CAPÍTULO 24 Pa Imprimir
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" *
UNA SOMBRA cruzó los agradables días del ministerio de Cristo en Galilea. La gente
de Nazaret le rechazó. "¿No es éste el hijo del carpintero?" decía.
Durante su niñez y juventud, Jesús había adorado entre sus hermanos en la sinagoga de
Nazaret. Desde que iniciara su ministerio, había estado ausente, pero ellos no ignoraban
lo que le había acontecido. Cuando volvió a aparecer entre ellos, su interés y expectativa
se avivaron en sumo grado. Allí estaban las caras familiares de aquellos a quienes
conociera desde la infancia. Allí estaban su madre, sus hermanos y hermanas, y todos los
ojos se dirigieron a él cuando entró en la sinagoga el sábado y ocupó su lugar entre los
adoradores.
En el culto regular del día, el anciano leyó de los profetas, y exhortó a la gente a esperar
todavía al que había de venir, al que iba a introducir un reino glorioso y desterrar toda la
opresión. Repasando la evidencia de que la venida del Mesías estaba cerca, procuró
alentar a sus oyentes. Describió la gloria de su advenimiento, recalcando la idea de que
aparecería a la cabeza de ejércitos para librar a Israel.
Cuando un rabino estaba presente en la sinagoga, se esperaba que diese el sermón, y
cualquier israelita podía hacer la lectura de los profetas. En ese sábado, se pidió a Jesús
que tomase parte en el culto. "Se levantó a leer. Y fuéle dado el libro del profeta Isaías."
Según se lo comprendía, el pasaje por él leído se refería al Mesías:
"El espíritu del Señor es sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los
pobres: me ha enviado para sanar a los quebrantados de corazón; para pregonar a los
cautivos libertad, y a los ciegos vista; para poner en libertad a los quebrantados: para
predicar el año agradable del Señor."
"Y rollando el libro, lo dio al ministro, . . . y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos
en él.... Y todos le daban 204 testimonio, y estaban maravillados de las palabras de gracia
que salían de su boca."
Jesús estaba delante de la gente como exponente vivo de las profecías concernientes a él
mismo. Explicando las palabras que había leído, habló del Mesías como del que había de
aliviar a los oprimidos, libertar a los cautivos, sanar a los afligidos, devolver la vista a los
ciegos y revelar al mundo la luz de la verdad. Su actitud impresionante y el maravilloso
significado de sus palabras conmovieron a los oyentes con un poder que nunca antes
habían sentido. El flujo de la influencia divina quebrantó toda barrera; como Moisés,
contemplaban al Invisible. Mientras sus corazones estaban movidos por el Espíritu Santo,
respondieron con fervientes amenes y alabaron al Señor.
Pero cuando Jesús anunció: "Hoy se ha cumplido esta Escritura en vuestros oídos," se
sintieron inducidos repentinamente a pensar en sí mismos y en los asertos de quien les
dirigía la palabra. Ellos, israelitas, hijos de Abrahán, habían sido representados como
estando en servidumbre. Se les hablaba como a presos que debían ser librados del poder
del mal; como si habitasen en tinieblas, necesitados de la luz de la verdad. Su orgullo se
ofendió, y sus recelos se despertaron. Las palabras de Jesús indicaban que la obra que iba
a hacer en su favor era completamente diferente de lo que ellos deseaban. Tal vez iba a
investigar sus acciones con demasiado detenimiento. A pesar de su meticulosidad en las
ceremonias externas, rehuían la inspección de aquellos ojos claros y escrutadores.
¿Quién es este Jesús? preguntaron. El que se había arrogado la gloria del Mesías era el
hijo de un carpintero, y había trabajado en su oficio con su padre José. Le habían visto
subiendo y bajando trabajosamente por las colinas; conocían a sus hermanos y hermanas,
su vida y sus ocupaciones. Le habían visto convertirse de niño en adolescente, y de
adolescente en hombre. Aunque su vida había sido intachable, no querían creer que fuese
el Prometido.
¡Qué contraste entre su enseñanza acerca del nuevo reino y lo que habían oído decir a su
anciano rabino! Nada había dicho Jesús acerca de librarlos de los romanos. Habían oído
hablar de sus milagros, y esperaban que su poder se ejerciese 205 en beneficio de ellos;
pero no habían visto indicación de semejante propósito.
