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El autismo sin máscara: Los nuevos rostros de la neurodiversidad
El autismo sin máscara: Los nuevos rostros de la neurodiversidad
El autismo sin máscara: Los nuevos rostros de la neurodiversidad
Libro electrónico503 páginas5 horas

El autismo sin máscara: Los nuevos rostros de la neurodiversidad

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Información de este libro electrónico

Por cada persona visiblemente autista que conoces, hay innumerables personas autistas «enmascaradas» que pasan por neurotípicas. El enmascaramiento es un mecanismo de afrontamiento común con el que ocultan sus rasgos identificables, se esfuerzan por amoldarse a las normas y, para no desentonar socialmente, adoptan una personalidad superficial a expensas de su salud mental.
En El autismo sin máscara, el doctor Devon Price comparte su experiencia personal de enmascaramiento, y combina investigaciones de las ciencias sociales, datos históricos y perfiles personales para contar la historia de la neurodivergencia.
El autismo es fuente inagotable de singularidad y belleza, pero, por desgracia, vivir en un planeta neurotípico puede hacer que sea también motivo de marginación e inmenso dolor. La mayoría de los autistas enmascarados forcejean consigo mismos y con el mundo durante décadas antes de descubrir quiénes son realmente.
Es hora de que haya una mayor aceptación pública de las diferencias y una verdadera adaptación a ellas. Acoger la neurodiversidad en nuestras sociedades hará que todos recojamos los frutos del inconformismo y de aprender a vivir con autenticidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2024
ISBN9788410335035
El autismo sin máscara: Los nuevos rostros de la neurodiversidad

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    Vista previa del libro

    El autismo sin máscara - Dr. Devon Price

    portada

    La información contenida en este libro se basa en las investigaciones y experiencias personales y profesionales del autor y no debe utilizarse como sustituto de una consulta médica. Cualquier intento de diagnóstico o tratamiento deberá realizarse bajo la dirección de un profesional de la salud.

    La editorial no aboga por el uso de ningún protocolo de salud en particular, pero cree que la información contenida en este libro debe estar a disposición del público. La editorial y el autor no se hacen responsables de cualquier reacción adversa o consecuencia producidas como resultado de la puesta en práctica de las sugerencias, fórmulas o procedimientos expuestos en este libro. En caso de que el lector tenga alguna pregunta relacionada con la idoneidad de alguno de los procedimientos o tratamientos mencionados, tanto el autor como la editorial recomiendan encarecidamente consultar con un profesional de la salud.

    Título original: UNMASKING AUTISM: Discovering the New Faces of Neurodiversity

    Traducido del inglés por Elsa Gómez Belastegui

    Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

    Maquetación: Toñi F. Castellón

    © de la edición original

    2022 de Devon Price

    Edición publicada mediante acuerdo con Harmony Books, un sello de Random House,

    una división de Penguin Random House LLC.

    © de la fotografía del autor

    J. E. de la Cruz

    © de la presente edición

    Editorial Sirio, S.A.

    C/ Rosa de los Vientos, 64

    Pol. Ind. El Viso

    29006-Málaga

    España

    www.editorialsirio.com

    sirio@editorialsirio.com

    I.S.B.N.: 978-84-10335-03-5

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    Contenido

    Cubierta

    Créditos

    Alienación

    ¿Qué es el Autismo, realmente?

    Definición de Autismo

    El Autismo «típico»

    ¿Por qué es el Autismo sinónimo de «niños blancos con pasión por los trenes»?

    ¿Sospechas que eres Autista?

    Algunos comentarios sobre la terminología

    ¿Quiénes son los Autistas enmascarados?

    Mujeres Autistas y minorías de género

    Autistas negros y marrones

    Personas Autistas altamente verbales y extravertidas

    Coexistencia del Autismo y otras afecciones

    Autistas «altamente funcionales»

    Cómo conocer a Autistas enmascarados y encontrar tu sitio en la comunidad

    Anatomía de la máscara

    ¿Qué es enmascararse?

