El auriga del carro alado
Por José Luis García
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El auriga del carro alado - José Luis García
AUTOR
JOSÉ LUIS GARCÍA (Holguín, 1955)
Periodista, narrador y dramaturgo; miembro de la Uneac y de la Asociación de Prensa para Estudios Internacionales de la Comunicación (Unesco). Ha trabajado para numerosas publicaciones periódicas, la Editora Política del Comité Central, así como presentado sus libros e impartido conferencias en numerosos países. Varias piezas teatrales suyas han sido puestas en escena por agrupaciones cubanas y extranjeras. Dirige y conduce programas de radio dedicados a promover la música cubana. Tiene publicados Los silencios del ruiseñor (cuento), Una crónica de amor (teatro), Apuntes de un cazador (cuento), El hombre de los guantes amarillos (teatro), Ejercicios para volver (cuento), Historia de una foto (teatro), Historia de Maura (teatro), Noche cubana (teatro) y Últimos días junto al mar (novela). Sus premios literarios incluyen el Regino Boti 1998, mención en el Casa de las Américas de Teatro 2001, el Casa de Teatro 2005 (República Dominicana) y el Latinoamericano de Teatro George Woodyard 2008 (Estados Unidos).
En un país que transita de la guerra civil a un nuevo pero jamás definitivo statu quo bajo fuerzas coalicionistas de ocupación, el doctor M. I. G. Echemendía —ex agente de contrainteligencia y preso político, capaz saxofonista de jazz, anheloso novelista que no supera la intención, médico de inconsistente desempeño— vive su transición personal rumbo a convertirse en un superviviente con tendencia a la mala fortuna o quizá en un suicida algo menos que competente.
El autor rodea a su héroe de personajes tan vivaces como frágiles, todos en pugna por un último trozo de alimento, bocanada de oxígeno o tan solo atisbo de abstracta esperanza. Pero, sobre todo, lo somete al asedio de sus propias palabras, memorias y meditaciones, de los secretos de que es cómplice y víctima, así como de ensoñaciones con artistas y filósofos sin réplicas.
Y a la batalla por encontrar un nuevo yo, se añade el misterio de cómo ese yo habrá de ser. Tal vez sea, después de todo, inalcanzable el ideal equilibrio entre lo ético y lo obsceno, la razón y el instinto, para un sencillo mortal a la deriva en una angustiada nación isleña que se simula y confunde a sí misma dentro de su inconclusa paradoja.
Nota a la presente edición
Este diario es del médico que asistió a mi madre la madrugada en que nací: M. I. G. Echemendía. Llegó a mi poder de forma casual, cuando laboraba en el Departamento de Higiene y Epidemiología de la Dirección Municipal de Salud en Chaparra.
25 de octubre
Anoche soñé con la expansión volcánica de la isla. Oía truenos, la tierra se estremecía y de las colinas de Yaraniquén se alzaba un surtidor de fuego. Estruendosos torrentes de lava corrían por las vertientes de los cerros de San Jerónimo.
De pronto las tejas de mi techo se crisparon como chicharrones y me cayeron encima cientos de alimañas con el lomo incendiado. Fugazmente mi propio rostro se alzó ante mí como la faz granítica e incorregible de un ídolo pagano.
Al despertar me quedé unos minutos aletargado y soñé que aún estaba en el campo de prisioneros. Aquella enmohecida maroma de alambre envolvía mi cuello (la punta me traspasaba la mano y la mejilla izquierdas).
Iba a la letrina, pero a medida que me acercaba a ese asqueroso hueco a cielo descubierto, en vez de la consabida fetidez, sentía un creciente olor a magnolias primaverales.
Nota
A las nueve vino a verme Carranza. Conducía un Jeep-Melody, de los que traen los jefes de las tropas de la coalición. Conversamos en el portal. Me preguntó a qué pensaba dedicarme.
—A escribir.
—¿Escribir qué?
—Lo que me venga a la mente.
—Mira a ver lo que escribes tú —dijo, en un tono entre chistoso y admonitorio.
Guardamos silencio.