Al abrir la puerta a la duda, y por haberse enternecido momentáneamente, sus corazones
se fueron endureciendo tanto más. Satanás estaba decidido a que los ojos ciegos no
fuesen abiertos ese día, ni libertadas las almas aherrojadas en la esclavitud. Con intensa
energía, obró para aferrarlas en su incredulidad. No tuvieron en cuenta la señal ya dada,
cuando fueron conmovidos por la convicción de que era su Redentor quien se dirigía a
ellos.
Pero Jesús les dio entonces una evidencia de su divinidad revelando sus pensamientos
secretos. Les dijo: "Sin duda me diréis este refrán: Médico, cúrate a ti mismo: de tantas
cosas que hemos oído haber sido hechas en Capernaúm, haz también aquí en tu tierra. Y
dijo: De cierto os digo, que ningún profeta es acepto en su tierra. Mas en verdad os digo,
que muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando el cielo fue cerrado por
tres años y seis meses, que hubo una grande hambre en toda la tierra; pero a ninguna de
ellas fue enviado Elías, sino a Sarepta de Sidón, a una mujer viuda. Y muchos leprosos
había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; mas ninguno de ellos fue limpio, sino
Naamán el siro."
Por esta relación de sucesos ocurridos en la vida de los profetas, Jesús hizo frente a las
dudas de sus oyentes. A los siervos a quienes Dios había escogido para una obra especial,
no se les permitió trabajar por la gente de corazón duro e incrédula. Pero los que tenían
corazón para sentir y fe para creer se vieron especialmente favorecidos por las evidencias
de su poder mediante los profetas. En los días de Elías, Israel se había apartado de Dios.
Se aferraba a sus pecados y rechazaba las amonestaciones del Espíritu enviadas por
medio de los mensajeros del Señor. Así se había apartado del conducto por medio del
cual podía recibir la bendición de Dios. El Señor pasó por alto las casas de Israel, y halló
refugio para su siervo en una tierra pagana, en la casa de una mujer que no pertenecía al
pueblo escogido. Pero ella fue favorecida porque seguía la luz que había recibido, y su
corazón estaba abierto para recibir la mayor luz que Dios le enviaba mediante su profeta.
Por esta misma razón, los leprosos de Israel fueron pasados 206 por alto en tiempo de
Eliseo. Pero Naamán, noble pagano que había sido fiel a sus convicciones de lo recto y
había sentido su gran necesidad de ayuda, estaba en condición de recibir los dones de la
gracia de Dios. No solamente fue limpiado de su lepra, sino también bendecido con un
conocimiento del verdadero Dios.
Nuestra situación delante de Dios depende, no de la cantidad de luz que hemos recibido,
sino del empleo que damos a la que tenemos. Así, aun los paganos que eligen lo recto en
la medida en que lo pueden distinguir, están en una condición más favorable que
aquellos que tienen gran luz y profesan servir a Dios, pero desprecian la luz y por su vida
diaria contradicen su profesión de fe.
Las palabras de Jesús a sus oyentes en la sinagoga llegaron a la raíz de su justicia propia,
haciéndoles sentir la amarga verdad de que se habían apartado de Dios y habían perdido
su derecho a ser su pueblo. Cada palabra cortaba como un cuchillo, mientras Jesús les
presentaba su verdadera condición. Ahora despreciaban la fe que al principio les
inspirara. No querían admitir que Aquel que había surgido de la pobreza y la humildad
fuese otra cosa que un hombre común.
Su incredulidad engendró malicia. Satanás los dominó, y con ira clamaron contra el
Salvador. Se habían apartado de Aquel cuya misión era sanar y restaurar; y ahora
manifestaban los atributos del destructor.
Cuando Jesús se refirió a las bendiciones dadas a los gentiles, el fiero orgullo nacional de
sus oyentes despertó, y las palabras de él se ahogaron en un tumulto de voces. Esa gente
se había jactado de guardar la ley; pero ahora que veía ofendidos sus prejuicios, estaba
lista para cometer homicidio. La asamblea se disolvió, y empujando a Jesús, le echó de la
sinagoga y de la ciudad. Todos parecían ansiosos de matarle. Le llevaron hasta la orilla
de un precipicio, con la intención de despeñarle. Gritos y maldiciones llenaban el aire.
