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La abeja milenaria
La abeja milenaria
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Libro electrónico637 páginas9 horas

La abeja milenaria

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Información de este libro electrónico

No sin acierto destacaba el profesor Ján Števček, en su Historia de la novela eslovaca, el espíritu carnavalesco –en el sentido dado al carnaval por Mijaíl Bajtín, esto es, como un fenómeno propio de la cultura popular festiva, que, a través de la risa liberadora, subvierte los valores morales establecidos y coloca en primer término las funciones fisiológicas: comida, bebida, evacuación, sexo…– que vertebra La abeja milenaria (1979) de Peter Jaroš, una fantástica saga familiar, ambientada en la región eslovaca de Liptov, al pie de los montes Tatras, en los Cárpatos occidentales, cuya acción arranca en las postrimerías del siglo XIX y abarca tres generaciones de campesinos, jornaleros y albañiles itinerantes, los Pichanda, que, en su errático éxodo laboral y personal por entre las difusas fronteras de la Europa Central, comparten venturas y desventuras con cuadrillas de amigos y convecinos. Todo, hasta la abrupta cesura que supone el estallido de la Gran Guerra, la desintegración del Imperio austrohúngaro y la consiguiente creación del Estado checoslovaco, ansiado desenlace para sus protagonistas. Considerada uno de los principales hitos de la moderna literatura eslovaca, Claudio Magris la refiere en su Danubio como un ejemplo paradigmático de aquella teoría que entiende la historia de los mal llamados «pueblos sin historia» como esencialmente la de su clase trabajadora. Múltiples veces traducida, en 1983 fue adaptada al cine en un exitoso y multipremiado largometraje de título homónimo, dirigido por Juraj Jakubisko y con guion del propio Jaroš, cuyo cartel utilizamos de imagen de cubiertas para esta edición, primera en español y última de nuestra trayectoria editorial, a la que damos cierre haciendo nuestras las palabras de Samo Pichanda:
«¡Somos como abejas! ¡Abejas milenarias, trabajadoras!».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2024
ISBN9788412725728
La abeja milenaria
Autor

Peter Jaroš

Peter Jaroš (1940) es uno de los autores eslovacos modernos más prolíficos y versátiles. Formó parte de la «generación de los sesenta», que rechazó la rigidez de la ortodoxia estética a favor de la «literatura de la vida cotidiana». Estudió ruso y eslovaco en la Universidad Comenius de Bratislava (1957-1962), para luego trabajar como periodista y colaborador en la radio eslovaca. A comienzos de los sesenta, empezó a publicar sus primeras obras, manifiestamente experimentales, debutando en 1963 con la novela breve Una tarde en la terraza, a la que siguieron Hazme un mar (1964) y la más extensa El espanto (1965). Vinieron después La balanza (1966) o Peregrinaje a la quietud (1967), en las que los críticos reconocieron la influencia formal del Nouveau roman francés. Inició la década de los setenta con el éxito del relato humorístico Pacho, el bandido de Hybe (del que se hizo una conocida versión cinematográfica en 1975), que puede considerarse un antecedente directo de su gran novela, La abeja milenaria (1979). Desde 1972 compaginó su faceta como narrador con su desempeño como guionista en la compañía estatal de Cinematografía Eslovaca. Durante 1992-1994 fue miembro del Parlamento eslovaco. Ninguno de sus títulos, a excepción del presente, ha sido traducido y publicado en España.

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    Vista previa del libro

    La abeja milenaria - Peter Jaroš

    Créditos

    Título original: Tisícročná včela (1979)

    Para la presente edición se ha seguido la última edición eslovaca, personalmente revisada por el autor y publicada en 2014 por Agentúra SIGNUM s.r.o.

    Autor: Peter Jaroš

    Traductor: Alejandro Hermida de Blas

    Colección: Thompson&Thompson (TT15-00028-A)

    Primera edición en Ginger Ape Books&Films: junio de 2024

    De la obra: Copyright © Peter Jaroš, 1979

    De la ilustración de cubierta: © Herederos de Albín Brunovský / Lita, 2023

    De la traducción, notas y epílogo: © Alejandro Hermida de Blas, 2024

    De la presente edición: © Ginger Ape Books&Films, S.L., 2024

    © Copyright

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

    eISBN: 978-84-127257-2-8

    Ginger Ape Books&Films, S. L.

    www.gingerapebooks.com · www.facebook.com/gingerapebooks

    Nota de los editores

    Ante la dificultad para cotejar la traducción con su original, se procede a publicar la versión final del texto entregada por el traductor. La intervención de los editores se limita a cuestiones meramente ortotipográficas.

    Nota sobre la pronunciación de los nombres eslovacos

    En la traducción hemos conservado las formas originales de los nombres propios de persona y lugar. Con el fin de facilitar su lectura, ofrecemos algunas indicaciones.

    Las reglas de pronunciación del eslovaco son bastante sencillas, debido a la regularísima ortografía de esta lengua.

    El acento tónico va siempre en la primera sílaba de la palabra. La tilde no señala el acento tónico, sino la longitud de la vocal (aproximadamente el doble que una vocal normal).

    Las vocales se pronuncian como en español, salvo la distinción entre vocales breves (sin tilde) y largas (con tilde). La «y» es vocal y se pronuncia igual que la «i». Por ejemplo, Bíro Tolký se pronuncia [Bíiro Tólkii].

    Las consonantes se pronuncian de la siguiente manera:

    —«c» equivale a «ts». Cyprich se pronuncia [Tsíprij].

    —«č» equivale a la «ch» española. Dudač se pronuncia [Dúdach]

    —«ch» equivale a la «j» española. Pichanda se pronuncia [Píjanda].

    —«h» equivale a una aspiración más suave que la «j» española.

    —«ľ» equivale a la «l» castellana (frente a «l», más parecida a la «l» catalana). Kráľova Lehota se pronuncia [Kráalova Léhota].

    —«ň» equivale a la «ñ» española. Kriváň se pronuncia [Krívaañ].

    —«š» equivale a la «sh» inglesa o a la «ch» francesa. Jaroš se pronuncia [Iárosh].

    —«ž» equivale a la «j» francesa o a la «ll» en español rioplatense. Ružena (Rosa) se pronuncia [Rúyena].

    —«j» equivale a la semivocal española «y» en Rey. Juraj (Jorge) se pronuncia [Iúrai].

    —«r» puede cumplir función de vocal. Štrba se pronuncia [Sht(é)r-ba].

    —Delante de las vocales «e», «i», las consonantes «d», «t», «n», «l» suelen pronunciarse «blandas» o palatalizadas: [dy], [ty], [ñ], [l] castellana. Por ejemplo, Štefan se pronuncia [Shtyéfan], Domanec se pronuncia [Dómañets], etc.

    En la novela hay personajes con nombre checo, húngaro o alemán. El checo se pronuncia casi igual al eslovaco; la principal diferencia es la consonante «ř», que se pronuncia como «r» y «ž» simultáneamente: Křenek se pronuncia aproximadamente [Kryének]. En los nombres húngaros, «gy» equivale a una «d» blanda o palatalizada —Gyula se pronuncia [Dyúla]—, «sz» equivale a la «s» española, «cs» equivale a la «ch» española, «ny» equivale a la «ñ» española.

