Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Stefan Zweig - Fouche

Descargar como txt, pdf o txt
Descargar como txt, pdf o txt
Está en la página 1de 99

STEFAN ZWEIG

FOUCH
EL GENIO TENEBROSO
Revisado por: Sergio Cortz
INTRODUCCIN

Jos Fouch fue uno de los hombres ms poderosos de su poca y uno de los ms extraordinar
ios de todos los tiempos. Sin embargo, ni goz de simpatas entre sus contemporneos n
i se le ha hecho justicia en la posteridad.
A Napolen en Santa Elena, a Robespierre entre los jacobinos, a Carnot, Barras y T
alleyrand en sus respectivas Memorias y a todos los historiadores franceses reali
stas, republicanos o bonapartistas , la pluma les rezuma hiel cuando escriben su n
ombre. Traidor de nacimiento, miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza d
e reptil, trnsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto, amoral... No se le
escatiman las injurias. Y ni Lamartime, ni Michelet, ni Luis Blanc intentan ser
iamente estudiar su carcter, o, por mejor decir, su admirable y persistente falta
de carcter. Por primera vez aparece su figura, con sus verdaderas proporciones,
en la biografa monumental de Luis Madelins, al que este estudio, lo mismo que tod
os los anteriores, tiene que agradecerle la mayor parte de su informacin. Por lo
dems, la Historia arrincon silenciosamente en la ltima fila de las comparsas sin im
portancia a un hombre que, en un momento en que se transformaba el mundo, dirigi
todos los partidos y fu el nico en sobrevivirles, y que en la lucha psicolgica venc
i a un Napolen y a un Robespierre. De vez en cuando ronda an su figura por algn dram
a u opereta napolenicos; pero entonces, casi siempre reducido al papel gastado y
esquemtico de un astuto ministro de la Polica, de un precursor de Sherlock Holmes.
La crtica superficial confunde siempre un papel del foro con un papel secundario
.
Slo uno acert a ver esta figura nica en su propia grandeza, y no el ms insignificant
e precisamente: Balzac. Espritu elevado y sagaz al mismo tiempo, no limitndose a o
bservar lo aparente de la poca, sino sabiendo mirar entre bastidores, descubri con
certero instinto en Fouch el carcter ms interesante de su siglo. Habituado a consi
derar todas las pasiones -las llamadas heroicas lo mismo que las calificadas de
inferiores , elementos completamente equivalentes en su qumica de los sentimientos;
acostumbrado a mirar igualmente a un criminal perfecto un Vautrin- que a un geni
o moral un Luis Lambert , buscando, ms que la diferencia entre lo moral y lo inmoral
, el valor de la voluntad y la intensidad de la pasin, sac de su destierro intenci
onado al hombre ms desdeado, al ms injuriado de la Revolucin y de la poca imperial. El
nico ministro que tuvo Napolen, le llama, singulier gnie, la plus forte tte que je c
onnaiss, una de las figuras que tienen tanta profundidad bajo la superficie y que
permanecen impenetrables en el momento de la accin, y a las que slo puede compren
derse con el tiempo. Esto ya suena de manera distinta a las depreciaciones morali
stas. Y en medio de su novela Une tnbreuse affaire dedica a este genio grave, hondo
y singular, poco conocido, una pgina especial. Su genio peculiar escribe , que causab
a a Napolen una especie de miedo, no se manifestaba de golpe. Este miembro descon
ocido de la Convencin, lino de los hombres ms extraordinarios y al mismo tiempo ms
falsamente juzgados de su poca, inici su personalidad futura en los momentos de cr
isis. Bajo el Directorio se elevo a la altura desde la cual saben los hombres de
espritu profundo prever el futuro, juzgando rectamente el pasado; luego, sbitamen
te como ciertos cmicos mediocres que se convierten en excelentes actores por una i
nspiracin instantnea , di pruebas de su habilidad durante el golpe de Estado del 18 d
e Brumario. Este hombre, de cara plida, educado bajo una disciplina conventual, q
ue conoca todos los secretos del partido de la Montaa, al que perteneci primero, lo
mismo que los del partido realista, en el que ingres finalmente; que haba estudia
do despacio y sigilosamente los hombres, las cosas y las prcticas de la escena po
ltica, aduese del espritu e Bonaparte, dndole consejos tiles y proporcionndole valioso
informes... Ni sus colegas de entonces ni los de antes podan imaginar el volumen
de su genio, que era, sobre todo, genio de hombre de Gobierno, que acertaba en
todos sus vaticinios con increble perspicacia. Estos elogios de Balzac atrajeron p

or primera vez la atencin sobre Fouch, y desde hace aos he considerado ocasionalmen
te la personalidad a la que Balzac atribuye el haber tenido mas poder sobre los h
ombres que el mismo Napolen. Pero Fouch pareca haberse propuesto, lo mismo en vida q
ue en la Historia, ser una figura de segundo trmino, un personaje a quien no agra
da que le observen cara a cara, que le vean el juego. Casi siempre est sumergido
en los acontecimientos, dentro de los partidos, entre la envoltura impersonal de
su cargo, tan invisible y activo como el mecanismo de un reloj. Y rara vez se c
onsigue captar, en el tumulto de los sucesos, su perfil fugaz en las curvas ms pr
onunciadas de su ruta. Y ms extrao an! Ninguno de esos perfiles de Fouch, cogidos al
vuelo, coinciden entre s a primera vista. Cuesta trabajo imaginarse que el mismo
hombre que fue sacerdote y profesor en. 1790, saquease iglesias en 1792, fuese c
omunista en 1793, multimillonario cinco aos despus y Duque de Otranto algo ms tarde
. Pero cuanto ms audaz le observaba en sus transformaciones, tanto mas interesant
e se me revelaba el carcter, o mejor, la carencia de carcter de este tipo maquiavli
co, el ms perfecto de la poca moderna. Cada vez me pareca ms atractiva su vida poltic
a, envuelta toda en lejana y misterio, cada vez ms extraa, mas demonaca su figura. A
s me decid a escribir, casi sin proponrmelo, por pura complacencia psicolgica, la hi
storia de Jos Fouch, como aportacin a una biografa que estaba sin hacer y qu era nece
saria: la biografa del diplomtico, la ms peligrosa casta espiritual de nuestro cont
orno vital, cuya exploracin no ha sido realizada plenamente.
Una biografa as, de una naturaleza perfectamente amoral, an siendo, como la de Jos F
ouch, tan singular y significativa, me doy cuenta de que no va con el gusto de la
poca. Nuestra poca quiere biografas heroicas, pues la propia pobreza de cabezas po
lticamente productivas hace que se busquen ms altos ejemplos en los tiempos pasado
s, No desconozco de ninguna manera el poder de las biografas heroicas, que amplif
ican el alma, aumentan la fuerza y elevan espiritualmente. Son necesarias, desde
los das d Plutarco, para todas las generaciones en fase de crecimiento, para toda
juventud nueva. Pero precisamente en lo poltico albergan el peligro de una falsi
ficacin de la Historia, es decir: es como si siempre hubiesen decidido el destino
del mundo las naturalezas verdaderamente dirigentes. Sin duda domina una natura
leza heroica por su sola existencia, an durante decenios y siglos, la vida espiri
tual, pero nicamente la espiritual. En la vida real, verdadera, en el radio de ac
cin de la poltica, determinan rara vez y esto hay que decirlo como advertencia ante
toda fe poltica las figuras superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera
eficacia est en manos de otros hombres inferiores, aunque mas hbiles: en las figur
as de segundo trmino. De 1914 a 1918 hemos visto como las decisiones histricas sob
re la guerra y la paz no emanaron de la razn y de la responsabilidad, sino del po
der oculto de hombres annimos del mas equvoco carcter y de la inteligencia mas prec
aria. Y diariamente vemos de nuevo que en el juego inseguro y a veces insolente
de la poltica, a la que las naciones confan an crdulamente sus hijos y su porvenir,
no vencen los hombres de clarividencia moral, de convicciones inquebrantables, s
ino que siempre son derrotados por esos jugadores profesionales que llamamos dip
lomticos, esos artistas de manos ligeras, de palabras vanas y nervios fros. Si ver
daderamente es la poltica, como dijo Napolen hace ya cien aos, la fatalite moderne,
la nueva fatalidad, vamos a intentar conocer los hombres que alientan tras esas
potencias, y con ello, el secreto de su poder peligroso. Sea la historia de la
vida de Jos Fouch una aportacin a la tipologa del hombre poltico.
Salzburgo, otoo 1929.
CAPTULO PRIMERO
ASCENSO
(1759 1793)
EL 31 de mayo de 1759 nace Jos Fouch todava le falta mucho para ser Duque de Otranto!
en el puerto de Nantes. Marineros y mercaderes sus padres y marineros sus antepa
sados, nada ms natural que l continuase la tradicin familiar; pero bien pronto se v
i que este muchacho delgaducho, alto, anmico, nervioso, feo, careca de toda aptitud
para oficio tan duro y verdaderamente heroico en aquel tiempo. A dos millas de
la costa, se mareaba; al cuarto de hora de correr o jugar con los chicos, se can
saba. Qu hacer, pues, con una criatura tan dbil?, se preguntaran los padres no sin i

nquietud, porque en la Francia de 1770 no hay todava lugar adecuado para una burg
uesa ya despierta y en empuje impaciente. En los tribunales, en la administracin,
en cada cargo, en cada empleo, las prebendas substanciosas se quedan para la ari
stocracia; para el servicio de Corte se necesita escudo condal o buena barona; ha
sta en el ejrcito, un burgus con canas apenas llega a sargento. El Tercer Estado n
o se recomienda an en ninguna parte de aquel reino tan mal aconsejado y corrompid
o; no es extrao, pues, que un cuarto de siglo ms tarde exija con los puos lo que se
le neg demasiado tiempo a su mano implorante. No queda ms que la Iglesia. Esta gr
an potencia milenaria, que supera infinitamente en sabidura mundana a las dinastas
, piensa ms prudente, ms democrtica, ms generosamente. Siempre encuentra sitio para
los talentos y recoge al mas humilde en su reino invisible. Como el pequeo Jos se
destaca ya estudiando en el colegio de los oratorianos, le ceden con gusto la cte
dra de Matemticas y Fsica para que desempee en ella los cargos de inspector y profe
sor. A los veinte aos adquiere en esta Orden que desde la expulsin de los jesuitas
prevalece en toda Francia la educacin catlica, honores y cargo. Un cargo pobre, sin
mucha esperanza de ascenso; pero siempre una escuela en la que l mismo aprende a
la vez que ensea. Podra llegar ms alto: ser fraile un da, tal vez obispo o Eminenci
a, si profesara. Pero cosa tpica en Jos Fouch: ya en el escaln inicial, en el primer
o y ms bajo de su carrera, resalta un rasgo caracterstico de su personalidad: la a
ntipata a ligarse completamente, de manera irrevocable, a alguien o a algo. Viste
el habito de clrigo, esta tonsurado, comparte la vida monacal de los dems Padres
espirituales, y durante diez aos de oratoriano en nada se diferencia, ni exterior
ni interiormente, de un sacerdote. Pero no toma las rdenes mayores, no hace voto
; como en todas las situaciones de su vida, dejase abierta la retirada, la posib
ilidad de variacin y cambio. A la Iglesia se da temporalmente y no por entero, lo
mismo que mas tarde al Consulado, al Imperio o al Reino. Ni siquiera con Dios s
e compromete Jos Fouch a ser fiel para siempre.
Durante diez aos, de los veinte a los treinta, anda este plido y reservado semisac
erdote por claustros y refectorios silenciosos. Da clase en Niort, Saumur, Vendo
me, Pars, pero casi no siente el cambio de lugar, pues la vida de un profesor de
seminario se desarrolla igual en todas partes: pobre, silenciosa e insignificant
e, lo mismo en una ciudad que en otra, siempre tras muros callados, siempre apar
tado de la vida. Veinte, treinta, cuarenta discpulos, a los que ensea latn, matemtic
as y fsica; muchachos plidos, vestidos de negro, a los que lleva a misa y a los qu
e vigila en el dormitorio. Lectura solitaria en libros cientficos, comidas pobres
y sueldos mezquinos. Una existencia conventual, humilde. Anquilosados, irreales
, al margen del tiempo y del espacio, estriles y humillantes, parecen estos diez
aos silenciosos y sombros de la vida de Fouch. Sin embargo, aprende durante ellos l
o que ha de ser, ms tarde, infinitamente til al diplomtico: el arte de callar, la c
iencia magistral de ocultarse a s mismo, la maestra para observar y conocer el cor
azn humano. Si este hombre, an en los momentos de mayor pasin de su vida, llega a d
ominar hasta el ltimo msculo de su cara; si es imposible percibir una agitacin de i
ra, de amargura, de emocin en su faz inmvil, como emparedada en silencio; si con l
a misma voz apagada sabe pronunciar lo cotidiano y lo terrible, y si puede cruza
r con el mismo paso sigiloso los aposentos del Emperador y la frentica Asamblea p
opular, ello se debe a la disciplina incomparable de dominio sobre s mismo aprend
ida en los aos de religin; a su voluntad domada en los ejercicios de Loyola, y a s
u expresin educada en las discusiones de la retrica eclesistica secular. Tal es el
aprendizaje de Fouch antes de poner el pie sobre el podio de la escena mundial. Q
uiz no sea casualidad que los tres grandes diplomticos de la revolucin francesa: Ta
lleyrand, Sieyes y Fouch, salieran de la escuela de la Iglesia maestros en el art
e humano mucho antes de pisar la tribuna. El mismo lastre religioso pone un sell
o especial a sus caracteres por lo dems contradictorios , dndoles en los minutos deci
sivos cierto parecido. A esto rene Fouch una autodisciplina frrea, casi espartana,
una resistencia interior extraordinaria contra el lujo, la fastuosidad y el arte
sutil de saber ocultar la vida privada y el sentimiento personal. No, estos aos
de Fouch a la sombra de los claustros no fueron perdidos. Aprendi enseando.
Tras muros de conventos, en aislamiento severo, se educa y desarrolla este esprit
u singularmente elstico e inquieto, llegando a alcanzar una verdadera maestra psic
olgica. Durante aos enteros slo puede actuar invisiblemente en el crculo espiritual

ms estrecho; pero ya en 1778 comienza en Francia esa tempestad social que inunda
hasta los muros mismos del convento. En las celdas de los oratorianos se discute
sobre los derechos del hombre igual que en los clubes de los francmasones. Una
extraa curiosidad empuja a estos sacerdotes jvenes hacia lo burgus, curiosidad que
hace derivar tambin la atencin del profesor de Fsica y Matemticas hacia los descubri
mientos sorprendentes de la poca: las primeras aeronaves los montgolfiers y los gra
ndiosos inventos en el terreno de la electricidad y la medicina. Los religiosos
buscan contacto con los crculos intelectuales, y este contacto lo facilita en Arr
as un crculo extrao llamado de los Rosatis, una especie de Schlaraffia, en la que los
intelectuales de la ciudad se renen en animadas veladas. El ambiente es modesto.
Pequeos burgueses, gente insignificante, recitan poesas o pronuncian discursos lit
erarios; los militares se mezclan con los paisanos. Jos Fouch, el profesor religio
so, es muy bien recibido en estas veladas, pues sabe mucho sobre los nuevos desc
ubrimientos de la Fsica. All, en amigable reunin, escucha, por ejemplo, como recita
un capitn de ingenieros llamado Lazaro Carnot versos satricos, compuestos por l mi
smo, o atiende al florido discurso que pronuncia el plido abogado, de delgados la
bios, Maximiliano de Robespierre (entonces an daba importancia a su nobleza) en h
onor de los Rosatis. An disfruta la provincia de los ltimos soplos del Dixhuitieme f
ilosofante. Reposadamente escribe el seor de Robespierre, en vez de sentencias de
muerte, graciosos versos; el mdico suizo Marat, en vez de crueles manifiestos co
munistas, escribe una novela dulzona y sentimental, y en algn rincn de provincia s
e afana el pequeo teniente Bonaparte por imitar al Werther con una novela. Las te
mpestades estn todava invisibles tras el horizonte.
Parece un juego del destino: precisamente con este abogado plido, nervioso, de or
gullo inconmensurable, llamado Robespierre, hace amistad el tonsurado profesor d
e seminario, y sus relaciones estn en el mejor camino de trocarse en parentesco,
pues Carlota Robespierre, la hermana de Maximiliano, quiere curar al profesor de
los oratorianos de sus achaques msticos, y se murmura de este noviazgo en todas
las mesas. Porqu se deshacen al fin estas relaciones no se ha sabido nunca; pero
quiz se oculte aqu la raz del odio terrible, histrico, entre estos dos hombres, tan
amigos antao y que ms tarde lucharon a vida o muerte. Entonces nada saben an de jac
obinismo y de rencor, al contrario: cuando mandan a Maximiliano de Robespierre c
omo delegado a los Estados Generales, a Versalles, para trabajar en la nueva Con
stitucin de Francia, es el tonsurado Jos Fouch quien presta al anmico abogado las mo
nedas de oro necesarias para que se pague el viaje y se pueda mandar hacer un tr
aje nuevo. Es simblico el que en esta ocasin, como en tantas otras, tenga los estr
ibos para que otro inicie su carrera histrica, para luego ser l tambin quien en el
momento decisivo traicione y derribe por la espalda al amigo de antao.
Poco despus de la partida de Robespierre a la Asamblea de los Estados Generales,
que ha de hacer temblar los fundamentos de Francia, tienen tambin los oratorianos
en Arras su pequea revolucin. La poltica ha penetrado hasta los refectorios, y el
perspicaz oteador que es Jos Fouch hincha con este viento sus velas. A propuesta s
uya mandan un diputado a la Asamblea Nacional, para demostrar al Tercer Estado l
as simpatas de los clrigos. Pero esta vez, el hombre tan precavido en otras ocasio
nes obra con precipitacin, sin duda porque sus superiores le envan, como medida co
rreccional lo que no constituye un verdadero castigo, pues carecen de fuerza para
ello , a la institucin filial de Nantes, al mismo puesto donde aprendi de nio los fu
ndamentos de la ciencia y el arte del conocimiento humano. Mas ya es adulto y ex
perto, y no le seduce ensear a los muchachos Geometra y Fsica. El sutil oteador pre
siente que se cierne sobre el pas una tempestad social, que la poltica domina el m
undo... Y a la poltica se lanza. De un golpe tira la sotana, hace desaparecer la
tonsura y en vez de pronunciar sus discursos polticos ante los nios lo hace ante l
os buenos burgueses de Nantes. Se funda un club siempre empieza la carrera de los
polticos en un escenario, prueba de la elocuencia , y un par de semanas despus ya e
s Fouch presidente de los Amis de la Constitucin de Nantes. Alaba el progreso, aun
que con precaucin y tolerancia, porque el barmetro de la honesta ciudad seala una t
emperatura moderada. Los ciudadanos de Nantes no gustan del radicalismo, temen p
or su crdito; quieren, sobre todo, hacer buenos negocios. No quieren ellos que obt
ienen de las colonias opulentas prebendas proyectos tan fantsticos como el de la m
anumisin de los esclavos. Jos Fouch, certero observador, redacta un documento pattic

o contra la abolicin de la trata de esclavos, que aunque le proporciona una sever


a represin por parte de Brissot, no mengua su reputacin en el estrecho crculo de lo
s burgueses. Para asegurar su posicin poltica entre ellos (los futuros electores!),
se casa muy pronto con la hija de un rico mercader, una muchacha fea, pero de b
uena posicin, pues quiere convertirse rpidamente en un perfecto burgus; es el tiemp
o en que bien lo presiente l el Tercer Estado va a tener en sus manos la direccin, e
l predominio. Todo esto son ya los preliminares del verdadero fin que se propone
. Apenas se convocan elecciones para la Convencin, se presenta el antiguo profeso
r de seminario como candidato. Y qu es lo que hace todo candidato? Promete, por lo
pronto, a sus buenos electores todo lo que pueda halagarlos. As jura Fouch proteg
er el comercio, defender la propiedad, respetar las leyes; como en Nantes sopla
ms el viento de la derecha que el de la izquierda, truena con mayor elocuencia co
ntra los partidarios del desorden que contra el viejo rgimen. Y, efectivamente, e
n 1792 es elegido diputado de la Convencin, y la escarapela tricolor sustituye, p
or largo tiempo, a la tonsura, llevada oculta y silenciosamente.
Jos Fouch cuenta en la poca de su eleccin treinta y dos aos. No es de agradable prese
ncia, ni mucho menos: cuerpo seco, casi espectralmente esmirriado; cara de hueso
s finos y lneas picudas; afilada la nariz; afilada y estrecha tambin la boca, siem
pre cerrada; ojos fros de pez, bajo prpados pesados, casi adormecidos, con las pup
ilas de un gris felino como bolitas de cristal. Todo en esta cara, todo en este
hombre, est, por decirlo as, provisto de una menguada y fina materia vital. Parece
un personaje visto con luz de gas, plido y verdoso; sin brillo en los ojos, sin
sensualidad en el gesto, sin metal en la voz, lacio y revuelto el pelo, rojizas
y apenas visibles las cejas, de una palidez griscea las mejillas, jams el pigmento
colorea esta cara con arrebol saludable; siempre hace el efecto, este hombre te
naz, inauditamente duro para el trabajo, de un ser cansado, de un enfermo, de un
convaleciente. Todo el que le ve recibe la impresin de un hombre sin sangre ardi
ente, roja, pulsante. Y, efectivamente, tambin en lo psquico pertenece a la raza d
e los flemticos, de los temperamentos fros. No conoce pasiones recias, avasallador
as; no es arrastrado hacia las mujeres ni hacia el juego; no bebe vino, no le ti
enta el despilfarro, no mueve sus msculos, no vive ms que en su estudio, entre doc
umentos y papeles. Nunca se enfada visiblemente, nunca vibra un nervio en su car
a. Slo para una leve sonrisa, corts, mordaz, se contraen estos labios afilados, anm
icos; nunca se observa bajo esta mascara gris, terrosa, aparentemente desmadejad
a, una verdadera tensin; nunca delatan los ojos, bajo los prpados pesados y orilla
dos, su intencin, ni revela sus pensamientos con un gesto.
Esta sangre fra, imperturbable, constituye la verdadera fuerza de Fouch. Los nervi
os no le dominan, los sentidos no le seducen, toda su pasin se carga y se descarg
a tras el muro impenetrable de su frente. Deja jugar sus fuerzas y acecha despie
rto las faltas de los dems. Espera pacientemente a que se agote la pasin de los ot
ros o a que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar entonces el golpe
inexorable. Terrible es esta superioridad de su enervada paciencia; quien as pued
e esperar y ocultarse, bien puede engaar hasta al ms sagaz. Obedecer tranquilamente
, sin pestaear. Sonriente y fro, soportar las mas recias ofensas, las ms viles humil
laciones; ninguna amenaza, ningn gesto de rabia conmover a este monstruo de friald
ad. Tanto Robespierre como Napolen se estrellaran contra esta calma ptrea, como el
agua contra la roca. Tres generaciones, toda una poca fluye y refluye en mareas
pasionales mientras que l persiste fro e insensible.
En esta imperturbable frialdad de su temperamento radica el verdadero genio de F
ouch. Su cuerpo no le pone trabas, no le arrastra; est casi siempre al margen de t
odo. Su sangre, sus sentidos, su alma, todos estos turbadores elementos del sent
ir de un hombre normal, estn ausentes en este enigmtico hasardeur, cuya pasin se de
tiene ntegra en el cerebro. Este seco personaje de escritorio ama viciosamente la
aventura, su pasin es la intriga; pero nicamente en la esfera del espritu sabe dep
urarla y gozar de ella, y nada oculta mejor y ms genialmente su lgubre placer de l
o catico, del complot, que su disfraz de fiel y honesto burcrata que lleva toda la
vida. Tender los hilos desde su aposento, parapetado detrs de expedientes y docu
mentos; asestar el golpe criminal, inesperado e inadvertido, esa es su tctica. Ha
y que mirar profundamente la Historia para percibir en la rfaga de la revolucin, e
n el resplandor legendario de Napolen, la figura de Fouch, de apariencia humilde y

subalterna, en realidad omnmoda, definidora de una poca. Durante toda una vida ac
ta en la sombra sobre tres generaciones. Patroclo cay como cayeron Hctor y Aquiles,
mientras prevaleci Ulises, el astuto. Su talento sobrepuja al genio; su sangre f
ra perdura sobre toda pasin.
La maana del 12 de septiembre hace su entrada en la sala la recin elegida Convencin
. Ya no es tan solemne y pomposo el saludo como, hace tres aos, en la primera Asa
mblea Constituyente. Entonces an estaba en el centro un magnfico silln de damasco b
ordado con blancas flores de lis: el sitial del Rey; y al entrar ste, se levant re
spetuosamente la Asamblea y recibi al Monarca con vivas y ovaciones. Ahora estn in
vlidos sus castillos, la Bastilla y las Tulleras; ya no hay Rey en Francia; hay slo
un seor grueso llamado por sus recios guardianes y jueces Luis Capeto, que se ab
urre como impotente burgus en el Temple y espera su sentencia. En su lugar mandan
ahora en el pas los setecientos cincuenta instalados en su propia casa. Tras la
mesa presidencial se yerguen en letras gigantescas las nuevas tablas mosaicas de
las leyes, el texto original de la Constitucin, y adornan las paredes del saln, sm
bolo amenazador, las varas de los lictores y el hacha mortfera.
En las galeras se rene el pueblo y contempla curioso a sus representantes. Setecie
ntos cincuenta miembros de la Convencin entran a paso lento en la Casa Real, extr
aa mezcla de todos los estados y profesiones: abogados cesantes con ilustres filso
fos, sacerdotes fugitivos con militares insignes, aventureros fracasados con afa
mados matemticos y poetas galantes. Como en un vaso violentamente agitado, todo s
e ha mezclado en Francia, todo lo ha invertido la revolucin. Es tiempo de aclarar
el caos.
Ya la disposicin de los asientos indica un primer ensayo de orden. En el saln anfi
teatral, donde se mezclan los alientos y chocan las frases hostiles, estn colocad
os, abajo los tranquilos, los serenos, los cautos: el marais, el pantano, como l
laman irnicamente a los que en todas las decisiones carecen de pasin. Los turbulen
tos, los impacientes, los radicales, toman asiento arriba, en los bancos ms altos
, en la montaa, que casi tocan con sus ltimas filas las galeras, como para indicar si
mblicamente que tienen a su espalda la masa, el pueblo, el proletariado.
Estas dos potencias sostienen la balanza. Entre ellas se tambalea, en flujo y re
flujo, la revolucin. Para los ciudadanos, para los moderados, es ya perfecta la R
epblica con la Constitucin conquistada, con la aniquilacin del Rey y de la nobleza,
con el traspaso de los derechos al Tercer Estado; ahora quisieran mas bien pone
r diques y retener la marea removida desde el fondo, defender lo seguro. Condorc
et, Roland, los girondinos son sus cabecillas, representantes del clero y de la
clase media. Pero los de la montaa quieren seguir empujando la ola hasta que arrast
re todo lo que qued existente de antao, todo lo anticuado; quieren a Marat, a Dant
on y Robespierre como jefes del proletariado, la revolution intgrale, radical has
ta el atesmo y el comunismo. Despus del Rey quieren echar a tierra las dems potenci
as viejas del Estado: dinero y Dios. Inquieta, oscila la balanza entre los dos p
artidos. Si vencen los girondinos, los moderados, se debilitara la revolucin poco
a poco en una reaccin primero liberal y luego conservadora. Si vencen los radica
les, navegarn por todas las profundidades y torbellinos de la anarqua. As no engaa l
a solemne armona de las primeras horas a ninguno de los presentes en el saln prede
stinado, cada uno sabe que aqu comenzara pronto una lucha a vida o muerte por el
espritu y por el Poder. Y el sitio en que toma asiento un diputado, abajo, en el l
lano, o arriba, en la montaa, indica ya de antemano su decisin.
Con los setecientos cincuenta que entran solamente en el saln del Rey destronado
entra tambin, silencioso, cruzada sobre el pecho la banda tricolor de representan
te del pueblo, Jos Fouch, el diputado de Nantes. Desaparecida la tonsura y olvidad
o ya el traje de sacerdote, viste, como los dems, sencilla ropa de ciudadano.
Dnde tomar asiento Jos Fouch: entre los radicales de la montaa o entre los moderados
llano? Jos Fouch no titubea mucho tiempo. No conoce mas que un partido, al que es l
eal y al que permanecer fiel hasta el fin: al ms fuerte, al de la mayora. As, pesa y
cuenta tambin esta vez interiormente los votos y ve que el Poder se inclina del
lado de los girondinos, de los moderados. Con ellos estn Condorcet, Roland, Serva
n, los hombres que tienen en sus manos los Ministerios, que influyen en todos lo
s nombramientos y que reparten las prebendas. All puede estar seguro. Y all toma a
siento.

Pero cuando alza casualmente los ojos hacia arriba, donde han tomado sus posicio
nes los adversarios, los radicales, se cruza su mirada con otra mirada severa, d
esdeosa. Su amigo Maximiliano Robespierre, el abogado de Arras, ha reunido all a s
u alrededor a sus partidarios. Irnico y glacial, a travs de sus impertinentes, obs
erva cruel, orgulloso de su propia terquedad, que no perdona las vacilaciones y
flaquezas de los dems, al oportunista Fouch. En este momento se rompe el ltimo lazo
de la amistad de estos dos hombres. Desde entonces siente Fouch a su espalda, de
trs de sus ademanes y sus actos, la mirada de cruel examen y severa observacin del
eterno acusador, del implacable puritano. Hay que tener cuidado!
Nadie tiene ms que l. En los protocolos de las sesiones de los primeros meses falt
a por completo el nombre de Jos Fouch. Mientras que todos se precipitan con mpetu y
presuncin hacia la tribuna a hacer proposiciones, a declamar latiguillos, a acus
arse y enemistarse, el diputado de Nantes nunca pone los pies sobre el plpito. La
insuficiencia de voz (as se excusa ante sus amigos y electores) le impide hablar
pblicamente. Y como todos los dems se quitan, vidos e impacientes, la palabra de l
a boca, se destaca con simpata el silencio de esta aparente modestia. Pero en ver
dad no es modestia, sino clculo. El ex fsico estudia primero el paralelogramo de l
as fuerzas, observa, vacila antes de formular su opinin, porque ve oscilar contin
uamente la balanza. Precavido, reserva su voto decisivo para el momento en que c
omience a inclinarse definitivamente a un lado o a otro. Por nada gastarse demasi
ado pronto; por nada sujetarse antes de tiempo; por nada ligarse para siempre! An
no se ve claramente si la revolucin ha de avanzar o si ha de retroceder, y, como
buen hijo de marinero, espera para lanzarse al lomo de la ola que el viento sea
favorable y mantiene entre tanto su nave en el puerto.
Adems, ya en Arras, tras los muros del convento, haba observado cun pronto se desga
sta en una revolucin la popularidad, cmo se convierte el grito popular de Hossaniz
a en el grito de Crucifige. Todos o casi todos los que durante la poca de los Est
ados Generales y de la Asamblea Constituyente se haban destacado eran vctimas del
olvido o del odio. El cadver de Mirabeau, ayer an en el Panten, haba sido exhumado v
ergonzosamente de aquel lugar; Lafayette, celebrado triunfalmente haca algunas se
manas como padre de la Patria, era considerado como traidor; Custine, Pethoin, o
vacionados poco antes, se arrastraban temerosos en la sombra, lejos de la public
idad. No. No haba que surgir precipitadamente a la luz, no haba que sujetarse dema
siado ligeramente; que se inutilicen, que se gasten los dems. Una revolucin lo sabe
muy bien este hombre precozmente sutil nunca pertenece al primero, al que la ini
cia, sino al ltimo, al que la culmina asindose a ella como a una presa.
As se agazapa taimada e intencionadamente en la oscuridad. Se acerca a los podero
sos, pero evita todos los Poderes pblicos y visibles. En vez de escandalizar en l
a tribuna y en los peridicos, prefiere ser elegido en las Comisiones, donde se ga
na en la sombra conocimiento de la situacin e influencia sobre los acontecimiento
s sin ser observado ni odiado. Y, efectivamente, su manera de trabajar tenaz y rp
ida le gana simpatas; su invisibilidad le protege contra toda evidencia. Desde su
despacho puede observar descuidadamente cmo se ensaan los tigres de la montaa y las
panteras de la Gironda, cmo los grandes apasionados, cmo las grandes figuras desta
cadas de un Vergiaud, Condorcet, Desmoulins, Danton, Marat y Robespierre se hier
en a muerte. l contempla y espera, pues sabe que hasta que no se aniquilen los ap
asionados no empieza la poca de los que supieron esperar, de los prudentes. Slo se
decidir cuando la batalla se vislumbre ganada.
Este aguardar en la oscuridad es la actitud de Jos Fouch durante toda su vida. No
ser nunca el objeto visible del Poder y sujetarlo, sin embargo, por completo; ti
rar de todos los hilos eludiendo siempre la responsabilidad. Colocarse, parapeta
do, detrs de una figura principal, y empujarla hacia delante; y en cuanto esta av
ance excesivamente, en el instante decisivo, traicionarla de manera rotunda. ste
es su papel preferido. Lo interpreta como el ms perfecto intrigante de la escena
poltica, en veinte disfraces, en innumerables episodios bajo los republicanos, lo
s reyes o los emperadores, siempre con el mismo virtuosismo.
A veces se le presenta la ocasin, y con ella la tentacin, de representar el papel
principal, el papel de hroe en el drama mundial. Pero es demasiado perspicaz para
desearlo seriamente. Tiene plena conciencia de su rostro feo y repulsivo, que n
o se presta para las medallas y emblemas, para el lujo y la popularidad, a lo qu

e no podra ofrecer nada heroico con una corona de laurel sobre la frente. Sabe de
su voz delgada y enfermiza que puede muy bien susurrar, sugerir, insinuar, pero
nunca arrastrar a las masas con elocuencia inflamada. Sabe que su fuerza reside
en el aposento de burcrata, en la habitacin cerrada en la sombra. All puede acecha
r y explorar holgadamente, observar y convenir, tirar de los hilos y enredarlos
mientras permanece impenetrable, hermtico.
ste es el ltimo secreto de la fuerza de Jos Fouch, que, aunque anhela el Poder, la m
ayor cantidad posible de Poder, se conforma con la conciencia de su posicin; no n
ecesita sus emblemas ni su investidura. Fouch tiene amor propio desmesurado, pero
no ansia de gloria; es ambicioso sin vanidad. La vara de lictor, el cetro de re
y, la corona de emperador pueden llevarlos otros tranquilamente. cede gustoso el
brillo y la dicha de la popularidad. A l le basta con enterarse de la cosa, con
tener influencia, con ser l quien manda verdaderamente sobre quien tiene la apari
encia de mando, y, sin exponer su persona, hacer el juego emocionante, el juego
tremendo de la poltica. Mientras los dems se ligan fuertemente a sus convicciones,
a sus palabras y gestos oficiales, queda l, tenebroso y escondido, interiormente
libre; es lo permanente en el proceso fugitivo de apariciones. Los girondinos c
aen, Fouch queda; los jacobinos son arrojados, Fouch queda; el Directorio, el Cons
ulado, el Imperio, el Reino y otra vez el Imperio zozobran y desaparecen, pero s
iempre queda l, el nico, Fouch, gracias a su refinado retraimiento y a su valor aud
az para perseverar en la falta absoluta de vanidad.
Pero llega un da en el proceso mundial de la revolucin, un da que no admite vacilac
iones, un da en el que cada cual tiene que dar su voto terminante, concreto, con s o
no: el 16 de enero de 1793. La manecilla del reloj de la revolucin seala medioda. La
mitad del camino esta andado. Palmo a palmo se ha arrancado el Poder a la Monar
qua. Pero an vive el Rey, Luis XVI, aunque prisionero en el Temple. Ni ha sido pos
ible dejarle huir, como esperaban los moderados, ni se ha conseguido que encontr
ase la muerte en aquel asalto al palacio realizado por la furia del pueblo, como
secretamente deseaban los radicales. Le han humillado, le han quitado libertad,
nombre y categora; pero an por su solo aliento, por su sangre heredada, es Rey, e
s el nieto de Luis XIV, y aunque ahora slo se le llame desdeosamente Luis Capeto,
sigue siendo un peligro para la joven Repblica. Por eso formula la Convencin la pr
egunta de vida o muerte. En vano haban esperado los indecisos, los cobardes, los
cautos, las personas del carcter de Jos Fouch, poder escapar por votacin secreta de
emitir su juicio definitivo. Robespierre exige terminantemente que cada represen
tante de la nacin francesa pronuncie su s o no, su Vida o Muerte, en medio de la Asamb
lea, para que sepa el pueblo y la posteridad el lugar que a cada uno corresponde
: a la derecha o a la izquierda, en la bajamar o en la pleamar de la revolucin.
Ya el 15 de enero, Fouch ha definido claramente su propsito. Pertenece a los giron
dinos, y el deseo de sus electores, netamente moderados, le obliga a pedir cleme
ncia para el Rey. Pregunta a sus amigos, sobre todo a Condorcet, y ve que estn to
dos dispuestos a evitar una medida tan irrevocable como la ejecucin del Rey. Y co
mo la mayora esta en contra de la sentencia, se pone Fouch, naturalmente, de su pa
rte; la noche anterior, la del 15 de enero, lee a un amigo el discurso que piens
a pronunciar para justificar su deseo de clemencia. Sentarse en los bancos de lo
s moderados le obliga a ser as.
Pero entre aquella noche del 15 de enero y la maana del 16 transcurre una noche i
ntranquila y agitada. Los radicales no han estado ociosos: han puesto en marcha
la mquina de la rebelin de las masas, que saben dominar tan magistralmente. En los
arrabales truenan los caones del escndalo; las secciones llaman con sus tambores
a las gentes del pueblo; todos los batallones irregulares de la rebelin, a los qu
e recurren siempre los terroristas invisibles, que los mueven para alcanzar por
la fuerza decisiones polticas y a los que pone en accin en pocas horas un gesto de
l cervecero Santerre. Estos batallones de los agitadores de barrio son conocidos
de las pescaderas y aventureros desde la gloriosa conquista de la Bastilla; se
los conoce de la hora vil de los asesinatos de septiembre. Siempre, cuando hay q
ue romper el dique de las leyes, se revuelve a la fuerza esta gigantesca ola del
pueblo, y siempre lo arrastra todo consigo, irresistible, hasta a aquellos a qu
ienes ha hecho surgir de sus bajos fondos.
Miles y miles cercan, ya al medioda, la Escuela de Equitacin y las Tulleras; hombre

s en mangas de camisa, el pecho desnudo, amenazantes, pica en mano; mujeres voci


ferantes, insultadoras, con carmaolas de rojo gneo; guardia ciudadana y gente call
ejera. Entre ellos se multiplican los provocadores de la rebelin: Fournier, el am
ericano; Guzmn, el espaol; Theroigne de Mricourt, esa caricatura histrica de Juana d
e Arco. Si pasan diputados sospechosos de votar por la clemencia, se vierte sobr
e ellos un diluvio de insolencias como cubos de basura, se alzan puos, se profier
en amenazas contra los representantes del pueblo. Con todos los medios del terro
rismo y de la fuerza bruta trabajan los amedrentadores para conseguir que la cab
eza del Rey sea puesta bajo la cuchilla.
Y esa intimidacin hace su efecto en todos los espritus apocados. Medrosos, se apri
etan en sus asientos los girondinos, a la luz oscilante de las velas, en esta no
che gris de invierno. Los que ayer esperaban an, decididos a votar contra la muer
te del Rey para evitar la guerra con toda Europa, estn intranquilos y desunidos b
ajo la enorme presin de la rebelin del pueblo. Por fin, ya bien entrada la noche,
se verifica la primera citacin de nombres, y
qu irona! le toca precisamente al jefe
de los girondinos, a Vergniaud, al otras veces tan apasionado orador, cuya voz r
esuena siempre como un martillo sobre la madera vibrante de las paredes. Pero ah
ora teme no pasar, como jefe de la Repblica, por bastante republicano si perdona
la vida del Rey. Y l, que siempre fu bravo y furioso, se acerca a la tribuna, lent
o, pesado, la testa poderosa vergonzosamente inclinada, y dice en voz baja: La m
ort.
La palabra resuena como un diapasn por la sala. El primero de los girondinos ha f
allado. De los dems permanecen firmes la mayor parte: trescientos entre setecient
os votos se inclinan al perdn, a pesar de que saben que una actitud de moderacin p
oltica requiere en esta ocasin mil veces ms audacia que una firmeza aparente. La ba
lanza oscila mucho: un par de votos pueden decidir. Por fin es llamado el diputa
do de Nantes, Jos Fouch, el mismo que aseguro ayer an a los amigos que defendera con
palabras inflamadas la vida del Rey, el que hace diez horas se manifestaba como
el ms decidido entre los decididos. Pero mientras tanto ha contado los votos el
antiguo profesor de Matemticas, y, buen calculador, Fouch ha visto que con ello da
ra un paso en falso, ligndose al nico partido al que nunca habra de pertenecer: al p
artido de la minora. Ya no duda. Con sus pasos sigilosos sube ligeramente a la tr
ibuna, y de sus labios plidos se escapan, tenues, estas dos palabras: La mort.
El Duque de Otranto escribir y pronunciar ms tarde cien mil palabras para excusar,
como una equivocacin, estas dos palabras que le estigmatizan de rgicide, de asesin
o del Rey. Pero estas dos palabras estn dichas pblicamente y, anotadas en el Monit
eur, no se las puede borrar de la Historia ni de su vida, en la que sern memorabl
es, pues significan su primera cada oficial. Ha traicionado alevosamente a sus do
s amigos Condorcet y Daunou, se ha burlado de ellos, los ha engaado. Pero no tien
e que avergonzarse de ello ante la Historia: otros ms fuertes, como Robespierre y
Carnot, Lafayette, Barras y Napolen, los ms poderosos de su tiempo, sern burlados
por l en la hora de la desgracia. En este momento se descubre por primera vez en
el carcter de Jos Fouch otro rasgo muy marcado: su osada. Si deja traicioneramente u
n partido, no lo hace nunca despacio y cautelosamente, nunca se desliza con disi
mulo de las filas. Lo hace a la luz del da, con fra sonrisa. Con estupefaciente na
turalidad se pasa directamente al antiguo adversario y acepta todas sus palabras
y argumentos. Lo que creen y dicen los partidarios anteriores, lo que piensa la
masa, el pblico, le deja completamente fro. Le importa una sola cosa: estar siemp
re con el vencedor, nunca con el vencido. En la rapidez de rayo de este cambio,
en el cinismo sin medida de su transmutacin, muestra una dosis de osada que involu
ntariamente anonada y causa admiracin. Le bastan veinticuatro horas, a veces una
hora sola, a veces un solo minuto, para arrojar francamente la bandera de sus co
nvicciones y desplegar con estrpito la contraria. No va con una idea, va con el t
iempo, y mientras ms ligero corra, ms ligero le seguir.
Sabe que sus electores de Nantes se indignaran cuando lean al da siguiente en el
Moniteur su voto. Hay, pues, que arrollarlos, en vez de convencerlos. Y con esa
rpida audacia, con esa osada que le presta en esos instantes casi una aureola de g
randeza, no espera la indignacin, sino que se adelanta al asalto con un ataque. A
l da siguiente de la votacin manda imprimir un manifiesto en el que proclama ruido
samente, como su conviccin ms leal y sincera, lo que en realidad le ha sugerido el

miedo a caer en desgracia ante el Parlamento: no quiere dejar a sus electores t


iempo para pensar y calcular, quiere aterrorizarlos y amedrentarlos, dando el go
lpe con rpida brutalidad.
Ni Marat ni los mas acalorados jacobinos son capaces de escribir de manera ms san
grienta que este hombre, ayer an tan moderado, a sus bravos, a sus buenos elector
es burgueses: Los crmenes del tirano han sido descubiertos y llenan de indignacin t
odos los corazones. Si no cae su cabeza enseguida bajo la espada, pueden caminar
tranquilamente con las suyas erguidas todos los ladrones y asesinos, y el caos
ms terrible nos amenazara. Los tiempos estn con nosotros y contra todos los reyes
de la tierra. As proclama la ejecucin como necesidad inevitable quien el da anterior
llevaba preparado en el bolsillo un manifiesto, probablemente igual de persuasi
vo, contra la ejecucin.
Y, efectivamente, el astuto matemtico haba calculado bien. Como buen oportunista,
conoce la irresistible gravitacin de la cobarda; sabe que en todos los momentos po
lticos de la masa es la audacia el decisivo denominador de todo clculo. Tiene razn:
los buenos burgueses conservadores se agachan tmidos ante este manifiesto descar
ado e inesperado; confundidos y perplejos se apresuran a dar su consentimiento p
ara una decisin con la que no estn conformes interiormente en lo ms mnimo. Ninguno s
e atreve a contradecir. Y desde aquel da tiene Jos Fouch en su mano la dura y fra pa
lanca con la que dominar las ms difciles crisis: el desprecio a la Humanidad.
Desde esa fecha memorable, el 16 de enero, elige (por el momento) Jos Fouch, con s
u carcter de camalen, el color rojo. El moderador se convierte de la noche a la maa
na en archirradical y ultraterrorista. De un salto se encuentra en medio de sus
adversarios, y una vez entre ellos decide colocarse en el ala extrema de la izqu
ierda, en la ms radical. Con una rapidez fantstica adopta este espritu fro, este res
eco burcrata, para no quedarse atrs, el lenguaje ms sangriento de los terroristas.
Hace rigurosamente proposiciones contra los emigrados, contra los sacerdotes; az
uza, truena, se enfurece, degella con palabras y gestos. Verdaderamente, podra vol
ver a hacer amistad con Robespierre y volver a sentarse a su lado; pero este hom
bre de conciencia incorruptible, de duro espritu protestante, no ama a los renega
dos; con doble desconfianza repele ahora al trnsfuga, cuyo radicalismo ruidoso le
es ms sospechoso que su antigua moderacin.
Fouch barrunta, con sentido atmosfrico agudo, el peligro de tal vigilancia y ve ac
ercarse das crticos. An se cierne la tormenta sobre la Asamblea y ya se insinan en e
l horizonte poltico las luchas trgicas entre los jefes de la revolucin, entre Danto
n y Robespierre, entre Hebert y Desmoulins; habra que decidirse de nuevo dentro d
el mismo radicalismo; pero a Fouch no le gusta comprometerse antes de que la decl
aracin est exenta de peligros y sea propicia a la ganancia. Sabe que hay situacion
es en los momentos decisivos que domina un diplomtico, lo ms sabiamente, eludindola
s. As es que prefiere ausentarse del ruedo de la Convencin durante la lucha y no v
olver a pisarlo hasta que sta se haya decidido. Para fundar y justificar su retir
ada tiene la suerte de que se le presente con oportunidad una excusa honorable:
la Convencin elige doscientos delegados de su seno para que mantengan el orden en
las provincias. Fouch, que no se encuentra bien en la atmsfera volcnica del saln de
sesiones, hace todo lo posible por ser uno de los enviados y consigue ser elegi
do. Se le concede as una tregua. Puede tomar aliento. Que luchen mientras tanto un
os con otros, que se aniquilen entre s haciendo lugar, haciendo sitio, con su apa
sionamiento, para l, soberbio y ambicioso! Pero ahora, alejarse, evadirse, no toma
r partido entre los partidos! Unos meses, unas semanas son mucho en aquellos tie
mpos en que el reloj del universo corre frenticamente. Cuando llegue el momento d
e volver estar decidida la suerte y entonces podr situarse tranquilamente y sin pe
ligro al lado del vencedor, en su partido de siempre: en la mayora.
Se ha estudiado poco la historia provincial de la revolucin francesa. Todas las d
escripciones concentran la atencin pasmada en la esfera del reloj de Pars, donde s
olo es visible el signo de la hora. Pero el pndulo que regulariza su marcha sosti
ene su eje en el pas y en el ejrcito. Pars no es ms que la palabra, la iniciativa, e
l motor; pero el pas inmenso es la accin, la fuerza decisiva y continua.
Pronto reconoce la Convencin que el tempo revolucionario de la capital y el del p
as no coinciden. Los lugareos, los habitantes de las aldeas y de las montaas, no pi
ensan con la misma rapidez que las gentes de la capital. Absorben ms despacio y c

on ms cuidado las ideas y se las apropian a su manera.


