Confesiones de Un Sicario
Confesiones de Un Sicario
Confesiones de Un Sicario
“Lo quiero”, contesté, “quiero escribir su historia”. Por eso vine aquí.
Revisa las fotografías; son imágenes que nunca salieron en los periódicos.
Clava su dedo en un tipo que está parado junto a un cuerpo semienterrado:
“Esta fotografía puede costarte la vida”, dice.
Se inclina hacia mí. “Vicente —el jefe del cártel de Juárez— podría matarte si
tan sólo pensara que estás hablando por ahí”.
Estas fotografías pueden costarte la vida. Las palabras pueden costarte la vida.
Y todo esto sucederá, y morirás, y la oración jamás tendrá sujeto, será
simplemente un objeto que se desploma muerto en el piso.
Tiene dedos muy gruesos y manos muy grandes. Su cara no tiene expresión.
Su voz es fuerte pero plana.
TERRITORIO DESCONOCIDO
“Todo lo que diga se queda en este cuarto”, advierte. Asiento y sigo tomando
notas.
Así empieza: nada puede salir del cuarto, aunque estoy tomando notas y a
pesar de que sabe que voy a publicar lo que me cuente porque se lo aviso.
Estamos entrando en un territorio que ninguno de los dos conoce. Yo no puedo
repetir nunca lo que él me cuente aunque le digo que lo voy a hacer. Nada
puede salir de este cuarto aunque él ve cómo escribo en una libreta negra. No
sé su nombre ni puedo verificar nada de lo que me diga. Pero este asesino
tiene pedigrí, se lo dio el hombre que nos puso en contacto: un hombre que
alguna vez usó sus servicios, un ex miembro de un cártel y mando de la Policía
Estatal al que ahora le debo un favor.
Me pide que le toque el tricep de su brazo derecho. Le cuelga como una llanta
desinflada. “Ahora”, dice, “siente mi brazo izquierdo”. Nada le cuelga ahí.
Se pone de pie y me hace una llave china. Podría romperme el cuello como si
fuera una rama. Se vuelve a sentar.
Me observa con una mirada tranquila y dice, “5 mil dólares cuando mucho,
probablemente menos. No tienes poder ni conexiones con el poder. Nadie me
perseguiría si te matara”.
“Una vez”, recuerda, “mi padre me llevó a mí y a tres de mis hermanos al circo.
Llevamos nuestro chili y nuestras galletas para no gastar. Ese fue el día más
feliz de mi vida. Y la única vez que mi padre me llevó a algún lado”.
Está en la prepa cuando la Policía Estatal lo recluta junto con algunos de sus
amigos. Reciben 50 dólares por pasar coches por el puente de El Paso; luego
los estacionan y se van. Nunca saben qué hay en los coches y nunca
preguntan. Después de la entrega los llevan a un motel donde siempre hay
mujeres y coca disponibles.
“Nos pagaban 150 dólares a la semana como cadetes”, dice, “pero de El Paso
nos mandaban un bono de mil dólares mensuales. Todos los días había droga
y alcohol para armar fiestas en la academia. Los fines de semana
sobornábamos a los guardias para ir a El Paso. A mí me mandaron a la
escuela del FBI; me enseñaron a detectar armas, drogas y vehículos robados.
El entrenamiento fue muy bueno”.
Así era el Juárez disciplinado que alguna vez conoció. Después, en julio de
1997, muere Amado Carrillo Fuentes, líder del cártel de Juárez. Eso fue un
“terremoto”. El orden se derrumbó. Los pagos a la Policía del Estado
provenientes de una cuenta en Estados Unidos se terminaron. Y cada unidad
tuvo que arreglárselas por sí sola.
Antes de la muerte de Carrillo, no era fácil meter coca en Juárez porque “si
abrías un kilo, te mataban”. Así que él y su tropa cruzaban el puente hacia El
Paso para hacer negocios. Para ese momento controla a una banda de
secuestradores y asesinos, trabaja para un cártel que almacena toneladas de
cocaína en bodegas clandestinas en Juárez, y tiene que entrar a Estados
Unidos para conseguir las suyas.
