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Llévame contigo
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Libro electrónico409 páginas6 horas

Llévame contigo

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Información de este libro electrónico

Carlos Frías, premiado periodista e hijo de cubanos exiliados, nacido en Estados Unidos, se crió oyendo sobre la tierra natal de sus padres sólo en parábolas. La Cuba de sus padres, la que dejaron atrás hacía cuatro décadas, era etérea. Para él existía solo en sus anécdotas y en la familia que permanecía en Cuba —meros fantasmas del otro lado de la línea de teléfono—.

Hasta que enfermó Castro.

Enviado a Cuba por su periódico cuando el país se empezaba a cerrar a la prensa extranjera en agosto de 2006, Frías se embarcó en la travesía secreta de su vida —doce días en la tierra de sus padres—. Esa experiencia llevó a esta evocativa, espectacular e inolvidable memoria.

Llévame contigo está escrita a través de la mirada única de un cubano-americano de primera generación, contemplando aquel país prohibido de sus ancestros por primera vez. Llévame contigo brinda una mirada fresca de Cuba, despojada de un abierto comentario político, enfocándose en vez en las duras y tangibles vidas de las personas que viven en la Cuba de Castro. Frías toma a la nación isleña de hoy, e intenta reconstruir cómo fue el pasado para sus padres, volviendo sobre sus pasos, buscando sus raíces y descubriendo su historia. El libro genera reacciones duraderas e inesperadas en su familia a ambos lados del Estrecho de Florida —y en el mismo autor—.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 sept 2014
ISBN9780698186101
Llévame contigo
Autor

Carlos Frias

Carlos Frías has been an award-winning journalist for over twenty-five years and the author of the memoir Take Me With You. Today he is the host of South Florida's life and culture show, Sundial, on South Florida's NPR affiliate, WLRN. He currently lives in Miami, Florida.

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    This was an incredible look at life in Cuba through the eyes of an American born Cuban. While the author visits his parents friends, family and local haunts, he recreates his past. Very interesting look at the life in a post revolution Cuba. It is a sad state for the Cubans who have to remain in their home country.

Vista previa del libro

Llévame contigo - Carlos Frias

Cover for Llévame contigo84223.jpg

C. A. PRESS

Published by the Penguin Group

Penguin Group (USA) LLC, 375 Hudson Street,

New York, New York 10014

82731.jpg

USA | Canada | UK | Ireland | Australia | New Zealand | India | South Africa | China

penguin.com

A Penguin Random House Company

Published by C. A. Press, a division of Penguin Group (USA) LLC.

Previously published in an English-language Atria edition.

First C. A. Press Printing, June 2014

Copyright © Carlos Frías, 2014

Translation copyright © Penguin Group (USA) LLC, 2014

Translated by Asdrubal Hernandez

Penguin supports copyright. Copyright fuels creativity, encourages diverse voices, promotes free speech, and creates a vibrant culture. Thank you for buying an authorized edition of this book and for complying with copyright laws by not reproducing, scanning, or distributing any part of it in any form without permission. You are supporting writers and allowing Penguin to continue to publish books for every reader.

C. A. Press and logo are trademarks of Penguin Group (USA) LLC.

C. A. PRESS EDITION ISBN: 978-0-698-18610-1

PUBLISHER’S NOTE

Penguin is committed to publishing works of quality and integrity. In that spirit, we are proud to offer this book to our readers; however the story, the experiences and the words are the author’s alone.

Version_1

Dedicado a mis padres y a todos aquellos con la valentía suficiente para tomar acción.

CONTENIDO

PRÓLOGO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

EPILOGO

SOBRE EL LIBRO

AGRADECIMIENTOS

EL ELENCO

PRÓLOGO

Marco y cuelgo. Marco y cuelgo, hasta que finalmente lo dejo dar timbre. No hay una forma fácil de decirlo, así que al oír su voz simplemente lo suelto:

—¡Papi, me voy a Cuba!

La primera llamada que hago al saber que voy a Cuba es para mi padre.

Su silencio aparece como lo esperaba. No es más que un momento de ecos silentes entre nosotros que resuenan y rebotan a través del vacío que separa a un padre y a un hijo. Para mí, el vacío de lo desconocido. Para él, un espacio traicionero con memorias de lo que fue su vida. Al fondo, a través de su teléfono celular, puedo escuchar claramente el ruido blanco de la bodega mientras reflexiona sobre mis palabras. Es un instante, pero es suficiente para que ambos nos percatemos de lo que esto significa.

