Fluctuaciones Económicas e Historia Social
Fluctuaciones Económicas e Historia Social
Fluctuaciones Económicas e Historia Social
Ernest Labrousse
Tres fechas en la historia de la Francia moderna: 1848;
1830; 1789
II
Así pues, la crisis une contra el Gobierno, al mismo tiempo que
dispersa, a las fuerzas gubernamentales.
Pero ella no hace nada más que contribuir a crear la crisis política.
Explica sólo una parte... y quizá la más pequeña, por importante que
nos parezca, en el disparador revolucionario.
La explicación de las revoluciones por las crisis ha de sujetarse a
muchos límites,
La crisis presenta, grosso modo, una periodicidad decenal. Existen
crisis económicas decenales, pero no hay revoluciones decenales.
Se necesita, para que se constituya esta especie de mezcla explosiva
que va a ser la revolución que intervengan otros elementos, y,
concretamente, es necesario que la crisis económica coincida con la
crisis política. La crisis política se manifiesta por la descomposición de
las fuerzas gubernamentales, de las fuerzas militares, como hemos
visto hace un momento; pero también de las fuerzas parlamentarias y
ministeriales, como vamos a ver ahora.
Ante todo, las dificultades financieras actúan como un disolvente
peligroso y comprometen la posición del Gobierno ante la opinión
pública y parlamentaria. Estas dificultades están, claro es, ligadas a
las dificultades económicas. Quien dice crisis económica dice crisis
del presupuesto latente o declarada. Durante la crisis económica los
impuestos se recaudan con más dificultades; los ingresos son
menores y el crédito público se lesiona. Las cargas, por el contrario,
son mayores, e igual sucede con los gastos de ayuda
Y socorro por todo esto los Gobiernos tienden a ser inestables y
especialmente frágiles, en lo periodos de crisis financiera. Los
Ministerios se suceden unos a otros. Puede hacerse la cuenta de los
«controladores» generales de 1787 a 1789 y se verá el poco
recuerdo que han dejado un Laurent de Villedeuil o un Lambert. En el
interior del equipo gubernamental se considera al ministro de
Hacienda, cuyo presupuesto no es equilibrado, como un compañero
desagradable, pero al que hay que soportar.
Así, pues, las tres crisis están marcadas—en grados diferentes—por
crisis financieras graves que influyen en el Gobierno y comprometen
la estabilidad gubernamental. Conocemos bien el problema entre
1787 y 1789. No olvidemos que de 1827 a 1830 el déficit es continuo,
que el presupuesto de 1827 es equilibrado gracias a los 50 millones
que se obtienen por recursos extraordinarios y que aparecen fuertes
minusvalías en el transcurso del primer trimestre de 1830, mientras
que hay que saldar los gastos de la expedición de Mores a Argelia. Es
entonces cuando aparecen y se despiertan nuevas quejas y cuando la
oposición encuentra un terreno abonado. Recuérdese el famoso
incidente surgido en el comedor de Peyronnet, que alcanza gran
repercusión por haber estallado en un período de «vacas flacas». Las
condiciones son buenas para denunciar las «liberalidades» del
régimen. Por ejemplo, el sueldo de un coronel suizo es de 15.000
francos (¡para los coroneles suizos, para los cuerpos privilegiados de
la Casa real el dinero no falta!). ¡Que se comparen con los 6.000
francos de un coronel francés! La crisis financiera vida, pues, la
atmósfera política o contribuye a viciarla. Encentramos otra vez la
crisis financiera antes de 1848, con un déficit record en 1847 de
millones, el 20 por 100 de los ingresos ordinarios.
La crisis política se caracteriza, además por la extensa división por el
fraccionamiento extremo de los partidarios del régimen, mientras que
la oposición llega a su apogeo.
La crisis política de 1789 es bien conocida. Las fuerzas del régimen se
descomponen. En primer lugar, se produce la «revolución
aristocrática» que Georges Lefebre, en su 1789, nos presenta antes
de la revolución burguesa. Y, además, en el período de la revolución
burguesa la fuerza de atracción de la burguesía disocia a una parte
de las fuerzas de la nobleza y del clero. Y las clases populares forman
bloque con la burguesía. Así, pues, tiene lugar una descomposición de
las fuerzas gubernamentales y, por otra parte, el paso de una parte
de estas fuerzas a las filas de la oposición.
Antes de 1830 se produce la defección. En 1830, bajo el Ministerio
Polignac, el desacuerdo en el seno del Ministerio y la crisis ministerial
se produce en el último instante, mientras que la coalición liberal
alcanza su apogeo, mientras que los 221, de acuerdo con Cavaignac,
y los republicanos, forman un bloque y se transforman en los 274.
