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Crónicas de Gran Bretaña
Crónicas de Gran Bretaña
Crónicas de Gran Bretaña
Libro electrónico411 páginas6 horas

Crónicas de Gran Bretaña

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Información de este libro electrónico

En 1995, antes de dejar su amado hogar en North Yorkshire para regresar con su familia a los Estados Unidos durante unos años, Bill Bryson insistió en hacer un último viaje por Gran Bretaña, una especie de  recorrido de despedida por la verde y amable isla que había sido su hogar durante mucho tiempo. Su objetivo era hacer un balance de la cara pública y las partes privadas (por así decirlo) de la nación, y analizar qué era exactamente lo que amaba tanto del Reino Unido a pesar de (o gracias a) sus muchas excentricidades.
Crónicas de Gran Bretaña fue un gran éxito de ventas cuando se publicó por primera vez, es el libro más querido por los británicos y una guía extraordinaria para todos los que quieran conocer sus peculiaridades de la mano del humor inigualable de Bill Bryson.
IdiomaEspañol
EditorialRBA Libros
Fecha de lanzamiento5 oct 2023
ISBN9788411324816
Crónicas de Gran Bretaña
Autor

David Crane

David Crane's first book, ‘Lord Byron’s Jackal’ was published to great acclaim in 1998, and his second, ‘The Kindness of Sisters’ published in 2002, is a groundbreaking work of romantic biography. In 2005 the highly acclaimed 'Scott of the Antarctic' was published, followed by ‘Men of War’, a collection of 19th Century naval biographies, in 2009. His ‘Empires of the Dead’ was shortlisted for the 2013 Samuel Johnson Prize. He lives in north-west Scotland.

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    Crónicas de Gran Bretaña - David Crane

    Portadilla

    Título original inglés: Notes from a Small Island.

    © del texto: Bill Bryson, 1993.

    © del mapa: Neil Gower, 1993.

    © de la traducción: Manuel Manzano Gómez, 2023.

    © de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2023.

    Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

    rbalibros.com

    Primera edición: octubre de 2023.

    REF.: OBDO224

    ISBN: 978-84-1132-481-6

    REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL • PREIMPRESIÓN

    Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

    del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

    comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

    a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

    (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

    si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

    (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    Todos los derechos reservados.

    A CINTHIA

    Me siento profundamente en deuda con las siguientes personas por su ayuda desinteresada durante la preparación de este libro: Peter y Joan Blacklock, Pam y Allen Kingsland, John y Nicky Price, David Cook y Alan Hume. A todas ellas, gracias.

    Mapa

    PRÓLOGO

    Mi primera vista de Inglaterra fue en una noche de niebla de marzo de 1973, cuando llegué en el ferry de medianoche desde Calais. Durante veinte minutos, el área de la terminal estuvo repleta de actividad mientras los automóviles y camiones bajaban, los aduaneros cumplían con sus deberes y todos se dirigían hacia la carretera de Londres. Entonces, de repente, todo quedó en silencio, deambulé por calles dormidas, con poca luz e invadidas por la bruma, como en una película de Bulldog Drummond. Fue maravilloso tener una ciudad inglesa entera para mí solo.

    Lo único levemente desalentador era que todos los hoteles y casas de huéspedes parecían estar cerrados por la noche. Caminé hasta la estación, pensando que cogería un tren a Londres, pero la estación también estaba oscura y cerrada. Estaba ahí preguntándome qué hacer cuando noté que la luz gris de un televisor iluminaba la ventana del piso superior de una casa de huéspedes al otro lado de la calle. «¡Hurra!», pensé, alguien estaba despierto. Así que me apresuré a cruzar, planeando las humildes disculpas que le daría al amable propietario por mi retraso en la llegada e imaginando una conversación alegre que incluía la frase: «Oh, pero nunca le pediría que me diera de cenar a estas horas. No, sinceramente, si está completamente seguro de que no hay problema, entonces tal vez solo un sándwich de rosbif y un pepinillo con eneldo, tal vez un poco de ensalada de patata y una botella de cerveza». El camino de entrada estaba completamente oscuro y, en mi afán y falta de familiaridad con las puertas británicas, tropecé con un escalón, me estrellé de cara contra la puerta y tiré al suelo media docena de botellas de leche vacías. Casi de inmediato se abrió la ventana de arriba.

    —¿Quién es? —preguntó una voz aguda.

    Retrocedí mientras me frotaba la nariz, y vi una silueta con rulos.