Yo sé cómo se siente mi padre con la idea de regresar a Cuba: mientras Fidel Castro esté en el poder, él nunca podrá regresar.

¿Cómo voy a volver? ¿Cómo voy a ir y gastar mi dinero allá? ¿Cómo voy a apoyar un sistema que me botó de mi propio país?

El recuerdo de sus palabras resuena en nuestro silencio como unas lejanas campanas de iglesia.

Yo nunca había cuestionado su manera de pensar, pues coincide con la de la mayoría de los cubanoamericanos de mi generación. Aquellos que nacieron en los Estados Unidos y solo son cubanos por medio de las anécdotas de sus padres, de la idea de que visitar Cuba es como visitar el Cielo o el Infierno. Suponemos que iremos algún día, pero realmente nunca imaginamos hacerlo.

Yo tengo la oportunidad de ir a las Puertas del Cielo. Pero mi padre es mi San Pedro, él está de guardia, como siempre lo ha estado, y yo sé que no puedo ir sin su bendición. Puedo oír sus pensamientos, verlos girando en el aire entre nosotros como si hubiera lanzado un conjuro y me estuviera enviando las imágenes telepáticamente, ponderando mi dignidad, evaluando mi disposición de valorar lo que él sabe.

Es la mañana del 5 de noviembre de 1969, un día después de su cumpleaños cuarenta y dos, está viendo por la ventana de un avión de pasajeros, mirando un mundo borroso lleno de verdes exuberantes y trazos de tierra colorada, mientras las ruedas dejan el suelo y su conexión con su hogar se rompe para siempre. Deja atrás todo lo que conocía, todo lo que lo definía: su infancia en la finca familiar en el lado más al este de la provincia de Oriente, donde creció siendo uno de once niños; su vida como hombre de negocios en la capital, la ciudad de La Habana, donde él y sus cuatro hermanos, los guajiros del país, se hicieron un nombre —Los hermanos Frías de Marianao— como cafetaleros y emprendedores; el tiempo que pasó en la cárcel como preso político por tratar de abandonar una revolución en ciernes; su esclavitud excavando letrinas, quemando caña, en un campo agrícola por dos años para ganar así su libertad, para ganar el derecho a ser llamado gusano y tener que hacer una vida en el exilio, para no ver su país de nuevo.

Todo eso, lo bueno y lo malo, fue su casa; su patria. Las imágenes flotan entre los dos. Por primera vez en treinta y siete años, alguien de su familia le pide permiso para visitar ese lugar, su propio hijo.

—¿Me lo juras? —finalmente dice.

—Sí, papi, te lo juro.

Otra pausa, otra vida de recuerdos pasa sobre nosotros en un instante.

—Entonces... Llévame contigo —dice.

Un punto caliente comienza a crecer y crecer en el centro de mi pecho, primero del tamaño de un alfiler, luego puedo sentir el calor saliendo desde la punta de los dedos de mis manos, de mis pies y de los pelos detrás de mi cuello. San Pedro sonríe, se hace a un lado y hace una señal para darme paso.

Para un muchacho cubano que no es de Cuba, crecer en Miramar y no en Miami, Florida, se siente un poco como vivir en el exilio mismo.

Cuando visitaba a su familia en casa de su abuela Teresa, algo cobraba vida en este hijo único de una forma que no podía articular. Él sentía que era como ir a casa. La visita significaba ver a las tías, tíos y primos, con quienes compartía su historia. Este ritual era una religión, pero era algo mucho más enriquecedor y verdadero para él que las oraciones y reverencias ensayadas en la escuela católica.

Manejar al sur parecía tomar horas. El muchacho solía acostarse en los asientos de cuero blanco del Cadillac vino tinto de su padre, mientras los faroles naranja pasaban sobre su cabeza y alguien leía las noticias en español en alguna estación AM. Cabeceaba, soñando con los juegos que él y sus primos jugarían, y tratando de recordar todas las historias de la escuela que podría compartir con ellos.

Su padre tenía una llave de la casa de la Abuela, él nunca preguntó por qué, lo único que sabía era que cuando la cerradura pasaba y la puerta se abría, el olor a café cubano recién colado, el murmullo del español hablado y las risas de los otros niños eran como Navidad. El niño besaba a todos sus tíos y tías y dejaba que la Abuela lo apretujara en su regazo. Sin embargo, su atención de inmediato se fijaba en la risa de los otros niños, en sus gritos y en las nuevas discusiones que lo impulsaban a escaparse de los brazos de su Abuela para unirse al juego.