    El doble aprieto de «portarse bien»

    El enmascaramiento como sobrecorrección

    El coste de enmascararnos

    Problemas con la bebida y el consumo de otras sustancias adictivas

    Trastornos de la conducta alimentaria

    Desapego y disociación

    Adhesión a normas y sistemas de creencias rígidos

    La adulación y la complacencia compulsivas

    Repensemos el autismo

    Reformulemos los estereotipos del Autismo

    Es hora de celebrar nuestros intereses especiales

    Redescubre tus valores

    Empecemos a sentir gratitud por nuestro Autismo y nuestro pasado

    Construir una vida Autista

    Diseño divergente

    Reimagina el éxito y el tiempo

    Haz lo que quieras, a tu manera

    Ser radicalmente visibles

    Cultivar relaciones Autistas

    Autorrevelarte (... cuando tiene sentido)

    Cultivar amistades desenmascaradas: encuentra a «tu gente fresa»

    Comunícate con claridad y sinceridad

    Suelta ya las expectativas neurotípicas

    Encontrar (y crear) tu comunidad

    Crear un mundo neurodiverso

    Ampliación de la protección jurídica para personas discapacitadas

    Ampliación de las normas sociales

    Ampliación de la educación pública y profesional sobre la neurodiversidad

    Sanidad universal y renta básica

    Abolición de los sistemas carcelarios

    El desenmascaramiento es para todos

    Integración

    Agradecimientos

    Sobre el autor

    Notas

    Introducción

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Conclusión

    Índice temático

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    A todos los autistas que conocí en línea,

    antes de yo mismo saber quién era.

    Vuestra amistad me proporcionó un oasis

    cuando estaba completamente a la deriva.

    Introducción

    Alienación

    Cuando me mudé de Cleveland a Chicago en el verano de 2009, ni siquiera se me había pasado por la cabeza que necesitara hacer amigos. Tenía veintiún años, era una persona seria, retraída, y creía de verdad que no necesitaba a nadie. Me había trasladado a la ciudad para hacer los estudios de posgrado, y pensé que podría volcar toda mi energía en las clases y la investigación y no pensar en nada más.

    La soledad había sido una buena aliada hasta entonces. Además de tener un excelente expediente académico, ocuparme en todo momento con «cosas de la mente» me evitaba preocuparme demasiado por mis muchos problemas. Tenía un trastorno de la conducta alimentaria, que me había destrozado el sistema digestivo, y disforia de género,* que me creaba desconfianza y malestar por cómo me miraba todo el mundo, aunque todavía no entendía por qué. No sabía cómo establecer contacto o iniciar una conversación, ni me interesaba lo más mínimo aprender a hacerlo, dado que la mayoría de las interacciones me dejaban una sensación de enfado y de que nadie me escuchaba. Las pocas amistades que había tenido habían sido siempre relaciones de enredo: me responsabilizaba de los problemas de los demás, intentaba resolver por ellos sus emociones y carecía por completo de la capacidad para decir «no» a ninguna petición, por abusiva que fuera. Sabía que quería dedicarme a la docencia pero, aparte de eso, no tenía ni idea de qué me importaba en la vida. No sentía el menor deseo por formar una familia, no tenía aficiones, y creía que tampoco cualidades para que nadie me quisiera realmente. Por otro lado, sacaba buenas notas y mi intelecto me valía muchos elogios, así que concentraba toda mi energía exclusivamente en esos aspectos. Hacía como que todo lo demás era una distracción sin sentido.

    Cuando empezaron las clases en la escuela de posgrado, casi nunca salía con mis nuevos compañeros. Las pocas veces que lo hice, tuve que beber hasta emborracharme para poder superar las inhibiciones y dar una imagen alegre. Por lo demás, me pasaba los fines de semana enteros en mi apartamento sin ver a nadie, leyendo artículos de revistas y navegando sin fin por Internet, saltando de un tema a otro, a cuál más extraño. No me permitía tener aficiones. Apenas hacía ejercicio ni cocinaba. Ocasionalmente me juntaba con alguien si tenía ganas de sexo, o incluso de recibir un poco de atención, pero eran siempre interacciones rutinarias que me dejaban impasible. No sentía en absoluto que fuera un ser humano multifacético.

    Para cuando llegó el invierno me había convertido en un individuo solitario, aislado, una ruina humana. Me sentaba en el suelo de la ducha y me quedaba allí, a veces durante una hora, con el agua caliente lloviéndome encima, sin voluntad para ponerme en pie. En la escuela me costaba muchísimo hablar con la gente. No se me ocurría ninguna idea que investigar y perdí por completo el interés en lo que estaba estudiando. Una de mis supervisoras me llamó la atención hecha una furia por poner cara de aburrimiento durante las tutorías. Por la noche, los sollozos de desesperación y ansiedad me sacudían hasta los huesos, y daba vueltas por la habitación gimiendo y golpeándome las sienes con la base de las muñecas. La soledad me había acabado aprisionando, pero tenía tal dificultad para relacionarme y tan poca conciencia de mis emociones que no veía la manera de salir.

