Finisterre
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Sigilosos guías conducen a caravanas de viajeros hacia las fronteras de Vladik: un vasto territorio asolado por guerras remotas y sembrado de minas antipersona.
En su recorrido por las ruinas del país, los caminantes se valen de mapas tan pequeños como la palma de la mano mientras sortean decapitadores, bestias transgénicas, tecnócratas del absurdo, cavernas hechas prisiones, murallas derruidas e interminables fosos.
Finisterre es un no-lugar, el límite de toda fuga, una fábula delirante en clave de humor negro sobre el destino trágico de este siglo, del anterior y del siguiente.
Libro raro y difícil de encasillar, mezcla de falsa novela histórica y falso ensayo, Finisterre escarba en la llaga de los discursos totalitarios, el absurdo de muchas ideologías, las distopías hechas presente y el horror de las migraciones forzadas.
* * *
Jesús Miguel Soto nació en Caracas, Venezuela, en la década de los ochenta del siglo pasado. Ha publicado las novelas Finisterre, La máscara de cuero y Boeuf, así como el libro de relatos Perdidos en Frog. En 2017, en el marco del evento Bogotá39, fue seleccionado por el HayFestival como uno de los 39 escritores latinoamericanos de ficción más destacados con menos de 40 años.
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Finisterre - Jesús Miguel Soto
FINISTERRE
Jesús Miguel Soto
Finisterre
© 2024 Jesús Miguel Soto
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La portada de este libro fue realizada a partir de una fotografía de Jon Pauling/Pixabay obtenida bajo Licencia CC0 Content.
ISBN de la edición impresa: 978-1-915922-66-3
Para Isabel Vetencourt, mi faro de viaje.
FINISTERRE
_______________________________________
PRÓLOGOS
LA NOVELA EN SÍ
LA NOVELA EN NO
EPÍLOGOS
I
PRÓLOGOS
__________________________
UNO
El guía amaneció enfermo. Llevaba días menguando, desenvolviéndose con progresiva lentitud. Los del grupo no lo notaron; conocían poco a ese guía e ignoraban cuál era su verdadera velocidad. Ensimismados en replicar sus movimientos, no en cuestionarlos, habían interpretado que sus pausadas vacilaciones en el terreno eran una puesta en escena propia de su estilo.
A primera hora de la mañana del tercer día de ruta, el guía salió a gatas de su bolsa de dormir, tembloroso, empapado de fiebre. Sin recoger ninguna pieza de su equipaje y sin dirigir a nadie su mirada, dio veintitrés pasos y se desplomó de bruces sobre la tierra seca, en un claro libre de matorrales. Alguien del grupo tuvo que haber contado los pasos, tenían certeza de la cantidad y guardaron el dato con el deseo de que más adelante pudiera significar algo. Mientras el guía avanzaba hacia su caída, los del grupo empaquetaban su porción de campamento, producían los últimos bostezos, se tronaban las articulaciones entumecidas y se aseguraban de que sus pertenencias más preciadas no hubiesen sido robadas durante la noche.
La médico del grupo inspeccionó el cuerpo tendido; tuvo la imprudencia de correr hasta él, sin cuidar donde pisaba. Después de voltear el cuerpo sin peso, estuvo un rato examinándole la mirada, escuchándole el pecho, escarbándole la cabellera. Los demás la alcanzaron en cautelosa fila india, calcando los veintitrés pasos que había dado el guía.
Nada hay que hacer. Intervenir en su agonía será prolongarla
, les gritó la médico. En fraseos de ese tipo consistía su sabiduría.
Todos le creyeron, menos Zoran; solo él sabía que ella no era médico. A su vez, ella era la única que sabía que él no era domador. Habían coincidido en otro grupo más grande del que fueron expulsados cuando descubrieron que ella no era mecánica, ni él costurero. Cada uno se había marchado por su lado y meses después volvieron a toparse cuando el grupo del guía enfermo estaba por partir. Se sumaron a la caravana simulando no reconocerse, sin poder evitar lanzarse torvas miradas que los demás interpretaban como feroces invitaciones al placer. Si la falsa médico tomaba la iniciativa de desenmascarar a Zoran, la contraofensiva de este parecería ante los demás un ardid sin más sustento que la mera venganza. Si en cambio era él quien daba el primer golpe, tendría la ventaja de la sorpresa general. Cuando todos aceptaron su diagnóstico sobre el estado del guía ella fue legitimada como médico; entonces ya era tarde para que Zoran se manifestara. Así que también fingió resignación, como el resto.
El tarotista, la tabernera, el sacerdote y la botánica también mentían, pero su secreto les pertenecía solo a ellos. Cada uno había engañado al dueño de los mapas, un titiritero caído en desgracia, para que los admitiera en la caravana confiando en la probable utilidad de las habilidades ofrecidas: un domador para mantener a raya a las bestias, una médico para proveer suturas y brebajes, un sacerdote para espantar los malos augurios, un tarotista para descifrar las transformaciones del futuro en cada bifurcación del camino, una botánica para evitar envenenamientos con las yerbas y bayas que les servían de sustento. La tabernera se había ofrecido como futura compañera del titiritero, juntos montarían una taberna con espectáculos circenses todas las noches y jarras de espumosa cerveza deslizándose sin cesar sobre un largo mesón de roble pulido.