Lo que en la Convencin se convierte en ley en una hora, se filtra despacio, gota
a gota, por el pas, y casi siempre adulterado y diluido por la burocracia realist
a provincial, por el clero, por los hombres del antiguo rgimen. Por eso hay siemp
re una hora de atraso en las regiones respecto a Pars. Si gobiernan en la Convenc
in los girondinos, an elige la provincia realista; cuando los jacobinos triunfan,
empieza el acercamiento espiritual de la provincia a la Gironde. Intiles son cont
ra esto todos los decretos patticos, pues slo lenta y tmidamente se abre paso la pa
labra impresa hasta la Auvergne y la Vendee.
As acuerda la Convencin desplazarse en verbo y presencia activamente a la provinci
a para avivar el ritmo de la revolucin en toda Francia, para dar jaque al tiempo
vacilante y casi antirrevolucionario de las comarcas rurales. Elige de su propio
seno doscientos delegados que deben representar su voluntad y les da poderes ca
si ilimitados. Quien lleva la banda tricolor y el sombrero de pluma roja tiene d
erechos de dictador. Puede cobrar contribuciones, pronunciar sentencias, pedir r
eclutas, destituir generales; ninguna autoridad puede oponerse al que representa
con su persona, santificada simblicamente, la voluntad de la Convencin Nacional nt
egra. Su poder es ilimitado, como antao el de los procnsules de Roma, que llevaron
a todos los pases sometidos a la voluntad del Senado. Cada uno es un dictador, u
n soberano, contra cuyo fallo no se puede apelar ni recurrir.
Enorme es el poder de estos embajadores escogidos; pero enorme tambin su responsa
bilidad. Dentro de la provincia que se les asigna parece cada uno un rey, un emp
erador, un autcrata. Pero detrs de su nuca manda su destello siniestro la guilloti
na. El Comit de Salud pblica vigila cada queja y pide implacablemente a cada uno c
uentas exactas sobre la administracin de los fondos. Contra el que no muestra suf
iciente energa se aplicaran duras sanciones; quien, por otra parte, se deja arras
trar por una furia excesiva, tambin ha de esperar su castigo. Si prevalece el ter
rorismo, toda medida de este gnero se considerar acertada; si se inclina la balanz
a hacia la clemencia, se juzgara, en cambio, como improcedente. Seores, en aparie
ncia, de todo un pas, son en realidad verdaderos siervos del Comit de Salud pblica
y estn sometidos a la tendencia que rige la hora. Por eso miran de soslayo, con e
l odo atento a las seales de Pars. Mientras deciden sobre la vida y la muerte de lo
s dems, han de estar alerta para conservar la propia vida. No es, ni mucho menos,
un cargo fcil el que aceptan. Igual que los generales de la revolucin ante el ene
migo, saben todos que slo una cosa los salva de la afilada cuchilla: el xito.
En el momento en que Fouch es enviado como procnsul, se inclina la balanza del lad
o de los radicales. As, pues, matiza Fouch su accin en el departamento de la Loire
inferieure, en Nantes, Nevers y Moulins, con un tono rabiosamente radical. Truen
a contra los moderados, inunda el pas con un diluvio de manifiestos, amenaza a lo
s ricos, a los timoratos, de la manera ms cruel; pone en pie regimientos enteros
de voluntarios bajo presin moral o efectiva y los manda contra el enemigo. En fue
rza organizadora, en rpido conocimiento de la situacin iguala, por lo menos, a cad
a uno de sus compaeros; en audacia verbal los supera a todos.
Porque y esto hay que anotarlo Jos Fouch no permanece en un margen de cautela, como
los clebres campeones de la revolucin, Robespierre y Danton, ante la cuestin de la
propiedad eclesistica y privada, que aqullos declaran an respetuosamente invulnerabl
es. Fouch se traza decididamente un programa radical, socialista y comunista. El p
rimer manifiesto comunista claro de la poca moderna no es, por cierto, el clebre d
e Carlos Marx, ni el Hessische Landbote, de Jorge Buechner, sino la tan desconocid
a Instruction de Lyon, intencionadamente olvidada por la historiografa socialista,
y que lleva las firmas de Collot d'Herbois y Fouch, pero que, sin duda alguna, fu
e redactada slo por ste. Tal documento enrgico, que en sus postulados se adelanta a
su poca en cien aos y que es uno de los ms sorprendentes de la revolucin , bien merece
la pena de ser sacado de la sombra. Aunque pretenda atenuar su significado histr
ico el hecho de negar desesperadamente ms tarde el Duque de Otranto las palabras
escritas como simple ciudadano Jos Fouch, siempre definirn stas su credo de antao. Vi
sto como documento de la poca, se nos presenta Fouch como el primer socialista ver
dadero, como el primer comunista de la revolucin. Ni Marat ni Chaumette han formu
lado los ms audaces postulados de la revolucin francesa, sino Jos Fouch. Con mayor c
laridad y agudeza que la mejor descripcin, ilumina su texto el retrato espiritual

de Fouch; en otras ocasiones casi siempre parece deslerse en una zona de penumbra..
.
Esta Instruction comienza audazmente con una declaracin de infalibilidad justificat
iva de todas las osadas: Todo les est permitido a los que actan en nombre de la Repbl
ica. Quien se excede en cumplirlas, quien aparentemente pasa del lmite, an puede d
ecirse que no ha llegado al fin ideal. Mientras quede sobre la tierra un solo de
sgraciado, debe proseguir el avance de la libertad.
Despus de este preludio enrgico, en cierto sentido ya maximalista, de Fouch, la sig
uiente definicin del espritu revolucionario: La revolucin esta hecha para el pueblo;
pero no hay que entender por pueblo esa clase privilegiada, por su riqueza, que
ha acaparado todos los goces de la vida y todos los bienes de la sociedad. El p
ueblo es nicamente la totalidad de los ciudadanos franceses, sobre todo esa clase
social infinita de los proletarios que defienden las fronteras de nuestra patri
a y que sustentan a la sociedad con su trabajo. La revolucin sera un absurdo poltic
o y moral si no se ocupara mas que del bienestar de unos cuantos cientos de indi
viduos y dejara perdurar la miseria de veinticuatro millones de seres. Por eso s
era un engao afrentoso a la Humanidad el pretender hablar siempre en nombre de la
igualdad, mientras separa an a los hombres desigualdades tan tremendas en el bien
estar. Despus de estas palabras introductivas desarrolla Fouch su teora preferida: q
ue el rico, mauvais riche, no ser nunca un verdadero revolucionario, nunca un rep
ublicano leal; que toda revolucin, nada mas que burguesa, que deje persistir las
diferencias de bienes, tendra que volver a degenerar inevitablemente en una nueva
tirana, porque los ricos se tendran siempre por otra clase de seres. Por eso exige
Fouch del pueblo la energa ms extremada y completa, la revolucin integral. No os engai
: para ser un verdadero republicano, tiene que sufrir cada ciudadano en s mismo u
na revolucin parecida a la que ha cambiado la faz de Francia. No puede quedar nad
a comn entre los vasallos de los tiranos y los habitantes de un pas libre. Por eso
tienen que ser completamente nuevas todas sus obras, sus sentimientos y sus cos
tumbres. Estis oprimidos y debis aniquilar a vuestros opresores; habis sido esclavo
s de la supersticin eclesistica, y no debis tener otro culto que el de la Libertad.
.. Todo el que permanece al margen de este entusiasmo, que conoce alegras y tribu
laciones ajenas a la felicidad del pueblo, abre su alma a intereses fros, calcula
lo que rentar su honor, su posicin y su talento, y se aparta as por un momento del
bien general; todo aquel cuya sangre no arde vindicadora ante la opresin y la op
ulencia; todo el que tenga una lgrima de compasin para un enemigo del pueblo, y el
que no guarda toda la fuerza de su sentimiento para los mrtires de la Libertad,
todos estos mienten, si se atreven a llamarse republicanos. Que abandonen el pas,
si no quieren que se los desenmascare y que su sangre impura riegue el suelo de
la Libertad. La Repblica no quiere en su seno mas que seres libres, est dispuesta
a aniquilar a los dems, y no reconoce como hijos sino a los que quieren vivir, l
uchar y morir por ella. En el tercer prrafo de esta instruccin se convierte la conf
esin revolucionaria en un manifiesto comunista desnudo y franco (el primero expli
cito de 1793): Todo el que posea ms de lo indispensable ha de contribuir con una c
uota igual al exceso a los grandes requerimientos de la patria. De modo que habis
de averiguar, de manera generosa y verdaderamente revolucionaria, cuanto tiene
que desembolsar cada uno para la causa pblica. No se trata aqu de la averiguacin ma
temtica, ni tampoco del mtodo vacilante que en otros casos se emplea en la reparti
cin de contribuciones; esta medida especial tiene que llevar el carcter de las cir
cunstancias. Obrad, pues, generosamente y con audacia: quitadle a cada ciudadano
lo que no necesite, pues lo superfluo es una violacin patente de los derechos de
l pueblo. Todo lo que tiene un individuo mas all de sus necesidades no lo puede u
tilizar de otra manera que abusando de ello. No dejarle, pues, sino lo estrictam
ente necesario; el resto pertenece ntegro, durante la guerra, a la Repblica y a su
s ejrcitos.
Expresamente acenta Fouch en este manifiesto que no hay que contentarse solamente
con el dinero. Todos los objetos continua que se poseen en demasa y que puedan ser ti
les a los defensores del pas, los pide ahora la patria. As hay gentes que tienen i
ncreble abundancia en telas de hilo y camisas, en pauelos y zapatos. Todas estas c
osas tienen que ser objeto de la requisa revolucionaria. Igualmente pide la entre
ga del oro y de la plata, de los mtaux vils et corrupteurs, que desprecia el verd

adero republicano, al tesoro nacional, para que all les sea acuada la efigie de la
Repblica, y purificados por el fuego sirvan solamente a la Comunidad. No necesita
mos sino acero y hierro, y la Repblica triunfara. El llamamiento termina con una t
remenda apelacin a la violencia: Administraremos con todo rigor la autoridad que n
os ha sido encomendada, consideraremos y castigaremos como actos malvados todo l
o que, bajo otra circunstancia, se llame descuido, debilidad y lentitud. Pas la po
ca de las decisiones tibias y de las consideraciones. Ayudadnos a dar los golpes
implacables o estos golpes caern sobre vosotros mismos! La libertad o la muerte! P
odis elegir.
La teora de este documento nos da ya una idea de cmo ser el procnsul Jos Fouch en el d
esempeo de sus funciones. En el departamento de la Loire infrieure, en Nantes, Nev
ers y Moulins, se atreve a la lucha contra las mas fuertes potencias de Francia,
ante las cuales se haban retrado prudentemente el mismo Robespierre y Danton: con
tra la propiedad privada y contra la Iglesia. Obra rpida y decididamente en senti
do de la Egalisation des fortunes, con la invencin del llamado Comit filantrpico, al
que haban de enviar los propietarios voluntariamente sus ddivas, segn la frmula. Per
o para evitar confusiones, agrega de antemano la suave encomienda de que si el ri
co no hace uso de su derecho, mostrndose propicio al rgimen de la Libertad, tiene la
Repblica, por su parte, el derecho de apoderarse de su fortuna. No tolera el meno
r exceso en el uso de los bienes, y delimita enrgicamente el concepto de lo super
flu. El republicano slo necesita hierro, pan y cuarenta escudos de renta. Fouch saca
los caballos de las cuadras, la harina de los sacos; hace responsables con la v
ida a los mismos arrendatarios, para que no se queden atrs en su prescripcin; hace
obligatorio el pan de guerra como en la Guerra Europea el pan nico y prohibe termi
nantemente el pan blanco de lujo. Semanalmente pone en pie cinco mil reclutas, e
quipados con caballos, calzado, ropa y fusiles; utiliza la violencia para poner
en marcha las fbricas y todo obedece a su energa frrea. El dinero afluye con las co
ntribuciones, impuestos y ddivas, entregas y tributos. Escribe as orgulloso a la C
onvencin despus de dos meses de actividad: On rougit ici d'etre riches Aqu da rubor
ser rico. Pero, en verdad, debi decir: Aqu da temblor ser rico.
Al mismo tiempo que como radical y comunista, se revela Jos Fouch (el futuro multi
millonario Duque de Otranto, que se casara en segundas nupcias por la iglesia, p
iadosamente, bajo el patronato de un rey) como el ms feroz y fantico enemigo del c
ristianismo. Este culto hipcrita tiene que ser reemplazado por la creencia en la R
epblica y en la moral, truena en su carta flamante... Y caen como rayos ardientes
las primeras disposiciones contra las iglesias y las catedrales. Ley sobre ley,
decreto sobre decreto: Ningn sacerdote podr llevar los hbitos fuera del lugar destin
ado al culto, se le quitaran todos los Privilegios, pues ya es tiempo argumenta de q
ue vuelva esta clase altanera a la pureza del cristianismo primitivo y se reinte
gre al estado civil. No le basta a Jos Fouch con ser la cabeza del poder militar, c
on ser el ms alto funcionario de la justicia, dictador autnomo de la administracin;
se apodera tambin de todas las facultades eclesisticas. Suprime el celibato, orde
na a los sacerdotes que se casen en el plazo de un mes o que adopten un nio; conc
ierta matrimonios y los divorcia en la plaza pblica. Sube al plpito (del que han s
ido quitadas cuidadosamente todas las cruces y efigies religiosas) y pronuncia s
ermones atestas, en los que niega la inmortalidad y la existencia de Dios. Las ce
remonias de entierro cristianas son suprimidas, y como nico consuelo se graba en
los cementerios la inscripcin: La muerte es un sueo eterno. El nuevo papa introduce
en Nevers dando a su hija el nombre de Nievre, segn la nominacin del departamento , por
primera vez en el pas, el bautismo civil. Hace salir a la guardia nacional con t
ambores y msica, y en la plaza pblica, sin intervencin eclesistica, bautiza a la nia
y le da nombre. En Moulins, precediendo a caballo a un pelotn por toda la capital
, con un martillo en la mano, va destruyendo cruces y crucifijos, imgenes de sant
os, smbolos vergonzosos del fanatismo. Con las mitras y los paos del altar robados f
orman una hoguera, y mientras arden en pompa, danza la plebe en torno de este au
to de fe atestico. Pero ensaarse nicamente en objetos muertos, contra figuras de pi
edra indefensas y contra cruces frgiles, hubiera sido para Fouch un triunfo a medi
as. El verdadero triunfo lo consigue cuando logra con su elocuencia que el carde
nal Frangois Laurent arroje los hbitos y se ponga el gorro frigio, y le siguen, e
ntusiasmados con este ejemplo, treinta sacerdotes, alcanzando un xito que se prop

aga como un reguero de plvora por todo el pas. As puede vanagloriarse con orgullo a
nte sus colegas atestas de haber acabado con el fanatismo y de haber aniquilado t
anto el cristianismo como la riqueza en el territorio a l confiado.
Se dira que se trata de los hechos de un loco, del fanatismo desatentado de un ent
e fantstico! Pero Jos Fouch sigue siendo el fro calculador de siempre, el realista i
mpasible, tras estos fingidos apasionamientos. Sabe que debe cuentas a la Conven
cin, sabe que las frases patriticas y las cartas han bajado de valor y que para su
scitar admiracin hay que hablar con el lenguaje positivo de las monedas sonantes.
Y enva, mientras los regimientos levantados marchan hacia la frontera, todo el p
roducto del saqueo de las iglesias a Pars. Cajones y cajones son llevados a la Co
nvencin llenos de custodias de oro, de velones de plata rotos y fundidos, crucifi
jos y joyas de metales preciosos y pedreras. Sabe que la Repblica necesita, ante t
odo, dinero, riquezas, y l es el primero, el nico que enva desde la provincia botn t
an elocuente a los diputados, que al principio se asombran de esta nueva energa,
aplaudindole luego frenticamente. Desde este momento se conoce en la Convencin el n
ombre Fouch como el de un hombre frreo, como el ms intrpido, el mas violento republi
cano de la Repblica.
Cuando vuelve Jos Fouch de sus misiones a la Convencin, ya no es el pequeo y descono
cido diputado de 1792. A un hombre que levant diez mil reclutas, que saca de las
provincias cien mil francos de oro, mil doscientas libras en metlico, mil barras
de plata, sin utilizar ni una sola vez el rasoir national, la guillotina, no le
puede negar la Convencin verdadera admiracin Pour sa vigilance, por su celo. El ultr
ajacobino Chaumette pblica un himno a sus hazaas. El ciudadano Fouch escribe ha realiza
do los milagros que acabo de contar. Ha honrado a la vejez, ayudado a los dbiles,
respetado la desgracia, destruido el fanatismo y aniquilado el federalismo. Ha
vuelto a poner en marcha la fabricacin de hierro, ha arrestado a los sospechosos,
ha castigado ejemplarmente los crmenes, ha perseguido y encarcelado a los explot
adores. Un ao despus de haberse sentado cauteloso y titubeante en los bancos de los
moderados, pasa ya Fouch por el mas radical de los radicales. Y ahora, cuando la
sublevacin de Lyon requiere el hombre sin miramientos ni escrpulos, el hombre cap
az de llevar a cabo el edicto mas terrible que invento jams una revolucin, quien ma
s indicado que Fouch? Los servicios que has prestado hasta ahora a la revolucin decr
eta la Convencin en su lenguaje pomposo son garanta de los que has de prestar an. En
ti est el volver a encender en la Ville Affranchie (Lyon) el fuego agonizante de
l espritu ciudadano. Concluye la revolucin, termina la guerra de los aristcratas y q
ue caigan sobre ellos y los aniquilen las ruinas que pretende levantar aquel Pod
er destruido!
Y con esta figura de vengador y asolador, como el Mitrailleur de Lyon, entra Jos
Fouch el que ha de ser mas tarde multimillonario y Duque de Otranto por primera vez
en la Historia.
CAPTULO II
EL MITRAILLEUR DE LYON
(1793)
En los anales de la revolucin francesa rara vez se abre una pgina sangrienta como
la de la sublevacin de Lyon, y, sin embargo, en ninguna capital, ni an en Pars, se
ha destacado el contraste social tan claramente como en esta patria de la fabric
acin de la seda, primera capital de industria de la entonces an burguesa y agraria
Francia. All forman los obreros, en medio de la revolucin de 1792, por primera ve
z, una masa proletaria visible, rgidamente separada de los fabricantes, realistas
y capitalistas. No es un milagro que tomen los conflictos, precisamente sobre e
ste suelo ardiente, las formas ms sangrientas y fantsticas, tanto en la reaccin com
o en la revolucin.
Los partidarios de los jacobinos, las masas de los obreros y de los sin trabajo
se agrupan alrededor de uno de esos hombres singulares que surgen a la superfici
e en todas las transformaciones mundiales, uno de esos seres puros, idealistas y
creyentes, que suelen causar con su fe ms mal y derramar ms sangre con su idealis
mo, que los ms brutales polticos y los ms feroces tiranos. Siempre ser precisamente
el hombre puro, religioso, exttico, el reformador, quien, con la intencin ms noble,
dar motivo a asesinatos y desgracias que l mismo detesta. En Lyon se llamo Chalie

r, un sacerdote escapado y antiguo comerciante, para el que la revolucin signific


o otra vez el cristianismo autntico y verdadero, entregndose a ella con amor desin
teresado y supersticioso. La elevacin de la Humanidad a un nivel de razn e igualda
d signific, para este lector apasionado de Juan Jacobo Rousseau, la realizacin en
la tierra del reino milenario. Su filantropa ardiente y fantica ve en la conflagra
cin general la aurora de una Humanidad nueva y eterna. Es un idealista conmovedor
; cuando cae la Bastilla coge en sus manos una piedra del baluarte y, cargado co
n ella seis das y seis noches, la lleva de Pars a Lyon, donde la utiliza de ara pa
ra un altar. Venera como a un dios a Marat, a este libelista de sangre ardiente,
frvido, en el que ve una nueva Pythisa. Aprende sus discursos escritos de memori
a y arrebata con sus sermones, msticos e infantiles, a los obreros de Lyon. Insti
ntivamente ve el pueblo en l una caridad ardiente y comprensiva. Por otra parte,
los reaccionarios de Lyon comprenden que es mucho ms peligroso un hombre tan pura
mente posedo por el espritu visionario rayando en las fronteras de la locura, rebo
sante de amor al prjimo, que los ms estrepitosos y rebeldes jacobinos. En l se conc
entra todo el amor y contra l va todo el odio. Y al primer motn encierran en la crc
el, como presunto caudillo de los revoltosos a este idealista neurastnico y un po
co ridculo. Se logra achacarle una carta falsificada que le compromete, para fund
amentar una denuncia en virtud de la cual se le condena a muerte, para escarmien
to de radicales y como reto a la Convencin de Pars. Intilmente la Convencin, indigna
da, enva mensajero tras mensajero a Lyon para salvar a Chalier, y amonesta, exige
y amenaza al magistrado insubordinado. La municipalidad de Lyon rehusa toda int
ervencin con arrogancia, decidida a ensear los dientes a los terroristas de Pars. H
aca tiempo que haban recibido con repugnancia la guillotina, el instrumento del te
rror. Sin servirse de l, lo tuvieron metido en un granero hasta este momento, en
el que se preparan a dar una leccin a los paladines del sistema terrorista, estre
nando el filantrpico artefacto en la cabeza de un revolucionario. Y precisamente po
r la falta de uso de la maquina siniestra, y tambin por la torpeza del verdugo, s
e convierte la ejecucin de Chalier en cruel e infame suplicio. Tres veces cae el
filo romo de la cuchilla sin decapitar al reo. El pueblo contempla horrorizado e
l cuerpo atado y ensangrentado de su caudillo retorcerse an con vida, en cruenta
tortura, hasta que el verdugo, compadecido, remata la obra de la enmohecida guil
lotina con un golpe certero de su sable. Pero esta cabeza atormentada, cruelmente
lacerada, ser Palladium de vindicta para la revolucin y cabeza de Medusa para sus
asesinos!
Produce verdadero espanto en la Convencin la noticia de este crimen. Cmo se atreve
una ciudad francesa sola a hacer franca resistencia a la Asamblea Nacional? Haba
que ahogar en sangre la insolente provocacin. Pero el Gobierno de Lyon sabe muy b
ien lo que le espera, y de la resistencia pasa abiertamente a la rebelin contra l
a Asamblea Nacional. Levanta tropas y prepara las obras defensivas necesarias pa
ra oponerse por la fuerza al ejrcito republicano.
Las armas decidirn entre Lyon y Pars, entre reaccin y revolucin.
Es lgico que una guerra civil se considere en este momento como un verdadero suic
idio para la joven Repblica, pues jams fue una situacin ms peligrosa y ms desesperada
. Los ingleses haban tomado Toln, saqueado la flota y el arsenal y amenazaban a Du
nquerque, mientras que, por otra parte, avanzaban los prusianos y los austriacos
en el Rin y estaba en llamas la Vende. La contienda y la rebelin conmueven a la R
epblica de una a otra frontera. Pero son los das heroicos de la Convencin francesa.
Impulsada por un instinto siniestro, de predestinacin, decide responder al pelig
ro con el reto como mejor manera de combatirlo, y as rehusan los jefes, despus de
la muerte de Chalier, todo pacto con sus verdugos. Potius mori quam foedari, Mejo
r sucumbir que pactar, mejor otra guerra sobre las siete guerras que se hacan, que
una paz sntoma de flaqueza. Y este irresistible mpetu de la desesperacin, esta pas
in ilgica, furiosa, salv a la revolucin francesa lo mismo que a la rusa (amenazada e
n el exterior por los ingleses y los mercenarios de todo el mundo, en el interio
r por las legiones de Wrangel, de Denikin y de Koltschak) en el momento de mayor
peligro. No les vale a los habitantes de Lyon echarse francamente en brazos de
los realistas y confiar el mando de sus tropas a un general del Rey. De las gran
jas y de los suburbios surgen aludes de soldados proletarios, y el 9 de octubre
las tropas republicanas conquistan la segunda capital de Francia. Este da es acas

o el mas esplndido de la revolucin francesa. Cuando en la Convencin se levanta sole


mne el Presidente de su asiento y comunica la capitulacin definitiva de Lyon, sal
tan los diputados de sus asientos y se abrazan de alegra; por un momento parece t
erminada toda discordia. La Repblica esta salvada; ha dado un magnfico ejemplo a t
odo el pas, a todo el mundo, de la fuerza iracunda, de la pujanza irresistible de
l ejrcito popular republicano. Pero fatalmente arrastra a los vencedores el orgul
lo de la propia bravura a una soberbia incontenible, a un trgico deseo de convert
ir el triunfo en terror. Terrible, como el mpetu de la victoria, ha de ser ahora
la venganza contra los vencidos. Hay que dar un escarmiento ejemplar, hay que hac
er ver que la Repblica francesa, que la joven revolucin, reserva el ms duro castigo
para aquellos que se levantan contra ella. Y as se rebaja ante el mundo entero la
Convencin, defensora de la Humanidad, con un decreto cuya pauta histrica parece d
ada por los Califas y por Barbarroja con su vandlica devastacin de Miln. El 12 de o
ctubre propone el Presidente de la Convencin el documento tremendo en que se pide
nada menos que la destruccin de la segunda capital de Francia. Este decreto, poc
o conocido, dice textualmente:
1. La Convencin Nacional nombra, a propuesta del Comit de Salud pblica, un Comit espec
ial de cinco miembros para castigar sin demora, militarmente, la contrarrevolucin
de Lyon.
2. Todos los habitantes de Lyon sern desarmados y sus armas entregadas a los defens
ores de la Repblica.
3. Parte de ellas sern entregadas a los patriotas que fueron oprimidos por los rico
s y contrarrevolucionarios.
4. La ciudad de Lyon ser devastada. Toda la parte habitada por los ricos ser destrui
da; quedarn en pie las casas de los pobres, las viviendas de los patriotas asesin
ados o proscritos, los edificios industriales y los que sirven para fines benfico
s y educativos.
5. El nombre de Lyon ser borrado del ndice de ciudades de la Repblica. En adelante ll
evara el conjunto de casas que queden en pie el nombre de Ville Affranchie.
6. Sobre las ruinas de Lyon se erigir una columna que anuncie a la posteridad los c
rmenes y el castigo de la ciudad realista, y que llevar esta inscripcin: Lyon hizo
la guerra contra la Libertad. Lyon no existe.
Nadie se atreve a protestar contra esta peticin delirante de convertir la segunda
capital de Francia en un montn de escombros. Se acab el valor cvico en el seno de
la Convencin francesa desde que la guillotina brilla amenazante sobre las cabezas
de los que se atreven a susurrar tan slo palabras de clemencia o compasin. Atemor
izada del propio terror, del terror por ella impuesto, aprueba unnimemente la Con
vencin el decreto vandlico y confa su ejecucin a Couthon, el amigo de Robespierre.
Couthon, el antecesor de Fouch, reconoce enseguida el desatino, el suicidio que s
ignifica demoler voluntariamente, por un gesto amedrentador, la capital industri
al de Francia y sus monumentos de arte. Desde el primer momento est decidido inte
riormente a eludir el cumplimiento de su misin. Mas para ello es indispensable ad
optar una actitud de hipocresa llena de prudencia. Por eso vela Couthon su design
io secreto de respetar la ciudad elogiando de primera intencin desmesuradamente e
l disparatado decreto de total demolicin. Colegas ciudadanos exclama , la lectura de v
uestro decreto nos ha llenado de admiracin! S; es preciso que la ciudad sea devast
ada para que sirva, de ejemplo a las que pudieran llevar su atrevimiento a levan
tarse contra la Patria. Entre todas las medidas grandes y fuertes que ha ordenad
o hasta ahora la Convencin Nacional, faltaba una, a la que no se haba llegado: la
de la destruccin total; pero estad tranquilos, Colegas, ciudadanos, y asegurad a
la Convencin Nacional que sus principios son los nuestros y sus decretos sern ejec
utados al pie de la letra. Aunque recibe Couthon su encomienda con palabras de pa
negrico, no piensa, en verdad, llevarla a cabo. Se contenta con preparativos teat
rales. Invlido de las dos piernas por una parlisis temprana, pero de espritu inqueb
rantablemente resuelto, se hace conducir en una litera a la plaza de Lyon, desig
na con un martillo de plata simblicamente las casas que han de ser derribadas y a
nuncia la institucin de terribles tribunales de vindicta. Con esto se calman los
espritus ms fogosos. En realidad, con el pretexto de la falta de obreros, se emple
an slo un par de mujeres y nios que, pro forma, dan algunos golpes indolentes de pic
o en las casas. Y slo se llevan a cabo contadas ejecuciones.

La ciudad respira, sorprendida por tan inesperada clemencia tras decretos tan fu
lminantes; pero los terroristas estn alerta, se dan cuenta poco a poco de los pro
psitos benvolos de Couthon e instigan a la Convencin a la violencia. La cabeza dest
rozada y sangrienta de Chalier es llevada a Pars como reliquia, presentada con gr
an solemnidad a la Convencin y expuesta en Notre Dame con el fin de excitar al pu
eblo. Cada vez con mayor impaciencia se lanzan nuevos requerimientos contra el c
uncttor Couthon. Se dice de l que es excesivamente flexible, indolente, demasiado
tmido. En fin, que no es el hombre capaz de llevar a cabo venganza tan ejemplar.
Hace falta un revolucionario verdadero, dispuesto a todo, digno de la confianza
que se le otorga; un hombre que no se asuste de la sangre y que se arriesgue: un
hombre de acero. Por fin cede la Convencin a tan ruidosas demandas y enva como ve
rdugo de la ciudad desdichada, en el lugar del excesivamente blando Couthon, a l
os mas decididos de sus tribunos: al vehemente Collot d'Herbois (del que circula
la leyenda de que, por haber recibido una rechifla como actor en Lyon, es el ve
rdadero hombre para castigar a sus habitantes) y al ms radical de los procnsules,
al ms calificado de los jacobinos y ultraterroristas, a Jos Fouch.
Se trata, en el caso de Fouch, designado de la noche a la maana por la obra asesina
, de un verdadero verdugo, de un ebrio de sangre, como se llamaba a los campeones
del terror?
Si atendemos a sus palabras, ciertamente. Ningn procnsul se ha conducido en su pro
vincia con mayor energa, con mayor espritu revolucionario, con mayor radicalismo q
ue Jos Fouch. Nadie ha requisado con menos miramientos, nadie ha realizado ms conci
enzudamente el saqueo de las iglesias ni ha hecho desembolsar las fortunas y est
rangulado toda resistencia con mayor eficacia. Pero, cosa muy caracterstica en l: n
icamente con palabras, con rdenes e intimidaciones, ha instituido el terror. En l
as semanas que dur su poder en Nevers, Clamecy, no corre ni una gota de sangre. M
ientras cruje en Pars la guillotina como una mquina de coser, mientras Carrier aho
ga en Nantes, arrojndolos al Loire, a centenares de sospechosos; mientras que tod
o el pas tiembla de fusilamientos, crmenes y persecuciones, no tiene Fouch en su di
strito una sola ejecucin sobre la conciencia. Conoce muy bien es el leitmotiv de s
u psicologa la cobarda de las gentes; sabe que un gesto feroz y un ademn de terror a
horran casi siempre el terror mismo. Y cuando ms tarde, en lo ms florido de la rea
ccin, se levantan acusadoras las provincias contra sus sojuzgadores, no puede for
mular el distrito de Fouch en contra suya otra acusacin que la de la amenaza de mu
erte; pero de una ejecucin efectiva, no puede acusarle nadie. Vemos, pues, que Fo
uch, designado ahora como verdugo de Lyon, no tiene inclinaciones cruentas. En es
te hombre fro, sin sensualidad; en este calculador, en este malabarista mental, h
ay ms de zorro que de tigre. No necesita el vaho de la sangre para excitar sus ne
rvios. Gesticula rabioso, pero sin fiebre interior, con palabras de amenaza, jams
pedir ejecuciones por el placer de asesinar, por monomana de mando. Obedeciendo a
l instinto y a la prudencia no por humanidad , respeta la vida de los dems mientras
no peligra la suya.
Este es uno de los secretos de casi todas las revoluciones y el destino trgico de
sus caudillos; sin tener sed de sangre, verse obligados a derramarla. Desmoulin
s Pide frentico desde su pupitre burocrtico el tribunal para los girondinos. Pero
ms tarde, cuando, sentado en la sala de justicia, oye caer la palabra muerte sobre
los veintids hombres que l mismo ha arrastrado ante los jueces, salta del asiento
con palidez mortal, trmulo, se precipita fuera de la sala lleno de desesperacin; no
, no es eso lo que l quera! Robespierre, que puso su firma bajo miles de decretos
fatales, combati dos aos antes, en la Asamblea Constituyente, la pena de muerte, y
conden la guerra como un crimen. Danton, a pesar de ser hechura suya el terrible
tribunal, llego a gritar estas palabras de desesperacin con el alma atribulada: S
er guillotinado antes que guillotinar. Hasta Marat, que pide pblicamente desde su
peridico trescientas mil cabezas, hace todo lo posible para salvar a los que estn
sentenciados a caer bajo la cuchilla. Todos los que ms tarde han de aparecer como
bestias sangrientas, como asesinos frenticos, ebrios con el olor de los cadveres,
todos detestan en su interior (lo mismo que Lenin y los jefes de la revolucin ru
sa) las ejecuciones. Empiezan por tener a raya a sus adversarios polticos con la
amenaza de muerte; pero la simiente del dragn del crimen surge violenta del conse
ntimiento terico del crimen mismo. No pec por embriaguez de sangre la revolucin fra

ncesa, sino por haberse embriagado con palabras sangrientas. Para entusiasmar al
pueblo y para justificar el propio radicalismo, se cometi la torpeza de crear un
lenguaje cruento; se di en la mana de hablar constantemente de traidores y de patb
ulos. Y despus, cuando el pueblo, embriagado, borracho, posedo de estas palabras b
rutales y excitantes, pide efectivamente las medidas enrgicas anunciadas como neces
arias, entonces falta a los caudillos el valor de resistir: tienen que guillotin
ar para no desmentir sus frases de constante alusin a la guillotina. Los hechos h
an de seguir fatalmente a las palabras frenticas. As se inicia la desenfrenada car
rera, en la que nadie se atreve a quedar atrs en la persecucin de la aureola popul
ar. Siguiendo la ley irresistible de la gravitacin, viene una ejecucin tras la otr
a; lo que empez como juego sangriento de palabras, se convierte en puja feroz de
cabezas humanas. Se hacen as miles de sacrificios, no por placer, ni siquiera por
pasin, y mucho menos por energa, sino simplemente por indecisin de los polticos, de
los hombres de partido, que carecen de valor para resistir al pueblo; por cobar
da, en ltimo trmino. Por desgracia, no es siempre la Historia, como nos la cuentan,
historia del valor humano; es tambin historia de la cobarda humana. Y la poltica n
o es, como se quiere hacer creer a todo trance, gua de la opinin pblica, sino incli
nacin humillante de los caudillos precisamente ante la instancia que ellos mismos
han creado e influenciado. As nacen siempre las guerras: de un juego con palabra
s peligrosas, de una superexcitacin de las pasiones nacionales; y as tambin los crme
nes polticos; ningn vicio y ninguna brutalidad en la tierra han vertido tanta sang
re como la cobarda humana. Si, pues, Jos Fouch llega a ser en Lyon el verdugo de la
s masas, no ser por pasin republicana (no conoce l ninguna pasin), sino nicamente por
miedo de caer en desgracia como moderado. Pero no deciden en la Historia los pe
nsamientos, sino los hechos, y aunque se haya defendido mil veces contra la expr
esin del mitrailleur de Lyon, quedar ya estigmatizado como tal. Y ni la capa ducal
podr ocultar las huellas de sangre de sus manos.
El 7 de noviembre llega Collot d'Herbois a Lyon y el 10 llega Jos Fouch. Inician s
us trabajos inmediatamente. Pero antes de la verdadera tragedia ponen en escena,
entre el excmico y el exsacerdote, una breve comedia satnica que constituye tal v
ez la ms cnica y provocativa de la revolucin francesa: una especie de misa negra en
pleno da. Los funerales por el mrtir de la Libertad, Chalier, sirven de pretexto
para esta desenfrenada orga atesta. Como preludio, a las ocho de la maana se arranc
an de las iglesias las ltimas insignias religiosas; los crucifijos caen de los al
tares; se las despoja de pafos y casullas. Se organiza despus una procesin imponent
e por toda la ciudad hacia la plaza de Terraux. Cuatro jacobinos llegados de Pars
llevan en una litera, cubierta con tapices tricolores, el busto de Chalier mate
rialmente cubierto de flores. Al lado, una urna con sus cenizas y, en una pequea
jaula, una paloma que consol, segn se dice, al mrtir en la prisin. Solemnes y graves
caminan detrs de la litera los tres procnsules, en servicio del culto nuevo que d
ebe mostrar al pueblo de Lyon pomposamente la deidad del mrtir de la Libertad, Ch
alier, el dieu sauveur mort pour eux. Pero esta ceremonia pattica, de por s ya des
agradable, se rebaja an con otros estpidos excesos del peor gusto: una horda estre
pitosa arrastra, en triunfo, entre danzas salvajes, clices, custodias e imgenes de
santos; detrs trota un burro, al que han puesto artsticamente sobre las orejas un
a mitra cardenalicia y que lleva atado al rabo un crucifijo y una Biblia. As se ar
rastra el Evangelio, para risa de la chusma alborotada, colgado de la cola de un
pobre asno, por el lodo de la calle!
El son de trompetas marciales ordena alto. En la gran Plaza, donde se ha erigido
un altar de ramaje, se coloca solemnemente el busto de Chalier y la urna, y los
tres representantes del pueblo se inclinan respetuosamente ante el nuevo santo.
Primeramente perora Collot d'Herbois con la rutina del actor; luego habla Fouch.
Quien supo callar tan tenazmente en la Convencin, ha recobrado de pronto su voz
y lanza su declaracin desmesurada sobre el busto de yeso: Chalier, Chalier, no exi
stes ya. Los asesinos te han inmolado a ti, mrtir de la Libertad; pero sus propia
s sangres sern el nico sacrificio capaz de apaciguar tu espritu airado. Chalier! Chal
ier! Juramos ante tu efigie vengar tu martirio; sangre de aristcratas te servir de
incienso. El tercer delegado del pueblo, menos elocuente que el futuro aristcrata
, que el futuro Duque de Otranto, besa la frente del busto y grita estentreamente
en medio de la Plaza: Muerte a los aristcratas!

Despus del triple homenaje se hace una gran hoguera. Muy serio ve el hace poco an
tonsurado Jos Fouch, con sus dos colegas, como es desatado el Evangelio del rabo d
el burro y echado al fuego, convirtindose en humo en medio de las llamas que devo
ran pafos de iglesia, misales, hostias e imgenes santas. Luego se hace beber al in
feliz cuadrpedo en un cliz consagrado como premio a sus servicios, y, como final d
e acto de tan psimo gusto, los cuatro jacobinos llevan a hombros el busto de Chal
ier a la iglesia, donde es colocado solemnemente en el lugar del Cristo derribad
o. Para eterna memoria del solemne festejo, se acua, en los das sucesivos, una mon
eda conmemorativa, de la que no se encuentran ejemplares, tal vez porque el que
fue despus Duque de Otranto adquiri todas las existencias y las hizo desaparecer,
lo mismo que los libros que describan demasiado claramente las ferocidades brutal
es de su poca ultrajacobina y atesta. Tena l buena memoria; pero no quera, sin duda,
que los dems pudieran recordarle la misa negra de Lyon y todos los dems excesos: h
ubiera sido demasiado violento y desagradable para Son Excellence Monsegneur le Sn
ateur Ministre de un cristiansimo rey.
Por repugnante que sea este primer da de Jos Fouch en Lyon, no hay, sin embargo, en
l ms que farsa y mascarada banal: an no ha corrido la sangre. Pero al da siguiente
se recluyen los cnsules inaccesibles en una casa apartada, guardada por centinela
s armados, defendida de intrusos, con la puerta simblicamente cerrada a toda clem
encia, a todo ruego, a toda tolerancia. Se constituye un tribunal revolucionario
, y de la tremenda noche de San Bartolom que preparan estos monarcas del pueblo q
ue se llaman Fouch y Collot puede darnos una idea la carta que dirigen a la Conve
ncin: Cumplimos escriben nuestra misin con la energa de republicanos puros y no descen
deremos de la altura en que nos ha colocado el pueblo para ocuparnos de los mise
rables intereses de unas cuantas personas ms o menos culpables. Hemos apartado a
todo el mundo de nosotros porque no tenemos tiempo que perder ni favores que oto
rgar. Slo tenemos presente a la Repblica, que nos ordena una accin ejemplar, una le
ccin difana y evidente. No omos sino el grito del pueblo que pide venganza por la s
angre vertida de los patriotas, venganza rpida y tremenda, para que la Humanidad
no vuelva a verla correr. Convencidos de que en esta ciudad infame no hay ms inoc
entes que los oprimidos por los asesinos, los encerrados por ellos en los calabo
zos, mantenemos nuestra desconfianza ante las lgrimas del arrepentimiento. Nada p
odr desarmar nuestra severidad. Hemos de confesarlo, colegas ciudadanos: consider
amos la benevolencia como debilidad peligrosa, apropiada tan slo para volver a en
cender esperanzas criminales en el momento preciso en que hay que apagarlas para
siempre. Tratar a un slo individuo con benevolencia nos obligara a seguir la mism
a conducta con todos, haciendo con ello ineficaz el xito de nuestra justicia. Se
trabaja demasiado despacio en las demoliciones: la impaciencia republicana requi
ere medios mas rpidos, como la explosin de las minas, la accin devastadora de las l
lamas... Medios que pongan en evidencia el poder del pueblo. Su voluntad no debe
ser considerada como la de los tiranos: ha de producir el efecto de una tempest
ad.
La tempestad descarga, como anuncia el programa, el 4 de diciembre, y su eco, te
rrible, rueda pronto por toda Francia. De madrugada son sacados sesenta jvenes de
la prisin, atados de dos en dos. No se los lleva a la guillotina, que, segn las
palabras de Fouch, trabaja demasiado despacio, sino afuera, al llano de Brotteaux,
al otro lado del Rodano. Dos fosas paralelas, cavadas deprisa, dejan prever ya a
las vctimas su suerte. Los caones, colocados a diez pasos de ellos, indican sinie
stramente el mtodo de la matanza colectiva. Se amontona y ata a los indefensos en
un pelotn de desesperacin humana que chilla, se estremece, llora, enloquece y res
iste intilmente. Una voz de mando y las bocas de los caones, tan prximas que el ali
ento las roza, truenan mortferas, vomitando plomo sobre la masa humana, sacudida
por el miedo. La primera descarga no acaba con todas las vctimas: a algunas slo le
s ha sido arrancado un brazo o una pierna, otras ensean los intestinos y an queda
alguna ilesa. Y mientras la sangre fluye en fuentes a las fosas, se oye una nuev
a orden y carga la caballera con sables y pistolas sobre los que quedan, entrando
a tiro y sablazos en medio de este rebao humano que se estremece, gime y grita,
sin poder huir, hasta que se acaba la ltima voz agonizante. Como premio por la ma
tanza, se les permite a los verdugos despojar a los sesenta cadveres an calientes,
de ropas y calzados, antes de enterrarlos desnudos y destrozados en las fosas.

Esta es la primera de las clebres mitrallades de Jos Fouch, del que ms tarde fue mini
stro de un cristiansimo rey, que se muestra orgulloso de su obra a la maana siguie
nte en una encendida proclama: Los representantes del pueblo proseguirn framente la
misin a ellos encomendada. El pueblo ha puesto en sus manos el rayo de su vengan
za y no ha de abandonarlo hasta que hayan perecido todos los enemigos de la Libe
rtad. No les importar pasar sobre hileras interminables de tumbas de conspiradore
s para llegar, a travs de ruinas, a la felicidad de la nacin y a la renovacin del m
undo. An el mismo da se confirma criminalmente este triste valor por los caones de Bro
tteaux, y en un rebao humano an ms numeroso. Esta vez son doscientas diez las vctima
s conducidas, con las manos atadas a la espalda, y tendidas a los pocos minutos
por el plomo de la metralla y por las descargas de la infantera. La operacin es la
misma que la primera vez, slo que se facilita la incmoda tarea a los verdugos no
obligndolos, tras la penosa matanza, a ser adems los sepultureros de sus vctimas. A
qu abrir tumbas para estos malvados? Se les quitan los zapatos ensangrentados de
los pies rgidos y se arrojan sencillamente los cadveres desnudos, palpitantes algu
nos, a las aguas movidas del Rdano, que les sirven de tumba.
Pero an pretende Fouch velar este horror, cuyo vaho repugnante se extiende por tod
o el pas, con la capa apaciguadora de palabras de himno. Que el Rodano se envenen
e con estos cadveres desnudos le parece un acto poltico de alabanza, porque llegar
an flotando a Toln, prestando all testimonio palpable de la venganza republicana i
nflexible y tremenda. Es necesario escribe que los cadveres ensangrentados que hemos
arrojado al Rodano naveguen a lo largo de sus orillas y lleguen a su desembocad
ura en el infame Toln, para que intensifiquen ante los ojos de los cobardes y cru
eles ingleses la impresin de horror y la sensacin del poder del pueblo. En Lyon, cl
aro est, ya no es necesaria una intensificacin tal, pues las ejecuciones y las mat
anzas se siguen sin interrupcin. Para celebrar la conquista de Toln, que acoge Fou
ch con lgrimas de alegra, arrastra doscientos rebeldes ante los caones. Intiles son
los llamamientos a la clemencia. Dos mujeres que haban implorado compasin excesiv
a por la libertad de sus maridos ante el tribunal de sangre, son atadas al lado
de la guillotina. Nadie puede llegar ni a las cercanas de la casa de los delegado
s para pedir moderacin. Pero tanto como las detonaciones de los fusiles, truenan
las palabras de los procnsules: S, nos atrevemos a decirlo, hemos vertido mucha san
gre impura; pero nicamente por humanidad y por deber... No dejaremos el rayo que
habis puesto en nuestras manos hasta que no lo manifestis por vuestra voluntad. Ha
sta entonces seguiremos sin interrupcin la lucha contra nuestros enemigos de la m
anera ms radical, terrible y rpida, hasta aniquilarlos.
Mil seiscientas ejecuciones en pocas semanas dan fe de que, por una vez, Jos Fouc
h dijo la verdad.
Con la organizacin de estas carniceras y las comunicaciones llenas de alabanza pro
pia, no olvidan Jos Fouch y sus colegas otro triste encargo de la Convencin; ya el
primer da hicieron llegar a Pars la queja de que la demolicin ordenada se llevaba a
cabo, bajo su antecesor, demasiado despacio. Ahora escriben las minas aligerarn la ob
ra de destruccin. Ya han comenzado a trabajar los zapadores y dentro de dos das vo
laran los edificios de Bellecour. Estas fachadas clebres, comenzadas bajo Luis XIV
, obras de un discpulo de Mansard, por ser las ms bellas, fueron las primeras cond
enadas a la demolicin. Con brutalidad son expulsados los moradores de esta fila d
e casas y se da ocupacin a centenares de hombres y mujeres sin trabajo, que en un
as semanas de insensato derribo destruyen las magnficas obras de arte. La desdich
ada ciudad est llena de suspiros y quejas, de caonazos y de muros que se derrumban
; mientras que el comit de justice se dedica a tumbar hombres y el comit de dmoliti
on a derribar casas, lleva a cabo el comit des substances una implacable requisa
de vveres, telas y objetos de arte. Se hacen los registros casa por casa, desde e
l stano hasta el tejado, en busca de personas escondidas y de joyas; nada se libr
a del terror de Fouch y Collot, los dos hombres que, invisibles e infranqueables,
protegidos por centinelas, viven ocultos en una casa inaccesible. Se han demoli
do los palacios ms bellos; estn medio vacas las crceles aunque vuelvan a llenarse con
stantemente , saqueados los comercios, regados con la sangre de mil personas los p
rados de Brotteaux. Es entonces cuando deciden, al fin, algunos ciudadanos arrie
sgados (aunque su decisin pueda costarles la cabeza) acudir a Pars y presentar a l
a Convencin una solicitud para pedir que la ciudad no quede totalmente arrasada.