Algunos le tiraban piedras, cuando repentinamente desapareció de entre ellos. Los
mensajeros celestiales que habían estado a su lado en la sinagoga estaban con él en
medio de la muchedumbre enfurecida. Le resguardaron de sus enemigos y le condujeron
a un lugar seguro. 207
También los ángeles habían protegido a Lot y le habían conducido en salvo de en medio
de Sodoma. Así protegieron a Eliseo en la pequeña ciudad de la montaña. Cuando las
colinas circundantes estaban ocupadas por caballos y carros del rey de Siria, y por la gran
hueste de sus hombres armados, Eliseo contempló las laderas más cercanas cubiertas con
los ejércitos de Dios: caballos y carros de fuego en derredor del siervo del Señor.
Así, en todas las edades, los ángeles han estado cerca de los fieles que siguieran a Cristo.
La vasta confederación del mal está desplegada contra todos aquellos que quisieren
vencer; pero Cristo quiere que miremos las cosas que no se ven, los ejércitos del cielo
acampados en derredor de los que aman a Dios, para librarlos. De qué peligros, vistos o
no vistos, hayamos sido salvados por la intervención de los ángeles, no lo sabremos
nunca hasta que a la luz de la eternidad veamos las providencias de Dios. Entonces
sabremos que toda la familia del cielo estaba interesada en la familia de esta tierra, y que
los mensajeros del trono de Dios acompañaban nuestros pasos día tras día.
Cuando en la sinagoga Jesús leyó la profecía, se detuvo antes de la especificación final
referente a la obra del Mesías. Habiendo leído las palabras: "A proclamar año de la buena
voluntad de Jehová," omitió la frase: "Y día de venganza del Dios nuestro.'* Esta frase
era tan cierta como la primera de la profecía, y con su silencio Jesús no negó la verdad.
Pero sus oyentes se deleitaban en espaciarse en esa última expresión, y deseaban
ansiosamente su cumplimiento. Pronunciaban juicios contra los paganos, no discerniendo
que su propia culpa era mayor que la de los demás. Ellos mismos estaban en la más
profunda necesidad de la misericordia que estaban tan listos para negar a los paganos.
Ese día en la sinagoga, cuando Jesús se levantó entre ellos, tuvieron oportunidad de
aceptar el llamamiento del cielo. Aquel que "es amador de misericordia,"* anhelaba
salvarlos de la ruina que sus pecados atraían.
No iba a abandonarlos sin llamarlos una vez más al arrepentimiento. Hacia la
terminación de su ministerio en Galilea, volvió a visitar el hogar de su niñez. Desde que
se le rechazara allí, la fama de su predicación y sus milagros había llenado el 208 país.
Nadie podía negar ahora que poseía un poder más que humano. Los habitantes de
Nazaret sabían que iba haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos del diablo.
Alrededor de ellos había pueblos enteros donde no se oía un gemido de enfermedad en
ninguna casa; porque él había pasado por allí, sanando a todos sus enfermos. La
misericordia revelada en todo acto de su vida atestiguaba su ungimiento divino.
Otra vez, mientras escuchaban sus palabras, los nazarenos fueron movidos por el Espíritu
divino. Pero tampoco entonces quisieron admitir que ese hombre, que se había criado
entre ellos, era mayor que ellos o diferente. Todavía sentían el amargo recuerdo de que,
mientras aseveraba ser el Prometido, les había negado un lugar con Israel; porque les
había demostrado que eran menos dignos del favor de Dios que una mujer y un hombre
paganos. Por ello, aunque se preguntaban: "¿De dónde tiene éste esta sabiduría, y estas
maravillas?" no le quisieron recibir como el Cristo divino. Por causa de su incredulidad,
el Salvador no pudo hacer muchos milagros entre ellos. Tan sólo algunos corazones
fueron abiertos a su bendición, y con pesar se apartó, para no volver nunca.
La incredulidad, una vez albergada, continuó dominando a los hombres de Nazaret. Así
dominó al Sanedrín y la nación. Para los sacerdotes y la gente, el primer rechazamiento
de la demostración del Espíritu Santo fue el principio del fin. A fin de demostrar que su
primera resistencia era correcta, continuaron desde entonces cavilando en las palabras de
Cristo. Su rechazamiento del Espíritu culminó en la cruz del Calvario, en la destrucción
de su ciudad, en la dispersión de la nación a los vientos del cielo.