Todos sus primos tenían hermanos, pero esto no era un problema para el niño, quien era el más joven de todos ellos. Lo supieran o no, él los adoptó como sus propios hermanos. Fue con ellos, y no en la escuela, donde aprendió a jugar a los juegos de su juventud: escondidos y cuatro esquinas, juegos que los padres atesoran porque les permiten alcanzar un momento de tranquilidad. Los primos podían hablar, jugar, pelear y bromear hasta tarde, hasta que el niño reconocía el sonido del llavero de su padre, como señal de que era hora de volver al exilio.

Pero, incluso en el exilio, el niño encontró un santuario para su cultura. Siempre hablaba en español con sus padres, con su Abuelita Elisa y con su Abuelito Pepe, los vecinos de al lado, quienes cuidaban de él mientras sus padres trabajaban en la joyería que tenían en Carol City. Sus abuelitos cubanos no eran abuelos de sangre, pero ellos ayudaron a criar al niño hasta que se convirtió en un adolescente. Cuando alguien le preguntaba acerca de sus abuelos, ellos eran los que venían a su mente: el alto, rubio de ojos azules, el Gallego Pepe, quien podía arreglar una regadera o hacer una silla y un juego de comedor de una tubería de PVC; y la suave y redonda Elisa, con su rostro amable y por risa un cacareo, quien le daba al niño las más suaves y rítmicas palmadas en la espalda cuando se abrazaban. En la televisión siempre estaba la telenovela o el noticiero de la noche en español. El niño se sentaba entre sus abuelitos con un café cubano aguado, comiendo crujientes galletas cubanas, sintiendo que estaba exactamente donde quería estar.

Cerca de la hora en que sus padres debían estar de vuelta de la joyería, el niño y el Abuelo Pepe se sentaban en el porche mirando el boulevard de cuatro carriles frente a su casa y contaban cuántos Volkswagen Escarabajo pasaban. Cada uno escogía un lado. Casi siempre uno de los carriles tenía indudablemente muchos más escarabajos que el otro. El niño le creía cuando el Abuelo bromeaba con que el fumigador estaba persiguiéndolos.

Cuando las luces del Chevy Nova de sus padres aparecían en la vereda, el niño besaba a su Abuelito, corría a besar a su Abuelita y guardaba la silla plegable donde había estado sentado —un lugar para todo y todo en su lugar, le recordaba siempre su Abuelito.

Luego de un baño rápido, el niño corría al cuarto de sus padres y abrazaba a su papá, recostado en el arco de su brazo. Cada noche, su padre tenía una nueva historia para dormir contada en español. A veces, eran las que el padre de su padre solía contarle, como una sobre tres perros que salvan a su maestro de un león con el que se tropezó en la pradera. (¿Habían leones en Cuba? El niño suspendía su incredulidad). Otras de las historias eran inventadas por su padre en la misma noche. Muchas veces el niño decía, Papi, cuéntame otra vez la del loro que se fue en un largo viaje, y su padre lo miraba totalmente confundido; una vez que la fábula salía de su boca, desaparecía y solamente era guardada en la memoria del niño.

Gran parte del tiempo, mientras estaban acostados en la oscuridad, su padre simplemente hablaba acerca de lo que era crecer en una finca en Cuba con sus diez hermanos. Hubo un momento en que, cuando niños, él y su hermano más joven, Ramón, se escabulleron a las casas de tabaco y se hicieron de un tabaco con un pie de largo. Se sentaron a la sombra de una mata de aguacate y fumaron hasta que se pusieron verdes y con ganas de vomitar. Tiempo después, cuando tenía catorce años, se fue solo a la ciudad con un carro lleno de tomates para venderlos. Le contó que si un pueblo estaba recargado de tomates, se iba en el tren y lo intentaba en otro pueblo; todo esto sin decirles a sus padres. Vendió todos los tomates en un día y permaneció allí el resto de la semana con parientes. El niño permanecía quieto al escuchar a su padre suspirar mientras le contaba cómo lo recibió su madre, con lágrimas en los ojos, cuando abrió la puerta de la pequeña finca la noche en que regresó.