    Los apellidos en eslovaco cambian según el género de quien los lleva. El apellido femenino se forma generalmente añadiendo al masculino el sufijo -ová. Así, del apellido masculino Dudač se forma el femenino Dudačová; de Pichanda, Pichandová, etc.

    En eslovaco son tan frecuentes como en español los hipocorísticos (formas familiares, abreviadas o diminutivas de los nombres de persona): así, de Ján se forma Jano o Janko; de Kristína, Kristínka; de Ondrej (Andrés), Ondro; de František (Francisco, en húngaro Ferenc), Fero; de Pavol (en húngaro Pál), Paľo.

    El traductor

    La abeja milenaria

    Capítulo primero

    1/

    Era sábado, así que se levantaron más temprano, ya a las dos y media. Martin Pichanda sacó bruscamente los pies de la cama y despertó a su mujer.

    —¿Por qué armas barullo? —lo increpó Ružena.

    —¡Calla, querida, duerme! —la regañó él, alargó la mano hacia ella, tocó levemente su hombro desnudo y se levantó. La cama crujió, la mujer se removió en los edredones y bostezó. Martin se vistió de memoria, salió del cuarto, abrió la puerta y se paró de pie en el porche. Le pareció que, al pie de la ventana de su hija Kristína, se había movido fugazmente una sombra. Se quedó escuchando, pero como no oyó nada salvo el gruñido bajo y amistoso del perro, miró al cielo. Estaba claro, las estrellas ya habían empalidecido. El radiante sol de julio asomaba por detrás del horizonte. Los alrededores se iluminaban poco a poco, pero la casa aún estaba en penumbra. Entró en la habitación de sus hijos y zarandeó a los dos por los hombros. Gruñeron, sorbieron, maullaron. Les costaba despertarse, abrían sin ganas los ojos legañosos.

    —¡Ya dormiréis mañana, jóvenes!

    Cuando por fin se levantaron, dieron pasos soñolientos en la penumbra de la casa, buscaban lentamente las prendas, chocaban uno con otro, se estorbaban, maldecían, soltaban insultos por lo bajo y una o dos veces se miraron con dureza, como si fuesen a liarse a golpes. Después, en el zaguán, bebieron agua en ayunas y, cuando salieron al portal, al fin se sonrieron el uno al otro. El padre, mientras tanto, ya había uncido las vaquillas al carro, había puesto en este la mochila con la comida, la sierra, la palanca, las hachas, y esperaba con el látigo recostado contra el yugo. Samo y Valent subieron de un salto al carro, el padre hizo restallar sonoramente la fusta, y las vaquillas se pusieron en marcha. Las ruedas, herradas con aros de hierro, acallaron el piar de las aves. Alto, por encima de las cabezas, las casas y los árboles, se había encendido la aurora.

    Estuvieron todo el día cortando madera.

    Primero, claro está, serraron y talaron los árboles ya elegidos hacía tiempo. Orientaban su caída de modo que quedaran lo más cerca posible del carro. Con las hachas recortaban las ramas. La corteza no la pelaban, pero los troncos largos y delgados los cortaban en pedazos de cuatro metros y, con ayuda de las manos, las hachas y la palanca, los ponían sobre el carro. Con las ramitas hicieron un montón a poca distancia; habría que venir a buscarlas aparte. Daban vueltas, se acuclillaban, se doblaban, se estiraban, talaban, serraban, apilaban, y cuando hacia las ocho se sentaron a desayunar, exhalaban vapor y esparcían a distancia un saludable olor a sudor de hombre. Hasta ese momento habían estado tan absortos en el trabajo y tan conjuntados en él que no habían dicho casi palabra.

    —Cada vez nos queda menos trabajo —dijo por fin Martin Pichanda—. No tenéis por qué estar tan hoscos y crispados.

    —¡Pues sí! —asintió Samo.

    —¡Cierto! —dijo Valent de mala gana.

    Los hermanos se miraron, luego al padre, y de pronto todos sonrieron apenas perceptiblemente. Y a continuación cada uno de ellos miró a algún punto a sus pies, abajo, a la aldea, donde el sol intenso disipaba los últimos jirones de niebla. Acabaron de comer en silencio, tomaron leche fermentada y de nuevo agarraron las hachas y se pusieron a trabajar.

    Alrededor del mediodía estaba el carro lleno de madera, así que sin comer uncieron las vaquillas al yugo, pusieron buenos frenos a las ruedas y empezaron a bajar por un vallecito hacia el Váh. En el vado, metidos en el agua hasta las rodillas, las vaquillas sedientas se pararon y bebieron con avidez, hasta que sus vientres se ensancharon y quedaron colgando.

    —¡Arre! —dijo Valent, el que guiaba.

    —¡Vamos ya, vamos! —dijo el viejo Pichanda para alentar a las vacas.

    Las vaquillas se alzaron, afianzaron las patas en la gravilla del fondo del río, dieron un par de pasos en el sitio, pero el carro no se movió.

    —¡Voto a Dios! ¡Empujad, no vayamos a encallar! —gritó el viejo Pichanda, y acto seguido apoyó el hombro contra el costado del carro. A su lado empujaba Samo y en las ruedas delanteras se esforzaba Valent. No pegaban a las vaquillas, no les daban con el mango del látigo hasta romperlo, no les daban patadas en los flancos, solo les gritaban afablemente los tres, las alentaban, las animaban con palabras a tirar, y pronto el carro cargado estuvo en la otra orilla. Vaciaron el agua de los zapatos, escurrieron los pantalones, palmotearon a las vaquillas en el lomo, les tiraron de las orejas, les acariciaron la cabeza y ya estaban de nuevo en marcha.

    —¡Me voy a parar un poco! —dijo Valent.

    —¿Para qué?

    —¡Voy a pescar una trucha!

    —¡No faltaba más! ¿¡Y que te atrape el guardabosques!?

    —No tengas miedo, padre, tendré cuidado.

    —¡Pero no estés mucho tiempo! —consintió Pichanda, y miró a su alrededor inquisitivamente—. ¡Vamos! —dijo haciendo un gesto a Samo, y las vaquillas se pusieron en marcha de nuevo. En el carro sonaron chasquidos, la madera crujió, la carreta, subiendo un ligero repecho, se puso a hablar con voz chillona. Tras media hora de marcha monótona y frecuentes paradas, cuando ya se encontraron arriba, en Hlinisky, empezaron a bajar más rápido, a avanzar más ágilmente. Si no hubiesen refrenado y contenido a las vacas, que ya estaban a punto de ponerse a dar botes, incluso habrían podido volcar con la carga. Se metieron entre los primeros pajares y casas del pueblo. Las ocas y los patos salieron corriendo delante de ellos. En la espesura junto al arroyo, los gorriones primero callaron y después se dispersaron hacia todos los lados. Entre las varas de las mimbreras asomaron unas cuantas cabezas de niño, y enseguida se oyeron dos o tres gritos iguales:

    —¡La geografía se quema! La geografía está ardiendo…

    El viejo Martin Pichanda dio un respingo, se volvió bruscamente hacia la maleza y a punto estuvo de alcanzar el palo más cercano y echarse a correr en la dirección de la que procedían las voces. Pero allí, en los matorrales, solo oscilaban bruscamente las ramas, sonaba chillona la risa, se difundía amortiguadamente una excitada conversación infantil, hasta que al fin la maleza se lo tragó todo. Pichanda sonrió, meneó la cabeza asombrado y luego hizo chasquear alegremente los dedos. Samo se volvió a mirar interrogativamente a su padre. Cuando vio su disposición bonachona, sonrió él también. Se miraron el uno al otro y se pusieron alegremente en marcha tras la carreta.

