Mi otra vida
Por Narciso Martín H
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El veterano escritor Martín Díaz viajará junto a su hijo Gabriel, recorriendo medio mundo, siguiendo la estela de un sueño recurrente, persiguiendo un sentimiento profundo que tiene nombre y apellidos. Descubre la apasionante y a la vez enternecedora historia de un hombre que jamás olvidó a su amor de juventud. Acompaña a Martín en este relato profundo y sincero en el que padre e hijo estrecharán lazos, aprenderán lecciones vitales, saborearán experiencias únicas y descubrirán de qué está hecha la verdadera esencia de la vida.
"Porque a veces una sola vida no es suficiente para encontrar el amor"
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Mi otra vida - Narciso Martín H
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© Del texto: Narciso Martín Hervás
© De esta edición: Editorial Sargantana 2017
Email: info@editorialsargantana.com
www.editorialsargantana.com
Primera edición: Abril 2017
Segunda edición: Junio 2017
Impreso en España
Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente
ISBN: 978-84-16900-42-8
Depósito legal: V-999-2017
calidad.pngDedicada a todo aquel que necesitó una segunda oportunidad, que quiso saber querer y no supo.
DEDICADA A TI...
PRÓLOGO
Anoche, entre sus cosas, sus escritos desechados o tal vez celosamente guardados, encontré una ventana a sus anhelos. No he podido evitar sentir un inquietante escalofrío que no hace sino confirmar todo lo que he vivido junto a mi padre en estos últimos y extraños meses:
Cae de nuevo la apacible noche y ardo en deseos de sumergirme en el sueño de mi realidad. Sueño que despierto y siento que al soñar no quiero volver a despertar jamás. Soy el soñador y dueño de mis deseos, y no albergo otro más férreo que el de no volver a despertar. Amo soñar casi tanto como amo amarla a ella, pues ella es un sueño, pero solamente se puede amar los sueños al anochecer. Y es cuando despierto, cuando en realidad anhelo volver soñar, porque soñar es sinónimo de volver a ver a quien solamente habita en el mundo de mis sueños.
Con el ocaso llegan las sonrisas, los besos y los abrazos.
Con el ocaso siento sus ojos, su pelo y sus labios.
Con el ocaso encuentro sus curvas, su cintura y su regazo.
Por eso ansío con tanto fervor el amanecer de mi anochecer, porque cuando las estrellas rutilan tintineantes, allá a lo lejos, en el mundo de mis sueños emerge el sol y con su calor llegan las cosas buenas que me esperan al otro lado. Y vivo queriendo soñar por siempre. Y camino hacia la nebulosa realidad con el deseo de que la noche sea eterna, para que no cesen esos amaneceres entre sus sábanas, que no son las mías, que son las nuestras. Sueño con desvanecerme en un sueño, uno del que no necesite regresar, un sueño en el que ella me espere y del que no necesite despertar. Tal vez esta sea la noche definitiva en la que no vea al alba llegar, por fin.
Sueño con sueños, como un soñador
que quiere que soñar sea algo más que soñar.
Y soñando me libero, entre ensoñaciones despierto
y por morir en mis sueños me muero.
Capítulo 1
Le observo mientras desayuna desde la entrada del amplio y concurrido comedor de este increíble e inmenso crucero. Es mi padre, un anciano algo solitario, con la mirada ociosa y que bien podría pasar por un hombre diez años más joven. A sus setenta y nueve años luce un perfil elegante y serio, su cabello es blanquecino, exhibe sutilmente diversos tatuajes en sus brazos y, al igual que hago yo analizándole en la distancia, él no pierde detalle de todo y de todos los que le rodean. Le encanta observar. Es un enamorado del comportamiento humano. Le entretiene estudiar a las personas que revolotean a su alrededor. Ahora mismo está sentado en la mesa degustando un completo y más que calculado desayuno. Un equilibrio casi perfecto de hidratos, proteínas, vitaminas y un largo etcétera, un hábito saludable que conserva desde antes de que yo naciera. Por supuesto está sentado solo, como siempre, como a él le gusta. Es curioso, porque en este tipo de viajes la gente acaba congeniando y haciendo amistad, o al menos alcanzando una cierta relación cordial y baladí con los demás, pero él no, a él le cuesta mucho conectar con la gente. Bueno, conectar quizás no es la palabra, he de disculparme, no tengo la facilidad léxica ni la habilidad retórica que posee él. Digamos que romper el hielo es una odisea que nunca ha sido capaz de superar, pese a que luego, una vez superada esa barrera de la confianza, es todo un orador, se apodera de la atención de aquellos que le escuchan e incluso habría que pedirle que por favor guardase silencio para que los demás también se expresasen. Es un ser humano de lo más complejo y peculiar, pero yo le admiro, como solo se puede admirar a un padre.