Estas serían las noches que formarían al niño, las historias que él recordaría mejor. Cuando su padre contaba la historia de su vida, desde su crianza en la granja, hasta cómo terminaron los cinco hermanos en La Habana y cómo se convirtieron en los hermanos Frías de Marianao. Esa era la historia favorita de su padre, podía contarla no sólo en las noches, sino también cuando le enseñaba a jugar ajedrez (juego que aprendió en la cárcel). Ellos repasaban las historias cuando recogían toronjas o mangos de los árboles del patio. Su padre revivió su historia durante toda la infancia del niño. Todavía lo hace. Todavía anhela hacerlo.

El niño recordó un día que vio los juegos olímpicos, los cubanos se preparaban para boxear contra los estadounidenses. En esta pelea, él se debatía entre dos oponentes invencibles. Conocía a ambos como los rojos, blancos y azules. El niño era cubano y americano. Y no tenía ninguna respuesta.

—¿A quién le voy, Papi?

—Tú siempre tienes que apoyar a los Estados Unidos. Cuba es nuestra patria, pero este país nos ha dado todo —le dijo su padre. Durante la pelea, escuchó a su padre y a sus tíos hablar de Fidel Castro bajo los epítetos: Fidelijueputa... Fideldesgraciado... y el niño obtuvo su respuesta.

Cuando el niño se convirtió en un joven, contrastó su pasado y vio que su vida y sus experiencias no eran como las de los otros niños y niñas de la Escuela Primaria de Fairway, y tampoco como las de sus primos u otros niños cubanoamericanos que crecieron en el sur. Sus primos, y los otros de su generación, crecieron bajo lo que ellos imaginaron como las luces brillantes de La Pequeña Habana. A veces, sentía que ellos eran más cubanos que él. El joven veía aquellas luces desde la distancia como un niño, y sentía la separación. Como su padre, él también anhelaba.

En la universidad, aprendió sobre literatura, teatro y cultura, sobre la vida en los dormitorios y los conciertos al aire libre. Sin embargo, en las noches, todavía juraba ver las luces de La Pequeña Habana cuando veía el cielo del sur. Allí también había una chica y en ella estaba reflejada su atracción hacia la familia, hacia la cultura, su cultura. Desde cualquier perspectiva, ella era todo lo que es un hogar.

El joven se graduó y dedicó sus años de formación como periodista a viajar al sur como escritor deportivo. Su nueva vida le calzaba y aquella chica de la universidad accedió a ser su esposa. Estos jóvenes hicieron su propia vida lejos de casa, en Atlanta, a pesar de que cuando hablaban sobre visitar a sus familiares en el sur de la Florida, ellos hablaban de ir a la casa. Él anhelaba su cultura.

En los viajes a casa, ellos lo absorbían todo. Un día, estaban en la boda de alguno de sus primos. Al día siguiente, en la fiesta de cumpleaños del hijo de algún primo. O, tal vez, si todo salía bien, todos los primos se reunían para ir a la playa o jugar póker. Él seguía siendo el chiquito, todavía feliz por ser parte de este mundo. La abuela de su esposa le mandaba en su regreso para Atlanta una caja de pastelería cubana, pastelitos de queso y guayaba, su aroma llenaba toda la cabina del avión. Él y su mujer estaban reanimados, y no podían negar la atracción hacia el hogar.

Ese sentimiento tan difuso se cristalizaba en los ojos azul hielo de Elise, su primera hija, quien tomó el nombre de su Abuelita Elisa (en su época, una periodista más allá de su tiempo y la primera escritora que él había conocido). Cuando este joven miró a los ojos de su hija, supo cuál era el futuro para todos ellos. Seis meses más tarde, el joven se encontraba trabajando en las negociaciones para dejar el trabajo de seis años y volver a la casa. El llamado de la familia.

Para este joven, él sigue siendo el niño que reposaba sobre los brazos de su padre, soñando sobre Cuba.

Yo sigo siendo ese niño.


Mi teléfono celular suena justo después de las 10 de la mañana, como yo sabía que pasaría.

Es quién había pensado: la oficina.

Toda la noche, mi esposa y yo habíamos estado pegados a la televisión. Los presentadores leían y releían las noticias que llegaban esa tarde del lunes 1 de agosto de 2006 desde La Habana. Fidel Castro estaba gravemente enfermo, había sido operado y había pasado el control a su hermano, Raúl. Los expertos opinaban sobre el futuro de Cuba mientras esperaban señales del futuro del dictador. Las estaciones de noticias reproducían viejos extractos de Castro, tropezando y cayendo sobre su cara luego de un discurso hace unos años. Los exiliados cubanos y sus hijos llenaron las calles de La Pequeña Habana, alzando banderas cubanas y celebrando como si los Marlins hubiesen ganado otra Serie Mundial. La especulación promovía la especulación. El día se volvió noche. Mi televisión no descansó.