    No entendía cómo había llegado a aquella situación patética. ¿Cómo iba a imaginar yo que necesitaría amigos y una vida de verdad? Pero ¿qué posibilidades tenía de conectar con alguien, cuando era siempre tan frustrante cada intento? ¿Qué me gustaba realmente hacer, qué me importaba? Estando con la gente, me obligaba a censurar cada una de mis reacciones espontáneas y a fingir sentimientos e intereses normales. Además, la gente me resultaba insoportablemente abrumadora. Todo el mundo era estridente e impredecible, con aquellos ojos que se me clavaban como rayos láser y me hacían encogerme por dentro. Lo único que quería era sentarme a oscuras y que nadie me molestara ni me juzgara.

    Tenía el convencimiento de que había en mí algo esencialmente malogrado, alguna clase de trastorno profundo que no habría sabido explicar, pero que a los demás les resultaba obvio a primera vista. Pasé varios años más languideciendo así, trabajando hasta el agotamiento, explotando en crisis emocionales, dependiendo de mis ocasionales parejas para tener cierto contacto social y sentir que valía algo, y tecleando en Google a mitad de la noche frases del tipo «cómo hacer amigos». Durante todo este tiempo, nunca me planteé buscar ayuda terapéutica ni confiarle a nadie lo que sentía. Me atenía a unas reglas de vida muy estrictas, y entre ellas destacaba la de ser por encima de todo independiente e invulnerable.

    Las cosas finalmente empezaron a cambiar en 2014, mientras pasaba el día con mi familia en el parque de atracciones de Cedar Point en Sandusky, Ohio. Íbamos todos los años durante las vacaciones; éramos una familia amante de nuestras rutinas. Estando en un jacuzzi con mi primo, que se había ido a estudiar fuera hacía unos meses y estaba teniendo muchas dificultades para adaptarse, me confesó que hacía poco le habían diagnosticado Autismo. Yo acababa de doctorarme en Psicología Social, así que me preguntó si sabía algo sobre el trastorno del espectro Autista. «Lo siento, la verdad es que no sé nada sobre ese tema –le dije–. No estudio a personas que tengan enfermedades mentales; lo que investigo es el comportamiento social de personas ‘‘normales’’».

    Empezó a hablarme de las distintas cosas que le estaban haciendo la vida muy difícil, de cuánto le costaba relacionarse con sus compañeros de clase, de lo perdido y sobreestimulado que se sentía. Un terapeuta había sugerido que el Autismo podría ser la explicación. Después, mi primo me fue describiendo todos los rasgos Autistas que había observado en nuestra familia. No nos gustaban los cambios, ninguno éramos capaces de hablar de nuestras emociones y la mayoría nos relacionábamos ajustándonos a un guion superficial. Algunos teníamos manías con la textura de los alimentos y con los sabores fuertes. Hablábamos sin fin sobre los temas que a nosotros nos interesaban, y nos daba igual aburrir soberanamente a quien estuviera escuchando. Hasta el menor cambio nos desestabilizaba y rara vez salíamos al mundo para vivir nuevas experiencias o hacer amigos.

    Oír a mi primo contar todo esto me dio pavor. No quería que nada de lo que decía fuera cierto, porque en mi mente el Autismo era una enfermedad vergonzosa que te arruinaba la vida. Me trajo el recuerdo de Chris, un compañero del colegio, un niño Autista descoordinado que provocaba una mezcla de lástima y repulsión, y al que nadie trataba bien. La palabra Autismo me hacía pensar en personajes de televisión retraídos, quisquillosos, esquivos, como el Sherlock que interpreta Benedict Cumberbatch o Sheldon, de The Big Bang Theory. Me traía a la mente la imagen de los niños Autistas que no hablan y entran en el supermercado con esos auriculares toscos enormes y la gente los mira como si fueran objetos más que personas. Pese a haber estudiado psicología, lo único que conocía sobre el Autismo era el más generalizado y deshumanizado de los estereotipos, según el cual ser Autista significaría tener que aceptar que era una persona defectuosa, una calamidad sin remedio.

    Claro está que ya me sentía una calamidad desde hacía años.

    En cuanto volví a casa de las vacaciones, solté la maleta, me senté en el suelo y con el portátil en las rodillas empecé a leer obsesivamente sobre el tema. Devoré artículos de revistas, entradas de blogs, vídeos de YouTube y cuestionarios de evaluación diagnóstica. Le oculté esta lectura obsesiva a la que entonces era mi pareja, lo mismo que les había ocultado mis obsesiones más profundas a todas las personas que había habido en mi vida. Pronto me enteré de que este era otro rasgo común entre los Autistas. Solemos engancharnos a temas que nos fascinan y nos sumergimos en ellos con un fervor que a los demás les resulta incomprensible; así que, cansados de que se burlen de nuestras pasiones, mantenemos esos intereses especiales en secreto. Había empezado a pensar ya en el Autismo desde la perspectiva del nosotros; veía en la comunidad Autista un claro reflejo de mí, lo cual me producía a la vez miedo y una singular excitación.