    —Hola, estoy buscando una habitación —le dije.

    —Estamos cerrados.

    —Oh. Pero ¿dónde podría cenar?

    —Pruebe el Churchill. Enfrente.

    —¿Enfrente de qué? —pregunté, pero la ventana ya se había cerrado de golpe.

    El Churchill era suntuoso, estaba bien iluminado y parecía listo para recibir visitantes. A través de una ventana pude ver personas bien vestidas sentadas a una barra, elegantes y afables, como personajes de una obra de Noel Coward.[1] Vacilé en las sombras, sintiéndome como un pilluelo de la calle. Socialmente y en cuanto a vestuario no me adaptaba a un establecimiento así y, de todos modos, estaba claramente más allá de mi escaso presupuesto. Solo el día anterior, le había entregado un fajo excepcionalmente grande de coloridos francos a un hotelero de ojillos pícaros y maliciosos como pago por una noche en una cama llena de bultos y un plato de misterioso chasseur que contenía los huesos de una extensa variedad de animales pequeños, muchos de los cuales había ocultado bajo una gran servilleta para no parecer descortés, y había decidido en adelante ser más cauteloso con los gastos. Así que me alejé de mala gana de la calidez del Churchill y caminé hacia la oscuridad.

    Más adelante, en Marine Parade había una pérgola, abierta a los elementos pero techada, y decidí que aquello era lo mejor que podía conseguir. Con mi mochila como almohada, me acosté y me arropé con la chaqueta. El banco estaba hecho de listones, era duro y estaba tachonado con grandes tornillos de cabeza redonda que hacían que reclinarse cómodamente fuera imposible; sin duda, su intención. Estuve acostado durante mucho tiempo, escuchando al mar bañando los guijarros de la orilla, y finalmente caí en una noche larga y fría de pesadillas en las que fui perseguido sobre témpanos de hielo del Ártico por un francés de ojos pequeños y brillantes con una catapulta, una bolsa de pernos y una puntería asombrosa, que me golpeó repetidamente en las nalgas y en las piernas por robar una servilleta de lino llena de comida sucia y dejarla en el fondo de un cajón de la cómoda de mi habitación del hotel. Me desperté con un grito ahogado alrededor de las tres, rígido y temblando de frío. La niebla se había disipado. El aire era ahora tranquilo y claro, y en el cielo brillaban las estrellas. La luz de un faro al otro extremo del rompeolas barría interminablemente la superficie del agua. Todo aquello era muy bonito, pero tenía demasiado frío para apreciarlo. Sin parar de temblar, rebusqué en la mochila y saqué todos los artículos potencialmente cálidos que pude encontrar: una camisa de franela, dos suéteres, un par de vaqueros extra. Utilicé unos calcetines de lana como guantes y me puse un par de calzoncillos de franela en la cabeza en un intento desesperado de calentarme, luego me tumbé pesadamente en el banco y esperé con paciencia el dulce beso de la muerte. Sin embargo, me quedé dormido.

    Me despertó de nuevo el bramido de una sirena de niebla, que casi me hizo caer de aquella estrecha especie de catre, y me incorporé sintiéndome miserable pero un poco menos frío. El mundo estaba bañado por esa luz lechosa del amanecer que parece provenir de la nada. Las gaviotas revoloteaban y chillaban sobre el agua. Más allá de ellas, más allá del rompeolas de rocas, un transbordador, amplio y bien iluminado, se deslizaba con majestuosidad hacia el mar. Me quedé sentado allí durante algún tiempo, un joven completamente absorto en sus pensamientos. Otro gemido atronador de la sirena de niebla del buque se deslizó sobre el agua, excitando de nuevo a las molestas gaviotas. Me quité los calcetines de las manos y miré el reloj. Eran las 5:55. Miré el ferry que se alejaba y me pregunté adónde iría nadie a esas horas. Y... ¿adónde iría yo a esas horas? Recogí la mochila y arrastré los pies por el paseo marítimo, para que la circulación de la sangre se pusiera en marcha.

    Cerca del Churchill, ahora mismo pacíficamente dormido, me encontré con un anciano que paseaba a un perrito. El can intentaba frenéticamente orinar en todas las superficies verticales y, en consecuencia, más que caminar, su dueño lo arrastraba mientras él se mantenía en precario equilibrio sobre tres de sus patitas.

    El hombre asintió con un gesto de buenos días cuando llegué a su altura.