Naturalmente, el texto de la splica es muy cauto. No falta el tono marcial en l ni


la inclinacin cobarde ante el decreto destructor, que parece dictado por el genio
del Senado romano; pero luego ruegan perdn por el franco arrepentimiento, para la
debilidad coaccionada; perdn nos atrevemos a decirlo para los inocentes a quienes s
e ha desconocido.
Pero los cnsules han sido informados a tiempo de la denuncia sigilosa, y Collot d
'Herbois, por ser el mas elocuente de los dos, vuela a Pars en posta acelerada pa
ra parar el golpe. Al da siguiente tiene la osada, en la Convencin y ante los jacob
inos, de defender la matanza colectiva como una forma de humanidad. Queramos dice libr
ar al mundo del espectculo tremendo de ejecuciones constantes, ininterrumpidas. Po
r eso acordaron los comisarios aniquilar en un mismo da y de una vez a todos los
condenados y traidores, debiendo buscarse el origen de este propsito en una vritab
le sensibilit. Ante los jacobinos se entusiasma con mayor fervor an por el nuevo s
istema humanitario. S, hemos tumbado doscientos condenados con una sola descarga, y
esto es lo que se nos reprocha. Pero esto es, en realidad, un acto de moderacin! S
i se arrastra a la guillotina a veinte condenados, puede decirse que mueren los l
timos veinte veces. Con nuestro sistema caen veinte traidores de una vez. Y, efec
tivamente, estas frases gastadas, sacadas precipitadamente del tintero sangrient
o de la jerga revolucionaria, hacen su efecto: la Convencin y los jacobinos aprue
ban las declaraciones de Collot y dan con ello a los procnsules plenos poderes pa
ra continuar las ejecuciones. El mismo da celebra Pars la inhumacin de Chalier en e
l Panten un honor que hasta entonces slo se haba concedido a Juan Jacobo Rousseau y
a Marat , y su concubina recibe, como la de Marat, una pensin. Oficialmente es decl
arado as el mrtir santo nacional y con ello tcitamente aprobada, como justa venganz
a, toda violencia por parte de Fouch y de Collot.
Sin embargo, cierta incertidumbre se apodera de stos, pues la situacin empieza a s
er peligrosa en la Convencin, en la que se vacila entre Danton y Robespierre, ent
re la moderacin y el terror. Hay, pues, que obrar con cautela, y para ello decide
n los dos repartirse los papeles: Collot d'Herbois se queda en Pars para vigilar
la opinin en los comits y en la Convencin, para rechazar de antemano un posible ata
que con la vehemencia brutal de su elocuencia, dejando confiada la prosecucin de
las matanzas a la energa de Fouch. No debemos olvidar que durante aquella poca fue Jo
s Fouch seor nico y omnipotente, pues de manera hbil intentar luego cargar sobre su co
lega de espritu mas abierto todas las violencias cometidas. Los hechos demuestran q
ue en la poca en que Fouch manda solo, no trabaja menos mortferamente la guadaa. Cin
cuenta y cuatro, sesenta, cien personas por da caen durante la ausencia de Collot
. Y se sigue derribando muros, saqueando las casas y vaciando las crceles con las
continuas ejecuciones. Y an alardea Jos Fouch y encomia sus hazaas con sanguinario
entusiasmo: Si las sentencias de este tribunal infunden pavor a los delincuentes,
en cambio tranquilizan y consuelan al pueblo, que les presta odo y las aprueba.
Se cree de nosotros, sin razn para ello, que hemos concedido, en alguna ocasin, a
un culpable el honor del indulto: y ni uno slo hemos concedido!
Pero que sucede ... ? Fouch cambia repentinamente de tono. Con su fino olfato pres
iente que en la Convencin van a soplar los vientos de un cambio brusco. Hace algn
tiempo que no responde el mismo eco a la charanga estridente de sus ejecuciones.
Sus amigos jacobinos, sus correligionarios atestas Hbert, Chaumette, Ronsin, han
enmudecido de pronto... y para siempre, pues oprime sus gargantas inesperadament
e la garra implacable de Robespierre. Con hbiles cambios de postura, pasando del
campo de los enardecidos al campo de los tibios, inclinndose a la derecha o a la
izquierda, ha saltado repentinamente desde la sombra sobre los ultrarradicales e
ste tigre de la moralidad. Ha conseguido que Carrier, que ahogaba en Nantes a su
s vctimas con esa misma meticulosidad con que Fouch fusilaba a las suyas en Lyon,
fuera citado ante la Asamblea para rendir cuentas; ha arrastrado a la guillotina
, por medio de Saint-Just, en Estrasburgo, al feroz Eulogio Schneider; ha califi
cado oficialmente los espectculos atestas populares, como los celebrados por Fouch
en Lyon, de verdaderas estupideces y los ha suprimido en Pars. Y, como siempre, l
os diputados obedecen temerosos a su gesto.
A Fouch le sobrecoge el temor de siempre: el temor de no estar con la mayora. Los
terroristas han cado en desgracia, a qu, pues, seguir en sus filas? Lo mejor ser pas
ar pronto a los moderados con Danton y Desmoulins, que piden un tribunal de indul

gencia; desplegar sin tardanza la capa para que la hinche de nuevo el viento. Bru
scamente, el 6 de febrero, manda suspender las mitraillades, y slo la guillotina
(de la que deca en sus libelos que trabajaba demasiado despacio) sigue cortando v
acilante, dos o tres cabezas miserables por da. Verdaderamente una pequeez, compar
ado con las antiguas fiestas nacionales sobre el llano de Brotteaux. En cambio,
inicia con toda su energa un ataque repentino contra los radicales, contra los or
ganizadores de sus fiestas y ejecutores de sus rdenes. Del Saulo revolucionario s
urge de pronto un humano San Pablo. Rotundamente se pasa al lado contrario. Cali
fica a los amigos de Chalier de anarquistas y rebeldes; disuelve bruscamente una o
dos docenas de comits revolucionarios, y sucede algo muy extraordinario: los hab
itantes de Lyon, amedrentados, mortalmente asustados, ven de pronto en el hroe de
las mitraillades, en Fouch, a su salvador. Los revolucionarios de Lyon, en cambi
o, escriben, una tras otra, cartas enfurecidas en las que le culpan de flojedad,
de traicin y de opresin de los patriotas.
Estos cambios audaces, este pasarse osadamente en pleno da al campo contrario, es
tas fugas en pos del vencedor, son el secreto de Fouch en la lucha, de la que slo
as ha podido salir con vida. Ha hecho juego doble. Y si le acusan ahora en Pars de
benevolencia exagerada, puede sealar las mil tumbas y las fachadas demolidas de
Lyon. Si le acusan, por otra parte, como sanguinario, puede apoyarse en las acus
aciones de los jacobinos que le culpan de su moderacin exagerada. Segn sople el vien
to, puede sacar del bolsillo derecho una prueba de inflexibilidad y del izquierd
o una prueba de humanidad; puede presentarse lo mismo como verdugo que como salv
ador de Lyon. Y, efectivamente, con este truco hbil de prestidigitador consigue ms
tarde echar toda la responsabilidad de las matanzas sobre su colega, mas franco
y mas recto, sobre Collot Dherbois. Pero no a todos consigue engaar as: inflexibl
e, vela en Pars Robespierre, el enemigo que no le perdona el haber suplantado a s
u amigo Couthon en Lyon. Desde la Convencin haba observado Robespierre la duplicid
ad de este hombre, y persigue incorruptible todas sus vueltas y giros, aunque Fo
uch quiera agazaparse deprisa ante la tempestad. Y la desconfianza tiene en Robes
pierre garras de hierro: de ella no se libra nadie. El 22 de Germinal logra que
el Comit de Salud pblica expida un decreto amenazante para Fouch, en el que se le o
bliga a presentarse inmediatamente en Pars para justificar los acontecimientos de
Lyon. El que sentenci cruelmente durante tres meses tiene, a su vez, que aparece
r ahora ante el tribunal.
Ante el tribunal, por qu? Porque hizo degollar cruelmente en tres meses a dos mil f
ranceses, como colega de Carrier y de los otros verdugos colectivos? Pero aqu sur
ge y se pone en evidencia la genialidad de esta ltima maniobra, cnica y descarada,
de Fouch: no, no tiene que justificarse por haber oprimido la societ populaire ra
dical, ni por haber perseguido a los patriotas jacobinos. El mitrailleur de Lyon
, el verdugo de dos mil vctimas, est acusado inolvidable farsa de la Historia de la
falta ms noble que conoce la humanidad: de piedad excesiva.
CAPTULO III
EL DUELO CON ROBESPIERRE
(1794)
El 3 de abril se entera Jos Fouch de que ha sido llamado a Pars por el Comit de Salu
d pblica para justificarse, y el da 5 toma el coche de viaje. Diecisis golpes sordo
s acompaan su partida, diecisis golpes de guillotina, que por ltima vez cumple con
su cometido siniestro. Y an en el ltimo momento se verifican en este da dos ejecuci
ones ms a toda prisa, dos muy extraas. Los dos rezagados de la gran matanza que ti
enen que escupir sus cabezas a la cesta, segn el dicho jovial de la poca, son el ver
dugo de Lyon y su ayudante. Los mismos que por orden de la reaccin guillotinaron
a Chalier y sus amigos, y que luego, por orden de la revolucin, guillotinaron fram
ente a los reaccionarios a centenares, caen al cabo tambin bajo la cuchilla. Qu cla
se de crimen se les atribuye? No se adivina ni con la mejor voluntad. Probableme
nte son sacrificados nicamente para que no cuenten ms de lo indispensable a los su
cesores de Fouch y a la posteridad: Saben demasiadas cosas sobre Lyon! Y nadie sabe
callar como los muertos!
Empieza a rodar el vehculo. Fouch tiene bastante en que pensar durante el viaje a
Pars. Pero se debi consolar: nada haba perdido an. Le quedaba ms de un amigo influyen

te en la Convencin y quiz consiguiera tener a raya a Robespierre, el terrible cont


rincante. Pero cmo puede sospechar Fouch que en esta hora predestinada de la revolu
cin ruedan los acontecimientos con mayor rapidez que las ruedas de una diligencia
de Lyon a Pars? Cmo va a pensar que desde hace dos das est encarcelado su ntimo Chaum
ette; que la enorme cabeza de len de Danton fu empujada ayer mismo por Robespierre
bajo la guillotina; que el mismo da vaga hambriento por las inmediaciones de Pars
Condorcet, el jefe espiritual de la derecha, y al da siguiente se envenenara par
a evadir la justicia? A todos los ha derribado un slo hombre, y este hombre es Ro
bespierre, su adversario poltico ms encarnizado. Hasta que no llega, a las ocho de
la noche, a Pars, no se entera de toda la magnitud del peligro en que se ha meti
do. Dios sabr lo poco que debi dormir el procnsul Jos Fouch en esta su primera noche
en Pars.
A la maana siguiente va Fouch a la Convencin y espera impacientemente la apertura d
e la sesin. Pero, cosa extraa!, el vasto saln no se llena; la mitad, ms de la mitad d
e los asientos estn vacos. Supone que gran cantidad de diputados estar en misiones
o ausente por otras causas. Pero, con todo, qu vaco ms llamativo all, a la derecha, d
onde antao se sentaban los jefes, los girondinos, los magnficos oradores de la Rev
olucin! Dnde estarn? Los veintids ms audaces, Vergniaud, Brissot, Pethion..., han acab
ado en el patbulo o por suicidio, o fueron destrozados en su fuga por los lobos.
Sesenta y tres de sus amigos, que osaron defenderlos, han sido desterrados. De u
n slo golpe tremendo se ha desembarazado Robespierre de un centenar de sus advers
arios de la derecha. Pero no menos enrgicamente ha golpeado su puo en las propias
filas de la montaa: a Danton, Desmoulins, Chabot, Hebert, Fabre d'Eglantine, Chaume
tte y dos docenas ms, a todos los que se sublevan contra su voluntad, contra su p
resuncin dogmtica, los ha tirado al fondo de la sima. A todos los ha hecho desapar
ecer este hombre de menguada presencia, pequeo, delgado, de cara plida y biliosa,
de obtusa frente y de ojos pequeos, aguanosos, miopes; este hombre tanto tiempo e
clipsado por las figuras gigantescas de sus antecesores. La guadaa del tiempo le
ha dejado libre el camino. Desde que desaparecieron aniquilados de la joven Repbl
ica el tribuno Mirabeau, el rebelde Marat, el caudillo Danton, el literato Desmo
ulins, el orador Vergniaud y el pensador Condorcet, Robespierre lo es todo: Pontf
ex Mximus, dictador y triunfador. Desconcertado, mira Fouch a su adversario, alred
edor del cual se apian con respeto todos los diputados serviles, de los que, con
impasibilidad inquebrantable, se deja rendir homenaje, envuelto en su virtud como
en una armadura, inaccesible, impenetrable, observando el campo con su mirada de
miope, con la orgullosa seguridad de que ya no se levantara nadie contra su vol
untad.
Pero, no obstante, uno hay que se atreve a hacerlo. Uno que ya no tiene nada que
perder: Jos Fouch, que pide la palabra para justificar su actuacin en Lyon. El hec
ho de justificarse ante la Convencin es ya provocar al Comit de Salud pblica, pues
no fu la Convencin, sino el Comit quien le pidi explicaciones. Pero l acude, como a l
a ms alta, como a la verdadera ltima instancia, a la Asamblea de la nacin. Y el pre
sidente le concede la palabra. Ahora bien: Fouch no es un cualquiera, demasiadas
veces ha sonado su nombre en esta sala; an no estn olvidados sus mritos, sus relato
s y sus hechos. Fouch sube a la tribuna y lee un informe complicado. La Asamblea
le escucha sin interrumpirle, sin una seal de aprobacin o de desagrado. Pero al fi
nal del discurso no se mueve ni una mano.
La Convencin esta atemorizada. Un ao de guillotina ha enervado a todos estos hombr
es. Los que antao se entregaban a sus convicciones apasionadamente, los que se ec
haban, ruidosos, audaces y francos, a la lucha de palabras y opiniones, no sient
en ahora el deseo de manifestarse. Desde que el verdugo oprime con su garra en s
us filas, como Polifermo, tan pronto a la izquierda como a la derecha; desde que
la guillotina se yergue amenazante como una sombra azul tras sus palabras, pref
ieren callar... Se esconden uno detrs de otro; atisban a derecha e izquierda ante
s de hacer un gesto. Como una niebla pesada gravita el miedo gris sobre sus cara
s. Y nada rebaja tanto al hombre, y particularmente a la masa, como el miedo de
lo invisible.
As no se permite tampoco esta vez una opinin. No mezclarse por nada en el dominio d
el Comit, del Tribunal invisible! La justificacin de Fouch no es refutada, no es ac
eptada, sino simplemente enviada al Comit para su examen; es decir, que va a para

r a las manos que Fouch quiso evitar con tanta precaucin. Su primera batalla est pe
rdida.
Ahora s que le sobrecoge a l tambin miedo. Ve que se ha adelantado demasiado sin co
nocer el terreno, y le parece mejor una retirada rpida. Antes capitular que lucha
r solo contra el ms poderoso. Y Fouch, arrepentido, doblega la rodilla y humilla l
a cabeza. Aquella misma noche va a casa de Robespierre, a entrevistarse con l par
a rogar su perdn.
Nadie fue testigo de esta entrevista, nicamente su desenlace es conocido. Se la p
uede uno imaginar por analoga con aquella visita que Barras describe en sus Memor
ias tan terriblemente plsticas. Tambin tendra Fouch, antes de subir la escalera de m
adera de la pequea casa burguesa de la calle Saint Honore, donde exhibe Robespierre
su virtud y su pobreza como en un escaparate, que soportar el examen de los cas
eros que vigilan a su dios y husped como una presa sagrada. Tambin a l le recibira R
obespierre, lo mismo que a Barras, en la pequea y estrecha habitacin adornada pres
untuosamente slo con retratos suyos. Apenas le invitara a sentarse; erguido y glac
ial, le tratara intencionadamente con injuriosa altanera, como a un miserable crim
inal. Pues este hombre, que ama exaltadamente la virtud y que est enamorado apasi
onada y pecaminosamente de la suya propia, ni conoce la indulgencia ni el perdn p
ara quien haya tenido alguna vez una opinin contraria a la suya. Intolerante y fa
ntico, como un Savonarola del racionalismo y de la virtud, rechaza todo pacto, toda
capitulacin, ante sus adversarios; an en los momentos en que la poltica aconsejaba
el acuerdo, se resista su odio duro y su orgullo dogmtico. De lo que dijera Fouch
a Robespierre en aquella ocasin y de lo que ste, como su juez, le contestara, nada
sabemos. Ciertamente que no le hara objeto de un buen recibimiento, sino de una
reprensin dura e inclemente, de una amenaza fra, desnuda, como una sentencia de mu
erte. Y cuando Jos Fouch, temblando de ira, baja la escalera de la casa de la rue
Saint Honor, humillado, rechazado, amenazado, sabe que slo podr salvar su cabeza si c
onsigue que caiga antes en la cesta la de Robespierre. El duelo a muerte entre R
obespierre y Fouch ha comenzado.
Este duelo es sin duda uno de los episodios ms interesantes y de los psquicamente
ms emocionantes de la Historia y de la revolucin. Ambos contendientes, inteligente
s y polticos, caen, no obstante, tanto el retado como el retador, en el mismo err
or: se desconocen mutuamente porque creen conocerse de antiguo. Para Fouch es Rob
espierre todava el abogado delgaducho y agotado que en su provincia en Arras, jun
to con l en el casino, gastaba pequeas bromas y compona breves poesas dulzonas, a la
manera de Grecourt, y que luego aburra a la Asamblea del 1789 con sus discursos
enfticos. Fouch no se daba cuenta, o se la di demasiado tarde, como con un trabajo
duro y tenaz, empujado por el mpetu de la propia obra, se haba transformado el dem
agogo Robespierre en hombre de Estado; el suave e intrigante en poltica, en una i
nteligencia aguda; el retrico, en un orador. Casi siempre la responsabilidad elev
a al hombre a la grandeza; as creci Robespierre en la conciencia de su misin. En me
dio de ambiciosos y alborotadores, siente la salvacin de la Repblica como el probl
ema de su vida impuesto por la Providencia. Como sagrada misin para la Humanidad,
siente la necesidad de realizar su concepci0n de la Repblica, de la revolucin, de
la moral y hasta de la divinidad. Esta rigidez de Robespierre constituye al mism
o tiempo la belleza y la debilidad de su carcter, pues embriagado de su propia in
corruptibilidad, apasionado de su dureza dogmtica, considera toda opinin opuesta a
la suya no slo como algo diferente, sino como una traicin. Y con el puo fro de un i
nquisidor, empuja a todo el que piensa de otra manera, como a un hereje, a la ho
guera nueva: a la guillotina. Sin duda alguna, una idea grande y pura radica en
el Robespierre de 1794. Pero se anquilosa en su espritu. Ni l se crece con su idea
ni esta germina en l (es el Destino de todas las almas dogmticas), y esta falta d
e calor comunicativo, de humanidad, priva a su obra de la verdadera fuerza cread
ora, nicamente en la rigidez esta su fuerza, en la dureza su poder; lo dictatoria
l es para l sentido y forma de su vida. La revolucin ha de llevar su imagen o agri
etarse en ruina.
Un hombre as no tolera contradiccin ni opinin opuesta a la suya en las cosas del es
pritu. No tolera a nadie a su lado y menos frente a l. Slo soporta a los hombres si
reflejan, como espejos, sus propias opiniones, si son sus esclavos espirituales
como Saint Just y Couthon; a los dems los elimina inclemente con el corrosivo terr

ible de su temperamento bilioso. Persigui a los que se apartaron de su opinin, per


o sobre todo y terriblemente a los que se opusieron a su voluntad, a los que no re
spetaron su infalibilidad. Y esto es lo que ha hecho Jos Fouch. Nunca le pidi conse
jo, nunca se dobleg ante el amigo de antao; se sent en los bancos de sus enemigos;
se propas audazmente de los lmites sealados por Robespierre, de un socialismo moder
ado y razonable, predicando el comunismo y el atesmo.
Pero hasta ahora no se haba ocupado Robespierre seriamente de l; le pareca demasiad
o pequeo. Este diputado no era para l mas que el pequeo profesor de seminario que c
onoci an con la sotana y luego como pretendiente de su hermana; un pequeo y ruin am
bicioso que traicion a su Dios, a su novia y a todas sus convicciones. Y le despr
eciaba con todo el odio tpico de la rigidez contra la flexibilidad, de la convicc
in sin reserva contra el afn de xito; con la desconfianza de la naturaleza religios
a contra la profana. Pero este odio an no se ha concentrado en la persona de Fouc
h. Slo le incluye en la especie, de la que es una variedad. Era demasiado altanero
para reparar en l. A que molestarse por un intrigante de tal calaa, que podra aplas
tar siempre que quisiera con el pie? Como haca tanto tiempo que le despreciaba, sl
o se haba dignado Robespierre observar a Fouch; pero no le haba combatido seriament
e.
Ahora empiezan a darse cuenta de hasta qu punto era excesivo el desprecio mutuo q
ue se tenan. Fouch reconoce el poder inmenso a que ha llegado Robespierre durante
su ausencia. Todas las instituciones se le someten: el Ejrcito, la Polica, la just
icia, los Comits, la Convencin y los jacobinos. Luchar contra l le parece intil. Per
o Robespierre le ha obligado a la lucha y Fouch sabe que esta perdido si no vence
. Siempre surge de una ltima desesperacin una ltima fuerza, y as, a dos pasos del ab
ismo, se vuelve Fouch repentinamente contra el perseguidor como un ciervo exhaust
o que acometiera al cazador, desde la ltima maleza en que se hubiese refugiado, c
on el valor de la desesperacin.
Las primeras hostilidades las inicia Robespierre. No quiere darle ms que una lecc
in por ahora al impertinente, un aviso, un puntapi. Motivo para ello ofrece aquel
discurso clebre del 5 de mayo, en que invita a todos los intelectuales de la Repbl
ica a reconocer la existencia de un Ser Supremo y de la inmortalidad como potenci
a conductora del Universo. Nunca ha pronunciado Robespierre un discurso ms impetuo
so, ms bello que ste, que escribi, segn se dice, en la finca de Juan Jacobo Rousseau
. En l se convierte el dogmtico casi en poeta; el idealista turbio, en pensador. S
eparar la creencia de la increencia y, por otra parte, de la supersticin; crear u
na religin que se eleve, por un lado, sobre el cristianismo corriente, adorador d
e imgenes, e igualmente sobre el puro materialismo y el atesmo, o sea mantenerse e
n un termino medio, segn procura siempre en todas las cuestiones espirituales, es
lo que constituye la idea fundamental de su discurso, que, a pesar de su fraseo
loga rimbombante, esta posedo de verdadera tica y de una voluntad apasionada de hum
ana elevacin. Pero ni en esta esfera elevada se puede librar de lo poltico; hasta
en las ideas eternas mezcla su rencor bilioso y sus ataques personales. Con odio
recuerda a los muertos que l mismo empujo a la guillotina y se burla de las vctim
as de su poltica, de Danton y de Chaumette, como de despreciables ejemplos de inm
oralidad y atesmo. Y repentinamente, con un golpe que da en el corazn, se vuelve c
ontra el nico de los predicadores atestas que han sobrevivido a su ira, contra Jos
Fouch: Dinos, quien te ha encomendado la misin de anunciar al pueblo que no hay ning
una deidad? Que ventajas ves en inculcar a los hombres que una fuerza ciega decid
e su destino, que castiga por pura casualidad tanto la virtud como el pecado, y
que su alma no es ms que dbil aliento que se apaga en el umbral de la tumba? Desgr
aciado sofista, con que derecho te atreves a arrancar a la inocencia el cetro de
la razn, para ponerlo en manos del pecado? A echarle encima a la Naturaleza un man
to mortuorio, hacer mas desesperante la desgracia, disculpar el crimen, oscurece
r la virtud y rebajar la humanidad ... ? Solo un criminal despreciable ante s mis
mo, repugnante a los dems, puede creer que la Naturaleza no nos puede ofrecer nad
a ms bello que la nada.
Inmenso aplauso premia el grandioso discurso de Robespierre. Por una vez se sien
te la Convencin elevada sobre las bajezas de la lucha cotidiana y unnimemente acue
rda la fiesta propuesta por Robespierre en honor del Ser Supremo, nicamente Jos Fo
uch queda mudo y se muerde los labios. Ante un triunfo as de su adversario hay que

callar. Sabe que no se puede medir pblicamente con este retrico magistral. Sin pa
labras, plido, recibe esta derrota en pblica Asamblea, decidido tan slo a vengarse,
a desquitarse.
Durante das, durante semanas no se oye nada de Fouch. Robespierre cree que ha acab
ado con l; el puntapi parece haber bastado al insolente. Pero cuando Fouch est invis
ible, cuando de l nada se oye ni se sabe, es porque trabaja subterrneamente, obsti
nado, metdico, como un topo. Hace visitas a los Comits, busca amistades entre los
diputados, es amable y afectuoso con todo el mundo y a todo el mundo procura atr
aerse. Intensamente se mueve entre los jacobinos, donde vale mucho la palabra hbi
l y suave, donde sus proezas de Lyon le han favorecido bastante. Nadie sabe clar
amente lo que quiere, lo que proyecta, lo que va a hacer este hombre insignifica
nte y atareado, que urde y trama por todas partes.
Y de pronto se hace la claridad en forma inesperada para todo el mundo, y ms que
para nadie para Robespierre. El 18 de Prairial es elegido Jos Fouch, por gran mayo
ra de votos, presidente del club de los jacobinos.
Robespierre se estremece; ni l ni nadie esperaba cosa semejante. Ahora reconoce c
on que contrincante tan astuto y audaz tiene que entendrselas. Haca dos aos que no
le haba pasado nada parecido: que un hombre atacado pblicamente por l se atreviera
an a sostenerse. Todos haban desaparecido rpidamente apenas su mirada lleg a rozarlo
s. Danton se haba fugado a su finca; los girondinos haban huido a las provincias;
otros se quedaban en sus casas y no daban signos de vida. Y este cnico, por l sealad
o en la Asamblea Nacional pblicamente como impuro, se refugia en el santuario, en
el sagrario de la revolucin, en el club de los jacobinos y gana all subrepticiame
nte la ms alta dignidad que puede ser otorgada a un patriota! No debe olvidarse l
a fuerza moral gigantesca que tiene en sus manos este club, precisamente en el lt
imo ao de la revolucin. La prueba decisiva, la piedra de toque del patriota, consi
ste en que el club de los jacobinos le honre con su admisin. Al que expulsa de su
seno, en cambio, al que excluye, se siente la amenaza de la cuchilla sobre su ca
beza. Generales, caudillos populares, polticos, todos doblan la cerviz ante este
Tribunal en ltima instancia de la ciudadana. Vienen a ser los miembros de este clu
b una especie de pretorianos de la revolucin, la Guardia de Corps de la casa sagr
ada. Y estos pretorianos, los ms severos, los ms fieles, los ms inflexibles de los
republicanos, han elegido por jefe a Jos Fouch. La ira de Robespierre no tiene lmit
es. Es demasiado fuerte que este canalla se entre en sus dominios, se instale pr
ecisamente en el sitio adonde l recurre contra sus enemigos, donde intensifica su
propia fuerza, en el crculo de los fieles. Y ahora habr de pedir permiso a un Jos F
ouch cuando quiera pronunciar un discurso? Habr de someterse l, Maximiliano Robespie
rre, al capricho favorable o adverso de un Jos Fouch?
Robespierre concentra toda su energa. Esta derrota tiene que ser vengada con sang
re. Fuera con l inmediatamente, no slo de la silla presidencial, sino de la socieda
d de los patriotas! Enseguida le echa a Fouch unos ciudadanos de Lyon que llevan
queja contra l, y cuando ste, sorprendido, cobarde, como siempre, en la disputa pbl
ica, se defiende torpemente, interviene Robespierre y advierte a los jacobinos qu
e no se dejen engaar por impostores. Ya con esto consigue casi derribar a Fouch al
primer golpe. Pero an tiene Fouch la Presidencia en sus manos y con ella el medio
de terminar antes de tiempo el debate. Con muy poca gallarda corta la discusin y s
e retira a la oscuridad para preparar un nuevo ataque.
Sin embargo, ya sabe Robespierre con quin trata. Ha sorprendido el mtodo de lucha
de Fouch; sabe que es hombre que no da la cara en el desafo, sino que se retira si
empre para preparar desde la sombra sus ataques traicioneros. No basta pegar y f
ustigar a un intrigante tan tenaz, hay que perseguirle hasta su ltima guarida y a
plastarle con el pie; hay que meterle el resuello en el cuerpo; hay que inutiliz
arle definitivamente y para siempre.
Por eso se echa Robespierre sobre l. Repite su acusacin pblica contra l ante los jac
obinos y pide que aparezca Fouch en la prxima sesin para justificarse. Naturalmente
, Fouch no va. Conoce demasiado bien su lado fuerte y su lado flaco; no quiere da
rle a Robespierre pblicamente la satisfaccin de que se complazca en rebajarle ante
tres mil personas. Mejor volver a la oscuridad, mejor dejarse vencer y mientras
tanto ganar tiempo. Tiempo precioso. Por eso escribe muy amable a los jacobinos
que siente tener que renunciar a excusarse pblicamente. Hasta que no hayan decid

ido los dos Comits sobre su actitud, ruega sea aplazado el juicio sobre l.
Sobre esta carta se echa Robespierre como sobre una presa. Ha llegado el momento
de cogerle, de aniquilarle definitivamente. El discurso que pronunci el 23 de Me
sidor ( 11 de junio) contra Jos Fouch es el ataque ms encarnizado, el ms peligroso,
el ms lleno de bilis con que fustig jams Robespierre a un adversario.
Ya desde las primeras palabras se ve que Robespierre no quiere herir a su enemig
o: quiere matarle. No quiere humillarle, sino aplastarle. Comienza con tranquili
dad fingida. La primera declaracin suena an muy tibia. El individuo Fouch no le inter
esa en absoluto. Tena antes con l ciertas conexiones, porque le consideraba patriot
a; ms si ahora le acuso aqu es, ms que por sus crmenes, porque se esconde para comet
er otros y porque le considero jefe del complot que tenemos que deshacer. Ante l
a carta que acaba de ser leda, digo que ha sido escrita por un hombre que, estand
o acusado, se niega a justificarse ante sus conciudadanos. Esto supone el princi
pio de un sistema de tirana, pues el que se niega a justificarse ante la comunida
d popular, a que pertenece como miembro, ataca la autoridad de esta organizacin.
Es asombroso que el mismo que antes se esforzaba por alcanzar la benevolencia de
la sociedad, la desprecie cuando se ve acusado, y que se presente implorando, e
n cierto modo, la ayuda de la Convencin contra los jacobinos. Sbitamente surge el o
dio personal; hasta en la fealdad Fsica de Fouch encuentra motivo para denigrarle:
Teme, acaso dijo sarcstico , los ojos y los odos del pueblo? Teme que su triste presen
ia delate demasiado claramente su crimen? Teme que seis mil miradas enfocadas sob
re l descubran toda su alma en sus pupilas, a pesar de que la Naturaleza las haya
dotado de falsa y disimulo? Teme que su lengua descubra la confusin y la contradic
cin del culpable? Toda persona razonable ha de reconocer que el miedo es el nico m
otivo de su actitud, y todo el que teme las miradas de sus conciudadanos es culp
able. Yo requiero aqu a Fouch, ante el tribunal. Que se justifique y diga quin ha m
antenido ms dignamente los derechos de la representacin del pueblo, l o nosotros, y
quin de nosotros aniquil mas bravamente las parcialidades. An le llama bajo y despre
ciable impostor, cuya actitud es la confesin de sus crmenes, y habla con prfida insi
nuacin de hombres cuyas manos estn llenas de botn y de crmenes. Termina con estas pala
bras amenazadoras: Fouch se ha caracterizado lo bastante a s mismo; he hecho esta a
dvertencia nicamente para que sepan los conspiradores, para siempre, que no han d
e escapar a la vigilancia del pueblo.
Aunque estas palabras anuncian claramente una sentencia de muerte, obedece la As
amblea a Robespierre. Y sin vacilacin expulsa, como indigno del club de los jacob
inos, a su antiguo presidente.
Ya est Jos Fouch predestinado a la guillotina como un tronco de rbol que espera el g
olpe del hacha. La exclusin del club de los jacobinos supone el estigma y la acus
acin de Robespierre, y tan enconada actitud equivale a segura condenacin. Fouch est
amortajado en pleno da. Todos esperan a cada momento su detencin, y l ms que nadie.
Ya no duerme en su casa, en su propia cama, por miedo de ser sacado, como Danton
y Desmoulins, a medianoche del hogar por los gendarmes. Se oculta en casa de un
os amigos valerosos, pues valor es preciso para cobijar a un proscrito oficialme
nte, y hasta supone valor hablar pblicamente con l. La Polica sigue cada uno de sus
pasos, dirigida por Robespierre, y da cuenta de sus relaciones, de sus visitas.
Invisiblemente esta cercado, trabado en sus movimientos, entregado ya al cuchil
lo.
De los setecientos diputados es Fouch el ms amenazado, y no hay posibilidad de sal
vacin para l. Ha probado una vez ms a agarrarse a alguna parte: a los jacobinos; pe
ro el puo feroz de Robespierre le ha arrancado de este asidero. Lleva en realidad
la cabeza prestada sobre sus hombros. Pues qu puede esperar de la Convencin, de es
ta cobarde y amedrentada horda de borregos, que bala invariablemente un s en cuanto
pide el Comit una vctima de su seno para la guillotina? Ha entregado a todos sus
antiguos jefes, sin resistencia, al Tribunal de la revolucin: a Danton, a Desmoul
ins, a Vergniaud, slo para no hacerse sospechoso con su resistencia. Y por qu no Fo
uch? Mudos, miedosos, estupefactos, estn en sus bancos los que fueron antao tan bra
vos y apasionados. Ese veneno horrendo, enervante, aniquilador de almas, el mied
o, paraliza su voluntad.
Pero siempre ha sido el secreto del veneno el encerrar virtud curativa si se le
sabe destilar, si se estrujan sus fuerzas ocultas. Y as puede ser, paradjicamente,

tambin en esta ocasin, precisamente el miedo a Robespierre la salvacin de quienes


le temen. No se le perdona a un hombre durante semanas, durante meses, la imposi
cin del miedo que destroza el alma con la incertidumbre y paraliza la voluntad; n
unca ha podido soportar largo tiempo la Humanidad, o una parte de la Humanidad p
or lo menos, la dictadura de un slo hombre sin odiarla. Y este odio de los subyug
ados fermenta subterrneamente en todos los crculos. Cincuenta, sesenta diputados q
ue, como Fouch, ya no se atreven a dominar en su casa, se muerden los labios cuan
do Robespierre pasa junto a ellos; muchos cierran los puos a la espalda, mientras
vitorean sus discursos. Cuanto ms duramente y ms tiempo domina el incorruptible,
ms crece la antipata contra la voluntad desmedida. Poco a poco los ha herido y ofe
ndido a todos: al ala derecha, porque llev al patbulo a los girondinos; a la izqui
erda, porque ech al cesto las cabezas de los extremistas; al Comit de Salud pblica,
porque le impuso su voluntad; a los negociantes, porque amenazaba sus negocios;
a los ambiciosos, porque obstrua su camino; a los envidiosos, porque gobierna, y
a los oportunistas, porque no se ala a ellos. Si se consiguiera reunir en una vo
luntad y un pual este odio de cien cabezas, esta cobarda dispersa en un pual cuyo g
olpe penetrara en el corazn de Robespierre, estaran todos salvados: Fouch, Barras,
Tallien, Carnot, todos sus enemigos secretos. Pero para alcanzar esto habra que l
levar a muchos de estos caracteres dbiles la conviccin de que estn amenazados por R
obespierre; habra que agrandar an la esfera del miedo y desconfianza, aumentar art
ificialmente la tensin. Habra que hacer pesar ms an el bochorno angustioso, esa pres
in de incertidumbre de los discursos tenebrosos de Robespierre sobre los nervios
de cada uno, el terror mas terrible, el miedo ms miedoso; entonces quiz sera la mas
a lo bastante valiente para acometer al solitario.
Aqu comienza la verdadera actividad de Fouch. Desde la madrugada hasta la alta noc
he se arrastra de un diputado a otro, murmurando de las nuevas y extensas listas
misteriosas que prepara Robespierre, y a cada uno le susurra: T ests en la lista, o
Tu irs con la carga siguiente. Y, efectivamente, as se propaga poco a poco, subterrn
eamente, un miedo tremendo. Y es que ante un Catn as, ante una incorruptibilidad t
an ilimitada, la mayor parte de los diputados no tienen la conciencia completame
nte limpia. El uno ha obrado algo descuidadamente en asuntos financieros; el seg
undo ha contradicho alguna vez a Robespierre; el tercero se ha ocupado por dems d
e mujeres (todo son crmenes a los ojos de este puritano de la Repblica); el cuarto
ha cultivado alguna vez la amistad de Danton o de algn otro de los ciento cincue
nta condenados; el quinto ha ocultado a un condenado; el sexto ha recibido una c
arta de un emigrado... En fin, todos tiemblan; todos temen un posible ataque; ni
nguno se siente lo bastante puro para responder plenamente a las exigencias dema
siado severas que Robespierre pide a la virtud ciudadana. Fouch va de uno a otro,
como lanzadera en el telar, tendiendo siempre nuevos hilos, anudando nuevos pun
tos, captando nuevos diputados en esta tela de araa de desconfianza y sospechas.
Pues es un juego peligroso, es muy sutil la tela de araa, y un solo gesto brusco
de Robespierre, una sola palabra de traicin, puede romper su tejido.
Este papel misterioso, desesperado, peligroso y de segundo trmino que Fouch desempea
en la conspiracin contra Robespierre no ha sido acusado suficientemente en la may
ora de las descripciones. En muchas, en las mas superficiales, ni se le nombra. L
a Historia se escribe casi siempre segn las apariencias, y los cronistas de aquel
los ltimos das emocionantes sealan tan solo el gesto dramtico pattico de Tallien, que m
aneja en la tribuna el pual con que se quiere herir, y la energa brusca de Barras,
que rene las tropas, y la acusacin de Bourdon; en fin, presentan a los actores de
l gran drama que se desarrolla el 9 de Termidor y no reparan en Fouch. ste no ha t
rabajado, en efecto, aquellos das sobre el escenario de la Convencin. Su trabajo s
e desarroll entre bastidores; fu el ms difcil, el de rgisseur, de director de escena
en este juego audaz y peligroso. Ha delineado las escenas y entrenado a los acto
res; ha ensayado, invisible, en la oscuridad, y ha dado la rplica en la oscuridad
tambin. Ha estado en su verdadero papel. Pero si pas inadvertida su actuacin a los
historiadores, hubo alguien consciente de su presencia y de su actividad: Robes
pierre. A la luz del da le design con su verdadero nombre: Chef de la Conspiration
.
Que se prepara algo en secreto contra l lo presiente muy bien este espritu desconf
iado y receloso en la resistencia repentina de los Comits, y mas claramente quizs

en la amabilidad y sumisin extrema de algunos diputados que sabe son sus enemigos
. Algn golpe, desde la sombra, siente Robespierre que se prepara; conoce tambin la
mano que ha de dirigirlo; conoce al Chef de la Conspiration, y est sobre aviso.
Cautelosamente exploran sus tentculos: una polica propia, espas particulares, que l
e comunican, paso por paso, las gestiones, las reuniones, las conversaciones de
Tallien, de Fouch y de los dems conspiradores. Cartas annimas le previenen o le exc
itan a posesionarse pronto de la dictadura y a derribar a los enemigos antes de
que se puedan reunir. Y para confundirlos y engaarlos a su vez, se pone repentina
mente la mascara de la indiferencia contra el Poder poltico. No se presenta ya en
la Convencin, ni en el Comit. Acompaado de su gran perro de Terranova se le ve sol
o, un libro en la mano, con los labios apretados, vagar por la calle o por los c
ercanos bosques, ocupado, en apariencia nicamente, con sus amados filsofos e indif
erente contra el Poder. Pero cuando regresa de noche a su habitacin lima horas en
teras en su gran discurso. Infinitamente trabaja en l: el manuscrito muestra innu
merables correcciones y aadiduras. Pues este discurso decisivo y grande, con el q
ue quiere estrellar a todos sus enemigos de una vez, debe surgir inesperadamente
, afilado como un hacha, lleno de mpetu retrico, brillante de ingenio y pulido de
odio. Con esta arma quiere atacar repentinamente a los sorprendidos antes de que
se puedan entender y reunir Todo es poco para afilar su corte y envenenarlo mor
talmente, y en este trabajo macabro pasa largos y preciosos das.
Pero no hay que perder ms tiempo; cada vez con ms urgencia le comunican los espas s
ecretos concilibulos. El 5 de Termidor cae en manos de Robespierre una carta de F
ouch dirigida a su hermana, en la que dice misteriosamente: No tengo que temer nad
a de las calumnias de Maximiliano Robespierre..., dentro de poco oirs el desenlac
e de este asunto, el que espero resulte ventajoso para la Repblica. Dentro de poco,
pues, Robespierre esta prevenido. Hace venir a su amigo Saint Just y se encierra c
on l en su estrecha buhardilla de la rue Saint Honore. All se designa el da y el modo
del ataque. El 2 de Termidor debe Robespierre sorprender y paralizar a la Conve
ncin con su discurso, y el 9 pedir Saint Just las cabezas de sus enemigos, de los o
bstinados del Comit y, sobre todo, la de Jos Fouch.
La expectacin era ya casi insoportable. Tambin los conspiradores sienten el rayo e
n las nubes. Pero an vacilan en atacar al hombre ms poderoso de Francia, que tiene
en sus manos todas las potencias: la administracin municipal y el ejrcito, los ja
cobinos y el pueblo, la gloria y la fuerza de un nombre intachable. An no se tien
en por bastante seguros, por bastante numerosos, por bastante decididos, por bas
tante audaces para acometer a este gigante de la revolucin en batalla abierta, y
se van enfriando algunos y hablan de retirada y reconciliacin. La conspiracin, muid
a trabajosamente, amenaza con deshacerse.
En este momento pone la Providencia, mas genial que todos los poetas, un peso de
cisivo en el platillo de la balanza oscilante. Y es precisamente Fouch el predest
inado a hacer estallar la mina. En estos das le ocurre a este perseguido hasta la
desesperacin, amenazado a cada momento por el rayo del cuchillo, una ltima y extr
ema desgracia en su vida privada, ms fuerte que las desdichas de su suerte poltica
. Duro, fro, intrigante e incomunicativo en pblico y en la poltica, es este hombre
singular en el hogar el esposo mas afectivo, el padre de familia mas tierno. Ama
apasionadamente a su mujer, horriblemente fea, y ama sobre todo a su hijita, na
cida en los das del preconsulado, bautizada por su propia mano, en la plaza de Ne
vers, con el nombre de Nievre. Esta nia, tierna, plida, SU dolo, enferma repentinamen
te en aquellos das de Termidor, y a las preocupaciones por su propia vida en peli
gro se suma la zozobra por la vida de su hijita. Prueba cruel: saber que el ser
querido, dbil, enfermo del pecho, est solo con su mujer y no poder, acosado por Ro
bespierre, velar junto al lecho de su hija moribunda. Ha de ocultarse en hogares
extraos, en buhardillas. En vez de dedicarse a ella y respirar su aliento expira
nte, ha de correr sobre brasas, ir de un diputado a otro, mentir, implorar, conj
urar, defender su propia vida. El espritu atribulado, el corazn destrozado: as vaga
el infeliz en los das ardientes de julio (el mas caluroso desde hace muchos aos),
incansable, de un lado a otro por el escenario poltico, sin ver como sufre y mue
re su nia amada.
El 5 el 6 de Termidor acaba esta dura prueba. Fouch acompaa un pequeo atad al cement
erio: la nia ha muerto. Estas pruebas endurecen. Presente en la imaginacin la muer

te de su hija, no teme por su propia vida. Una nueva audacia, la audacia de la d


esesperacin fortalece su voluntad. Y cuando titubean an los conspiradores y quiere
n aplazar la lucha, entonces dice por fin l, Fouch, que ya no tiene que perder en
la tierra ms que su vida, la frase decisiva: Maana hay que dar el golpe. Y esta fras
e fue pronunciada el 7 de Termidor.
La maana del 8 de Termidor comienza. Da histrico. De madrugada ya pesa el cielo des
pejado de julio, ardiente, sobre la ciudad despreocupada. Y nicamente en la Conve
ncin reina, desde muy temprano, una actividad extraa: en los rincones se juntan lo
s diputados y murmuran; nunca se haba visto tanta gente extraa y tanto curioso en
los corredores y en las tribunas. El misterio y la expectacin fluyen incorpreos po
r el espacio; de manera inexplicable se ha divulgado el rumor de que hoy ha de a
justar Robespierre cuentas con sus enemigos. quizs acech alguien a Saint Just y obse
rv cmo regresaba de noche de la habitacin cerrada; en la Convencin se conoce demasia
do bien el efecto de estos consejos secretos. O es que tiene, por otra parte, Rob
espierre noticia de los proyectos blicos de sus adversarios?
Todos los conjurados, todos los que se saben amenazados, examinan, medrosos, las
caras de sus colegas: Habr revelado alguno quin? el secreto peligroso? Se les adelant
r Robespierre o le podrn aplastar antes de que tome la palabra? Los abandonar o los
proteger la masa insegura y cobarde de la mayora, le marais? Todos vacilan y se so
brecogen. Igual que el bochorno del cielo gris plomo sobre la ciudad, pesa la inqu
ietud psquica, amenazante, sobre la Asamblea.
Y, efectivamente, apenas se abre la sesin, hace uso Robespierre de la palabra. Se
ha ataviado solemnemente, como para la fiesta aquella del Ser Supremo. Lleva el
ya histrico traje celeste con las medias blancas de seda, y despacio, con solemn
idad intencionada, sube a la tribuna. Slo que esta vez no lleva en la mano una an
torcha, sino, como los lictores el mango de su hacha, un voluminoso rollo de pap
el: su discurso. Saber alguno su nombre en estas hojas cerradas es tanto como sa
ber su propia perdicin. Por eso cesan repentinamente, como cortados, charlas y mu
rmullos en los bancos. Del jardn, de las tribunas, se apresuran a entrar los dipu
tados y toman asiento en sus sitios. Cada uno examina temeroso la expresin de est
a cara delgada, tan conocida. Pero glacial, encerrado en s mismo, impenetrable a
toda curiosidad, despliega Robespierre lentamente su discurso en la tribuna. Ant
es de comenzar a leer, con sus ojos miopes, levanta, para aumentar la expectacin,
la mirada; la dirige de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de arriba
abajo, de abajo arriba, despacio, fro y amenazante sobre la Asamblea casi narcoti
zada. All estn sentados sus pocos amigos, la muchedumbre numerosa de los indecisos
y el montn cobarde de los conjurados que acecha su perdicin. Los mira cara a cara
. Pero hay uno a quien no ve. Uno slo de sus enemigos falta en esta hora decisiva
: Jos Fouch.
Y cosa extraa: slo el nombre del ausente, el nombre de Jos Fouch, es mencionado en e
l debate, y en su nombre precisamente se enciende la lucha postrera, la decisiva
.
Robespierre habla largo tiempo, extensamente, fatigosamente; segn su antigua cost
umbre, deja gravitar el hacha siempre sobre los innominados, habla de conspiraci
ones y conjuraciones, de indignos y de criminales, de traidores y maquinaciones;
pero no pronuncia ningn nombre. Le basta con hipnotizar a la Asamblea: el golpe
mortal lo dar maana Saint Just contra las vctimas paralizadas. Durante tres horas dej
a alargarse en el vaco su discurso vago y retrico. Y cuando por fin termina, est la
Asamblea ms enervada que asustada.
Por lo pronto no se mueve ni una mano. La incertidumbre pesa sobre todos. Nadie
puede decir si este silencio afirma una derrota o una victoria: la discusin habr d
e decidirlo.
Por fin pide uno de sus satlites que la Convencin acuerde la impresin del discurso
y con ello su aprobacin. Nadie se opone. Cobarde, sumisa y, en cierto modo, satis
fecha de que hoy no hayan pedido nuevas cabezas, nuevas detenciones, nuevas redu
cciones, aprueba la mayora. Pero en el ltimo momento se lanza uno de los conspirad
ores el nombre pertenece a la Historia: Bourdon de I'Oise y habla contra la impres
in del discurso, y esta sola voz desentumece las dems. Los cobardes se agrupan poc
o a poco, se agavillan y se unen en un acto de valor desesperado; uno tras otro
culpan a Robespierre de haber formulado sus declaraciones y sus amenazas demasia

do confusamente: que diga, por fin, con claridad, a quien acusa efectivamente. E
n un cuarto de hora ha variado la escena; Robespierre, el agresor, se reduce a d
efenderse, debilita su discurso en vez de reforzarlo, declara no haber acusado a
nadie ni culpado a nadie.
En este momento suena repentinamente una voz, la de un diputado insignificante,
que grita: Es Fouch?
Y Fouch?
Se ha pronunciado el nombre: el nombre del sealado com
jefe de la conspiracin, como traidor de la revolucin. Ahora podra, ahora debiera d
ar el golpe Robespierre. Pero, cosa extraa, inexplicablemente extraa, Robespierre
elude la respuesta: No quiero ocuparme ahora de l, obedezco solamente a la voz de
mi conciencia.
Esta contestacin evasiva de Robespierre pertenece a los secretos que se llev a la
tumba. Por qu respeta, en este momento de vida o muerte, a su enemigo ms cruel? Por
qu no le deshace, por qu no ataca al ausente, al nico ausente? Por qu no libra con el
lo de la opresin del miedo a todos los dems que se sienten atemorizados y que entr
egaran, sin duda, a Fouch para salvarse ellos? La misma noche as afirma Saint Just haba
intentado Fouch acercarse nuevamente a Robespierre. Es un ardid o es verdad? Vario
s testigos pretenden haberle visto en estos das sentado en un banco con Carlota R
obespierre, su antigua novia: ha intentado verdaderamente una vez mas persuadir a
la solterona para que intercediera cerca de su hermano? Quiso, efectivamente, el
desesperado traicionar a los conspiradores para salvar la propia cabeza? O quiso
, para confiar a Robespierre y velar la conspiracin, fingirle arrepentimiento y s
umisin? Ha hecho tambin esta vez, como mil veces, doble juego este tahr? Y estaba, ta
lvez, dispuesto, para sostenerse, el incorruptible y amenazado Robespierre, a re
spetar en aquella hora a su ms odiado enemigo? Fu este evitar una acusacin de Fouch s
eal de un acuerdo secreto o fu solo un recurso?
No se sabe. Alrededor de la figura de Robespierre se cierne todava hoy, al cabo d
e tantos aos, una sombra de misterio. Nunca adivinar por completo la Historia a es
te hombre impenetrable. Nunca se sabrn sus ltimos pensamientos: si quiso verdadera
mente la Dictadura para l o la Repblica para todos; si quiso salvar la Repblica o h
eredarla, como Napolen. Nadie conoci sus pensamientos ms secretos, los pensamientos
de su ltima noche: del 8 al 9 de Termidor.
Porque es, efectivamente, su ltima noche: en ella decide la suerte. Ala luz de la
luna la noche sofocante de julio brilla, pulida, la guillotina. Partir maana su fi
lo fro las vrtebras al triunvirato Tallien, Barras y Fouch o caer sobre Robespierre?
Ni uno slo de los seiscientos diputados se acuesta esta noche. Ambos partidos pr
eparan la lucha final. Robespierre ha ido desde la Convencin a los jacobinos; ant
e velas de cera oscilantes, temblando de emocin, les lee su discurso, rechazado p
or los diputados. Frentico aplauso le rodea nuevamente, por ltima vez; pero l, llen
o de presentimiento amargo, no se deja engaar por el entusiasmo de los tres mil q
ue le rodean y califica de testamento su discurso. Mientras tanto, lucha su escu
dero Saint Just en el Comit hasta la madrugada, como un desesperado, contra Collot,
Carnot y los dems conjurados, al mismo tiempo que se teje en los pasillos de la
Convencin la red que ha de apresar maana a Robespierre. Dos, tres veces, como la l
anzadera en el telar, van los hilos de derecha a izquierda, del partido de la mon
taa a la vieja reaccin; hasta que por fin, al amanecer, se ha tramado, firme, irrom
pible, el pacto. Aqu aparece repentinamente Fouch, pues la noche es su elemento, l
a intriga su verdadera esfera. Su cara color plomo, blanqueada an ms por el miedo,
pulula espectralmente por los salones poco iluminados. Susurra, adula, promete,
asusta, amedrenta y amenaza aqu y all, y no descansa hasta que no se cierra el pa
cto. A las dos de la madrugada estn de acuerdo, por fin, todos los adversarios pa
ra aniquilar al enemigo comn: a Robespierre. Fouch puede descansar ya.
Tambin esta ausente Fouch de la sesin del 9 de Termidor. Pero puede descansar, pued
e faltar: su obra est hecha, la red anudada, y decidida por fin la mayora a no dej
ar escapar con vida al demasiado peligroso, al demasiado fuerte. Apenas empieza
Saint Just, el escudero de Robespierre la discusin mortfera preparada contra los con
spiradores, le interrumpe Tallien, pues han acordado no dejar hablar a ninguno d
e los oradores peligrosos: Saint Just y Robespierre. Hay que estrangularlos antes
de que puedan hablar, antes de que puedan acusar. Y as se apresuran los oradores,
hbilmente dirigidos por el propicio presidente, uno tras otro, a la tribuna, y c
uando Robespierre quiere defenderse, gritan, chillan y patalean, ahogando su voz

