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Dónde Está Mi Cabeza - Pérez Galdós

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Dnde est mi cabeza?

Benito Prez Galds -IAntes de despertar, ofrecise a mi espritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondsima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trgico humorismo. Despert; no osaba moverme; no tena valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificacin material de lo que ya tena en mi alma todo el valor del conocimiento Por fin, ms pudo la curiosidad que el terror; alargu mi mano, me toqu, palp Imposible exponer mi angustia cuando pas la mano de un hombro a otro sin tropezar en nada El espanto me impeda tocar la parte, no dir dolorida, pues no senta dolor alguno la parte que aquella increble mutilacin dejaba al descubierto Por fin, apliqu mis dedos a la vrtebra cortada como un troncho de col; palp los msculos, los tendones, los cogulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona Met el dedo en la trquea; tos metlo tambin en el esfago, que funcion automticamente queriendo tragrmelo recorr el circuito de piel de afilado borde Nada, no caba dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconocindome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud fsica, no tena cabeza. - II Largo rato estuve inmvil, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, despus de juguetear con todas las ideas posibles, empez a fijarse en las causas de mi decapitacin. Haba sido degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqu en ellos algn rastro de escalofro tremendo y fugaz, y no lo encontr. Sin duda mi cabeza haba sido separada del tronco por medio de una preparacin anatmica desconocida, y el caso era de robo ms que de asesinato; una sustraccin alevosa, consumada por manos hbiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido. En mi pena y turbacin, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorpor en el lecho; mir a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatmica deba estar sobre mis hombros, y nada no la vi. Hasta me aventur a mirar debajo de la cama y tampoco. Confusin igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en m tan grande como el terror. No s cunto tiempo pas en aquella turbacin muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mo los cuidados domsticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo tema, y el pensar en la estupefaccin de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad. Pero no haba ms remedio: llam Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cmara no se asombr tanto como yo crea. Nos miramos un rato en silencio.

-Ya ves, Pepe -le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que deca-; ya lo ves, no tengo cabeza. El pobre viejo me mir con lstima silenciosa; me mir mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulacin. Cuando se apart de mi, llamado por sus quehaceres, me sent tan solo, tan abandonado, que le volv a llamar en tono quejumbroso y aun hurao, dicindole con cierta acritud: -Ya podris ver si est en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca No se os ocurre nada. A poco volvi Jos, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, djome que mi cabeza no pareca. - III La maana avanzaba, y decid levantarme. Mientras me vesta, la esperanza volvi a sonrer dentro de m. -Ah! -pens- de fijo que mi cabeza est en mi despacho Vaya, que no habrseme ocurrido antes! qu cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada En qu? No puedo recordarlo fcilmente; pero ello debi de ser mi Discurso-memoria sobre la Aritmtica filosfico-social, o sea, Reduccin a frmulas numricas de todas las ciencias metafsicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces un prrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegu a sentir horriblemente caldeada la regin cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salan por ojos y odos, estallando como burbujas de aire, y llegu a sentir un ardor irresistible, una obstruccin congestiva que me inquietaron sobremanera Y enlazando estas impresiones, vine a recordar claramente un hecho que llev la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no consiguiendo atenuarlo pasndome la mano por la calva, me cog con ambas manos la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapn muy apretado, y al fin, con ligersimo escozor en el cuello me la quit, y cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sent un gran alivio, y me acost tan fresco. - IV Este recuerdo me devolvi la tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corr al despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de libros y papeles que sobre la mesa haba. Montones de ciencia, pilas de erudicin! Vi la lmpara ahumada, el tintero tan negro por fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de nmeros chiquirritines, pero la cabeza no la vi. Nueva ansiedad. La ltima esperanza era encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme frrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolv todo, pas hoja por hoja, y nada Tampoco all! Sal de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quera que mi familia me sintiese. Metme de nuevo en la cama, sumergindome en negras meditaciones.