    —Con un poco de suerte, hoy hará buen tiempo —anunció, mirando esperanzado un cielo que parecía un montón de toallas mojadas. Le pregunté si había algún restaurante en algún lugar que pudiera estar abierto.

    Conocía un lugar no muy lejos de allí y me explicó cómo llegar.

    —El mejor café camionero de Kent —dijo.

    —¿Café camionero? —repetí con incertidumbre, y retrocedí un par de pasos cuando noté que su perro se esforzaba desesperadamente por humedecerme la pierna.

    —Muy popular entre los camioneros. Se dice que conocen los mejores lugares, ¿no? —Sonrió amablemente, luego bajó un poco la voz y se inclinó hacia mí como si fuera a compartir una confidencia—: Quizá quiera quitarse los calzoncillos de la cabeza antes de entrar.

    Me toqué la cabeza. «¡Oh!», y, no sin sonrojarme, me quité los calzoncillos allí olvidados. Traté de pensar en una explicación sucinta, pero el hombre estaba comprobando el cielo de nuevo.

    —Definitivamente el tiempo se animará, sí —decidió, y arrastró a su perro en busca de nuevas superficies verticales. Los vi marcharse, luego me di la vuelta y caminé por el paseo marítimo justo empezaba a llover a cántaros.

    La cafetería era excepcional: animada, calurosa y deliciosamente acogedora. Me comí un plato de huevos, alubias, pan frito, tocino y salchichas, con una guarnición de pan y margarina, y dos tazas de té, todo por 22 peniques. Después, sintiéndome un hombre nuevo, salí a la calle con un palillo y un eructo, y deambulé felizmente, viendo cómo Dover cobraba vida. Hay que decir que Dover no mejoró mucho con la luz del día, pero, aun así, me gustó. Me gustaba su pequeña escala y su aire acogedor, y la forma en que todos decían «Buenos días», «Hola» y «Hace un tiempo terrible, pero podría arreglarse» a todos los demás, y la sensación de que aquella era solo una más de una serie muy larga de días fundamentalmente alegres, bien ordenados y agradablemente tranquilos. Nadie en todo Dover tendría una razón particular para recordar el 21 de marzo de 1973, excepto yo y un puñado de niños nacidos ese día y posiblemente un anciano con un perro que se había encontrado con un joven con unos calzoncillos en la cabeza.

    No sabía a qué hora se podía empezar decentemente a pedir una habitación en Inglaterra, así que pensé en dejarlo hasta media mañana. Con tiempo en mis manos, hice una búsqueda minuciosa de una casa de huéspedes que pareciera atractiva y tranquila, pero agradable y no demasiado cara, y al dar las diez en punto me presenté en el umbral de la que había elegido cuidadosamente, vigilando no tropezar con las botellas de leche. Era un pequeño hotel que en realidad era una casa de huéspedes... De hecho, en realidad, era una pensión.

    No recuerdo su nombre, pero sí a la propietaria, una criatura formidable de mediana edad llamada señora Smegma, quien me mostró una habitación, luego me hizo un recorrido por las instalaciones y me explicó las muchas y complicadas reglas para residir allí: cuándo se servía el desayuno, cómo encender el calentador, a qué horas del día tendría que desalojar las instalaciones y durante qué breve período se permitía darse un baño (que, curiosamente, parecían coincidir), con cuánta anticipación debería comunicar si tenía la intención de recibir una llamada telefónica o llegar después de las diez de la noche, cómo tirar de la cadena del baño y usar la escobilla del váter, qué materiales estaban permitidos en la papelera del dormitorio y cuáles tenían que ser llevados con cuidado al cubo de basura exterior, cómo limpiarme los pies en cada puerta de entrada, cómo encender la estufa de tres quemadores de mi dormitorio y cuándo estaría permitido hacerlo (esencialmente, durante una Edad de Hielo). Todo eso era desconcertantemente nuevo para mí. En el lugar de donde vengo, pagas una habitación en un motel, pasas diez horas montando un lío lujoso y posiblemente irremediable, y a la mañana siguiente te vas temprano. Pero esto era como unirse al ejército.

    —La estancia mínima —prosiguió la señora Smegma— es de cinco noches a una libra la noche, incluido el desayuno inglés completo.

    —¿Cinco noches? —dije con un pequeño jadeo. Solo tenía la intención de pasar allí una. ¿Qué diablos iba a hacer conmigo mismo en Dover durante cinco días?

    La señora Smegma arqueó una ceja.