Y ahora, mi teléfono suena. A pesar de ser un periodista deportivo, sé que soy uno de los pocos en el grupo del The Palm Beach Post que habla español fluido, y ellos saben que además soy cubano. Yo sé por qué me llaman de la oficina, naturalmente, ellos quieren que yo escriba algún tipo de reacción en forma de artículo sobre la enfermedad de Castro, quizá bajar a la Calle Ocho y entrevistar a algunos viejos.

—Yo pensé que recibiría una llamada esta mañana —le digo a mi editor mientras manejo al banco, haciendo unas diligencias—. Déjame adivinar, quieres que baje a la Pequeña Habana.

—Queremos enviarte a Cuba —dice.

Silencio. En este momento, de mi parte.

—¿Aló? —dice.

—¿Estás jodiendo?

Mi jefe tiene un buen sentido del humor, pero no está bromeando.

Voy a Cuba.

Tengo que correr a la oficina, cerca de setenta millas al norte de mi casa en Pembroke Pines, para ser informado, equipado y provisto de efectivo suficiente para dos semanas y, junto con un fotógrafo, enviado a Cuba por doce días, me dice. Y salgo hoy. Domino el carro y rompo todos los límites de velocidad de vuelta a casa. Llamo a mi padre y sus palabras hacen eco en mi mente, Llévame contigo... llévame contigo..., mientras llamo a mi esposa para darle la noticia. Reímos, gritamos, la energía de nuestros nervios podía prender la ciudad.

—Este es tu libro —dice Christy, su voz de repente se vuelve solemne.

—Yo lo sé.

Debí de haber sonado como si no estuviese prestando atención.

—No, Lind —ella me llama Lind, diminutivo de lindo—, este... es... tu... libro.

Este es mi libro, digo en voz alta. Mi chica, mi musa, sus instintos nunca fallan.

Ella sabe lo que significa para mí. Para nosotros. Para todos nosotros.

—Estoy demasiado celosa, pero demasiado emocionada por ti. Ojalá pudiera ir contigo... Este es tu libro, Lind.

—Este es mi libro.

CAPÍTULO 1

Hay un temblor, una vibración nerviosa en mi corazón.

Cierro mis ojos en el taxi mientras bajo por la Interestatal 95 camino al Aeropuerto Internacional de Miami. Trato de descansar después de una noche de cambios interminables. Pero este estremecimiento involuntario, este revoltijo en mis entrañas, me sacude a un incómodo estado de alerta. Así que me recuesto y volteo a ver el tráfico pasar, el cielo seguía en la penumbra, el camino iluminado por el rojo de las luces traseras de los autos y el brillo anaranjado de los postes. Casi todas las mañanas la interestatal es un desastre, cuatro carriles que marchan lentamente mientras la gente recorre el camino hacia el centro de Miami. Hoy, pasamos el tráfico —Miami es una ciudad que se levanta tarde— y siento cada vez más como si estuviera sentado en el carro de una montaña rusa mientras el clack, clack, clack es el preámbulo de un camino empinado hacia una caída inevitable. No hay frenos, no hay vuelta atrás, cierro mis ojos y respiro.

¿Cómo lucirá exactamente una celda en una cárcel cubana? Cuando cierro mis ojos, la imagen insiste en formarse. Tengo una caricatura en mi cabeza. Paredes húmedas hechas con grandes bloques de piedra y cubiertas por una capa de moho, como si fuera parte del calabozo de un castillo. En lo alto del muro hay una ventana pequeña, aproximadamente del ancho de un bloque de hormigón, por la cual sólo se puede ver el gris del cielo nublado entre los barrotes oxidados. Adentro estoy yo, sentado en el piso duro y frío, vestido con pantalones kaki y un pulóver carmelita con rayas. Por cuánto tiempo, no se sabe. Hago un esfuerzo para que mis ojos permanezcan abiertos y así controlar mis pensamientos. No tiene sentido. Yo soy periodista y a fin de cuentas un ciudadano americano. El gobierno cubano no querría comenzar un evento internacional —Elián en reversa— reteniendo a un reportero en contra de su voluntad. Me digo esto a mí mismo una y otra vez; no es mucho consuelo. No hay manera de saber cómo voy a ser recibido. Si seré descubierto, o si, después de todo, realmente llegaré a pisar suelo cubano.