Dice que Amado Carrillo Fuentes es una bestia. Ahora divaga, está regresando
a un tiempo y un lugar que ya abandonó, el coto de caza en el que masacraba
y derrochaba 5 mil dólares en una tarde. Recuerda cuando unos fuereños
trataron de llegar a Juárez para apoderarse de la plaza, de la frontera. Al
principio, la organización los mataba y los colgaba de cabeza. Después,
durante un tiempo, les hacían el nudo de corbata colombiano: la garganta
cortada, la lengua pendiendo por la raja. Luego hubo una avalancha de
“collares”: el cuerpo quemado era encontrado con un remate carbonizado en
lugar de la cabeza, los hilos metálicos de las llantas abrazaban a los cadáveres
como aros ennegrecidos.
DE CAZADOR... A PRESA
Su cara refleja miedo. No miedo de mí sino de algo que ninguno de los dos
puede definir, una máquina de muerte sin conductor a la vista. No existe un
cártel del que se tenga que escapar, no existe ningún jefe del que deba
cuidarse. Alguien dio luz verde y ahora cualquiera que conozca el contrato
puede matarlo y reclamar el dinero. El nombre de su asesino es legión.
Es un hombre que ríe, su cuerpo casi fluye, sus ojos ya no son dos carbones
negros, ahora están radiantes y bailan mientras habla.
Durante algún tiempo su pasado estuvo muerto para él, lo desconectó. Pero
ahora está de regreso. Piensa que Dios me envió para que otros conozcan su
historia.
“Ya no hago cosas malas”, dice, “pero no puedo dejar de ser precavido. Es un
hábito. Así me siento seguro. Ya me han matado dos veces, ¿sabías?”.
Se levanta la camisa y me enseña las cicatrices de dos ráfagas de AK-47 que
recibió en distintos momentos.
Había sido un error. La organización pensó que había filtrado datos sobre el
asesinato de un columnista, pero resultó que el informante era el mismo al que
le habían pagado para intervenir los teléfonos. Así que lo mataron y luego “se
disculparon conmigo y me pagaron un mes de vacaciones en Mazatlán que
incluía mujeres, droga y alcohol. Tenía como 24 años”.
“La primera persona que maté… Bueno, éramos policías estatales y estábamos
patrullando”, dice. “Le hablaron a mi compañero al celular y le dijeron que el
hombre que buscábamos estaba en un centro comercial. Así que fuimos ahí, lo
agarramos y lo metimos en el coche”.
El tipo al que levantan había perdido 10 kilos de coca; la droga pertenecía a los
otros dos.
“Era algo automático”, explica. Manejan durante horas con el cuerpo mientras
beben. Finalmente, se dirigen a un parque industrial, levantan una coladera y
arrojan el cadáver por la cloaca. Por este trabajo le pagaron 30 gramos de
coca, una botella de whisky y mil dólares.
“Me dijeron que había pasado la prueba. Tenía 18 años”.
En algunos de los secuestros en los que participa sólo importa el dinero del
rescate. Pero cientos más tienen un propósito distinto.
“Te decían, ‘Levanta a ese tipo. Perdió 200 kilos de mariguana y no los pagó’.
Yo lo levantaba en mi carro de policía y lo aventaba en alguna casa de
seguridad. Horas después, alguien me llamaba porque había que deshacerse
del cuerpo”.
“Así fue el inicio de mi carrera después de pasar aquel examen. Durante unos
tres años viajé por todo México. Una vez hasta fui a Quintana Roo. Siempre
andaba en un carro oficial de la policía. A veces íbamos en avión pero casi
siempre manejábamos. Para pasar los retenes militares enseñábamos un
documento oficial que aseguraba que estábamos transportando a un
prisionero. El documento tenía un número de expediente falso”.
“Cuando ellos veían que era un carro oficial yo les decía: ‘No se preocupen,
todo va a salir bien. Van a regresar con su familia. Pero si no cooperan, los
vamos a drogar y a meter en la cajuela, y no les aseguro que lleguen al final del
viaje’”.