    —¿Esperaba quedarse más tiempo?

    —No —dije—. No. De hecho, yo...

    —Bien —me cortó—, porque tenemos un grupo de jubilados escoceses que vienen el fin de semana y habría sido incómodo. En realidad, bastante imposible. —Me examinó críticamente, como si fuera una mancha en una alfombra, y consideró si había algo más que pudiera hacer para arruinarme la vida. Lo había.

    —Voy a salir en breve, así que ¿puedo pedirle que desaloje su habitación dentro de un cuarto de hora?

    Estaba confundido de nuevo.

    —Perdón, ¿quiere que me vaya? Pero si acabo de llegar.

    —Son las reglas de la casa. Puede volver a las cuatro. —Hizo ademán de irse, pero luego se dio la vuelta—. Ah, y tenga la bondad, por favor, de quitar el cobertor todas las noches. Hemos tenido algunos sucesos desafortunados relacionados con manchas. Si daña el cobertor, tendré que cobrárselo. Lo entiende, ¿verdad?

    Asentí como un tonto. Y ella se fue. Me quedé allí, sintiéndome perdido, cansado y lejos de casa. Había pasado una noche histéricamente incómoda al aire libre. Me dolían los músculos, estaba entumecido por haber dormido sobre cabezas de perno y tenía la piel ligeramente pegajosa por la suciedad y la arena de dos naciones. Había aguantado hasta ese punto con la idea de que pronto estaría disfrutando de un baño caliente y relajante, seguido de unas catorce horas de sueño profundo, tranquilo y hundido en mullidas almohadas bajo un edredón de plumas.

    Mientras estaba allí percatándome de que mi pesadilla, lejos de llegar a su fin, apenas comenzaba, la puerta se abrió y la señora Smegma cruzó la habitación a grandes zancadas hacia el fluorescente que había encima del fregadero. Me había mostrado el método correcto para encenderlo: «No hay necesidad de tirar mucho. Un tironcito suave es suficiente»; y, evidentemente, recordó que lo había dejado encendido. Lo apagó ahora con lo que me pareció un tirón bastante brusco, luego nos echó a mí y a la habitación una última mirada sospechosa y se fue de nuevo.

    Cuando estuve seguro de que se había ido, cerré la puerta en silencio, cerré las cortinas y oriné en el baño. Saqué un libro de mi mochila y luego me quedé de pie junto a la puerta durante un largo minuto examinando los contenidos ordenados y desconocidos de mi solitaria habitación.

    —¿Y qué cojones es un cobertor? —me pregunté en voz baja, y me despedí en silencio.

    Qué lugar tan diferente era Gran Bretaña en la primavera de 1973. La libra valía 2,46 dólares. El salario neto semanal medio era de 30,11 libras esterlinas. Un paquete de patatas fritas costaba 5 peniques, un refresco 8 peniques, un pintalabios 45 peniques, un paquete de galletas de chocolate 12 peniques, una plancha 4,50 libras, un hervidor eléctrico 7 libras, un televisor en blanco y negro 60 libras, un televisor en color 300 libras, una radio 16 libras, el menú sale a una libra y media. Un billete de avión regular de Nueva York a Londres cuesta 87,45 libras en invierno, 124,95 libras en verano. Podría pasar ocho días en Tenerife en un Cook’s Golden Wings Holiday por 65 libras o quince días desde 93 libras. Sé todo esto porque, antes de empezar el viaje, busqué la edición de The Times del 20 de marzo de 1973, el día que llegué a Dover, y contenía un anuncio del gobierno a página completa que describía cuánto costaba la mayoría de estas cosas y cómo se verían afectados los precios por un nuevo impuesto llamado IVA, que se introduciría una semana después. La esencia del anuncio era que mientras algunas cosas subirían de precio con el IVA, otras también bajarían. (¡Ja!) También recuerdo de mis propios recursos cerebrales menguantes que me costó 4 peniques enviar una postal a Estados Unidos por vía aérea, 13 peniques una pinta de cerveza y 30 peniques el primer libro de Penguin que compré (Billy Liar). La decimalización acababa de pasar su segundo aniversario, pero la gente todavía echaba cuentas en sus cabezas, «¡Dios mío, son casi seis chelines!», y tenías que saber que seis peniques valían realmente 21,2 peniques y que una guinea equivalía a 1,05 libras.

