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La historia de México a través de sus centenarios: Las conmemoraciones como espejo de la sociedad en los últimos cinco siglos
La historia de México a través de sus centenarios: Las conmemoraciones como espejo de la sociedad en los últimos cinco siglos
La historia de México a través de sus centenarios: Las conmemoraciones como espejo de la sociedad en los últimos cinco siglos
Libro electrónico306 páginas4 horas

La historia de México a través de sus centenarios: Las conmemoraciones como espejo de la sociedad en los últimos cinco siglos

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Una conocida frase, que todos hemos escuchado alguna vez, afirma que "la historia la escriben los vencedores". La historia de México a través de sus centenarios es una clarísima muestra de la validez de dicha idea, en la que cinco voces diferentes nos develan, a partir de un enfoque histórico bien fundamentado, de qué manera las conmemoraciones –tradicionales en algunos casos, inventadas en otros– han creado y modificado a lo largo del tiempo el discurso respecto de los principales eventos fundacionales de nuestro país.

Antonio Rubial, por ejemplo, ofrece un panorama de la extravagante celebración del primer centenario de la caída de México-Tenochtitlan y de san Hipólito en 1621, mientras que Cristina Torales Pacheco se refiere a la segunda conmemoración, 100 años después, como un marco importante para la consolidación de un reino novohispano. Esta situación cambió en 1821 con la celebración de México como un Estado independiente, proceso en el que se enfoca el texto de Patricia Arriaga para mostrar cómo el discurso oficial de dicha conmemoración se propuso reconfigurar la historia oficial y llenarla de héroes. Por su parte, Carlos Martínez Assad hace un recorrido desde principios del siglo XX para señalar los grandes avances y cambios aportados por la modernización, y donde las conmemoraciones comenzaron a tomar un tinte más político. Finalmente, el ensayo de Sara Sefchovich nos lleva a reflexionar desde la actualidad sobre las consecuencias que la globalización y la era tecnológica producen en la seguridad y el futuro de todas las sociedades, a la par que describe la última conmemoración de este siglo: el bicentenario de la Independencia de México.

Gracias al amplio panorama que los diferentes textos contribuyen a trazar, este libro muestra en su conjunto una visión realista del pasado y del presente, que no sólo desgaja lo que ha ocurrido internamente en México durante los últimos cinco siglos, sino que también ofrece un contexto mundial y cronológico para entender mejor por qué la historia, más que ser algo estático, es el resultado de la complejidad y evolución de las sociedades.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 nov 2024
ISBN9786070314667
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    La historia de México a través de sus centenarios - Assad Martínez Carlos

    1621. Un festejo en papel: el primer centenario de la conquista de Tenochtitlan

    Antonio Rubial García

    Antes que el peine entre en barba,

    como laño [sic], mozo y viejo,

    hace al tiempo centenario,

    tan niño que hoy nace el tiempo.

    Los Reyes santos de España

    (reine el vivo y viva el muerto)

    de esta patria cuenten años,

    cien mil, como hoy cuenta[n] ciento.

    Este ingenioso juego de palabras (un año niño que inicia el centenario y uno viejo que lo concluye), fue utilizado por el presbítero extremeño Arias de Villalobos en una canción que compuso para la jura del rey Felipe IV y que se incluyó como introducción a su Canto intitulado Mercurio. Ambos salían impresos en 1623 a instancias de los concejales del Ayuntamiento de la ciudad de México (de quien Arias era vocero), aunque el autor había escrito una primera versión del Mercurio en 1603 y por eso estaba dedicado al marqués de Montesclaros, quien había sido virrey en Nueva España (1603-1607) y en el Perú (1607-1615). En el poema se rememoraba la conquista de Tenochtitlan, con una narración de los hechos y una elogiosa descripción de la capital virreinal, y su contenido estaba muy acorde con el tema de la fiesta que tradicionalmente se celebraba el 13 de agosto de 1621.