Avanzo hacia él, todavía adormecido. Llevo mi pobre desayuno torpemente, bregando para que el café de la taza no se desborde y moje el sobrecito del azúcar. Me siento con cuidado a su lado sin decir nada. Escudriño su bandeja para sorprenderme del festín que tiene organizado, y digo sorprenderme porque, tras tantos años, aún me fascina tal capacidad de ingesta en una persona. Su desayuno consta de tres tostadas de pan integral, varias lonchas de fiambre ibérico, dos huevos escalfados, un zumo de naranja natural, un vaso de leche caliente, un cuenco de cereales y dos lustrosas y brillantes ciruelas. Lo más curioso de sus desayunos, algo que siempre logra hacerme sonreír de tan paradójico maridaje, es cuando le observo verter el zumo de naranja sobre los cereales, al contrario que la inmensa mayoría de personas que lo hacemos con la leche, como es natural. Él se gira, me observa y tras revisar mi café y mis dos bollos, lanza un resoplido de desaprobación. Después continúa masticando su tostada de pan integral con tomate y jamón ibérico.
―Buenos días, papá ―le digo, mientras esbozo una sonrisa.
Me encanta que, sin decirme nada, solamente con una mirada y una respiración profunda, sea capaz de enviarme una crítica tan clara. A veces los ojos y los gestos transmiten más cosas y con mayor claridad de lo que podría expresar una elocuente frase. «Eso no es un desayuno como dios manda», «¿Así es como pretendes alimentarte?» o incluso «Veo que no has aprendido nada de tu padre en cuarenta años» son, a bote pronto, las dos ideas que he interpretado ante la exhalación que ha lanzado con su grande y distinguida nariz. Son muchos años de viajes, los dos mano a mano, y ya no hace falta hablar para entendernos.
―¿Qué tal has dormido hoy? ―le pregunto. Últimamente no descansa con su harmonía habitual. Nuestro viaje le tiene de lo más alterado.
―Bueno… ―Detiene su ingesta y hace una pequeña pausa reflexiva―. Me desperté cuatro veces. Dos para ir al baño, una porque el aire acondicionado me tenía congelado y la última porque sin el aire acondicionado me asaba. Vamos, una delicia de velada. Así que en mi último desvelo decidí quedarme en el balcón del camarote, leyendo a Cortázar, esperando el amanecer y reflexionando acerca de la vida. Esperar el alba acompañado de Julio no es mala forma de dar comienzo a un nuevo día, ¿no crees?
―Muy cierto. Me había parecido oírte un par de veces desde mi habitación ―le respondo mientras prosigo con mi desayuno «poco saludable»―. ¿Qué leías?
―Adivina… ―me contesta, poniendo a prueba nuestra conexión.
―Mmm… ―Dudo entre Rayuela o Historias de Cronopios―. ¿Rayuela?
―Efectivamente, mi favorito ―me responde con cierta satisfacción. Luego da un ligero sorbo a la leche, que aún está demasiado caliente―. Me encanta ese halo de bohemia parisina que desprende, me doy cuenta de lo insignificante que es mi obra cuando leo a genios como él. Me fascina el capítulo siete.
―¿Cuál era ese? ―Creo recordarlo, pero no los detalles.
Ante mi pregunta mi padre mezcla dos reacciones en su rostro. En la primera percibo desaprobación por no ser capaz de recordar un fragmento tan esencial en el mundo de la literatura, pero seguidamente cambia el gesto hacia la gratificante sensación de poder recitarlo. Se agacha para sacar de su mochila un viejo y ajado ejemplar de la obra de Cortázar, se coloca sus gafas de leer y sin pausas ni introducciones comienza a leer.
―«Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja ―hace una pausa y me mira fijamente, como queriendo decirme: Ahora viene la mejor parte
―. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua». ―Cierra el libro y lo guarda cuidadosamente―. Es sencillamente magistral, no le llego ni a la suela de los zapatos.