    Un sorprendente número de titulares de esa semana podrían aparecer fácilmente hoy: «Huelga de controladores aéreos franceses», «El Libro Blanco pide que se comparta el poder en el Ulster», «Se cerrará el laboratorio de investigación nuclear», «Las tormentas interrumpen los servicios ferroviarios» y las habituales reseñas sobre críquet, «Fracaso de Inglaterra» (esta vez sobre Pakistán). Pero lo más llamativo de los titulares de esa semana vagamente recordada de 1973 era el malestar industrial que había: «Amenaza de huelga en British Gas Corporation», «Huelga de 2.000 funcionarios públicos», «No hay edición londinense del Daily Mirror», «10.000 despedidos después de que los hombres de Chrysler se marcharan», «Los sindicatos planean una acción paralizante para el Primero de Mayo», «12.000 alumnos tienen el día libre mientras los maestros hacen huelga», todo esto en una sola semana. Este sería el año de la crisis de la OPEP y el derrocamiento efectivo del Gobierno de Heath (aunque no habría elecciones generales hasta el siguiente febrero). Antes de que terminara el año, habría racionamiento de gasolina y largas colas en las gasolineras de todo el país. La inflación se dispararía hasta el 28 %. Habría una grave escasez de papel higiénico, azúcar, electricidad y carbón, entre muchas otras cosas. La mitad de la nación estaría en huelga y el resto tendría semanas de tres días. La gente compraría los regalos de Navidad en grandes almacenes iluminados por velas y miraría consternada cómo sus pantallas de televisión se quedaban en blanco después de News at Ten por orden del Gobierno. Sería el año del Acuerdo de Sunningdale, del desastre de Summerland en la Isla de Man, de la polémica sobre los sijs y los cascos de moto, del debut de Martina Navratilova en Wimbledon. Fue el año en que Gran Bretaña ingresó en el Mercado Común y ahora apenas parecería creíble que entrara en guerra con Islandia por el bacalao (aunque de una manera misericordiosamente débil, dudando entre menospreciar a esos peces blancos o simplemente dispararles).

    Sería, en definitiva, uno de los años más extraordinarios de la historia británica moderna. Por supuesto, yo no lo sabía aquella lluviosa mañana de marzo en Dover. En realidad, no sabía nada, lo cual es una posición extrañamente maravillosa en la que estar. Todo lo que tenía ante mí era nuevo, misterioso y emocionante de una manera que no puedes imaginarte. Inglaterra estaba llena de cosas que nunca había visto antes: tocino veteado, cortes de pelo rapados y escalonados, balizas Belishas, serviettes, cucuruchos. No sabía cómo pronunciar scone o pasty o Towcester o slough. Nunca había oído hablar de Tesco’s, Perthshire o Denbighshire, de las viviendas sociales, de Morecambe y Wise, de los cortes en los ferrocarriles, de los crackers de Navidad, los días festivos, los dulces de los balnearios, los carros lecheros, las conferencias telefónicas nacionales, los huevos a la escocesa, los Morris Minors y el Día del Recuerdo o Poppy Day. Por lo que yo sabía, cuando un automóvil tenía una placa con una L en la parte trasera, indicaba que lo conducía un leproso. No tenía la menor idea de qué significaba GPO, LBW, GLC u OAP. Estaba radiante de ignorancia. Las transacciones más simples eran un misterio para mí. Vi a un hombre en un quiosco pedir «veinte del número seis» y recibir cigarrillos, y supuse durante mucho tiempo que todo en los quioscos estaba ordenado por números, como la comida china para llevar. Me senté durante media hora en un pub antes de darme cuenta de que tenías que ir a la barra a pedir y llevarte a la mesa tu propio pedido; luego intenté lo mismo en un salón de té y me dijeron que me sentara.

    La señora del salón de té me llamó «amor». Todas las señoras de la tienda me llamaban «amor» y la mayoría de los hombres me llamaban «colega». Todavía no llevaba allí doce horas y ya me amaban. Y todos comían como yo. Eso fue realmente emocionante. Durante años, había sido la desesperación de mi madre porque, como zurdo, me negaba cortésmente a comer al estilo estadounidense. Agarraba el tenedor con la mano izquierda para sostener la comida mientras cortaba y luego lo pasaba a la mano derecha para llevarme la comida a la boca. Todo parecía ridículamente engorroso, y aquí de repente había todo un país que comía como yo. ¡Y conducían por la izquierda! Era el paraíso. Antes de que llegara el mediodía, supe que ahí era donde quería estar.