En 1848 la oposición alcanza grandes progresos y se produce una
gran crisis política en la Asamblea censitaria de 1846. Posee una lista
de escrutinios, y citará algunos:
La mayoría de Guizot es enorme al principio: tres cuartos contra un
cuarto. Pero cuando se vota, por ejemplo, sobre la reforma electoral,
los jóvenes conservadores vacilan. El Gobierno obtiene todavía una
gran mayoría, aunque mucho más reducida: 252 votos contra 154. La
votación sobre una propuesta de Rémusat, con motivo de la reforma
parlamentaria, produce una reducción de la mayoría gubernamental,
que sólo alcanza 219 votos, mientras que la oposición ya alcanza 170.
En febrero de 1848, con motivo del debate sobre el mensaje de la
Corona, la mayoría gubernamental pierde 43 votos: 228 contra 185,
cifra record. La mayoría disminuye aún más en el voto sobre la
enmienda Sallandrouze, como consecuencia de la actitud de algunos
conservadores.
En todos los momentos, en el transcurso de las tres grandes
revoluciones, la crisis política concuerda con la crisis económica y
constituye el segundo y temible elemento de la combinación a que
antes me he referido.
Podía proponer una explicación dualista. Decir sencillamente, que en
el origen de las revoluciones encontramos, al mismo tiempo que una
crisis económica y social, una crisis política, sin investigar en que
mediad la crisis política refleja una crisis social.
En principio no niego la explicación dualista. Sin embargo, iré más
más allá del dualismo. Una revolución, como todo acontecimiento
histórico, nace de antecedentes múltiples. En cada revolución
¡cuántas causas personales; morales, sentimentales! ¡Cuántas
contingencias! ¡Cuántas contingencias y cuántos azares! La
incertidumbre de los hombres y de los eternos terceros partidos.
Escándalos famosos, como los que conducen, a finales de la
Monarquía de Julio, a un grupo de senadores vitalicios, ladrones y
asesinos, ante el más alto tribunal del reino: el quebranto moral es
considerable. Existe, por último, el hecho nacional, hecho pasional por
excelencia. ¡Cuántos estremecimientos pasionales en 1830 a la vista
de las banderas tricolores! ¡Cuántos odios contra Guizot y contra el
régimen de Julio, cómplices por acción o por omisión de los tratados
de 1815! Pero el «estremecimiento tricolor es también un
estremecimiento social. La bandera de la Revolución es también una
bandera social: la de la burguesía progresista. Nada tan significativo
como los debates europeos, como los comentarios de las cancillerías
inmediatamente después de los acontecimientos de 1830 o de 1848.
Nunca Europa se encontró tan dividida. Nunca había parecido de
manera tan clara la coexistencia de la vieja y de la nueva Europa. Se
produce el choque, no sólo de dos clases, sino de dos civilizaciones:
de la civilización basada en la propiedad territorial y de la civilización
industrial, el choque de la riqueza estática y de la riqueza en
movimiento, de la inmovilidad, la herencia, la tradición y de la
circulación activa de las minorías selectas; el conflicto de la
aristocracia conservadora y de las audacias burguesas, el antiguo
mundo contra el nuevo. Y cuando, por ejemplo, vemos a Matternich
comparar el acontecimiento de 1830 a la ruptura de un dique,
encuentra la frase más exacta, la comparación más admirable.
Declara que la sociedad está en peligro. Continúa su curso la
Revoluci6n francesa con sus choques de clases. La bandera tricolor, la
extensión a escala internacional de la Revolución francesa constituye
en el fondo el paso de lo nacional a lo social.
Del mismo modo, las crisis políticas que hemos estudiado tienen
también ciertas bases sociales.
Estas divisiones, estas luchas políticas reflejan ampliamente el fondo,
los conflictos sociales permanentes, los conflictos sociales que,
podríamos decir, son eternos, pero que alcanzan entonces un punto
culminante.
Es bien sabido que los choques de 1789 enfrentan aristocracia y
burguesía. Una burguesía cuya riqueza aumenta, lo que no quiere
decir una burguesía que sólo acumula beneficios, sino una burguesía
activa, que dirige la actividad económica, el mercado del trabajo, del
empleo, la producci6n. No conozco nada que contraste tanto con esta
actividad industrial de la burguesía como el absentismo de la
aristocracia. Es cierto que existe del lado de esta última una
acumulación de riqueza, pero es una acumulación de riqueza pasiva.
Esta burguesía que crece en riquezas, e poder económico, crece
también en cultura, en número. No se olvide que la burguesía
prolifera físicamente, pero mucho más económicamente en las
ciudades en plena expansión, en tanto que la nobleza se fija en casta.