―Bueno, hay quien diría que tú también eres un escritor de gran talento, incluso inalcanzable.
―Esos no saben lo que dicen ―asevera sin dudar y da un bocado a una ciruela, que salpica sobre la bandeja―. Existe un Olimpo donde habitan los dioses de la literatura, hijo, verdaderas divinidades de las letras y de su magia. Yo solamente soy un simple mortal que juega con las palabras.
Su humildad, como siempre, roza la exasperación. Así que sonrío y no insisto más, porque podríamos entrar en un bucle de calificativos desmentidos y sé que acabaremos discutiendo. Le gusta desayunar sin la molestia de una conversación forzosa, así que desisto. Es de esas personas que le cuesta arrancar por las mañanas. Decido poner en práctica esa curiosa costumbre familiar de observar a mi alrededor. Todas esas personas sin prisa, intentando desconectar de sus costumbres cotidianas, degustando manjares desproporcionadamente opulentos. Desvío la mirada hacia una ventana próxima y me deleito con el mar. Aun estando envuelto de esa belleza oceánico infinita, no puedo evitar preguntarme por qué no habremos hecho este viaje en avión. En cuestión de un par de días y dos o tres escalas habríamos llegado a nuestro destino. Pero no hubo opción. Mi padre y su poética visión de la vida. Para él un viaje en barco está cargado de un marcado romanticismo clásico, es algo más relajante y de una intimista profundidad. Él disfruta sentándose en la cubierta y observando el mar infinito a su alrededor, sintiendo la brisa que mece sus canosos cabellos y teniendo tiempo suficiente para reflexionar y escribir en su inseparable y destartalado portátil. Esa es la esencia de un viaje en barco para mi padre.
No me gusta criticar sus decisiones, pero a veces le encanta complicar las cosas, simplemente por pura obcecación. Claro que, como es quien manda, tampoco vamos a discutir. Él tiene una serie de cosas muy claras, sabe perfectamente cómo las quiere y de ahí es muy difícil sacarle. En este caso, por ejemplo, ha preferido que todo avance despacito, con calma y sosiego. Le gusta saborear las cosas, de igual forma que hace con la vida misma. Yo, en cambio, soy un amante de la velocidad, de la premura, lo quiero todo lo más rápida y eficientemente posible. Según él soy un calco suyo, pero de su juventud, por desgracia sé que no lo dice como un halago. No se cansa de repetirme que aprendió a relajarse y que yo debería de hacer lo mismo, que así evitaré errores que, de otra forma, me alcanzarán irremediablemente, como ya ha estado sucediéndome. Un arte, el de la paciencia, que yo todavía no he llegado a descubrir.
―Voy a coger una taza de té y me voy a ir a escribir un ratito afuera. Estaré en la parte de popa ―me dice mientras se levanta y se aleja con su fardo al costado, donde carga con su preciada y arcaica herramienta informática de creación, su moderno aunque obsoleto portátil.
Así que aprovecho para hacer lo propio. Primero paso por nuestro camarote suite y me cambio. Es un día soleado y hace buena temperatura, así que cojo mis gafas de sol, me pongo el bañador por si me doy un chapuzón, después cojo mi tablet y, ataviado con una toalla, me dirijo a su encuentro. Tras atravesar un laberinto de pasillos y varias escaleras apropiadamente señalizadas, «piscina», llego por fin a una de las zonas de recreo al aire libre del barco. Oteo el horizonte pero no veo a mi padre. ¿Dónde se habrá metido?
Me acerco a la barandilla mientras esquivo un grupito de niños que corretean atolondrados y escandalosos ante la pasividad de sus padres. Echo un vistazo con atención y justo en una zona mucho más tranquila y privada, un par de niveles más abajo de mi posición, le veo. Se encuentra recostado en una hamaca, dando un sorbo de su bebida y con el portátil encendido. No me canso de observarle en la distancia, es mi ídolo, él y su portátil, siempre en funcionamiento, siempre escribiendo. Es como si no quisiera morir nunca, dejando todos y cada uno de sus pensamientos registrados. Me abruma pensar que ha llegado tan lejos con tan poco. Todo su presente lo construyó con su imaginación, desde un pasado complicado y sin muchas expectativas de triunfo hasta llegar a donde hoy está, tan lejos y tan alto. Decido dejarle en su deseada soledad y me dispongo a trabajar con mi tablet, aunque primero me daré un breve y revitalizante chapuzón.
