecen haber estado asociados a la unidad habitacional. Las cinco inhumaciones tempranas presentaron una posición extendida en decúbito dorsal y lateral con alineamientos cortos contiguos de piedra; se trató en todos los casos de entierros individuales y primarios, con orientaciones distintas. Sobresalió en ellos un individuo colocado en una fosa excavada en el tepetate, el cual fue recubierto con una mezcla de tierra y piedras medianas y pequeñas. Las ofrendas consistieron en vasijas y figurillas sólidas (Almendros y Enríquez, 2005: 24).
En el caso de Rancho Santo, los contextos arqueológicos presentaron el mismo comportamiento en términos de sus ocupaciones: una temprana (Ortices) y una tardía (Chanal). Hubo también una unidad habitacional de planta rectangular y, hacia el oeste, un espacio funerario que integró entierros tanto de la fase Chanal como de la fase Ortices.⁶ A diferencia de los contextos Ortices de El Zalate, los tres entierros tempranos de Rancho Santo presentaron una gran riqueza en sus ofrendas, incluyendo un gran osario al que se encontró asociado el personaje principal, el cual contó no sólo con vasijas efigie de gran calidad, sino a la vez con una larga cuenta tubular de piedra verde y un agrupamiento de pequeñas piedras de río, pulidas y de colores (Almendros y González, 2006: 21, imagen 4).
En cuanto a los entierros Chanal, como se mencionó, los más abundantes se recuperaron en El Zalate, pues en Rancho Santo sólo se detectaron dos asociados a los cimientos de la casa. En todos los casos la posición fue sedente y/o flexionada —múltiples primarios y/o primarios asociados a secundarios— en su mayoría orientados en un eje suroeste-noreste, con el rostro hacia el noreste. En general, no presentaron ofrenda y sólo en el caso del entierro 2 de El Zalate, los restos —acaso del personaje de mayor relevancia en esa comunidad— presentaron atados de cascabeles en los tobillos, así como un anillo y una orejera de cobre (Almendros y Enríquez, 2006; Ruiz y Almendros, 2009).
Finalmente, para concluir este recuento de los espacios funerarios cuya información ha sido publicada, considero pertinente señalar la extensa monografía sobre el sitio El Manchón-La Albarradita (Olay, 2016), en la cual se presentan las exploraciones realizadas en los últimos reductos de un asentamiento prehispánico ubicado en terrenos de la hacienda La Albarrada (sitio E13B44-06-003 registrado por el Proyecto Atlas Arqueológico Nacional), el cual habría sido alterado y destruido a causa de obras diversas de infraestructura.
En un espacio de 20 ha se realizó un sondeo generalizado y la exploración extensiva de cinco unidades, en dos de las cuales se encontraron espacios funerarios donde se recuperaron 42 entierros que integraron a 51 individuos. En dos unidades de exploración extensiva se realizaron los hallazgos más relevantes, que incluyeron depósitos funerarios de las fases Ortices a Chanal, esto es, del 400 a. C. al 1450 d. C. Como en los casos anteriores, las ofrendas asociadas dejaban en claro un empalme que dificultaba la labor de definir a cuál fase correspondían, asunto que se zanjó organizándolos de manera integral, esto pasó fundamentalmente en los casos de Los Ortices y Comala, y en el de Colima-Armería. Con los que no hubo problema fue con los tardíos, los de la fase Chanal.
La posición, orientación de cuerpo y cabeza, así como los patrones en la colocación de ofrendas, fueron similares a lo narrado párrafos atrás. Sobresalió, sin embargo, una variable que no había sido percibida con claridad hasta que surgió la posibilidad de explorar de una forma pausada. Dadas las características de este salvamento, se tuvo oportunidad de trabajar las unidades extensivas no a través de ampliaciones sucesivas, sino a partir de una cuadrícula delimitada de antemano. Al irse retirando las primeras capas aparecieron los característicos amontonamientos de piedra que suelen interpretarse como los marcadores
de los entierros. Sucedía que el hallazgo de estos elementos procuraba las ampliaciones, pues se daba por sentado que debajo existía un depósito funerario, pero en numerosas ocasiones ello no sucedía. En este caso en concreto, sin embargo, al irse explorando uno a uno los amontonamientos, se percibió que, en efecto, algunos cubrían entierros, otros sólo presentaban algún objeto: una vasija o alguna herramienta de piedra. Se entendió entonces que el espacio funerario habría sido ritualizado a partir de un ordenamiento que colocaba ofrendas en ciertos puntos del área en la cual se depositarían los cuerpos de los que partían. Cabe la posibilidad, incluso, de que en estos montones pedregosos se hayan colocado ofrendas de materiales orgánicos que no sobrevivieron al tiempo: flores, textiles, madera, entre otros. Ello significó una variable a tener en consideración en otros trabajos de rescate. Respecto a las características de los enterramientos de la fase Armería (750-1100 d. C.), los cuales no han sido descritos, en El Manchón sobresalió el entierro 1 de la unidad 4, colocado al interior de una fosa excavada de forma rectangular, cubierta primero con un enlajado de piedras grandes y, posteriormente, con una suerte de empedrado de planta rectangular que, al parecer, tenía la función de quedar al ras del suelo y, por ende, visible a la comunidad. Un dato importante es que el sitio La Albarrada tuvo una arquitectura planificada mediante plataformas de planta rectangular que delimitaban patios en U, así como plazas definidas únicamente a partir de grandes alineamientos que sirvieron para nivelar y contener estos espacios. El salvamento llegó tarde, pues el área ceremonial fue totalmente destruida para construir fraccionamientos de alta densidad. Cabe mencionar, por último, que la unidad de exploración en la cual se ubicó la mayor cantidad de entierros Ortices se encontró en la colindancia oriental del arroyo Pereyra, justo enfrente de donde se ubicó el panteón Capacha de Las Fuentes.