    Pasé un largo día deambulando alegremente y sin rumbo por calles residenciales y calles comerciales, escuchando conversaciones en paradas de autobús y esquinas, mirando con interés los escaparates de fruterías, carnicerías y pescaderías, leyendo carteles publicitarios y licencias de urbanismo, absorbiendo en silencio. Subí al castillo para admirar la vista y ver los transbordadores en movimiento, eché una mirada respetuosa a los acantilados blancos y a la cárcel de Old Town, y al final de la tarde, en un impulso, fui a ver una película, atraído por la perspectiva de la calidez del cine y por un cartel que mostraba a una serie de jóvenes escasamente vestidas en actitud seductora.

    —¿Palco o platea? —dijo la señora de los tiques.

    —No, Intercambio de esposas en los suburbios —contesté con voz confusa y furtiva.

    Dentro, otro mundo nuevo se abrió para mí. Vi mis primeros anuncios de cine, mis primeros tráilers presentados con acento británico, mi primer certificado de la Junta Británica de Censores de Cine («Esta película ha sido aprobada como apta para adultos por Lord Harlech, quien la disfrutó mucho»), y descubrí, para mi pequeño deleite, que se permitía fumar en los cines británicos y al diablo con los riesgos de incendio. La película en sí proporcionaba un rico fondo de información social y léxica, así como la oportunidad de descansar mis cansados pies y ver a un montón de atractivas jovencitas divirtiéndose al aire libre. Entre los muchos términos nuevos para mí estaban «fin de semana guarro», «julepe», «gilipollas», «au pair», «casa adosada», «dar por saco» y «polvo rápido contra la pared de la cocina», cuya utilidad ha quedado demostrada desde entonces. Durante el descanso —otra emocionante novedad— descubrí mi primer refresco Kia-Ora, comprado a una joven monumentalmente aburrida que tenía la notable habilidad de sacar artículos seleccionados de su bandeja iluminada y dar cambio sin apartar la mirada de un lugar imaginario a media distancia del fondo. Después cené en un pequeño restaurante italiano recomendado por Pearl & Dean y regresé satisfecho a la casa de huéspedes mientras la noche caía sobre Dover. En conjunto, fue un día muy satisfactorio e instructivo.

    Tenía la intención de acostarme temprano, pero de camino a la habitación me fijé en el cartel de una puerta que decía SALA DE RESIDENTES y asomé la cabeza. Era un salón grande, con sillones y un sofá, todos con antimacasares almidonados, una librería con una modesta selección de rompecabezas y libros de bolsillo, una mesita con algunas revistas bien manoseadas, y una gran televisión a color. Encendí el televisor y ojeé las revistas mientras esperaba a que se calentara. Eran todas revistas para mujeres, pero no eran como las que leían mi madre y mi hermana. Los artículos en las revistas de mi madre y mi hermana siempre trataban sobre sexo y gratificación personal. Tenían títulos como «Recorre tu camino hacia los orgasmos múltiples», «Sexo en la oficina: cómo conseguirlo», «Tahití: el nuevo lugar de moda para el sexo» y «Esas selvas tropicales que se están extinguiendo, ¿son buenas para el sexo?». Las revistas británicas abordaban aspiraciones más modestas. Tenían títulos como «Teje tu propio conjunto de entretiempo», «Oferta de botones que te harán ahorrar dinero», «Haz este superjabonero de punto de cruz», «Llegó el verano, ¡es hora de preparar la mayonesa!».

    El programa que emitían en la televisión se llamaba Jason King. Si tienes cierta edad y no tenías vida social los viernes por la noche a principios de los años setenta, tal vez recuerdes que se trataba de un libertino ridículo con un caftán acolchado que, inexplicablemente, las mujeres parecían encontrar atractivo. No podía decidir si sentirme esperanzado o deprimido. Lo más sorprendente del programa era que, aunque lo había visto solo una vez hace más de veinte años, nunca he perdido las ganas de darle una paliza con un bate de béisbol lleno de clavos.

    Hacia el final del programa entró otro residente con un cuenco de agua hirviendo y una toalla, que exclamó un «¡Ay!» de sorpresa cuando me vio y se sentó junto a la ventana. Era delgado y tenía la cara roja y llenó la habitación de olor a linimento. Parecía alguien con avideces sexuales malsanas, el tipo de persona en la que tu profesor de educación física te advertía que te convertirías si te masturbabas demasiado extravagantemente (alguien, en resumen, como tu profesor de educación física). No podía estar seguro, pero casi hubiera jurado que lo había visto comprando un paquete de gominolas de frutas en Suburban Wife-Swap esa misma tarde. Me miró furtivamente, posiblemente pensando algo similar, luego se cubrió la cabeza con la toalla y bajó la cara hacia el cuenco, donde permaneció gran parte del resto de la noche.