Antes de extenderme más, debo cumplir con el protocolo y la educación. Me presentaré, me llamo Gabriel, Gabriel Díaz. Me enorgullece poder decir que le debo mi nombre a uno de esos deseos irrefrenables de mi padre, en homenaje al personaje protagonista de su primera novela. Fue casi una imposición, aunque hay que decir que mi madre no ofreció resistencia alguna. A ella, en aquella época, pocas cosas de las que él hiciera le parecían mal, pues era una incondicional y fiel admiradora y lo tenía idolatrado. Mi ocupación es algo más complicado de explicar. Principalmente me dedico a gestionar el patrimonio de mi padre y los derechos de sus obras, hago las veces de representante y ayudante, pero el trabajo que más tiempo me roba y que a la vez más me llena es su blog, el cual goza de bastante éxito en las redes. En sí, no es un simple blog literario, aunque está dedicado a una de las figuras de la literatura más reconocidas de este siglo: mi padre, el ilustre Martín Díaz, escritor de obras maestras y galardonado con decenas de premios, entre los que se incluye un más que merecido Premio Nobel de Literatura, seguido de un premio Cervantes y dos premios Nadal. Aunque él diría que el mayor premio es aquel que se aleja de la crítica, es el de su querido público, cada día más fiel y más amplio. Aun así, a él no le gusta toda esta pompa y adulación. Su humildad es tal que consigue sacarme de quicio.
Yo me dedico a escribir sobre su día a día, sus reflexiones, las anécdotas que me va revelando en nuestros viajes, mis propias impresiones y sobre todo, intento dedicar un tiempo especial a responder las cartas y preguntas de sus fans, las cuales le formulo directamente a él para luego transcribir sus respuestas fielmente. Le agrada mucho esa labor conjunta, porque siente que logra un mayor nexo de unión con sus lectores. Esta labor surgió casi por accidente cuando teniendo yo quince años, comencé a publicar pensamientos, fotografías y anécdotas en las redes sociales. Fue la época en la que empecé a acompañarle en sus conferencias, sus firmas de libros y sus reuniones. De eso hace ya casi treinta. Después, cuando ya tenía diecisiete, también me llevó con él a algunos de sus viajes, lo cual para un chico de mi edad era toda una experiencia. De esa manera, lo que comenzó como una afición de un chico por relatar, como si de un diario se tratase, las aventuras y experiencias junto a su padre, se convirtió en el blog de Martín Díaz.
Visto con perspectiva todo este tiempo juntos se me antoja tan breve como un suspiro, pero ha sido casi media vida. La mitad de una vida que bien podría valer por una entera. ¿Qué niño ha viajado por medio globo, ha conocido grandes ciudades, ha correteado por selvas recónditas o ha conocido a grandes personalidades del arte, la cultura o la política? Han sido tantas vivencias que es casi imposible recordarlas todas, menos mal que las fui escribiendo. Creé un cuaderno de bitácora de lo más extenso y detallado, mi diario personal, aunque acabó siendo más público que ningún otro.
Mi trabajo en las redes siempre tuvo buena repercusión mediática, pero la historia del blog y de mi padre se puso verdaderamente interesante hace aproximadamente un año, cuando sufrió un accidente de tráfico que le sumió en un profundo coma y del que todos temíamos el peor desenlace. El pesar y la incertidumbre nos golpeó y mi vida, por un tiempo, se ennegreció. Fue tratado por los mejores médicos y por fortuna regresó con nosotros. Su retorno fue sorprendente, pues despertó rebosante de energía y sin apenas secuelas, pese a haber pasado casi un año aletargado.