    Al patio entraron con gran alboroto. Gritaban, ululaban, silbaban. Y antes de que desuncieran las vaquillas, las dos mujeres salieron corriendo de casa. La madre, Ružena, llevaba cuidadosamente en la mano una botellita de aguardiente y unos vasos. La chica, Kristína, daba pasitos descalza con una olla panzuda de leche fermentada bien batida. Justamente entonces apareció también Valent. Sonreía enigmáticamente y se sacó subrepticiamente de la camisa tres hermosas truchas.

    —¡Huy! —se le escapó un suspiro a la madre.

    —¡Pillo! —sonrió el padre.

    —Qué le voy a hacer —habló Valent—. Metí la mano en el agua para refrescarme y las truchas se me metieron solas entre los dedos. Hasta intenté ahuyentarlas, echarlas de nuevo al agua, pero no hacían más que volver a mí. Si no me las hubiera llevado, puede que me hubieran seguido hasta aquí saltando con sus colas…

    —¡Tú, tú, tú! —amenazó a Valent la madre.

    Kristína se echó a reír con el relato de su hermano con tanta energía que inclinó la olla y salpicó un poco de leche. La madre la miró severamente, pero la chica siguió riéndose amortiguadamente.

    —¡Pero, mujeres, convidadnos! —habló Pichanda el padre—. Estamos hambrientos, estamos sedientos, y vosotras dos estáis aquí de pie como postes. ¡También habrá que asar las truchas! ¡Y ya! ¡Cortar tocino!

    La madre sirvió aguardiente en los vasitos y Kristína sació la sed de los hombres con la leche fermentada. Cuando ofreció la olla a su padre, este se inclinó hacia ella y le susurró al oído con severidad:

    —¿A quién dejabas salir por tu ventana esta madrugada?

    —¿Quién, padre, yo? —Kristína se ruborizó.

    —No se te ocurra tener un descuido, ¡antes te caso ya! —le dio el padre un empellón y luego enseguida empinó la olla de leche y bebió a largos tragos. Cuando volvió a mirar a su hija, vio que estaba avergonzada y apartaba desconcertada la mirada—. ¡Bueno, nada! —dijo conciliadoramente y le dio la olla a su hija—. Ofrece a los demás…

    Cuando se refrescaron, empezaron a descargar. Colocaban la olorosa madera contra la valla, la acariciaban y le daban palmaditas como a un perro cariñoso, la mimaban como a una espiga llena. Y cuando la hubieron descargado, sacaron de nuevo las sierras y las hachas. Samo y Valent trajeron borriquetas, encajaron el primer tronco entre sus patas y empezaron a serrar la madera para hacer leños. El padre trajo del granero cuñas de madera y un mazo. Puso los dos primeros leños cruzados entre sí, dio con el hacha al primero. Se abrió, dejó ver tímidamente su interior. El padre introdujo en la grieta una cuña de madera, la golpeó con el mazo y entonces el leño se quejó en voz alta. Se partió. Poco después se dividió en dos mitades, lisas y sin astillas. Solo ahora Martin Pichanda se inclinó abruptamente sobre las dos mitades del leño partido y empezó a palparlas y examinarlas apresuradamente.

    —¡Venid a ver esto!

    Se acercaron al padre, se inclinaron sobre los leños.

    —Es verdad, ¡ese nudo se parece a un pez! —dijo Samo con asombro.

    —No es más que esa trucha pequeña que no quise traerme —intentó bromear Valent—. Ya lo veis, vino saltando detrás de mí y se escondió en un leño…

    Los tres palpaban el pez nudoso dentro del leño, pero no era un pez de carne y hueso, resbaladizo y móvil, con ojos, cola y aletas, sino solamente un pez de madera, aunque parecido a uno real hasta el punto de no distinguirse.

    —¡Una madera dentro de la madera! —dijo Samo.

    —El arbolito enfermó, estaba empezando a ahuecarse… ¡Si lo hubiésemos cortado un par de años más tarde, habríamos encontrado un hueco en él y, dentro del hueco, un estanque lleno de peces! —dijo Valent.

    —¡No paras de decir disparates! —se carcajeó Samo, y dio bonachonamente un empellón a su hermano—. ¡Padre, hay que poner a estudiar a este charlatán nuestro, hay que mandarlo a buenas escuelas, que allí se vuelva un poco sensato!

    —A fe mía, dices bien —se rio Valent—. ¡Iré ya este otoño! ¿Qué dices tú, padre?

    —Haremos como habíamos acordado. No me gusta cambiar mi palabra. ¡Cuando acabes el bachillerato irás! ¡Y ahora vamos a comer! Desde la mañana lo he digerido todo. Venid también vosotros, chicos, por la tarde acabaremos.

    —Enseguida, en cuanto acabemos de serrar este tronco —asintió Samo.

    Y mientras los jóvenes serraban el tronco en leños, entró Martin Pichanda en la cocina. Olía en su interior a sopa de guisantes y a pescado. Se lavó las manos, se las secó bien y se sentó a la mesa. La mujer puso ante él un plato lleno de sopa de guisantes y una rebanada de pan tierno. Apretó el pan con los dedos, lo olfateó y sonrió satisfecho. Cogió la cuchara, empezó a comer. Le gustó.

    —El pescado sírvetelo tú mismo —le dijo su mujer—, y los chicos que se sirvan también. Nosotras dos, Kristína y yo, habíamos prometido ir a casa de los Gunár. Los ayudaremos a rastrillar al otro lado de Hôrka. Los pescados están en el horno, la leche está en la despensa, y también podéis serviros aguardiente, lo encontraréis debajo de la escalera del desván, pero no os lo bebáis todo, hay que dejar algo para mañana, porque ¿qué pasaría si salierais a segar?, tendría otra vez que comprar aguardiente, y ya me da vergüenza molestar a Gersch, porque ni siquiera sé si me dará a crédito…

    —¡Bueno, bueno! —refunfuñó Martin mientras comía—. ¡Pero vete ya!

    —Y si tuvierais hambre —lo interrumpió Ružena—, cortaos tocino, pero tampoco os comáis todo el pan, porque aún falta mucho para que acabe la semana…

    —¡Pero si es sábado, tarabilla! —la interrumpió Martin.