    Unos minutos más tarde, un tipo calvo de mediana edad, un vendedor de zapatos, que entró, me dijo «¡Hola!» y añadió «Buenas noches, Richard», en dirección a la cabeza con la toalla y se sentó a mi lado. Poco después se nos unió un hombre mayor con un bastón, una pierna torcida y modales bruscos. Nos miró a todos sombríamente, asintió con el más pequeño y preciso de los reconocimientos y se dejó caer pesadamente en su asiento, donde pasó los siguientes veinte minutos moviendo su pierna de un lado a otro, como si recolocara un mueble pesado. Deduje que aquellas personas eran todas residentes a largo plazo.

    Empezó una comedia de situación llamada «Mi vecino es un negrata». Supongo que ese no era su título real, pero esa era la esencia, es decir, que había algo ricamente cómico en la noción de tener personas negras viviendo al lado. Abundaban frases como «¡Dios mío, abuela, hay un chico de color en tu armario!» y «Bueno, no podía verlo en la oscuridad, ¿verdad?». Era algo irremediablemente idiota. El calvo que estaba a mi lado se reía hasta las lágrimas, y de debajo de la toalla emergían ocasionales resoplidos de diversión, pero el coronel de la pierna torcida, me di cuenta, nunca se reía. Simplemente me miraba fijamente, como si tratara de recordar a qué evento oscuro de su pasado estaba asociado. Cada vez que yo volvía la cabeza, aquel hombre tenía los ojos fijos en mí. Era desconcertante. Una ráfaga de estrellas llenó brevemente la pantalla, indicando un intervalo de anuncios, que el hombre calvo aprovechó para interrogarme, de una manera amistosa pero confusamente inconexa, sobre quién era yo y cómo había caído en sus vidas. Estaba encantado de saber que yo era estado­unidense.

    —Siempre he querido ver Estados Unidos —dijo—. Y dígame —añadió—, ¿allí tienen Woolworth’s?

    —Bueno, en realidad, Woolworth’s es americano.

    —¡No me diga! —exclamó—. ¿Ha oído eso, coronel? Wool­worth’s es americano. —El coronel se mostró impasible ante aquella información—. ¿Y qué hay de los copos de maíz?

    —¿Disculpe?

    —¿Tienen copos de maíz en América?

    —Bueno, en realidad, también son americanos.

    —¡Imposible!

    Sonreí débilmente y le rogué a mis piernas que me levantaran y me sacaran de allí, pero la parte inferior de mi cuerpo parecía extrañamente inerte.

    —¡Mira qué bien! Entonces, ¿qué le trae a Gran Bretaña si allí ya tienen copos de maíz?

    Lo miré para ver si me lo estaba preguntando en serio, luego me embarqué, vacilante y de mala gana, en un breve resumen de mi vida hasta ese momento, pero después de unos minutos me di cuenta de que los anuncios se habían terminado y el programa se había reiniciado y aquel hombre ni siquiera fingía que me escuchaba, así que me callé, y en su lugar pasé la totalidad de la segunda parte absorbiendo el calor de la mirada del coronel.

    Cuando terminó el programa, estaba a punto de levantarme de la silla y despedirme calurosamente de aquel feliz trío cuando se abrió la puerta y entró la señora Smegma con una bandeja con una tetera y tazas y un plato de galletas del tipo que creo que se llaman «variedad de la hora del té», y todos se animaron juguetonamente, frotándose las manos con intensidad y diciendo: «Oh, encantador». A día de hoy, sigo impresionado por la capacidad de los británicos de todas las edades y estratos sociales para emocionarse de verdad ante la perspectiva de una bebida caliente.

    —¿Y qué tal El mundo de los pájaros de esta noche, coronel? —preguntó la señora Smegma mientras le entregaba al coronel una taza de té y una galleta.

    —No sabría decirle —dijo el coronel maliciosamente—. La televisión —me dedicó una mirada significativa— estaba sintonizada en otro canal. —La señora Smegma también me dirigió una mirada aguda, empatizando con el coronel. Creo que se acostaban juntos.