La noticia del regreso entre los vivos del famoso literato Martín Díaz recorrió el globo y todos los medios de comunicación se hicieron eco del feliz desenlace. La verdad es que mucha gente permaneció atenta a su estado. Obviamente a su lado estuvieron sus amigos de siempre, su grupo de artistas y bohemios descarriados, los siempre atentos editores y sobre todo, sus incondicionales lectores. Estos últimos no cesaron de enviar cartas de apoyo, además de los numerosos, o más bien infinitos comentarios en las redes sociales, los cuales intenté contestar en la medida de lo posible como muestra de agradecimiento. He de reconocer que la tarea de escribano me ayudó a sobrellevar todo el pesar que conllevaba ser su único hijo y familiar. Por fortuna, mi madre me acompañó en muchas ocasiones y en las largas jornadas hospitalarias. Gracias a mi labor y al contacto con los lectores logré alcanzar una leve aunque grata evasión de aquella amarga situación, de aquella tensa e inaguantable espera.
Al despertar de su largo sueño aguardé con avidez a que me dijera algo significativo, doce largos meses podrían haber dado para una épica frase, pero no se produjo ese trascendental momento. Pasé de esperar una gran y profunda frase a que me dijera al menos alguna palabra, pero tampoco habló. Permaneció en absoluto mutismo durante días. El silencio se instaló en nuestras vidas, simple y puro silencio. Los doctores nos aseguraron que no había perdido la capacidad del habla, pero el caso es que no dijo ni una sola palabra, solo nos regaló un incómodo y preocupante vacío. Fue un período de lo más angustioso que se prolongó por más de dos semanas.
Durante ese tiempo el resto de sus funciones parecieron no estar afectadas: comía, leía a ratos y realizaba los ejercicios de rehabilitación con el fisio para recuperar la movilidad. Yo, que le conozco muy bien, decidí obsequiarle con una pequeña libretita en la cual, en cuanto pudo sostener la pluma, comenzó a rellenar de garabatos y breves anotaciones. Aquel cuadernillo se convirtió en su tesoro más preciado y no dejaba que nadie se acercase, y mucho menos dejaba que lo leyeran, ni siquiera yo. Al observarlo con curiosidad me evadía levemente de la preocupación por su mudez y me distraía con cierto humor ante su comportamiento para con su preciado cuadernillo. Podía ver cómo, al llegar las enfermeras o las encargadas de la limpieza de las habitaciones, él las seguía con la mirada, casi sin pestañear para asegurarse de que no se acercaban a su cajón. Era como un sagaz y obstinado perro guardián. También era capaz de permanecer horas inmóvil y en silencio, absorto en sus pensamientos cual muñeco de cera, hasta que de repente, como una exhalación, se giraba, abría la mesita, sacaba el blog y escribía rápidamente un par de frases, casi con ansia. Después se calmaba, cesaba el estado de excitación creativa y entonces releía lo escrito, le daba el visto bueno y volvía a dejarlo en su sitio. Daba igual si eran las doce del medio día o las dos de la madrugada. Llegué a deducir que quizás, en todo aquel tiempo que había estado sumido en el coma, su mente había estado creando sin cesar historias, personajes, tal vez universos enteros y que en aquellos momentos plasmaba cada destello que recordaba y que le deslumbraba. Y aunque no estaba desencaminado del todo, no fue exactamente lo que sucedió.
Una mañana de la tercera semana de estancia hospitalaria, recuerdo estar frente a su cama recostado en el cómodo, aunque ya aborrecido sofá. Yo, como siempre, le observaba sin perder detalle entre correos electrónicos, actualizaciones del blog y alguna cabezada involuntaria acompañada del consiguiente sobresalto inesperado. Él comía aquella comida de hospital, sin prisa pero sin pausa, que a nadie parece agradar pero que él degustaba con placer. Entonces se giró, me miró fijamente y tras dibujar una escueta sonrisa, me dijo:
―Gabriel, tengo que contarte algo…
No sé si fue la sorpresa por escuchar su voz, por decir más de dos palabras seguidas después de tanto tiempo, o quizás la forma tan solemne en la que me transmitió su deseo, pero se me encogió el estomago y se me hizo un nudo en la garganta. Tanto fue así que me levanté, fui directo a su lado y le di un fuerte abrazo mientras intentaba contener las lágrimas.
―Papá, me tenías tan preocupado ―le dije intentando sollozar lo menos posible, pues no es que él fuera una persona arisca, pero nunca había sido muy proclive a las muestras de cariño efusivas.
―Tranquilo, Gabriel, estoy bien ―me tranquilizó rodeándome con sus brazos y dándome unas suaves palmadas en la espada―. Pero en serio, tengo que contarte algo. Es algo complicado y no sé si llegarás a comprenderlo, pero es muy, muy importante.
