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El silencio de los dioses
El silencio de los dioses
El silencio de los dioses
Libro electrónico235 páginas3 horas

El silencio de los dioses

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El silencio de los dioses es un estruendoso eco que resuena entre el ingenuo y bullicioso barullo de sinsentidos del racional y secular pensamiento moderno. Desdeñando las peyorativas visiones del mito como mera fábula, de la locura como simple enfermedad mental y del poder político como producto de una racional renuncia a la satisfacción de los egoístas apetitos humanos, Ayala Blanco afirma, en cambio, el poder del mito como presencia real, de la locura como posesión divina y del ejercicio del poder como despliegue de fuerza y de capacidad. Con un admirable manejo de las mitologías hindú y griega, del pensamiento clásico, de autores más contemporáneos no infectados por la soberbia autoreferencialidad moderna (Nietzsche, Colli, Calasso) y de los principales teóricos de la física cuántica (Schrödinger, Heisenberg, Bohr), el autor demuestra contundentemente que el pensamiento científico desembocó, aunque por una vía muy distinta, en la misma conclusión plasmada en los Vedas desde hace miles de años: el carácter ilusorio de todo conocimiento humano de la realidad.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento24 sept 2024
ISBN9786078895854
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    El silencio de los dioses - Luis Alberto Ayala Blanco

    EL MITO COMO EXPRESIÓN DE LO IRREPRESENTABLE

    El mito guarda la esencia en la apariencia, el fenómeno mítico no es una representación, sino una verdadera presencia.

    Maurice Merleau-Ponty

    El origen

    Desde tiempos inmemoriales el hombre se arrastra por el mundo tratando de sobrellevar su miseria. Dicho de otro modo: la vida es la miseria. Pero este es un juicio todavía impreciso. La miseria no es la vida, sino el hombre. El hombre es la miseria de sí mismo. No del todo. El hombre es un residuo al igual que el mundo: migajas que reflejan el devastador destello del principio increado del cual emana toda creación. La miseria entra en escena cuando el hombre olvida su condición de residuo, en el momento en que se asume como principio soberano. La miseria, entonces, es el hombre referido a sí mismo. Y con dicha torsión –olvido– intenta trascender su estatuto residual, que, por cierto, confunde con la eclosión de su ruina. Lo que en principio es una variación del origen, se convierte en miseria al no reconocer su vínculo con lo otro. En este sentido, el hombre es precario e insignificante.

    El mito es la apuesta para escapar de la miseria, el recuerdo de que la muerte juega el papel de posibilidad de lo otro, la forma en que la fuente de todas las cosas se hace presente velándose. El velo somos nosotros como presencia de la divinidad, principio metafísico, otredad, lo irrepresentable o como se le quiera llamar. Para los hindúes el mundo es una serie de velos que cubren el rostro de la divinidad. El velo se llama māyā, cuyo significado es engaño, pero también alude a medida, forma. El engaño es el reino de las formas: la creación. No obstante, sin māyā la divinidad se perdería en la indiferencia de sí misma. La creación es el juego que la divinidad pone en marcha con el único fin de pasar el tiempo. De hecho, el tiempo emerge de este gesto primordial. Lo otro decide engañarse a sí mismo para tener con quién jugar. Todo se concentra en un simple gesto que eclipsa al aburrimiento. Ahora bien, el gesto que posibilita la póiesis es la muerte, el sacrificio. Hemos olvidado que la vida es un juego mortal: en pocas palabras, es imposible trascender nuestra condición de entes en estado perenne de putrefacción. Recordemos que para vivir es menester alimentarnos de cadáveres. Pero no hay que escandalizarse, sin esa condición no habría juego, y lo único que no podemos dejar de hacer es jugar. Esta es la gran enseñanza del mito: nadie se salva, ni siquiera los dioses. «El sacrificio es la culpa, la única culpa» (Calasso, 1989, p. 137). El juego sacrificial es anterior a todo, condición de cualquier posibilidad. Todos mueren, incluso los dioses. Lo único eterno es el instante fuera del tiempo donde el juego se activa.