    Cuanto más leía sobre el Autismo, más cosas empezaban a encajar. Siempre me habían alterado los sonidos estridentes y las luces intensas. Me enfadaba sin explicación aparente cuando estaba en medio de una multitud; las risas y la cháchara podían hacerme explotar de rabia. En situaciones de mucho estrés, o cuando me invadía la tristeza, me resultaba imposible hablar. Durante años, no había querido prestar atención a ninguna de estas cosas porque pensaba que admitirlas significaría aceptar que era una criatura triste, una pobre gilipollas que no merecía que nadie la quisiera. Ahora empezaba a preguntarme por qué pensaba de mí cosas tan espantosas.

    El Autismo era mi nueva obsesión; no paraba de leer y de pensar sobre el tema. Pero en el pasado había tenido ya muchos otros intereses especiales. Recordaba que en el colegio me apasionaban los murciélagos y las novelas de terror; y todos, los niños y los adultos, se metían conmigo porque me interesaran con «locura» cosas tan «raras». Era «demasiado» en todos los sentidos. Mis lágrimas les parecían rabietas inmaduras y mis opiniones, diatribas condescendientes. Al ir haciéndome mayor, aprendí a demostrar menos intensidad, a ponerme menos en evidencia, a ser menos yo. Estudiaba los gestos que hacían los demás, cómo se comportaban. Dedicaba mucho tiempo a diseccionar en la cabeza las conversaciones y leía sobre psicología para entender mejor a la gente. Gracias a eso me doctoré en Psicología Social; llevaba toda la vida estudiando detenidamente las normas sociales y los patrones de pensamiento que, al parecer, eran naturales en todos los demás seres humanos.

    Después de investigar sobre el Autismo en privado durante un año, descubrí la comunidad de autodefensa Autista. Había todo un movimiento liderado por personas Autistas que sostenían que debíamos considerar esta discapacidad como una forma de diferencia humana totalmente normal. Estos pensadores y activistas decían que nuestra manera de ser no es en sí misma un problema; que lo que nos hace sentirnos unos ineptos es que la sociedad no sea capaz de adaptarse a nuestras necesidades. Personas como la rabina Ruti Regan (autora del blog Real Social Skills) y Amythest Schaber (creadora de la serie de vídeos Neurowonderful) me enseñaron sobre la neurodiversidad.** Acabé entendiendo que muchas discapacidades se agravan, o incluso están provocadas, por la exclusión social. Así que, con estos conocimientos como arma, y una nueva confianza en mí, empecé a conocer a personas Autistas en la vida real, a publicar información sobre el Autismo en Internet y a asistir a reuniones de personas neurodiversas.

    Descubrí que había miles de Autistas como yo, que habían tomado conciencia de su discapacidad en la edad adulta tras años de confusión y autodesprecio. En su infancia, era visible que había en estos individuos una particular torpeza, pero la gente se burlaba de ellos en lugar de ayudarlos. Al igual que yo, habían ideado estrategias para no llamar la atención; cosas como mirar fijamente a la frente de una persona para simular contacto visual o memorizar guiones de conversación basados en diálogos que veían en la televisión.

    Muchos de estos Autistas furtivos se habían valido de su intelecto u otros talentos para ganarse la aceptación general. Otros muchos se volvieron extremadamente pasivos, porque atenuando su personalidad tenían menos riesgo de que se los considerara demasiado «intensos». Pero debajo de esa apariencia inofensiva o profesional que se habían creado, su vida era una ruina. Muchos sufrían trastornos de la conducta alimentaria o habían desarrollado tendencias autodestructivas, acompañadas a menudo de alcoholismo. Estaban atrapados en relaciones abusivas o insatisfactorias y no tenían la menor noción de qué hacer para que se los comprendiera y valorara. Casi todos estaban deprimidos, atormentados por un profundo sentimiento de vacío. Su vida entera había estado marcada por la desconfianza en sí mismos, el odio hacia sus cuerpos y el miedo a sus deseos.