    —Qué sábado ni sábado, no voy a hornear hasta finales de la semana que viene, para que lo sepas. Y la madera serradla toda, hacedla leña y colocadla de modo que no estorbe en el patio cuando se traiga el heno. Kristína y yo no volveremos hasta la noche, así que dad de comer a los animales, a los cerditos…

    —¡Vete ya! —dio una voz Martin Pichanda, y entonces se atragantó, así que se puso a toser violentamente.

    —Te está bien empleado, vejestorio. ¡Así te ahogues!

    La crispada Ružena se dio la vuelta y salió de la cocina. Martin estuvo un rato más tosiendo, con ojos desorbitados, secándose las lágrimas, pero al poco tiempo controló la tos y acabó de comer la sopa. Se acercó al horno y con la mano se puso en el plato una trucha asada, la que parecía más pequeña. Volvió a la mesa, agarró el tenedor y el cuchillo y se dispuso a abrir en dos la trucha para poder sacarle la raspa más fácilmente y quitarle las otras espinas. Con el tenedor en la izquierda, pinchó un poco la trucha y entonces se asustó del todo. La trucha en el plato se había movido. Apartó a toda prisa el tenedor y miró atónito el pescado. No pudo resistirse y un momento después volvió a tocar la trucha. Pero esta vez el pescado dio un respingo tan brusco que voló del plato a la mesa y de la mesa se escurrió al suelo. Allí, lejos del plato de Pichanda, se quedó tirado inmóvil.

    —¡Un pez con cosquillas! —exclamó con asombro Pichanda.

    Luego miró alrededor con aire culpable, se agachó, levantó el pescado, se lo metió en el bolsillo y salió de la cocina muy alterado. En la escalera se encontró con sus hijos. Les dijo qué tenían para comer y dónde estaba la comida, y se acercó furtivamente al perro. Lo llamó para que viniera, lo acarició. El perro acercaba el morro al bolsillo donde olía el pescado. Pichanda metió la mano con cuidado, sacó la trucha y se la metió de una vez al perro en las fauces abiertas. Cuando el perro ya mordía el pescado, a Pichanda le pareció que acababa de sentir en la mano su último y brevísimo movimiento. Volvió a la cocina y, al ver a Samo y Valent comiendo con apetito el pescado, chupando cada espina varias veces, se tranquilizó de pronto. ¿Podría ser que todo lo de antes se lo hubiera imaginado? ¿Podría ser que ya le estuvieran fallando los sentidos?

    —¿Está rico? —preguntó.

    Los dos hijos asintieron con fervor y musitaron afirmativamente.

    —¡Por la noche hay baile! —dijo Valent después de tragar el bocado.

    —¿A ti también te hormiguean los pies? No hace nada que aún se te caían los mocos y de repente…

    Samo, el mayor, no pudo aguantar la risa. Se reía y farfullaba algo al mismo tiempo que masticaba el pescado. Su carne blanca y tierna, blandita, blandísima incluso, la molía y machacaba con la lengua, la trituraba con el paladar, la hacía pedazos con los dientes y volvía a machacarla con las encías, y cuando al fin, entre risas y conversación, se decidió a tragarla, de pronto abrió mucho la boca. Los rasgos de la cara, finos, traviesos, relajados por la risa, se petrificaron, apareció el espanto en los ojos, y el cuerpo entero se encogió de miedo y perplejidad en la silla. Al joven se le escapó un gemido de la laringe.

    —¿Qué pasa? —se acercó corriendo Valent, lo agarró bruscamente y lo zarandeó por los hombros.

    —Una espina en la garganta, una espina… —tartamudeó Samo.

    Empezó a tener arcadas, una especie de fuerza interior le tensaba el pecho y el vientre contra su voluntad, de la boca le empezó a caer baba. Valent se la limpiaba con un pañuelo.

    —Aguanta, solo aguanta —se acercó de un salto al hijo también Pichanda y le ofreció una miga de pan dura que agarró de la mesa—. Toma, come esto, puede que empuje la espina al estómago…

    Samo masticó con dificultad y cuidado, tragó la miga y solamente después, con lágrimas en los ojos, hizo un gesto negativo con la cabeza.

    —¡Sacadlo al aire! —ordenó el padre, y agarró a Samo por debajo de los brazos, llevándolo a rastras afuera, ante la casa, a la escalera iluminada por el sol—. ¡Abre la boca, ábrela bien! —ordenó en voz alta.

    Samo abrió ampliamente la boca, soltando ayes y quejidos.

    —¿Estoy viendo la espina, la veo! —gritó Pichanda—. ¡Trae unas tijeras! —dijo volviéndose hacia Valent.

    Cuando ya tenía en la mano las tijeras, las abrió un poco y empezó a introducirlas en la boca abierta de Samo. Pero Samo agitó la cabeza bruscamente y dio un paso atrás.

    —¡Diantre! —se desahogó Pichanda—. ¡¿Pero qué haces?!

    —La lengua… ¡No me la cortes! —exclamó tartamudeando a duras penas, y se cubrió la boca abierta con la mano.

    —¡No tengas miedo! —lo animó el padre.

    Samo creyó en él y asintió.

    —¡Agárrale la cabeza por detrás! —le ordenó el padre a Valent, y cuando este lo obedeció y agarró la cabeza de su hermano firmemente entre sus manos, comenzó de nuevo la operación. Las tijeras, ligeramente abiertas, se introdujeron despacio en la boca, se detuvieron al cabo de un rato y se cerraron un momento después. Entonces el padre dio un leve tirón, sacó de la boca las tijeras y en su extremo relució blanca una espina de pescado.

    —¡Menuda pesca! —se desahogó el viejo Pichanda.

    Miró a Valent y los dos rieron con orgullo. Solamente Samo se sentó cansado, y no paraba de intentar hacer gárgaras y tragar, como si no se creyese en absoluto que la espina estuviera fuera. Incluso agarró la espina con los dedos y la estuvo toqueteando, examinando, hasta que al fin se le escapó y cayó al suelo, pero él volvió a levantarla. Su hermano Valent se le acercó con una cucharilla llena de miel.

    —¡Trágatela, te hará bien!