Trato de ignorar mi temblor y concentrarme en lo que hago. Caminar hacia la terminal, chequearme en el mostrador, dirigirme hacia las puertas internacionales. Lo hago de nuevo, pero no como hace una semana, lo hago de manera mecánica, tratando de desconectarme de la conversación que mi mente tiene conmigo mismo: tú nunca vas a llegar, no lo hiciste la última vez, tampoco lo harás esta.

En la puerta tengo tiempo de sobra, veo a mi alrededor las filas de sillas azules con los brazos cromados, mientras algunos pasajeros se retuercen para estar lo suficientemente cómodos, cerrar sus ojos y pretender dormir. Intento unirme a ellos, pero la luz, las sillas y el frío, sobre todo el aire frío, me obligan a estar despierto. Examino a los otros pasajeros para mantener mi mente ocupada. Estos viajeros no son los habituales hombres de negocios que madrugan, que se desplazan por medio del transporte aéreo a sus trabajos llevando maletines de cuero y bolsos de computadoras con ruedas. La mayoría son adultos, vestidos de la forma que uno espera ver en las calles de La Pequeña Habana a los refugiados recién llegados. Unos pocos niños van en el vuelo y el cuarto está tan silencioso como una biblioteca. Dos hombres y una mujer que viajan juntos llaman mi atención mientras busco una posición más cómoda.

De soslayo, observo a uno de los hombres, que a mi parecer ronda los cuarenta años. Viste unos pantalones de mezclilla azul oscuro, zapatos deportivos blancos y una playera FUBU metida en el pantalón. Da el aire de un hombre relativamente joven, a pesar de que su rostro aparenta mucha más edad. Unas arrugas cruzan su frente y su piel parece curtida y bronceada. Es rechoncho, con hombros anchos y una barriga redonda que presiona su playera. Viaja con otro hombre que luce menor que él y que viste con unos pantalones Tommy Hilfiger de mezclilla negra con algunas manchas claras, zapatos blancos y una camisa negra. Tiene un brazalete y una cadena de oro con una medalla de la Virgen de la Caridad colgando afuera de la camisa. Esta aparición mariana es la santa patrona de los cubanos, y todavía tiene un monumento en la ciudad de Santiago de Cuba, en la punta más oriental de la isla. Los cubanos en Miami han reproducido en Coral Gables una gruta para ella, cerca del agua. La mujer que viaja con estos hombres viste una blusa beige de corte bajo con unos pantalones negros ajustados. Los brazaletes de oro en su brazo tintinean mientras la mujer traslada artículos de una bolsa plástica blanca a una bolsa de papel grande de Macy’s. Yo sé por qué todos ellos están en este vuelo.

Son cubanos, seguramente inmigrantes recientes, que van a casa a visitar a sus familiares. La terminal está llena de ellos. Yo me pregunto si también tiemblan por dentro. ¿A ellos les importará que lo que están haciendo sea ilegal, que el gobierno de los Estados Unidos pueda caerles encima por tratar de viajar a Cuba a través de otro país? Yo trato de imaginarme en este vuelo a mi primo Jorge, desesperado porque solamente tiene permiso de regresar legalmente una vez cada tres años a ver a su madre, mi tía Sofía. ¿Será eso suficiente? Esa determinación arbitraria de cuánto contacto basta para satisfacer el amor de una madre. Que esta puerta esté llena desde tan temprano demuestra que no.

Una agente avisa en español que nuestro vuelo está abordando. Gruño, al mismo tiempo que me levanto de mi asiento para tomar mis maletas y hacer la cola. A mi alrededor, los demás también recogen sus maletas, algunos de ellos con grandes maletines en los que el contenido pelea contra las paredes de nailon en unos ángulos extraños. Un golpe y un sonido hace que muchos de nosotros volteemos a ver a la mujer que había estado observando: sus bolsas se le han desgarrado dejando caer todo su contenido sobre la alfombra. Un robot de plástico, color cromo; juegos de mesa; un guante de béisbol y muchas camisas para niños dobladas pero todavía en sus ganchos. El hombre con el rostro curtido deja la gran bolsa de Macy’s llena de camisas y jeans y ayuda a la mujer a recoger las cosas. El Vuelo de Caridad no oficial de Miami a la Habana, vía Cancún, México, está embarcando, y mis compañeros de vuelo están cargados de paquetes de asistencia. Dentro del avión empujan, pliegan y fuerzan sus equipajes de mano en los compartimientos superiores.