Qu situacin, qu conflicto! Por de pronto, ya no podra salir a la calle porque el asombro y horror de los transentes haban de ser nuevo suplicio para m. En ninguna parte poda presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasin en otros, la extraeza en todos me atormentara horriblemente. Ya no podra concluir mi Discurso-memoria sobre la Aritmtica filosfico-social; ni aun podra tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos captulos ya escritos de aquella importante obra. Cmo era posible que me presentase ante mis dignos compaeros con mutilacin tan lastimosa! Ni cmo pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni representacin literaria! Imposible! Era ya hombre acabado, perdido para siempre. -VLa desesperacin me sugiri una idea salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis, hombre de mucho saber a la moderna, mdico filsofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren. La resolucin de verle me alent: vestme a toda prisa. Ay! Qu impresin tan extraa, cuando al embozarme pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir, segn costumbre de toda mi vida. Sal bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta. Sal y volv a entrar para cerciorarme de la disminucin de mi estatura, y en una de stas, redoblronse de tal modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentacin, y me fui derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqu y otras tantas me detuve, sin valor bastante para verme Al fin me vi Horripilante figura! Era yo como una nfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo haba visto mil veces en Museos anatmicos. Mand traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en la calle, y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota de la muchedumbre. Metme con rpido movimiento en la berlina. El cochero no advirti nada, y durante el trayecto nadie se fij en m. Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibi con la cortesa graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el asombro que deb causarle. -Ya ves, querido Augusto -le dije, dejndome caer en un silln-, ya ves lo que me pasa -S, s -replic frotndose las manos y mirndome atentamente-: ya veo, ya No es cosa de cuidado. -Que no es cosa de cuidado! -Quiero decir Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento fro del Este -El viento fro es la causa de! -Por qu no? -El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado violentamente o me la han sustrado por un procedimiento latroanatmico, que sera grande y pasmosa

novedad en la historia de la malicia humana. Tan torpe estaba aquel da el agudsimo doctor, que no me comprenda. Al fin, refirindole mis angustias, pareci enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugiri ideas consoladoras. -No es tan grave el caso como parece -me dijo- y casi, casi, me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. Dnde est? se es el problema. Y dicho esto, ech por aquella boca unas erudiciones tan amenas y unas sabiduras tan donosas, que me tuvo como encantado ms de media hora. Todo ello era muy bonito; pero no vea yo que por tal camino furamos al fin capital de encontrar una cabeza perdida. Concluy prohibindome en absoluto la continuacin de mis trabajos sobre la Aritmtica filosfico-social, y al fin, como quien no dice nada, dejse caer con una indicacin, en la que al punto reconoc la claridad de su talento. Quin tena la cabeza? Para despejar esta incgnita convena que yo examinase en mi conciencia y en mi memoria todas mis conexiones mundanas y sociales. Qu casas y crculos frecuentaba yo? A quin trataba con intimidad ms o menos constante y pegajosa? No era pblico y notorio que mis visitas a la Marquesa viuda de X traspasaban, por su frecuencia y duracin, los lmites a que debe circunscribirse la cortesa? No podra suceder que en una de aquellas visitas me hubiera dejado la cabeza, o me la hubieran secuestrado y escondido, como en rehenes que garantizara la prxima vuelta? Diome tanta luz esta indicacin, y tan contento me puse, y tan claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude mostrar al conspicuo Doctor mi agradecimiento, y abrazndole, sal presuroso. Ya no tena sosiego hasta no personarme en casa de la Marquesa, a quien tena por autora de la ms pesada broma que mujer alguna pudo inventar. - VI La esperanza me alentaba. Corr por las calles, hasta que el cansancio me oblig a moderar el paso. La gente no reparaba en mi horrible mutilacin, o si la vea, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como asustados: vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror no. Diome por examinar los escaparates de las tiendas, y para colmo de confusin, nada de cuanto vi me atraa tanto como las instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante sorpresa trastornase mi espritu, privndome de la alegra que lo embargaba y sumergindome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquera elegante vi Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba corta, ojos azules, nariz aguilea era, en fin, mi cabeza, mi propia y autntica cabeza Ah! cuando la vi, la fuerza de la emocin por poco me priva del conocimiento Era, era mi cabeza, sin ms diferencia que la perfeccin del peinado, pues yo apenas tena cabello que peinar, y aquella cabeza ostentaba una esplndida peluca. Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. Era? No era? Y si era, cmo haba ido a parar all? Si no era, cmo explicar el pasmoso parecido? Dbanme ganas de

detener a los transentes con estas palabras: Hgame usted el favor de decirme si es esa mi cabeza. Ocurrime que deba entrar en la tienda, inquirir, proponer, y por ltimo, comprar la cabeza a cualquier precio Pensado y hecho; con trmula mano abr la puerta y entr Dado el primer paso, detveme cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y quizs hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda sali risuea y afable, invitme a sentarme, sealando la ms prxima silla con su bonita mano, en la cual tena un peine.

Dnde est mi cabeza? se public en el diario El Imparcial de Madrid, Espaa, en 1892.

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