. La cobarda contenida de seiscientas almas inseguras, el odio y la envidia acumu


lados en semanas y meses, se echan ahora en contra del hombre ante quien temblar
on todos. A las seis de la tarde todo esta decidido. Robespierre ha sido proscri
to y es conducido a la crcel. Es intil que sus amigos, los verdaderos revolucionar
ios que ven en l el alma apasionada y dura de la Repblica y le admiran, quieran li
berarle y le busquen refugio en el Ayuntamiento: por la noche conquistan las tro
pas de la Convencin esta Acrpolis de la revolucin y a las dos de la madrugada veinti
cuatro horas despus de haber sellado Fouch y los suyos el pacto de su aniquilacin Ma
ximiliano Robespierre, el enemigo de Fouch y, ayer an, el hombre ms poderoso de Fra
ncia, estaba tendido, ensangrentado, con la mandbula destrozada, sobre dos sillon
es en la antesala de la Convencin. Se ha dado caza a la pieza mayor. Fouch esta sa
lvado. A la tarde siguiente rueda el carro camino de la plaza del suplicio. El t
error ha terminado; pero el espritu fogoso de la revolucin se ha apagado tambin, pa
s la era heroica. Ha llegado la hora de la herencia, la hora de los aventureros,
de los ambiciosos, de los ansiosos de botn, de las almas equvocas, de los generale
s y de los negociantes; la hora de los nuevos gremios. Puede esperarse que haya
llegado tambin la hora de Jos Fouch.
Mientras el carro conduce lentamente a la guillotina a Maximiliano Robespierre y
los suyos por la rue Saint Honor, el camino trgico de Luis XVI, de Danton y Desmoul
ins, y de seis mil vctimas ms, se manifiesta con estrpito y entusiasmo la curiosida
d de la multitud. Las ejecuciones vuelven a ser fiestas populares: banderas y ga
llardetes ondean sobre los tejados, de balcones y ventanas salen gritos de alegra
, una ola de jbilo brama sobre Pars. Cuando cae en el cesto la cabeza de Robespier
re truena la plaza gigantesca en un grito nico, esttico, de jbilo. Los conjurados s
e asombran: por qu se alegra el pueblo tan apasionadamente con la ejecucin de este
hombre, al que Pars, al que Francia adoraba an ayer como a un Dios? Y se admiran an
ms cuando, a la entrada de la Convencin, una multitud alborotada recibe a Tallien
y Barras con aclamaciones y admiracin como verdugos del tirano, como vencedores
del terror. Y esto los sume en perplejidad, porque, al aniquilar a este hombre s
uperior, solo han querido desembarazarse de un modelo de virtud incmodo, que los
espiaba demasiado; pero nadie haba pensado en dejar enfriar la guillotina, en ter
minar con el terror. Mas ante el hecho de la repugnancia que han llegado a inspi
rar las matanzas colectivas, y conscientes los conspiradores de las simpatas que
pueden atraerse convirtiendo a posteriori su impulso ntimo de venganza contra Rob
espierre en un acto de humanidad, deciden, con sbito acuerdo, aprovechar esta fal
sa interpretacin popular. Sostendrn en adelante que todos los desafueros de la Rev
olucin los tiene sobre la conciencia nicamente Robespierre, que desde los fosos de
cal no puede defenderse, y que ellos fueron siempre apstoles de la dulzura, enem
igos de toda dureza y exageracin.
No la ejecucin de Robespierre, sino la actitud cobarde y mentirosa de sus sucesor
es, da al 9 de Termidor su sentido histrico, pues hasta aquel da haba reclamado par
a s la Revolucin todos los derechos, haba tomado sobre s tranquilamente toda la resp
onsabilidad... A partir de este da, en cambio, confiesa temerosa haber cometido t
ambin equivocaciones, y por boca de sus caudillos empieza a renegar de s misma. Pe
ro todo credo espiritual, toda concepcin vital queda rota en sus ms ntimas potencia
s tan pronto como se niega su derecho absoluto, su infalibilidad. Y al ultrajar
los tristes vencedores Tallien y Barras los cuerpos sin vida de sus grandes ante
cesores, Danton y Robespierre, como cadveres de asesinos, y al sentarse miedosame
nte en los bancos de las derechas, de los moderados, con los enemigos secretos d
e la Repblica, no traicionan solamente la Historia y el espritu de la Revolucin, si
no a s mismos.
Todos esperan ver al lado de estos a Fouch, el conjurado principal, al enemigo ms
cruel de Robespierre, el ms amenazado, el Chef de la Conspiration, pues bien haba
ganado el derecho a una substanciosa parte del botn. Pero, cosa extraa, Fouch no se
sienta con los otros en los bancos de las derechas, sino en su antiguo sitio, e
n la montaa, con los radicales. Y se envuelve en silencio. Por primera vez, es sorp
rendente, no va con la mayora.
Por qu obra Fouch con semejante obstinacin? Se lo preguntaron muchos entonces, y se
lo han preguntado ms tarde algunos. La contestacin es sencilla: porque piensa ms ra
zonable y perspicazmente que los dems; porque su inteligencia superior de poltico

prev mas profundamente la situacin que la frgil mentalidad de un Tallien o un Barra


s, a los que nicamente da el peligro una energa momentnea. El antiguo profesor de Fs
ica conoce la ley cintica, segn la cual una onda no puede tenerse rgida en el aire.
Tiene lo sabe muy bien que seguir un movimiento de flujo o de reflujo. Si ahora c
omienza, pues, el reflujo, es que se inicia una reaccin y sta no podr detener su im
pulso, como no pudo detenerlo antes la revolucin; ir, lo mismo que aqulla, hasta lo
ltimo, hasta el extremo, hasta la violencia. Pero entonces se romper inevitableme
nte este pacto anudado a toda prisa; si vence, pues, la reaccin, estn perdidos tod
os los paladines de la revolucin. Con las ideas nuevas cambia tambin peligrosament
e la medida del juicio para los hechos de ayer. Lo que ayer era deber y atributo
de virtud republicana por ejemplo, matar a tiros a mil seiscientos hombres y saq
uear las iglesias , ser entonces necesariamente considerado como un crimen; los acu
sadores de ayer sern los acusados de maana. Fouch, que tiene bastante sobre su conc
iencia, no quiere compartir el enorme error de los dems termidoristas (as se llama
n los aniquiladores de Robespierre), que se agarran temerosamente a la rueda de
la reaccin..., sabe que de nada ha de servirles; si la reaccin se pone en movimien
to nuevamente, los arrastrara a todos consigo, nicamente por prudencia y perspica
cia permanece Fouch fiel a las izquierdas, a los radicales. Ve muy claramente que
pronto estar amenazada la cerviz de los ms audaces precisamente.
Y Fouch tiene razn. Para hacerse populares, para afirmar una humanidad que no exis
ti nunca, sacrifican los termidoristas a los ms enrgicos de los procnsules; hacen ej
ecutar a Carrier, que ahog seis mil personas en el Loire; a Jos Lebon, el tribuno
de Arras, y a Fouquier Tinville. Hacen volver para agradar a las derechas a los sete
nta y tres miembros expulsados de la Gironde y se dan cuenta demasiado tarde de
que con este esfuerzo de la reaccin quedan ellos mismos aprisionados por ella. Ti
enen que acusar ahora obedientemente a sus propios coadjutores contra Robespierr
e, a Billaud Verenne y a Collot d'Herbois, el colega de Fouch en Lyon. Cada vez se
cierne ms amenazadora la sombra de la reaccin sobre Fouch. Por esta vez logra salva
rse negando cobardemente toda complicidad en lo de Lyon (aunque no haba una hoja
en que no fuera su firma junto a la de Collot) y afirmando con igual falsedad el
haber sido perseguido slo por su excesiva benevolencia por el tirano Robespierre
. Con esto engaa, efectivamente, el astuto a la Convencin por algn tiempo. Puede pe
rmanecer en su sitio sin que le moleste nadie, mientras Collot es mandado a la gu
illotina seca, es decir, a las islas, contaminadas por la fiebre, de la India occ
idental, donde sucumbe a los pocos meses. Pero Fouch es demasiado listo para sent
irse seguro tras este primer rechazo; conoce la inflexibilidad de las pasiones p
olticas; sabe que una reaccin, lo mismo que una revolucin, no cesa de encarnizarse
en los hombres hasta que se le rompen los dientes; que no parar en su deseo de ve
nganza hasta que el ltimo jacobino sea llevado ante el Tribunal y la Repblica qued
e convertida en escombros. De esta manera slo ve una salvacin para la revolucin, a
la que esta ligado indisolublemente con lazos sangrientos: reproducirla. Y slo ve
una salvacin para l: la cada del Gobierno. Otra vez el ms amenazado de todos, lo mi
smo que hace seis meses, inicia slo contra fuerzas superiores la lucha desesperad
a por la vida.
Cuando hay que luchar por el Poder o por la vida es cuando desarrolla Fouch fuerz
as asombrosas. Ve que por el camino leal no se puede impedir ya que la Convencin
persiga a los terroristas de antao; no queda, pues, otro remedio que el probado t
antas veces durante la revolucin: el terror. Ya una vez, cuando la sentencia de l
os girondinos, cuando la sentencia del Rey, se intimid a los diputados cobardes y
vacilantes (entre ellos el entonces an conservador Jos Fouch), movilizando a las m
uchedumbres callejeras contra el Parlamento, sacando de los suburbios los batall
ones de trabajadores con su fuerza proletaria, con su mpetu irresistible, e izand
o la bandera roja de la rebelin en el Ayuntamiento. Por que no lanzar nuevamente c
ontra la Convencin acobardada a esta vieja guardia de la revolucin, a los conquist
adores de la Bastilla, a los hombres del 10 de agosto, para que destrocen con lo
s puos su poder?
Claro que para ir a los arrabales y pronunciar all discursos fogosos, revoluciona
rios, o, como Murat, bajo peligro de muerte, arrojar folletos excitantes al pueb
lo, para eso es Fouch demasiado cauto. No le gusta exponerse, prefiere evitar la
responsabilidad; su maestra no es la del discurso ampuloso y arrebatador, sino la

del susurrar y la de esconderse detrs de otro. Y tambin esta vez encuentra al hom
bre propicio que, adelantndose audaz y decididamente, le cubre con su sombra.
Por Pars vaga entonces, proscrito y humillado, un verdadero y apasionado republic
ano: Francisco Babecu, que se llama a s mismo Graco Babceuf. Tiene un corazn desbor
dante y una inteligencia mediocre. Proletario de las entraas del pueblo, antiguo
agrimensor e impresor, tiene pocas y primitivas ideas; pero esas las alimenta co
n pasin varonil y las enardece con el fuego de la verdadera conviccin republicana
y social. Los republicanos burgueses y hasta el mismo Robespierre haban eludido c
on cautela las ideas socialistas y a veces comunistas de Marat sobre la nivelacin
de la propiedad; les pareci preferible hablar muchsimo de libertad y de fraternid
ad... y poco de igualdad en cuanto se refiere al dinero y a la propiedad. Babceu
f recoge las ideas de Marat, olvidadas y reprimidas, las aviva con su aliento y
las lleva como antorcha por los barrios proletarios de Pars. Esta llama puede ele
varse repentinamente, convertir en ceniza en un par de horas todo Pars y el pas en
tero, pues poco a poco va comprendiendo el pueblo la traicin que cometen los term
idoristas en su propia ventaja contra su Revolucin, contra la Revolucin proletaria
. Detrs de Graco Babceuf se oculta Fouch. No se exhibe republicanamente como l; per
o le aconseja secretamente en su labor de excitar al pueblo. Le hace escribir fo
lletos violentos y l mismo corrige las pruebas. Piensa Fouch que slo as, bajo la pre
sin de la materia proletaria y de las turbas de los barrios con sus picas y sus t
ambores, despertar esa cobarde Convencin, nicamente por terror, por miedo, puede se
r salvada la Repblica; slo un tirn enrgico hacia la izquierda podr eliminar la inclin
acin a la derecha. Y para este ataque audaz y verdaderamente peligroso, le sirve
de coraza este hombre honrado, puro, de buena fe, maravillosamente ntegro. Tras s
u ancha espalda de proletario se puede uno esconder bien. Babceuf, a su vez, que
orgullosamente se titula Graco y tribuno del pueblo, se siente honradsimo de que
el clebre diputado Fouch le aconseje. S, ste es an de los ltimos y verdaderos republi
canos, cree l; uno de los que permanecieron en los bancos de la montaa, que no ha he
cho pacto con la jeunesse dore y con los proveedores del ejrcito. De buena gana se
deja aconsejar, e impelido por esta mano hbil ataca a Tallien, a los termidorist
as y al Gobierno.
Pero nicamente a l, al bonachn y recto Babceuf, consigue engaar Fouch. El Gobierno re
conoce pronto la mano que carga el fusil contra l, y en pblica sesin culpa Tallien
a Fouch de ser el consejero de Babceuf. Como siempre, niega Fouch francamente a su
aliado (lo mismo que a Chaumette frente a los jacobinos, lo mismo que a Collot
en Lyon). No, no conoce a Babceuf mas que de vista, condena sus exageraciones...
Se bate en retirada con la mayor celeridad. Nuevamente cae el golpe sobre su es
cudero; pronto ser detenido Babceuf y no tardaran en fusilarle en el patio de un
cuartel. Siempre paga otro con su sangre por las palabras y la poltica de Fouch!
Este golpe audaz de Fouch se ha frustrado, solo ha conseguido con l atraer la aten
cin sobre su persona, y eso no le conviene, porque le trae el recuerdo de Lyon y
de los campos regados de sangre de Brotteaux. Nuevamente, y ms enrgicamente que nu
nca, azuza la reaccin a los acusadores de las provincias en las que mand. Apenas s
e ha quitado de encima las imputaciones que le hace Lyon, se presentan Nevers y
Clamency. Cada vez ms en voz alta, cada vez ms estrepitosamente, es acusado Jos Fou
ch de terrorismo ante el Tribunal de la Convencin. Se defiende astutamente, con en
erga y no sin suerte. El mismo Tallien, su contrincante, se esfuerza en protegerl
e, pues empieza a atemorizarle la preponderancia de la reaccin y comienza a temer
por su propia cabeza. Pero ya es tarde: el 22 de Termidor de 1795, un ao y doce
das despus de la cada de Robespierre, se formula, tras largo debate, la acusacin por
actos terroristas contra Jos Fouch. Y el 23 de Termidor se decide su detencin. Igu
al que sobre Robespierre la sombra de Danton, parece levantarse sobre Fouch, vind
icadora, la sombra de Robespierre.
Pero estamos y esto lo ha calculado bien el poltico inteligente en el Termidor del
cuarto ao de la Repblica y no del tercero. En 1793 equivala la acusacin a la orden d
e detencin, y la detencin a la muerte; si se ingresaba por la noche en la Concierg
erie, se era sometido a interrogatorio al da siguiente, y por la tarde del mismo
da se estaba ya en el carro. Pero en 1794 ya no mantiene el puo frreo del incorrupti
ble las riendas de la justicia; las leyes se han aflojado, se puede uno escapar p
or entre sus mallas si es escurridizo. Y Fouch no sera Fouch si fuera incapaz de pa

sar l, que tantas veces estuvo en peligro, acorralado, por tan elsticas redes. A t
ravs de pasadizos y escaleras secretas se escurre y consigue que no le detengan e
nseguida, que se le deje tiempo para preparar una rplica, para una contestacin, pa
ra una justificacin; y el tiempo lo es todo. Hay que replegarse a la oscuridad, h
ay que procurar que le olviden a uno; hay que mantenerse en silencio, mientras g
ritan los dems, para pasar inadvertido. Segn la receta clebre de Siys, que asisti a la
Convencin durante los aos del terror sin desplegar los labios y que habiendo sido
preguntado qu hizo todo ese tiempo, di, sonriente, la contestacin genial: Jai vcu (H
e vivido). As hace Fouch y se finge muerto, como algunos animales, para que no le
maten. Si salva la vida ahora, durante el breve plazo de transicin, estar libre de
finitivamente, pues el experto oteador presiente que toda la grandeza y toda la
fuerza de esta Convencin no durarn mas de un par de semanas, de un par de meses, a
lo sumo.
As salva Jos Fouch su vida; y eso es mucho en aquel tiempo. Es decir, slo la vida; p
ero no su nombre y posicin, pues no vuelven a elegirle en la nueva Asamblea. El e
norme esfuerzo ha sido intil, como lo ha sido el derroche de pasin y de astucia, d
e audacia y de traicin; slo la vida es lo que salva. Ya no es el Jos Fouch de Nantes
, diputado del pueblo; ya no es el profesor del Oratorio; no es sino un hombre o
lvidado, despreciado, sin categora, sin fortuna, insignificante; una sombra miser
able a la que nicamente protege la oscuridad.
Durante tres aos, nadie pronuncia en Francia su nombre.
CAPTULO IV
MINISTRO DEL DIRECTORIO Y DEL CONSULADO
(1799 1802)
Se ha compuesto el himno del destierro, esa potencia creadora del Destino, que l
evanta al hombre en su cada y concentra en la dura opresin de la soledad, nuevamen
te y en un orden nuevo, las fuerzas conmovidas del alma? Siempre culparon los ar
tistas al destierro como aparente obstculo del ascenso, como intil intervalo, como
interrupcin cruel. Pero el ritmo de la Naturaleza quiere estas censuras forzadas
. Pues slo quien sabe de sus honduras conoce integra la vida. El impulso de reacc
in es lo que comunica al hombre toda la fuerza de su pujanza.
El genio creador, sobre todo, necesita temporalmente este aislamiento forzado pa
ra medir desde la profundidad de la desesperacin, desde la lejana del destierro, e
l horizonte y la altura de su verdadera misin. Los ms altos mensajes de la Humanid
ad han venido del destierro; los creadores de las grandes religiones: Moiss, Maho
ma, Buda, todos tuvieron que entrar en el silencio del desierto, en el no estar e
ntre los hombres, antes de poder pronunciar la palabra decisiva. La ceguera de Mi
lton, la sordera de Beethoven, la crcel de Dostoiewski, la prisin de Cervantes, el
encierro de Lutero en la Wartburg, el destierro de Dante y la extirpacin volunta
ria de Nietzsche a las zonas heladas de la Engadina, fueron exigencias del propi
o genio, ordenadas secretamente contra la voluntad despierta del hombre mismo.
Pero tambin en el terreno bajo y ms firme de la poltica, una ausencia temporal da a
l hombre de Estado nueva lozana en la mirada y mayor intensidad para pensar y cal
cular el juego de las fuerzas polticas. Nada ms propicio para una carrera que su i
nterrupcin temporal, pues el que ve el mundo siempre desde arriba, desde la nube
imperial, desde la altura de la torre de marfil del Poder, no conoce otra cosa q
ue la sonrisa de los subordinados y su peligrosa complacencia; el que siempre so
stiene en las manos la medida, olvida su verdadero valor. Nada debilita tanto al
artista, al general, al hombre de Poder, como el xito permanente a voluntad y de
seo. En el fracaso es donde conoce el artista su verdadera relacin con la obra: e
n la derrota, el general, sus faltas, y en la prdida del favor, el hombre de Esta
do, la verdadera perspectiva poltica. La riqueza permanente debilita; el aplauso
constante hace insensible; nicamente la interrupcin procura al vario ritmo de la v
ida nueva tensin y elasticidad creadora, nicamente la desgraciada mirada profunda
y extensa para la realidad del mundo. Enseanza dura, pero enseanza y aprendizaje e
s todo destierro: al dbil le amasa de nuevo la voluntad, al indeciso le hace enrgi
co; al duro, mas duro an. Nunca es el destierro para el verdadero fuerte una meng
ua: es siempre un tnico de su fuerza.
El destierro de Jos Fouch dura mas de tres aos, y la isla solitaria e inhspita adond

e es enviado se llama la pobreza. Ayer an procnsul, colaborador en el destino de l


a Revolucin, para caer, desde los tramos mas altos del Poder, en una oscuridad ta
l, en tanta suciedad y tanto lodo, que se borran y pierden sus huellas. El nico q
ue entonces pudo verlas, Barras, da una descripcin conmovedora de la miserable bu
hardilla bajo las nubes donde Fouch habita con su fea mujer y sus dos hijos malsa
nos y pelirrojos, albinos, de fealdad excepcional. En el quinto piso, en un cuar
to sucio, sin ventilacin, horriblemente achicharrado por el sol se esconde el cado
ante cuya palabra temblaron miles de seres y que, al cabo de algunos aos, ha de
levantarse nuevamente como Duque de Otranto y tener en su mano el timn del destin
o europeo... El mismo que ahora no sabe con que dinero podr comprar al da siguient
e leche para sus hijos, ni cmo pagar el alquiler msero y menos an cmo defender la vi
da destrozada ante enemigos innumerables e invisibles, ante los vengadores de Ly
on.
Nadie, ni su ms fiel y concienzudo bigrafo, Madelin puede realmente decirnos de qu
fu viviendo en esos ao de miseria. No cobra ya sueldo como diputado; su fortuna pe
rsonal la ha perdido en una rebelin de Santo Domingo; nadie se atreve a colocar pb
licamente, a dar trabajo al mtrailleur de Lyon; todos los amigos le han abandonad
o, evitan su encuentro. Se ocupa en los negocios ms extraos y oscuros, y, segn dice
n, no es una fbula, sino un hecho verdico, que el futuro Duque de Otranto se dedic
por entonces a cebar cerdos. Pero no tarda en ocuparse en un negocio mucho menos
limpio: el de espa de Barras, el nico de los nuevos poderosos que con una extraa c
ompasin sigue recibiendo al desgraciado. Naturalmente, no en la sala de audiencia
del Ministerio, sino en cualquier parte, a oscuras; all le echa al pordiosero pe
rtinaz, de vez en cuando, como una limosna, un pequeo negocio sucio: un aprovisio
namiento al ejrcito, un viaje de inspeccin; siempre un diminuto lucro que sostiene
por quince das a flote al engorroso. Pero a travs de esas mltiples pruebas descubr
e en Fouch su verdadero talento. Barras tiene ya entonces una serie de proyectos
polticos, desconfa de sus colega y para ello puede utilizar muy bien a un sopln que
no pertenezca a la poltica oficial: una especie de detective particular. Para es
o sirve Fouch divinamente. Escucha y espa, penetra en las casas por las escaleras
de servicio, obtiene de todos los conocidos el chismorreo del da y va con esta su
cia baba del pblico, secretamente, donde esta Barras. Y cuanto ms ambicioso se va
haciendo Barras, mientras ms vidamente vislumbran sus proyectos un golpe de Estado
, le es ms preciso Fouch. Hace ya mucho tiempo que le estorban en el Directorio (e
l Consejo de los cinco, que domina ahora en Francia) las dos nicas personas honra
das Carnot sobre todo, el hombre recto de la Revolucin Francesa y trata de desembar
azarse de ellos. Pero quien proyecta un golpe de Estado y trama conspiraciones n
ecesita, sobre todo, hombres tout faire, bravis y bulos, como los llaman los ita
lianos; personas sin carcter y en quienes, no obstante, se puede confiar; para es
o sirve Fouch como nadie. El destierro es su escuela para la carrera y en ella de
sarrolla su talento futuro como maestro de la Polica.
Por fin, tras larga, interminable noche de existencia aterida, de oscuridad, de
miseria, otea Fouch un aire matinal. Un nuevo seor se instala en Pars, un nuevo pod
er naciente. Fouch decide servirle. Este nuevo poder es el dinero. Apenas reposan
Robespierre y los suyos sobre las duras tablas, surge el dinero, omnipotente, y
cuenta nuevamente con miles de vasallos y esclavos. Magnficos coches con caballo
s cuidadosamente almohazados y con arreos nuevos ruedan otra vez por las calles;
dentro van, medio desnudas, como diosas griegas, encantadoras mujeres, envuelta
s en preciosas sedas y muselinas. En el Bois pasea a caballo la jeunesse dore, co
n blancos y ceidos pantalones de nanqun y fracs amarillos, marrones y rojos. En la
s manos, llenas de sortijas, llevan fustas con puos de oro, que utilizan tambin co
n gusto contra los terroristas de antao; se hacen buenos negocios en las tiendas
de perfumes y en las joyeras; se abren como por ensalmo quinientos, seiscientos s
alones de baile y cafs; se construyen chalts y se compran casas; se va al teatro,
se juega a la Bolsa y se apuesta; se compra y se vende y se juega por miles detrs
de las cortinas de damasco del Palais Royal. El dinero ha vuelto, soberano, ins
olente y audaz.
Pero donde estaba el dinero entre 1791 y 1795 en Francia? Donde siempre... No hiz
o mas que esconderse. Lo mismo que en Alemania y en Austria, durante el perodo de
l miedo comunista, en igig; los ricos se fingieron repentinamente muertos; se es

condieron los ricos franceses, pues a todo el que bajo el rgimen de Robespierre t
oleraba a su alrededor el lujo ms mnimo, es ms: al que tan slo se acercaba al lujo,
se le tomaba por mauvas riche y se le miraba como sospechoso; era desagradable qu
e le tuvieran a uno por adinerado. Pero de nuevo slo el rico vale hoy. Afortunada
mente, es sta la poca (como siempre en el caos) para hacer dinero. Las fortunas ca
mbian de dueo; las fincas son vendidas, y con ello se gana; las propiedades de lo
s emigrados son subastadas, y con ello se gana; a los condenados se les confisca
n los bienes, y con ello se gana; los asignados bajan diariamente; una fiebre fr
entica de inflacin conmueve al pas, y con ello se gana. En todo se puede ganar, si
se tienen manos hbiles y osadas y relaciones en el Gobierno. Pero hay, sobre todo
, una fuente que mana con abundancia sin igual, magnfica: la guerra. Ya en 1791,
al empezar, haban hecho unos cuantos el descubrimiento (como lo hicieran unos cua
ntos tambin en 1914) de que se puede sacar muy buen provecho de la guerra, que de
vora los hombres y destruye los valores; pero en aquella ocasin se echaron con saa
al cuello de los accapareurs Robespierre y Saint Just, los incorruptibles. Mas ah
ora, gracias a Dios, han sido liquidados esos Catones, se oxida la guillotina en
el granero, y los accapareurs y proveedores del ejrcito ven llegar una poca de or
o. Ya se pueden vender tranquilamente zapatos malos por dinero bueno, llenarse b
ien los bolsillos de anticipos y requisas. Naturalmente, con la condicin de que l
e sean a uno asignados los pedidos. Por eso siempre requieren estos asuntos un m
ediador a propsito, un corredor bien acreditado y accesible, que abra desde dentr
o a los especuladores la puerta del establo que conduce al pesebre abundante del
Estado.
Para estos negocios sucios es Jos Fouch el hombre ideal. La miseria le ha arrebata
do por completo la conciencia republicana; su odio al dinero es una idea arrinco
nada ya; se le puede comprar barato al medio muerto de hambre. Y, por otra parte
, tiene las mejores relaciones, pues entra y sale (como espa) en la antesala de Bar
ras, el presidente del Directorio. As se convierte, de la noche a la maana, el com
unista radical de 1793, que quiso mandar amasar a toda costa el pan de la Igualda
d, en el ntimo de los nuevos banqueros republicanos, que cumple y amaa, por una bue
na comisin, todos sus deseos y asuntos. Por ejemplo, el accapareur Hinguerlot, un
o de los mas audaces y desalmados agiotistas de la Repblica (Napolen le odiaba), e
s objeto de una acusacin molesta; ha obrado demasiado osadamente y, como proveedo
r, ha provisto su bolsa con entusiasmo excesivo y le han metido en un pleito que
le puede costar mucho dinero y quiz la cabeza. Qu hacer en tales circunstancias, e
ntonces como ahora? Se dirige uno a alguna persona que tenga buenas relaciones ar
riba, que tenga influencia poltica y privada y que pueda arreglar el enojoso asunto.
Se dirige, pues, a Fouch, el moscardn de Barras, que engrasa enseguida sus botas
y corre a casa del omnipotente (la carta se encuentra impresa en sus Memorias),
y, efectivamente, el asunto, poco limpio, es ahogado silenciosamente sin dolor.
A cambio de esto le interesa Hinguerlot en las provisiones del ejrcito y en los n
egocios burstiles. Lapptit vient en mangeant. Fouch descubre en 1797 que el dinero
huele mucho mejor que la sangre de 1793 y funda, gracias a sus nuevas relaciones,
de una parte con los nuevos grandes financieros y de otra con el Gobierno corrup
to, una nueva Compaa de aprovisionamiento para el ejrcito de Scherer. Los soldados
del buen general recibirn calzado detestable, pasaran fro con sus abrigos delgados
y sern batidos en los llanos de Italia; pero es ms importante que la Compaa Fouch Hing
uerlot, y seguramente el mismo Barras, obtenga una substanciosa ganancia. Ha des
aparecido el asco ante el metal despreciable y nocivo, que proclamaba an hace tres
aos con tanta elocuencia el ultrajacobino y supercomunista Fouch, y han sido olvid
ados tambin los ataques de odio contra los malos ricos y aquello de que el buen repu
blicano slo necesita al da pan, hierro y cuarenta escudos. Ahora es su lema, al fin
, ser tambin rico. En el destierro ha conocido Fouch el poder del dinero y se rind
e ante l para servirle, como ante todo poder. Demasiado tiempo, demasiado doloros
amente ha sufrido el horrible estar abajo, en la suciedad del desprecio y de la mi
seria... Ahora se empina con todas sus fuerzas hacia ese mundo donde se compra p
or dinero el Poder, porque desde el Poder se acua nuevamente el dinero. El trabaj
o de zapa ha excavado ya la primera galera en la ms prdiga de todas las minas; ha d
ado el primer paso en el camino fantstico que va desde la miserable buhardilla de
un quinto piso a la residencia ducal; desde la nada, a una fortuna de veinte mi

llones de francos.
Desde que Fouch arroj el peso desagradable de los principios revolucionarios, se h
a vuelto muy gil; sbitamente se encuentra otra vez con el pie en el estribo. Su am
igo Barras no hace slo transacciones financieras oscuras sino tambin negocios polti
cos sucios. Con toda cautela quiere vender la Repblica por un ttulo de duque y un
montn de dinero a Luis XVIII. En esto le estorba nicamente la presencia de colegas
decentes, republicanos como Carnot, que siguen creyendo en la Repblica y que no
quieren comprender que los ideales slo sirven para ganar con ellos. Y en el golpe
de Estado que di Barras el 18 de Fructidor, que le desembaraza de este molesto v
igilante ayud Fouch, sin duda alguna, a su compaero de negocio minando el terreno,
pues apenas es su protector Barras seor ilimitado del Consejo de los Cinco, del D
irectorio renovado, se abre camino impetuosamente el enemigo de la luz y pide su
premio. Que Barras le coloque en la poltica, en el ejrcito, en algn sitio, en algun
a misin donde se puedan llenar bien los bolsillos y donde se pueda uno reponer de
los aos de miseria! Barras, que necesita a este hombre, apenas puede negarse al
mediador de sus negocios sucios. No obstante, el nombre de Fouch, el mitrailleur
de Lyon, apesta an demasiado a sangre para comprometerse con l pblicamente en Pars d
urante la luna de miel de la reaccin. As le manda Barras, por lo pronto, como repr
esentante del Gobierno a Italia, al ejrcito, y luego a la Repblica btava, a Holanda
, para llevar a cabo negociaciones secretas, pues sabe muy bien Barras que es ma
estro en el juego de intrigas subterrneas; pero lo tendr que sentir pronto, intens
amente, en la propia carne. En 1798 es, pues, Fouch embajador de la Repblica franc
esa: otra vez tiene el pie en el estribo. Lo mismo que antao en su misin sangrient
a, desarrolla ahora, en la diplomacia, la misma energa glacial; particularmente e
n Holanda alcanza rpidos xitos. Envejecido en experiencias trgicas, madurado en poca
s tempestuosas, suavizado en la forja dura de la miseria, demuestra Fouch su anti
gua energa aliada a una nueva precaucin. Pronto ven los de arriba, los nuevos seores,
que es un hombre que se puede utilizar, que baila al son que le tocan y brinca
con el dinero; atento hacia los de arriba, sin miramientos para los de abajo, es
el verdadero y hbil navegante en aguas movidas. Y como la nave del Gobierno se t
ambalea cada vez con ms peligro y amenaza estrellarse en su rumbo inseguro, toma
el Directorio, el 3 de Termidor del ao 1799, una decisin inesperada: Jos Fouch, en m
isin secreta en Holanda, es nombrado sbitamente, de la noche a la maana, ministro d
e Polica de la Repblica francesa.
Jos Fouch, ministro! Pars se estremece como por un tiro de can. Comienza otra vez el t
rror, para que suelten de la cadena a este perro de presa, al mitrailleur de Lyo
n, al profanador de hostias y saqueador de iglesias, al amigo del anarquista Bab
ceuf? Traern ahora tambin Dios nos libre! a Callot d Herbois y a Billaud de las islas
infectas de la Guayana y volvern a colocar la guillotina en la Plaza de la Repblic
a? Se amasar, por ltimo, otra vez el pan de la Igualdad? Volvern a instituirse los co
filantrpicos que sacan el dinero a la gente rica? Pars, que lleva ya algn tiempo in
tranquilo, con sus mil quinientos salones de baile, con sus magnficas tiendas y s
u jeunesse dore, se asusta. Los ricos y los burgueses tiemblan de nuevo como en 1
792. Slo los jacobinos estn contentos, los ltimos republicanos. Por fin, tras tremen
das persecuciones, est en el Poder uno de los suyos, el ms audaz, el ms radical, el
mas inflexible! Por fin se tendr en jaque a la reaccin, y la Repblica quedara limpi
a de realistas y conspiradores!
Pero cosa extraa! Unos y otros se preguntan a los pocos das: se llama este ministro
de Polica verdaderamente Jos Fouch? Otra vez se ha probado por la experiencia la sa
bia mxima de Mirabeau (hoy an valedera para los socialistas) que los jacobinos, co
mo ministros, dejan de ser jacobinos. Y as, los labios que antao goteaban sangre,
rebosan ahora blsamo de palabras conciliatorias. Orden, calma, seguridad; estas p
alabras se repiten constantemente en las proclamas polticas del ex terrorista. Co
mbatir el anarquismo es su principal divisa. La libertad de la Prensa tiene que
ser limitada, hay que dar fin a los eternos discursos de excitacin. Orden, orden,
calma y seguridad... Ni Metternich, ni Seldnitzki, ni el mayor archirreaccionar
io del Imperio austriaco han escrito decretos mas conservadores que Jos Fouch, el
mitrailleur de Lyon.
Los burgueses respiran: que Paulus ha salido este Saulus! Pero los verdaderos republi
canos rabian de indignacin en sus juntas. Han aprendido poco en estos aos, an pronu

ncian discursos y ms discursos enfurecidos, amenazan al Directorio, a los ministr


os y a la Constitucin con frases de Plutarco. Se manifiestan con los mismos feroc
es ademanes que si vivieran an Danton y Marat, como si pudieran, igual que entonc
es, agrupar, tocando a rebato, cientos de miles de hombres de los arrabales. Sin
embargo, esos enredos molestos intranquilizan por fin al Directorio. Que se pued
e hacer contra ellos? Preguntan sus colegas al recin elegido ministro de Polica.
Cerrar el club, contesta ste, impvido. Incrdulos, le miran los dems y preguntan cuando
se ha de tomar esta medida audaz. Maana, contesta tranquilamente Fouch.
Y, efectivamente, a la noche siguiente se dirige Fouch, presidente que fu de los j
acobinos, al club radical de la rue du Bac. En este crculo ha latido durante todo
s estos aos el corazn de la revolucin. Son los mismos hombres ante los que Robespie
rre, Danton y Marat, ante los que l mismo pronunciaron discursos apasionados. Des
pus de la cada de Robespierre, despus de la derrota de Babceuf, vive nicamente en el
Club du Mange el recuerdo de los das tumultuosos de la revolucin.
Pero el sentimentalismo no es cosa de Fouch; puede, cuando quiere, olvidar, de ma
nera fantsticamente rpida, su pasado. El antiguo profesor de Matemticas del Oratori
o mide siempre nicamente el paralelogramo de las fuerzas reales. Sabe que la idea
republicana esta aniquilada, los mejores caudillos, los hombres de accin, estn ba
jo tierra: as se han ido rebajando todos los clubes desde hace tiempo hasta conve
rtirse en casinos de charlatanes, que se quitan la palabra de la boca. En 1799 y
a han bajado de valor las frases de Plutarco y las palabras patriticas, lo mismo
que los asignados. Se ha fraseado y se ha impreso billetes en demasa. Francia est
a harta (quien lo ha de saber mejor que el ministro de Polica?) de abogados, orado
res y renovadores, cansada de decretos y leyes; no quiere ms que tranquilidad, or
den, paz y clara situacin econmica; igual que despus de unos aos de guerra, despus de
unos aos de revolucin y de xtasis colectivo, el egosmo irresistible del individuo,
de la familia, reclama su derecho.
En el momento preciso en que pronuncia uno de esos republicanos un discurso fogo
so, se abre la puerta y, con su uniforme de ministro, entra Fouch acompaado de los
gendarmes. Con mirada fra mira asombrado la reunin, que se apresura a levantarse
de sus asientos: que adversarios tan miserables! Desde hace tiempo, sucumbieron l
os hombres de accin, los hombres de espritu de la Revolucin, sus hroes y sus fanticos
; nicamente quedaron los charlatanes, y contra los charlatanes basta un gesto enrg
ico. Sin vacilar sube a la tribuna; por primera vez, al cabo de seis aos, oyen lo
s jacobinos su voz fra y sobria, pero no para excitar, en nombre de la Libertad,
el odio contra los dspotas: el hombrecillo desmedrado declara tranquilamente la d
isolucin del club. La sorpresa es tan grande que nadie opone resistencia. No se i
ndignan ni se arrojan, como siempre juraron, con los puales contra el aniquilador
de la Libertad. Balbucean nada ms; se repliegan y desalojan, estupefactos, el sa
ln. Fouch calculo bien: contra hombres hay que luchar; a los charlatanes se los de
rriba con un gesto.
Ahora que esta desalojado el saln avanza lentamente hacia la puerta, la cierra y
se mete la llave en el bolsillo. Y con esta vuelta de llave ha terminado, efecti
vamente, la Revolucin francesa.
Un cargo es segn quiere el hombre que lo desempea. Cuando Fouch toma posesin del Min
isterio de Polica, admite con esto el desempeo de una funcin absolutamente subalter
na, una especie de subprefectura del Ministerio del Interior. Debe vigilar e inf
ormar, recoger el material para la poltica exterior e interior, con el que luego
operan, como reyes, los seores del Directorio. Pero apenas tiene Fouch tres meses
el poder en sus manos, notan sus protectores, asustados, asombrados e indefensos
ya, que no vigila solamente hacia abajo, sino tambin hacia arriba; que el minist
ro de Polica vigila a los dems ministros, al Directorio, a los generales y a toda
la poltica. Su red se extiende sobre todos los cargos y funciones, a sus manos ll
egan todas las noticias, hace poltica al margen de la poltica, guerra al margen de
la guerra y ensancha en todas direcciones los lmites de sus poderes. Hasta que,
por fin, Talleyrand define con enojo el cargo de ministro de Polica: El ministro d
e Polica es un hombre que se ocupa, en primera lnea, de todos los asuntos que le i
mportan, y en segundo lugar, de todos los que no le importan.
Magnficamente esta montada esta mquina complicada, este aparato de vigilancia de t
odo un pas. Mil noticias llegan todos los das a la casa del Qua Voltaire. Al cabo d

e un par de meses ha llenado el pas de espas, agentes secretos y moscardones. Pero


no hay que figurarse sus espas como detectives burgueses, corrientes y vulgares
que atisban el chismorreo del da con los porteros, en las tabernas, en los burdel
es y en las iglesias. Los agentes de Fouch llevan galones de oro, levita de diplo
mtico y sutiles trajes de encaje; charlan en los salones del Faubourg Saint Germain
y, por otra parte, se introducen, disfrazados de patriotas, en las sesiones sec
retas de los jacobinos. En la lista de sus mercenarios se encuentran marqueses y
duquesas con los nombres ms ilustres de Francia. Y hasta puede alardear (caso fa
ntstico) de tener a su servicio a la mujer mas preeminente del pas, a Josefina Bon
aparte, la futura Emperatriz. En el despacho de su seor y futuro Emperador est, ve
ndido a Fouch, el secretario; en Hartwell ha sobornado al cocinero del rey Luis X
VIII. No hay charla de que no tenga referencia, no hay carta que no se abra.
En el ejrcito, entre los comerciantes, entre los diputados, en las tabernas y en
las asambleas, a todas partes llega el odo vigilante del ministro de Polica, invis
ible, y todas estas noticias van diariamente a parar a su mesa de burcrata. All se
examinan las denuncias, en parte autnticas y de trascendencia, en parte insignif
icantes, y se estudian y comparan hasta que surge, entre mil claves, la noticia
clara.
La informacin lo es todo, en la guerra como en la paz, en la poltica como en la ec
onoma. El Poder no se funda, en la Francia de 1799, en el terror, sino en la info
rmacin. La informacin en torno de estos tristes termidoristas, para saber cunto din
ero acepta cada uno, por quien es sobornado, por cunto se le compra. As se le pued
e tener a raya, en una situacin de dependencia respecto del superior; la informac
in sobre las conspiraciones, en parte para batirlas y en parte para acelerarlas,
permite llevar la maniobra poltica siempre del lado favorable. El saber por adela
ntado las noticias del teatro de la guerra y de las negociaciones de la paz, per
mite operar en la Bolsa con financieros complacientes y, finalmente, hacerse un
capital. As, esta maquina de noticias en manos de Fouch produce constantemente din
ero, y el dinero, a su vez, sirve de engrase para mantenerla rodando silenciosam
ente. De las casas de juego, de los burdeles, de las casas de banca, fluyen cont
ribuciones discretas que ascienden a millones, que van a parar a su mano, para t
ransformarse all en soborno; el soborno, a su vez, trae nuevas informaciones... A
s no se para ni falla jams esta maquinaria enorme y refinada de la Polica, que un s
olo hombre cre de la nada en pocos meses, gracias a su inmensa energa y a su genio
psicolgico.
Pero lo ms genial de esta maquinaria incomparable de Fouch es que slo funciona regi
da por su mano. En algn sitio tiene un tornillo secreto que si se saca hace deten
erse sbitamente la rotacin vertiginosa. Fouch lo previene todo desde el primer mome
nto, por si algn da cayera en desgracia. Sabe que si le despiden basta una simple
manipulacin para paralizar enseguida la mquina por l construida. Pues no ha creado
el servicio para el Estado, ni para el Directorio, ni para Napolen. Este dspota cr
ea su obra nicamente para su propia utilidad. No piensa dar cuenta, segn es su deb
er, del resultado de todas las informaciones que sedimenta qumicamente en su reto
rta policaca; slo comunica lo que quiere comunicar, con egosmo, sin miramientos; par
a qu hacer ms listos a los imbciles en el Directorio y dejarles ver sus cartas? Dej
a salir de su laboratorio exclusivamente lo que le es til, lo que le es imprescin
diblemente necesario para su propia ventaja; los dardos y los venenos eficaces l
os guarda cuidadosamente en su arsenal particular para su venganza personal, par
a sus asesinatos polticos. Siempre sabe Fouch ms de lo que creen en el Directorio q
ue sabe, y por eso es peligroso e imprescindible a la vez para todos. Sabe de la
s negociaciones de Barras con los realistas, de las pretensiones a la corona de
Bonaparte, de las maquinaciones de los jacobinos o de los reaccionarios; pero nu
nca descubre esos secretos cuando se entera de ellos, sino cuando le parece vent
ajoso descubrirlos. A veces acelera las conspiraciones, a veces las refrena, a v
eces las provoca artificialmente, a veces las descubre ruidosamente (y avisa al
mismo tiempo a los interesados para que se pongan a tiempo a salvo); siempre hac
e doble, triple, cudruple juego, y el engaar y burlarse en todas direcciones se co
nvierte poco a poco en pasin. Para ello se necesita, naturalmente, plena consagra
cin de fuerza y tiempo: esto no lo escatima Fouch, cuya jornada de trabajo es de d
iez horas. Antes de permitir a otro una ojeada en sus secretos policacos, prefier

e estar sentado desde la maana hasta la noche en su despacho. Examina todos los p
apeles y despacha cada acta personalmente. Toma declaraciones a cada acusado imp
ortante, solo, con las puertas cerradas, en su gabinete, para que nadie se enter
e ni siquiera sus subalternos de los pormenores decisivos; y as tiene, poco a poco,
como confesor voluntario de todo el pas, los secretos de todos en su mano. Otra
vez reina por terrorismo, como antao en Lyon; pero no utiliza ya la tosca hacha m
ortfera, sino el veneno psquico del miedo, de la conciencia intranquila, del senti
rse espiado y del saberse descubierto. Con ello mete el resuello en el cuello a
millares de seres. La mquina de 1792, la guillotina, inventada para suprimir toda
resistencia contra el Estado, es una herramienta torpe comparada con la maquina
ria policaca, combinada y refinada por la superioridad espiritual del Jos Fouch de
1799.
De este instrumento, que l mismo se ha construido a medida de su mano, se sirve J
os Fouch como artista consumado. Conoce el ms alto secreto del Poder, que consiste
en disfrutar su posesin secretamente, y utilizarlo con tacto econmico. Pasaron los
tiempos de Lyon en los que prohiban la entrada al aposento del omnipotente feroc
es guardias de la Revolucin con bayonetas caladas. Ahora se renen en su antesala l
as seoras del Faubourg Saint Germain y las recibe con gusto. Sabe lo que quieren: u
na ruega tachen de la lista de emigrados a un pariente, otra quiere proporcionar
una colocacin buena a un primo, la tercera, acallar un pleito fatal. A todas se
muestra Fouch igualmente amable. Para qu hacerse ingrato a cualquiera de los partid
os, a los jacobinos o a los realistas, a los moderados o a los bonapartistas, si
no se sabe quin ha de gobernar maana? De tal modo se muestra, el que fu terrorista
temido, el hombre ms suave y conciliador. pblicamente truena en sus discursos y p
roclamas contra realistas y anarquistas; pero, en secreto, por bajo manga, los a
viva o soborna. Evita procesos ruidosos, sentencias de muerte crueles; a l le bas
ta el ademn de la violencia, en vez de la violencia misma; el verdadero Poder sub
terrneo en el Estado, en vez de la engaifa vana que ostentan Barras y sus colegas
con sus sombreros de plumas.
As sucede que a los pocos meses se ha convertido el demonio de Fouch en el dolo de
todos; pues qu ministro o estadista ser en todos los tiempos y en todas partes el ms
estimado sino el que deje que hablen con l, que vea tranquilamente como se gana
dinero o incluso ayude a ganarlo, o a alcanzar cargos, que haga a todos concesio
nes y que cierre benvolamente los ojos severos, siempre que uno no meta la nariz
demasiado en poltica o que no le estorbe en sus propios proyectos? No es mejor com
prar las convicciones o conseguirlas por adulacin, que sacar los caones a la calle
? No es mejor llamar a los exaltados al gabinete secreto y ensearles all en un cajn
su sentencia de muerte firmada, que hacerla ejecutar verdaderamente? Claro que s
abe poner sin contemplaciones la mano dura donde advierte verdadera rebelin. Mas
para el que se esta quieto y no se levanta contra el mando, alardea el viejo ter
rorista de tolerancia sacerdotal, ms vieja an. Conoce el flaco de la Humanidad por
el dinero, por el lujo, por los pequeos vicios, por los placeres ntimos... Bueno,
habeant! Pero hay que estarse quietos... Los grandes banqueros, perseguidos a m
uerte hasta este momento bajo la Repblica, pueden hoy acaparar y ganar dinero tra
nquilamente: Fouch les proporciona noticias y ellos a l parte de la ganancia. La P
rensa, que era bajo Marat y Desmoulins una fiera rabiosa y sanguinaria, qu solcita
le lame los pies! Tambin ella prefiere las golosinas al ltigo. En poco tiempo sust
ituye a la gritera de los patriotas privilegiados un reposo bienhechor; Fouch le h
a tirado a cada uno un hueso o los ha ahuyentado, con un par de fuertes azotes,
a un rincn. Y ya saben sus colegas, ya saben todos los partidos, que es tan agrad
able y fructfero tener a Fouch por amigo como es desagradable hacerle sacar las uas
de las patitas de terciopelo, y aunque es el hombre ms despreciado de todos, por
lo mismo que estn todos agradecidos a su silencio, tiene, por esta misma razn, un
sinfn de buenos amigos. An no se ha reedificado la ciudad destruda del Rdano, y ya
se han olvidado las mitraillades de Lyon, ya es Jos Fouch un hombre bienquisto.
Sobre todo lo que ocurre en el pas tiene Jos Fouch las primeras, las mejores notici
as. Nadie sabe tan detalladamente, gracias a una vigilancia de mil cabezas y de
dos mil odos, hasta los ltimos pliegues de los acontecimientos; nadie conoce la fu
erza o la fragilidad de los partidos y de las personas mejor que este observador
de nervios fros, a travs de su aparato registrador, que marca las ms pequeas oscila

ciones de la poltica.
De esta manera, bien pronto comprende Jos Fouch, y advierte claramente, que el Dir
ectorio est perdido. Sus cinco miembros estn en desacuerdo; uno obra a espaldas de
l otro y slo espera el momento de quitarle de en medio. Los ejrcitos vencidos, la
economa revuelta, el pas intranquilo... As no se puede seguir. Fouch husmea que pron
to cambiara el viento. Sus agentes le informan de que Barras negocia ya secretam
ente con Luis XVIII para vender por una corona ducal la Repblica a la dinasta de l
os Borbones. Sus colegas, en cambio, coquetean con el duque de Orlens o suean con
la reconstitucin de la Convencin. Pero todos, todos saben que as no se puede seguir
. La nacin esta conmovida por rebeliones interiores, los asignados se deshojan en
papeles sin valor, los soldados niegan ya el servicio. Si no renen en una nueva
fuerza las energas dispersas se derrumbar la Repblica.
Slo un dictador puede salvar la situacin, y todas las miradas se pierden en el vaco
en busca de uno. Necesitamos una cabeza y un sable, dice Barras a Fouch, tenindose
a s mismo secretamente por la cabeza y buscando el sable a propsito. Pero Hoche y
Joubert, los victoriosos murieron muy a destiempo para su carrera; Bernadotte es
an jacobino, y el nico del que todos saben que sera las dos cosas en uno, el sable
y la cabeza, Bonaparte, el hroe de Arcole y Rvoli, de se se han desembarazado por
miedo mandndole bien lejos a maniobrar en la arena del desierto egipcio infructuo
samente. Con l, separado por tantas millas de distancia, no hay que contar.
De todos los ministros es Fouch el nico que sabe y, entonces que el general Bonapa
rte, al que creen los dems a la sombra de las pirmides, no est tan distante y que d
esembarcar en breve en Francia. Le haban destinado tan lejos por demasiado ambicio
so, demasiado popular y dominante; le haban destinado a algunos miles de millas d
e Pars. Quizs hubo quien respir secretamente cuando destruy Nelson en Abukir la flot
a, pues qu les importa a los intrigantes y polticos un par de miles de muertos, si
con ello se quitaban de encima a un contrincante? Ahora duermen tranquilos; le s
aben atado al ejrcito y se cuidan bien de no volverle a llamar. Ni un momento sup
onen que pudiera tener la osada de entregar arbitrariamente el mando a otro gener
al y venir a hacerlos saltar de sus blandos divanes; cuentan con todas las posib
ilidades, menos con Bonaparte.
Pero Fouch sabe ms y de la mejor fuente. Pues quien le confa todo y le da cuenta de
cada carta, de cada medida, su mejor, su ms informado, el ms leal de los espas pag
ados, es nada menos que... la propia mujer de Bonaparte, Josefina Beauharnais. C
orromper a esta criolla frvola no significa de por s un acto grande, pues, despilf
arradora loca, esta constantemente en situaciones econmicas difciles, y aunque Nap
olen le consigna esplndidamente cientos de miles de los fondos del Estado, se filt
ran como gota de agua en los gastos de una mujer que se compra en un ao trescient
os sombreros y setecientos vestidos, que no sabe ni ahorrar su dinero, ni su cue
rpo, ni su buena reputacin, y la que, adems, est en este momento bastante apesadumb
rada. Mientras estaba el pequeo general fogoso en su campaa, en el aburrido pas de
los mamelucos al que se la quiso llevar , se ha dedicado a dormir con un Charle gua
po y encantador, y quiz con algn otro ms; probablemente con su antiguo amante Barra
s. Esto se lo han tomado a mal los hermanos, estpidos e intrigantes, Jos y Luciano
, y se lo comunicaron a toda prisa al esposo, vehemente y celoso como un turco.
Necesita, pues, alguien que la ayude y observe a los hermanos espas, vigilando to
da 1a correspondencia. Por eso, y adems por un par de rollos de ducados l mismo dic
e claramente en sus Memorias Mil luises de oro , entrega la futura Emperatriz a Fouc
h todos los secretos, y sobre todo el ms importante y ms peligroso: el del prximo re
greso de Bonaparte.
A Fouch le basta el estar informado. Naturalmente que no piensa en informar a sus
superiores el ciudadano ministro de Polica. Por lo pronto, no hace mas que estre
char su amistad con la esposa del pretendiente, utiliza las noticias silenciosam
ente y aguarda los acontecimientos, que, como ahora sabe, no han de dejarse espe
rar mucho tiempo.
El 11 de octubre de 1799 manda llamar el Directorio apresuradamente a Fouch. Una
novedad increble anuncia el heligrafo: Bonaparte ha regresado de Egipto y ha desem
barcado en Frjus arbitrariamente, sin haber recibido orden de regresar. Qu hacer ah
ora? Detener enseguida como desertor, al general que abandon su ejrcito sin permiso
o recibirle amablemente? Fouch, que se finge ms sorprendido de lo que en verdad e

st, aconseja condescendencia. Aguardar, aguardar! An no ha decidido si estar en pro