    En esa fecha, año con año, se hacía un paseo con el estandarte usado por Cortés en la contienda y con el pendón real que, acompañados por cien nobles caballeros criollos, salían de las casas del ayuntamiento e iban a la iglesia de san Hipólito, patrono de la capital, pues era tradición que en su día había sido tomada Tenochtitlan por los ejércitos hispano-indígenas comandados por Hernán Cortés. Pero el festejo que se esperaba fastuoso no pudo llevarse a cabo, pues se empalmó con los funerales del rey Felipe III y con la jura de su hijo Felipe IV (reine el vivo y viva el muerto); de ahí que Villalobos aprovechara su publicación de 1623 para añadir al Mercurio la Obediencia (o celebración de la jura) acaecida dos años atrás. En ambos textos estuvieron presentes tanto el orgullo local y la exaltación de su ciudad, como la conciencia de pertenecer a un imperio planetario y de profesar una fe que vencería a las fuerzas del mal y llegaría a todos los pueblos de la tierra antes del final de los tiempos.¹

    El deslucido festejo del centenario

    Desde 1620 se preparaba la fastuosa celebración a san Hipólito con motivo del centenario y el Mercurio contenía muchos de los temas que podrían haberla inspirado. En el extenso poema se presentaba una visión exaltada de la conquista atribuida al capitán extremeño, compatriota de Villalobos, y a los españoles. Mientras el dios Quetzalcóatl (un demonio), incitaba a los tenochcas a la resistencia frente a los españoles y sus aliados tlaxcaltecas, un dios del lago convencía a Moctezuma de aceptar la rendición y el bautismo. Después de una prolija descripción de las batallas y de la entrada de los ejércitos hispano-indígenas por Tlatelolco, la ninfa Galatea describía las maravillas de la ciudad de México española, nueva emperatriz del Nuevo Mundo, a la que se comparaba con Roma, Venecia, Tiro, Corinto y Atenas. Aquí, como en el poema Grandeza mexicana que Bernardo de Balbuena publicara en 1604, Arias exaltaba su prosperidad y abundancia, la belleza de sus edificios, jardines y calles, y el lustre de sus habitantes criollos. Una tierra que apenas un siglo antes era pagana y ofrecía sacrificios humanos a los dioses, ofrendaba ahora a Cristo la sangre del martirio de uno de sus hijos sacrificado en el Japón, fray Felipe de Jesús, muerto en Nagasaki con varios compañeros en 1597 y por entonces aún no beatificados.²

    Pero más importante que ese primer mártir mexicano, a Villalobos le interesaba remarcar la presencia de tres personajes celestiales a quienes se atribuía el triunfo sobre los idólatras mexicas: la virgen de los Remedios, el apóstol Santiago y el mártir san Hipólito. La primera era una imagen cuyo santuario estaba bajo el patronazgo del ayuntamiento de la capital, el cual, a partir de 1577, organizaba su traslado a la catedral metropolitana desde su lejano santuario en el cerro de Otoncapulco, para pedir lluvias y alivio para las epidemias. Esa misma corporación, al mes siguiente de la celebración del centenario en 1621, avalaba la impresión de la primera obra dedicada a un santuario: la Historia de el principio y origen […] de la imagen de Nuestra Señora de los Remedios, del mercedario fray Luis de Cisneros (m. 1619). Este libro, cuya portada ostentaba el escudo capitalino, que incluía ya el águila, el nopal y la serpiente, narraba los prodigios de una pequeña imagen de bulto traída por los conquistadores, ocultada durante la huida de la Noche Triste y tiempo después encontrada bajo un maguey por el indio Juan Ce Cuauhtli, a quien la Virgen encargó construir su primera ermita.

    María, según Cisneros, era la verdadera autora de la Conquista, y su imagen había sido colocada por Cortés en el Templo Mayor de Tenochtitlan en lugar del ídolo derrocado de Huitzilopochtli. Según recuerda también Villalobos en su poema, ella impidió que los indios mataran más españoles y permitió su huida en la Noche Triste, arrojando polvo a los ojos de sus perseguidores. Cisneros insistía en que la Virgen también facilitó la comprensión del mensaje cristiano en un mundo con múltiples lenguas y agilizó la milagrosa conversión de los pueblos aborígenes.³

    Del segundo personaje, Santiago, el hispanismo de Arias de Villalobos lo mostraba como extirpador de idolatrías, como garante de la verdadera fe frente a los idólatras y los musulmanes, sus enemigos.⁴ El tercer celestial patrono, san Hipólito, era un mártir romano que murió arrastrado por caballos y en cuya celebración, el 13 de agosto, había caído Tenochtitlan. Este santo era utilizado también como un instrumento para exaltar a quien lo convirtió: el presbítero hispano san Lorenzo, prueba fehaciente del destino providencial manifestado en la Conquista pues, al igual que el patrono jurado de México había sido convertido por la predicación del patrono titular de España, Nueva España recibió el cristianismo de la patria de san Lorenzo.⁵ El presbítero recordó asimismo el emblema que hablaba de la fundación mítica de la ciudad: el águila y la culebra sobre el tunal en medio del isleo, emblema de un poderoso imperio que se extendía desde Chichimecas a Tabasco.⁶