    El devenir se presenta en infinidad de formas, va tejiendo, imperceptiblemente, una tela interminable de correspondencias llamada mundo. El mundo es la tela urdida con el material residual producido una vez que el principio de todas las cosas decidió asesinarse, desmembrarse. Prajāpati desea, y en ese momento comienza el principio del fin. «La creación es el cuerpo de la primera víctima. En la creación la divinidad se amputa una parte de sí misma, abandonándola. A partir de entonces sólo podrá observar su extremidad amputada en las manos de la necesidad» (Calasso, 1989, p. 138). Aunque existe otro rostro de la necesidad: el deseo, punto de fuga de cualquier consideración. ¿Por qué deseó la divinidad? Contestar esta pregunta es tanto como pensar que se puede explicar lo inexplicable. Para los griegos Ananké es el principio supremo, la obedecen incluso los propios dioses. La necesidad como deseo es el motor que hace girar la rueda del acontecer, permitiendo que la sobreabundancia divina se relacione consigo misma mediante el sacrificio. El deseo es anterior a māyā, aunque también es posterior a māyā, porque es la indeterminación determinante del abigarrado juego del aparecer. Sin la creación no tiene caso el deseo; pero sin el deseo no se puede realizar la creación. En cuanto el juego comienza, el mito se planta soberano. El mito es el principio ulterior al origen que da cuenta precisamente del origen. Con él entramos de lleno al reino de las correspondencias, de los vínculos de la divinidad consigo misma como un otro.

    El silencio

    Todo lo real se disuelve en el sueño. El contorno de las cosas va difuminándose para dar paso a una danza inaudita de formas seductoras, indefinidas, arrojándonos a un vértigo implacable que desemboca en el reconocimiento de algo desconocido, incomprensible, pero sin el cual no tendríamos ni la más remota idea de qué es lo extraordinario. Cuando dios sueña lo indiferenciado comienza a adquirir forma y lo real emerge. La pérdida de la noción de la realidad es necesaria si queremos vislumbrar el principio del cual provenimos. Que nosotros soñemos implica que ya somos el sueño de algo o de alguien más. Lo divino necesita de sus sueños para poder conocerse. Aquello que es increado e indeterminado se objetiva en una ilusión, se impone una medida (māyā) con el único fin de darle forma a su esencia más íntima: el exceso. Entonces, la creación es un pretexto para llevar a cabo una obviedad divina: la anagnórisis. Pero si realmente quiere realizarla, antes debe aceptar la verdad de sus propios sueños, saber que sin sus sueños no hay reconocimiento alguno. Los hombres han extraído de esta necesidad divina el pretexto para declararse autónomos, olvidando así que al hacerlo pierden la otra parte del símbolo que les permitiría salir del yugo de la dependencia, es decir, del yugo de sí mismos. Una forma de ejemplificar el carácter ilusorio del ego es con el ciclo: vigilia-sueño-sueño profundo, con «la sílaba sagrada AUM. Aquí el sonido A representa la conciencia despierta, U la conciencia del sueño, M el sueño profundo. El silencio que rodea la sílaba es lo desconocido: se le llama simplemente El Cuarto. La sílaba en sí misma es Dios como creador-protector-destructor, pero el silencio es el Dios eterno, completamente fuera de las aperturas y los cierres del ciclo» (Campbell, 1997, pp. 242-243). Los mitos son máscaras que dios –o el silencio– se pone para llevar a cabo su juego eterno. La aventura del héroe, que radica en destrozar su ego para saber finalmente que él es una de las múltiples máscaras de dios, es al mismo tiempo la aventura de dios, es decir, saber que él es las infinitas máscaras que se pone.

    La conciencia de que somos hasta que perdemos nuestra identidad en lo indecible, permite que lo divino se reconozca en nosotros y nosotros en él. La mitología es el acceso al origen donde los egos se pierden en la inmensidad del desierto divino: el silencio. El paso de lo indiferenciado a lo indiferenciado a través de la manifestación –del sueño divino que es el mundo– está cubierto por el silencio. El mundo es el intento que realiza la divinidad para expresar todo lo que ella es. No obstante, cada vez que profiere una palabra, lo único que logra es ocultarse. Por eso la creación es múltiple, ya que no puede expresarse lo inexpresable. Este es el gran aprendizaje de la divinidad: saber que para conocerse debe convertirse en otro porque su identidad es el silencio. Un viejo proverbio árabe reza así: «Si lo que vas a decir no es más hermoso que el silencio… cállate». Lo más hermoso es lo perfecto, y lo único perfecto es la muerte. El silencio es un círculo que dibuja el trazo donde fin y principio se identifican, dándose en este círculo la aventura toda del hombre. Saber que nuestro fin es reabsorbernos en el silencio, es saber que somos las palabras que la divinidad consideró más hermosas que ella misma. Dios sabe que no existe nada más hermoso que el silencio, pero también sabe que sin las palabras el silencio perdería su belleza, así como la muerte perdería su identidad sin la vida.