o en contra de Bonaparte; quiere esperar, por lo tanto, a que se desarrollen tra
nquilamente los acontecimientos. Pero mientras discuten acaloradamente las cinco
cabezas descabezadas del Directorio si se debe perdonar o detener a Bonaparte,
a pesar de su desercin, decidi ya la voz del pueblo. Avignon, Lyon, Pars, le recibe
n como triunfador; todas las ciudades estn iluminadas en su camino; desde el esce
nario de los teatros se comunica la noticia al pblico jubiloso; no regresa un sub
alterno, sino un seor, una gran potencia. Apenas est en Pars, en su casa rue Chante
reine (pronto se llamar, en su honor, rue de la Victoire), le visitan todos sus a
migos y tambin aquellos que comprenden que es til pasar pronto por tales. Generale
s, diputados, ministros, hasta Talleyrand, ofrecen al hombre del sable sus respe
tos. Y no tarda mucho el ministro de Polica, que se encamina en persona hacia la
rue Chantereine. Se presenta en casa de Bonaparte. Pero a ste le parece este seor
Fouch una visita bastante indiferente e insignificante, y le deja esperar una hor
a larga en la antesala como a un suplicante molesto. Fouch; este nombre no le dic
e mucho; personalmente no le conoce; recuerda quiz que un hombre as llamado desemp
e un papel bastante triste en los aos del terror en Lyon; quiz le encontr tambin como
pequeo espa de Polica, mal vestido y hambriento, en la antesala de su amigo Barras.
De todas maneras, nadie de importancia; algn pequeo mercader que ha pillado ahora
un pequeo Ministerio. A gentes de esta clase se les hace esperar en la antecmara.
Y efectivamente, Jos Fouch espera pacientemente una hora en la antecmara del gener
al, y habra esperado una segunda, y una tercera, all, sentado en el silln que le ll
ev compasivo un criado, si no hubiera sido descubierto casualmente, en aquella tr
iste situacin, por Real, uno de los conjurados de Bonaparte en el futuro golpe de
Estado. Asustado por el descuido desgraciado, Real corre a la habitacin del gene
ral y le explica, exaltado, la enorme falta de haber hecho esperar de manera tan
ofensiva precisamente a este hombre que, con un solo movimiento de su mano, pue
de hacer volar como una bomba todo el complot. Se apresura Bonaparte a salir y r
uega muy amable e insistentemente que pase Fouch con l, se excusa y se entrevistan
durante dos horas sin testigos.
Por primera vez estn cara a cara los dos; cuidadosamente examina y mide el uno al
otro y calcula si podr serle til para sus fines personales. Las personalidades su
periores se identifican al vuelo. Enseguida reconoce Fouch, en la inaudita dinmica
de este hombre de Poder, el genio invencible del dominio; enseguida reconoce Bo
naparte en Fouch, con su mirada aguda de fiera, el ayudante utilsimo que con rapid
ez comprende todo y lo convierte enrgicamente en hechos. Nadie cuenta en Santa Ele
na le desarroll entonces tan precisa y claramente toda la situacin de Francia y del
Directorio como Fouch en esta primera conversacin de dos horas. Y el que Fouch, en
tre cuyas virtudes no suele brillar la franqueza, diga al pretendiente de la cor
ona enseguida la verdad, muestra que tambin l estaba dispuesto a ponerse a su disp
osicin. Inmediatamente, en la primera hora, estn repartidos los papeles de seor y c
riado, de reformador del mundo y de poltico de la poca; puede empezar el juego.
Fouch se confa a Bonaparte con extraordinaria solicitud desde su primer encuentro;
pero no se entrega en sus manos. No toma parte pblicamente en la conspiracin que
hace caer al Directorio y convierte a Bonaparte en dictador; l es demasiado preca
vido. Para eso est ligado demasiado fuerte, demasiado fielmente a su norma de vid
a: no decidirse nunca definitivamente mientras no est decidida la victoria. Slo pa
sa algo extrao. En las siguientes semanas le ataca al ministro de Polica de Franci
a, siempre de odo tan fino y de vista tan aguda, un defecto fatal: repentinamente
se queda ciego y sordo. No oye nada de los rumores que se murmuran por la ciuda
d sobre un inminente golpe de Estado; no ve nada de las cartas que deslizan en s
us manos. Todas sus informaciones, que siempre funcionaban con seguridad intacha
ble, parecen fallar de manera mgica, y mientras de los cinco miembros del Directo
rio estn ya dos en el complot, y el tercero ganado a medias, no sospecha el minis
tro de Polica, ni lo mas mnimo, de la existencia de una conspiracin militar. O mejo
r dicho, finge no sospecharlo. Sus comunicaciones diarias al Directorio no conti
enen una lnea sobre el general Bonaparte ni sobre la clque que impaciente agita lo
s sables. Pero desde luego, tampoco al otro lado, a Bonaparte, enva una lnea, ni u
na palabra escrita de su mano, nicamente con silencio traiciona al Directorio; nic
amente con silencio se empea con Bonaparte, y espera, espera. En esos momentos de

expectacin, dos minutos antes de la hora decisiva, se siente en su elemento su n


aturaleza anfibia. Temido por dos partidos, lisonjeado por ambos partidos y sent
ir, a todo esto, vibrar en la propia mano el fiel de la balanza: para este intri
gante apasionado constituye esto el goce de los goces. Es el ms maravilloso de to
dos los juegos, incomparable en emocin con el del tapete verde o con el de Eros,
al ver llegar a su desenlace la gran pantomima de la fuerza. Saber en esos minut
os que puede acelerar o retardar los acontecimientos y que precisamente este con
ocimiento le obliga a dominarse, y aunque se queme las manos con deseo de interv
enir, no hacer nada, observar slo, con la curiosidad cosquilleante, gozosa, casi
viciosa del psiclogo... Slo un placer as enardece a este genio fro; slo l excita esta
sangre turbia, dbil, casi aguada, nicamente esta clase de placer, psicolgicamente p
erverso, espiritualmente voluptuoso, puede embriagar al hombre seco, sin nervios
, que es Jos Fouch. Y en estos momentos de alta tensin, antes del tiro decisivo, da
alas a su siempre hosca severidad una especie de deleite cruel y cnico. Pues cmo r
esolver un placer del espritu mejor que con la alegra de una broma inocente o crue
l? Y as bromea Fouch, precisamente cuando otros se sienten ms amenazados por el pel
igro; bromea como el juez de Raskolnikow, de manera ingeniosa y verdaderamente d
iablica, precisamente cuando al culpable le corre por la espalda el escalofro. En
estos momentos precisamente le agrada la farsa, y as arregla esta vez en el insta
nte de ms peligro una comedia amable, cuyas bambalinas estn colocadas, como quien
dice, sobre barriles de plvora. Pocos das antes del golpe de Estado (naturalmente,
conoce la fecha exacta), organiza una pequea reunin. Bonaparte, Real y los dems co
nspiradores son invitados a esta soiree ntima, y cuando estn ya sentados a la mesa
se dan cuenta de que esta completa toda su lista y que, por lo tanto, el minist
ro de Polica del Directorio ha invitado a su casa a toda la camarilla que conspir
a contra el Directorio precisamente. Qu significa esto? Intranquilos, se miran Bon
aparte y los suyos. Estn acaso los gendarmes ya ante la puerta para apresar de una
vez a los conspiradores? Quiz recuerde alguno la historia del banquete terrible
que di Pedro el Grande a los Strlitzes, cuyas cabezas sirvi el verdugo como para po
stre. Pero nada cruel sucede en casa de Fouch... Al contrario: cuando por fin ent
ra, para mayor sorpresa de los conjurados, otro invitado, nada menos (la broma e
sta ideada, en verdad, diablicamente) que precisamente aquel presidente Gohier, c
ontra el que se dirige la conspiracin, son todos testigos estupefactos de un dilog
o asombroso. El presidente pregunta al ministro de Polica por los acontecimientos
ms recientes. Bah, siempre lo mismo! contesta Fouch subiendo, cansado, los prpados, s
in mirar a nadie . Siempre los rumores de conspiracin; pero bien s yo el caso que ha
y que hacerles. Si hubiese verdaderamente alguna, pronto tendramos la prueba en l
a plaza de la Revolucin.
Esta alusin grave a la guillotina la sienten los conspiradores, asustados, como u
n cuchillo fro por la espalda. Con quin de ellos bromea? A quin engaa? No lo saben; pr
obablemente no lo sabe Fouch mismo, pues slo una cosa en la tierra le hace falta:
el deleite de la duplicidad, el encanto ardiente y el peligro punzante del doble
juego.
Tras esta bromita animada vuelve a caer el ministro de Polica, hasta la hora de d
ar el golpe, en un extrao letargo; permanece ciego y sordo mientras est sobornada
la mitad del Senado, ganado el ejrcito. Y, cosa rara, conocido como madrugador, c
omo primero en su despacho, tiene Jos Fouch, precisamente el 18 de Brumario, preci
samente el da del golpe de Estado de Napolen, un sueo maravillosamente profundo. Hu
biera querido dormir hasta durante todo el da; pero dos mensajeros del Directorio
le sacuden de la cama y le participan al asombrosamente asombrado los acontecim
ientos extraos del Senado, la acumulacin de las tropas y el ya pblico golpe de Esta
do. Jos Fouch se frota los ojos verdaderamente sorprendido (aunque haba conferencia
do la noche antes extensamente con Bonaparte). Pero, desgraciadamente, ya no se
puede dormir ms o fingir que se duerme. El ministro de Polica ha de vestirse e ir
al Directorio, donde le recibe el presidente Gohier bruscamente, sin dejarle rep
resentar por ms tiempo la comedia de la sorpresa. Usted tena el deber le grita de dar
nos cuenta de un complot semejante; muy bien pudo haberse enterado de l su polica.
Fouch se traga tranquilamente la grosera y pide rdenes, como si fuese el servidor ms
fiel. Pero Gohier rehusa con aspereza. Si el Directorio tiene que dar rdenes, se
las transmitir a los que sean dignos de su confianza. Fouch se sonre interiormente: Es

te imbcil an no sabe que su Directorio no tiene ya nada que mandar, que dos de los
cinco lo han abandonado y que el tercero se ha vendido! Mas para que ensear a imbci
les? Se inclina fro y va a su puesto.
Dnde est su puesto? Eso es lo que no sabe Fouch an de cierto; no sabe si es ministro
de Polica del viejo o del nuevo Gobierno. Eso depender de que la victoria sea del
uno o del otro. Las prximas veinticuatro horas decidirn entre el Directorio o Bona
parte. El primer da se presenta propicio a Bonaparte; el Senado, espoleado fuerte
mente con promesas y sobornado mejor an con dinero, cumple todos los deseos de Bo
naparte, le hace jefe de las tropas y traslada la sesin de la Cmara de los Comunes
, parte siempre que ha de ganar a la del Consejo de los Quinientos, a Saint Cloud,
donde no hay batallones de trabajadores, ni opinin pblica, ni pueblo, sino nicamente
un parque bello que se puede cerrar hermticamente con dos compaas de granaderos. P
ero con esto no est ganada an la partida, pues entre estos quinientos hay todava un
as docenas de personas molestas que no se dejan sobornar ni intimidar; quizs algu
no, quin lo sabe?, que defender la Repblica con pual o pistola contra el pretendiente
a la corona. Hay que dominar los nervios y no hay que dejarse llevar por simpata
s de una parte ni de otra, ni por pequeeces como un juramento, sino permanecer qu
ieto, aguardar, estar sobre aviso hasta que llegue la decisin.
Y Fouch domina sus nervios. Apenas ha salido Bonaparte a la cabeza de su Caballera
para Saint Cloud, apenas le han seguido en carrozas los grandes conjurados Talley
rand, Sieys y un par de docenas ms, cuando se cierran de pronto, por orden del min
istro de Polica, las barreras en la periferia de Pars. Nadie puede alejarse de la
capital y nadie puede entrar en ella, excepto los mensajeros del ministro de Pol
ica. Nadie de las ochocientas mil personas podr saber, pues, si el golpe tendr xito
o fracasar, nicamente este hombre decidido. Cada media hora le trae noticias sobre
el desarrollo del golpe de Estado un mensajero. Pero tarda en decidirse. Si Bon
aparte logra vencer, entonces ser Fouch, naturalmente, esta noche su ministro y fi
el servidor; si fracasa, permanecer fiel servidor del Directorio; estar dispuesto,
con ademn fro y complaciente, a detener al rebelde. Las noticias que recibe son bas
tante contradictorias. Mientras Fouch domina maravillosamente sus nervios, Bonapa
rte, el ms fuerte de los dos, pierde los suyos por completo; este 18 de Brumario,
que brinda a Bonaparte el dominio de toda Europa, es, por extraa irona quizs, el da
ms dbil en la vida personal de este gran hombre. Decidido ante los caones, se desc
oncierta Bonaparte siempre que ha de ganar a la gente con palabras. Acostumbrado
durante aos enteros a mandar, ha olvidado el arte de solicitar. Puede agarrar un
a bandera y montar a la cabeza de sus granaderos; puede aniquilar ejrcitos; pero
amedrentar desde la tribuna a un par de abogados republicanos, eso no lo consigu
e este soldado frreo. Muchas veces ha sido descrita la escena de cmo el invencible
general, nervioso por las interrupciones de los diputados, balbuca frases estpida
s y vanas como: El dios de las batallas esta conmigo ... , y se equivocaba de tal
manera al hablar, que sus amigos tienen que bajarlo apresuradamente de la tribun
a, nicamente las bayonetas y sus soldados salvan al hroe de Arcole y Rivoli de una
derrota vergonzosa ante un par de abogadetes estrepitosos. Pero cuando vuelve a
montar en su caballo, seor y dictador, y manda a sus soldados desalojar por asal
to el saln, fluye desde la empuadura del sable otra vez la fuerza a sus sentidos a
turdidos.
A las siete de la tarde est todo decidido: Bonaparte es cnsul y autcrata de Francia
. Si hubiera sido vencido o desbordado en el acto, habra mandado pegar Fouch en to
dos los muros de Pars una proclama pattica: Una conspiracin infame ha sido descubier
ta, etc. Pero como venci Bonaparte, se apropia deprisa la victoria. Y no es Bonapa
rte, sino el seor ministro de Polica, Fouch, quien entera al da siguiente a Pars del
final efectivo de la Repblica y del comienzo de la Dictadura napolenica. El ministr
o de Polica comunica a sus conciudadanos dice el relato falaz que el consejo estuvo
reunido en Saint-Cloud para resolver sobre los intereses de la Repblica, cuando e
l general Bonaparte, que se haba presentado en el Consejo de los Quinientos para
descubrir las maquinaciones revolucionarias, estuvo a punto de ser vctima de un a
sesinato. Pero el genio de la Repblica salvo al general. Todos los republicanos p
ueden tranquilizarse..., pues sus deseos se cumplirn ahora... Los dbiles pueden es
tar tranquilos: estn con los fuertes..., y nicamente tienen que temer los que prov
ocan disturbios, introducen la confusin en la opinin pblica y preparan el desorden.

Todas las medidas estn tomadas para impedirlo.


Una vez ms ha desplegado Fouch la vela a favor del viento. Y tan osadamente, tan s
in reservas, tan en pleno da se pasa al campo del vencedor, que ya se empieza, po
co a poco, en los crculos ms distanciados, a conocer a Fouch. Unas semanas ms tarde
se representa en un teatro de barrio de Pars una comedia graciosa: La veleta de S
aint Cloud; en ella, entendida y aplaudida por todos, con nombres poco disimulados
, se parodia lo mas graciosamente su comportamiento voluble, y, sin embargo, cau
to. Fouch hubiera podido, como censor, prohibir una parodia tal de su persona; pe
ro posea, afortunadamente, bastante ingenio para no hacerlo. No oculta de ninguna
manera su carcter, o, mejor: que no tiene carcter. Todo lo contrario: recalca inc
luso su veleidad e inconstancia, porque esto le crea una aureola especial. Que s
e ran de l, siempre que le obedezcan y le teman.
Bonaparte es el hroe del da; Fouch, el colaborador secreto, el trnsfuga; la vctima ef
ectiva, Barras, el amo del Directorio, que recibe este da una leccin, ya histrica,
sobre la ingratitud. Pues estos dos hombres que le derriban y le despachan con u
na propina de varios millones, como a un pordiosero molesto, fueron hace dos aos
sus criaturas, sus deudos, a quienes haba sacado de la nada. Bonachn, ligero, un b
onhomme, que gusta disfrutar, que gusta dejarle a cada uno su parte, ha recogido
literalmente de la calle a Bonaparte, a este oficial pequeo y cetrino, expulsado
y desterrado casi, y le ha prendido en la casaca militar, sin pagar an y remenda
da, los galones de general; le ha nombrado por encima de todos, de la noche a la
maana, comandante de Pars; le ha cedido su propia amante; le ha llenado los bolsi
llos de dinero; ha conseguido que le dieran el mando sobre el ejrcito de Italia;
le ha tendido, en fin, el puente de la inmortalidad. Igualmente ha sacado a Fouc
h de su buhardilla sucia del quinto piso, le ha salvado de la guillotina, ha sido
el nico que le ha ayudado en la poca del hambre, cuando se apartaban todos de l, y
, por fin, le ha colocado en el sitial y ha llenado sus bolsillos de oro. Y los
dos que le deben la vida se unen, dos aos mas tarde, y le echan en el mismo fango d
e donde l los saco... Verdaderamente que la Historia, que no es precisamente un cd
igo de moral, no conoce un ejemplo ms claro de perfecta ingratitud que la actitud
de Napolen y Fouch frente a Barras el 18 de Brumario.
Pero la ingratitud de Napolen contra su protector tiene al menos la justificacin d
el genio. Su fuerza le da derecho especial, pues el camino del genio, de cara a
las estrellas, puede pasar, si es necesario, sobre vidas humanas, puede servirse
con herosmo de los fenmenos efmeros, obedientes solo al sentido profundo, al imper
ativo invisible de la Historia. La ingratitud de Fouch, en cambio, es tan slo la i
ngratitud vulgar del amoral perfecto que con la mayor ingenuidad busca nicamente
la propia ventaja. Fouch puede, si quiere, olvidar todo su pasado de manera estup
efaciente y vertiginosamente rpida, y de esta maestra singular dar pruebas asombros
as en su carrera futura. Quince das despus manda a Barras, al hombre que le libro
de la guillotina seca y que le salvo del destierro, la orden formal de expatriacin
y le hace quitar todos los papeles: probablemente estaran entre ellos sus propias
cartas implorantes y sus mensajes de espa. Barras, mortalmente ofendido, aprieta
los dientes, que hoy parecen todava rechinar en sus Memorias cuando nombra a Bon
aparte y a Fouch. Y nicamente le consuela que aqul se lleve a ste. Profticamente pres
iente que uno de ellos le vengar en el otro y que no sern amigos mucho tiempo.
Por lo pronto, claro, en los primeros meses de su cooperacin, se pone el ciudadan
o ministro de Polica devotamente al servicio del ciudadano cnsul, pues la palabra c
iudadano se impone todava en los documentos oficiales. Todava le basta al amor prop
io de Napolen ser el primer ciudadano de una Repblica. Frente a una misin ingente q
ue superara las fuerzas de todos los dems, demuestra en aquellos aos la magnitud y
multiplicidad de su genio juvenil; nunca nos parece la figura de Bonaparte ms gra
ndiosa, creadora y humana que en aquella poca del nuevo rgimen. Estatuir la Revolu
cin, mantener sus resultantes y reducir al mismo tiempo su hipertrofia; terminar
la guerra victoriosamente, y, fiel al sentido autntico de esa victoria, concluirl
a con una paz robusta y verdadera, constituye la idea sublime a la que se consag
ra el nuevo hroe, con la clarividencia aguda del genio y con la energa recia y lab
oriosa del trabajador apasionado de las diez horas diarias. No son precisamente
los aos celebrados siempre por la leyenda, para la que no hay hechos ms altos que
los ataques de caballera, ni mas evidentes resultados que los pases conquistados;

no son Austerlitz, Eylau y Valladolid los verdaderos trabajos hercleos de Napolen


Bonaparte, sino los aos en que se vuelve a estructurar la Francia desordenada, de
sgarrada por los partidos, dentro de un Estado con fuerza vital, en el que los a
signados desvalorizados son sustituidos por verdaderos valores; en los que el nu
evo Cdigo napolenico da forma, severa y humana al mismo tiempo, al derecho y a las
costumbres, a los que este alto genio poltico impone su accin saludable en todos
los terrenos de la administracin del Estado y apacigua a Europa. No son los aos gu
erreros, sino estos otros, los verdaderamente creadores, y nunca trabajaron sus
ministros ms concienzudamente, activamente y fielmente a su lado que en esa poca.
Tambin en Fouch encuentra un servidor perfecto, completamente conforme con l en la
conviccin de que es preferible terminar la guerra civil con negociaciones y conde
scendencias que por la fuerza y con ejecuciones. En pocos meses restablece Fouch
la tranquilidad completa en el pas, desaloja los ltimos nidos de terroristas y rea
listas, libra las calles de asaltos, y su energa burocrtica, en los pormenores tan
exacta, se subordina, solcita, a los grandes proyectos polticos de Bonaparte. Las
obras grandes y tiles unen siempre a los hombres: el criado ha encontrado a su a
mo y el amo a su criado.
El momento en que se inicia la desconfianza de Bonaparte hacia Fouch puede precis
arse exactamente cosa rara hasta en el da y la hora, aunque el episodio qued oculto c
asi en medio de la abundancia de acontecimientos de aquellos aos tan activos. Slo
la aquilina mirada psicolgica de Balzac, acostumbrada a reconocer en lo insignifi
cante lo esencial, en el petit dtail el golpe que le impulsa, ha podido advertirl
o (aunque adornndolo un poco poticamente). La pequea escena se desarrolla durante l
a campaa italiana que ha de decidir entre Austria y Francia. El 20 de enero de 18
00 estn reunidos en Pars los ministros y consejeros en extraa disposicin de nimo. Ha
llegado un mensajero del campo de batalla de Marengo con malas noticias; trae el
mensaje de que Bonaparte ha sido derrotado y el ejrcito francs se encuentra en pl
ena retirada. Todos los reunidos piensan en secreto lo mismo: es imposible que s
iga como primer cnsul un general derrotado; y piensan enseguida en un sucesor. Ha
sta qu punto declararon todos esta necesidad, no se ha sabido nunca; pero hubo pr
eparaciones para una subversin y hubo, sin duda, consultas en voz baja. Los herma
nos de Napolen se dieron cuenta de ello. Carnot fu seguramente quien ms adelant, qui
en quiso restaurar rpidamente el viejo Comit de Salud pblica. De Fouch se puede supo
ner, conociendo su carcter, que en vez de ponerse de parte del Cnsul derrotado, se
gn las ltimas noticias, permaneca cautelosamente mudo, para volver con el amo antig
uo si fuera preciso, o para quedarse con el nuevo, segn el caso. Pero al da siguie
nte llega una segunda estafeta y anuncia precisamente lo contrario: trae nuevas
de la victoria brillante de Marengo; a ltima hora el general Desaix, con genial i
ntuicin militar, lleg en ayuda de Bonaparte, convirtiendo la derrota en triunfo. C
ien veces ms fuerte de lo que sali, y completamente seguro de su poder, regresa Bo
naparte, el Primer Cnsul, a los pocos das. Sin duda alguna se enter enseguida de qu
e todos sus ministros y confidentes, a la primera noticia, estaban dispuestos a
darle de lado. Como primera vctima paga Carnot, que fu quien se precipit demasiado,
y pierde el ministerio. Los dems, incluso Fouch, permanecen en sus puestos: no se
le puede probar a ste, cauto siempre, su infidelidad, aunque, claro, tampoco su
fidelidad. No se ha comprometido, pero tampoco se ha sealado en el cumplimiento d
e su deber; ha demostrado una vez ms lo que siempre fu: fiel en el xito, infiel en
el fracaso. Bonaparte no le despide, ni le reprocha, ni le castiga. Pero desde e
ste momento pierde la confianza en l.
Este pequeo episodio, casi envuelto en olvido en la historia de la poca, es, por o
tra parte, de una gran evidencia psicolgica. Pues nos recuerda muy claramente que
una Repblica basada nicamente sobre las bayonetas y la victoria blica se derrumba
a la primera derrota, y que todo soberano a quien falte la legitimidad natural d
e la sangre y de los antepasados ha de crearse imprescindiblemente y con tiempo
una nueva. Bonaparte mismo, en la conciencia de su fuerza, lleno de ese optimism
o inflexible que las naturalezas geniales siempre poseen, en su poca ascendente p
uede llegar a olvidar esta admonicin tcita; pero no sus hermanos. Napolen suele olvi
darse esto con demasiada frecuencia no lleg solo a Francia: llega rodeado de un cl
an familiar hambriento, ambicioso de poder. Al principio hubiese bastado a la ma
dre y a los cuatro hermanos sin empleo que su amparador, su Napolen, para proporc

ionar a las hermanas algunos trajes, se hubiera casado con la hija de un fabrica
nte rico. Pero ahora, que ha llegado inesperadamente a tal alto podero, se agarra
n a l todos, con sbito impulso para que eleve con l a toda la familia; tambin quiere
n ascender al esplendor, quieren hacer de toda Francia, y luego de todo el mundo
, un usufructo familiar de los Bonaparte; y su piratera sucia, insaciable, sin la
excusa del resplandor del genio, acosa al hermano para que tome la resolucin de
transformar su Poder, ligado a la voluntad popular, en un Poder independiente y
duradero, en una monarqua hereditaria. Le piden la institucin de una dinasta famili
ar, le piden que se proclame Rey o Emperador; quieren que se divorcie de Josefin
a para casarse con una princesa de Bade (an no se atreve nadie a pensar en la her
mana del Zar o en la hija de Habsburgo). Y con sus constantes intrigas le separa
n cada vez ms de sus antiguos camaradas, de sus viejas ideas, le apartan de la Re
pblica y de la Libertad: le empujan a la reaccin y al despotismo.
Frente a este clan instigador, insaciable y antiptico se encuentra bastante sola
y desamparada Josefina, la esposa del Cnsul. Sabe que cada paso de Bonaparte haci
a la altura, hacia la soberana, le separa de ella, porque no puede ella darle al
Rey o Emperador lo que pide la idea dinstica como primer y nico requisito: un here
dero del trono, y con el la perpetuidad de la dinasta. Pocos de los consejeros de
Bonaparte estn de su parte (pues no tiene ella dinero para repartir, sino que es
t, por el contrario, llena de deudas), y el ms fiel, en este momento, es Fouch. Con
desconfianza observa ste, hace tiempo ya, cmo se hincha con los xitos inesperados
el orgullo de Bonaparte en proporciones igualmente inesperadas; con qu obstinacin
elimina y hace perseguir como anarquistas y terroristas a todos los que tienen i
deas verdaderamente republicanas. Ve con su mirada aguda y suspicaz claramente q
ue, como deca Vctor Hugo: Dj Napolen perait sous Bonaparte, surga amenazante el Empera
or tras el general, el Monarca tras el ciudadano. Pero a Fouch, ligado a vida o m
uerte a la Repblica por su voto contra el Rey, slo le interesa la prosperidad de l
a Repblica y de la forma de Estado republicana. Por eso teme todo lo monrquico, po
r eso lucha secreta y abiertamente al lado de Josefina.
Esto no se lo perdona el clan. Con odio corso espan todos sus pasos, dispuestos a
dar de lado al hombre molesto que les estorba los negocios en la primera ocasin.
Esperan, impacientes, mucho tiempo. Hasta que al fin se presenta la ocasin de ech
arle a Fouch la zancadilla. El 24 de diciembre de 1800 va Bonaparte a la pera para
asistir a la primera representacin en Pars de la Schoepfung de Haydn; estalla en
la estrecha rue Nicaise, inmediatamente detrs de su coche, un geiser de explosivo
s de plvora y plomo con tanta violencia, que la explosin arroja escombros hasta po
r encima de las casas: se trata de un atentado, la famosa y temida mquina inferna
l. Slo la marcha vertiginosa que llevaba su cochero borracho, segn dicen salv al Prime
r Cnsul; pero cuarenta vctimas se revuelcan con los cuerpos destrozados ensangrent
ando la calle: y el coche se encabrita, como un animal herido, levantado por la
presin del aire. Plido, con la cara marmrea, sigue Bonaparte a la pera para mostrar
su sangre fra al pblico entusiasmado. Con aire indiferente y glacial escucha (mien
tras Josefina a su lado es presa de un ataque de nervios y no puede ocultar sus
lgrimas) las suaves melodas del padre Haydn y agradece con rgida indiferencia las a
clamaciones frenticas.
Pero de que esta sangre fra era slo una ficcin se dan cuenta muy pronto sus ministr
os y sus consejeros de Estado, en las Tulleras, cuando regresa de la pera. Contra
Fouch, sobre todo, se desencadena su ira; como un loco se lanza contra el hombre
plido e inmvil; l, como ministro de Polica, estaba en la obligacin de descubrir, con
mucho tiempo de anticipacin, el complot, pero en vez de esto ampara con una benev
olencia criminal a sus amigos, a sus antiguos cmplices los jacobinos. Tranquilame
nte da Fouch su opinin de que no puede probarse que el atentado proceda de los jac
obinos; l, personalmente, esta convencido de que aqu representan el principal pape
l los conspiradores realistas y el dinero ingls. Pero la calma con que Fouch le co
ntradice enfurece an ms al Primer Cnsul: Son los jacobinos, los terroristas, esos ca
nallas en rebelin permanente, en masa compacta contra todos los Gobiernos. Son lo
s mismos malvados que, por asesinarme, no repararon en sacrificar miles de vctima
s. Pero quiero hacer en ellos una justicia ejemplar. Fouch se atreve a manifestar,
por segunda vez, sus dudas. Entonces se echa casi corporalmente el corso, de sa
ngre ardiente, sobre el ministro; tanto, que tiene que intervenir Josefina y tom

ar del brazo a su marido con ademn apaciguador. Pero Bonaparte se desata torrenci
almente en palabras y le echa en cara a Fouch todos sus crmenes y asesinatos de lo
s jacobinos, los das de diciembre en Pars, las bodas republicanas de Nantes, las m
atanzas de los presos en Versalles... Clara alusin para que se d cuenta el mitrail
leur de Lyon de que se acuerda perfectamente de su pasado. Pero mientras ms grita
Bonaparte, ms tenazmente calla Fouch. Ni un msculo se estremece en su mscara de pie
dra, mientras chisporrotean las acusaciones en presencia de los hermanos de Napo
len y de los cortesanos, que observan con miradas sarcsticas al ministro de Polica,
que, por fin, ha dado un mal paso. Fro como una piedra, rechaza Fouch todas las s
ospechas, fro como la piedra abandona las Tulleras.
Su calda parece inevitable, pues Napolen se cierra a toda intervencin de Josefina
en favor de Fouch. Pero no ha sido l mismo uno de sus caudillos? Ignoro yo acaso lo q
ue hizo en Lyon y en el Loire? Slo Lyon y el Loire me explican la conducta de Fou
ch, grita enfurecido. Y enseguida empiezan las conjeturas en torno del nombre del
futuro ministro de Polica. Los cortesanos vuelven ya la espalda al cado; parece ya
(como tantas veces) Jos Fouch definitivamente aniquilado.
En los das siguientes no mejora la situacin. Bonaparte no se deja disuadir de su o
pinin de que los jacobinos prepararon el atentado; exige que se tomen medidas, qu
e se impongan castigos severos. Y cuando Fouch insina ante l o ante otros que sigue
otra pista, le tratan con irona y desprecio. Todos los imbciles se ren y se burlan
del ingenuo ministro de Polica, que no quiere poner al descubierto un asunto tan
claro; todos sus enemigos le miran con aire de triunfo porque persiste tenazmen
te en su error. Fouch no contesta a nadie. No discute; calla. Calla durante quinc
e das, calla y obedece sin rplica cuando le ordenan hacer una lista de ciento trei
nta radicales y antiguos jacobinos destinados a la deportacin a Guayana, a la guil
lotina seca. Sin parpadear despacha el decreto que acaba con los ltimos montagnard
s, los ltimos de la montaa, con los apstoles de su amigo Babceuf, con Topino y Arena,
que no cometieron otro delito que decir pblicamente que Napolen haba robado en Ita
lia un par de millones para comprarse con ellos la autocracia. Contra su convicc
in ve como son deportados los unos y ejecutados los otros; calla como un sacerdot
e que, obligado por secreto de confesin, ve la ejecucin de un inocente con los lab
ios sellados. Hace ya mucho tiempo que esta Fouch sobre la pista, y mientras se b
urlan los otros de l, mientras el mismo Bonaparte le echa en cara irnicamente su r
idcula obstinacin, se renen en su gabinete infranqueable pruebas definitivas de que
, efectivamente, estaba preparado el atentado por chouans, del partido realista.
Y mientras en el Consejo de Estado y en las antesalas de las Tulleras se muestra
con fra y displicente indiferencia frente a todas las alusiones, trabaja febrilm
ente en su gabinete secreto con los mejores agentes. Se ofrecen recompensas en d
inero en enormes cantidades; todos los espas y esbirros de Francia trabajan activ
amente; se obliga a la ciudad entera a declarar como testigo. Ya se sabe la proc
edencia de la yegua que estaba enganchada a la mquina infernal y que fue destroza
da en cien pedazos, y ha sido encontrado su antiguo dueo; ya se tiene la descripc
in exacta de los hombres que la compraron; ya se han averiguado, gracias a la mag
istral biographie chouannique (ese lexicn inventado por Fouch, con los datos perso
nales de los emigrados realistas, de todos los chouans), los nombres de los auto
res del atentado... y an calla Fouch. An deja heroicamente que se ran de l y que triu
nfen sus enemigos. Cada vez con mayor rapidez se tejen los ltimos hilos hasta for
mar una red irrompible. Un par de das ms y la araa venenosa estar presa en ella. Solo
un par de das! Fouch, excitado en su amor propio, humillado en su orgullo, no se
conforma con una victoria pequea y mediocre sobre Bonaparte y sobre todos los que
le reprochan de carencia de informacin... Tambin l quiere un Marengo, un triunfo c
ompleto, arrollador.
Quince das despus da, sbito, el golpe. El complot ha sido aclarado completamente, t
odas las pistas comprobadas. Como lo prevea Fouch, haba sido el jefe, el ms temido d
e todos los chouans, Cadoudal; realistas juramentados, comprados con dinero ingls
, haban sido sus ejecutores. Como un trueno cae la noticia sobre sus enemigos, pu
es ven cun intil e injustamente se ha sentenciado a ciento treinta personas. Se ap
resuraron demasiado, con osada excesiva, a rerse del hombre impenetrable. Y ms fuer
te, ms estimado, ms temido que nunca aparece el infalible ministro de Polica ante e
l pblico. Con una mezcla de ira y admiracin, mira Bonaparte al calculador frreo, qu

e una vez ms se lleva la razn con sus clculos de sangre fra. Contra su voluntad tien
e que confesar: Fouch ha juzgado mejor que muchos otros. Tiene razn. Hay que estar
alerta con los emigrados, con los repatriados, con los chouans y con todas las g
entes de ese partido. Pero slo en consideracin gana Fouch en este asunto ante Napolen
, no en afecto, pues nunca agradecen los autcratas que se les llame la atencin sob
re una falta o un error. Es inmortal la historia de Plutarco del soldado que sal
vo la vida amenazada del rey en la batalla, y en vez de huir enseguida, como le
aconsejo un sabio, cont con la gratitud del rey y perdi as la cabeza. Los reyes no
quieren bien a las personas que los vieron en un momento de debilidad, y las nat
uralezas despticas no gustan de los consejeros que hayan demostrado, aunque sea u
na sola vez, ser ms sabios que ellos.
En un crculo tan estrecho como el de la Polica ha logrado Fouch el triunfo mayor qu
e es posible alcanzar. Pero qu pequeo en comparacin con los triunfos alcanzados por
Bonaparte en los dos ltimos aos del Consulado! El dictador ha coronado una serie d
e victorias con la ms hermosa, con la paz definitiva con Inglaterra, con el conco
rdato con la Iglesia: las dos potencias ms poderosas del mundo ya no son, gracias
a su energa y a la superioridad fecunda de su genio, enemigas de Francia. El pas
tranquilizado, ordenada la economa, terminada la discordia de los partidos, suavi
zadas las oposiciones, la riqueza vuelve a florecer, la industria se desarrolla
de nuevo, las artes despiertan; una poca augusta comienza, y no esta lejana la ho
ra en que Augusto podr llamarse tambin Csar. Fouch, que conoce cada nervio, cada pen
samiento de Bonaparte, se da cuenta perfectamente de hacia dnde se dirige la ambi
cin del corso y que ya no le basta con representar el papel en la Repblica, sino q
ue quiere tomar posesin vitalicia, eterna, para l y su familia, del pas por l salvad
o. Claro que oficialmente no demuestra, quin es cnsul de la Repblica, ambiciones ta
n poco republicanas; pero bajo cuerda deja traslucir a sus confidentes su deseo
de que el Senado le expresara su gratitud con un acto especial de confianza, con
un tmoignage clatant. En lo ms recndito de su corazn desea un Marco Antonio, un serv
idor fiel y seguro que pida para l la corona imperial. Y Fouch, rico en astucia, f
lexible, pudiera asegurarse ahora su gratitud para siempre.
Pero Fouch se niega a este papel, mejor dicho, no se niega francamente, sino que
desde la sombra, con complacencia aparente, trata de oponerse a estas intencione
s. Est contra los hermanos, contra el clan de los Bonaparte y al lado de Josefina
, que tiembla de miedo e intranquilidad ante este ltimo paso de su esposo hacia l
a Monarqua, pues sabe que no ser entonces ya mucho tiempo su esposa. Fouch le acons
eja no prestar franca resistencia: Mantngase tranquila le dice ; se atraviesa usted i
ntilmente en el camino de su esposo. Sus temores le aburren; mis consejos le mole
staran. Prefiere, pues, fiel a su estilo, deshacer subterrneamente los deseos ambic
iosos, y cuando Bonaparte, con modestia falsa, no quiere franquearse y, por otra
parte, s quiere proponer al Senado un temoignage clatant, es Fouch de los que susu
rran a los senadores que el gran hombre no desea otra cosa, como fiel republican
o, sino que le sea prolongado el puesto de Primer Cnsul por diez aos. Los senadore
s, convencidos de honrar y satisfacer con ello a Bonaparte, toman solemnemente e
sta resolucin. Pero Bonaparte, penetrando este juego de intrigas y reconociendo c
laramente a los autores, rabia de ira cuando le entregan este regalo indeseado d
e pordiosero. Con palabras fras despacha a la Comisin. Cuando se siente en las sie
nes el fro cerco de una urea corona imperial, diez miserables aos de poder son una
nuez vana que se aplasta despectivamente con el pie.
Por fin arroja Bonaparte la careta de la modestia y hace saber claramente su vol
untad: Consulado de por vida! Y bajo el fino envoltorio de estas palabras reluce
visible para los perspicaces la futura corona de Emperador. Y tan fuerte es ya e
ntonces Bonaparte, que el pueblo, por mayora de millones, hace ley su deseo y le
elige soberano (tanto l como el pueblo as lo esperan) para toda su vida. La Repblic
a ha terminado: la Monarqua comienza.
Que Jos Fouch se atreviera a poner trabas a las impaciencias del pretendiente a la
corona en su propsito decisivo, eso no lo olvida la prole de hermanos y hermanas
, eso no lo olvida el clan familiar corso. As asedian impacientes a Bonaparte. Par
a qu conservar, cuando est ya firme en la silla, al espolique molesto? Para qu, cuan
do el pas ha demostrado unnimemente su conformidad con el Consulado vitalicio, cua
ndo las oposiciones se han allanado felizmente y se han eliminado las discordias

, para qu tener al lado a un vigilante tan implacable que vigilara no slo al pas, s
ino sus propias y oscuras maquinaciones? Fuera, pues, con l! Aniquilar, sustituir a
este eterno forjador de enredos, a este intrigante! Sin Csar, impacientes, tenac
es, asedian al hermano, an indeciso.
Bonaparte, en el fondo, comparte su opinin. Tambin a l le estorba este hombre, que
sabe demasiado y que quiere saber siempre ms; esta sombra gris, que se arrastra d
etrs de su luz. Pero precisamente para despedir al ministro, que gan tantos merito
s, que disfruta en el pas de respeto ilimitado, para eso se necesitara un pretexto
. Y adems, este hombre se ha hecho fuerte con l; ms vale, pues, no provocar su fran
ca enemistad. Tiene en su mano todos los secretos y est fatalmente familiarizado
con todas las intimidades, no muy limpias, del clan corso; por eso no se le pued
e agraviar tan bruscamente. As se inventa una salida hbil, diplomtica, que no deje
traslucir ante el mundo que se despide a Fouch con malevolencia; y no se le despi
de como ministro, sino que se declara que ha cumplido tan magistralmente su debe
r, que resulta completamente superflua una vigilancia de los ciudadanos, un Mini
sterio de Polica. No se despide, pues, al ministro, sino que, al suprimir el Mini
sterio de Polica, se desembarazan al mismo tiempo de l disimuladamente.
Para ahorrar a este hombre susceptible el duro golpe con que le ponen a la puert
a de la calle, le endulzan en lo posible la despedida, le indemnizan por la prdid
a de su puesto con un asiento en el Senado, y en una carta en la que le anuncia
Bonaparte este ascenso, dice textualmente: El ciudadano Fouch, ministro de Polica,
durante las situaciones ms difciles ha cumplido siempre, por su talento y su energa
, por su fidelidad al Gobierno, con los deberes que le imponan los acontecimiento
s. Y dndole un puesto en el Senado sabe el Gobierno que, si en una nueva poca tuvi
era necesidad de un ministro de Polica, no encontrara otro que fuera ms digno de su
confianza. Adems, Bonaparte, que ha visto cun profundamente se ha reconciliado el
antiguo comunista con su viejo enemigo, el dinero, le facilita la retirada tendin
dole un puente magnfico de oro. Cuando el ministro le entrega, al hacer la liquid
acin, dos millones cuatrocientos mil francos como resto del capital liquidado de
la Polica, le regala Napolen sencillamente la mitad, o sea un milln doscientos mil
francos. Adems se otorga al enemigo converso del dinero que hace un decenio tronaba
an furioso contra el metal sucio y corruptor , con su ttulo de senador, la posesin de A
ix, un pequeo principado que se extiende desde Marsella a Toln y cuyo valor se cal
cula en diez millones de francos. Bonaparte le conoce; sabe que Fouch tiene manos
de intrigante, inquietas y vidas, y como no se las puede atar, se las carga de o
ro. Por eso es difcil encontrar en el transcurso de la Historia el caso de un min
istro a quien se haya despedido con ms honores y, sobre todo, con ms precauciones
que a Jos Fouch.

CAPTULO V
MINISTRO DEL EMPERADOR
(1804 1811)
EN 1802 se retira Jos Fouch es decir, Su Excelencia el seor senador Jos Fouch , obedien
e a la presin suave y obstinada del Primer Cnsul, a la vida privada, de la que haba
salido diez aos antes. Increble decenio, predestinado y cruento, siniestro y fecu
ndo. Pero ha sabido aprovechar bien este tiempo. No se refugia, como en 1794, en
una buhardilla miserable, fra; se compra una hermosa casa, bien equipada, en la
rue Cerutti, una casa que debi pertenecer a un aristcrata ruin o a un infame rico. En
Ferrires, la residencia futura de los Rothschild, instala la ms preciosa finca de
verano, y su principado en la Provenza, la senadura de Aix, le enva buenas rentas.
Por lo dems, tambin ejerce magistralmente el noble arte del alquimista de convert
irlo todo en oro. Sus protegidos en la Bolsa le dan participacin en sus negocios,
aumenta ventajosamente sus posesiones; al cabo de un par de aos, el hombre del p
rimer manifiesto comunista ser el segundo capitalista de Francia y el primer terr
ateniente del pas. El tigre de Lyon se ha convertido en roedor paciente, capitali
sta cauto, prestidigitador del tanto por ciento. Pero esta riqueza fantstica del
parvenu poltico no cambia en nada su nativa sobriedad, cultivada tenazmente en la
disciplina conventual. Con quince millones de capital no vive Jos Fouch de manera
muy distinta que cuando buscaba trabajosamente los quince sous diarios que nece
sitaba en su buhardilla; no bebe, no fuma, no juega, no gasta dinero en mujeres

ni en presunciones. Como un buen hidalgo lugareo, pasea con sus hijos (le naciero
n tres despus de perder dos en la miseria) por el silencio de sus prados, da a ve
ces pequeas reuniones, escucha cuando hacen msica los amigos de su mujer, lee libr
os y se recrea en conversaciones intelectuales; profundamente, de manera inasequ
ible, se oculta en este burgus fro y seco el placer demonaco por el juego de azar d
e la poltica, por las tensiones y peligros del drama mundial. Sus vecinos no ven
nada de todo esto; slo ven al buen administrador, al excelente padre de familia,
al esposo carioso. Y nadie que no le conociera de antes sospecha la pasin contenid
a, cada vez ms intranquilamente, tras su franca serenidad, su ansia de volver a s
ituarse en primera fila, de volver a intervenir en los asuntos de la poltica.
Oh, semblante de Medusa del Poder! Quien fij la vista una vez en su faz, jams la pu
ede apartar de ella, queda encantado y hechizado. Quien disfrut una vez del place
r embriagador de dominar y mandar, no puede ya renunciar a l. Hojeemos la Histori
a en busca de ejemplo de renuncia voluntaria; excepto Sila y Carlos V, no se enc
uentra, entre millares y decenas de millares de figuras, apenas una docena que,
con el corazn satisfecho y el sentido claro, renuncien al deleite casi pecaminoso
de representar la Providencia ante millones de seres. Como no puede el jugador
dejar el juego; el bebedor, la bebida; el cazador furtivo, la caza, no puede dej
ar Jos Fouch la poltica. El reposo le martiriza, y mientras hace tranquilamente, co
n bien fingida indiferencia, de Cincinato en el arado, le cosquillean los dedos
y le vibran los nervios por volver a coger los naipes de la poltica. Aunque est se
parado del servicio activo, contina voluntariamente la labor policaca, y para ejer
citar la pluma y no caer completamente en el olvido, manda al Primer Cnsul semana
lmente informaciones secretas. Con esto se divierte y entretiene, sin compromiso
, su genio intrigante; pero no le satisface plenamente. En realidad, su aislamie
nto aparente no es ms que una espera febril, dominada por el deseo de volver a co
ger las riendas, de tener poder sobre las vidas humanas, sobre el destino del mu
ndo. Poder!
Bonaparte percibe sntomas evidentes de la impaciencia trmula de Fouch, pero tiene a
bien no hacer caso de ella. Mientras pueda tener apartado de s a este hombre fan
tsticamente inteligente, fantsticamente trabajador, le dejar en la sombra. Desde qu
e se conoce la fuerza obstinada de este hombre subterrneo, nadie le toma a su ser
vicio si no le necesita absolutamente en trance del mayor peligro. El Cnsul le de
muestra bastante proteccin: le utiliza para diversos negocios; le agradece las bu
enas informaciones; le invita, de cuando en cuando, al Consejo de Ministros, y,
sobre todo, le deja ganar, le deja que se enriquezca, para que se mantenga tranq
uilo; pero a una cosa tan slo se niega con tenacidad todo el tiempo posible: a re
stituirle en su puesto y a volver a crear el Ministerio de Polica. Mientras que B
onaparte es poderoso, mientras no comete faltas, no necesita de un criado tan eq
uvoco, tan excesivamente inteligente.
Pero afortunadamente para Fouch, Bonaparte comete faltas. Sobre todo la gran falt
a histrica, imperdonable; y, no le basta ser Bonaparte; pretende, adems de la segu
ridad de s mismo, adems del triunfo de su personalidad nica, el brillo plido de la l
egitimidad, la fastuosidad de un ttulo. Quien no temi a nadie, gracias a su fuerza
, a su personalidad poderosa, se atemoriza ante las sombras del pasado, ante la
aureola impotente de los Borbones proscritos. Se deja convencer por Talleyrand y
, a costa de la ruptura del Derecho internacional, manda traer entre gendarmes a
l Duque de Enghien de territorio neutral y le hace fusilar. Para este hecho tuvo
Fouch la frase ya clebre: Fue peor que un crimen: fue una equivocacin. Esta ejecucin
crea alrededor de Bonaparte un vaco de miedo y terror, de protesta y odio, y pron
to le parecer aconsejable volver a ponerse bajo la proteccin del Argos de mil ojos
, bajo la proteccin de la polica.
Adems, y sobre todo en 1804, necesita nuevamente el cnsul Bonaparte un ayudante hbi
l y sin escrpulos para su ascensin postrera. Necesita otra vez quien le sostenga e
l estribo. Lo que dos aos antes le pareca el colmo de su ambicin, el consulado vita
licio, ya no le parece bastante, elevado como se siente por todas las alas del xi
to. Ya no quiere ser el primer ciudadano entre los ciudadanos, ambiciona ser seor
y soberano sobre sus sbditos, ambiciona calmar el ardor febril de su frente con
el anillo ureo de una corona imperial. Pero el futuro Csar necesita un Antonio; y
aunque Fouch hizo durante largo tiempo el papel de Bruto (y an el de Catalina, ant

eriormente), esta hambriento, al cabo de dos aos de ayuno poltico. Ya est dispuesto
a tender el anzuelo para pescar en el lodo del Senado la corona imperial. De ce
bo sirven el dinero y las buenas promesas; y as ve el mundo el espectculo curioso
de que el antiguo presidente del club de los jacobinos, hoy Excelencia, d en los
pasillos del Senado apretones de manos sospechosos y asedie e intrigue hasta con
seguir que, por fin, propongan un par de bizantinos complacientes que se cree una
institucin que destruya para siempre las esperanzas de los conspiradores, garant
izando la permanencia del Gobierno mas all de la vida de su jefe. Si se saca la hi
nchazn de esta frase como un tumor, se aparecer, como contenido, la intencin de tra
nsformar al Cnsul vitalicio Bonaparte en el Emperador dinstico Napolen. Y de la plu
ma de Fouch (que lo mismo escribe con blsamo que con sangre) procede probablemente
la peticin vil y sumisa del Senado con que se invita a Bonaparte a completar su o
bra, dndole forma inmortal. Pocos habrn cavado mas laboriosamente en la tumba defin
itiva de la Repblica que Jos Fouch, el de Nantes, el ex diputado de la Convencin, el
ex presidente de los jacobinos, el mitrailleur de Lyon, el enemigo de los tiran
os, antao el ms republicano de todos los republicanos.
El premio no se hace esperar. As como el ciudadano Fouch fue nombrado ministro por
el ciudadano cnsul Bonaparte, ahora, en 1804, tras dos aos de destierro dorado, l
o es otra vez Su Excelencia el seor senador Fouch por Su Majestad el Emperador Nap
olen. Por quinta vez presta Jos Fouch juramento el primero lo prest al gobierno reali
sta; el segundo, a la Repblica; el tercero, al Directorio; el cuarto, al Consulad
o . Pero Fouch solo tiene cuarenta y cinco aos. Cunto tiempo an para nuevos juramentos,
nuevas fidelidades e infidelidades! Con fuerza acumulada se echa nuevamente en
el elemento, siempre amado, de viento y ola, obligado en juramento al nuevo Empe
rador, impulsado, en realidad, nicamente por su propio deleite en la inquietud.
Un decenio estn enfrentados sobre la escena mundial mejor dicho, entre bastidores l
as figuras de Napolen y Fouch, ligadas por el Destino, a pesar de una evidente res
istencia mutua. Napolen no quiere a Fouch, ni Fouch a Napolen. Llenos de antipata sec
reta, se sirven el uno del otro, nicamente, por la fuerza de atraccin de polos opu
estos. Fouch conoce perfectamente la potencia demonaca, la fuerza magnfica de Napol
en; sabe que el mundo no creara un genio superior a l en decenios, que no tendr un
amo tan digno de que se le sirva. Napolen, en cambio, por nadie se siente compren
dido con tan vertiginosa rapidez como por la mirada sobria, clara, reflectante y
atisbadora de este talento poltico, laborioso, igualmente utilizable para lo mej
or y para lo peor, a quien slo una cosa falta para ser el perfecto servidor: la c
onsagracin incondicional, la fidelidad.
Porque Fouch no ser jams servidor de nada ni de nadie, y mucho menos lacayo, jams sa
crificar ntegramente su independencia espiritual, su propia voluntad, a una causa
ajena. Al contrario, cuanto ms se atan los antiguos republicanos, disfrazados de
nuevos aristcratas, a la gloria del Emperador, cuanto ms se rebajan, convirtindose
en sus consejeros y aduladores, ms se estira y se yergue la espalda de Fouch. Clar
o que en contradiccin abierta, en franca oposicin, ya nada se puede alcanzar del E
mperador, cada vez ms en papel de Csar. Ya no existe en el palacio de las Tulleras
la confraternidad franca, el debate libre entre ciudadano y ciudadano; el Empera
dor Napolen, que se hace llamar Sire por sus viejos compaeros de guerra y hasta po
r sus propios hermanos (cmo reiran todos!) y a quien ningn mortal tutea, excepto su
mujer, no quiere que le aconsejen sus ministros. No entra ya, como antes, con el
liviano jabot de cuello escotado y con paso ligero y sigiloso el ciudadano mini
stro Fouch en el gabinete del ciudadano cnsul Bonaparte, sino con el cuello alto y
tieso, bordado en oro, que le oprime la garganta, envuelto en el pomposo unifor
me de Corte, con medias negras de seda y zapatos deslumbradores, cuajado el pech
o de condecoraciones, sombrero en mano. Ahora es recibido el ministro Jos Fouch en
una especie de audiencia por el Emperador Napolen. El seor Fouch tiene, lo primero,
que inclinarse respetuosamente ante su antiguo conjurado y camarada, y no hablar
sin haber obtenido licencia de Su Majestad. Ha de hacer una reverencia al entrar
y otra al despedirse; ha de recibir sin contradiccin las rdenes dadas bruscamente,
en vez de entablar una conversacin ntima. Contra la opinin tempestuosa de este hom
bre de frrea voluntad no hay resistencia posible.
Por lo menos, resistencia franca, abierta. Fouch conoce a Napolen demasiado bien p
ara querer persuadirle, cuando son distintas sus opiniones. Deja que le ordene,