―¿De qué se trata, papá? ―le pregunté mientras me recomponía, sin saber en qué locura estaba a punto de embarcarme.
―Sabes que pese a no estar enamorado de tu madre yo la quise mucho, ¿verdad? ―me introdujo con sutileza. Yo dibujé una expresión de extrañeza. No entendía dónde quería ir a parar con ese tema a esas alturas de nuestras vidas.
―Sí claro, ya me lo dejasteis muy claro cuando era pequeño ―le contesté tranquilizándole. No sabía muy bien por dónde iban los tiros y no quería que se contrariase ahora que había empezado a comunicarse.
Es una historia que, a mi parecer, tampoco tiene mucha trascendencia. Mis padres se conocieron cuando sus cabellos aún conservaban su color original y su vigor. Sus cuerpos aún eran jóvenes y dinámicos y, tras un romance intermitente que se prolongó un par de años, llegué yo. Un hijo inesperado que no consiguió unirles lo suficiente. Esas cosas pasan a menudo, demasiado a menudo. Me criaron por separado, pero siempre desde un entendimiento y mutuo respeto, es algo que debo agradecerles. Ya hay bastantes problemas en la vida de un niño como para añadir el egoísmo de quienes deben de demostrar la mayor de las generosidades. Ambos me quisieron y me cuidaron a su manera y nunca tuve carencias a ese respecto. Mi infancia fue de lo más normal, dentro de lo que se pueda entender como normal en la vida de mi padre, claro.
Desde muy joven me formé una idea muy clara y diáfana de cómo era él. Siempre me pareció una persona increíble, imagino que como cualquier hijo con su padre. Un padre es algo grandioso cuando se es niño, pero cuando comencé a tener uso de razón su persona, su figura, me fue conquistando. Vivía junto a un ser capaz de crear mundos enteros, historias profundas, argumentos únicos y narrar las más bellas, pasionales y épicas historias de amor. Curiosamente era la misma persona que después, lejos de esos mundos imaginarios, lejos del papel impreso, no había sido capaz de entregar su corazón a nadie.
Para mí siempre fue habitual conocerle diversas y muy diferentes compañeras. Siempre tuvo compañía pero nunca amor. Siempre lo normalizó mucho y nunca me supuso un trauma o una complicación en mi desarrollo. Supo separar de forma muy clara la vida familiar de la profesional y estas, a su vez, de su vida íntima, por lo que no me pareció nunca extraño su ir y venir de «amigas» en casa. Y de mi madre solo decir que, además de una madre ejemplar y una exesposa discretamente enamorada de su exmarido, prosiguió su vida cuidándome, dándome ejemplo y jamás interponiéndose en mi relación con mi padre.
Justamente por este motivo me sorprendió mucho más lo que me dijo en aquella habitación de hospital. Cuando tu padre tiene setenta y nueve años y llevas compartiendo con él cientos de viajes y de horas, crees conocer a esa persona, pero entonces te arroja una bomba de profundidad en tu confortable y apacible mundo y tira por tierra todo lo que creías saber de él.
―Gabriel, tengo que encontrarla ―dijo de forma solemne e impertérrito. Tanto, que no supe qué contestar al principio.
Ni si quiera quedaba claro si se refería a una mujer o a una moto, pero lo dijo tan convencido, con una voz tan profunda y temblorosa que por un instante, se produjo de nuevo el silencio en la estancia.
―¿Encontrar? ―pregunté yo extrañado―. ¿A quién? ―Si era alguna de sus amantes, deberíamos de sentarnos largo tiempo, pues la lista podría ser extensa, como la distancia de aquí a la luna.
Entonces pronunció la frase que me dejó sin palabras.
― Al amor de mi vida.―Sus ojos enrojecidos, como no había visto jamás, me transmitieron tanta emoción que me quedé inmóvil.