Los elementos policiacos que están “metidos” en el crimen casi no hacen labor
policial; trabajan de tiempo completo para los narcos. Ese fue el verdadero
hogar de nuestro entrevistado durante 20 años, en un segundo México que
oficialmente no existe pero que cohabita sin cortapisas con el Gobierno. En sus
múltiples viajes para amordazar, torturar y matar, nunca ha sido interceptado
por las autoridades. Él es parte del Gobierno, de la policía, y tiene a ocho
agentes bajo su mando. Pero su verdadero jefe es la organización, él asume
que es el cártel de Juárez, aunque nunca pregunta porque sabe que las
preguntas pueden ser mortales. Le dieron un sueldo, una casa y un coche. Y
prestigio.
Como todos, quiere que su vida tenga un significado. Debe tener cuidado, por
supuesto. Cuando abandonó esa vida hace dos años, la organización le puso
precio a su cabeza: 250 mil dólares. No sabe si la cifra ha aumentado, pero no
cree que haya disminuido. Por ahora, sabe que Dios lo protege a él y a su
familia, pero aun así debe cuidarse.
Estima también que de cada cien personas que transporta, (ya sea en calidad
de secuestrados o “ajusticiados”) dos recuperan su vida. El resto muere.
Despacio, muy despacio.
Puede que las víctimas tengan un millón de dólares, pero para cuando termina
el trabajo ya les quitaron todo; su fortuna entera, y tal vez, sólo tal vez, dejan
que la mujer se quede con la casa y el coche. Hay gente que vive secuestrada
dos o tres años. Después de darles de comer, los golpean, así empiezan a
asociar la comida con el dolor. Muy de vez en cuando llega la orden de soltar a
un prisionero. Los llevan vendados a algún parque y les dicen que cuenten
hasta 50 antes de quitarse la venda. Incluso en ese instante de libertad lloran,
porque no pueden creer que los vayan a soltar, sino que los van a matar.
“A veces”, dice “le quitaban la venda a los que llevaban meses secuestrados
para que limpiaran la casa de seguridad. Después de un tiempo, creían que
eran parte de la organización y se identificaban con los guardias que los
golpeaban. Componían canciones sobre sus días ahí, y nos hablaban de todas
las cosas buenas que nos darían cuando los soltáramos. A veces, después de
golpearlos mucho, les mandábamos videos a sus familias en los que rogaban,
desesperados: ‘Denles todo’. Y de pronto llegaba la orden y los matábamos”.
Detiene su relato. Quiere dejar claro que ahora él se parece a los prisioneros
que torturó y mató. Está fuera de la organización, es un peligro para ella.
“Cualquiera que ya no le sirve al jefe, se muere”.
Ahora es un hombre a la deriva recordando la época en que estaba
fuertemente anclado al mundo.
“Quiero que quede claro”, dice, “que yo sentía cosas cuando estaba en las
casas de tortura, viendo a la gente tirada en el piso, encharcada en su propio
vómito y sangre. No me dejaban ayudarlos”.
El trabajo, insiste, no es para amateurs. Por ejemplo la tortura: tienes que saber
hasta dónde llegar. Incluso si al final vas a matar al tipo, tienes que actuar con
cuidado para sacarle toda la información que necesitas.
“Los esposas por la espalda, los sientas frente a un foco de 100 watts y les
haces preguntas sobre su trabajo, el número y la edad de sus hijos, todo lo que
ya sabes porque ya lo investigaste. Cada vez que mienten les das una
descarga. Una vez que saben que no pueden mentir, empiezas con las
preguntas serias —cuántos cargamentos han movido al otro lado, para quién
trabajan, por qué no le pagan al jefe”.
“Para ese momento te contestan todo. Después los golpeas y los dejas
descansar. Les enseñamos videos de sus familias. Entonces te dicen todo lo
que necesitas saber y a veces más. Ya tienes la ventaja, y usas la nueva
información para asaltar almacenes y robar cargamentos, acorralar a otros que
trabajan con él, grabar a sus familias, y empezar de nuevo. Sabes que las
familias no acudirán a la policía porque sospechan que su padre o su esposo
anda metido en negocios turbios. Pero si van a la policía nos enteramos de
inmediato, porque nosotros trabajamos ahí. Somos parte de la unidad
antisecuestro. A veces matamos a los secuestrados de inmediato porque,
después de quitarles el coche y las joyas, no valen nada. El botín se divide
entre los de la unidad, es decir, entre cinco u ocho personas. Lo peor de
matarlos es que luego tienes que cavar un agujero para enterrarlos. La mayoría
comete dos errores. No le pagan al que controla la plaza, la ciudad. O sueñan
que pueden ser mejores que el jefe”.