que le mande, como hace con todos los dems aduladores y ministros serviles del Im
perio; pero con la pequea diferencia de que no siempre obedece las rdenes recibida
s. Si le manda hacer detenciones que l no aprueba, hace avisar secretamente a los
amenazados y, cuando tiene que castigar, no deja de insinuar en todas partes qu
e lo hace por orden expresa del Emperador, no por su propia voluntad. Los favore
s y las amabilidades, en cambio, los hace valer siempre como benevolencias propi
as. Cuanto ms dominante se muestra Napolen y es verdaderamente sorprendente como su
temperamento, siempre voluntarioso, va creciendo cada vez ms libre y autocrtico a
medida que crece su poder , mas amable y ms conciliador es Fouch. Y as, sin una pala
bra contra el Emperador, nicamente con pequeos gestos, sonrisas y silencios, forma
l solo una oposicin visible, pero incorprea, contra el nuevo amo por la gracia de D
ios. La molestia peligrosa de decirle las verdades hace ya tiempo que no se la to
ma; sabe que reyes o emperadores, aunque antes se hayan llamado Bonaparte, no le
quieren a uno para eso. Slo disimuladamente introduce a veces, con mala intencin,
algunas verdades de contrabando en sus comunicados cotidianos. En vez de decir:
creo o me parece y hacerse reprender por su opinin y su pensamiento propios, escribe
en sus reportajes: se cuenta, o un embajador ha dicho. De esta manera mete casi sie
mpre en el pastel de frutas cotidiano de las novedades picantes un par de granos
de pimienta sobre la familia imperial. Con labios plidos tiene que leer Napolen t
oda la suciedad, toda la deshonra de sus hermanas, como rumores malignos y, a ve
ces, conceptos mordaces sobre l mismo, noticias agudas, con las que alia intencion
adamente el boletn la mano hbil de Fouch. Sin pronunciar una palabra, ofrece el tai
mado servidor de vez en cuando a su seor verdades desagradables y antipticas, y ve
, amable e indiferente, cmo al or la lectura las traga el duro seor con dificultad.
Tal es la pequea venganza que se toma Fouch con el teniente Bonaparte, que desde
que se puso l mismo la levita imperial slo quiere ver ante s a sus antiguos conseje
ros temblando y con la espalda curvada.
Se ve que entre estos dos hombres no se respira un ambiente amable. Ni Fouch es u
n servidor agradable para Napolen, ni Napolen un amo agradable para Fouch. Ni una sl
a vez se deja poner sobre la mesa, displicente y confiado, un reportaje de polica
. Examina cada lnea con su mirada de azor en busca de la ms pequea falta, del ms peq
ueo descuido; si da con l, descarga la tormenta, reprende a su ministro como a un
colegial, se entrega por completo a su temperamento corso. Los ujieres, los acec
hadores, los colegas del Ministerio manifiestan con unanimidad cmo precisamente e
l contraste producido por la indiferencia con que resista Fouch era lo que enfureca
al Emperador. Pero tambin sin testimonio (pues todas las Memorias de aquella poca
slo deben leerse con lupa) nos podramos dar cuenta de la situacin, pues hasta en l
as cartas se oye tronar la voz de mando dura y aguda. Encuentro que la polica no l
leva a cabo la vigilancia sobre la Prensa con la severidad necesaria, reprocha al
viejo, al experto maestro, o le reprende: Se podra creer que no se sabe leer en e
l Ministerio de polica; all no se ocupan de nada en absoluto. O: Le aconsejo mantene
rse dentro del margen de su campo de accin y no mezclarse en asuntos ajenos. Napol
en le agravia es cosa sabida sin compasin, ante testigos, ante sus ayudantes y ante
el Consejo de Ministros, y cuando la ira le contrae los labios, no vacila en rec
ordarle Lyon y su poca terrorista, en llamarle regicida y traidor. Pero Fouch, el
observador fro como el cristal, que al cabo de diez aos conoce perfectamente el te
clado de estas explosiones de ira que si a veces son hijas, como un producto de
la sangre, del carcter violento de este hombre incapaz de dominarse, otras son ad
ministradas por l sabia y teatralmente, buscando todos los efectos y con clara co
nciencia de su histrionismo), y no se deja intimidar ni por las tormentas autntic
as ni por las teatrales, y permanece igualmente impasible ante la ira falsa que
ante el verdadero enfado del Emperador, con su cara blancuzca, incolora, de care
ta, aguarda tranquilamente sin pestaear, sin demostrar con un nervio emocin alguna
bajo el diluvio de palabras chisporroteantes. Slo cuando sale del gabinete asoma
quizs a sus labios delgados una sonrisa irnica o maligna. Ni siquiera tiembla cua
ndo grita el Emperador: Es usted un traidor, deba mandar fusilarle, sino que contes
ta, sin balbuceos en la voz: No soy de esa opinin, Sire. Cien veces se deja despedi
r, amenazar con el destierro y la sustitucin en el cargo, y, sin embargo, sale tr
anquilo del aposento, completamente seguro de que el Emperador le llamar al da sig
uiente. Y siempre tiene razn. Pues a pesar de su desconfianza, de su ira y de su

odio secreto, no se puede Napolen desembarazar del todo de Fouch, durante un decen
io hasta ltima hora.
Este poder de Fouch sobre Napolen, que es un enigma para todos los contemporneos, n
o tiene nada de mgico o de hipntico. Es un poder adquirido por laboriosidad, habil
idad y observacin sistemticas, un poder calculado. Fouch sabe mucho, sabe demasiado
. Conoce, gracias a las comunicaciones del Emperador, y an en contra de la imperi
al voluntad, todos los secretos imperiales y tiene as en jaque, por estar informa
do de manera perfecta, casi mgica, al Imperio entero y tambin a su seor. Por la pro
pia esposa del Emperador, por Josefina, conoce los detalles ms ntimos del tlamo imp
erial; por Barras, cada paso dado en la escalera de caracol de su ascensin. Vigil
a, gracias a sus propias relaciones con hombres de dinero, la situacin econmica pa
rticular del Emperador. No pasa inadvertido para l ni uno de los cien asuntos suc
ios de la familia Bonaparte: los asuntos de juego de sus hermanos, las aventuras
escabrosas de Paulina. Tampoco se le ocultan los desvos matrimoniales de su amo.
Si Napolen sale a las once de la noche envuelto en un abrigo extrao y completamen
te embozado por una puerta secreta de las Tulleras para visitar a una amante, sab
e Fouch, a la maana siguiente, adnde se dirigi el coche, cunto tiempo permaneci el Emp
erador en aquella casa y cundo regres; hasta puede avergonzar una vez al Soberano
del mundo con la comunicacin de que una favorita le engaaba a l, a Napolen, con un c
orista cualquiera de teatro. De cada escrito importante del gabinete del Emperad
or, recibe directamente una copia Fouch, gracias a un secretario sobornado; y var
ios lacayos, de alta y baja categora, cobran un suplemento mensual de la caja sec
reta del ministro de Polica, como recompensa por el soplo de todos los chismorreo
s de palacio. De da y de noche, en la mesa y en la cama, est Napolen vigilado por s
u extremado servidor. Imposible ocultarle un secreto: as esta el Emperador obliga
do a confirselo todo, quiera o no. Y ese conocimiento de todo y de todos constitu
ye el poder nico de Fouch sobre los hombres, que Balzac tanto admira.
Pero con el mismo cuidado con que Fouch vigila todos los asuntos, proyectos, pens
amientos y palabras del Emperador, se esfuerza en ocultarle los suyos propios. F
ouch no confa jams, ni al Emperador ni a nadie, sus verdaderas intenciones y sus tr
abajos. De su enorme material de noticias solo comunica lo que quiere. Todo lo d
ems queda encerrado en el cajn del escritorio del ministro de Polica: en este ltimo
reducto no deja Fouch penetrar ninguna mirada. Pone su pasin, la nica que le domina
por completo, en el deleite magnfico de ser hermtico, impenetrable, algo de que n
adie puede alardear. Por eso es intil que Napolen haga que le pisen los talones un
par de espas: Fouch se burla de ellos y hasta los utiliza para reexpedir al engaad
o remitente relatos completamente falsos y absurdos. Con los aos, hace este juego
de espionaje y contraespionaje entre los dos, cada vez mas odioso y taimado, su
relacin francamente insincera... No; verdaderamente no se respira un ambiente pu
ro y transparente entre estos dos hombres, de los que el uno quiere ser demasiad
o amo y el otro demasiado poco servidor. Cuanto ms fuerte se hace Napolen, ms moles
to le va siendo Fouch. Cuanto ms fuerte se hace Fouch, ms odioso le es Napolen.
Detrs de esta enemistad particular de espritus opuestos se introduce poco a poco l
a tensin, crecida hasta lo gigantesco, de la poca. Pues de ao en ao se evidencian ca
da vez ms claramente, dentro de Francia, dos voluntades encontradas: el pas quiere
, al fin, la paz, y Napolen quiere siempre, y siempre de nuevo, la guerra. El Bon
aparte de 1800, heredero y ordenador de la Revolucin, estaba an completamente iden
tificado con su pas, con su pueblo y con sus ministros; el Napolen de 1804, el Emp
erador del nuevo decenio, ya no piensa en su pas, ni en su pueblo, slo piensa en E
uropa, en el mundo, en la inmortalidad. Despus de haber cumplido magistralmente l
a misin a l confiada, se crea, por la opulencia misma de su fuerza, nuevos problem
as cada vez ms difciles, y as, quien transform el caos en orden, arrastra de nuevo v
iolentamente al caos la obra propia, el orden propio. No queremos decir con ello
que su inteligencia clara y aguda como un diamante se hubiera turbado; nada de
eso: el intelecto matemticamente exacto de Napolen permanece, a pesar de lo demonac
o, siempre grandiosamente despierto hasta el ltimo momento, en que escribe moribu
ndo, con mano temblorosa, su testamento, esa obra de sus obras. Pero este intele
cto suyo lleg a perder la nocin de la medida terrestre, y cmo podra ser de otra maner
a tras el logro de tantas cosas inverosmiles! Napolen esta tan poco perturbado esp
iritualmente, hasta en sus aventuras ms locas, como Alejandro, Carlos XII y Corts.

Perdi, como ellos, solamente por victorias excepcionalmente extraordinarias, la


medida real de lo posible, y precisamente este furor, unido a su inteligencia cl
arsima, produjo el grandioso fenmeno del espritu, magnfico como un mistral bajo el cie
lo limpio, esas hazaas que son crmenes de un slo hombre en cientos de miles y que,
sin embargo, enriquecen legendariamente a la Humanidad. La marcha de Alejandro d
esde Grecia a la India an hoy algo fantstica, si se la sigue en el mapa ; la expedicin
de Corts, la ruta de Carlos XII de Estocolmo a Poltava, la caravana de seiscient
os mil hombres que arrastra Napolen desde Espaa a Mosc. Estas hazaas del valor y de
la temeridad son en nuestra historia moderna lo que las luchas de Prometeo y de
los titanes contra los dioses en el mito griego: hybris y herosmo, en todo caso e
l mximum, temerario ya, de lo humanamente asequible. Y hacia ese lmite extremo tie
nde Napolen, irresistiblemente, apenas siente ceida su sien por la corona imperial
. Con los xitos crecen sus designios, con las victorias su atrevimiento, con los
triunfos sobre el destino el deseo de provocarle, cada vez con mayor audacia. Na
da ms natural, pues, que las personas que le rodean, cuando no estn aturdidas por
la charanga de los botines victoriosos o cegados por los xitos, sobre todo los in
teligentes, los cautos como Talleyrand y Fouch, comiencen a estremecerse. Tienen
el pensamiento en el tiempo en que viven, en el presente, en Francia... Napolen sl
o piensa en la posteridad, en la leyenda, en la historia.
Este contraste entre razn y pasin, entre los caracteres lgicos y los demonacos, que
se repite eternamente en la Historia, aparece en Francia poco despus del cambio d
e siglo, detrs de las grandes figuras. La guerra ha hecho grande a Napolen, le ha
elevado de la nada a un trono imperial. Qu ms natural, pues, que desee siempre nuev
as guerras y siempre mayores y ms poderosos contrincantes? Reducidas a cifras, se
elevan ya sus empresas a lo fantstico. En Marengo, en 1800, venci con treinta mil
hombres; cinco aos ms tarde pone en el campo trescientos mil hombres, y cinco aos
despus arranca un milln de soldados al pas desangrado y harto de guerras. Al ltimo g
alope de su ejrcito, al ms torpe gan se le podra demostrar con los cinco dedos de la
mano que tal guerromana y courromana (Stendhal cre esta palabra) habran de conducirle
finalmente a la catstrofe. Profticamente dijo Fouch en una ocasin durante un dilogo c
on Metternich, cinco aos antes de Mosc: Cuando os haya vencido, no queda ms que Rusi
a y China. Uno slo hay que no comprende esto... o que se cubre los ojos con la man
o: Napolen. Quien vivi los das de Austerlitz, de Marengo y de Eylau, no podr ya sent
ir la menor emocin, la ms mnima satisfaccin, recibiendo en los bailes de corte a los
palatinos uniformados, o sentado en la pera, adornada de gala, oyendo hablar a l
os diputados aburridos... No, ya no siente vibrar sus nervios ms que cuando a la
cabeza de sus tropas, en marchas forzadas, arrolla pases enteros; cuando destruye
ejrcitos; cuando quita o pone reyes con gesto displicente, como si fueran figura
s de ajedrez; cuando el templo de los invlidos se convierte en un rumoroso bosque
de banderas, y cuando se colma la Tesorera, recin fundada, con el botn de saqueo d
e Europa entera. No piensa ms que en regimientos, en divisiones, en ejrcitos; cons
idera ya a Francia, a todo el pas, a todo el mundo, como campo de presa, como per
tenencia, como propiedad suya librrima (La France c'est moi). Pero algunos de los
suyos persisten, en su intimidad, en la opinin de que Francia se pertenece a s mi
sma sobre todas las cosas y que no han de servir sus hombres, sus ciudadanos, pa
ra sacar reyes del clan corso y convertir a Europa en fideicomiso bonapartista.
Con creciente indignacin ven como ao tras ao se fijan las listas de reclutamiento e
n las puertas de las ciudades, cmo se arranca a los jvenes de dieciocho y diecinue
ve aos de sus casas para que sucumban en las fronteras de Portugal, en los desier
tos nevados de Polonia y Rusia, sin finalidad alguna, o al menos con una finalid
ad inconcebible ya. As surge entre el que lleva la mirada fija en las estrellas y
los espritus ms clarividentes, que perciben el cansancio y la impaciencia del pas,
una incompatibilidad cada vez ms enconada. Y como su genio, de da en da ms dominant
e y autocrtico, no se deja aconsejar ya ni de los ms ntimos, empiezan stos, en secre
to, a pensar cmo se puede parar la marcha vertiginosa de esta rueda desatentada,
cmo se le puede librar de la cada inevitable en el abismo. Y as llegara el momento
en que la razn y la pasin se dividan y se combatan abiertamente, desencadenndose la
lucha entre Napolen y los ms prudentes de sus servidores.
Esta resistencia secreta contra la pasin guerrera y el desenfreno de Napolen llega
hasta unir a los mas encarnizados enemigos entre sus consejeros: Fouch y Talleyr

and. Estos dos ministros, los ms capaces de Napolen, las figuras psicolgicamente ms
interesantes de su poca, no se quieren... probablemente porque se parecen demasia
do. Los dos son de un realismo clarividente, los dos cnicos y decididos discpulos
de Maquivelo. Los dos pasaron por la escuela de la Iglesia, por la escuela ardien
te de la Revolucin; los dos se conducen con la misma sangre fra, con igual desenvo
ltura en cuestiones de dinero y de honor; los dos sirven con la misma frialdad,
con la misma falta de escrpulos, a la Repblica, al Directorio, al Consulado, al Im
perio y al Rey... Siempre encontramos disfrazados de revolucionarios, de senador
es, de ministros, de servidores del rey a estos dos caracteres tpicos de la velei
dad sobre el mismo escenario histrico. Y precisamente por ser de la misma raza es
piritual, y por desempear los mismos papeles diplomticos, se odian con el fro conoc
imiento y el firme desdn de rivales.
Los dos pertenecen al mismo tipo moral; pero si su parecido procede del carcter,
su diferencia nace del origen. Talleyrand, Duque de Prigord, arzobispo de Autun,
prncipe de rancia estirpe aristocrtica, viste ya la toga violeta del seoro eclesistic
o de toda una provincia francesa, cuando el hijo del pequeo mercader, el pobre Jo
s Fouch, es un nfimo dmine de seminario que pugna para ensear matemticas y latn a su d
cena de discpulos conventuales por unos pocos sous al mes. Es ya Talleyrand embaj
ador de la Repblica francesa en Londres y orador afamado en los Estados generales
, cuando Fouch anda todava por los clubs con trabajos y adulaciones a la pesca de
su mandato. Talleyrand llega a la Revolucin desde arriba, desciende, como un sobe
rano de su carroza, saludado con jbilo respetuoso, baja un par de escalones para
entrar en el Tercer Estado, mientras que Fouch asciende a l trabajosamente y a fue
rza de intrigas. Esta diferencia de origen da a sus dotes esenciales el matiz pa
rticular. Talleyrand sirve como hombre de gran prestancia, con la llaneza indife
rente y fra de un grand seigneur; Fouch, con la laboriosidad celosa y astuta del b
urcrata ambicioso. An en las mismas cosas en que se parecen son distintos; si los
dos aman, por ejemplo, el dinero, Talleyrand lo quiere a la manera aristocrtica:
para despilfarrarlo, para dejar correr en abundancia el oro en la mesa de juego,
con mujeres; Fouch, el hijo del mercader, para capitalizarlo y amontonarlo cuida
dosamente. Para Talleyrand, el Poder es slo un medio para el placer, algo que le
proporciona la oportunidad ms propicia y noble de apoderarse de todas las cosas s
ensuales de la tierra, como el lujo, las mujeres, el arte, la buena mesa; mientr
as que Fouch, en cambio, sigue siendo, como multimillonario, un ahorrador esparta
no y conventual. Ninguno de los dos podr desprenderse nunca, por completo, de su
origen social: nunca, ni en los das ms feroces del terror, ser el Prncipe de Perigor
d, Talleyrand, un verdadero hombre del pueblo, un republicano; nunca, ni an cuand
o le nombren Duque de Otranto, ser Jos Fouch, a pesar del uniforme galoneado de oro
, un verdadero aristcrata.
El ms brillante, el ms encantador, quiz tambin el ms considerable de los dos, es Tall
eyrand. Espritu formado en una tradicin de cultura rancia y refinada, pulido por l
a gracia del siglo XVIII, ama el juego diplomtico como uno de los muchos juegos i
nteresantes de la vida, pero odia el trabajo. De mala gana escribe l mismo una ca
rta; lo que ms le place a este autntico vividor, a este catador refinado, es dejar
que otro haga el trabajo de acarreo, para luego recoger l y resumir los resultad
os con su mano fina, llena de sortijas. Le basta siempre su intuicin, que penetra
con mirada de rayo las situaciones mas enredadas. Psiclogo por nacimiento y por
experiencia, penetra, como dice Napolen, todos los pensamientos y afirma, sin tit
ubear, a cada uno, en su deseo ms recndito. Audaces virajes mentales, concepciones
rpidas, rodeos elegantes en los momentos peligrosos: he aqu su fuerza. Desdea prof
undamente el trabajo en cuanto exige de l el ms pequeo esfuerzo. De su tendencia al
mnimum, a la forma concentrada de las resoluciones espirituales, procede su tale
nto especial para los juegos de palabras ms brillantes, para el aforismo. No escr
ibe extensos relatos: con una sla palabra cortante define una situacin, una person
a. Fouch, en cambio, carece en absoluto de esta virtud de la visin universal rpida.
Trajina como una hormiga que, teje pacientemente su malla laboriosa con puntos
incontables, en un constante ir y venir a travs de mil y mil observaciones, que,
sumadas y combinadas luego, dan resultados concienzudos, irresistibles. Su mtodo
es analtico; el de Talleyrand, visionario. Su talento, el trabajo; el de Talleyra
nd, la agilidad mental. Ningn artista pudiera inventar una pareja ms contraria y p

erfecta que la personificada por la Historia en estas dos figuras, en e1 vago y


genial improvisador Talleyrand y en Fouch, avizor despierto de mil ojos vigilante
s, para situarlos junto a Napolen, el genio perfecto que rene en s las facultades d
e los dos: la mirada para el conjunto y para el detalle, la pasin y la laboriosid
ad, el saber y la visin universales. Pero en ninguna parte surgen ms crueles odios
que entre las especies distintas de la misma casta. Por eso se detestan, desde
lo ms hondo de su intimidad, instintivamente, con conciencia exacta, biolgica, Tal
leyrand y Fouch. Desde el primer da le es antiptico al grand seigneur el celoso y p
edante acumulador de mensajes, el moscardn, el fro espa que es Fouch, y ste, por su p
arte, se enfurece ante la frivolidad, el despilfarro y la negligencia aristocrtic
a y despectiva, indolente y afeminada de Talleyrand. Por eso se expresan, el uno
del otro, con palabras que son flechazos envenenados. Talleyrand dice sonriente
: Fouch desprecia tanto a la Humanidad porque se conoce demasiado bien a s mismo. Fo
uch, en cambio, dice sarcsticamente cuando es nombrado Talleyrand vicecanciller: i
l ne lui manquait que ce vicel. Procuran mutuamente, con la mayor complacencia, m
olestarse todo lo posible, y no pierden, obstinados, la menor ocasin de hacerse d
ao. El que ambos, el gil y el laborioso, se completen as en sus facultades, los hac
e tiles a Napolen como ministros, y el que se odien con tanto ahnco, le conviene ig
ualmente, pues gracias a ese odio se vigilan mutuamente mejor que cien espas. Fou
ch se apresura a comunicar las corrupciones, las bacanales, las negligencias de T
alleyrand; en cambio, de cada nueva maquinacin, de cada nueva martingala de Fouch
da cuenta presuroso Talleyrand. As se siente Napolen a la vez servido y guardado p
or esta singular pareja. Como psiclogo estupendo, utiliza Napolen la rivalidad de
sus ministros de la manera ms acertada para estimularlos y al mismo tiempo para t
enerlos a raya.
Con esta enemistad contumaz de los dos rivales, Fouch y Talleyrand, se deleita du
rante aos todo Pars. Como en una escena de Moliere pueden contemplarse las variaci
ones constantes de esta comedia representada en los escalones del trono, y regoc
ijarse viendo como siempre de nuevo se pinchan y se persiguen con bromas mordace
s los dos servidores del Soberano, mientras su amo observa con superioridad olmpi
ca esta ria para l tan ventajosa. Pero cuando ste y todos esperan que contine entre el
los el juego del perro y el gato, cambian repentinamente los dos refinados actor
es los papeles e inician un juego serio. Por vez primera puede ms el disgusto comn
contra su seor que su rivalidad. En 1808 Napolen empieza una nueva guerra, la ms i
ntil y absurda de sus guerras: la campaa contra Espaa. En 1805 venci a Austria y Rus
ia; en 1807 aniquil a Prusia y someti a los Estados alemanes e italianos; y no exis
te el menor motivo de enemistad contra Espaa. Pero Jos, el hermano ingenuo (alguno
s aos despus confesar el mismo Napolen que se haba sacrificado para tontos), quiere ta
bin una corona; y como no hay ninguna vacante se acuerda arrebatrsela a la dinasta
espaola, con violacin del derecho internacional. Nuevamente suenan los tambores, o
tra vez marchan los batallones y corre a raudales el dinero, reunido con tanto t
rabajo en las cajas; y otra vez se embriaga Napolen con el placer peligroso de la
s victorias.
Este indomable furor guerrero comienza, a la larga, a fatigar a los ms indiferent
es. Tanto Fouch como Talleyrand desaprueban esta guerra inmotivada, en la que ha
de desangrarse Francia durante siete aos; y como el Emperador no escucha ni al un
o ni al otro, tiene lugar una aproximacin tcita entre ellos. Saben muy bien que el
Emperador no acepta sus consejos y tira enfurecido sus cartas a un rincn; hace t
iempo ya que los hombres de Estado se sienten en inferioridad frente a mariscale
s, generales y espadones y, sobre todo, frente al clan corso, cuyos miembros estn
ansiosos de velar un pasado miserable con el manto de armio. Por eso intentan un
a protesta pblica, y acuerdan, ya que se ven privados de hablar libremente, poner
en escena una pantomima poltica, una verdadero y autntico golpe teatral: aliarse
ostentosamente.
Quin dirige la escena con tan admirable habilidad, si es Talleyrand o Fouch, no se
sabe. Se desenvuelve de esta manera: mientras lucha Napolen en Espaa, se divierte
Pars en fiestas y banquetes continuos; esta ya acostumbrado a la guerra anual co
mo a la nieve del invierno y a la tormenta del verano...
En la rue Saint Florentin, en la mansin del gran canciller, resplandecen mil velas
una noche de diciembre de 1808 y suena la msica (mientras Napolen escribe en cualq

uier sucio alojamiento de Valladolid la orden del da). Bellas mujeres, de las que
tanto gusta Talleyrand; una sociedad deslumbradora de altos funcionarios de Est
ado, de embajadores extranjeros, charla animadamente; se baila y se goza. Repent
inamente surge un susurro, un cuchicheo tenue, en todos los rincones; el baile s
e interrumpe, los invitados se agrupan asombrados: acaba de entrar el hombre a q
uien jams se hubiera esperado all. Fouch, el Casio desmedrado, a quien, como sabe t
odo el mundo, odia y desprecia con encono Talleyrand y que jams puso los pies en
su casa. Pero lo inaudito es que, con cortesa afectada, acude, cojeando, el minis
tro de Asuntos Extranjeros al encuentro del ministro de Polica, le saluda con car
io, como a un querido invitado y amigo y le toma amistosamente del brazo. Le trat
a con afecto ostensible y penetran los dos en un gabinete contiguo, donde se sie
ntan en un divn y conversan en voz baja... La curiosidad que se despierta entre l
os presentes es enorme. A la maana siguiente sabe todo Pars la novedad sensacional
. En todas partes slo se habla de esta reconciliacin repentina, exhibida tan llama
tivamente, y todo el mundo comprende su sentido. Si el perro y el gato se unen c
on tanta pasin, no puede ser mas que contra el cocinero: la amistad entre Fouch y
Talleyrand equivale a la franca desaprobacin de los ministros contra su seor, cont
ra Napolen. Enseguida se ponen en movimiento todos los espas para averiguar lo que
verdaderamente se intenta con este complot. En todas las Embajadas rasguean las
plumas sobre mensajes urgentes; Metternich manda un correo especial a Viena dic
iendo que esta unin interpreta los deseos de una nacin demasiado cansada; pero tambin
los hermanos y hermanas de Napolen se alarman y envan por su parte el mensajero ms
rpido al Emperador con la noticia inaudita.
En un correo especial y urgente llega rpida la noticia a Espaa; pero ms ligero, si
cabe, vuela Napolen, como herido por un latigazo, camino de Pars. Ni a sus confide
ntes llama a su presencia cuando recibe la carta. Se muerde los labios furiosame
nte y da rdenes inmediatas para el regreso. La aproximacin de Talleyrand y Fouch le
afecta ms que una batalla perdida. Casi vertiginoso es el tempo de su viaje: el
17 parte de Valladolid, el 18 est en Burgos; el 19, en Bayona; en ningn sitio se h
ace alto; en todas partes se cambian rpidamente los caballos cansados; el da 22 ir
rumpe como una tempestad en las Tulleras y el 23 da la rplica a la comedia ingenio
sa de Talleyrand con una escena igualmente teatral. Toda la multitud engalonada
de cortesanos, ministros y generales es cuidadosamente colocada como comparsa; s
e ha de ver pblicamente cmo aniquila el Emperador con puo frreo hasta la ms insignifi
cante oposicin contra su voluntad. A Fouch le ha llamado el da antes y a puerta cer
rada le ha fustigado con enorme dureza; a lo que el otro, acostumbrado a esta cl
ase de luchas, ha respondido con su inmutable impavidez habitual, excusndose con
palabras suaves y hbiles y escurrindose a tiempo. Para este hombre servil basta, a
s lo cree el Emperador, un puntapi al pasar. Pero Talleyrand, precisamente porque
se le tiene por el ms fuerte, por el ms poderoso, ha de pagar la cuenta en pblico.
La escena, que ha sido narrada muchas veces, es una de las mejores del teatro de
la Historia. Primero expresa el Emperador su descontento con frases generales,
por la deslealtad de algunos durante su ausencia; pero luego, irritado por la fra
indiferencia de Talleyrand, se dirige bruscamente a l, que, inmvil, con actitud d
isplicente, apoya el brazo sobre la cornisa de la chimenea. Y las frases, que slo
iban a ser burlescas, irnicas, se convierten repentinamente, ante los ojos de to
da la corte, en un verdadero torrente de ira. El Emperador vierte sobre el hombr
e mayor en edad y experiencia las injurias ms bajas: le llama ladrn, perjuro, rene
gado, mercenario; le dice que vendera por dinero a su propio padre; le echa la cu
lpa del asesinato del Duque de Enghien y de la guerra de Espaa. Ni una lavandera
insultara tan soezmente a su enemiga en pleno patio de vecindad como insulta Napo
len al Duque de Perigord, al veterano de la Revolucin, al primer diplomtico de Fran
cia. Cuantas personas ven y escuchan la escena estn anonadadas, molestas; compren
den que el Emperador esta haciendo un mal papel, nicamente Talleyrand, que tiene
piel de elefante para semejantes agresiones y de quien se cuenta que se durmi una
vez leyendo un libelo contra l, no contrae el semblante, demasiado orgulloso par
a sentirse ofendido por tales injurias. Descargada la tormenta, sale silencioso,
cojeando sobre el parquet brillante, y al pasar por la antesala deja caer una d
e esas pequeas frases envenenadas que hieren mortalmente: Que lstima que un hombre t
an grande est tan mal educado!, dice tranquilamente mientras el criado le ayuda a

ponerse el paleto.
La misma noche es destituido Talleyrand de su dignidad de gentilhombre de cmara.
Con curiosidad despliegan en los das siguientes los envidiosos el Moniteur para l
eer tambin, entre las noticias de Estado, el comunicado con la destitucin de Fouch.
Pero se equivocan. Fouch se queda. Como siempre, se ha puesto en su ataque detrs
de alguien fuerte que le sirva de escudo. Se recordar que Collot su cmplice de Lyo
n, es deportado a las islas infectas y que Fouch se queda; que Babceuf, su cmplice
en la lucha contra el Directorio, es fusilado y que Fouch se queda Y tambin esta
vez cae ltimamente el que va delante Talleyrand; Fouch se queda. Los Gobiernos, lo
s sistemas las opiniones, los hombres cambian; todo cae y desaparece en el torbe
llino vertiginoso de aquel decenio; slo uno permanece siempre en el mismo sitio,
al servicio de todos y de todas las ideas: Jos Fouch.
Fouch queda en el Poder, como siempre y an mejor que siempre. Adems de haber desapa
recido con Talleyrand el ms peligroso de sus enemigos y de haber sido sustituido
con un mero sacristn de amn destinado a decir a todo que s. Napolen, el amo molesto,
en 1809, como todos los aos, hace una nueva guerra, esta vez con Austria.
La ausencia de Napolen de Pars y que no atienda a los asuntos del Estado es lo ms a
gradable que puede ocurrir a Fouch; y cuanto ms lejos y por mas tiempo... en Austr
ia, en Espaa, en Polonia, mejor. Fouch quisiera verle partir nuevamente para Egipt
o... Su luz, demasiado potente, deja a todos en la sombra; su presencia dominado
ra y animadora paraliza con su desptica superioridad la voluntad de los dems.
Mas cuando esta a cien leguas de distancia, dirigiendo batallas y planeando camp
aas, puede Fouch hacer de cuando en cuando de gran seor providencial y no contentar
se con ser nicamente marioneta de la mano dura y enrgica.
Para ello se le ofrece a Fouch, por fin, por primera vez!, una ocasin. El 1809 es u
n ao fatal para Napolen. Nunca estuvo en situacin militar ms amenazada, a pesar de i
ndudables xitos exteriores. En la Prusia subyugada, en la Alemania mal dominada,
estn, en ciertas zonas, casi indefensos, miles de franceses, vigilando a cientos
de miles que nicamente aguardan el llamamiento a las armas. Bastara una nueva vict
oria de los austriacos como la de Aspern, y desde el Alba hasta el Rdano se desen
cadenara la rebelin, el levantamiento de una nacin entera. Tampoco en Italia es la
situacin mejor; el ultraje brutal al Papa ha indignado a toda Italia, como la hum
illacin de Prusia a toda Alemania; y la misma Francia esta cansada. Si se logra u
n nuevo golpe contra el podero militar imperial extendido sobre Europa, desde el
Ebro hasta el Vstula, quien sabe si resistira el broncneo celoso estremecido ...! Es
te golpe lo proyectan los enemigos jurados de Napolen, los ingleses. Y deciden av
anzar directamente al corazn de Francia mientras estn repartidas las tropas del Em
perador en Aspern, en Italia, en Lisboa; pero trataran de apoderarse de los puer
tos, de Dunquerque, conquistar Amberes y obligar a los belgas a sublevarse. Napo
len as calculan ellos esta lejos con las tropas ms aguerridas, con sus mariscales y s
us caones; el pas est indefenso ante ellos.
Pero Fouch esta en su puesto; el mismo Fouch que aprendi en 1793, bajo la Convencin,
a levantar diez mil reclutas en un par de semanas. Su energa no ha menguado desd
e entonces; pero slo poda servirse de ella en la sombra, en pequeas maquinaciones y
ardides sin importancia. Con pasin se impone la tarea de ensear al mundo y a la n
acin entera que Jos Fouch no es solamente un pelele de Napolen y que, en caso precis
o, puede obrar con la misma energa y decisin que el Emperador. Por fin ha llegado
el momento de demostrar claramente ocasin maravillosa, como cada del cielo que no to
do el destino moral y militar depende de este hombre nico. Con provocativa audaci
a recalca en sus proclamas que, efectivamente, Napolen no es indispensable. Demost
raremos a Europa que, aunque presta sus fulgores a Francia el genio de Napolen, n
o es necesaria su presencia para rechazar al enemigo, escribe a los alcaldes. Y c
onfirma estas palabras audaces y ambiciosas con los hechos. Apenas se entera, el
31 de agosto, del desembarco de los ingleses en la isla Walcheren, pide, como m
inistro de Polica y del Interior (puesto este que ocupa provisionalmente), la inc
orporacin a filas de los guardias nacionales, que desde los das de la revolucin des
empean en sus pueblos tranquilamente los oficios de sastres, herreros, zapateros
y gaanes. Los dems ministros se asustan. Cmo, sin permiso del Emperador, bajo la pro
pia responsabilidad, dar una disposicin de tan vasto alcance? Particularmente el
ministro de la Guerra esta muy indignado de que se mezcle un paisano en el sagra

do de su competencia, y se opone con toda su fuerza. Habra que acudir antes a Sch
oenbrunn pidiendo permiso para la movilizacin. Habra que aguardar las disposicione
s del Emperador y no intranquilizar al pas. Pero el Emperador est, como de costumb
re, ausente; seran necesarios quince das de posta en llevar la pregunta y traer la
respuesta. Y Fouch no teme intranquilizar al pas. No lo hace tambin Napolen? En lo
ntimo quiere la intranquilidad, quiere la alarma. Y as obra decididamente por su
cuenta. Tambores y rdenes llaman a todos los hombres en las provincias amenazadas
para la inmediata defensa, en nombre del Emperador, que no sabe nada de estas d
isposiciones y nueva audacia. Fouch nombra jefe de este improvisado ejrcito del No
rte a Bernadotte, precisamente al hombre que ms odia Napolen de todos los generale
s, a pesar de ser cuado de su hermano; al hombre enjuiciado y desterrado por el E
mperador. De su destierro le saca Fouch haciendo caso omiso de Napolen, de los min
istros y de todos sus enemigos; le es indiferente que el Emperador no apruebe su
s disposiciones; lo nico que le importa es que el xito le d la razn contra todos.
Esta audacia en momentos decisivos presta a Fouch algo de verdadera grandeza. Int
ranquilo, se consume este genio nervioso y laborioso por cumplir grandes misione
s, condenado a las pequeas empresas, que son para l cosa de juego. Es natural que
su energa sobrante busque desahogo y libertad de intrigas, casi siempre sin final
idad. Pero en el momento en que este hombre se encuentra ante una verdadera misin
histrica, adecuada a su fuerza lo mismo en Lyon que ms tarde, despus de la cada de
apolen en Pars , sabe cumplirla magistralmente. La ciudad de Flesinga, que Napolen ca
lificaba en sus cartas de inexpugnable, cae, como lo prevea Fouch, tras pocos das,
en manos de los ingleses. Pero el ejrcito formado sin permiso por Fouch ha tenido,
mientras tanto, tiempo de fortificar Amberes, deteniendo la invasin con una derr
ota completa y muy costosa para los ingleses. Por primera vez desde que manda Na
polen se ha atrevido un ministro a levantar independiente la bandera en el pas, a
desplegar la vela, sostener rumbo propio y, con esta misma independencia, salvar
a Francia en un momento crtico. Desde ese da tiene Fouch mas categora y una nueva c
onciencia de su propio valor.
Entre tanto, han llegado a Schoenbrunn las cartas acusadoras del canciller y del
ministro de la Guerra, y, en forma de quejas reiteradas, la relacin de las osadas
que se permite ese ministro civil, que llam a filas a la guardia nacional y puso
en pie de guerra al pas. Todos desean que Napolen castigue esta arrogancia y que
despida a Fouch. Pero cosa extraordinaria! antes an de saber el resultado brillante
ue dieron las disposiciones de Fouch, da el Emperador la razn a su energa decidida
y agresiva; se pone de su parte contra todos. El canciller recibe una fuerte rep
rensin: Estoy indignado de lo poco que ha sabido servirse de sus poderes en circun
stancias tan extraordinarias. Debi usted, a la primera noticia, levantar enseguid
a veinte, cuarenta o cincuenta mil guardias nacionales. Y textualmente escribe al
ministro de la Guerra: Veo que slo el seor Fouch hizo lo que pudo y que es el nico
ue ha comprendido lo impropio de permanecer en una inactividad peligrosa y desho
nrosa. As no solamente han sido derrotados por Fouch sus colegas miedosos, cautos e
impotentes, sino que se sienten despus intimidados por la aprobacin de Napolen. Y
por encima de Talleyrand y del canciller, se encuentra Fouch en el primer puesto
de Francia. Es el nico que ha demostrado no solamente que sabe obedecer, sino que
sabe tambin mandar. Fouch nos demuestra reiteradamente sus excelentes cualidades
para proceder en los momentos de peligro. Enfrente a la ms difcil situacin, la domi
nar con la claridad y la audacia que le confiere su energa. Dadle el nudo ms enreda
do y sabr desenredarlo. Pero si conoce magnficamente el momento de poner la mano y
actuar, desconoce en absoluto el arte de todas las artes polticas: el de retirar
se, el de abandonar a tiempo. No puede quitar su mano de donde la ha puesto una
vez. Y precisamente cuando ha desenredado el nudo se siente arrastrado por un pl
acer diablico de juego y vuelve a enredarlo artificialmente. As sucede ahora. Grac
ias a su presteza, a su fuerza organizadora y pujante, se ha rechazado el ataque
alevoso por el flanco. Con tremenda prdida de hombres y material y con prdida may
or an de prestigio, volvieron a meter los ingleses su ejrcito en los buques y se r
epatriaron. Ahora se puede llamar tranquilamente a retirada y mandar a casa con
gracias y legiones de honor a los guardias nacionales levantados. Pero el amor p
ropio de Fouch ha olido la sangre. Era demasiado tentador y magnfico eso de hacer
de Emperador, convocar tres provincias a golpe de tambor, dar rdenes, redactar pr

ms

oclamas, pronunciar discursos y ensear los dientes a los colegas apocados. Y han d
e terminar tan pronto esos momentos deliciosos? Precisamente cuando se siente con
voluptuosidad crecer la propia energa por das, por horas? No, no piensa Fouch en s
emejante cosa. Es preferible jugar a la guerra y a la defensa, aunque para ello
haya que inventar el enemigo. Hay que seguir con los tambores, levantar el pas, p
roducir inquietud, movimiento tempestuoso. As le sirve de pretexto para ordenar u
na nueva movilizacin un supuesto desembarco proyectado por los ingleses junto a M
arsella. Se hace el llamamiento a filas de la guardia nacional de Piamonte, de l
a Provenza y hasta de Pars, aunque ni cerca, ni lejos, ni en el interior del pas,
ni en la costa, se vea un solo enemigo. Pero Fouch esta posedo por el vrtigo del pl
acer, tanto tiempo deseado, de organizar y movilizar, de que el hombre activo ta
nto tiempo refrenado y contenido que hay en l pueda manifestarse libremente graci
as a la ausencia del soberano del mundo.
Pero contra quien van todas estas tropas?, se pregunta el pas asombrado. Los ingle
ses no se dejan ver. Poco a poco van desconfiando hasta los ms benvolos de sus col
egas. Que quiere el hombre impenetrable con sus movilizaciones frenticas? No compr
enden que Fouch se embriaga solo con el placer secreto de jugar con la propia ene
rga. Y como no ven, ni cerca ni lejos, la punta de la bayoneta de un enemigo cont
ra el que pudieran dirigirse estos formidables alardes blicos reforzados diariame
nte, empiezan a atribuir a Fouch proyectos equvocos. Unos pretenden que prepara un
a rebelin; otros que si el Emperador sufre un segundo Aspern, se propone proclama
r enseguida la antigua Repblica. Y al cuartel general de Schoenbrunn llegan ms y ms
cartas diciendo que Fouch se ha vuelto loco o conspirador. Napolen acaba por desc
oncertarse, a pesar de su benevolencia. Comprende que Fouch ha sacado los pies de
l plato y hay que llamarlo al orden. El tono de las cartas cambia bruscamente. L
e reprende y le llama un Don Quijote que combate con molinos de viento, y escribe
con el viejo tono de dureza: Todas las noticias que recibo me hablan de guardias
nacionales movilizados en Piamonte, en Languedoc, en la Provenza, en el Delfinad
o. Qu diablos se pretende con todo esto, cuando no hay necesidad, y por qu se hace
sin mis rdenes? Fouch, con el corazn amargado, tiene que renunciar a su peligroso ju
ego, dimitir el Ministerio del Interior y, contra sus deseos, volver al rincn, a
su papel de ministro de Polica del amo, que regresa demasiado pronto para l lleno de
gloria.
Sin embargo, aunque Fouch se excedi, fue el nico que hizo algo en medio del pavor d
e los dems ministros; en un momento del mayor peligro para la patria hizo lo opor
tuno y lo justo. Por eso no puede Napolen negarle por ms tiempo el honor que conce
di ya a tantos. En el instante en que surge una nueva aristocracia en la tierra d
e Francia fertilizada con sangre; en el momento en que se conceden ttulos de nobl
eza a los generales, ministros... y peones de albail, no se puede olvidar a Fouch,
al viejo enemigo de los aristcratas. Tambin para l llega la hora de convertirse en
aristcrata. Ya se le haba concedido el ttulo de Conde sin la menor pompa. Pero el
viejo jacobino ha de subir ms alto por la escala huera de los nombres. El 15 de a
gosto de 1809 firma y sella en el Palacio de Su Majestad Apostlica el Emperador d
e Austria, en el aposento regio de Schoenbrunn, el antiguo tenientillo de Crcega,
para el antiguo comunista y exprofesor de seminario, el pergamino una paciente p
iel de asno , gracias a la cual respeto! queda nombrado Duque de Otranto. Aunque nunca
se bati en Otranto, aunque jams vieron sus ojos ese paisaje del sur de Italia, vi
ene bien precisamente un nombre noble de resonancia extica y rotunda para enmasca
rar al antiguo archirrepublicano, pues el pronunciarlo pomposamente hace olvidar
que detrs de este duque se oculta el verdugo de Lyon, el viejo Fouch del pan nico y
de las requisas. Y para que pueda alardear como verdadero caballero, se le otorg
a adems la insignia de su Ducado: un blasn flamante.
Pero, cosa curiosa: invent Napolen mismo la peligrosa y caracterstica alusin, o se pe
rmiti particularmente el rey de armas una bromita psicolgica? Sea como sea, el esc
udo del Duque de Otranto muestra en el centro una columna urea bien propia de est
e apasionado enamorado del oro. Y alrededor de la columna se enrosca una serpien
te, probable y tcita alusin a la flexibilidad diplomtica del nuevo duque. Verdadera
mente que debi poner Napolen a su servicio sutiles herldicos, pues no poda inventars
e blasn ms apropiado para Jos Fouch.