    Las imágenes que Villalobos presentaba en su poema deberían haber inspirado los emblemas, carros alegóricos y todo el aparato festivo, pero la celebración de san Hipólito, programada para festejar el centenario, tuvo que verse reducida a una deslucida ceremonia sin música ni artillería. La noticia del fallecimiento de su majestad Felipe III —señala Villalobos— lo vistió todo de luto, horror y asombro, [y] fue necesario que, desentapizada la alegría, todo representase tristeza, y que el pendolero [portador del pendón] y sus lacayos y pajes saliesen (como lo pedía la sazón) sin ruido de ministriles, atabales, clarines, ni artillería; toldado todo de terciopelos negros y azules.

    A pesar de tal austeridad, Arias de Villalobos incluía en su relato las dos canciones que se le pidieron para el referido intento, y en justa pública de la ciudad, festivando al glorioso mártir. ⁸ La primera era un poema en exaltación de México Tenochtitlan y la segunda una loa a san Hipólito. En esta, españoles e indios aparecían unidos bajo el mismo patrono que había vencido la idolatría y en cuya memoria se erigieron pirámides egipcias de mármol, entre los toscos árboles.⁹ Es muy probable que las dos canciones fueran laureadas y que, sin romper el luto, se llevara a cabo el certamen poético el 13 de agosto.¹⁰ De hecho, fray Diego Medina Reynoso publicó ese mismo año de 1621 un panegírico a san Hipólito, que difundía el sermón predicado durante la celebración realizada en el nuevo templo del santo, aún inacabado. El fraile orador mostraba a los habitantes de la capital como herederos tanto de los españoles como de los indios y se enorgullecía de que su patria había sido la sede del mayor imperio precolombino de América¹¹ A partir de entonces comenzaba a darse esa extraña paradoja que continuaría vigente entre los criollos de la capital y de otras ciudades del territorio: lo indígena prehispánico se volvió un tema de orgullo y legitimación, mientras que los indios contemporáneos eran vistos con recelo y desprecio.

    El rey ha muerto, viva el rey. La celebración de la jura

    Junto con la noticia de la muerte de Felipe III, acaecida el 31 de marzo de 1621, llegó también el anuncio del ascenso de su hijo Felipe IV como rey de España y de su imperio cuando cumplía dieciséis años. La misiva que describía ambos sucesos fue recibida en la ciudad de México con muestras encontradas de pesar y júbilo y, al igual que en Lima, Nápoles, Palermo, Bruselas, Sevilla y Lisboa, su ayuntamiento se dispuso a la doble conmemoración. A los actos luctuosos por el deceso del difunto, que coincidieron como vimos con la celebración del 13 de agosto, se sucedieron los preparativos para la jura del nuevo monarca dos días después, con la anuencia de la audiencia presidida por el oidor Pedro Vergara Gabiria, quien gobernaba el reino por ausencia de un virrey. El Marqués de Guadalcázar, que ocupaba el cargo desde 1612, había partido en marzo para regir el virreinato del Perú.

    Unos conflictos de preeminencia entre concejales y oidores, en los que estaban implicadas cuestiones monetarias, amenazaban con convertir el magno festejo en una palestra de intereses y en una confrontación entre el ayuntamiento capitalino y la audiencia, el máximo tribunal de justicia del reino que, además, por ausencia de virrey, cumplía sus funciones. Alegando que el estrado donde se celebraría la jura no podía albergar a todos los miembros de la audiencia y del ayuntamiento, este cuerpo se limitó a situar sólo a aquellos más prominentes, causando la indignación del tribunal gobernador supremo. Por dichos conflictos y por el luto que debía guardarse, la jura de Felipe IV como nuevo monarca, que debía llevarse a cabo en la fiesta de san Hipólito, se celebró en la capital el 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen.¹²