    2/

    Samo, agotado por la espina de pescado, se retiró al amplio colmenar en el extremo mismo del jardín. Se acostó en un viejo pero cómodo canapé de madera, cubierto de pieles de oveja y abrigos rotos. Actualmente solo había seis colmenas en el colmenar, pero el zumbido de las abejas se extendía en su interior con tal fuerza y monotonía que adormecía al cansado Samo. Guiñó con los párpados pesados, probó a tragar saliva dos o tres veces más, se agarró el cuello con incredulidad y, antes de dormirse, cruzó por su mente una imagen terrible: una espina de pescado gruesa y afilada le perforaba la garganta, de la herida chorreaba la sangre, pero manaba sobre todo hacia dentro, hacia la garganta, y él se ahogaba, se ahogaba y gritaba, berreaba: «socooorro, socooorro, no puedo respirar, no puedo gritar, socooorro, socooorro…». Al instante despertó con el espanto en el rostro, se dio cuenta de que solo un momento antes había estado a punto de asfixiarse con su propia mano, y entonces pensó: «¡Si llego a estar solo con esa espina en la garganta, voto a Dios que hasta podría haberme ahogado!». Tocó la espina en el bolsillo del pantalón, la sacó, la examinó, la lamió, probó a darle un mordisco y volvió a guardarla en el bolsillo. Solamente ahora, satisfecho y resignado, se durmió profundamente. Quizá habría dormido mucho tiempo, habría pasado durmiendo acaso hasta el día después, si no lo hubiesen fastidiado las abejas perdidas. Se le posaban en la frente, le andaban por la cara y el cuerpo, y una de ellas incluso se asomó a su peludo orificio nasal. Junto a este permaneció hasta que él, con una inspiración profunda y satisfecha, la introdujo en el agujero. La abeja, a medias prisionera en el orificio nasal de Samo, se puso a hablar en voz alta en su lengua de abeja. Zumbaba, movía las alitas luchando por su supervivencia, rascaba con las patitas, hasta que Samo estornudó sonoramente. La abeja salió disparada al canapé, Samo despertó un momento, se frotó con la mano la nariz cosquilleada, se volteó del lado derecho y volvió a caer en una especie de sopor, de duermevela. Oía zumbar las abejas y las moscas, sentía cómo le andaban por las manos, pero le costaba hacer el más mínimo movimiento. Y justo entonces soñó que de la colmena más grande, de debajo de la tapa, asomaba una robusta abeja madre, lo miraba con sus cinco ojos, le sacaba la larga lengüecita por entre sus mandíbulas, hacía vibrar las antenas y sonreía con toda la cabeza.

    —¡Ven, ven, acuéstate a mi lado, acuéstate conmigo! —se dirigió a Samo la abeja madre, sonriéndole seductoramente. Por los diez pares de estigmas en los costados de su cuerpo de insecto, emitió un embriagador perfume de colores, seductor, atrayente, penetrante.

    —¡No, no, tengo miedo, tengo miedo! —gritaba Samo, retorciéndose en el canapé de forma convulsiva.

    La abeja madre tan solo se echó a reír despectivamente. La tapa de la colmena se empezó a levantar poco a poco, y alrededor de la madre se congregó toda la familia de diez mil abejas. De pronto la abeja madre se puso seria y, con su aparato bucal complejo, su órgano chupador y su lengua, habló amortiguadamente: «Yo soy, mi querido Samo, la abeja madre milenaria. Yo soy la única que no muere nunca, permanezco y resido en la colmena, siendo eterna. Lo sé todo de tus antepasados, de ti, de todos vosotros, y lo sabré todo de tus hijos, nietos, bisnietos… Miles de mis obreras me traen a diario noticias… Deberías tomarme a mí por esposa, vivirías mil años conmigo… Deberías tomarme a mí por esposa…».

    Samo dio un respingo y se sentó bruscamente. Miró las colmenas delante de sí, pero no vio en ellas nada de especial. Se restregó los ojos y volvió a mirar. Después se levantó, se acercó a una de las colmenas, levantó un poco la tapa y echó un vistazo entre las abejas. Bullían, pululaban, zumbaban y retumbaban. En medio de ellas vio a la gran abeja madre, estirándose perezosamente sobre los cuerpos de zánganos y obreras. Le entró una especie de ira, así que empezó a agarrar las abejas a puñados, las sostenía en las palmas de las manos, las examinaba y las volvía a dejar. Y en uno de los puñados estaba la abeja madre exhibiéndose.

    —¿Así que eres tú la que me ha molestado? —se dirigió a ella—. ¿Tú me has metido miedo? Basta apretarte con dos dedos y… ¡Y dices que eres eterna, milenaria!

    Lanzó las abejas dentro de la colmena, las cubrió con la tapa y solo entonces se sorprendió de que ninguna le hubiera picado. Se examinó las manos y lanzó una exclamación de asombro, pero justo entonces alguien tocó suavecito a la puerta del colmenar y enseguida se olvidó de las abejas. Quizá se olvidó porque se asustó, y se asustó porque nunca nadie tocaba a la puerta del colmenar. El corazón se puso a latirle con brusquedad cuando la puerta empezó a abrirse poco a poco. «No, no es miedo», se decía avergonzado, «no es nada más que impaciencia».

    Al colmenar se asomó la jovencita Mária Dudačová, y cuando se fijó en el atónito Samo, solamente soltó un ay y enseguida cerró la puerta.

    —¡Mária! —gritó Samo.

    Echó a correr hacia la puerta, la abrió de un tirón, y quiso salir de golpe y marchar tras la muchacha que huía, pero al instante se quedó perplejo e inmóvil, porque Mária estaba de pie, a dos pasos de él.

    —¡Entra! —invitó a la chica a entrar en el colmenar.

    Ella dudó un instante y luego entró. Se quedó en medio, se acarició el pelo con la mano y sonrió agradablemente.

    —¿Me buscabas? —preguntó él.

    —¡No sabía que estabas aquí!

    —¿Por qué tocaste a la puerta?

    —¡Para darme valor!

    —¿Y te diste valor? —se rio Samo.

    —Me lo di —dijo Mária—. Lo has visto, he abierto.

    —¿No nos sentamos? —la tomó suavemente de la mano y con delicadeza tiró de ella hacia el canapé. Ella no se opuso. Se sentaron pegados el uno al otro, rozándose con los muslos y las pantorrillas, y permanecieron cogidos de la mano. Los dos comenzaron a respirar más fuerte, como si fuera por estar mirándose ansiosamente a los ojos. Mária solamente bajó los párpados cuando él con los dedos rozó sus labios y, más tarde, su busto prominente. De pronto se abrazó a él, y él la estrechó fuertemente. Ella lanzó un suspiro de dicha, tartamudeó con deseo: «¡Samo, Samko!», y empezó a besarle el pecho y el cuello. Él volvió a estrecharla y la abrazó fervientemente, efusivamente. Le besaba los párpados, la boca, los labios. Le besaba el cuello, los hombros y el pecho. Y cuando ella se estiró hacia él sobre el canapé, él le susurró al oído:

    —¿Quieres, Mária? ¿Hoy quieres?

    —¿Hoy? —preguntó sorprendida, pero no se opuso.

    Hicieron el amor en trance. Esforzaban sus bellos cuerpos y los percibían intensamente. Vibraban al ritmo del zumbido de las abejas, aunque ni siquiera sabían que lo estaban oyendo. La elasticidad y tersura de su piel, el arrojo mutuo, el instinto de procreación les provocaban una pasión cada vez más intensa, un goce penetrante y un bienestar infinito. Olían sus cuerpos, sus gemidos, su sudor amoroso, y todo ello se convertía en nuevo y nuevo amor… Solo poco a poco se fueron tranquilizando. Estuvieron mucho tiempo acostados, inmóviles, uno junto al otro, y les llevó mucho tiempo que sus ojos volvieran a ver, sus oídos volvieran a oír.