    Me di cuenta de que había patrones claros del tipo de Autistas que sucumbían a este destino. Con frecuencia, las mujeres y las personas transgénero y de color habían tenido que soportar desde la infancia que se ignoraran sus particularidades o que sus síntomas de profundo malestar se interpretaran como actos «manipuladores» o «agresivos». Otro tanto ocurría en el caso de los Autistas que habían nacido y vivido en la pobreza, sin acceso a recursos de salud mental. Los hombres homosexuales o con disforia de género no se ajustaban lo suficiente a la imagen masculina del Autismo como para que pudiera hacérseles un diagnóstico acertado. Y los Autistas de edad avanzada ni siquiera habían tenido la oportunidad de que se los evaluara, ya que cuando eran niños se tenía un conocimiento muy limitado de esta discapacidad. Estas exclusiones sistemáticas obligaron a una numerosa población diversa de personas discapacitadas a vivir en las sombras. Esto dio lugar a lo que aquí llamo Autismo enmascarado, una versión camuflada de la discapacidad que, todavía hoy, es como si no existiera para la mayoría de los investigadores, profesionales de la salud mental y organizaciones de defensa del Autismo que no estén dirigidas por personas Autistas, como la muy denostada Autism Speaks.

    Cuando utilizo la expresión Autismo enmascarado, me refiero a cualquier presentación de la discapacidad que se desvíe de la imagen típica en que se basan la mayoría de las herramientas de diagnóstico y que nos muestran casi todos los medios de comunicación. Dado que el Autismo es una condición bastante compleja y multifacética, esa expresión abarca multitud de rasgos distintos, que pueden manifestarse de muchas maneras diferentes. Con ella me refiero también a la situación de cualquier persona Autista cuyo sufrimiento no se tomara en serio por motivos de clase, raza, género, edad, imposibilidad de recibir atención sanitaria o la presencia de otras afecciones.

    Por lo general, es a los chicos blancos con intereses y aficiones convencionalmente «masculinos» a los que se señala de pequeños como potencialmente Autistas. Incluso dentro de esta categoría relativamente privilegiada, se identifica casi exclusivamente a los niños Autistas pudientes, de clase media alta.¹ Este ha sido siempre el prototipo del Autismo que describen los médicos o muestran los medios de comunicación; todos los criterios para diagnosticar la discapacidad están basados en cómo se manifiesta en este grupo. Lo cierto es que toda persona Autista sufre a causa de esa concepción tan restringida del Autismo, incluidos los varones blancos, ricos y cisgénero, que tienen más probabilidades de verse reflejados en ella. Hace ya demasiado tiempo que se nos define tomando únicamente como base las «molestias» que los chicos Autistas blancos les causaban a sus padres acomodados. La complejidad de nuestra vida interior, nuestras necesidades especiales, el sentimiento de alienación y las mil maneras en que las personas neurotípicas (neurológicamente típicas) nos confundían, nos desconcertaban e incluso nos maltrataban se han ignorado durante décadas debido a esta lente. Se nos definía solo por aquello de lo que parecíamos carecer y solo por las dificultades que nuestra discapacidad les creaba a nuestros cuidadores, profesores, médicos y demás personas que tuvieran poder sobre nuestra vida.

    Por otra parte, desde hace unos años los psicólogos y psiquiatras hablan de la existencia del «Autismo femenino», un supuesto subtipo que se manifiesta con mucha más levedad y resulta menos chocante socialmente que el Autismo «masculino».² Es probable que quienes sufren el llamado «Autismo femenino» sean capaces de establecer contacto visual, mantener una conversación u ocultar sus tics y su hipersensibilidad sensorial. Puede que pasen las primeras décadas de su vida sin tener la menor idea de que son Autistas y achaquen sus dificultades a la timidez o a su sensibilidad extrema. En los últimos años, el público ha ido asimilando poco a poco la idea de que existen mujeres con Autismo, y varios libros excelentes, como Divergent Mind [Mente divergente], de Jenara Nerenberg, y Aspergirls [Chicas Asperger], de Rudy Simone, han contribuido a concienciar al público sobre la existencia de esta población. También ha ayudado el hecho de que mujeres muy conocidas, como la humorista Hannah Gadsby y la escritora Nicole Cliffe, hayan declarado públicamente que son Autistas.