«Al amor de su vida…». Jamás imaginé que brotase de su boca una frase así. Bueno, sí, pero quizás enmarcada en un contexto concreto, como una lectura de alguna de sus novelas o recitando alguna frase célebre, o incluso en algún comentario jocoso dentro de una conversación distendida sobre la poligamia. Pero no creí que fuera a escuchar jamás tal conjunto de palabras con esa emoción en su mirada. Pensé por un instante en mi madre, pero era algo impensable, jamás la habría considerado el amor de su vida. Una pena, pues me consta que ella sí que profesaba por él sentimientos sinceros e idolatrantes, pero hacía ya muchos años que dejó de proclamarlo, quedándoselo para sus adentros. Por lo tanto no tenía ni idea de quién me hablaba. Incluso llegué a temerme que hubiera quedado alguna secuela del coma que se le había escapado a los médicos, pero tales miedos se disiparon en cuanto me aclaró la cuestión.
―No te entiendo. Explícate, papá.
―A Olivia… Tengo que encontrar a Olivia ―apenas susurró el nombre, parecía más un fantasma en sus labios que el nombre de una mujer.
―¿Quién es Olivia, papá? ―No me sonaba de nada. Intenté hacer un repaso mental a los nombres de mujer que recordaba, de su interminable lista de conquistas, pero no hallé resultado.
―Ella fue… Ella ha sido siempre el amor de mi vida. ― Hizo una breve pausa y, mientras sus ojos se tornaban cristalinos, esbozó de nuevo una sonrisa que arrugó su rostro―. Olivia…
―Nunca me hablaste de ella ―le dije con cierta extrañeza.
―Lo sé ―me contestó agachando la mirada, como preparándose para ser flagelado―. Fue un amor que llegó y que se marchó antes de que tú nacieras, enmarcado en un momento de mi vida que preferí enterrar en el cementerio del olvido. Pero mientras estuve inconsciente, sucedió algo y cueste lo que cueste he de encontrarla, Gabriel. ―Sus ojos brillaban y su voz, aunque algo afectada, desprendía decisión―. Y tú vas a tener que ayudar a tu viejo y loco padre.
Me fue imposible decirle que no. Aunque claro, casi nadie ha sabido decirle que no a Martín Díaz, y los pocos que lo han hecho se encuentran dentro de dos selectos grupos: sus más allegados amigos y sus más profundos enemigos. Por lo que, tras aquella breve conversación, se plantó la semilla de un espontáneo plan que ha resultado florecer en un loco viaje a través de medio mundo en busca de un amor como creo que ha habido pocos.
Por desgracia sé muy poco acerca de ese extraño ente, el amor. Soy, como quien dice, un aprendiz a mis años, pero imagino que un sentimiento que permanece enterrado en lo más profundo de un viejo corazón por tantos años y del que todavía resuenan los ecos de su existencia, ha de ser, sin duda, un amor verdadero. Me costó, y aún me cuesta, asimilar que mi padre sea ese hombre enamorado que por tantos años ha descrito en sus novelas, pero ahora comprendo que, como muchos escritores, su inspiración surgió desde su interior. Durante muchos años ocultó todos aquellos sentimientos con mucha dedicación, entre páginas y páginas, entre decenas de libros y personajes, alejándose poco a poco de ellos y manteniéndolos sepultados de alguna forma.
Desde aquel confuso día todo se ha precipitado con un controlado descontrol hasta el día de hoy, hasta este crucero que atraviesa el mar, siguiendo un rastro difuso, una estela casi imperceptible de un sentimiento que había permanecido dormido por largo tiempo. Estamos a pocas jornadas de llegar a nuestro destino, tras varias semanas de viaje, y aún sigo asimilando todo lo que me ha relatado, más parecido a un cuento que a una historia, más magia que realidad.
Recuerdo perfectamente que el día que todo este loco proyecto comenzó, en mi mente solo albergaba dudas y temores ante la mayor de las incertidumbres a la que había hecho frente jamás:
¿Quién era Olivia? ¿Lograríamos encontrarla? Y sobre todo, ¿el amor verdadero era capaz de resistir al tiempo… a tanto tiempo?
Capítulo 2
El pasado es un cuadro abstracto que parece moverse lentamente. Cuando lo miramos los recuerdos son harto imprecisos y a la vez son capaces de llevarnos a momentos extremadamente puntuales, tanto que incluso nos provocan los mismos sentimientos y sensaciones. Echando la vista atrás recuerdo que desde muy pequeño, mi padre siempre fue una persona muy fuerte, exterior e interiormente, semejante a un bloque de cemento. Los más cercanos a él siempre se preguntaron cómo era capaz de crear algunas de sus obras tan llenas de sentimiento, de sensibilidad, de pasiones y de profundidad, cuando resultaba ser alguien que parecía carecer de todas las características necesarias para albergar tales emociones.