De pronto me preguntó que cómo pensaba ganar dinero. Le dije que reclamaría el permiso para abrir una consulta y, por el gesto que hizo, no pareció darle mucho crédito a mis posibilidades de sobrevivir ejerciendo la medicina.
Volvimos a guardar silencio, ahora más largo que el anterior. De repente dijo:
—Te debo una.
—¿Por qué?
—Si hubieras hablado de las barbaridades que hicimos juntos, te habría acompañado todos estos años en prisión.
—…
Se puso perezosamente de pie, hizo un vago gesto de despedida y dijo:
—La lucha continúa.
Nota 2
Me quedé pensando en Carranza, en la desmedida influencia que alcanzó durante nuestros últimos tiempos en el poder, cuando la moral colectiva se debatía en un mínimo histórico y el chachareo oficial ondeaba en lo más alto del mástil. En este periodo todo lo que tenía que hacer él para despacharse a alguien era subrayar un nombre.
[…]
El trabajo de la contrainteligencia era caótico. Había literalmente millones de informes alarmantes (que al final fueron de escaso o de ningún valor) desbordando las centrales de recepción, lo cual nos hizo omitir las verdaderas amenazas.
[…]
Y es que quisimos abarcar demasiado: La relación numérica entre nuestros informantes y el hombre común llegó a ser de mil a tres mil por uno.
[…]
Los últimos dieciséis meses los pasé al frente, o mejor sería decir hundido en el departamento de flujo de información (o guardián de la política informativa). Cada vez que le hablaba a Carranza de brindarle al pueblo un mayor abanico de noticias, me repetía: «El pueblo sabe lo que tiene que saber. No hay que darle más armas al enemigo».
[…]
Me quedé dormido unos minutos con la frente apoyada sobre el borde de la mesa y soñé que de modo compulsivo compraba una enorme y costosa panetela cerca del Moskvá, me comía un trozo a la sombra del Kremlin, y a continuación no sabía qué hacer con la otra parte.
Nota 3
Para escribir algo que valga la pena, al margen de elegir un buen tema, debo tener en cuenta las minucias (sin un instante de mal gusto).
En las minucias que el típico escritor tiene a menos está lo que a mí me interesa aprovechar.
¿Poseo la astucia necesaria para elegir las minucias funcionales?
Lo dudo.
También me interesan las alegorías. Platón maneja la alegoría de la caverna para desarrollar sus razonamientos sobre la realidad y el conocimiento. El pretexto es un relato sobre unos prisioneros en el subsuelo. Creo que yo podría usar subterfugios más sutiles.
Veremos.
[…]
En mis tres años de preparación en Volgogrado, solía obtener las máximas puntuaciones en las pruebas de inteligencia. Pero sabía para mis adentros que mi fuerte era la inteligencia 221-E9, la que se manifiesta en nuestra capacidad para hacer suposiciones. Es la clase de inteligencia que nos ayuda a conjeturar las cosas con un bajo margen de error. Sin embargo, esta categoría de inteligencia no se vincula necesariamente con el lenguaje, así que no sé si me ayudará en mis intentos literarios.
Nota 4
Veamos algo que logré escribir esta mañana:
Al velorio de Cisneros no fue nadie. A la hora del entierro estaba lloviendo tanto como ayer. En el techo del carro fúnebre iba una anónima corona de chorreantes crisantemos, que presumo envió el MLN. Pero ni la hija de Cisneros hizo acto de presencia.
Cuando el carro fúnebre entraba al cementerio, oí un repentino lloriqueo y creí que era ella, pero era un extraño anciano con una chaqueta de alpaca negra que se veía aún más negra por el agua que había absorbido. (Debía pesarle una tonelada).
Después del entierro, se acercó lenta y lúgubremente a mi mesa en el Mocambo. Usaba unos arcaicos espejuelos de armadura de carey, en cuyos gruesos cristales la lluvia había formado un velo de lucidez desfalleciente.