MORIR Y PERMANECER
Dos son los aspectos que quiero resaltar respecto a las prácticas funerarias prehispánicas del valle de Colima. La primera que sus panteones han sido los contextos que mayormente han permanecido en sus sustratos culturales; la segunda, que el esclarecimiento de los principales indicadores destinados a definir las formas de organización social de los grupos humanos cuyos restos se depositaron en estos espacios funerarios, requiere no sólo de una mayor investigación sino de herramientas teóricas que permitan equiparar entre sí los datos procedentes de registros arqueológicos. El rezago en la realización de investigación arqueológica en la región impidió la construcción de un andamiaje que hubiera permitido abordarla desde una visión que diera cuenta de sus componentes principales, y con ello establecer el comportamiento de las variables y sus correlaciones, reduciendo los sesgos de las visiones de trabajo de cada rescate y/o salvamento arqueológico, principalmente cuando se tratase de dos predios pertenecientes a un mismo fraccionamiento de la mancha urbana. Debe considerarse que la muerte es un evento central en las sociedades humanas por cuanto toca a todos y cada uno de sus integrantes. Se trata no sólo de un proceso individual sino también social, por cuanto refleja la posición de la persona en su comunidad.
Al igual que el nacimiento, el matrimonio, el embarazo, el parto o la viudez, el individuo experimenta sucesivos cambios de estatus al interior de un grupo social. Los procesos de transición fueron definidos como ritos de paso por Arnold van Gennep en 1908, estableciendo que éstos pueden tratarse de ritos de separación, de transición y/o de incorporación. Un claro ejemplo del rito de separación es la muerte, uno de integración es el matrimonio (Van Gennep, 1960: 10-11). A más de ello, el ritual funerario aporta una información fundamental sobre aspectos ideológicos y socioculturales de las sociedades, especialmente sobre sus concepciones religiosas, sus relaciones sociales, sus costumbres culturales y actividades económicas
(Rodríguez Cuenca et al., 2005: 47).
En términos generales, la visión sobre los sistemas funerarios se enfocaba en dos vertientes: por un lado, se ponía énfasis en las características del ritual mortuorio y, por el otro, se asumía que la simpleza o complejidad en cuanto a las características de la inhumación y la índole de las ofrendas daba cuenta de la posición social de los muertos.
Hacia la década de 1970, la denominada Nueva Arqueología elaboró una serie de críticas de los trabajos interpretativos sobre la muerte realizados hasta entonces por la que fue definida como una corriente historicista, que particularizaba la información y dificultaba la comparación en términos de equivalencia válida. Lewis Binford (1971) propuso que el valor social de las personas se reflejaba en las características de su funeral:
La perspectiva procesualista de la arqueología funeraria [...] propuso que existe una correlación entre la jerarquía social y la complejidad funeraria de la persona, según una serie de atributos de acuerdo con el estatus, la filiación étnica, el género, la edad y la actividad laboral desempeñada en vida, que se refleja en la energía invertida en la tumba, en la cantidad y calidad del ajuar, y en su posición respecto al resto de enterramientos del cementerio en que fue inhumado (Rodríguez Cuenca et al., 2020: 4).
En este modelo lo relevante tiene que ver con la definición de persona social
, toda vez que refiere a la serie de identidades que una persona asume a través de los cambios de estatus mencionados con anterioridad y que, al llegar la muerte, suponen una suerte de síntesis