    Sin embargo, el concepto de «Autismo femenino» no resuelve varios problemas importantes. Es una calificación que no explica satisfactoriamente por qué hay Autistas que enmascaran sus cualidades Autistas o por qué se ignoran sus necesidades durante años. De entrada, no todas las mujeres que tienen Autismo presentan el subtipo de «Autismo femenino». Es bien visible que cantidad de mujeres Autistas se autoestimulan (hablaremos más de esto en el siguiente capítulo), tienen mucha dificultad para relacionarse y experimentan bloqueos y crisis. La científica y activista Autista Temple Grandin es un buen ejemplo de ello. Habla en tono monótono, evita el contacto visual, e incluso de niña sentía un deseo imperioso de estimulación sensorial y presión física. Aunque a nosotros hoy nos resulte visible y típicamente Autista, a Grandin no le diagnosticaron Autismo hasta la edad adulta.³

    La razón de que el Autismo se pase por alto en las mujeres no es la levedad de sus «síntomas». Incluso aquellas que tienen comportamientos Autistas clásicos pueden no recibir un diagnóstico hasta la edad adulta, sencillamente porque son mujeres y los profesionales se toman menos en serio sus experiencias que si fueran las de un hombre.⁴ Y las mujeres no son las únicas cuyos rasgos Autistas tienden a ignorarse o subestimarse: a muchos hombres y personas de género no binario también se nos «niega» el Autismo.*** Considerar que la forma de Autismo más sigilosa y camuflada socialmente es una versión «femenina» de esta discapacidad viene a decir que el enmascaramiento es un fenómeno que depende del género, o incluso del sexo asignado al nacer, en lugar de un fenómeno de exclusión social de mucho mayor alcance. No es que las mujeres tengan un Autismo «más leve» debido a su biología, sino que las personas marginadas tienen un Autismo al que no se presta atención debido a su estatus periférico en la sociedad.

    Cuando a una persona Autista no se le facilitan los recursos que necesitaría para conocerse a sí misma, y cuando en la infancia se le dice que sus rasgos estigmatizados no son más que señales de lo molesta, hipersensible o insoportable que es, no tiene otro remedio que crearse una máscara neurotípica. Y mantener esa fachada no solo provoca una profunda sensación de inautenticidad, además es agotador.⁵ En realidad, no es que sea una elección consciente; el enmascaramiento es un estado de exclusión que se nos impone desde fuera. No es que una persona gay que oculte su orientación sexual decidiera un día encerrarse en el armario; esencialmente, nació en el armario, porque la heterosexualidad era la norma y ser gay se consideraba una ocurrencia caprichosa e incomprensible o una aberración. Del mismo modo, los Autistas nacemos con la máscara de la neurotipicidad pegada a la cara. Se da por hecho que todos los individuos piensan, se relacionan, sienten, expresan sus emociones, procesan la información sensorial y se comunican más o menos de la misma manera. Se espera que todos cumplamos las reglas de nuestra cultura y nos integremos en ella con la mayor facilidad. A quienes necesitamos vías distintas para expresarnos y comprendernos, se nos niegan; por lo tanto, nuestra primera experiencia en el mundo como personas es la de sentirnos marginados y confundidos. No tenemos posibilidad de quitarnos la máscara hasta que nos damos cuenta de que existen otras formas de ser.

    Yo he descubierto que mi vida entera, y prácticamente cada problema grave que ha ido apareciendo en el camino, respondían a la perspectiva de una lente Autista enmascarada. El trastorno de la conducta alimentaria era una forma de castigar a mi cuerpo por sus extravagancias Autistas, además de una vía para obligarlo a ajustarse a los cánones de belleza convencionales y protegerme así de las miradas de menosprecio. El aislamiento social era una forma de rechazar a la gente antes de que la gente me rechazara a mí. La adicción al trabajo era un signo de hiperfijación Autista, a la vez que una excusa aceptable para mantenerme a distancia de los sitios públicos que me provocaban un desbordamiento sensorial. Me enredaba en estériles relaciones de codependencia porque necesitaba aprobación y no sabía cómo conseguirla, así que me convertía en lo que mi pareja de ese momento estuviera buscando.

    Tras varios años de investigar el Autismo, y de ir viendo hasta qué punto era el enmascaramiento un fenómeno social, empecé a escribir sobre el tema en Internet. Resultó que miles de personas se sentían identificadas con lo que contaba, así que ser Autista no era tan raro después de todo (hoy en día se diagnostica a aproximadamente el dos por ciento de la población, y hay cantidad de personas más que presentan rasgos subclínicos o que no tienen posibilidad de acceder a un diagnóstico).⁶ Muchos individuos de mis círculos profesionales y sociales me declararon en privado que eran neurodiversos. Conocí a personas Autistas que trabajaban desde hacía años en el campo del diseño visual, la interpretación, los musicales o la educación sexual, que no son campos que la gente suela asociar con nuestra mente lógica y supuestamente «robótica». Conocí además a Autistas negros, mestizos e indígenas que durante mucho tiempo habían tenido que soportar un trato deshumanizador por parte de la comunidad ­psiquiátrica. Conocí a Autistas a los que en un principio se les habían diagnosticado otras afecciones, como trastorno límite de la personalidad (Borderline Personality Disorder), trastorno negativista desafiante o trastorno narcisista de la personalidad. Y encontré también a decenas de Autistas transgénero y de género no conforme, como yo, que siempre se habían sentido «diferentes», tanto por su género como por su neurotipo.****