    Arias de Villalobos señala que ese día todo estaba preparado para el solemne y ostentoso festejo en la plaza mayor de la capital, en abierto contraste con la austeridad de la celebración del centenario dos días antes. De las ventanas que daban a la plaza colgaban tapicerías de terciopelos y sedas bordadas con hilos de oro y plata; en las fachadas y azoteas del palacio virreinal ondeaban vistosas banderas, grandes y pequeñas, y, frente a él, un estrado tapizado con finas alfombras ostentaba en su centro un baldaquino decorado con flores naturales y damascos; en cada una de sus esquinas cuatro grandes globos sujetos a pendones multicolores representaban los mundos sobre los cuales gobernaba la monarquía. El edificio del ayuntamiento también recibió hermosos decorados realizados a costa de Fernando de Angulo Reynoso, quien ese año, como alférez mayor de la ciudad, portaría el pendón que representaba la autoridad del rey. La inconclusa catedral, por su parte, también se hermoseó pues, al igual que los dos edificios anteriores, en ella se realizaría el último acto que solemnizaba el festejo.

    A imitación de los edificios, las autoridades que les daban sentido también aparecieron lujosamente engalanadas para la ceremonia: los oidores de la audiencia vistieron sus más vistosos trajes; el arzobispo Juan Pérez de la Serna entró a la plaza en una litera negra acompañado por el cabildo de la catedral y subió a un balcón que se le había designado en las casas consistoriales; y los alcaldes y regidores del ayuntamiento en representación de la ciudad lucieron sus galas. Estuvieron también presentes los gobernadores de las parcialidades indígenas de San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco, gracias a quienes la ciudad española contaba con mano de obra suficiente para las múltiples labores urbanas, entre otras la organización de este tipo de festejos. Ocupaban uno de los ángulos del tablado […], con pulidos hechizos, piñas y cadenas de frescas y olorosas flores, Antonio Valeriano, nieto del gran latinista y también gobernador, quien regía la parcialidad de San Juan e iba acompañado por ocho alcaldes en representación de los cuatro barrios sujetos a ella; estuvo también presente Melchor de San Martín, el gobernador de Santiago Tlatelolco, con sus tres alcaldes y seis regidores y otra mucha copia de principales indios y oficiales de justicia. Su presencia se justificaba pues eran naturales vasallos de estos sus Reinos y Señoríos. Lo que no comentó Villalobos es que ellos representaban al 90% de los habitantes de la ciudad, una urbe en la que el náhuatl seguía siendo la lengua más hablada por la población.

    Después de solicitar la anuencia de los oidores, los regidores y caballeros se dirigieron a la casa del alférez mayor Fernando de Angulo, quien salió de ella en un caballo blanco, acompañado por diez lacayos a pie y dos pajes cabalgando. Después de llevarlo a las casas consistoriales para recoger el pendón, los miembros del ayuntamiento se dirigieron al palacio virreinal rodeados de maceros, trompetas y atabales. En la sala del real acuerdo, y ante los retratos de los tres monarcas anteriores de la casa de Austria (Carlos I y los dos Felipes), los oidores recibieron los plácemes en nombre del nuevo rey, mientras desde las azoteas del palacio sonaban clarines y trompetas. A continuación, oidores y regidores se dirigieron al estrado entre dos hileras […] de 300 mosqueteros mientras entraba a la plaza sobre un brioso caballo Francisco Trejo Carvajal, regidor más antiguo y capitán de guardia, acompañado por veinticuatro jinetes soldados, todos vestidos de negro.

    Salió entonces de las casas del ayuntamiento el alférez portando el estandarte real al hombro y acompañado de cuatro reyes de armas que lucían en sus trajes los escudos bordados de los reinos de España. Don Fernando subió la primera grada del estrado y por tres veces solicitó alzar pendón por el rey Felipe IV. A cada reclamo, Juan Paz de Vallecillo, el oidor decano de la audiencia, respondió: Castilla, Castilla; Nueva España, Nueva España, por el Rey don Felipe, nuestro señor y a coro, los miembros del estrado y la más cercana concurrencia exclamaron: amén, amén. Se levantó entonces un gran alboroto, pareció venirse el cielo abajo —señala Villalobos— con el estruendo de la artillería, repique de campanas y ruido de clarines, chirimías, trompetas y atabales.