Mientras acomodo mis pertenencias minuciosamente empacadas, me pregunto si estas me harán sobresalir demasiado. Los otros visitantes, aquellos que vienen cargados con dólares y suministros, son exactamente lo que el gobierno cubano quiere. Pero ¿qué harían ellos conmigo, un periodista extranjero, no registrado, divagando por la isla, especialmente en un momento como éste, con Cuba en alerta máxima luego de que su líder de cuarenta y siete años ha cedido el mando por primera vez? Un pasajero dirigiéndose a su asiento finalmente me fuerza a moverme. Me doy cuenta de que había estado paralizado en el pasillo, perdido otra vez en la conversación que mi mente no podía parar de tener conmigo mismo.

Me acomodo y miro hacia afuera de la ventana, a un sol naciente que proyecta un cálido resplandor entre rojo y naranja. La aeromoza está leyendo las normas de seguridad, primero en español y luego en un inglés bastante acentuado, pero yo le presto poca atención. Como siempre hago al despegar, cierro mis ojos y rezo, mientras retumbamos por la pista. Rezo haber hecho al menos alguna contribución positiva al mundo. Rezo para que mis hijos recuerden que los amo. Rezo hasta que el avión se eleva y mi mente para de imaginarse escenas de choques. También comienzo a rezar para que Dios me deje pisar suelo cubano, pero yo mismo me detengo. El Todopoderoso no toma peticiones, yo sé, porque rezar no me ayudó la última vez que estuve en este mismo vuelo. Un timbre en la cabina anuncia que hemos alcanzado la altitud de vuelo, y me doy cuenta de que el temblor de mi interior ha sido sustituido por una indiferencia maquinal.

No voy a hacerme ilusiones, no de nuevo.

Mientras mi mente trata de reprenderse más y más fuerte, yo no puedo sino escucharla recordando mi última decepción.


Hace menos de una semana, un día después del anuncio de Fidel Castro, yo estaba camino a Cuba, vía Cancún, con otros tres periodistas de The Palm Beach Post.

El mismo día que me dijeron que iba a Cuba, corrí, ida y vuelta, desde Pembroke Pine a Palm Beach para tomar un vuelo a las 4 de la tarde en el Aeropuerto Internacional de Miami, un trayecto de unas ciento cincuenta millas. Mi esposa comenzó a empacar por mí, sabiendo que yo estaba en el límite. Cuando mis padres llamaron, les dije rápidamente qué necesitaba: le pedí a mi padre que escribiera los nombres de las personas que él conocía en Cuba y de las que pudiese tener un teléfono o una dirección. También le pedí que escribiera los nombres y las direcciones de los siete negocios que él y mis tíos habían tenido porque planeaba visitarlos. Y le pedí a mi madre que escribiera el número de su hermana, mi tía Sofía, mi familiar vivo más cercano en Cuba.

Cuando llegué a la casa desde el periódico, dos horas antes de mi vuelo, el Ford Escort azul de mis padres ya estaba parqueado al frente. Mi casa es una pequeña propiedad estilo hacienda color amarillo pálido y con un frente de ladrillo. El aroma a café cubano llenaba el aire, y mis padres, sentados en el sofá, comenzaron a pararse cuando yo pasaba la puerta. Pero tan apresurado estaba para terminar de empacar que ni llegué a hacer contacto visual con ellos.

—¿Me escribieron la información que les pedí? —grité desde el cuarto.

—La tenemos aquí, Papo —respondió mi madre.

No había mucho tiempo para profundizar en ese momento. Tiré la ropa que creí que podría necesitar en mi equipaje. Yo sé que la gente va a Cuba sin nada suntuoso, por lo que empaqué esencialmente playeras, shorts y un par de pulóveres. Rodé hacía la sala con mis maletas para encontrarme a mis padres y a mi esposa de pie, uno al lado del otro. Por primera vez me permití sentir el latido de mi corazón, latía mientras nos mirábamos con una sonrisa de complicidad.

Mi padre y mi madre me entregaron tres trozos de papel. En uno, mi padre me escribió unas instrucciones: pregunta por la vieja novia de Felipe, Alina, que vive cerca de la plaza en Marianao, donde estaban los tres negocios más importantes. Pídele que te lleve a ver a nuestro primo Mario, a mi amigo Miguel y a Rosita, que solía trabajar para nosotros.