SIN LIMITES
“Recibía mis órdenes”, dice, “así que tenía que matarlos. Los jefes no conocen
límites. Si quieren una mujer, la consiguen. Si quieren un coche, lo consiguen.
No tienen límites”.
No le gusta la gente que mata por matar. No son profesionales. Los verdaderos
sicarios matan por dinero. Pero hay gente que lo hace por diversión.
“Hay quien dice: ‘No he matado a nadie en una semana’. Así que van a la calle
y matan a alguien. Esta gente no pertenece al mundo del crimen organizado.
Están locos. Si descubres que alguien de tu unidad es así, lo matas. A los que
realmente quieres reclutar son a policías o ex policías —asesinos entrenados”.
LA PLANEACION DE LA EJECUCION
Primero, los “Ojos” estudian a la víctima durante días, por lo menos una
semana. Anotan su horario, cuándo se levanta, a qué hora va al trabajo,
cuándo come en casa, toda su rutina doméstica es registrada por los “Ojos”.
Luego, la “Mente” se encarga. Estudia los hábitos del blanco en la ciudad: su
jornada laboral, dónde come, dónde bebe, qué tan seguido visita a su amante,
dónde vive ella y cuáles son sus hábitos. Entre los “Ojos” y la “Mente” esbozan
un horario. Después se reúne el resto del equipo, de seis a ocho personas. Dos
carros de policía con oficiales y dos coches con sicarios. Escogen una calle
que pueda ser bloqueada fácilmente. El timing será medido a la perfección y el
golpe se hará a no más de media docena de calles de la casa de seguridad —
eso es fácil porque hay muchas en la ciudad.
Todo esto debe tomar menos de 30 segundos. Uno de los hombres deberá
salir de un coche para darle el “coup de grace” al blanco regado con balas.
Después todos se dispersan.
Dibuja todo esto con exactitud, cada rectángulo que representa a un coche está
perfectamente delineado, y el de la víctima tiene tantas marcas de tinta verde
que parece florecer de la hoja. Las flechas indican el movimiento de los
vehículos. Es como una ecuación en un pizarrón.
Todo está contenido, sellado. Durante un tiempo usaron niños para robar
coches, pero los niños, unos 40, se volvieron arrogantes, hablaban de más y
vendían droga en los antros. Eso violaba el pacto que había con el gobernador
de Chihuahua para mantener tranquila la ciudad. Así que una noche, hace
unos 10 años, 50 policías, y como 15 miembros de la organización que tenían
que asegurarse de que el trabajo se hiciera bien, rodearon a esos niños en
Avenida Juárez. No fueron torturados. Los mataron de un solo tiro y los
enterraron en un hoyo.
“La cosa siguió así durante tres días. Apestaban a carne quemada. Trajeron a
un doctor para que los mantuviera con vida. Querían que aguantaran otro día
más.
“‘Mátanos’, contestaron.
“Aguantaron tres días. El doctor tuvo que emplearse a fondo, los inyectaba
para que no murieran. Finalmente fallecieron a causa de la tortura.
“La única razón por la que estoy aquí es porque Dios me salvó. Después de
todos estos años estoy hablando contigo. Estoy reviviendo cosas que estaban
muertas para mí. No quiero ser parte de esta vida. No quiero saber nada.
Tienes que escribir esto para que otros sicarios sepan que pueden salirse.
Deben saber que Dios los puede ayudar. No son monstruos. Han sido
entrenados como las fuerzas especiales del Ejército. Pero nunca se dieron
cuenta de que en realidad fueron entrenados para servir al Diablo”.
“Imagina que tienes 19 años y que puedes mandar llamar un avión. Me gustaba
ese poder. Hasta que Dios me habló, nunca pensé que podía salir de esto.
Pero aunque Dios me libere seguiré siendo un lobo. Seguiré siendo una
persona terrible, pero Dios estará de mi lado”.
“Nadie, salvo los que han vivido esta vida, entenderán esta historia. Dios te dirá
cómo escribirla”.