La historia sin fin
Por Eva María Medina
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Con una prosa intensa y descarnada, Medina nos ofrece una mirada brutal sobre las adicciones, las promesas rotas y el daño que uno puede infligirse a sí mismo y a los demás.
La historia sin fin retrata el descenso de Gerardo a un lugar del que quizá no pueda regresar, donde la esperanza se desvanece trago a trago.
"Gerardo empieza su relato sentado a la mesa de su familia política sin beber, desesperado por beber, sentado como frente a un tribunal que más tarde será pelotón de fusilamiento.
Porque Gerardo es alcohólico, y lo juzgan y condenan por ser alcohólico. Y esos mismos que lo condenan no solo beben delante de él, sino que le refriegan el alcohol por la cara. Porque lo saborean, y le ponen una exagerada parsimonia y lentitud al hecho de beber, un hecho que en él es un torbellino, un hecho que en él es un volcán desaforado.
Escrita con maestría, sin vueltas y con una bellísima violencia, La historia sin fin narra el infierno más cruel que está adentro del infierno de ser alcohólico; un infierno que va más allá de la bebida y que es y siempre será la mirada de los otros. Festejo esta novela y festejo a Eva María Medina. No se la pierdan" (Pablo Ramos).
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Landmarks
Tabla de contenidos
Comienzo de lectura
Cover
Página de legales
Fecha de catalogación:21/10/2024
ODELIA EDITORA
facebook.com/odeliaeditora
odeliaeditora@gmail.com
www.odeliaeditora.com
Copyright © 2024 Odelia editora
© 2024, Eva María Medina.
Dirección editorial: Yanina Giglio y Jazmín Teijeiro.
Diseño de tapa e interiores: @che.ca.dg
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto 451
No se permite la reproducción parcial o total de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digitalización u otros medios, sin el permiso previo y escrito del editor.
Su infracción está penada por la Ley 11.723 y 25.446
Dedicado a la memoria de mi padre
«¿Cómo esperas comprender, a menos que bebas como yo, la hermosura de una anciana de Tarasco que juega al dominó a las siete de la mañana?»
Malcom Lowry, Bajo el volcán
«La muchacha se estremecía de miedo de estar viva. Ciertas cosas daban la misma señal, la falta de viento, un ciego tocando, la luna sobre la piedra…»
Clarice Lispector, La ciudad sitiada
1
Aunque no era la Última Cena, bien podría serlo. Mi mujer, traidora avezada, había revelado a su familia mi recaída. Noté un exceso de rabia y arrogancia en sus miradas. Y esa rigidez al sentarse, como esas muñecas antiguas de miembros duros a las que tanto cuesta mover un brazo o una pierna.
El escenario, la atmósfera, una geometría algo morbosa. Elsa y yo, quienes presidíamos la mesa, éramos vértices de dos triángulos isósceles invertidos. Uno formado por el sector femenino: mujer, cuñada, suegra; otro, por el masculino. Ambos triángulos estaban insertos en el rectángulo de la mesa de caoba, cuya base ocupaban mis queridos suegros. En el lado opuesto se sentaron mis cuñados. Los niños, que solían comer con nosotros, hoy lo hacían frente al televisor en el círculo de la mesa camilla. Una encerrona, una maldita encerrona geométrica.
Mi suegro, a mi derecha, después de saborear el vino con una parsimonia bastante sospechosa, me preguntó por mi trabajo. No sé si le contesté. Al sentir calambres en las piernas, masajeé los músculos con suavidad mientras él bebía regodeándose, con ese chascar de lengua que desquiciaba. Mejor sería que me alentase a dejar el puto alcohol, y así no atormentar a su hija, porque de tanto mirar cómo vertía el líquido rosado en su gaznate, mi imaginación hizo de las suyas y sus labios de besugo se agrandaron y ahora succionaban los pezones de mi suegra. Un trago, me dije, eliminar aquellas imágenes con un trago. A mi izquierda, mi cuñado abría otra cerveza. Quiso servirme vino. Interpreté bien mi papel tapando la copa con mi mano, aunque un instante después los dedos se abrieran.