    —¿Por qué es como es? —preguntó Mária después de un buen rato.

    —¿Cómo es?

    —¡Bueno, cuando estamos juntos!

    —¡Te quiero! —dijo Samo.

    —¿Acaso estaremos siempre así? —preguntó Mária.

    Él siguió sentado sin responder, pero ella tampoco insistió.

    3/

    El viejo Martin Pichanda (en realidad, por qué viejo, si solo tiene cincuenta y un años) quería echar una cabezada después del almuerzo, pero pasó el tiempo acostado con los ojos abiertos. Oyó cómo sus hijos empezaban de nuevo a serrar la madera e, intentando convencerse, se dijo que debía levantarse, ayudarlos, pero justo entonces comenzó a sentirse más cómodo acostado. De repente experimentó tal bienestar y languidez que empezó a tenerse envidia. Se envidiaba, se envidiaba, y casi empezó a tener celos de sí mismo. Siempre que se sentía así, como ahora, y no sucedía con frecuencia, pensaba nada más que en las cosas, sucesos y experiencias buenas, bonitas y agradables de su vida. También ahora surgió en su memoria el día en que se marchó a Debrecen a trabajar de albañil. Se le cerraban los ojos y por un momento se quedó amodorrado, pero dio un respingo y volvió a despertarse. Había soñado que con una gran sierra cortaban una ballena por la mitad… «Pero no, qué va, son los chicos que cortan madera en el patio…». Ahora ya no quería quedarse dormido… «Sierran, cortan con las hachas, dan golpes. Los leños caen al suelo como dientes de dragón o colmillos de elefante, y en el lugar del corte brillan con su blancura. Y huelen, cómo huelen». El aroma flotaba por encima de las hierbas hasta el banco donde Pichanda bregaba con el sueño. «La madera huele como los pasteles. ¡Pero qué digo pasteles! ¡Como los chicharrones!». ¿Cuándo los comió por última vez? ¡¿Será posible que entonces, cuando hace diez años se marchó a Debrecen a trabajar de albañil?! ¿Le metió entonces Ružena en la mochila unos pocos chicharrones? ¿O en esa mochilita a la espalda solo entrechocaban las herramientas de albañil? No, allí había tocino, cebolla, pan y, en un paquete, en un primoroso paquetito, sonreían los chicharrones mostrando los dientes, porque él salía al mundo como de peregrinaje.

    Entonces Martin, antes de partir para Debrecen, abrazó a su mujer Ružena, la cubrió de besos, de abrazos, la levantó, y quizá habría retozado con ella en una habitación oscura, si no fuera porque les llegó el turno a los niños. Se pegaron a él, e interrumpiéndose el uno al otro y el otro al tercero, le dijeron al oído lo que debía traerles del ilustre Debrecen. Prometió tantas cosas que, si hubiera debido cumplir aunque fuera la mitad, tendría que contratar en Debrecen un carro con cochero. Y así, cargado de deberes, pero aligerado de promesas, se puso en marcha en dirección a Štrba, donde tenía intención de tomar consigo a un amigo, sentarse en el tren para Košice y, desde allí, bajar directamente a la ciudad soñada. Su mujer y sus hijos lo acompañaron un trecho. «Aquí pasaréis estrecheces, queridos míos, pasaréis estrecheces, pero aguantad hasta que vuelva yo. Después irá mejor. Traeré la mochila llena de dinero y enseguida nos iremos de compras a Mikuláš. Por qué solamente a Mikuláš, nos acercaremos también a Ružomberok, Martin y quizá también Žilina, allí hay judíos avispados que tienen las tiendas repletas de artículos de todo el mundo. Allí, Ruženka, te compraré un pañuelo tan hermoso que en él se posarán las abejas y los pájaros. Y a vosotros, niños, ea, a vosotros os compraré un caballo de juguete a cada uno y tantos caramelos que podréis dormir en ellos. Solo sed obedientes, hijitos míos, con vuestra buena mamá, ayudadla a cuidar de las vaquitas, las gallinitas y las abejitas. ¡Y tú, Ružena mía, no tengas ningún miedo! El campo está sembrado, la hierba no levanta dos dedos del suelo, así que puedo trabajar como una mula dos meses de albañil. Después me acercaré a casa y haré lo que haga falta. ¡Y acordaos de mí cuando apaguéis de noche el quinqué!». «¡Bah, viejo loco!», suspiró Ružena, pero se le saltaron las lágrimas.

    Echó a andar a buen paso y pronto pasó Východná y después se metió a la izquierda; cruzó los prados de Važec y allí por poco no se quedó sin palabras. Entre las desigualdades del terreno y los enebros, pululaban setas como carneros, aunque solo era primavera. No daba crédito a sus ojos, tan solo caminaba entre esas setas, que a menudo asomaban de las últimas manchitas de nieve. Andaba, daba pasos, brujuleaba, y algo lo atraía constantemente hacia el valle de un arroyuelo, y por el valle del arroyuelo llegó al río. Vaya, por segunda vez se quedó sin palabras, «si es el Hybica y estoy dando vueltas en círculo, qué diantre». Vagó así hasta el atardecer y, cuando oscureció, se quedó por tercera vez mudo de sorpresa. Junto a una especie de abertura negra estaba en cuclillas su antigua novia Žela Matlochová, que hasta el día no se había casado y seguía solterona. En otros tiempos se veían con frecuencia, él iba a verla en secreto al menos una vez por semana. Al anochecer, de camino a tomar un trago o por tabaco, bastaba tocar a su puerta del modo acordado y Želka abría con gusto. Quizá también porque lo veía con buenos ojos. Junto a su cuerpo, blando en ciertos puntos, pero en su mayoría resistente, endurecido y flexible, él había perdido más de una vez los últimos restos de pudor. A Želka la conoció mejor por primera vez cuando ya estaba oficialmente prometido a Ružena Senková. Fue hace tiempo, a finales de agosto. Quería acabar de segar el prado en Chopec, así que volvía a casa ya bien anochecido. Pasado Liešť, se entretuvo junto a una fuente de agua sulfurosa, bebió de ella hasta saciarse y también se lio un cigarrillo, porque no le apetecía irse. Anochecía, oscurecía, en los alrededores empezaban a oírse las aves nocturnas. Y, de pronto, la maleza de enfrente se abrió a los lados y de ella salió Želka, la de los Matlocha. Cuando lo vio, dio un respingo, tal vez solo en apariencia, pero enseguida sonrió y tiró junto a su guadaña el rastrillo que llevaba al hombro.

    —¿Has dejado un poco para mí? —preguntó en broma.

    —¡Puedes bañarte en ella!

    —¿Está fría? —susurró inquisitivamente.

    —Lo está —asintió él.

    —Eso es bueno —suspiró, hundiendo las manos en el vestido como si se lo quisiera sacar—. Estoy ardiendo del calor; es como si tuviera por dentro carbones ardientes…

    No bien acabó de decirlo, se estiró a su lado panza abajo y empezó a beber a tragos. La falda se le subió muy por encima de las rodillas, y en la penumbra vespertina lució intensamente la blancura de sus fuertes muslos.