    El mito (palabra) es el eco sordo del silencio en su intento por expresar lo inexpresable. El hombre efectúa el gesto (sacrificio) de la muerte para obtener más vida. Más allá de la vida está la muerte. Más allá de la palabra está el silencio. Más allá de las máscaras está dios. Pero también más acá de la muerte está la vida. Más acá del silencio está la palabra. Más acá de dios están sus máscaras. Sólo queda el deseo. Prajāpati deseando en el más absoluto silencio, y este, implacable, nos arroja a un estado de conciencia que reposa en la certidumbre de que todo es una expresión de lo irrepresentable.

    Lo irrepresentable

    Descubrir que somos representaciones de algo que al expresarse pierde todo su poder; intuir que somos vana ilusión de una inmediatez degradada, disminuida en la objetivación de sí misma, como espuria medida, como un ser con pretensiones de adquirir eso que de antemano posee, pero que a partir de su incapacidad para experimentarlo lo separa de sí como un engaño, más que provocar angustia, debería generar una especie de irónica lucidez y catarsis inexorable. Mejor purificarnos de la basca existencial con el simple recuerdo de que en el origen está otra cosa y no nuestra patética condición de seres efímeros, enanos con ínfulas de gigantes.

    Esa otra cosa es la fuente inagotable de imágenes e ideas que conforman el mundo. Saber qué es el mundo implica perderse en el hontanar de los simulacros. Pensar que podemos aprisionar lo concreto, lo objetivo, lo real, no es sino una ilusión más que proyecta el propio mundo como expresión de lo incognoscible. Ahora bien, lo incognoscible se presenta velándose, se desencubre encubriéndose en lo ente, para decirlo con las palabras de Heidegger. Entonces lo otro sí puede conocerse, mas siempre de manera diferida, como lo es todo tipo de conocimiento. El material del que está hecho el mundo, así como el método para conocerlo, es una y la misma cosa: el simulacro. Y no tiene caso considerarlo como una simple reproducción de lo otro. En realidad lo otro se hace presente como apariencia, como fenómeno. Desde esta perspectiva, el simulacro es la imagen que suena en el silencio de lo incognoscible. Lo que aparece no es una copia o una reproducción de lo inexpresable, es su expresión. No hay una duplicación de fenómenos, hay, más bien, un contacto entre alteridades: contacto en tanto diferencia expresiva de lo Mismo1 como alteridad: alteridad que evoca algo distinto a ella en la afirmación de sí misma. Dicho de otra forma: «el contacto es la indicación de una nada representativa, de un intersticio metafísico, pero es una cierta nada, puesto que lo que no es, su entorno representativo, le da una determinación expresiva» (Colli, 1996, p. 67-70). Por eso el simulacro es la materia del mundo, pues se afirma en el abismo silente de la inmediatez. No existe nada más allá de él excepto su origen: el silencio.

    Fenómeno, apariencia, simulacro, representación, todo remite al mito. El mito es lo otro de lo otro, la imagen proyectada por lo divino en su infinito intento por conocerse. Sin embargo, no se limita a ser un simple reflejo, por el contrario, se afirma como actualización de lo real, aunque ni siquiera posea la certeza de su propia existencia; más bien, es la certeza de esa existencia sin dejar de ser una ilusión.