Los del grupo desempeñaban su ficción sin gestos hiperbólicos. La médico fingió una última toma del pulso que ratificara su diagnóstico de no intervención. Zoran fingió examinar el perímetro de la escena por si se aproximaba un jaguar. El sacerdote tardó más en reaccionar y, no de inmediato, fue a postrarse a la vera del cuerpo que aún parecía respirar; allí murmuró breves rezos en alguna lengua muerta y luego se apartó para fumarse uno de sus atados de tabaco que nunca convidaba a nadie.
Ningún miembro del grupo había pretendido ser sepulturero, así que dejaron al guía allí tendido, sin ni siquiera cubrirle el rostro con un pedazo de tela.
Entre el sacerdote y la médico despojaron al guía de una linterna, un cinturón de cuero, una brújula, una navaja sin filo. Con su mano sana, el titiritero rebuscó en la bolsa de dormir del guía, revolvió con autoridad y tomó lo que le pertenecía en calidad de líder de la expedición. Los pliegos de los mapas se los encajó en el pantalón por encima del revólver. En la entrepierna se embutió el pesado talego de monedas de coltán que le habían dado al guía a cambio de sus servicios.
No hay devolución de dineros. Buscaremos otro guía en el camino y con esto le pagaremos, así que seguimos como habíamos pactado
, les dijo a todos mientras se tocaba el bulto metálico que le pesaba en la entrepierna y que el sacerdote y la tabernera miraban con una lascivia mal disimulada.
El guía llevaba consigo tres mapas de papel. Extendidos, el más grande medía siete metros de largo y el más pequeño cabía en la palma de una mano. Ninguno del grupo sabía interpretarlos, ni siquiera el titiritero, así que de momento era irrelevante la veracidad cartográfica de los mismos. El guía enfermo y caído era de los que se apañaban con pocos pliegos. Durante el breve trayecto previo a su desplome, el guía miró los mapas sólo dos veces: cuando la mano dislocada del titiritero se los entregó junto con el talego de monedas de coltán, y cuando recién habían saltado la valla que separaba el poblado de donde habían partido de la tierra abierta y tendida, toda horizontes, todos caminos, toda fatalidad.
Dado que ya no era apto para responder sobre sus métodos, suponemos que el guía había memorizado todo el contenido de los mapas con únicamente esas dos miradas; o quizá no los consultó más porque los sabía inútiles y no quiso revelar el fiasco al grupo para no imponerles más preocupaciones de las que les esperaban en el camino. Los guías, en su proverbial silencio, también están allí para proveer consuelo y alivio a las penurias de quienes los contratan.
Hasta el momento en que se desplomó, ninguno del grupo había compartido en voz alta sus inquietudes sobre si ese guía de andar demorado era un verdadero guía que sabía leer los mapas, reconocer el terrero y llevarlos a buen puerto. Más que una confianza ilusa, tenían ellos una confianza irreflexiva, como la que depositamos comúnmente en artefactos como el lenguaje o los relojes: no se trata de una fe ciega, sino de un uso práctico basado en la conciencia de que son funcionales, pero haciendo la vista gorda al hecho de que en cualquier momento pueden fallar.
Para todos los del grupo, menos para el tarotista y la tabernera, este no era el primer viaje que emprendían. Sabían que tampoco sería el definitivo que los sacaría de Vladik. A lo sumo esperaban no pisar una mina activa, no ser devorados por jaguares o no sucumbir ante cualquier otra calamidad propia de este tipo de viajes. También sabían que:
- Vladik no se construyó en un día (información irrelevante pero que una vez que se sabe no puede dejar de saberse y de repetirse),
- de Vladik no se sale en un solo viaje (proverbio verídico que un golpe de dados en la ruta podía abolir),
- a la larga todos los caminos se adentran en Vladik (verdad geométrica cuyo enunciado entrañaba la esperanza de topar con la excepción).
Toda esa sapiencia de pocas palabras (mini sapiencia) les ayudaba a los viajantes a sobrellevar el camino; no había un equipaje más portátil y resistente a la furia de los elementos que esas frases de sentidos ambiguos, reconfortantes por el solo hecho de ser compartidas.
Ni siquiera los novatos, como el tarotista, que habían agotado todos sus recursos para pagar un guía, esperaban que este viaje los sacara de Vladik. Se daban por satisfechos si lograban llegar a un nuevo poblado desde el cuál emprender otra travesía. Esta, como cualquier otra caravana, era una batalla más dentro de una guerra; tendrían que llevar a cabo muchos viajes, tratando de salir más o menos ilesos de la mayoría, hasta que en algún momento ocurriera la batalla-caravana final: el desenlace.
Zoran era distinto. Aunque ya llevaba tiempo recorriendo Vladik para abandonarlo, siempre creía que el próximo guía sería el definitivo que lo llevaría al otro lado de las fronteras vládikas. Y a pesar de las recientes expediciones fallidas, la experiencia no le había diluido la porfía con que sostenía su credo.