Con el codillo, todo fue más insoportable. Dedos que aleteaban impregnados de grasa y esas bocas tan abiertas repletas de incisivos y caninos. ¿Por qué insistía mi mujer en que mostrásemos, unos frente a otros, nuestro lado más animal? ¿Estrechar vínculos?
Como en una partida de ping-pong, me llegaron pelotas que devolví con un amago de sonrisa en los primeros saques. Del «¿Qué tal el trabajo?» de mi suegro se pasó a ese «Sigues yendo a la terapia, ¿no?» de mi suegra, mientras Sandra, mi bella cuñada, atacó con un «No es por alarmar» que chocó en la red, repitiendo el servicio con un «Si dejas de ir, terminas recayendo». Esto unido a la grasa del asado y a los silencios. Esos silencios que abrían grietas por las que asomaban atisbos de esa verdad que tratábamos de ocultar con palabras, de enterrar con gestos.
Percibí que a mi cuñada le costaba mucho levantar los ojos del plato. ¿También alcohólica?, ¿su marido? Analicé el contraste entre su manera cohibida de pinchar el tomate de la ensalada y su atrevimiento al formar parte de las féminas ping-pongnianas. Las masas, el poder de las masas. Después, vinieron las trampas. Sandra le preguntó a Elsa si yo tomaba Antabus, un saque que botó primero en su lado de la mesa. Al negarlo, mi cuñada me preguntó el por qué. «El disulfiram me produce náuseas», golpeé, y no podría tomar vinagre, me dije. Me vino a la mente el día que planté cara al maldito fármaco. Unas horas después de haber tomado la pastilla frente a mi mujer, salí a hacer unas gestiones. Entré a un bar y me atreví a beber unas cañas. Pronto comenzaron los síntomas. La taquicardia, el enrojecimiento de la cara, los picores, la visión borrosa… ¡Un malestar inaudito! Caminé un rato para ver si se me pasaba. Como esto no ocurrió, decidí eliminar sus efectos bebiendo más. Tras varios whiskies, se recrudecieron los primeros síntomas surgiendo otros nuevos: la respiración entrecortada, el dolor torácico, el vértigo, la debilidad… Tan insufrible que tuve que ir a una farmacia y, con la excusa de haber bebido alcohol sin recordar que había tomado la pastilla, pedí un antídoto para el Antabus. El farmacéutico me dijo, con una superioridad despreciable, que lo que tenía que hacer era dejar de beber y entonces se me pasaría. ¡Y saber que el jodido medicamento se descubrió por casualidad mientras buscaban un remedio para las infecciones parasíticas!
Empecé a ahogarme. Me asfixiaban con sus preguntas maliciosas, sus malditas suposiciones. El corazón y las sienes me palpitaban. No debía fiarme de nadie; estar alerta y lanzar mordiscos antes de oler el peligro. Me exasperaban el tono de voz tan agudo de Sandra y la manera tan ostentosa de mi suegra de anudarse la servilleta al cuello, que a ningún psicoanalista pasaría desapercibido. Además de la disposición de los objetos en la mesa, urdida de forma magistral por mi mujer. La panera, muy cerca, que me pedían para observar mis temblores. Y las bebidas alcohólicas, en el centro de la mesa. Elsa había cambiado de estrategia. Durante mis recaídas, nunca entraba alcohol en casa. Con su familia, mi mujercita se crecía. Pero olía su miedo, que iba agarrotándola, aunque intentase esconderlo tras una sonrisa ridícula. ¡Cómo aborrecía su máscara de buena hija, mejor hermana y tan buena esposa!
En los postres, mi suegro, aferrado a su cucharilla, daba vueltas y vueltas a un café sin azúcar. Los ojos de mi suegra fisgoneaban mis manos. ¿Descubriría algo fijándose en mis venas? El calor de un licor, ¡Dios, cómo lo necesitaba! Con una copa, los calambres cesarían, el ritmo cardíaco se normalizaría y el martilleo en las sienes, tenue, cada vez más tenue.