CAPTULO VI
LA LUCHA CONTRA EL EMPERADOR
(1810)
Un gran ejemplo hunde o levanta siempre a toda una generacin. El ingreso de una f
igura como la de Napolen Bonaparte en la poca pone a las personas de su alrededor
en el trance de elegir entre empequeecerse ante l y desaparecer, sin rastro, ante
su grandeza, o seguir su ejemplo, poniendo a contribucin una tensin enorme de ener
ga. Los hombres prximos a Napolen slo pueden ser dos cosas: sus esclavos o sus rival
es. Una presencia de tal manera destacada no tolera, a la larga, el termino medi
o.
Fouch es uno de aquellos a quienes Napolen arranco la estabilidad de su equilibrio
. Le envenen el alma con el ejemplo peligroso de su ambicin insaciable, con la pre
sin demonaca de superarse constantemente: tambin quiere l ya, como su amo, extender
y ensanchar constantemente los lmites de su poder; tambin l es hombre perdido para
la pugna obstinada y tranquila, para el bienestar domstico. Por eso, que decepcin l
a suya el da en que vuelve, triunfador, Napolen de Schoenbrunn para tomar l mismo l
as riendas! Que das grandes los de aquellos meses en que poda obrar segn el parecer
propio, levantar ejrcitos, redactar proclamas, dar disposiciones audaces ante el
asombro de los colegas medrosos, sentirse por fin, una vez en la vida, dueo y seor
de un pas, jugador en el gran tapete verde de los destinos universales! Y ahora
no ha de ser Jos Fouch sino ministro de Polica para vigilar descontentos y charlas
de Redaccin, componer diariamente, con los mensajes de sus espas, su aburrido bole
tn, ocuparse en insignificancias, como de quin es la nueva amiga de Talleyrand o q
uin tuvo ayer la culpa de la baja de las Rentas en la Bolsa. No, desde que puso l
a mano en las cuestiones mundiales, en el timn de la alta poltica, le parece todo
lo dems, a su espritu inquieto y vido de acontecimientos, futilidades y papeleteo d
espreciables. Quien ha hecho una vez juego de tanta altura no se contenta ya con
pequeeces. Es preferible demostrar otra vez que an queda sitio al lado de Napolen
para nuevas hazaas. Y de este pensamiento no logra desasirse ya.
Pero qu podra intentarse frente al que lo alcanz todo; frente al hombre que subyug a
Rusia, a Alemania, a Austria, a Espaa e Italia; el hombre a quien el Emperador de
la dinasta ms rancia de Europa entrega por esposa a una archiduquesa; que se impu
so al Papa y someti el predominio milenario de Roma; el hombre que desde Pars puso
los fundamentos de un imperio europeo universal? Nervioso, febril, celoso, acec
ha el amor propio de Fouch por todos lados en busca de una misin. Y efectivamente:
en el edificio del predominio mundial no falta ms que la ltima cpula, la ms alta: l
a paz con Inglaterra. Con ella quedara terminada la obra. Y esta ltima hazaa europe
a la quiere llevar a cabo solo: sin Napolen y contra Napolen.
Inglaterra es en 1809 como en 1795- el enemigo mortal, el contrincante ms peligros
o de Francia. Ante las puertas de San Juan de Acre, ante los fuertes de Lisboa,
en todos los extremos del mundo, tropez la voluntad de Napolen contra la fuerza fra
, calculada y metdica de los anglosajones, y mientras l conquistaba toda la tierra
de Europa, ellos le arrebatan la otra mitad del mundo: el mar. No los puede cog
er, ni ellos a l; ambos trabajan hace casi veinte aos, con esfuerzo siempre renova
do, por aniquilarse. Ambos se debilitan horriblemente en esta lucha insensata, d
e la que estn ya, sin quererlo confesar, un poco cansados. Los Bonaparte se decla
ran en quiebra en Francia, Amberes y Hamburgo, desde que los ingleses les imposi
bilitan las transacciones; en el Tmesis estn los barcos abarrotados de mercaderas s
in vender; cada da bajan las rentas, tanto la inglesa como la francesa. Y en los
dos pases aconsejan los comerciantes, los banqueros, las gentes razonables, un ac
uerdo, y llegan a iniciar muy cuidadosamente las negociaciones. Pero a Napolen le
parece ms importante que se quede el mentecato de su hermano Jos la corona real d
e Espaa y su hermana Carolina con la de Npoles. Y rompe las conferencias de paz in
iciadas trabajosamente a travs de Holanda, y golpea con su puo de acero a sus alia
dos, para que cierren la entrada a los barcos ingleses y arrojen al mar sus merc
ancas. Para Rusia salen igualmente cartas amenazadoras, exigiendo la sumisin al si
stema continental. Otra vez ahoga la pasin al razonamiento, y la guerra amenaza e
ternizarse si el partido de la paz no se anima en el ltimo momento y pone manos a
la obra.
En estas negociaciones con Inglaterra, rotas antes de tiempo, tuvo tambin Fouch su

intervencin. l indic al Emperador y al Rey de Holanda como mediador a un financier


o francs; ste, a su vez, proporcion la mediacin de un financiero holands, y ste, por s
u parte, la de uno ingls. Sobre el bien acreditado puente de oro iban as sucede en
todas las guerras y en todos los tiempos los secretos intentos de inteligencia de
Gobierno a Gobierno. Pero el Emperador ordena bruscamente interrumpir las negoc
iaciones. Eso no le conviene a Fouch. Por que no seguir negociando? Negociar, rega
tear, prometer y engaar: su pasin preferida. As concibe un proyecto audaz. Toma 1a
resolucin de seguir negociando por su cuenta, aunque, desde luego, aparentando qu
e lo hace por encargo del Emperador; es decir, deja en la creencia, tanto a sus
propios agentes como al Gabinete ingls, de que es el Emperador quien procura, por
mediacin de ellos, conseguir la paz, mientras que en verdad maneja los hilos nica
mente el Duque de Otranto. Empresa temeraria, abuso descarado del nombre imperia
l y de su propio cargo de ministro, osada histrica sin igual... Pero estos secreto
s, estas maniobras labernticas y equvocas, y no una, sino tres o cuatro al mismo t
iempo, son, como se sabe, la verdadera pasin del intrigante nato que es Fouch. Com
o un chico de la escuela que hace muecas cuando el maestro vuelve la espalda, le
gusta maniobrar en la ausencia del Emperador; y se expone gustoso, lo mismo que
el chico atrevido, a que le castiguen o reprendan por la mera alegra de la trave
sura y la burla. Cien veces hemos visto como se deleita en estas audaces maniobr
as polticas; pero jams se permiti hazaa ms peligrosa, ms osada y arbitraria que esta d
e negociar aparentemente en nombre del Emperador y en realidad contra su voluntad
con el Ministerio ingls del Exterior, sobre la paz entre Francia e Inglaterra.
La maquinacin est preparada genialmente. Se sirve de uno de sus equvocos funcionari
os, el banquero Ouvrard, que ya rozo algunas veces con la cabeza los muros de la
crcel. Napolen detesta a este mal sujeto por sus psimos antecedentes; pero eso le
preocupa poco a Fouch, que opera con l en la Bolsa. Con este hombre se siente segu
ro, porque le ha sacado ms de una vez de situaciones difciles, y le tiene as comple
tamente en su mano. A Ouvrard le enva donde el banquero holands De Labouchre, homb
re de gran prestigio, que se dirige de buena fe a su suegro, el banquero Baring,
en Londres, quien a su vez le pone en contacto con el Gabinete ingls. Y as se des
arrolla un fantstico juego de equvocos: Ouvrard cree desde luego que Fouch obra por
encargo del Emperador y transmite su mensaje como oficial al Gobierno holands; e
sta garanta basta a su vez a los ingleses para tomar completamente en serio las n
egociaciones. As cree Inglaterra negociar con Napolen, y en realidad negocia slo co
n Fouch, quien se libra muy bien, naturalmente, de enterar al Emperador de la con
tinuacin secreta de las negociaciones. Quiere que madure primero bien el asunto,
que se eliminen las dificultades para presentarse de repente ante el Emperador y
ante el pueblo francs como un deus ex machina y decir orgulloso: He aqu la paz con
Inglaterra! Lo que quisieron y desearon todos, lo que no consigui ninguno de vues
tros diplomticos, lo ha llevado a cabo solo el Duque de Otranto.
Lstima! Un pequeo incidente estropea esta partida de ajedrez magnfica y emocionante.
Napolen ha ido con su joven esposa Mara Luisa a Holanda para visitar a su hermano
Luis. El brillante recibimiento le hace olvidar la poltica. Pero un da, el Rey Lu
is, su hermano, suponiendo, naturalmente, como todos los dems, que las negociacio
nes secretas con Inglaterra se llevaban a cabo con el consentimiento del Emperad
or, se interesa, en una conversacin casual, por la marcha del asunto. Napolen se e
xtraa. De repente recuerda haberse encontrado en Amberes precisamente a ese odiad
o Ouvrard. Qu se trama all? Que significa ese ir y venir entre Inglaterra y Holanda?
Pero no deja notar su sorpresa; con gran indiferencia ruega a su hermano que le
entregue, cuando tenga ocasin, la correspondencia del banquero holands. Le es ent
regada enseguida, y durante el regreso de Holanda a Pars tiene Napolen tiempo de l
eerla. Se trata, efectivamente, de unas negociaciones de las que no tena idea. Co
n inmensa ira presiente enseguida las huellas de cazador furtivo del Duque de Ot
ranto, que se ha introducido nuevamente en el coto vedado. Pero ha aprendido a s
er astuto con el astuto Fouch; por eso esconde por lo pronto su sospecha bajo una
capa de falsa amabilidad para no ponerle sobre aviso, darle ocasin de escurrirse
y dejarle escapar, nicamente al comandante de su gendarmera, Savary, Duque de Rov
igo, se confa, y le ordena detener en el acto y sin llamar la atencin al banquero
Ouvrard y apoderarse de todos sus papeles.
Tres horas despus de esta orden, el 2 de junio, llama a su ministro a Saint Cloud y

pregunta bruscamente y sin rodeos al Duque de Otranto hasta donde tiene conocim
iento de ciertos viajes del banquero Ouvrard, o si le ha invitado acaso l mismo a
ir a Amberes. Fouch, sorprendido, pero sin sospechar la trampa en que ha cado, ob
ra como de costumbre cuando se le tiene por las solapas, lo mismo que bajo la re
volucin con Chaumette y bajo el Directorio con Babceuf: procura librarse descargnd
ose en su cmplice. Ah, s! Ouvrard, un entrometido que le gusta mezclarse en todo; a
dems, toda la cuestin es tan insignificante, que, en el fondo, slo se trata de una
niera, de una bagatela. Pero Napolen tiene la mano dura y no suelta tan fcilmente su
presa. Esas maquinaciones no son cosa insignificante ruge Napolen . Es una deslealta
d incalificable el atreverse a negociar a espaldas de su soberano con el enemigo
, a base de condiciones que l ignora y que seguramente jams autorizar. Es una desle
altad que no tolerara ni el gobierno ms dbil. Ouvrard debe ser detenido inmediatame
nte. Fouch empieza a intranquilizarse. Era lo nico que faltaba: detener a Ouvrard, q
ue lo cantara todo! Y se esfuerza por quitarle ese propsito de la cabeza al Empera
dor. Pero el Emperador, que sabe en esos momentos esta ya detenido el banquero p
or su propia polica, escucha irnicamente a su ministro desenmascarado; ya conoce a
l verdadero autor de la audaz maniobra, y los papeles confiscados en casa de Ouv
rard descubren muy pronto todo el juego de Fouch.
Y descarga el rayo de la tormenta acumulada de la desconfianza. Al da siguiente,
domingo, invita Napolen, despus de misa (como yerno de Su Majestad Apostlica, es ot
ra vez buen cristiano, aunque un par de aos antes metiera en la crcel al Papa) a t
odos sus ministros y dignatarios de la Corte para la recepcin matutina. Uno slo fa
lta: el Duque de Otranto. Aunque es ministro, no ha sido invitado. El Emperador
hace tomar asiento a su Consejo alrededor de la mesa y lanza inmediatamente la p
regunta: Que piensan ustedes de un ministro que, abusando de su posicin, sostiene,
sin que lo sepa su soberano, trato con una potencia extranjera? Que el ministro l
leva estas negociaciones sobre las bases establecidas por l mismo y que con ello
pone en grave riesgo la vida poltica de todo el pas? Que castigo sealan nuestros cdig
os para semejante deslealtad? Despus de estas preguntas severas mira el Emperador
en torno suyo, esperando, sin duda, que se apresuraran sus consejeros a proponer
el destierro o cualquier otra medida deshonrosa. Pero los ministros, aunque en e
l acto se han dado cuenta de contra quin va la flecha, se envuelven en un silenci
o azorante. En el fondo le dan todos a Fouch la razn, por haberse ocupado enrgicame
nte de la cuestin de la paz y, como verdaderos y legtimos criados, se alegran de l
a trastada hecha al amo autcrata. Talleyrand (aunque ya no es ministro ha sido ll
amado como dignatario ante lo importante del asunto) se re para sus adentros; rec
uerda su propia humillacin de hace dos aos y le divierten la perplejidad de Napolen
y la situacin comprometida de Fouch; no quiere a ninguno de los dos. Por fin romp
e el silencio el gran canciller Cambacres y dice conciliador: Sin duda alguna es u
n desliz que merece castigo severo, aunque el culpable se haya dejado llevar por
un exceso de celo. Exceso de celo, grita Napolen, furioso... La contestacin no le ag
rada, pues no quiere excusa, sino castigo severo, castigo ejemplar para quien ob
r por cuenta propia. Con gran excitacin narra todo lo sucedido e invita a los pres
entes a proponerle un sucesor.
Pero ninguno de los ministros se da prisa a emitir su opinin en cuestin tan enojos
a; el miedo a Fouch sigue al miedo a Napolen. Por fin recurre Talleyrand, como sie
mpre en ocasiones difciles, a una hbil irona. Se dirige a un vecino y dice en voz b
aja: Sin duda ha cometido el seor Fouch una falta, pero si yo tuviera que darle un
sucesor, y se lo dara, no sera otro que el mismo seor Fouch. Descontento de sus minis
tros, a los que l mismo haba convertido en autmatas y mamelucos sin valor, levanta
Napolen la sesin y llama al canciller a su gabinete. Verdaderamente, no vale la pen
a preguntar a estos seores. Vea usted que proposiciones tan tiles pueden esperarse
de ellos... Pero no supondr que yo pens en preguntarles antes de estar de acuerdo
conmigo mismo. He decidido ya: el Duque de Rovigo ser ministro de Polica. Y antes
de que pudiese declarar ste si tiene vocacin para una sucesin tan desagradable, le
saluda aquella misma noche el Emperador con la orden brusca: Es usted ministro de
Polica. Preste juramento y vaya a su trabajo.
El despido de Fouch es el tema del da; sbitamente se pone todo el mundo de su parte
. Nada le haba ganado ms simpatas a este ministro, a este hombre lleno de doblez, c
omo su resistencia contra el zarismo desenfrenado, insoportable ya a los frances

es, acostumbrados a la libertad, de un hombre elevado por la Revolucin. Y adems, n


adie quiere or que sea un delito que merezca castigo el haber buscado, an contra l
a voluntad del belicoso caudillo, la paz con Inglaterra. Todos los partidos: rea
listas, republicanos y jacobinos, igual que los embajadores extranjeros, ven con
sentimiento unnime en la cada del ltimo ministro de Napolen con personalidad acusad
a la visible derrota de la idea de la paz, y hasta en el mismo Palacio, en el pr
opio tlamo, encuentra Napolen, igual que en su primera esposa Josefina, en la segu
nda, Mara Luisa, un abogado de Jos Fouch. El nico hombre a su alrededor que su padre
, el Emperador de Austria, le haba indicado como digno de confianza, ha sido desp
edido, comenta perpleja. Nada expresa mejor la verdadera opinin de la Francia de
entonces que el hecho de que el disfavor del Emperador aumente el Prestigio ofic
ial de un hombre. El nuevo ministro de Polica, Savary, condensa la impresin desast
rosa producida por la salida de Fouch en estas palabras caractersticas: Creo que la
noticia de una epidemia de peste no hubiera podido infundir mas terror que la d
e mi nombramiento de ministro de Polica. Verdaderamente se ha fortalecido al lado
del Emperador, en estos diez aos, Jos Fouch.
No se sabe por qu camino lleg hasta Napolen la reaccin de este efecto. Pues apenas d
a a Fouch el empujn, enguanta a toda prisa nuevamente la mano dura. Le dora la pldo
ra en esta ocasin, igual que en 1802. Y disfraza el despido con un cambio de empl
eo. Le otorga al Duque de Otranto, por la prdida del Ministerio de Polica, el ttulo
honorfico de consejero de Estado y le nombra embajador del Imperio en Roma. Y na
da caracteriza mejor el estado de nimo vacilante, entre el temor y la ira, entre
el reproche y la gratitud, entre la irritacin y la actitud conciliadora del Emper
ador, que la carta de despedida de carcter privado: Seor Duque de Otranto: S qu servi
cios me ha prestado y confo en su lealtad a mi persona y creo en el celo que ha p
uesto en servirme. Sin embargo, me es imposible conservarle en el cargo de minis
tro; me expondra con ello demasiado. El cargo de ministro de Polica requiere confi
anza plena e ilimitada, y esta confianza no puede persistir desde el momento que
expuso, en una cuestin importante, mi tranquilidad y la del Estado, lo que a mis
ojos no se puede excusar ni con motivos loables. Su opinin extraa de los deberes
de un ministro de Polica no esta de acuerdo con el bien del Estado. Sin dudar de
su lealtad y fidelidad, tendra que someterle, a pesar de ello, a una vigilancia c
onstante y molesta que no se me puede exigir. Sera necesario vigilarle por las mu
chas cosas que usted hace por su propia cuenta, sin saber si corresponden a mi v
oluntad e intencin... No puedo esperar que ha de cambiar usted de actitud, ya que
desde hace aos mis observaciones ostensibles de descontento no consiguieron en u
sted cambio alguno. Basado en la pureza de sus propsitos, no ha querido usted com
prender cuanto mal se puede originar con la intencin de hacer el bien. Mi confian
za en su talento y en su fidelidad es inquebrantable. Espero tener pronto ocasin
para demostrar lo primero y utilizar lo segundo en mi servicio. Esta carta nos de
scubre como una clave secreta lo ms ntimo de sus relaciones entre Napolen y Fouch; tm
ese la molestia de releer esta pequea obra maestra para sentir cmo se cruzan en ca
da frase deseo y repulsa, simpata y antipata, temor y estimacin secreta. El autcrata
quiere un esclavo y se irrita al chocar con el hombre independiente. Quiere des
embarazarse de l y, sin embargo, teme tenerle por enemigo. Siente perderle y, al
mismo tiempo, esta contento de haberse quitado de encima al hombre peligroso.
Pero a la par que aumenta en Napolen la conciencia de s mismo, aumenta tambin de ma
nera gigantesca la de su ministro. Y la simpata general enderezaba ms an la espalda
de Jos Fouch. No, tan fcilmente no se puede despedir ya al Duque de Otranto. Napol
en ha de ver que aspecto ofrece su Ministerio de Polica cuando se le cierren las p
uertas a Jos Fouch; y su sucesor ha de creer que se sienta en un nido de avispas y
no en un silln ministerial, si se tiene la osada de quererle reemplazar. No se ha
estado afinando durante diez aos este instrumento maravilloso para que un soldad
ote tosco, un novato de la diplomacia, un chapucero, venga a manejarlo torpement
e y muestre como obra propia lo que invent su antecesor en das y noches trabajosos
. No, no ha de ser su despido tan fcil como lo imaginan. Han de darse cuenta, tan
to Napolen como Savary, de que un Jos Fouch no ensea slo la espalda doblada como los
dems, sino que sabe ensear tambin los dientes.
Fouch esta decidido a no marcharse con la cabeza baja. No quiere una paz ambigua,
una capitulacin displicente. No es tan torpe que se decida a presentar franca re

sistencia; eso no va de acuerdo con su carcter. Slo una bromita quiere permitirse,
una bromita pequea, ingeniosa, divertida, en que ha de deleitarse Pars y aprender
Savary que existen trampas famosas en los dominios del Duque de Otranto. Siempr
e hay que volver a recordar el rasgo diablico y extrao en el carcter de Jos Fouch de
que precisamente la indignacin mas extremada estimule en l un deseo cruel de brome
ar; que su valor, al intensificarse, no se hace varonil, sino que se convierte e
n temeridad grotesca y peligrosa. Nunca pega con el puo al ser atropellado, sino
con la vara de bufn, cruelmente, burlando al contrario. Todo lo que se esconde en
este hombre hermtico y fro, de instintos apasionados, rezuma en estas ocasiones,
sale al exterior; y esos momentos de alegra aparente en la ira son, al mismo tiem
po, los que descubren mejor su naturaleza subterrnea y fogosa, mgica y diablica.
Una bromita aguda, pues, para su sucesor! No ser cosa difcil de inventar, sobre tod
o tratndose de un tonto confiado. El Duque de Otranto se pone el uniforme de gala
y dispone un semblante extraordinariamente amable para recibir a su sucesor en
la visita oficial. Y en efecto, apenas aparece Savary, Duque de Rovigo, le confu
nde, le colma de amabilidades. No slo le felicita por la eleccin tan honrosa del E
mperador, sino que casi le da las gracias por haberle librado del puesto que tan
to le fatigaba, que pesaba demasiado tiempo ya sobre sus hombros. Ah, que feliz y
qu contento se senta de poder descansar un poco de este trabajo inmenso! Pues es
un trabajo extraordinario, ms an: un trabajo ingrato el que exige ese Ministerio;
el Duque, especialmente, ha de notarlo muy pronto, ya que no est acostumbrado a l.
De todas maneras, le ayudara con gusto a arreglar un poco el Ministerio desorden
ado, pues la despedida le haba sorprendido algo inesperadamente. Claro, para eso
se necesitaban algunos das; pero si el Duque de Rovigo est conforme, se encargara l,
Fouch, con gusto, de este pequeo trabajo; y mientras tanto podra tambin efectuar su
mujer, la Duquesa de Otranto, la mudanza con toda comodidad. El buen Savary, Du
que de Rovigo, no advierte la pimienta en la miel. Se siente agradablemente sorp
rendido de tanta amabilidad en un hombre a quien todos describen como maligno y
astuto; an le da las gracias ms afectuosas al Duque de Otranto por tan extraordina
ria complacencia. Naturalmente, puede quedarse todo el tiempo que le parezca bie
n; se inclina y estrecha conmovido la mano al buen Fouch, tan calumniado... Lstima
no haber visto y dibujado la cara de Jos Fouch en el momento en que se cerraba la
puerta detrs de su incauto sucesor! Imbcil! Pero crees verdaderamente que voy a pone
r orden y presentarte los ms incgnitos secretos que he ido juntando en diez aos de
penoso trabajo, en carpetas ordenadas, para que las cojas en tus manazas torpes?
Que voy a engrasarte y limpiarte adems la mquina ideada tan maravillosamente por m,
que funciona tan silenciosamente con sus ruedas y engranajes y que aspira y ela
bora invisiblemente las noticias de todo el Imperio? Tonto, ya abrirs los ojos!
En el acto comienza una actividad febril. Un amigo ntimo esta avisado para ayudar
le. Cuidadosamente se cierra con cerrojo la puerta del gabinete y son sacados rpi
damente todos los papeles secretos de las carpetas. Los que le pueden servir algn
da como armas, los acusadores y comprometedores, se los lleva Jos Fouch para su us
o particular; los dems son quemados sin miramiento. Para qu necesita saber el seor S
avary quien presta servicio de espa en el barrio elegante del Faubourg Saint Germai
n, en el Ejrcito o en la Corte? Podra hacerle el trabajo demasiado fcil. Pues al fue
go las listas! nicamente los nombres de los moscardones y soplones, de los porter
os y de las prostitutas, de los que de todas maneras nunca se saca nada importan
te; con sos puede quedarse. Con rapidez vertiginosa se vacan los cajones. Los regi
stros valiosos con los nombres de los realistas extranjeros, de los corresponsal
es secretos, desaparecen; artificialmente ponen desorden en todas partes, destru
yen el ndice y se proveen las actas de nmeros falsos; se cambian las claves. Y al
mismo tiempo toma en servicio secreto, como espas, a los empleados ms importantes
del futuro ministerio para que sigan comunicndose secretamente con el antiguo y v
erdadero seor. Tornillo por tornillo, va aflojando Fouch la maquinaria gigantesca
para que ya no ajusten los engranajes y se detenga completamente su rotacin en la
s manos del sucesor. Como los rusos quemaron ante Napolen la ciudad sagrada, Mosc,
para que no encontrasen en ella refugio, as destruy Fouch la obra tan amada de su
vida. Durante cuatro das y cuatro noches sale humo de la chimenea; cuatro das y cu
atro noches dura esta tarea diablica. Y sin que se d cuenta nadie a su alrededor,
salen los secretos del Imperio, como materia incorprea, por las chimeneas, o van

a parar a los armarios particulares de Fouch en Ferrires.


Luego otra inclinacin, extraordinariamente amable y corts, ante el sucesor incauto
: Tenga la bondad de tomar asiento! Un apretn de manos y un gracias!, recibido con air
socarrn. Ahora debera dirigirse el Duque de Otranto con urgencia a su Embajada de
Roma; pero prefiere, por ahora, marchar a Ferrieres, a su palacio. Y all aguarda
, temblando interiormente de impaciencia y placer, el primer grito de ira de su
sucesor engaado, en cuanto note la bromita que Jos Fouch le ha gastado.
Verdad que est bien ideada la piececita preparada finalmente y llevada a cabo con
audacia? Pero desgraciadamente ha incurrido Jos Fouch en una pequea falta al idear
esta linda farsa, pues cree gastarle la bromita al recin nombrado e inexperto Duq
ue, a ese ministro venido del limbo. Pero olvida que este aristcrata ha sido nomb
rado ministro por un seor que no tolera que se burlen de l. De todos modos, ya vena
observando Napolen, con mirada desconfiada, la actitud de Fouch. No le gusto nada
ese largo titubeo a la entrega del puesto, ese aplazar interminablemente el via
je a Roma. Adems, ha dado un resultado inesperado la instruccin contra Ouvrard, el
cmplice de Fouch: el averiguar que Fouch haba entregado ya antes a otro intermediar
io notas oficiales para el Gabinete ingls. Burlarse de Napolen no le haba sentado b
ien a nadie hasta entonces. Sbito, sale el 17 de junio, como un latigazo, un bill
ete brusco camino de Ferrieres: Seor Duque de Otranto: Le invito a enviarme aquel
comunicado que entrego usted, para sondear a lord Wellesley, a un seor Fagan, qui
en le trajo una contestacin del lord que jams me ha sido presentada. Este duro trom
petazo podra despertar a un muerto. Pero Fouch, completamente embriagado de su haz
aa y de su travesura, no se da prisa en la contestacin. Mientras tanto, ha cado plvo
ra en el fuego en las Tulleras. Savary ha descubierto el saqueo del Ministerio de
Polica y se lo ha comunicado, estupefacto, al Emperador. Enseguida recibe Fouch u
n segundo billete, un tercero, con orden de entregar inmediatamente toda la carte
ra ministerial. El secretario del Gabinete transmite la orden personalmente con e
l encargo de exigir a Fouch los papeles escamoteados. La broma ha terminado; comi
enza la lucha.
La broma ha terminado verdaderamente. Fouch deba darse cuenta de ello. Pero parece
que el demonio le aconseja medirse seriamente con Napolen, el hombre ms poderoso
del mundo, pues declara al secretario rotundamente, contra la verdad, que lo sie
nte infinito, pero que no tiene ninguna carta, que las ha quemado todas. Eso no
se lo cree, naturalmente, nadie, y menos Napolen. Por segunda vez le amonesta con
mayor urgencia, ms duramente; es conocida su impaciencia. Pero la irreflexin se c
onvierte en terquedad; la terquedad, en osada; la osada, en provocacin, pues Fouch r
epite que no tiene ni una hoja, y explica esta supuesta destruccin de los documen
tos particulares del Emperador de manera casi comprometedora. Su Majestad dice con
cinismo me honr con tal confianza que, cuando uno de sus hermanos le causaba enoj
o, me encargaba de hacerle recordar su deber. Y como cada uno de los hermanos le
comunicaba, por su parte, sus quejas, haba credo mi deber no guardar esas cartas.
Tampoco las hermanas de Su Majestad se haban podido librar siempre de calumnias,
y el Emperador mismo se dignaba comunicarme aquellos rumores y me haba encargado
de averiguar que imprudencia haba dado motivo para ellos. Esto es claro y ms claro
: Fouch da a entender al Emperador lo mucho que sabe y que no se deja tratar como
cualquier lacayo. El mensajero comprende y ve el chantaje en esta amenaza, y pi
ensa en el trabajo que le costar transmitir una contestacin tan atrevida a su seor
en forma correcta, mesurada. Al Emperador le asfixia la ira, un furor tal se apo
dera de l que tiene que tranquilizarle el Duque de Massa, y a fin de arreglar el
enojoso asunto, se ofrece para pedir personalmente al obstinado exministro los p
apeles escamoteados. Una segunda amonestacin le llega del nuevo ministro de Polica
, el Duque de Rovigo. Pero a todo contesta Fouch con la misma cortesa y decisin: es
lstima, pero por un exceso de discrecin quem los papeles. Por primera vez en Franc
ia le hace un hombre franca oposicin al Emperador.
Esto es demasiado. As como Napolen no apreci debidamente durante diez aos la categora
de Fouch, desconoce ahora Fouch a Napolen si cree poderle intimidar con un par de
indiscreciones. Desafiar ante todos los ministros al hombre a quien han ofrecido
sus hijas el Zar Alejandro, el Emperador de Austria, el Rey de Sajonia; al hombr
e ante quien tiemblan, como chicos de la escuela, todos los reyes de Europa! Al h
ombre a quien no pudieron resistir todos los ejrcitos de Europa quiere negarle la

obediencia esta momia esculida, este intrigante espectral con su capa de Duque r
ecin estrenada? No, as como as no se burla nadie de un Napolen. Inmediatamente llama
al jefe de la Polica particular, Dubois, y se desahoga ante l con expresiones fur
ibundas contra el miserable, el infame Fouch. Con pasos furiosos va de arriba abajo y
grita de pronto: Pero que no espere poder hacer conmigo lo que hizo con su Dios,
con la Convencin y con el Directorio, a los que miserablemente traiciono y vendi.
Tengo mejor vista que Barras; conmigo no ser el juego tan fcil; pero le aconsejo
que tenga cuidado. S que tiene notas e instrucciones mas y exijo que me las devuel
va. Si se niega, lo entrega usted enseguida a diez gendarmes y lo hace conducir
a la crcel. Por Dios, que he de ensearle con qu rapidez se puede concluir un proceso
!
Ahora empieza a ponerse seria la cosa. Fouch comienza a intranquilizarse. Cuando
aparece Dubois tiene que permitir que le sea sellada a l, al Duque de Otranto, an
tiguo ministro de Polica, por su propio antiguo subalterno, toda su correspondenc
ia, cosa que poda haber sido peligrosa si no hubiera ya quitado de en medio cauta
mente, desde hace tiempo, la verdaderamente importante. Pero, de todas maneras,
va reconociendo que ha ido demasiado lejos. Rpidamente escribe carta tras carta,
una al Emperador, otra a los ministros, para quejarse de la desconfianza que se
tiene con l, el ms fiel, el ms franco, el ms firme, el ms entero de los ministros; y
en una de esas cartas es deliciosamente divertido encontrar esta frase encantado
ra: Il n'est pas dans mon caract re de changer (as como suena, de puo y letra del
camalen Fouch). Y lo mismo que hace quince aos con Robespierre, espera salir al pas
o del peligro que le amenaza con una reconciliacin sbita. Toma un coche y va a Pars
para dar explicaciones al Emperador, o excusas, si fuera necesario.
Pero es tarde. Ha jugado y bromeado en demasa; ahora ya no hay ni reconciliacin ni
arreglo; quien provoc pblicamente a Napolen, ha de ser humillado pblicamente. Le es
dirigida una carta tan dura y cortante como nunca la escribi Napolen a un ministr
o. Es muy corta esta carta, este puntapi: Seor Duque de Otranto: Sus servicios no m
e pueden ser ya deseables. Debe usted partir para su senadura en el trmino de vein
ticuatro horas. Ni una palabra del nombramiento de Embajador en Roma: despido des
nudo y brutal, y, adems, destierro. Al mismo tiempo recibe el ministro de Polica l
a orden de velar sobre el inmediato cumplimiento del edicto.
La tensin ha sido demasiado grande, el juego demasiado atrevido, y ahora sucede l
o inesperado: Fouch se desploma como un sonmbulo que, gateando inconsciente por lo
s tejados, es despertado bruscamente por una voz dura y, asustado por lo expuest
o de su situacin, cae a la calle. El mismo hombre que permaneci fro e imperturbable
a dos pasos de la guillotina, se desploma miserablemente bajo el latigazo de Na
polen.
Este 3 de junio de 1810 es el Waterloo de Jos Fouch. Los nervios se le desbocan, c
orre al ministro por un pasaporte para el extranjero, vuela, cambiando en cada e
stacin los caballos, sin descansar hasta Italia. All corre, como una rata furiosa
sobre un fogn ardiente, en zigzag, de sitio en sitio. Tan pronto esta en Parma co
mo en Florencia, en Pisa, en Livorno, en vez de marchar, como le est ordenado, a
su senadura. Pero el pnico le sacude fuertemente. Hay que ponerse fuera del alcance
de Napolen, fuera del poder de esa mano tremenda! Ni siquiera Italia le parece b
astante segura; es an Europa, y toda Europa esta sometida a ese hombre terrible.
As fleta en Livorno un barco para ir a Amrica, pas de seguridad, pas de libertad; pe
ro la tempestad, el mareo y el miedo a los cruceros ingleses le obligan a regres
ar al puerto, y vuelve a correr como un loco, en coche, de un puerto a otro, de
ciudad en ciudad. Implora la ayuda de las hermanas de Napolen, de los prncipes. De
saparece, vuelve a aparecer, para obsesin de los policas, que buscan su rastro y l
o vuelven a perder siempre... En fin, se porta como un loco, completamente enaje
nado de miedo; y ofrece, por primera vez, l, el hombre sin nervios, un ejemplo de
evidencia clnica, de una verdadera ruina nerviosa. Nunca aniquil Napolen con un so
lo gesto, con un solo golpe, a un adversario ms radicalmente que a ste, el de mayo
r audacia y sangre fra de todos sus servidores.
Este esconderse y reaparecer, este ir y venir febril, dura das y semanas, sin que
se haya podido averiguar lo que quera e intentaba (ni su magistral bigrafo Madeli
n lo sabe, ni seguramente lo saba l mismo). Parece que nicamente en el coche, en ma
rcha, se siente seguro ante la venganza imaginaria de Napolen, que, sin duda, ya

no piensa en castigar seriamente a su servidor. Napolen no quiso ms que hacer prev


alecer su voluntad, rescatar sus papeles, y esto lo consigue. Pues mientras l, lo
co, histrico, revienta por toda Italia los caballos de posta, obra su esposa en P
ars con bastante ms prudencia. Capitula por l. No puede haber duda de que por salva
r a su marido entreg la Duquesa de Otranto los papeles, maliciosamente retenidos
por l, discretamente a Napolen, pues jams se vio una de aquellas hojas ntimas a las
que aludi Fouch amenazante. Lo mismo que sucedi con Barras, a quien compro el Emper
ador los papeles, y con los dems confidentes molestos de su elevacin, desaparecier
on los escritos de Fouch en cuanto se referan a Napolen. O los hizo desaparecer el
mismo Napolen, o Napolen III destruy todos los documentos que no convenan a la idea
napolenica.
Por fin recibe Fouch la gracia de poder retirarse a su senadura de Aix. La gran to
rmenta se ha disipado; el rayo no hizo ms que sacudirle los nervios, pero no le h
iri. El 25 de septiembre llega el hombre acosado a su finca, plido y cansado, delat
ando, por la incoherencia de sus pensamientos y de sus palabras, una completa pe
rturbacin. Pero tendr tiempo suficiente para reponer sus nervios, pues quien se ha
rebelado una vez contra Napolen puede considerarse alejado por mucho tiempo de to
dos los cargos oficiales. El ambicioso tiene que pagar su bromita cruel. Otra ve
z le arrastra la ola al fondo. Tres aos permanece Jos Fouch sin honores y sin cargo
: comienza su tercer destierro.
CAPTULO VII
INTERMEZZO INVOLUNTARIO
(1810 1815)
A comenzado el tercer destierro de Jos Fouch. En su magnfico palacio de Aix reside
como un prncipe soberano el ministro de Estado destituido: el Duque de Otranto. T
iene cincuenta y dos aos; ha experimentado la tensin enorme que producen todos los
juegos, todos los xitos y todas las contrariedades de la vida poltica, el cambio
eterno de flujo y reflujo de las ondas del destino, hasta el fondo mismo. Ha con
ocido el favor de los poderosos y la desesperacin de la soledad; ha sido pobre ha
sta sentir la angustia de la falta del pan cotidiano, y es inmensamente rico; ha
sido estimado y odiado, celebrado y despreciado... Ya puede descansar en su bue
n retiro como Duque, Senador, Excelencia, Ministro de Estado, Consejero de Estad
o, multimillonario, dependiendo nicamente de su propia voluntad. Holgadamente pas
ea en su carroza de librea, hace visitas a las casas aristocrticas, recibe homena
jes de su provincia y percibe el eco susurrado de las simpatas secretas de Pars. E
sta libre de la molestia enojosa de bregar diariamente con empleados estpidos baj
o la frula de un seor dspota. A juzgar por su comportamiento y su aire satisfecho,
se siente a las mil maravillas, procul negotiis, el Duque de Otranto. Pero cuan
engaoso es su contento lo delata ese pasaje (sin duda autntico) de sus Memorias (p
or lo dems muy poco dignas de crdito): Me persegua la costumbre arraigada de saberlo
todo, ms imperiosa en el aburrimiento de un destierro; desde luego, muy agradabl
e pero montono. Y el charme de sa retraite no lo constituye, segn propia confesin, e
l paisaje suave de la Provenza, sino una red de espionajes y comunicados en la c
apital. Con ayuda de mis amigos seguros y mensajeros fieles organic una correspond
encia secreta, a la que se aadan varios mensajeros, los cuales reciba con regularid
ad de Pars, que completaban aqulla. En una palabra: tena en Aix mi polica particular
. Lo que se le propone como cargo, lo ejerce este hombre inquieto como deporte; y
si no se le permite ya penetrar en los Ministerios, procura mirar, al menos, co
n ojos de otros por las cerraduras; tomar parte en los Consejos con odos ajenos y
, sobre todo, atisbar, si no se presenta al fin una ocasin de ofrecerse de nuevo
para volver a sentarse a la mesa de juego de la Historia.
Pero habr de esperar an mucho en el apartamiento el Duque de Otranto; Napolen no le
necesita. Esta en la cumbre de su poder; ha dominado a Europa; es yerno del Emp
erador de Austria; es cumplido deseo de sus deseos! padre del Rey de Roma. Humildes
se inclinan ante l todos los prncipes alemanes e italianos, agradecidos de que se
dignara concederles la gracia de conservarles su corona. Y ya vacila y se tamba
lea el ltimo y nico enemigo: Inglaterra. Se ha hecho tan fuerte este hombre, que p
uede renunciar, sonriente, a ayudantes tan hbiles y tan poco leales como Jos Fouch.
Ahora que tiene tanto tiempo sobrado para meditar tranquila y reposadamente, re

conocer el seor Duque cun loco fu el engreimiento que le empujo a medirse con el ms p
oderoso de los hombres. Ni siquiera el honor de su odio le concede el Emperador;
desde la inmensa altura donde le ha colocado el Destino no advierte ya el zumbi
do del pequeo insecto maligno que vol una vez a su alrededor y que se sacudi con un
solo ademn enrgico. No se da cuenta de su ausencia: Fouch est liquidado para l. Y na
da demuestra tan claramente al cado lo poco que le estima y le teme ya Napolen com
o el hecho de que, por fin, se le permita regresar a su palacio de Ferrieres, a
dos horas de Pars. Pero no deja que se acerque ms: Pars y las Tulleras permanecen ce
rradas para el hombre que se atrevi a hacerle resistencia.
Una sola vez es llamado a palacio Jos Fouch durante esos dos aos de vaco. Napolen pre
para la guerra contra Rusia y desea conocer la opinin de Fouch, ya que todos los d
ems se manifiestan en contra. Fouch se declara apasionadamente contra esta guerra,
y an entrega (si no lo falsific post festum) el memorndum que se encuentra en sus
Memorias; pero Napolen slo quiere or confirmada su propia voluntad; no desea ms que
ciego asentimiento a sus palabras. Quien le aconseja en contra de la guerra pare
ce dudar de su grandeza. As Fouch es enviado framente de nuevo a su castillo, a su
destierro, inactivo, mientras parte el Emperador, con seiscientos mil hombres, p
ara la ms loca y audaz de sus empresas, camino de Mosc.
Un extrao ritmo da la pauta de la vida rara y cambiante de Jos Fouch. Si asciende,
lo consigue todo; si cae, se vuelve el destino contra l. Ahora, que tiene que agu
ardar amargado, apenado, a la sombra, cado en desgracia en su apartado palacio, f
uera de la escena de los acontecimientos; precisamente ahora, cuando su desengao
est necesitado de ayuda espiritual, de leal consejo, de consuelo carioso; precisam
ente ahora pierde a la nica persona que le acompa durante veinte aos con amor, const
ancia y fuerza de nimo por todos los caminos peligrosos: su mujer. En aquella buh
ardilla del primer destierro se le murieron los dos primeros hijos, a los que am
aba sobre todo; en el tercer destierro le deja su compaera. Esta prdida hiere en l
o ms profundo de su alma al hombre aparentemente insensible. Desleal y veleidoso
en cuanto se refiere a partidos e ideas, era este hombre impenetrable, para su e
sposa fea, el marido ms carioso, ms leal y atento; para sus hijos, el padre ms ejemp
lar; igual que tras la mscara del burcrata seco se esconde el jugador espiritual n
ervioso e intrigante, as se esconde, tmido e invisible, detrs del hombre peligroso
y desleal, el marido burgus, enamorado y fiel; el hombre solitario, que slo se sie
nte seguro y bien en el crculo ntimo del hogar. Lo que haba de bondad y sinceridad
ocultas en este diplomtico astuto se lo brindo en un cario silencioso a su compaera
, que slo viva para l; que jams se presentaba en las fiestas de la Corte, en banquet
es o recepciones; que nunca se mezcl en sus juegos peligrosos. En el fondo impene
trable de su vida particular gravitaba algo que contrapesaba lo relajado, capric
hoso y veleidoso de su existencia poltica; y ese apoyo se derrumba precisamente c
uando ms necesita de l. Por primera vez se siente en este hombre marmreo una conmoc
in verdadera; por primera vez trasciende de sus cartas un tono clido, sincero, hum
ano. Cuando los amigos le instigan para que procure obtener nuevamente el Minist
erio de Polica, despus de la enorme estupidez de su sucesor, el Duque de Rovigo, q
ue ante la risa de todo Pars se dej aprisionar sin resistencia en el complot ridcul
o de un medio loco, rehusa volver al mundo poltico: Mi corazn se ha cerrado a todas
esas tonteras humanas. El Poder ya no tiene atraccin para m, el reposo no es solam
ente un estado adecuado a mi situacin actual, sino el nico necesario. Los asuntos
oficiales me presentan el cuadro de un tumulto de perturbaciones y de peligros. P
or primera vez parece que en la escuela del dolor, el hombre experimentado ha ad
quirido verdadera experiencia. Un deseo profundo de tranquilidad, de sosiego int
erno, se apodera, despus de la poca de eternas e insensatas ambiciones, del hombre
envejecido desde que vi morir a su lado a la compaera de veinte aos de tremendas p
ruebas. Todo el placer de la intriga parece apagado en l para siempre, laxa por f
in la ambicin de poder en este espritu inquieto e insaciable.
Irona trgica! La primera y nica vez que Fouch, el espritu siempre inquieto, quiere ver
daderamente reposo y no desea ningn cargo, se lo impone a la fuerza su adversario
Napolen.
No por amor, ni por simpata, ni por confianza toma Napolen a Fouch otra vez a su se
rvicio, sino por desconfianza, por un sentimiento repentino de inseguridad. Por
primera vez ha regresado el Emperador como vencido. No atraviesa a caballo el Ar

co de Triunfo de Pars a la cabeza de un ejrcito rodeado de banderas; regresa con e


l cuello de piel levantado para no ser reconocido, fugitivo en la noche. El ejrci
to ms esplndido que cre jams yace helado en la nieve rusa; y junto con su aureola de
invencibilidad huyeron tambin los amigos. Todos los emperadores y reyes que se d
oblegaban an ayer ante l se acuerdan, de pronto, ante el Emperador vencido, de la
propia dignidad. Un mundo armado se levantaba contra el duro amo. Desde Rusia av
anzan cosacos; desde Suecia presiona el viejo rival Bernadotte como enemigo; su
propio suegro, el Emperador Francisco, moviliza las tropas en Bohemia; la Prusia
, saqueada y sometida, se levanta con el ardor de la venganza; la simiente terri
ble de innumerables guerras brota de la tierra quemada, surcada, atormentada de
Europa, y madurar en el otoo en los campos de Leipzig. En todas partes vacila y cr
uje el edificio gigantesco que erigi en diez aos esta voluntad grandiosa y nica. Ar
rojados de Espaa, de Westfalia, de Holanda y de Italia, huyen los hermanos Bonapa
rte. Ahora ha de desplegar Napolen la energa ms extrema. Con mirada mgica y clarivid
ente, con energa duplicada, lo prepara todo para la ltima lucha decisiva. Todo el
que puede llevar una mochila, el que es capaz de sostenerse a caballo, es sacado
de Francia; de todas partes, de Espaa, de Italia, son retiradas las tropas veter
anas para sustituir las que tritur el invierno ruso con sus mandbulas heladas. Da y
noche trabajan miles de hombres en las fbricas de sables y caones, se acua oro de
tesoros ocultos, se sacan los ahorros de las cmaras secretas de las Tulleras, los
fuertes son reparados, y mientras del Este y del Oeste avanzan las tropas con pa
so tardo hacia Leipzig, se echan las redes diplomticas en todas las direcciones.
En ninguna parte ha de quedar un puesto dbil o inseguro, por ninguna parte un hue
co en esta alambrada que ha de cercar a Francia; toda posibilidad ha de prevenir
se, y lo mismo que el frente ha de quedar asegurada la retaguardia. Pues un loco
o un maligno no ha de conmover o turbar por segunda vez, como durante la campaa
rusa, la confianza del pueblo hacia Napolen. Ningn sospechoso puede quedar atrs, ni
ngn peligroso sin vigilancia.
El Emperador piensa en cada factor de poder, en cada eventualidad, en cada pelig
ro posible ante esta ltima lucha decisiva. As tambin piensa en alguien que podra ser
peligroso: en Jos Fouch, al que no ha olvidado. Le despreci mientras l mismo se sen
ta fuerte; pero ahora, que empieza a sentirse inseguro, tiene que afianzarse nuev
amente. No puede dejar en Pars, a su espalda, a ningn enemigo eventual. Y como no
cuenta a Fouch entre sus amigos, decide que se ausente de Pars.
Claro que para mandarlo preso a un castillo, con el fin de que no pueda tramar n
inguna intriga, no hay motivo evidente. Pero en libertad tampoco debe quedar. As
se decide a atarle las manos inquietas a un cargo, y, de ser posible, bien lejos
de Pars. En vano se busca, en medio del tumulto de los asuntos y de los preparat
ivos blicos en el Cuartel general de Dresde, un cargo que parezca honroso y ofrez
ca, al mismo tiempo, seguridad: no se encuentra tan rpidamente. Napolen anhela ver
fuera de Pars al sombro personaje. Y como no se ha hallado todava un cargo para l,
se inventa uno, que es una utopa: la administracin de los territorios ocupados en
Prusia. Un cargo magnfico, honroso, un cargo de primera clase, que slo tiene un pe
queo defecto, que todava existe: que esta administracin no puede empezar hasta que
Napolen haya conquistado Prusia, de lo que dan poca esperanza los acontecimientos
guerreros, ya que Blecher ataca seriamente al Emperador en su flanco sajn. De mo
do que, en realidad, slo se trata de un reparto de opereta, con un puesto imagina
rio, cuando el Emperador escribe, el 10 de mayo, al Duque de Otranto: He mandado
que le comuniquen que es mi intencin llamarle a mi lado tan pronto como yo entre
en el territorio del Rey de Prusia, para ponerle al frente del Gobierno de dicho
pas. Nada de esto debe saberse en Pars. Se supondr que se dirige usted a su finca,
aunque en realidad estar usted ya aqu mientras todo el mundo le creer en su casa, n
icamente la Emperatriz tiene conocimiento de su partida. Me ser grato ofrecerle o
casin prxima de brindarme nuevos servicios y nuevas pruebas de su lealtad. As escrib
e el Emperador a Jos Fouch, precisamente porque no se fa en absoluto de su lealtad. Y
de mala gana, desconfiado, dndose cuenta enseguida de las verdaderas intenciones
de su amo, Fouch se pone en camino para Dresde. Enseguida me di cuenta dice en sus
Memorias que el Emperador me llamaba a su lado en calidad de rehn por miedo de de
jarme en Pars. Por eso no se da mucha prisa, el futuro Regente de Prusia, para lle
gar al Consejo de Estado de Dresde, pues sabe que lo que en realidad se quiere n

o es su consejo en el Estado, sino atarle las manos. No llega hasta el 29 de may


o, y el Emperador le recibe con estas palabras: Llega usted tarde, Duque.
Del pretexto ridculo de darle la Regencia de Prusia no se habla en Dresde, natura
lmente, ni una palabra: el momento es demasiado serio para tales bromas. Sin emb
argo, se le tiene sujeto y felizmente se encuentra otro puesto magnfico para alej
arle del teatro de los acontecimientos, no ya, como antes, en un puesto utpico, e
n la luna, sino en uno autntico: en la Gobernacin de Iliria, a varios cientos de k
ilmetros de Pars. El viejo camarada de Napolen, general Junot, que gobernaba esta p
rovincia, se ha vuelto loco repentinamente y ha dejado libre su puesto: una celd
a para espritus inquietos. As entrega el Emperador, con irona mal disimulada, esa R
egencia de tan corta vida a Fouch, que, como siempre, no contradice, se inclina o
bediente y declara estar dispuesto a partir inmediatamente.
Iliria... ; el nombre suena a opereta, y, efectivamente, qu Estado multicolor se h
a compuesto en la ltima paz forzosa con pedazos de Friul, Carintia, Dalmacia, Ist
ria y Trieste! Un Estado sin idea comn, sin sentido, sin motivo; y como residenci
a, una capital diminuta de provincia, pueblerina: Laibach. Una monstruosidad sin
fuerza vital, creada por la obcecacin de un Soberano y por una diplomacia ciega.
Fouch encuentra las cajas del Tesoro medio vacas, un par de docenas de empleados
aburridos, muy pocos soldados y unos habitantes desconfiados que no esperan otra
cosa que la retirada de los franceses. Por todas partes crujen ya los soportes
de este Estado artificial, construido tan aprisa. Con unos cuantos caonazos, el e
dificio vacilante se derrumbar. Estos caonazos los dispara bien pronto el propio s
uegro de Napolen, el Emperador Francisco. En una resistencia seria no puede pensa
r Fouch, con los pocos regimientos de que dispone, compuestos, adems, en su mayor
parte, de croatas dispuestos a pasarse, al primer tiro, a sus antiguos camaradas
. As que solo prepara desde el primer da, la retirada; y para disfrazarla hbilmente
, mantiene un gesto magnfico de soberano confiado: da bailes y reuniones, hace de
sfilar orgullosamente, en pleno da, las tropas, mientras por la noche ordena sean
llevados de Trieste, secretamente, las cajas y documentos del Gobierno. Todas s
us proezas, como seor y soberano, tienen que limitarse a evacuar cautelosamente,
paso a paso, el pas, reduciendo las prdidas a un mnimo. Y en esta retirada estratgic
a se prueba otra vez la sangre fra de Fouch, su energa decidida, su maestra insupera
ble de siempre. Paso a paso se retira, sin prdidas, de Laibach a Goricia, de Gori
cia a Trieste, de Trieste a Venecia, llevando consigo casi todos los empleados,
la caja y mucho material de valor de su Iliria... Pero qu importa la prdida de esa
provincia ridcula! En los mismos das pierde Napolen la ms importante y ltima de sus g
randes batallas en esta guerra: la batalla de Leipzig y, con ella, el dominio de
l mundo.
Se ha desembarazado, pues, Fouch de su misin, y por cierto de manera intachable y
honrosa. Ahora que ya no hay que administrar ninguna Iliria, se siente libre y q
uiere regresar, naturalmente, a Pars. Pero no es ese, ni mucho menos, el propsito
de Napolen. Fouch es un hombre que de ninguna manera debe estar ahora en Pars. Estas
palabras, pronunciadas por el Emperador en Dresde, tienen, despus de la batalla d
e Leipzig, doble valor. Hay que alejarle y bien lejos, cueste lo que cueste. En
medio de la tarea formidable de defenderse de un enemigo que le supera cinco vec
es en numero, Napolen piensa principalmente en otra misin para el hombre peligroso
, que le ate tambin las manos durante el tiempo de la campaa. Que ponga sus manos e
n alguna maniobra diplomtica, que pueda intrigar; pero que no alargue la mano inq
uieta hacia Pars! Que marche inmediatamente, por lo pronto, a Npoles (Npoles est lej
os), para recordar su deber a Murat, Rey de Npoles, cuado de Napolen, que teme ms po
r su propio Reino que por el Imperio, y para convencerle de que debe ir en ayuda
del Emperador con un ejrcito. Cmo cumpli Fouch este encargo si quiso persuadir verda
deramente al viejo general de caballera de Napolen para que se mantuviera fiel, o
si le apoya en su desercin es cosa que no ha podido aclarar la Historia. Desde lue
go, el fin principal del Emperador: retener a Fouch durante cuatro meses ms all de
los Alpes, a mil leguas, en negociaciones incesantes, se ha conseguido. Mientras
marchan sobre Pars los austriacos, los prusianos y los ingleses, l ha de ir y ven
ir de Roma a Florencia y Npoles, de Luca a Gnova, derrochar otra vez su tiempo y s
u energa en una misin insoluble. Lo mismo que Iliria se pierde Italia, el segundo
pas que se le ha designado, y por fin, a primeros de marzo, no tiene Napolen pas do

nde enviarle, pues ni en la propia Francia puede ya prohibir ni mandar. As regres