    En la vida de cada una de estas personas, ser Autista era una fuente de singularidad y belleza. Sin embargo, el capacitismo circundante les había causado un sentimiento de alienación y un dolor indescriptibles.***** La mayoría habían ido dando tumbos durante décadas antes de descubrir quiénes eran realmente; y después de tanto tiempo, a casi todas les resultaba muy difícil quitarse la máscara. A mí, incluso un hecho tan triste como este me hacía sentirme más a gusto dentro de mi piel, menos roto y menos solo. Éramos muchos los que habíamos aprendido que teníamos que escondernos; sin embargo, cuanto más nos uníamos en comunidad, menos presionados nos sentíamos a enmascararnos.

    Pasar tiempo con otras personas Autistas me hizo ver que la vida no tenía por qué ser una angustia constante soportada en secreto. Cuando estaba con gente Autista, me costaba menos hablar claro y expresar con firmeza lo que necesitaba. Era capaz de pedir que atenuaran las luces de la sala o que abrieran una ventana para que se diluyera el hedor del perfume de alguien. Cuanto más veía a la gente relajarse, y hablar apasionadamente de las cosas que les interesaban mientras se mecían adelante y atrás con entusiasmo, menos vergüenza sentía de ser quien era y de cómo funcionaban mi cerebro y el resto de mi cuerpo.

    Llevo años utilizando todo lo que sé sobre psicología social para profundizar en la literatura científica sobre el Autismo y comunicándome luego con activistas, investigadores, asesores y terapeutas Autistas para que me confirmaran lo que he entendido acerca de nuestro neurotipo común. También me he dedicado con energía a desenmascararme, a entrar en contacto con la versión vulnerable, errática y extravagante de mí que, condicionado por las expectativas sociales, me había obligado a ocultar. He tenido ocasión de conocer a muchas de las figuras más destacadas de la comunidad de autodefensa Autista y de familiarizarme con los numerosos recursos que han desarrollado activistas, terapeutas y asesores Autistas para ayudarse a sí mismos y ayudar a otros a reducir sus inhibiciones y dejar caer la máscara.

    Hoy no oculto que me molestan los ruidos fuertes y las luces brillantes. Pido directamente a quien sea una explicación cuando no encuentro lógica a sus palabras o a su lenguaje corporal. Los puntos de referencia tradicionales de la «edad adulta», como tener coche o hijos, no me atraen, y he comprendido que es perfectamente aceptable. Duermo todas las noches con un animal de peluche y el ventilador funcionando a plena potencia, para amortiguar el ruido ambiental de la vecindad. Cuando algo me parece emocionante, agito las manos y me retuerzo allí donde esté. En los días buenos, descarto con facilidad la idea de que cualquiera de estas cosas signifique que soy infantil, o lastimoso, o malo. Me quiero tal como soy, y todo el mundo tiene la oportunidad de ver y querer a mi verdadero yo. Ser más auténtico sobre quién soy me ha permitido llegar de verdad a la gente como profesor y como escritor. Cuando mis alumnos tienen algún problema, puedo conectar con ellos y decirles que sé lo difícil que es llevar una vida normal. Cuando escribo con mi propia voz y desde mi propia perspectiva, conecto con el público a un nivel ­mucho más ­profundo que cuando intentaba parecer un respetable profesional genérico. Antes de empezar a desenmascararme, sentía que estaba maldito y casi muerto por dentro. La existencia me parecía un interminable esfuerzo por aparentar un entusiasmo que estaba lejos de sentir. Ahora, aunque la vida siga siendo difícil en muchos momentos, me siento intensamente vivo.

    Quiero que todas las personas Autistas sientan el enorme alivio y la sensación de comunidad que yo encontré cuando me reconocí por lo que soy y empecé a desenmascararme. También creo que es fundamental para el futuro de la comunidad de autodefensa Autista que cada uno de nosotros empecemos a vivir siendo más auténticamente quienes en verdad somos y a pedir las adaptaciones que necesitemos. Con este libro, espero ayudar a otras personas Autistas a comprenderse a sí mismas, a unir fuerzas con gente neurodiversa como ellas y a encontrar poco a poco la confianza suficiente para quitarse la máscara.