Por ensalmo, aparecieron los licores. Sentí cómo ceñían la soga a mi cuello. Ya me había fumado casi una cajetilla. Terminaría con cáncer de pulmón. Me bebí el café, encendí otro pitillo y, empujando la silla hacia atrás, me levanté. Se produjo una cascada de miradas: de mi suegro hacia su esposa, quien miró a mi cuñado, que miraba a Sandra, la cual clavó la vista en Elsa. ¿Pensarían que tendría cubas de whisky en el baño?
Mis sobrinos me interceptaron el paso. Que involucrasen a los niños me pareció blasfemo. Me escabullí sonriendo con patetismo. Cerré la puerta del baño pegando un portazo y eché el cerrojo. No solía hacerlo, pero hoy era vital. Me agarré al lavabo con manos temblorosas y, en el espejo del armario, vi un rostro turbado, sudoroso. Lo estaban consiguiendo. Desequilibrarme, que me envenenase con potingues. Me di unos lingotazos: Dior, Valentino, Jean Paul Gaultier… ¡Qué asco! Para contrarrestar, unos chupitos de alcohol de 96º. Puro etanol. La fórmula… C2H5OH. ¡Gran bactericida! Como no había ni Nolotil ni paracetamol, saqué unas pastillas para el dolor menstrual. Me tragué tres o cuatro. Aliviarían un poco el dolor de cabeza. Sentí que todo era un juego absurdo; fichas descontroladas en un tablero tan sucio.
Apenas salí, mis sobrinos se me echaron encima. Mientras el mayor se subió en mi espalda, el pequeño tiraba de mi pierna izquierda. ¡Jodidos niños! Me lié a dar codazos y patadas, que ellos asumieron, sin quejarse, como parte del juego. Su bendita madre debió de oír los gritos porque vino acalorada. Que dejasen al tío tranquilo, parecía regañarlos. Al acuclillarse para coger al pequeño, tuve su canalillo tan cerca. Me imaginé cómo lo lamía, deslizando mi lengua dentro del sujetador, tocando su pezón erecto con la punta.
En la sala, el ambiente había cambiado. Música clásica, la mesa camilla con el tapete verde, las barajas… Mi suegra ya estaba sentada, esperándonos. Seguro que tendría dos barajas «nuevecitas» dentro de su bolso de piel sintética. ¡Cómo abominaba los juegos de mesa, más aún el chinchón, juego de niños y abuelas! Mucho mejor sentarse en el sofá, sin mover un solo músculo, y dejar que el tiempo pasase. No estaba mal derrocharlo; total, teníamos tanto. Pero la gente lo desaprobaba.
Mientras Sandra escribía nuestros nombres en una hoja cuadriculada, su querido consorte barajaba las cartas. Ya les había dicho que no iba a jugar. Hicieron caso omiso. Mi suegro tiró de mi manga hasta que cedí sentándome a su lado. Momento que Elsa aprovechó para dejarme una montaña de monedas y un cenicero a mi derecha. ¡Con qué pasión habría jugado si el premio hubiese sido una copa!
Con manos temblonas, recogí mis naipes. Ni un mísero trío, ninguna escalera. Cuando mi suegro se libró del caballo de bastos, robé un rey de copas y me descarté del seis de espadas, carta que mi cuñado atrapó con un gritito y una sonrisa aviesa. Tanto entusiasmo me desagradó. Pronto los niños se unieron al pasatiempo. Quique, el pequeño, ayudaría a su madre; el mayor jugaría solo. Anhelé la soledad del cuarto de baño y sus mejunjes, pero en cuanto me levantase, mandarían a los niños a que me siguieran. ¡Cómo temía aquellas mentes tan abyectas! Mi suegro me dio un codazo. Me descarté del seis de copas que acababa de robar. Mi cuñado lo cogió y, al grito de «¡menos diez!», cerró la mano. Mi suegra me recriminó mi falta de atención. Todo quedó anotado. También mis puntos, que contaron y recontaron.
Con una parsimonia anormal, Elsa repartía las cartas. A la rigidez de los músculos de mis piernas se unió la de mis brazos. Imaginé cómo un Apolo afeminado me perseguía por un bosque mientras mis brazos se transformaban en ramas, mi pelo se convertía en follaje, de mis pies salían raíces que se adentraban en la tierra, y mi rostro ya no era un rostro, sino la copa de un laurel lozano.
El recuerdo de Tobías acaparó