—¿La vieja novia de Felipe? Papi, ¿estás seguro?

Ella es como de la familia, dijo, y ella conoce todos los nombres y sitios viejos. No había tiempo para discutir, tampoco para dejar salir las inseguridades. Mientras abrazaba a mi madre, pude sentir su rigidez mientras trataba de aguantar sus lágrimas.

—No te preocupes, Mami, yo me puedo cuidar.

Ella asintió sin decir una palabra, luego tragó fuerte. Me dijo que ya había llamado a mi primo Jorge, quien casualmente estaba en Cuba visitando a su madre, mi tía Sofía. Ya le había dicho que yo era su responsabilidad. Puedo estar seguro de que mi madre no descansará hasta mi regreso.

—Iris, suficiente, él sabe cómo cuidarse —le dijo mi padre en un esfuerzo por bajar la tensión. Nos abrazamos fuerte, nos dimos un beso en la mejilla y nos dimos un apretón de manos. Mientras tomaba mi mano me miró.

—Coño, Papo, vas a visitar mi Patria —dijo.

La mirada en sus ojos fue la misma que el día que me vio partiendo para la universidad, como si él supiese algo que yo no sabía, que mi vida estaba a punto de cambiar de una forma que yo todavía no podía comprender.

—Yo te traigo una botella de ron, viejo.

Me volteé hacía Christy y la abracé por un segundo, como si estuviésemos sólo los dos en el cuarto.

Esa tarde, aterricé en Cancún con otro grupo de reporteros y fotógrafos de mi periódico, compré un billete para La Habana y pasé la noche en el hotel esperando mi vuelo en la mañana. Desde el cuarto, resolví cómo hacer llamadas de larga distancia a Cuba para hablar con mi tía Sofía. Ella sonaba exactamente como la recordaba: su tono de voz alto y un poco estridente, como un instrumento sonoro un poco fuera de tono. Por su entonación, puedo decir que estaba sonriendo.

—Tu mamá ya llamó para acá y está muy nerviosa. Pero yo le dije que no se preocupara. Nosotros te vamos a cuidar —dijo, y la abracé con mi voz.

—Estoy loco por verte, tía. Mañana estaremos mucho más cerca.

En la mañana llegó la noticia de que en Cuba habían cerrado las puertas a los periodistas que llegaban al país. Un grupo de nuestros reporteros fue detenido la noche antes de ser enviados de regreso junto con otros reporteros de otras organizaciones. Nunca los vimos. Nuestros jefes decidieron que dos de nosotros debíamos seguir y los otros dos volver al Sur de la Florida; entre esos últimos estaba yo.

Llamé a mi tía Sofía para darle la noticia.

—Dios sabe por qué hace las cosas —me dijo. Yo no estoy totalmente seguro de que esos sean los planes de Dios.

Al poco tiempo, estábamos de vuelta en el aeropuerto de Cancún, mis colegas yendo hacia La Habana y yo a Miami. Podía haber jurado que vi la silueta de una isla a la distancia, mientras el avión sobrevolaba el Caribe. Puede que no haya sido Cuba, pero no importaba. Presioné mi mano sobre la ventana y descansé mi frente contra el vidrio, preguntándome si eso sería lo más cerca que alguna vez iba a llegar a estar.


Tres timbres me liberan de las garras de mi mente y me traen de vuelta a la cabina, donde la hora y media de vuelo está casi concluida, mientras el avión se aproxima a suelo mexicano. Dentro de poco estaremos aterrizando en Cancún.

Al seguir las instrucciones hacia inmigración, hago un giro equivocado en la terminal y escucho a alguien que me dice:

—Oye, mi sangre, mi hermano, es por acá.

Volteo y veo al hombre con la cara curtida sonriendo y señalándome el camino correcto. Evidentemente, él y sus acompañantes habían hecho este viaje antes. Los sigo a través del aeropuerto hacia la venta de boletos, donde compro mi segundo billete en una semana, con destino a La Habana. Luego pago la visa de $25 dólares en efectivo no reembolsables que van al gobierno cubano.

Mientras espero el vuelo, tengo aproximadamente dos horas que me dan tiempo para pensar en todos los posibles escenarios que pueden armarse. Pero apenas me puedo concentrar, puesto que la correa para guardar el dinero que tengo atada

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