    Un despliegue de fuegos pirotécnicos colocados sobre estructuras rodantes de madera se desató entonces en la plaza. El primero, un castillo de seis cuerpos con un nuevo mundo por cimero; un león sobre él sostenía en su garra derecha una espada y en la izquierda un estandarte real, mientras de su boca salía un letrero con el nombre de la ciudad. El segundo era un monte en cuya cima un águila real con el Plus Ultra en pico anunciaba las grandes hazañas que se esperaban del nuevo monarca. El monte parió innúmera cantidad de artificiosos fuegos […] hasta que, imitando el Ethna, se le abrasaron las entrañas. La tercera escenificación se hizo en recuerdo de la batalla de Lepanto —acaecida 50 años atrás—, que terminó con la victoria de España: dos galeras reales de fanal, una cristiana y otra turca, con las armas y divisas de sus dueños, salieron lanzando municiones, bombas, tiros y buscarruidos. En la cuarta, dos canoas artificiales despidieron copiosísimos fuegos japoneses, muy de ver, estando en ellas la figura del Rey Moctezuma y de otros sus naturales caciques, arrodillados ante un león real […] en alusión del nuevo Rey Señor. Entre uno y otro espectáculo, el alférez lanzaba monedas de plata entre la muchedumbre y la soldadesca disparaba con sus mosquetes salvas, respondiendo á ellas los demás fuegos. Para cerrar el festejo se abrieron los cuatro globos de los ángulos del teatro, y una multitud de palomas con los picos dorados salieron volando hacia los cuatro puntos cardinales para dar noticia por toda la ciudad y fuera de ella, de los efectos de la jura.

    El arzobispo descendió del balcón y se dirigió a la catedral, acompañado por los canónigos y dignidades de su cabildo, para recibir en sus puertas a la real audiencia. Ya en el interior de la inacabada iglesia metropolitana, los cantores de su capilla, acompañados de músicos (ministriles), entonaron el himno Te Deum Laudamus, en acción de gracias a Dios por haberle concedido a su imperio tan buen Rey y tan poderoso Señor, quien encabezaría la defensa de la fe católica. El acto concluyó con un villancico de jubilación y llanto, compuesto por el propio Arias de Villalobos. Ambos temas formaron parte de unos festejos en los que dichos sentimientos —alegría por la jura de Felipe IV y tristeza por la muerte de Felipe III— se promovían entre los súbditos como una muestra de su lealtad a la monarquía hispánica.¹³

    En toda la ceremonia sólo la presencia de Moctezuma recordaba el tema de la conquista, pues su principal objetivo era mostrar la sujeción del reino, encabezado por el ayuntamiento de la capital, a una monarquía que gobernaba sobre las cuatro partes del mundo. En las décadas siguientes este personaje se convertirá en un símbolo del pacto entre los reyes de España y el reino heredero del Imperio mexica que representaban los criollos sucesores de Moctezuma. Aunque la jura opacó el deslucido festejo del centenario, la publicación de la obra de Arias de Villalobos intentaba subsanar tan desafortunado hecho, anexando a la descripción de la jura el poema Mercurio, que trataba los temas del frustrado festejo del centenario. La fiesta no sólo había cumplido su cometido de ser escenario de representación de autoridades y corporaciones: con la publicación se pretendía preservar la memoria de su efímero acontecer en unas circunstancias que, como veremos, ponían en peligro a dichas instituciones.

    Las herencias de Felipe II y Felipe III

    Las celebraciones de 1621 dejaban entrever tanto los aspectos locales como aquellos imperiales que estaban en juego: por un lado, el interés del ayuntamiento capitalino por mostrarse como representante del reino, y que en el Mercurio se manifestaba en los símbolos que, a lo largo de los cien años anteriores, habían generado la identidad criolla urbana capitalina. Por otro lado, con la jura se quería dejar patente que Nueva España era un territorio que dependía de Castilla por razones de conquista y que formaba parte de un imperio universal que gobernaba sobre las cuatro partes del mundo.

    Dicho imperio se había consolidado a lo largo del siglo anterior bajo los reinados de Carlos V y Felipe II, promotores de un proyecto mesiánico con vocación universal, en el cual la imposición del catolicismo en todos los rincones del orbe era parte central de lo que se consideraba un designio divino. El tema, reforzado por la presencia del islam en el Mediterráneo y de las potencias protestantes en el Atlántico, quedaba insertado en el movimiento religioso católico conocido como Contrarreforma, de la cual España se convertía en el principal bastión. La lucha con los turcos (presente como vimos en los carros triunfales de la jura de México en 1621 y símbolo de la vieja idea mesiánica de cruzada contra el islam) terminaba en Lepanto en 1571 con un providencial triunfo para el imperio católico y para un Papado que acababa de concluir un tortuoso concilio en Trento con miras a una reforma radical de la Iglesia. Menos afortunados fueron los sucesos en el Atlántico norte, donde las fuerzas protestantes salieron victoriosas, primero con el abatimiento de la Armada Invencible que favoreció a su rival, la anglicana Inglaterra; después con la incontrolable lucha de los calvinistas en las Provincias Unidas de Holanda por su independencia.¹⁴