    Esta es la gran antinomia de todo intento cognoscitivo: el simulacro alude siempre a otra cosa, lo irrepresentable, y lo único que podemos hacer es sujetar su sombra. Así, el mito se afirma en el simulacro como si fuera la sombra emitida por aquello que nunca será en sí mismo. Parafraseando a Colli, podemos decir que el mundo como representación es un dato, mientras que el mundo como expresión de otra cosa es una hipótesis justificada por el carácter efímero de toda representación, y atestiguada por la inminencia diferida de la memoria. Toda percepción es percepción de algo ausente, recuerdo de lo irrepresentable. Lo concreto se pierde en el resplandor mnémico, se manifiesta como una abstracción hecha de representaciones, de tal forma que el recuerdo es la condición que muestra la ilusión de todo lo real, sin dejar de afirmar la veracidad de toda ilusión. Por eso «el conocimiento es memoria solamente, nunca verdadera inmediatez» (Colli, 1996, pp. 63,79).

    Según Parménides, Alētheia es una diosa que abarca en su seno a lo inefable. Incluso la verdad es una expresión, nunca el origen de lo expresado. La diferencia con la dōxa estriba en el carácter intuitivo del acercamiento a la inmediatez. La opinión es discursiva. La verdad es noética. Pero ambas siguen siendo expresiones de lo irrepresentable. Lo que nos permite comprender cómo la pretendida supremacía de la ciencia es un juego más de los simulacros. El mito, por el contrario, es el juego de los simulacros. En todo caso, la ciencia es una construcción heurística. Por lo tanto, «las vulgares divisiones del universo en sujeto y objeto, mundo interior y mundo exterior, cuerpo y alma, no sirven ya más que para suscitar equívocos. De modo que en la ciencia el objeto de la investigación no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza sometida a la interrogación de los hombres. […] El punto de partida de la ciencia natural exacta es sin duda la asunción de que en todo nuevo sector de la experiencia se dará en último término la posibilidad de entender a la naturaleza; pero con ello no queda determinado de antemano el significado que habrá que dar al término entender, ni se presupone que el conocimiento de la naturaleza fijado en las fórmulas matemáticas de épocas anteriores, por muy definitivo que sea, haya de poder aplicarse siempre. De ahí precisamente resulta que es imposible fundamentar exclusivamente en el conocimiento científico las opiniones o creencias que determinan la actitud general ante la vida. […] El método científico consistente en abstraer, explicar y ordenar, ha adquirido conciencia de las limitaciones que le impone el hecho de que la incidencia del método modifica su objeto y lo transforma, hasta el punto de que el método no puede distinguirse del objeto. La imagen del Universo propia de la ciencia natural no es pues ya la que corresponde a una ciencia cuyo objeto es la naturaleza…» (Heisenberg, 1993, pp. 16-25).

    La ciencia, en tanto sistema, es una representación dentro de la representación, crea ficciones funcionales demostradas deductivamente a partir de ciertos supuestos que se dan por válidos al interior del carácter arbitrario de toda sistematización.2 En el mito, en cambio, el sistema es un residuo proveniente de la expresión de lo inefable. Esto no quiere decir que la razón y la ciencia no sean reales, claro que son reales, siempre y cuando tengamos en cuenta que lo real, o la realidad, es una representación y por lo mismo una ilusión. Pero también deja ver no el carácter ficticio de la ciencia o del mito, sino la realidad de ambos dentro del círculo que Alētheia expresa.

    Mito y logos

    En un principio el logos se limitaba a ser un instrumento para acercarse al objeto de estudio de la dialéctica: el enigma. Aunque poco a poco, inesperadamente, fue apoderándose del ámbito de validez del conocimiento como si fuera el único. Este paso se dio gracias a la institución de la palabra escrita, que acabó por anquilosar el carácter agonístico e inasible de la dialéctica. Lo que al inicio era un simple recurso mnemotécnico, terminó por identificarse con el saber, cuando solamente estaba destinado a señalarlo. No por nada Colli expresa su asombro al constatar el equívoco que la razón continúa arrastrando hasta nuestros días: «La razón pertenece naturalmente al hombre, es evidente, se presenta como su manifestación, o mejor es manifestación de algo por medio de él. Pero haberla colocado en la cima del interés, haber adulado y exagerado desmesuradamente su capacidad, falseando la perspectiva óptica, haber creado la ilusión de que con su ayuda podían abrirse cofres preciosos y revelarse misterios embriagantes, este es un hecho incidental, episódico, aberrante. Y sin embargo todavía no nos hemos sacudido de encima este acontecimiento» (Colli, 1996, p. 205). Todavía en la Grecia clásica mito y logos respondían a lo mismo: nombrar lo irrepresentable mediante enigmas. Se

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