Por último, la burguesía crece en conciencia de clase burguesa se
afirma con mayor fuerza, quizás en el siglo XVIII. La gestión burguesa
conduce a todas las clases a la prosperidad general. Es una especie
de una especie de clase misionera, de clase elegida, encargada de
guiar a la humanidad a todas las formas del progreso. Lo sabe y lo
proclama. La literatura no hace más que repetirlo. La clase burguesa
ejerce entonces sobre la sociedad la atracción de clase ascendente y
victoriosa, trae a su orbita a elementos de las fuerzas en
descomposición del viejo régimen. Sus Ambiciones y su prestigio de
clase, ascendente y progresista explican, en el fondo, lo esencial de
los choques políticos de mayo - julio, de 1789.
En 1830 aparece de nuevo, sin duda con muchos matices, la situación
de 1789. Continua siendo, en el conflicto de los 221 y de la antigua
monarquía, aunque renovada por la Carta, el conflicto de burguesía y
aristocracia; pero de una burguesía que ha tenido miedo y que teme
el duro nivel igualitario del año II. La situación es mucho más confusa
1848 Ya no es la lucha burguesía-aristocracia, ni, todavía, la lucha
burguesía-proletariado. Es una forma de lucha de clases triangular,
con dos burguesía, la grande y la pequeña, y el pueblo; pero la clase
es ascendente no es la burguesía; es ya el proletariado: el
proletariado reunido, el proletariado urbano de las ciudades en pleno
desarrollo, el proletariado coagulado de las fabricas y el artesano de
los arrabales, y no el proletariado de antaño, el proletariado disperso
de la manufactura del siglo XVIII. «Manufactura» es un término
abstracto que engloba a los trabajadores diseminados en el país
llano; «manufactura», que preexiste a «fábrica». En 1848 ya ha
nacido un proletariado fabril, reunido, en el que surgen, en mayor
grado que antaño, la conciencia de clase.
El proletariado aparece ya como la clase ascendente. La opinión
política se determina ya en relación con él. Nadie tiene un programa
social, por ejemplo, aparte de las sectas sociales, a no ser los
hombres del National, de La Reforme y los cristiano-sociales. Este
programa social reglamenta la limitación de la jornada de trabajo,
algunas veces el salario mínimo, la iniciación de una legislación del
trabajo y Cajas de retiro. Estas preocupaciones distinguen y clasifican
a ciertos partidos. E incluso el sufragio universal constituye un
aspecto de la cuestión proletaria: el problema del sufragio del pobre.
Esto no quiere decir que el proletariado no continué siendo una clase
política subordinada, auxiliar; pero es a pesar de ello, la clase
ascendente, en un momento en que la burguesía se encuentra mas
dividida, mas disgregada que nunca.
Esta disgregación, de la que tanto podría decirse, la resumiré en
pocas palabras: se explica por la desconfianza de la pequeña
burguesía, que podría llamarse burguesía competitiva hacia la gran
burguesía monopolística. Constituya un hecho bien característico el
ver, después de las dificultades economías de 1837-1840, a los
autores socialistas insistir sobre los peligros que el progreso de las
grandes empresas y de la concentración industrial representa para la
pequeña empresa, para el artesano, para el pequeño telar. Sismondi
había anunciado ya estas sombrías perspectivas, pero ahora es toda
una escuela, una corriente del pensamiento la que proclama el
peligro de los progresos de la gran burguesía para la pequeña.
Además, el Gobierno se inclina del lado de la gran burguesía
claramente, ostensiblemente, en el problema de las compañías
ferroviarias, de la banca, de las minas, de los hornos altos. Se niega a
aplicar la ley sobre las coaliciones—y, desde el punto de vista jurídico,
su posición parece inatacable—a las grandes coaliciones de capitales.
Ataca las coaliciones obreras, entrega a los mineros huelguistas a los
tribunales, pero se niega a ver una coalición patronal en una gran
compañía minera, concentrada por la absorción de pequeñas
empresas. Y al mismo tiempo la gran banca comienza a absorber a la
banca local. La compañía de ferrocarriles—privilegiada, monopolista—
arruina a las pequeñas empresas de transporte. En la metalurgia es el
monstruo, el «peso pesado» cargado de coque el que por primera vez
hace retroceder, de manera definitiva, incluso en número absoluto, al
horno alto de madera.
Pero esto no es aún suficiente para la explosión. Para que estas dos
fuerzas reunidas, tensión económica y tensión política, hagan saltar
todo es necesario que encuentren una resistencia: será, en 1789, la
preparación del golpe de mano real; en 1830, las ordenanzas, y en
1848, el negarse a prometer la reforma del Estado y la prohibición de
las manifestaciones pidiendo la reforma.