—Correligionario… —dijo, en voz baja—. ¿Puedo sentarme? —No le respondí. Tras vacilar, sacó de su chaqueta una biliosa fotografía plastificada y la puso sobre la mesa—. Mire usted —dijo, en tono anhelante, ansioso de ver reflejada en mí la sorpresa—. Ahí nos tiene.
—…
—De izquierda a derecha: Cisneros, Carranza y yo jóvenes. El de la mula es Echemendía. En esas alforjas llevaba las medicinas. —Tras un hondo suspiro, agregó—: ¿A que no me dice dónde fue que nos retratamos?
—¿Dónde?
—En el Tíbet. Mire aquí, detrás de nosotros… Ese es el río Mekong.
—Yo creía que el Mekong estaba en Vietnam.
—El Mekong nace en China, en la meseta tibetana.
—¿Y qué hacían ustedes tan lejos?
—Éramos médicos.
—¿Médicos?
Movió la cabeza como para eludir un golpe, y se sentó a mi lado.
—La verdad es que el único médico era Echemendía —dijo.
Luego de mirar recelosamente a los ocupantes de las mesas vecinas, se quitó los espejuelos y durante cosa de un minuto se dedicó a secarlos con el borde del mantel. Respiraba con dificultad y cada vez que exhalaba, los largos pelos que despuntaban por sus fosas nasales se estremecían.
—En el Tíbet —continuó diciendo—, nosotros creamos la estación de espionaje más eficiente de Asia. Formamos una red…
—¿Hablaban chino? —lo interrumpí.
—Carranza nada, pero Cisneros hablaba tibetano, y Echemendía y yo, mandarín. Éramos oficiales de la contrainteligencia, oficiales condecorados.
Soltó otro hondo suspiro y por unos instantes me quedé mirando los cristales de sus espejuelos. El secado con el borde del mantel no los había librado de aquel velo de lucidez desfalleciente.
—Echemendía se le escapó al diablo —dijo—. Llegó a convertirse en el más reputado interrogador del sudeste asiático. Les sacaba las informaciones del tuétano a los sospechosos. Es verdad que sus métodos eran poco ortodoxos, pero allá nadie podía andarse con remilgos.
Guardamos silencio.
—Ese doctor… —dijo, en tono afectuoso—. Cuando creamos aquella estación él no había cumplido treinta años, pero ya era mucho lo que tenía aquí. —Se tocó la cabeza—. Y le digo: Si los mandamases de esta isla le hubieran dado un chance, se habría convertido en nuestro Mao Zedong.
No pude contener la risa.
—¿Lo duda?
Rápidamente, como para protegerla de mi incredulidad, guardó la fotografía e inclinándose hacia mí (tanto que llegué a sentir los pelos de sus fosas nasales rozándome la sien), dijo: «Echemendía era una lumbrera».
[…]
Lo anterior es una basura.
Nota 5
Me gustaría escribir una novela partiendo de la mítica figura de Gilgamesh. Creo que este personaje conserva su vigencia porque el anhelo que le mueve es universal (escapar de la muerte), y por tanto es universal la lección que recibe, o sea que la inmortalidad es un don exclusivo de los dioses.
[…]
También me cautiva la idea de escribir una novela acerca de las creencias. Es sorprendente cómo las creencias pueden sobrevivir a potentes desafíos lógicos o empíricos. Incluso suelen reponerse de la destrucción de su base probatoria original.
No cabe duda de que el entendimiento humano, una vez que ha asumido una creencia, bosqueja todo lo demás a su alrededor en función de mostrar conformidad con ella. Y aunque haya un gran número de ejemplos que muestren que tal creencia es un fraude, prescinde de ellos.
Claro, sería una novela social.
[…]
¿Tendré la fuerza y la destreza necesarias para batirme con esto?
Lo dudo.
Nota 6
Acabo de recordar: Antes de que se fuera, le pregunté a Carranza si había una fecha prevista para reiniciar la lucha.
—¿Qué lucha? —preguntó, desconcertado.
—Hace un momento dijiste que la lucha continúa.
—Yo me refería a la lucha por la cabrona supervivencia —farfulló. Y aunque no lo puedo certificar completamente, creo que agregó—: Sobrevivir es lo más