    El mundo de los pájaros es el programa favorito del coronel —me dijo en un tono que iba más allá del odio, y me entregó una taza de té con una galleta blanquecina y dura.

    Maullé una lamentable disculpa.

    —Esta noche iba de frailecillos —soltó el tipo de cara roja, que parecía muy complacido consigo mismo.

    La señora Smegma lo miró fijamente durante un instante, como si estuviera sorprendida de descubrir que tenía el poder del habla.

    —¡Frailecillos! —dijo, y me mostró una expresión aún más fulminante que preguntaba cómo alguien podía estar tan falto de la fundamental decencia humana—. El coronel adora a los frailecillos. ¿No es así, Arthur? —Definitivamente se acostaba con él.

    —Son mis preferidos —dijo el coronel, mordiendo tristemente un bombón de chocolate relleno de licor.

    Avergonzado, tomé un sorbo de té y mordisqueé mi galleta. Nunca antes había tomado un té con leche ni una galleta tan dura como una roca. Sabía a algo que le darías a un periquito para fortalecerse el pico. Un minuto después, el tipo calvo se inclinó hacia mí y me susurró confiado:

    —No debes preocuparte por el coronel. No ha sido el mismo desde que perdió la pierna.

    —Bueno, espero por su bien que la encuentre pronto —contesté, arriesgando un poco de sarcasmo.

    El tipo calvo soltó una risotada y por un momento aterrador pensé que iba a compartir mi pequeña broma con el coronel y la señora Smegma, pero en lugar de eso me tendió una mano carnosa y se presentó. No recuerdo su nombre ahora, pero era uno de esos nombres que solo los ingleses tienen: Colin Crapspray o Bertram Pantyshield o algo así de improbable. Le mostré una sonrisa torcida, pensando que estaba tomándome el pelo.

    —¿Bromea? —le pregunté.

    —No, en absoluto —respondió con frialdad—. ¿Por qué? ¿Encuentra divertido mi nombre?

    —Es solo que me parece... inusual.

    —Bueno, puede pensar que sí —dijo, y volvió su atención hacia el coronel y la señora Smegma, y me di cuenta de que ahora estaba, y sin duda sería así para siempre, sin amigos en Dover.

    Durante los dos días siguientes, la señora Smegma me persiguió sin piedad, mientras que los demás, sospeché, buscaban pruebas para ella. Me reprochó que no apagara la luz de mi habitación cuando salía, que no bajara la tapa del retrete cuando terminaba, que le quitara el agua caliente al coronel —yo no sabía que tenía hasta que ella empezó a golpear la puerta y a hacer ruiditos de agravio en el pasillo—, que hubiera pedido el desayuno inglés completo dos días seguidos y me hubiera dejado el tomate frito en ambas ocasiones.

    —Veo que se ha vuelto a dejar el tomate frito —dijo en la segunda ocasión.

    No supe muy bien qué contestarle, ya que era indiscutiblemente cierto, así que simplemente fruncí el ceño y me uní a ella para mirar fijamente el plato en cuestión. De hecho, me había estado preguntando durante dos días qué era.

    —¿Puedo solicitarle —dijo con una voz cargada de dolor y años de irritación— que en el futuro, si no necesita el tomate frito en su desayuno, tenga la amabilidad de decírmelo?

    Avergonzado, la observé marcharse. «¡Pensé que era un coágulo de sangre!», quise gritarle, pero, por supuesto, no dije nada y simplemente me escabullí de la habitación hacia las miradas triunfantes de mis compañeros residentes.

    Después de eso, permanecí fuera de la casa tanto como pude. Fui a la biblioteca y busqué «cobertor» en un diccionario para que al menos pudiera escapar a la censura sobre ese punto. (Me quedé asombrado al descubrir qué era; llevaba tres días trasteando con la contraventana). Dentro de la casa, trataba de permanecer en silencio y pasar desapercibido. Incluso me di la vuelta sin hacer ruido en mi chirriante cama. Pero no importaba lo mucho que lo intentara, parecía destinado a molestar. La tercera tarde, cuando entré sigilosamente, la señora Smegma se me encaró en el pasillo con un paquete de cigarrillos vacío y me preguntó si había sido yo quien lo había arrojado al seto de ligustro. Empecé a entender por qué personas inocentes firman confesiones extravagantes en las comisarías. Esa noche, olvidé apagar el calentador de agua después de un baño rápido y silencioso y agravé el error al dejar mechones de cabello en

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