¡Oh, cuánto anhelaba Cristo revelar a Israel los preciosos tesoros de la verdad! Pero tal
era su ceguera espiritual que fue imposible revelarle las verdades relativas a su reino. Se
aferraron a su credo y a sus ceremonias inútiles, cuando la verdad del cielo aguardaba su
aceptación. Gastaban su dinero en tamo y hojarasca, cuando el pan de vida estaba a su
alcance. ¿Por qué no fueron a la Palabra de Dios, para buscar diligentemente y ver si
estaban en error? Las escrituras del Antiguo Testamento presentaban claramente todo
detalle del ministerio de Cristo, y repetidas veces citaba él de los profetas y decía: "Hoy
209 se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos." Si ellos hubiesen escudriñado
honradamente las Escrituras, sometiendo sus teorías a la prueba de la Palabra de Dios,
Jesús no habría necesitado llorar por su impenitencia. No habría necesitado declarar: "He
aquí vuestra casa os es dejada desierta."* Podrían haber conocido las evidencias de su
carácter de Mesías, y la calamidad que arruinó su orgullosa ciudad podría haber sido
evitada. Pero las miras de los judíos se habían estrechado por su fanatismo irracional. Las
lecciones de Cristo revelaban sus deficiencias de carácter y exigían arrepentimiento. Si
ellos aceptaban estas enseñanzas, debían cambiar sus prácticas y abandonar las
esperanzas que habían acariciado. A fin de ser honrados por el Cielo, debían sacrificar la
honra de los hombres. Si obedecían a las palabras de este nuevo rabino, debían ir contra
las opiniones de los grandes pensadores y maestros de aquel tiempo.
La verdad era impopular en el tiempo de Cristo. Es impopular en el nuestro. Lo fue desde
que por primera vez Satanás la hizo desagradable al hombre, presentándole fábulas que
conducen a la exaltación propia. ¿No encontramos hoy teorías y doctrinas que no tienen
fundamento en la Palabra de Dios? Los hombres se aferran hoy tan tenazmente a ellas
como los judíos a sus tradiciones.
Los dirigentes judíos estaban llenos de orgullo espiritual. Su deseo de glorificar al yo se
manifestaba aun en el ritual del santuario. Amaban los lugares destacados en la sinagoga,
y los saludos en las plazas; les halagaba el sonido de los títulos en labios de los hombres.
A medida que la verdadera piedad declinaba entre ellos, se volvían más celosos de sus
tradiciones y ceremonias.
Por cuanto el prejuicio egoísta había obscurecido su entendimiento, no podían armonizar
el poder de las convincentes palabras de Cristo con la humildad de su vida. No
apreciaban el hecho de que la verdadera grandeza no necesita ostentación externa. La
pobreza de ese hombre parecía completamente opuesta a su aserto de ser el Mesías. Se
preguntaban: Si es lo que dice ser, ¿por qué es tan modesto? Si prescindía de la fuerza de
las armas, ¿qué llegaría a ser de su nación? ¿Cómo se lograría que el poder y la gloria
tanto tiempo esperados 210 convertiesen a las naciones en súbditas de la ciudad de los
judíos? ¿No habían enseñado los sacerdotes que Israel debía gobernar sobre toda la
tierra? ¿Era posible que los grandes maestros religiosos estuviesen en error?
Pero no fue simplemente la ausencia de gloria externa en la vida de Jesús lo que indujo a
los judíos a rechazarle. Era él la personificación de la pureza, y ellos eran impuros.
Moraba entre los hombres como ejemplo de integridad inmaculada. Su vida sin culpa
hacía fulgurar la luz sobre sus corazones. Su sinceridad revelaba la falta de sinceridad de
ellos. Ponía de manifiesto el carácter huero de su piedad presuntuosa, y les revelaba la
iniquidad en toda su odiosidad. Esa luz no era bienvenida para ellos.
Si Cristo hubiese encauzado la atención general hacia los fariseos y ensalzado su saber y
piedad, le habrían recibido con gozo. Pero cuando hablaba del reino de Dios como
dispensación de misericordia para toda la humanidad, presentaba una fase de la religión
que ellos no querían tolerar. Su propio ejemplo y enseñanza no habían tendido nunca a
hacer deseable el servicio de Dios. Cuando veían a Jesús prestar atención a aquellos a
quienes ellos odiaban y repelían, se excitaban las peores pasiones de sus orgullosos
corazones. Con toda su jactancia de que bajo el "León de la tribu de Judá"* Israel sería
exaltado a la preeminencia sobre todas las naciones, podrían haber soportado la
defraudación de sus ambiciosas esperanzas mejor que la reprensión de sus pecados de
parte de Cristo y el oprobio que sentían en presencia de su pureza. 211