A lo largo de mi vida he conocido a muchos de sus amigos más íntimos. Algunos de ellos eran esos que estaban allí cuando él todavía era solamente él, cuando aún no era el respetado escritor que es hoy; otros eran escritores, de mayor o menor prestigio, y también estaban los músicos, pintores y artistas en general. Llegado un punto concreto de su vida, parece que mi padre se rodeó, voluntaria o involuntariamente, de personas con inquietudes creativas y cuyos sentimientos parecían ser más evidentes o estar más a flor de piel. Siempre pensé que él quería estar cerca de aquellas personas para, tal vez así, lograr empaparse de esas emociones y vibraciones de las que carecía. Llegué a creer que era la cercanía a personas sensibles y expresivas lo que le ayudaba a exteriorizar todo ese conjunto de sentimientos. Seres únicos que desde que el tiempo es tiempo han logrado cambiar el mundo con su peculiar forma de romper las normas preestablecidas. Personajes que irradian locura, que dicen sin pensar lo que sienten, que actuaban por impulsos con tal de lograr hacer lo que les otorgaba la dicha de la felicidad, esas personas que han creado, destruido y vuelto a crear, mirando siempre a través de un cristal distinto la vida y la realidad. Esos nuevos amigos de mi padre eran como uno de esos grupos de intelectuales y artistas del siglo XVIII o XIX. Siempre he creído que así era cómo mi padre lograba empaparse de la impulsividad y el hedonismo que emanaba sin control de todas aquellas personas, como una esponja que necesitaba de ellos para sentir. Pero al descubrir esta nueva faceta suya, esa cara oculta de su sentir, resulta que no podía estar más errado. Él también era un enamorado, pero se ocultó tras capas y capas de tiempo, de hielo y de libros.
Aun así, mi padre siempre tuvo uno o dos amigos más cercanos, esa clase de amigos que estuvieron con él desde su juventud, con los que pasaba más tiempo y a los que llegué a considerar parte de la familia. Sus anécdotas de juventud me hacían desternillarme de la risa: viajes por media Europa en furgoneta, vuelos relámpago de un día, historias absurdas que de tanto contarlas parecían leyendas cómicas en las que todos parecían personajes surrealistas y que desprendían juventud e insensatez. Aunque desde un punto de vista egoísta, me gustaba más cuando se reunían unos cuantos de aquellos espíritus artísticos, esos bohemios de infinita libertad. Cuando el arte entraba por la puerta de nuestra casa yo me volvía exultante. Eran reuniones muy amenas en las que se escuchaban discusiones acaloradas y risas desbordantes a la par: política, amor, sexo y la vida eran los temas que salpicaban los coloquios. Era un ambiente de lo más estimulante e inapropiado para un niño. Aprendí mucho, casi más que mi padre, aunque él siempre me reprochó que me quedase justo con lo que no tendría que haber aprendido.
Ahora resulta que a sus setenta y nueve años ha emergido de lo profundo de su océano personal una faceta que creía solamente posible en la ficción de sus obras. Para mí está siendo un viaje de lo más emocionante, pues estoy con mi padre, el hombre que tanto me ha impresionado y tanto me ha enseñado y a su vez, viajo con un desconocido que está mostrándome sus sentimientos, sus miedos y sus emociones. Todavía no sé muy bien si toda esta locura es a causa de aquel sueño, de aquel coma, pero también me planteo la posibilidad de que solamente sea una mala pasada que le pudiera estar jugando su mente. La edad puede ser muy cruel con los sueños y los recuerdos de una persona. Puede que estar tan próximo al desenlace final de la obra que es su vida, haga que el miedo y los recuerdos se hayan aliado en contra de su testarudez y su coraza emocional. Pero el caso es que sea como fuere, me encanta.
Toda esta nueva vorágine de emociones no significa, en ningún caso, que mi padre haya adoptado una actitud taciturna, como un alma en pena, eso sería excesivo, sobre todo para él. Simplemente está demostrando por fin, con sus expresiones faciales o con algunas de sus conversaciones, una emotividad y una ternura que creo que no había mostrado nunca. Quizás cuando yo era muy pequeño fuera así de tierno debido a los sentimientos propios de la inesperada paternidad, pero