Tiene que haber una forma de ganar una guerra con una única batalla. Se puede, ¿verdad?
, le preguntó Zoran, años atrás, a la guía de su primer viaje, una mujer muy vieja, de piernas y pisadas poderosas. La anciana se rio de su pregunta (de su contenido y de su entusiasmo), no con una risa burlona, sino con la sonrisa melancólica de quien añora una época cercana a la inocencia en la que formulábamos interrogantes confiando en que tenían respuesta.
El guía caído y despojado de varias de sus pertenencias les había parecido correcto en todo punto salvo porque cayó enfermo. Allí les falló, pero ya no había modo de reclamarle. Cada miembro del grupo había previsto diversas posibilidades al inicio del viaje: violencia, deserciones, estupros, marramucias… pero no habían imaginado que el guía se les quedaría tendido a mitad de camino. Las previsiones suelen quedarse cortas; por eso hay quienes prefieren no imaginar y solo avanzar, adaptándose al ritmo de los sucesos y dejándose sorprender incluso por los eventos más anodinos.
Es un decir, claro está, que el guía se desplomó justo a mitad de camino; si ello fuera una certeza, sabrían cuánto del mapa habían recorrido o cuánto les faltaba para llegar a un nuevo punto. Ninguno del grupo tenía manera de saber si estaban más cerca o más lejos de alguna frontera de Vladik. Era posible que incluso se hubiesen acercado al centro de Vladik en vez de haberse desplazado hacia sus fronteras: una circunstancia nada anómala, pues es común que haya que efectuar múltiples rodeos y retrocesos antes de empalmar con posibles rutas de salida.
La única certeza con la que contaban era que el guía había dado veintitrés pasos antes de derrumbarse. Una certeza ambigua que no sabían cómo interpretar: ¿era esa la mejor manera de ir recorriendo los trechos?, ¿era la peor forma, y los llevaría a un desplome colectivo?, ¿faltaban veintitrés horas, veintitrés días veintitrés meses para salir de Vladik?, ¿o el número nada significaba? El tarotista explicó sin énfasis que la cifra era de mal agüero, recomendó no pronunciarla más y alejarse del cuerpo del guía tan pronto como pudieran. El sacerdote lo refutó apoyándose en unas supuestas escrituras en las que se contaban en veintitrés millones los azulejos de un palacio sagrado, dijo que los pasos del guía significaban que estaban cerca del camino que conduce al paraíso. Zoran pensó que llegar al paraíso era sinónimo de estar muerto, pero se abstuvo de comentarlo porque consideraba que su posición en el grupo era la más débil y lo mejor era hacerse el invisible la mayor cantidad de tiempo que pudiera.
DOS
No es posible salir de Vladik sin un guía que ayude a esquivar los caminos minados. La ubicación de las minas antipersona se detalla en los mapas, el principal pertrecho de los guías. Hay mapas confiables para salir ileso de Vladik. Por tanto, también hay mapas que no son de fiar. Basta que un mapa tenga un desliz en un trazo (cuando son en papel) o un mínimo error de código de programación (cuando consisten en algoritmos alojados en dispositivos electrónicos) para que se torne letal, pese a que en su hechura o reproducción hayan privado los buenos propósitos y el conocimiento verídico de la ubicación, calidad y estado de las minas reseñadas. Es incorrecto hablar de mapas medianamente confiables, la precisión es fundamental y no admite matices o aproximaciones.
Hay expertos capaces de garantizar la autenticidad de un mapa impreso o de su código mediante un programa informático. Sin embargo, un asunto es la autenticidad y otro es una errata de origen. Un mapa puede ser un original o un facsímil certificado y tener un error garrafal de origen que escapa a la experticia del ojo más especializado. Entre los expertos en autentificar mapas los hay bastante confiables y poco confiables. En este punto es admisible la distinción de matices; ha ocurrido muchas veces que un experto no confiable acierte, por mero azar, en la autentificación de un mapa. También, hay expertos reputados a los que el azar (una mancha de grasa o sangre en el papel, un jugueteo de sombras en la recámara de examinación o el primer asomo de una incipiente catarata en el cristalino ocular) les ha jugado una mala pasada y han certificado como bueno un mapa malo, o a la inversa. Si a pesar de todas las pruebas de rigor un experto tiene dudas sobre la autenticidad de un mapa, debería abstenerse de emitir un juicio. En todo caso, no conviene presionarlos ni amenazarlos; el resultado podría ser una validación inconsecuente por parte del experto para salir con vida del atolladero. Pese a que un experto haya sido muy recomendado y goce de buena reputación, no hay manera de reconocer su auténtico calibre. Algunos exhiben dotes de histrionismo capaz de obnubilar cualquier juicio; otros son más bien retraídos y de maneras torpes. Existen expertos dedicados a validar expertos, y también hay expertos especializados en validar la experticia de estos últimos. Lo mínimo que se puede esperar de un experto es que sea capaz de descartar un mapa que él mismo no usaría para salir de Vladik;