    Desenmascararse tiene el potencial de mejorar radicalmente la calidad de vida de una persona Autista. Los estudios han demostrado repetidamente que mantener encerrado nuestro verdadero yo es devastador, a nivel emocional y físico.⁷ Amoldándonos a los estándares neurotípicos podemos conseguir cierta aceptación provisional, pero el coste que tiene para nuestra existencia es muy alto. El enmascaramiento es una simulación agotadora, que provoca extenuación física, fatiga mental, depresión, ansiedad⁸ e incluso pensamientos suicidas.⁹ Si nos enmascaramos, encubrimos además el hecho de que el mundo es inaccesible para nosotros en infinidad de sentidos. Si la gente alística (no Autista) nunca nos oye expresar lo que necesitamos y no ve lo difícil que nos resulta vivir en un mundo hecho a su medida, no hay razón para que nadie se adapte a nosotros o se plantee la importancia de incluirnos. Debemos exigir el trato que merecemos y dejar de tener como principal objetivo en la vida aplacar a quienes siempre nos han ignorado.

    Negarse a representar el papel de la neurotipicidad es un revolucionario acto de justicia para las personas con discapacidad. También es un acto radical de amor propio. Pero para que los Autistas nos quitemos la máscara y mostremos al mundo nuestro yo auténticamente discapacitado, que es nuestro yo real, antes tenemos que sentirnos lo bastante seguros como para poder reencontrarnos con quienes realmente somos. Desarrollar autoconfianza y compasión hacia nosotros mismos es en sí todo un viaje.

    Este libro va dirigido a cualquier persona que sea neurodiversa (o sospeche que lo es) y quiera alcanzar un nuevo nivel de autoaceptación. La neurodiversidad es un marco que incluye a individuos muy variados, desde Autistas hasta personas con TDAH (trastorno por déficit de atención con hiperactividad), esquizofrenia, lesiones cerebrales o trastorno narcisista de la personalidad. Aunque el libro se centra en los Autistas enmascarados, he descubierto que existe un considerable solapamiento entre los Autistas y otros grupos neurodiversos. Muchos tenemos en común síntomas psicológicos y desajustes de la salud mental, y nuestros diagnósticos se solapan o existe en nosotros comorbilidad (coexistencia de dos o más trastornos generalmente relacionados). Todos hemos interiorizado el estigma de la enfermedad mental y hemos sentido la vergüenza de desviarnos de lo que se considera «normal». Prácticamente todas las personas que tienen una enfermedad o discapacidad mental se han sentido aplastadas bajo el peso de las expectativas neurotípicas y han insistido y fracasado repetidamente en su intento de ganarse la aceptación siguiendo las reglas de un juego cuya intención de base era perjudicarnos. Por eso, para casi todos los neurodiversos, el camino hacia la autoaceptación implica aprender a desenmascararse.

    En los siguientes capítulos, te presentaré a una serie de personas Autistas que se salen de los estereotipos populares. Te explicaré también cómo se ha definido el Autismo a lo largo de la historia y el lugar marginal y oscuro al que eso nos ha llevado, en el que nos encontramos aún. Utilizaré casos reales de personas Autistas, así como un montón de estudios psicológicos, para ilustrar las numerosas formas en que puede presentarse el Autismo enmascarado y para explicar por qué somos tantos los que no nos damos cuenta de que tenemos una discapacidad dominante hasta una etapa relativamente tardía de nuestra vida. Hablaré de lo dolorosa que puede llegar a ser una vida de enmascaramiento e incluiré datos que reflejan el coste real que tiene la máscara para nuestra salud mental y física y nuestra capacidad de relación social.

    Pero lo más importante es que este libro propone estrategias que puede adoptar una persona Autista enmascarada para dejar de ocultar sus rasgos neurodiversos y describe cómo sería un mundo que aceptara mejor la neurodiversidad. Mi esperanza es que, algún día, cada uno de nosotros pueda aceptarse a sí mismo como el individuo maravillosamente peculiar y rompedor de moldes que realmente es y vivir siendo quien es, sin miedo al ostracismo o la violencia. He hablado con distintos educadores, terapeutas, asesores y escritores Autistas para desarrollar estos recursos, los he puesto a prueba en mi vida y he entrevistado a personas Autistas que los han utilizado para mejorar las suyas. Estas experiencias ofrecen ejemplos concretos de cómo es en la realidad una existencia sin máscara (o menos enmascarada). Cuando dejas de juzgarte aplicando la mirada neurotípica, todo, desde tus normas de relación y hábitos cotidianos hasta la forma de vestirte y diseñar tu casa, tiene libertad para cambiar.

    Cada uno de nosotros tenemos la posibilidad real de llevar una vida menos atrapada bajo la máscara. Pero construirnos una vida así puede ser en muchos momentos extremadamente desalentador. Pensar en las

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