    —¡Sí que está fría! —por un momento dejó de beber, apartó los labios del agua, le sonrió y le miró a los ojos con devoción. Después, como si se avergonzara, agachó la cabeza hacia el agua, sopló levemente una mota de la superficie y volvió a beber. Él ni siquiera supo cómo su mano se deslizó hasta el albo muslo de ella. Želka lanzó una exclamación como si se hubiera quemado. Dio un respingo y se sentó. Estuvieron en cuclillas uno frente al otro un buen rato, se miraron a los ojos y, de pronto, sus manos se enlazaron, se abrazaron fuertemente y, entre gemidos amorosos, cayeron en la hierba junto a la fuente. Estuvieron revolcándose, rodando, dando vueltas y haciendo el amor de una manera tan alocada que con sus cuerpos, chapoteando, sacaron toda el agua de la fuente. Cuando agotados pero felices quisieron beber, solamente quedaba un charquito pequeño y turbio en el fondo. Sin decir palabra se levantaron y se fueron sedientos a casa. Detrás de los pajares, junto al primer pozo solitario, bebieron agua fría hasta saciarse y, en un arrebato amoroso, bajo el tejadillo, repitieron todas las caricias y el amor. Más tarde se fueron encontrando cada vez menos, después que Martin Pichanda se casó, solo raramente, y cuando nacieron sus hijos, ya casi nunca. Ahora, en esa abertura negra, después de tantos años, Želka volvía a sonreír como antaño junto a la fuente.

    —Pero ven, ¡¿o es que me tienes miedo?! —se dirigió al asombrado Martin Pichanda, que se había quedado inmóvil en el sitio por la perplejidad.

    —¿Qué haces aquí? —preguntó en voz alta para darse valor, pues aquel agujero negro no solo le resultaba repelente, sino que incluso le daba miedo, y también Želka le parecía algo extraña, no como de costumbre.

    —¡Te espero a ti! —se rio Želka.

    —¡¿A mí, dices?!

    —¡A ti!

    —Yo voy a Štrba y luego a Debrecen…

    —Irás y llegarás, ¡solo tienes que jugar conmigo a las cartas!

    —¿En este agujero y en esta oscuridad?

    —¡Encenderemos en ella una luz! —se rio Želka—. ¡¿No irás, querido Martin, a rechazar la invitación e incumplir el humilde deseo de tu antigua amante Želka?!

    Martin hizo una inclinación como si agradeciera la invitación y dio un paso hacia Želka, que lo incitaba y atraía con ademanes corteses hacia la negra abertura. Entraron a la par en la oscuridad, pero un instante después destelló una luz y sobre sus cabezas se encendió un quinqué. En una pequeña y acogedora habitación sin ventanas, con una reducida abertura en el techo, había una mesa, dos sillas y una amplia yacija cubierta con colchas caseras de colores. Martin se quitó la mochila de los hombros. En su interior, las herramientas de albañil entrechocaron ruidosamente. Želka se agachó y sacó de debajo de la yacija una jarrita y dos vasitos de arcilla. Con manos cuidadosas, moviéndolo levemente hacia los lados, sacó el tapón de madera del cuello de la jarra y sirvió en los vasos un aguardiente de aroma penetrante. Se miraron el uno al otro y bebieron sin decir palabra, una vez, una segunda y una tercera, y de nuevo por cuarta vez. Solo después Želka puso el tapón a la jarra y señaló la mochila.

    —¿Y no habrá ahí nada de comer?

    Martin desató la mochila y puso en la mesa pan, tocino, cebolla y los olorosos chicharrones. Del bolsillo sacó una navaja con las cachas de madera tallada, abrió la hoja y se la dio a Želka.

    —¡Come cuanto quieras!

    —¿Y tú?

    —¡Solo un poco!

    Se sentaron a la mesa frente a frente, comían, bebían aguardiente y Martin, de vez en cuando, miraba por la abertura del techo a las estrellas, de las que ya estaba sembrado el cielo entero. Cuando acabaron de comer y de beber la primera jarra, Želka enseguida sacó una segunda. Ya entonados, empezaron a jugar a las cartas, y jugaron largo tiempo y con pasión, hasta que de pronto, a la espalda de Martin, se oyeron unos desagradables sonidos rechinantes. Se dio la vuelta y con espanto advirtió que la negra entrada se estaba achicando. Se levantó de un salto y quiso salir corriendo, pero la abertura era ya tan pequeña que ni siquiera podía meter la mano en ella.

    —No tengas miedo y tranquilízate —habló Žela—, es solo que la ballena ha cerrado el morro.

    —¿Qué disparates dices? —la increpó—. ¿Qué ballena?

    —¡Una ballena normal y corriente! —se echó a reír Žela—. Estás en el vientre de una ballena… ¡Prueba a tocar atentamente a tu alrededor!

    Como privado de los sentidos, se acercó a la pared de un salto y empezó a palpar con las manos. Los dedos se le hundieron en la elástica carne de pescado¹ e incluso, al tantear una vena, sintió el palpitar de la sangre de pez y el pulso del corazón de pez. Dejó caer lánguidamente los brazos a ambos lados.

    —No temas nada, Martinko mío —se echó a reír Žela, quien lo observaba divertida—. Un día el pez abrirá las fauces y entonces saldremos de un salto. Mientras tanto tenemos para respirar, beber y comer, incluso hay una cama y cartas, así que podemos divertirnos hasta hartarnos. Ven aquí, tú solo ven y no temas… ¡Venga, vamos…!

    Dio un paso hasta la mesa y bebió el vaso lleno de aguardiente que Žela le ofrecía. Se estremeció de grima, pero volvió en sí.

    —¡Buena me la has jugado! —miró a la sonriente Žela. Estuvo mucho rato mirándola y, al fin, él mismo se echó a reír.

    —¡Reparte! —le ordenó, se escupió en las palmas de las manos y, con decisión y ganas, se sentó a la mesa.

    Jugaron, bebieron, comieron, durmieron y hablaron. Las largas horas pasaron como segundos. Los segundos duraban tan poco que prácticamente no existían. Un tiempo después, cuando ya parecía que Martin Pichanda se había conformado con todo, que acaso se había acostumbrado, empezó a mirar con más frecuencia a sus espaldas, a pensar si el monstruo no abriría las fauces. Ya se había más o menos recuperado del primer susto, cuando empezó a acuciar más incisivamente a Želka.

    —¡Escucha, pero no me mientas! —dijo prudentemente desde detrás de las cartas—. ¿De dónde diantre ha salido esta ballena? ¡¿Eh?!

    —Ji, ji, ji, ji —se rio Želka—, si yo no te miento, yo sigo siéndote fiel… Tú me engañaste, tú te casaste, tú me dejaste, me abandonaste…

    —¡No digas disparates! —la increpó bruscamente Martin—. ¡Responde a lo que te he preguntado! ¡¿De dónde ha salido la ballena?!

    —¿Serás bobo? ¡La escupió el lago de Štrba!