    Con la adjudicación de la corona de Portugal a la persona de Felipe II en 1581 (después de una larga cadena de alianzas matrimoniales entre ambos reinos durante tres siglos), pasaban a formar parte de sus dominios las colonias portuguesas en África, América y Asia; este último continente comenzaba a ser objeto de expectativas comerciales y misioneras a partir de la reciente conquista castellana de las islas Filipinas y del descubrimiento del tornaviaje a través del Pacífico norte. A finales del siglo XVI el conglomerado ibérico se había convertido en el más poderoso imperio jamás conocido.¹⁵ Sin embargo, los enormes gastos ocasionados por las catastróficas guerras con tinte religioso que sostuvieron Carlos V y Felipe II a lo largo de casi un siglo sólo conseguirían desangrar las arcas del Estado. La bancarrota, las deudas y unos metales americanos que fluían hacia el resto de Europa sin fijarse en la península, dejaban a España hundida en una profunda crisis, mientras la ideología mesiánica exaltaba sus logros del pasado y seguía poniendo sus esperanzas en Santiago, su protector celestial, y en la virgen María, convertida en diosa guerrera bajo las advocaciones del Rosario (vencedora en Lepanto) y de la Inmaculada Concepción. Esa misma ideología pugnaba por enviar misioneros y promover la difusión de sus martirios en Japón, Inglaterra, Túnez y América, pues con su sangre estaban sembrando las futuras cristiandades. Su publicidad fue fundamental en las estrategias discursivas de las monarquías española y portuguesa y de las órdenes religiosas que misionaban en esas tierras.¹⁶

    Además de la crisis financiera, Carlos V y Felipe II dejaron como herencia al siglo XVII unas estructuras imperiales muy funcionales, concentradas en un centro rector pero al mismo tiempo adaptables a la complejidad de un conglomerado formado por diferentes reinos, con autonomías diversas y distintos grados de dependencia respecto a Castilla; éste era el reino más extenso y centralizado del imperio y aquel que estaba monopolizando las conquistas y las riquezas americanas desde Sevilla. La imposición del castellano como el idioma oficial de toda la monarquía fue otro de los instrumentos de homologación, necesario en un imperio donde se hablaban múltiples lenguas.

    En los territorios peninsulares (Castilla, Aragón-Cataluña, Navarra y Portugal), el rey debía respetar los fueros locales y su representatividad en las cortes, lo cual restringía sus opciones autocráticas, al igual que en las conflictivas provincias de los Países Bajos. En cambio, los virreinatos de Italia (Sicilia, Nápoles y Cerdeña) y los americanos (México y Perú) se consideraban territorios conquistados y dependían directamente de Aragón, los primeros, y de Castilla los segundos, por lo que no tenían derecho a reunir cortes ni a una representatividad, como en los reinos peninsulares del imperio. De allí la necesidad del ayuntamiento de México de adjudicarse la representación del reino de la Nueva España.¹⁷

    Para gobernar el complejo conglomerado imperial, Carlos V había creado consejos territoriales (Castilla, Aragón, Italia e Indias) y estatales (guerra, hacienda) que ejercían sus funciones consultivas, legislativas y judiciales a partir de las problemáticas de cada región. Felipe II los afianzó y creó dos nuevos que ejercían su actividad a nivel imperial: el de Inquisición y el de Cruzada. El rey y sus catorce consejos formados por teólogos y juristas tenían como obligación moral gobernar conforme a los principios religiosos y de acuerdo con el derecho. En ellos seguía viva la tradición pactista castellana que consistía en gobernar teniendo en cuenta las necesidades de cada reino asociado a la monarquía. Esto fue especialmente notable en Flandes, pieza clave por su privilegiada situación económica y por la necesidad de mantener la lealtad de sus súbditos católicos frente a las pretensiones separatistas de los calvinistas holandeses.¹⁸

    Para tener mayor control sobre sus territorios europeos y de ultramar y sobre sus recursos, la monarquía hispánica nombró, desde tiempos de Carlos V, virreyes, gobernadores, obispos y oidores como sus representantes con plenos poderes, pero sometidos a los controles que las otras autoridades ejercían sobre cada uno de ellos. Algunos de dichos cargos fueron ocupados por letrados, teólogos y

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