    —¡Puf, eso! —se asombró Martin.

    Se limitó a hacer un gesto con la mano, se quedó muy pensativo y al cabo de un rato se le ocurrió ciertamente de todo. El pez vivía allí, durante siglos había vivido en el lago, había crecido y crecido, y un día, una tromba de agua lo había echado fuera… Martin meneó la cabeza aquí y allá, se rascó perplejo el pelo y detrás de las orejas, y siguió jugando a las cartas. Pensó: «Es cierto que perderé aquí un día o dos, pero no es nada, mi amigo me esperará en Štrba y nos pondremos en marcha enseguida a Debrecen. Trabajaremos duro para recuperarnos del retraso. Eso es, me desollaré las manos hasta los codos poniendo ladrillos, pero ganaré cuanto pueda, y no pienso gastar ni una perra de más, no me emborracharé, no me enviciaré con las mujeres fáciles y no le prestaré nada a nadie. Y en casa, vaya, en casa me compraré una oveja y un carnero. Al cabo de un año tendremos tres ovejas, después, seis, nueve, y diez años más tarde, todo un rebaño… Venderé el rebañito, compraré otra porción de campo…». Y así habría seguido nuestro Martinko filosofando por mucho tiempo si algo no le hubiera dado un buen empujón, que por poco no lo tiró de la silla. Y a Želka le pasó lo mismo. Una especie de fuerza desconocida, acompañada de un fragor y murmullo, zarandeaba a la ballena, la lanzaba de acá para allá hasta hacerla gemir honda y dolorosamente.

    —¿Qué es lo que está pasando? ¿El día del juicio? —gritó Martin, y perplejo se tiró al suelo, pues era donde el pez se movía menos. Želka se tumbó a su lado, se pegó a él costado con costado y le estrechó fuertemente la mano.

    —¡Las nieves de los Tatras² se han fundido —le gritó Želka al oído—, las crecidas han arrastrado a la ballena y vamos flotando por el Hybica hacia el Váh, y del Váh al Danubio, y del Danubio al mar!

    —¡Ay, eso no! —gimió Martin, y Želka le tapó la boca con la mano. Él le mordió los dedos, pero cuando los dientes aflojaron, la mano enseguida le acarició con ternura la cara. Ni siquiera se dieron cuenta de cuándo, en ese guirigay, empezaron a abrazarse y besarse. Se abrazaron e hicieron el amor hasta caer dormidos. Y cuando despertaron, había calma y silencio por doquier. La ballena no se movía, el quinqué sobre sus cabezas lucía sin parpadeos. Se incorporaron del blando suelo del pez, picaron algo, bebieron un vasito de aguardiente y otra vez se pusieron con las cartas. Habían jugado a lo sumo una hora, cuando afuera se oyó rumor de gente, gritar y chillar de niños. Se alegraron cuando oyeron a los hombres traer hachas y sierras. Y cuando empezaron a cortar y aserrar la ballena, Martin y Želka permanecieron dignamente en sus puestos, jugaron relajadamente a las cartas y poco a poco se fueron comiendo los últimos restos de chicharrones. De pronto los hombres tiraron abajo todo un costado de la ballena, y en el vientre se coló la intensa luz de la mañana. El quinqué se extinguió en su raudal. La luz irrumpió en la ballena, pero los hombres que lo habían hecho posible se quedaron afuera, en mudo asombro. Martin se volvió a mirar y por poco no se le cortó la respiración. Por la abertura desgarrada en el costado de la ballena vio ante sí a sus amigos Nader, Gunár, Dula y Cyprich. Y tras ellos, al tabernero judío Gersch, al sacerdote evangélico Kreptúch, al cura católico Domanec y a los demás hombres, mujeres y niños, entre ellos también sus hijos y, voto a Dios, su mujer Ružena. Al salir por la abertura de la ballena, la verdad, se le doblaron las piernas y se detuvo perplejo. Ružena al principio se echó a él con los brazos abiertos, pero cuando miró al interior de la ballena y vio allí a Želka achispada y todo lo demás, bajó los brazos de golpe, se acercó de un salto a Martin, lo miró mal, le soltó un buen bofetón y le bramó furiosa:

    —¿Así que este es tu Debrecen?

    El hijo mayor de Martin, Samo, llegó corriendo el último y preguntó sorprendido a los niños:

    —¿Qué está pasando aquí?

    —¡Ha nacido tu padre! —dijeron los niños.

    Los hermanos de Samo, Kristína y Valent, se echaron a llorar, pero a su alrededor la gente empezó a guiñarse el ojo, a contener la risa, y al final todos se pusieron a reír a carcajadas. En las risas y carcajadas jugó un papel especial Ružena. Le dio una buena paliza a Martin, y este, a los ojos de todo el pueblo, no se defendió; y a la achispada Želka le tiró de los pelos hasta hartarse y le dio de empellones a base de bien. Cuanto más se empleaba Ružena, más risas levantaba a su alrededor. Era como si hasta ese momento Martin no se hubiera dado cuenta de que el río desbordado los había arrojado en medio de la plaza de Hybe. Se volvió a hurtadillas a mirar la ballena. La risa entretanto aflojó, Ružena se cansó y Martin empezó a saludarse con sus hijos, sus amigos y demás ciudadanos. Había un sinfín de preguntas. Para que a los hombres no se les escapara ni palabra en el espacio abierto, se trasladaron todos a la taberna de Gersch. Aquel día el tabernero invitó, es cierto que con aguardiente barato, pero gratis. Los hombres se agolparon en torno a Martin y este empezó a contar cómo se había encaminado a la casa de un amigo en Štrba, pero en los prados lo sorprendieron las setas y algo empezó a atraerlo hacia el valle, y allí…

    Sonó un fuerte portazo.

    Martin paró de contar y alzó la cabeza. De pie, en la puerta, estaba Ružena con los niños, y casi en un susurro, pero con tanta más severidad, dijo:

    —¡A casa!

    Martin se levantó, pero los hombres intentaron retenerlo.

    —¡La próxima vez, la próxima! —prometió.

    Se marchó y en casa, después de muchos ruegos, se reconcilió con Ružena. Esta al final incluso se alegró, porque cuando Martin vendió la mitad de la carne que le correspondió de la ballena, pagaron todos los gastos y deudas en la tienda y la taberna y compraron un carnero… Sin embargo, en el vientre de esa ballena debía de hacer mucho frío, porque Martin agarró un buen catarro y estuvo toda una semana sin parar de estornudar. Los mocos estaban a punto de ahogarlo y le salían de la nariz como si quisieran castigarlo…

    Estornudó también ahora. Y otra vez.

    Se despertó.

    Se sentó y oyó cómo los chicos, Samo y Valent, seguían serrando la madera. Se levantó, bebió agua tibia y miró a sus hijos, que no paraban de dar vueltas trabajando. En la cabeza oyó un estampido y sintió que la sangre le batía en las sienes.

    —Peces, peces, nada más que peces —refunfuñó—. Diantre con los peces, que el diablo se los trague

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