a el 11 de marzo Jos Fouch, por los Alpes, a su patria, alejado, por la perspicaci
a genial del Emperador, cuatro meses irrecuperables de toda maquinacin poltica den
tro de Francia. Y cuando, por fin, rompe las Cadenas, ve que llega con cuatro das
de retraso.
En Lyon se entera que marchan sobre Pars las tropas de los tres Emperadores. En p
ocos das, pues, habr cado Napolen y se habr formado un nuevo Gobierno. Naturalmente,
se consume su amor propio de impaciencia, d'avoir la main dans la pte, de tener l
os dedos en la masa, para poder sacar el mejor partido. Pero el camino directo a
Pars esta cortado ya por las tropas y tiene que dar un largo rodeo por Tolosa y
Limoges. Por fin, el 8 de abril, atraviesa en su coche de posta las puertas de P
ars. A primera vista reconoce que ha llegado demasiado tarde. Y el que llega tard
e, pierde la ocasin. Todos sus juegos secretos y sus trastadas se las ha pagado N
apolen nuevamente con la magistral perspicacia de tenerle alejado mientras haba op
ortunidad de pescar a ro revuelto. Ahora se encuentra con que Pars ha capitulado,
Napolen ha sido destronado, Luis XVIII erigido Rey y el Gobierno ha sido formado,
ntegro, por Talleyrand. Este maldito cojo estuvo a tiempo en su puesto y di el ca
mbio de frente ms pronto de lo que le fu posible a l, a Fouch, el hombre previsor. E
l Zar de Rusia vive en casa de Talleyrand, el nuevo Rey le mima con pruebas de c
onfianza, ha repartido a su arbitrio todos los cargos de ministro, y ladinamente
no ha reservado ninguno para el Duque de Otranto, que administraba sin sentido
y sin provecho Iliria y andaba metido en maniobras diplomticas por Italia. Nadie
le ha esperado, nadie se ocupa de l, nadie desea de l consejo o ayuda. Otra vez es
Jos Fouch, como tantas otras en su vida, un hombre liquidado. Tarda mucho tiempo
en convencerse de que no le hacen caso: a l, el gran adversario de Napolen. Entonc
es se ofrece abiertamente: se le ve en todas partes, en la antecmara de Talleyran
d, con el hermano del Rey, con el Embajador ingls, en las salas del Senado... Y,
sin embargo, nadie le escucha. Escribe cartas, una a Napolen, al que da el consej
o de emigrar a Amrica, mandando al mismo tiempo una copia de ella al rey Luis XVI
II, para ganar as su simpata; pero no recibe contestacin. Les pide a los ministros
un cargo digno, y stos le reciben fros y corteses, pero no le protegen. Se hace re
comendar por mujeres y por antiguos protegidos, pero en balde. Ha cometido la fa
lta ms imperdonable en poltica: ha llegado tarde. Todas las plazas estn ocupadas y
ningn dignatario piensa en levantarse voluntariamente para dejar su puesto al Duq
ue de Otranto. No le queda, pues, al ambicioso otro remedio que volver a hacer l
as maletas y retirarse a su castillo de Ferrires, nicamente tiene un compaero, muer
ta su mujer: el Tiempo. Hasta ahora siempre le ha ayudado. Y esta vez tambin le a
yudara.
En efecto: pronto advierte Fouch que el aire vuelve a oler a plvora. Si se tienen
odos finos, tambin se oye desde Ferrieres como cruje y rechina un trono. El nuevo
amo, Luis XVIII, comete falta sobre falta. Le place ignorar la Revolucin y olvida
r que tras veinte aos de ciudadana no quiere humillarse Francia otra vez ante vein
te generaciones de nobles. Desprecia adems el peligro de la camarilla pretoriana
de los oficiales y generales que, reducidos a media paga, protestan descontentos
contra esta avaricia infame del Rey pepino. Ah, si volviera Napolen habra enseguida un
a guerra magnfica! Entonces volveran a marchar sobre los pases, saquendolos, se haran
carreras y se tendran nuevamente las riendas en la mano. Se cruzan ya mensajes s
ospechosos de una zona a otra, y se prepara, poco a poco, en el ejrcito una consp
iracin. Fouch, que nunca corto por completo el cordn umbilical entre l y su criatura
, la Polica, escucha y oye muchas cosas que le dan que pensar. Silenciosamente so
nre para sus adentros: el buen Rey se hubiera enterado de todo si hubiese tomado
como ministro de Polica al Duque de Otranto. Pero para qu prevenir a esos cortesano
s estpidos? Hasta ahora ha aprovechado siempre Fouch todas las subversiones Para e
levarse, todos los cambios de viento. Por eso se est quieto, se esconde, no se mu
eve y contiene el aliento como un luchador antes del combate.
El 5 de marzo de 1815 se precipita en las Tulleras un mensajero con la impresiona
nte noticia de haberse evadido Napolen de la isla de Elba y de haber desembarcado
el I. de marzo en Frjus con seiscientos hombres. Sonrientes y despectivos, acogen
los cortesanos reales la noticia. Naturalmente, ellos ya lo haban dicho siempre
que este Napolen Bonaparte, del que se hace tanto aspaviento, no debe estar en su

s cabales. Con seiscientos hombres, parbleu, vale la pena de rerse! As quiere luchar
este loco contra el Rey, detrs de quien esta todo el ejrcito y toda Europa? Pues
no hay motivo para intranquilizarse: con un puado de gendarmes se domar a este ave
nturero miserable. El mariscal Ney, el antiguo compaero de armas de Napolen, recib
e la orden de apoderarse de l. Vanidosamente promete al Rey no slo capturar al per
turbador, sino pasearlo por el pas metido en una jaula de hierro. Luis XVIII y sus
secuaces hacen ostensiva su despreocupacin por Pars, al menos durante los primeros
ocho das; el Moniteur da cuenta del asunto en tono de chanza. Pero pronto aument
an las noticias desagradables. En ninguna parte ha encontrado Napolen resistencia
; cada regimiento que sale contra l engrosa su diminuto ejrcito en vez de cerrarle
el paso, y el mismo mariscal Ney, que le iba a capturar y pasear en una jaula h
ierro, se pasa con las banderas desplegadas al lado de su antiguo seor. Ya ha ent
rado Napolen en Grenoble y en Lyon. Una semana ms y queda cumplida su profeca: el gu
ila imperial se posa sobre las torres de Notre Dame.
Se apodera el pnico de la corte. Qu hacer? Que diques oponer a este alud? Demasiado
tarde reconocen el Rey y sus aristocrticos y principescos consejeros la enorme fa
lta que haban cometido al divorciarse del pueblo, olvidando errneamente que entre
1792 Y 1815 hubo en Francia algo as como una Revolucin. Hay que procurar, pues, atr
aerse rpidamente las simpatas! Hay que mostrar de alguna manera al pueblo imbcil que
se le ama verdaderamente, que se respetan sus deseos y derechos, hay que apresu
rarse a gobernar de manera republicana, de manera democrtica! Cuando ya es tarde,
suelen descubrir siempre los emperadores y los reyes que late en sus pechos un
corazn democrtico. Pero cmo ganar a los republicanos? Pues muy sencillo: concediendo
a alguno de ellos, a uno de los ms radicales, un ministerio, a uno que sea capaz
de poner en la bandera de la flor de lis una alegora roja! Pero donde encontrarlo?
Se hace memoria y de pronto se acuerdan de un tal Jos Fouch, que un par de semana
s antes presentaba sus respetos en todas las antecmaras y agobiaba las mesas del
Rey y de sus ministros con proposiciones. S, este es el nico, el que siempre se pu
ede utilizar para todo; a sacarle, pues, cuanto antes del ostracismo! Siempre que
se encuentra en situacin difcil un Gobierno, bien sea el Directorio, el Consulado
, el Imperio o el Reino, siempre que se necesita un mediador, un hombre bueno qu
e restablezca el orden, hay que recurrir al hombre de la bandera roja, al carcter
ms desleal y al ms leal de los diplomticos, a Jos Fouch.
As tiene el Duque de Otranto la satisfaccin de que los mismos condes y duques que
le despachaban framente algunas semanas antes y le daban la espalda, se dirijan a
l con urgencia respetuosa y le ofrezcan una cartera de ministro; incluso a la fu
erza quieren hacer que la acepte. Pero el antiguo ministro de Polica conoce demas
iado bien la verdadera situacin poltica para comprometerse a ltima hora con los Bor
bones. Comprende que el perodo agnico debe haber empezado ya cuando le llaman con
tanta urgencia, como mdico. Y rehusa cortsmente, con varios pretextos, dejando ent
rever que ya se podan haber acordado de l un poco antes. Cuando ms se acercan las t
ropas de Napolen, ms se derrite el pundonor en la Corte. Cada vez con mas insisten
cia se amonesta y se ruega a Fouch para que se haga cargo del Gobierno; hasta el
propio hermano de Luis XVIII le invita a una conferencia secreta. Pero esta vez
permanece firme Fouch, no por conviccin de carcter, sino porque le entusiasman poco
los desperdicios que le ofrecen y porque se siente muy a sus anchas en el colum
pio oscilante entre Luis XVIII y Napolen. Ya es tarde de momento , dice tranquilizad
or al hermano del Rey, y le aconseja que ste se ponga a salvo, pues la aventura n
apolenica no ha de ser de mucha duracin; y l, por su parte, har, entre tanto, todo l
o posible por ofrecerse al Emperador. Que tenga confianza en l! As se gana simpatas
y puede, si quedan los Borbones victoriosos, llamarse su fiel servidor. Y, por o
tra parte, si vence Napolen, puede demostrar orgullosamente haber rehusado la pro
posicin de los Borbones. Ha probado ya tantas veces el viejo sistema de cubrir la
retirada, por qu no probarlo nuevamente y pasar por fiel servidor de dos amos al
mismo tiempo: del Emperador y del Rey?
Pero esta vez ha de ser con ms gracia an. Siempre se convierte, precisamente en el
momento del cambio decisivo, la escena trgica en cmica en la vida de Jos Fouch. Alg
o han aprendido mientras tanto los Borbones de Napolen: que no se debe dejar a la
espalda a un hombre como Fouch en tiempos peligrosos. La polica recibe tres das an
tes de la partida del Rey la orden, mientras que Napolen est ya muy cerca de Pars,

de detener enseguida a Fouch como sospechoso, por negarse a ser ministro del Rey,
y conducirle lejos de Pars.
El ministro de Polica, a quien corresponde llevar a cabo esta orden de detencin de
sagradable, se llama la Historia se complace verdaderamente en las sorpresas orig
inales Bourrienne. Es el amigo de infancia de Napolen, su ms ntimo camarada de la esc
uela de guerra, su compaero de Egipto, su secretario durante muchos aos; conoci, pu
es a todos sus confidentes; conoce, por lo tanto, y a fondo a Fouch. Por eso se a
susta un poco cuando el Rey le da la orden de detener al Duque de Otranto. Se pe
rmite observar si se cree la detencin verdaderamente conveniente. Y cuando el Rey r
epite enrgicamente la orden, mueve otra vez la cabeza: no ha de ser cosa fcil. Sab
e muy bien que este viejo zorro tiene demasiada experiencia en evitar trampas, p
ara caer en el lazo en pleno da. Para llevar a cabo semejante caza del hombre se
necesita ms tiempo y medidas llenas de habilidad; pero, de todas maneras, transmi
te la orden. Y, efectivamente, el 16 de marzo de 1815, a las once de la maana, ce
rcan los policas, en pleno boulevard, el coche del Duque de Otranto y le declaran
detenido por orden de Bourrienne. Fouch, que nunca pierde su sangre fra, sonre des
pectivo: No se detiene a un antiguo senador en plena calle. Y antes de que se pued
an rehacer los agentes que tanto tiempo fueron sus subalternos, grita al cochero
que fustigue fuertemente los caballos, y la carroza vuela a su palacio. Estupef
actos, se quedan los policas con la boca abierta y tragan el polvo que levanta la
carroza en su huda. Bourrienne tena razn: no es empresa fcil coger al hombre que se
le haba escapado indemne a Robespierre, a una orden de la Convencin y a Napolen mi
smo.
Al comunicar los policas engaados a su ministro habrseles escapado Fouch, toma ste me
didas mas enrgicas: ahora se trata de su autoridad; no puede consentir que se bur
len de l de esta manera. Inmediatamente manda cercar la casa de la rue Cerutti y
vigilar el portal, mientras policas bien armados suben por la escalera para apris
ionar al fugitivo. Pero Fouch les tiene preparada una segunda broma, una de esas
trastadas magnficas y nicas, magistrales, como slo en las situaciones ms difciles y a
ngustiosas es capaz de llevar a cabo. Precisamente en los momentos de peligro, c
omo hemos visto, es cuando le acucia un deseo insensato de bromear y de burlar a
la gente. El astuto farsante recibe, pues, a los agentes que vienen a detenerle
con mucha cortesa y examina la orden de detencin. S, es valedera... Y naturalmente d
ice no pienso hacer resistencia contra una orden de Su Majestad el Rey. Que tomen
asiento los seores aqu en el saln: he de ordenar an algunas pequeeces y enseguida lo
s seguir. As lo asegura Fouch cortsmente, y entra en la habitacin vecina. Los agentes
esperan respetuosamente a que haya terminado su toilette: al fin y al cabo no se
puede tratar a un senador, a un antiguo ministro y dignatario de la Corte, como
a un cualquiera y apresarle como a un ratero. Esperan respetuosamente..., esper
an algn tiempo; hasta que les parece la tardanza sospechosa. Como tarda an en volv
er, entran en la otra habitacin y descubren verdadera escena cmica en medio del tum
ulto poltico que Fouch se les ha escapado. A los cincuenta y seis aos se anticipa es
te hombre a interpretar una verdadera escena cinematogrfica: tiende al jardn una e
scalera, que apoya en la pared, y, mientras le esperan los policas en el saln, gat
ea con agilidad sorprendente a sus aos y desciende al vecino parque de la reina H
ortensia, donde se pone en salvo. Por la noche todo Pars se re de la treta tan bie
n acertada. Claro que mucho tiempo no puede durar una broma semejante: el Duque
de Otranto es demasiado conocido en la capital para poderse ocultar indefinidame
nte. Pero Fouch haba demostrado nuevamente que saba calcular bien y que su situacin
no durara ms de unas horas. Efectivamente, el Rey y sus secuaces han de procurarse
muy pronto de que no los aprisione a ellos mismos la caballera de Napolen. A toda
prisa se hacen las maletas en las Tulleras. Con su grave orden de detencin slo ha
logrado Luis XVIII dar a Fouch testimonio pblico de una lealtad al Emperador que n
unca existi; lealtad en la que, por otra parte, no creer Napolen. Pero cuando se en
tera de la jugarreta llevada a cabo con tanta gracia por este artista de la polti
ca, no tiene ms remedio que rerse y dice con una especie de admiracin brusca: Il es
t dcidment plus malin queux tous. Decididamente es ms listo que todos ellos juntos!
CAPTULO VIII
LA LUCHA FINAL CONTRA NAPOLEN

(1815, los Cien Das)


El 19 de marzo de 1815 entran a medianoche la plaza gigantesca est a oscuras y sol
itaria doce coches en el patio del Palacio de las Tulleras. Se abre una puertecita
disimulada, de la que sale, antorcha en mano, un lacayo, y detrs de l, arrastrndos
e penosamente, apoyado por dos nobles adictos, un hombre obeso, jadeante de asma
: Luis XVIII. Al contemplar al Rey achacoso que, apenas repatriado, despus de un
destierro de quince aos, tiene que volver a huir, al amparo de la noche, de su pas
, un profundo sentimiento de compasin se apodera de todos los presentes. La mayora
dobla la rodilla mientras es subido a la carroza ese hombre a quien los achaque
s quitan dignidad y a quien su destino trgico envuelve en una aureola de piedad.
Los caballos se ponen en marcha, los dems coches le siguen; durante algunos minut
os suena sobre las duras piedras la cabalgata de la escolta. Luego vuelve a qued
ar la plaza gigantesca en silencio hasta el amanecer, hasta la maana del 20 de ma
rzo: el primero de los Cien Das del Emperador fugitivo de la isla de Elba.
La curiosidad se desliza la primera, se acerca voluntariamente, olfatea ante el
palacio para averiguar si huy ya, espantada, la real pieza ante el Emperador; pul
ulan los comerciantes, los holgazanes, los ociosos. Temerosos o contentos, segn e
l carcter y la manera de pensar, se comunican las noticias en voz baja. A las die
z acude ya el pueblo en masa. Y como siempre, el hombre cobra valor del contacto
con la muchedumbre; se aventuran los primeros gritos: Vive lEmpereur! A bas le R
oi! Pronto se acerca la caballera con los oficiales que estaban a media paga bajo
el rgimen realista. Vuelven a oler guerra, ocupacin, paga entera, legiones de hon
or y ascensos con el retorno del Emperador guerrero; y con jbilo tumultuoso ocupa
n, al mando de Exelmans, las Tulleras. (Como tiene lugar el traspaso de mano a ma
no con tanta tranquilidad, tan sin sangre, sube la renta en la Bolsa algunos pun
tos.) Al medioda se iza de nuevo la bandera tricolor en el viejo Palacio Real sin
que hubiese sonado un tiro.
Y ya se presentan cien cortesanos, los fieles de la Corte Imperial, damas de Palac
io, criados, trinchantes, mariscales de cocina, viejos consejeros de Estado, mae
stros de ceremonia, todos los que no pudieron ganar y servir bajo la flor de lis
, toda la nobleza nueva que llev Napolen a la vida cortesana de las ruinas de la R
evolucin. Todos de gala: los generales, los oficiales, las damas... se ven otra v
ez brillar con el lujo de diamantes, espadones y condecoraciones. Se abren las h
abitaciones y se prepara el recibimiento del nuevo seor. Rpidamente se hacen desap
arecer los emblemas reales y pronto fulge nuevamente en la seda de los sillones,
en vez de la lis real, la abeja napolenica. Todos se afanan por estar a tiempo e
n su sitio, porque se les vea y se les cuente desde un principio entre los fieles.
Mientras tanto, se va haciendo de noche. Como en los bailes y grandes recepcion
es, encienden los lacayos engalonados todos los candelabros y velas; hasta el mi
smo Arco de Triunfo; lucen las ventanas de Palacio, nuevamente Imperial, y atrae
n inmensas muchedumbres de curiosos a los jardines de las Tulleras.
Por fin, a las nueve de la noche entra a galope un coche flanqueado y protegido
a derecha e izquierda, precedido y seguido de jinetes de todos los grados y rang
os, que agitan entusiasmados sus sables (pronto podrn utilizarlos contra los ejrcit
os de Europa!). Como una explosin estalla la aclamacin de jbilo: Vive lEmpereur!, en
la masa compacta, resonando en el cuadro vasto de las ventanas sacudidas. Como
una ola nica y frentica se abalanza el mar encrespado de la muchedumbre sobre el c
oche, y los sables de los soldados tienen que defender al Emperador de este alud
de entusiasmo peligroso. Luego le levantan ellos mismos y le suben como una pre
sa sagrada, como un dios de la guerra, respetuosamente, por las escaleras del vi
ejo Palacio, entre el huracn de los vtores. Sobre los hombros de sus soldados, los
ojos cerrados en un exceso de delicia, con una sonrisa extraa, espectral casi, e
n los labios... As vuelve a escalar el trono imperial de Francia el hombre que ve
inte das antes abandon fugitivo la isla de Elba. Es el ltimo triunfo de Napolen Bona
parte. Por ltima vez siente el placer de una ascensin inverosmil: el salto fantstico
desde las tinieblas hasta las ms altas cumbres del Poder. Por ltima vez llega a s
us odos como un zumbido de tempestad el clamor de los vtores. Durante unos minutos
aspira, con los ojos cerrados y el corazn anhelante, el elixir embriagador del P
oder. Despus manda cerrar las puertas de Palacio, ordena a los oficiales que se r
etiren y hace llamar a los ministros; comienza el trabajo. El hombre de carne ha

de defender lo que el Destino puso en sus manos.


Los salones estn atestados de gente que espera al recin llegado. Pero la primera i
mpresin ya le ofrece desengaos: los que le han quedado fieles no son los mejores,
los ms inteligentes, los ms importantes. Ve muchos cortesanos y muchos hombres cor
teses, muchos curiosos y vidos de empleo...; muchos uniformes y pocas cabezas. Ca
si todos los grandes mariscales faltan, sin excusa; los verdaderos camaradas de
su ascensin han permanecido en sus castillos o se han pasado al partido realista;
en el mejor caso, permanecen neutrales; la mayora son ya sus enemigos. De los mi
nistros est ausente el ms inteligente, el ms experto: Talleyrand; estn ausentes los
propios hermanos reyes nuevos , las propias hermanas y, sobre todo, la propia mujer
y el propio hijo. Ve en la multitud muchos ambiciosos y pocos hombres dignos. An
vibran en sus odos los vtores de miles de bocas y siente en la sangre su clamor c
uando ya empieza el genio clarividente a sentir el primer escalofro del peligro e
n el triunfo. De repente se oye un runrn en las antesalas de sorpresa y alegra en
crescendo... Y entre los uniformes y levitas bordadas se abre respetuosamente un
paso. Aunque ha tardado algo, un coche se ha parado ante el Palacio no esta espe
rando; llega, se ofrece, pero no con insistencia de pequeo cortesano y de l sale la
figura plida, delgada y de todos bien conocida del Duque de Otranto. Lento, indi
ferente, los ojos enigmticos, impenetrables, avanza sin dar las gracias por el pa
so que se le abre; y precisamente esa tranquilidad suya, tan conocida y natural,
despierta entusiasmo. Paso a Fouch! Es el hombre que necesita el Emperador! Ya se le
considera elegido, designado, exigido por la opinin pblica antes de la decisin del
Emperador. No viene como solicitante, llega poderoso, grave, majestuoso; y, efe
ctivamente, Napolen no le hace esperar; llama inmediatamente al ms antiguo de sus
ministros, al ms fiel de sus enemigos. De su entrevista se sabe tan poco como de
aquella primera en que Fouch presto su ayuda al general desertado de Egipto, coad
yuvando a su elevacin al Consulado y alindose a l en infiel fidelidad. Cuando, al c
abo de una hora, sale Fouch del gabinete, es nuevamente ministro de Polica por ter
cera vez.
An estn hmedas las prensas del Monteur, que publica el nombramiento del Duque de Otr
anto como ministro de Napolen, y ya se arrepienten secretamente tanto el Emperado
r como su ministro de haberse vuelto a aliar. Fouch est desengaado; haba esperado ms.
Hace tiempo que no se contenta ya su amor propio exaltado con el cargo inferior
de ministro de Polica. Lo que en 1796 supona salvacin y honor para el muerto de ha
mbre, para el proscrito y despreciado exjacobino Jos Fouch, le parece al multimill
onario, al bien amado Duque de Otranto, en 1815, una prebenda miserable. Con el x
ito ha ido creciendo su propia estimacin: slo le atraen los grandes papeles de la
escena mundial, el emocionante azar de la diplomacia europea, el continente como
mesa de juego y el destino de pases enteros como puesta. Durante diez aos se atra
ves en su camino Talleyrand, el nico que se le puede equiparar; ahora, cuando este
competidor peligroso abandona a Napolen, reuniendo en Viena las bayonetas de tod
a Europa contra el Emperador, se cree Fouch el nico capacitado para desempear el Mi
nisterio del Exterior. Pero Napolen, desconfiado, y con razn, se niega a poner car
tera tan importante en sus manos hbiles, demasiado hbiles y desleales, nicamente el
Ministerio de Polica le endosa de mala gana; sabe que a su ambicin peligrosa hay
que echarle por lo menos una miga de Poder para que no muerda; pero an en este re
ducto estrecho le coloca un espa, nombrando al ms enconado adversario de Fouch, el
Duque de Rovigo, jefe de la gendarmera. As se renueva desde el primer da de su reno
vada alianza el viejo juego. Napolen dispone una polica propia para vigilar a su m
inistro de Polica. Y Fouch, por su parte, hace poltica al margen y a espaldas de la
poltica imperial. Los dos se engaan, los dos se miran las caras... De nuevo habr d
e decidirse quien mantendr, a la postre, la primaca: si el ms fuerte o el ms hbil, el
hombre de sangre clida o el hombre de sangre fra.
De mala gana acepta Fouch el Ministerio, pero lo acepta. Este magnfico y apasionad
o jugador espiritual tiene un defecto trgico: no puede estar inactivo, no puede p
ermanecer, ni siquiera una hora tan slo, como espectador del gran juego histrico m
undial. Ha de tener siempre los naipes en la mano, jugar, barajar, engaar, embauc
ar, ser fullero y jugar triunfos. Por fuerza tiene que estar sentado siempre a u
na mesa..., es indiferente a cual, si a la mesa del Rey, o a la Imperial, o a la
de la Repblica; pero tiene que estar presente, avor la man dans la Pate, tiene que

poner las manos en la masa caliente, no importa en cual; lo importante es ser m


inistro; de las derechas, de las izquierdas, del Emperador, del Rey, le es indif
erente con tal de roer en el hueso del mando. Nunca tendr la fuerza moral y tica,
ni siquiera la finura de nervios o el orgullo de rehusar un mendrugo de Poder. S
iempre estar dispuesto a ofrecer sus servicios. El hombre o la causa no significa
n nada: el juego es todo para l.
Con la misma repugnancia vuelve a tomar Napolen a su servicio a Fouch. Hace diez ao
s que conoce a este carcter de reptil y sabe que no sirve a nadie en el fondo y q
ue slo se deja arrastrar por su pasin del juego poltico. Sabe que este hombre le ve
r caer con la ms glacial indiferencia y le abandonar en el momento ms peligroso, exa
ctamente igual que abandon a los girondinos, a los terroristas, a Robespierre y a
los termidoristas; exactamente igual que abandon y traiciono a Barras su salvador ,
al Directorio, a la Repblica y al Consulado. Pero le necesita, o cree necesitarl
e. As como Napolen fascina a Fouch con su genio, igualmente, reiteradamente, fascin
a Fouch a Napolen con su actitud. Rechazarle sera peligroso; en un momento tan crtic
o no se atreve Napolen a tener a Fouch como enemigo. As se decide por el menor de l
os males, ocupndole, distrayndole con puestos y empleos, dejndose servir infielment
e. Slo los traidores me hicieron saber la verdad, dice mas tarde recordando a Fouch
en Santa Elena. Hasta en sus momentos de ira ms extremada se transparenta respeto
hacia las dotes extraordinarias de este hombre mefistoflico, pues nada soporta e
l genio con mayor impaciencia que la mediocridad; engaado a sabiendas, al menos s
e siente Napolen comprendido por Fouch. As como un sediento que bebe el agua que sa
be esta envenenada, prefiere tomar a su servicio a este hombre inteligente. y de
sleal, que a los fieles e incapaces. Diez aos de enemistad enconada unen a veces
a los hombres con mayor intensidad que una amistad mediocre.
Durante ms de diez aos ha servido Fouch a Napolen, en la actitud del ministro ante s
u seor, como espritu al servicio del genio; y siempre durante esos diez aos como su
balterno, como inferior. En 1815, en la lucha final, es Napolen, en verdad, desde
un principio, el ms dbil. Una vez mas la ltima ha saboreado la embriaguez de la glor
ia; como en alas de guila le ha trado inesperadamente el Destino desde la isla lej
ana al trono imperial. Regimientos enviados contra l con superioridad numrica cent
uplicada, rinden las armas en cuanto ven su casaca... En veinte das logra el dest
errado, que lleg con seiscientos hombres, entrar a la cabeza de un ejrcito en Pars.
Y acariciando sus odos el trueno del jbilo de millares de voces, duerme nuevament
e en el lecho de los reyes de Francia. Pero qu despertar el de los das siguientes! Q
u pronto palidece el sueo fantstico en la desnudez de la realidad! Es otra vez el E
mperador, pero slo de nombre; el mundo, que yaca esclavo a sus pies, ya no reconoc
e a su seor. Escribe cartas y proclamas, hace promesas apasionadas de paz que son
recibidas con una sonrisa de indiferencia y a las que ni siquiera se concede el
honor de una respuesta. Los mensajeros enviados por el Emperador a los reyes y
prncipes son detenidos en las fronteras como contrabandistas y quitados de en med
io sin miramientos. Una sola carta llega, dando rodeos, a Viena: Metternich la a
rroja sin abrir sobre la mesa de conferencias. A su alrededor empieza a notar el
vaco; los antiguos amigos y compaeros estn dispersos por todas partes: Berthier, B
ourrienne, Murat, Eugene Beauharnais, Bernadotte, Augereau, Talleyrand, permanec
en en sus fin as o se unen a sus enemigos. En balde quiere engaarse a s mismo y a
los dems; manda decorar fastuosamente los aposentos de la Emperatriz y del Rey de
Roma, como si regresaran a su lado maana mismo; pero en realidad flirtea Mara Lui
sa con su Conde de Neipperg, y su hijo juega en Schoenbrunn con soldados austria
cos de plomo, bajo la mirada vigilante del Emperador Francisco. Ni el propio pas
reconoce la bandera tricolor. Sublevaciones en el Sur y en el Oeste: los campesi
nos estn hartos de los eternos reclutamientos y disparan sobre los gendarmes que
quieren llevarse sus caballos para los caones. En las calles se leen carteles satr
icos que decretan, por ejemplo, en nombre de Napolen: Articulo 1. Anualmente me han
de ser entregadas trescientas mil vctimas. Art. 2. En ciertas circunstancias aume
ntar el nmero a tres millones. Art. 3. Todas estas vctimas sern enviadas por correo a
la gran matanza. No cabe duda, el mundo quiere paz y todos los espritus razonable
s estn dispuestos a mandar al diablo al indeseado si no garantiza la paz.
Trgico destino! Cuando por primera vez quiere tranquilidad el Emperador soldado, tra
nquilidad para l y para el mundo, con tal que se le deje el Poder..., el mundo no

le cree ya. Los buenos burgueses, llenos de miedo por sus rentas, no comparten
el entusiasmo de los oficiales a media paga y de los profesionales de la guerra
a quienes la paz viene a estropear el negocio. Y apenas les da Napolen obligado po
r las circunstancias el derecho electoral, le juegan la mala partida de elegir pr
ecisamente a aquellos a quienes persigui durante quince aos, a los que oblig a perm
anecer en la oscuridad, a los revolucionarios de 1792: Lafayette y Lanjuinais. N
ingn aliado, pocos verdaderos partidarios en la misma Francia: apenas una persona
con quien pueda cambiar impresiones en la intimidad. Descorazonado y confuso va
ga el Emperador por el Palacio vaco. Una extrema laxitud se apodera de sus nervio
s y de su energa; tan pronto vocifera, perdido el dominio de s mismo, como cae ins
ensible en un verdadero letargo. Muchas veces se acuesta en pleno da para dormir:
un cansancio interior, no del cuerpo, sino del alma, le derriba horas enteras c
omo golpeado por una maza de plomo. Una vez le encuentra Carnot en sus aposentos
con lgrimas en los ojos, contemplando fijamente un retrato del Rey de Roma, su h
ijo; sus confidentes le oyen lamentarse de que su buena estrella le ha abandonad
o. El imn interior siente que se ha traspasado el cenit del xito, por eso tiembla
y oscila, inestable, la aguja de su voluntad de polo a polo. De mala gana, sin v
erdadera esperanza, dispuesto a toda concesin, parte al fin a la guerra el mimado
de la victoria. Pero nunca cierne su vuelo Nike sobre una cerviz humillada.
Tal es Napolen en 1815: seor y Emperador en apariencia, fantasma a merced del dest
ino, revestido con una sombra de Poder. Pero el hombre que tiene a su lado, Fouc
h, se encuentra en aquellos aos en la plenitud de su fuerza. El razonamiento acera
do y pujante, oculto en la vaina de la astucia, no se gasta tanto como la pasin e
n rotacin constante, jams se ha sentido Fouch espiritualmente ms hbil, mas intrigante
, ms flexible, ms audaz que durante los cien das transcurridos entre la restauracin
y el derrumbamiento del Imperio. No hacia Napolen, sino hacia l, se dirigen las mi
radas, esperando la salvacin. Todos los partidos fenmeno fantstico tienen ms confianza
en el ministro del Emperador que en el Emperador mismo. Luis XVIII, los republi
canos, los realistas, Londres, Viena, todos ven en Fouch el nico hombre con quien
se puede negociar; su prudencia fra y calculadora da ms esperanzas a un mundo exte
nuado y necesitado de paz que el genio de Napolen, oscilante, inquieto en el mar
de la confusin. Y los que niegan el ttulo de Emperador al General Bonaparte, respeta
n el crdito personal de Fouch. Las mismas fronteras en las que son apresados sin m
iramientos los agentes de Estado de la Francia Imperial se abren, como tocadas p
or llave mgica, a los mensajeros secretos del Duque de Otranto. Wellington, Mette
rnich, Talleyrand, Orlens, el Zar y el Rey, todos reciben con gusto y con la mayo
r cortesa a sus emisarios; de pronto, el que haba engaado siempre a todos, resulta
el nico jugador leal en este juego cosmopolita. Basta que mueva un dedo y se cump
la su voluntad. La Vende se subleva, una lucha sangrienta amenaza al pas; basta qu
e Fouch mande un mensaje para que se evite, con una sola entrevista, la guerra ci
vil. Para qu dice, calculando sinceramente derramar an sangre francesa? En un par de m
eses el Emperador o habr vencido o estar perdido irremisiblemente. Para qu, pues, lu
char por algo que probablemente tendris ms tarde sin lucha? Guardad las armas y esp
erad! Y en el acto cierran los generales realistas convencidos por estas explicaci
ones fras y lgicas el pacto aconsejado. Todo el extranjero, todo el pas se dirige en
primer lugar a Fouch; no se toma ninguna resolucin en el Parlamento sin l. Impoten
te tiene que ver Napolen cmo le paraliza el brazo su criado cuando l quisiera ataca
r; cmo dirige las elecciones en el pas contra l y pone trabas en el camino de su vo
luntad desptica con un Parlamento de ideas republicanas. En vano quisiera librars
e ahora de l: la poca autocrtica pas, pasaron los tiempos en que se mandaba al Duque
de Otranto, como a un criado molesto, con un par de millones al retiro; hoy pue
de arrojar con ms facilidad del trono el ministro al Emperador, que el Emperador
de su cargo ministerial al Duque de Otranto.
Estas semanas de poltica obstinada, pero razonable; multiforme, pero clara, puede
n situarse entre lo ms perfecto de la historia mundial de la diplomacia. Ni un ad
versario personal, como el idealista Lamartine, puede negar su tributo de admira
cin al genio maquiavlico de Fouch. Hay que reconocer escribe que demostr una audacia e
traordinaria y un valor enrgico en el desempeo de su misin. Se jugaba diariamente l
a cabeza, que poda caer a la primera reaccin de vergenza o de ira que estallara en
el pecho de Napolen. De todos los supervivientes de la poca de la Convencin era el n

ico que no se mostraba desgastado ni menguado en su audacia. La audacia de sus m


aniobras le haba colocado en una situacin angustiosamente comprometida, cogido, po
r una parte, entre la tirana, que resurga, y la libertad, que intentaba revivir; e
ntre Napolen, que sacrificaba la patria a sus intereses, y Francia, que no quera d
ejarse desangrar por un slo hombre. Y Fouch contena al Emperador, adulaba a los rep
ublicanos, tranquilizaba a Francia, insinuaba corteses ademanes a Europa, sonrea
a Luis XVIII, negociaba con las Cortes extranjeras, se entenda por medio de gesto
s tcticos con el seor de Talleyrand y lograba mantener el equilibrio en todo con s
u actitud. Era el suyo un papel multiforme, difcil, bajo y sublime al mismo tiemp
o, pero enorme siempre, y al que la Historia no ha prestado hasta hoy la debida
atencin. Un papel sin nobleza de alma, pero no sin amor patrio y sin valenta, y qu
e pona al sbdito a la altura de su Soberano, al ministro sobre su Emperador, hacind
ole arbitro entre el Imperio, la Restauracin y la Libertad, aunque arbitro por su
doble personalidad. La Historia, mientras condena a Fouch, no podr negarle audaci
a en su actitud durante el perodo de los Cien Das, altura poltica en su tctica con l
os partidos y grandeza en la intriga. Todo esto lo colocara al lado de los grande
s estadistas del siglo si existieran verdaderos hombres de Estado sin virtud y s
in dignidad de carcter.
Con tal clarividencia juzga al hombre de Estado el poeta Lamartine, que fu contem
porneo suyo y sinti las vibraciones de aquel ambiente. La leyenda napolenica, que c
omienza cincuenta aos ms tarde, cuando ya se han podrido los diez millones de muer
tos, cuando estn ya enterrados todos los invlidos y aliviada Europa de las devasta
ciones, juzga, naturalmente, con mas severidad e injusticia a Fouch. Las leyendas
histricas son siempre una especie de hnterland espiritual de la Historia y, como
todo hinterland, exigen gratuitamente las virtudes que no tiene que compartir el
la misma: sacrificios ilimitados de vidas humanas, consagracin absoluta a la locu
ra heroica, a la muerte heroica por causa extraa, a la que ha de tributar una fid
elidad absurda. La leyenda napolenica, con su sistema de contraste violento, solo
conoce Leales y Traidores a su hroe; no distingue entre el primer Napolen, el Cnsul q
e devolvi a su pas la paz y el orden, por la inteligencia y la energa, y el Napolen
de la locura cesrea, el monomanaco de la guerra, que empujaba al mundo constanteme
nte, sin miramientos, a aventuras asesinas slo por su voluntad, por el deleite de
l Poder, y que dijo a Metternich aquellas palabras dignas de Tamerln: A un hombre
como yo le tiene sin cuidado la vida de un milln de seres. A todo francs prudente q
ue quiso oponerse con ideas moderadas a esta ambicin frentica del genio demonaco qu
e corra tras su propia perdicin, a todo el que no quiso encadenarse a vida o muert
e como un perro o un esclavo a su carro de triunfo, a Talleyrand, a Bourrienne,
a Murat, a todos los arroja la leyenda a su infierno con furor dantesco. Y sobre
todo, Fouch es para ellos el traidor de los traidores, el architraidor, el advoc
atus diaboli. Segn su punto de vista, entr Fouch en 1815 en el ministerio nicamente
para estar cerca del Emperador y poder asestarle en el momento oportuno la pualad
a, vendido de antemano a Luis XVIII y a Europa. Se pretende que ya el 20 de marz
o mand decir a los monrquicos: Salven ustedes al Rey, yo me comprometo a salvar la
Monarqua. Igualmente se pretende que el da que recibi la cartera dijo confidencialme
nte a su Sancho Panza: Mi primera obligacin es obstruir todos los proyectos del Emp
erador; dentro de tres meses ser ms fuerte que l, y si hasta ahora no me ha mandado
fusilar, tendr que arrodillarse ante m. Es demasiado exacta en los datos esta prof
eca para no haber sido inventada a posteriori.
Pero pretender que Fouch entrara en el ministerio de Napolen pagado de antemano co
mo espa de Luis XVIII es despreciarle miserablemente, y, sobre todo, supone un ab
soluto desconocimiento de su magnfica complicacin psicolgica, de lo misterioso y de
monaco de su carcter. No es que Fouch, amoral y maquiavlico perfecto, hubiera sido i
ncapaz, en un momento dado, de esta traicin (como de cualquier otra); pero semeja
nte bajeza era demasiado simple, demasiado poco atractiva para su genio de jugad
or audaz. Engaar burdamente a un hombre, aunque sea un Napolen, no va bien con su
estilo. Su nico placer es engaar a todo el mundo, no dar seguridad a nadie y atrae
rlos a todos, jugar con todos y contra todos a la vez, no obrar nunca de acuerdo
con premeditados proyectos, sino siguiendo el impulso de sus nervios, ser un Pr
oteo, dios de la metamorfosis, no un Franz Moor, un Ricardo III, un intrigante c
onsecuente; slo el papel brillante, lleno de sorpresas, entusiasma a su naturalez

a apasionada de diplomtico. Ama las dificultades precisamente por las dificultade


s mismas, y las aumenta artificialmente a un grado doble, cudruple; no es el simp
le traidor: es mltiple, universal, es un traidor nato. Y as pudo decir de l, quien
ms a fondo le conoca, Napolen, en Sana Elena, con palabra profunda: Slo un traidor ver
dadero, perfecto, he conocido: Fouch! Traidor acabado, no ocasional; un verdadero
genio en la traicin, eso era l, pues la traicin esta menos en su intencin, en su tcti
ca, que en su naturaleza ntima. Se comprender quiz mejor su carcter por analoga con l
os dobles espas, tan conocidos en la guerra, que llevan secretos a potencias extr
anjeras para poder atisbar, de paso, otros secretos ms valiosos, y que con tanto
traer y llevar, al cabo no saben ya, en realidad, a que potencia sirven. Pagados
por unos y por otros, sin ser fieles a nadie, estn entregados en verdad slo a un
juego, al doble juego de traer y llevar, de introducirse en los secretos: un pla
cer, por otra parte, inmaterial casi; una voluptuosidad mortal y diablica. Slo cua
ndo la balanza se inclina definitivamente de un lado, se desecha la pasin del jue
go y se impone la razn para cobrar la ganancia. Cuando la victoria se ha decidido
, entonces se decide Fouch... As lo hizo en la Convencin, bajo el Directorio, bajo
el Consulado y bajo el Imperio. Mientras dura la lucha, no est con nadie, para es
tar siempre al final con el vencedor. Si en Waterloo, Grouchy hubiera llegado a
tiempo, hubiese sido Fouch (al menos por una temporada) ministro convencido de Na
polen. Como ste pierde la batalla, le abandona. Sin pretender defenderse, ha dicho
l mismo, con su cinismo acostumbrado, las palabras definidoras de su actitud dur
ante los Cien Das: No he sido yo quien ha traicionado a Napolen, ha sido Waterloo.
Pero es, no obstante, muy comprensible que enfurezca a Napolen este doble juego d
e su ministro. Pues ahora le va a la cabeza en el juego. Todas las maanas entra e
n su aposento, como hace un decenio, este hombre enjuto, delgado, plido y sin san
gre en la cara, con su levita bordada, y le da cuenta de la situacin con palabras
pulcras, claras e irreprochables. Nadie abarca mejor los acontecimientos, nadie
sabe presentar ms claramente la situacin de los pases; todo lo penetra y todo lo v
e. As lo comprende Napolen con la superioridad del genio y, sin embargo, nota, al
mismo tiempo, que Fouch no le dice todo lo que sabe. Tiene conocimiento de que el
Duque de Otranto recibe mensajeros de las potencias extranjeras; sabe que por l
a maana, por la tarde, por la noche, recibe su propio ministro de Gabinete agente
s realistas sospechosos; que a puerta cerrada tiene conferencias con ellos; que
sostiene relaciones sobre las que no le da una sola referencia a l, a su Emperado
r. Pero sucede esto verdaderamente, como Fouch le quiere hacer creer, slo para obte
ner informaciones, o se urden all intrigas secretas? Horrible incertidumbre para u
n acosado, cercado por cien enemigos! Es en vano que le pregunte con amabilidad,
que le amoneste, que le agobie de sospechas graves: los labios delgados permane
cen cerrados, inalterables; los ojos, insensibles como el cristal. No se puede p
enetrar a Fouch, no se le puede arrancar su secreto. Napolen medita cmo cogerle. Cmo
saber, por fin, si el hombre a quien deja mirar todas sus cartas le traiciona o
traiciona a sus enemigos? Cmo asir al insensible, como penetrar al impenetrable?
La casualidad parece brindar, por fin, una solucin, por lo menos una huella, un v
estigio, casi una prueba. En abril descubre la polica secreta esa polica que sostie
ne el Emperador expresamente para vigilar a su ministro de Polica la llegada a Pars
de un supuesto empleado de una casa de banca de Viena, que inmediatamente se di
rigi en busca del Duque de Otranto. Siguen al mensajero, le detienen y naturalment
e, sin que lo sepa el ministro de Polica, Fouch le trasladan a un pabelln del Eliseo
, a presencia de Napolen. All se le amenaza con fusilarlo inmediatamente, y tanto
se le amedrenta que, por fin, confiesa haber entregado a Fouch una carta de Mette
rnich, escrita con tinta simptica; carta que anuncia y prepara una conferencia de
enviados confidenciales en Basilea. Napolen centellea de ira: cartas as, con maqu
inaciones semejantes del ministro enemigo a su propio ministro, son un delito de
alta traicin. Y es natural que su primer pensamiento sea el de detener inmediata
mente al servidor infiel y mandar confiscar sus papeles. Pero sus confidentes le
aconsejan no hacerlo; le dicen que an no se tena una prueba decisiva y que, sin d
uda, no se encontrara dada la cautela caracterstica del Duque de Otranto en sus pape
les ni seal de sus maquinaciones. As decide, de pronto, el Emperador poner a prueb
a la lealtad de Fouch. Le manda llamar y le habla con un disimulo no acostumbrado
en el en realidad aprendido de su propio ministro , sondeando la situacin. No sera pos

ible insina entrar en relaciones con Austria? Fouch, sin sospechar que haba contado el
mensajero toda la historia, no menciona ni con una palabra la carta de Metterni
ch. Indiferente, aparentemente indiferente, le despide el Emperador, plenamente
convencido ya de la canallada de su ministro. Mas para tener una prueba completa
de conviccin pone en escena en momentos en que su estado de nimo rebosa amargura un
a farsa refinada con todo el quid pro quo de una comedia de Moliere... Por el ag
ente se sabe la contrasea para la entrevista con el confidente de Metternich. Y e
l Emperador enva un emisario que debe presentarse como confidente de Fouch: el age
nte austriaco le har, sin duda, todas las revelaciones, y al fin sabr el Emperador
, adems de esto, no solamente si le traiciono Fouch, sino hasta qu punto. En la mis
ma noche parte el mensajero de Napolen: dos das despus estar desenmascarado Fouch, qu
e habr cado en su propia trampa.
Pero a un guila o a una serpiente, a un animal de sangre fra, no se le puede coger
con la mano... por mucho que se apriete. La comedia que pone en escena el Emper
ador tiene tambin, como toda comedia perfecta, una accin refleja, casi un doble fo
ndo. Si Napolen tiene a espaldas de Fouch a su polica secreta, tambin tiene Fouch a e
spaldas de Napolen sus escribientes sobornados, sus confidentes secretos, y sus e
spas no trabajan con menos rapidez que los del Emperador. El mismo da en que parte
el agente de Napolen para la mascarada del hotel de los Tres Reyes, de Basilea, de
scubre Fouch el pastel: uno de los confidentes de Napolen le ha contado el argumento d
e la comedia. Y el que deba ser sorprendido, sorprende a su vez a su propio seor,
a la maana siguiente, en el reportaje diario. En medio de la conversacin se pasa r
epentinamente la mano por la frente, con el aire distrado de quien acaba de acord
arse de alguna bagatela sin la menor importancia: Ah, sire! Haba olvidado decir que
he recibido una carta de Metternich; como uno est ocupado con asuntos ms importan
tes... Adems, su mensajero no me entrego los polvos para hacer inteligible la esc
ritura y sospech un engao. As no he podido referirme a ello hasta hoy.
El Emperador no puede dominarse. Es usted un traidor, Fouch grita ; deba mandarle al p
atbulo.
No soy de esa opinin, Majestad, contesta impvido el ministro con la mayor sangre fra.
Napolen tiembla de ira. Otra vez se le ha escurrido el Fra Diavolo con esta confe
sin indeseada, hecha antes de tiempo. Y el agente, que dos das despus le trae el re
lato de la entrevista de Basilea, tiene poco decisivo que comunicar y mucho desa
gradable. Poco decisivo, puesto que de la actitud del agente austriaco se deduce
que Fouch fue demasiado astuto para ponerse en evidencia, limitndose a poner en p
rctica, a espaldas de su seor, su maniobra favorita de tener todas las posibilidad
es en una mano. Pero tambin trae mucho desagradable el mensajero: las potencias e
stn conformes con todas las formas de Gobierno en Francia, con todas, excepto con
el imperio, con Napolen Bonaparte. Furioso, se muerde los labios el Emperador. S
u potencialidad se ha paralizado. Quiso sorprender por la espalda al hombre tene
broso y en este duelo recibi una herida mortal desde la sombra.
La parada de Fouch ha hecho fallar el momento preciso del ataque. Pero Napolen se
da cuenta exacta: Es evidente que me traiciona dice a sus confidentes . Y siento no
haberle echado antes de que me comunicara sus relaciones con Metternich. Ahora h
a pasado el momento y falta un pretexto. Divulgara por todas partes que soy un ti
rano que todo lo sacrifica a su perspicacia. Con absoluta clarividencia reconoce
el Emperador la superioridad de Fouch; pero sigue luchando hasta el ltimo momento,
intentando la posibilidad de atraerse a este espritu todo doblez o sorprenderle,
por lo menos, y eliminarle. Utiliza todos los medios, hace la prueba con confia
nza, con amabilidad, con benevolencia, con prudencia... Pero su fuerte voluntad
rebota impotente en esta piedra labrada en todas sus facetas, en todas igualment
e fra y reluciente; a los diamantes se los puede machacar o tirar, pero no penetr
arlos. Por fin pierde los nervios, atormentado por la desconfianza. Carnot cuent
a la escena en que se descubre dramticamente la impotencia del Emperador: Me traic
iona usted, Duque de Otranto; tengo pruebas de ello, grita Napolen una vez en plen
o Consejo de Ministros al hombre impvido; y aade, cogiendo un cuchillo de marfil q
ue est sobre la mesa: Tome aqu este cuchillo y clvemelo en el pecho; eso sera mas lea
l que lo que usted hace. Estara en mis manos mandarle fusilar y todo el mundo apr
obara ese acto. Pero si usted me pregunta por qu no lo hago, yo le dir que porque l
e desprecio, porque no pesa usted una onza en mi balanza. Puede advertirse que su

desconfianza se ha convertido en ira; su sufrimiento, en odio. Nunca le olvidar


a este hombre el haberlo provocado de tal manera; y eso lo sabe muy bien Fouch. P
ero calcula con claridad mental las escasas posibilidades que le restan al Emper
ador. Dentro de cuatro semanas todo habr terminado con este furibundo, dice proftico
y despreciativo a un amigo. Por eso no piensa en pactar, ni mucho menos. Uno de
los dos ha de abandonar el campo despus de la batalla decisiva: Napolen o l. Sabe
que Napolen ha anunciado que el primer mensajero del campo de batalla victorioso
llevara a Pars la orden de su destitucin, quiz la orden de detencin...
El reloj del tiempo retrocede veinte aos de un golpe: 1793. El hombre ms poderoso
de su poca, Robespierre, anuncia con igual decisin que quince das despus haba de caer
una cabeza: la de Fouch o la suya. Pero el Duque de Otranto tiene ahora la conci
encia de su propio valor. Y con aire de superioridad recuerda a uno de sus amigo
s, que le aconseja que se guarde de la ira de Napolen, aquella amenaza de antao de
l puritano revolucionario. Y aade sonriente: Pero cayo la suya.
El 18 de junio empiezan a tronar repentinamente los caones ante el templo de los
Invlidos. Los habitantes de Pars se estremecen entusiasmados. Hace quince aos que c
onocen esta voz de bronce. Se ha logrado una victoria: se ha logrado una batalla
... El Moniteur anuncia la derrota completa de Bluecher y de Wellington. Las mas
as afluyen entusiasmadas a los bulevares con animacin dominguera. La tendencia ge
neral de opinin, que vacilaba an pocos das antes, se trueca, de pronto, en simpata y
entusiasmo por el Emperador, nicamente el ms fino barmetro, la Renta, baja cuatro
puntos, pues cada victoria de Napolen significa la prolongacin de la guerra. Y un
slo hombre quiz tiembla en su interior al or las detonaciones del bronce: Fouch. Pue
de costarle la cabeza la victoria del dspota.
Pero trgica irona: a la misma hora en que disparan sus salvas los caones franceses
en Pars, destruyen los caones ingleses en Waterloo las columnas de infantera y de l
a guardia; y mientras se ilumina la capital, mal informada, huyen los ltimos rest
os del ejrcito disperso ante las nubes de polvo que levanta el galope de la cabal
lera prusiana.
An le queda un segundo da de confianza a Pars despreocupado. El da 20 empiezan a con
ocerse las noticias funestas. Plida, con los labios temblorosos, susurra la gente
los rumores inquietantes. En las casas, en las calles, en la Bolsa, en los cuar
teles, en todas partes se cuchichea y habla de una catstrofe, a pesar de que los
peridicos callan como paralizados. Todos hablan, titubean, gruen, se quejan y espe
ran en la capital, sbitamente amedrentada.
Uno solo acta: Fouch. Apenas recibe (naturalmente, antes que nadie) la noticia de
Waterloo, considera ya a Napolen como a un cadver gravoso que hay que hacer desapa
recer rpidamente. Y en el acto pone su mano en la pala para cavar la fosa. Ensegu
ida escribe al Duque de Wellington para estar de antemano en contacto con el ven
cedor; al mismo tiempo advierte a los diputados, con una clarividencia psicolgica
sin igual, que Napolen intentar, ante todo, mandarlos a casa. Volver mas furioso qu
e nunca y pedir en el acto la dictadura. Hay que anticiparse, atravesarse en su cam
ino! La misma noche est ya preparado el Parlamento, ganado el Consejo de Ministro
s contra el Emperador; se le ha quitado a Napolen la ltima posibilidad de tomar nu
evamente las riendas del mando. Y todo antes de que haya puesto su pie en Pars. E
l seor, el hombre del momento no es ya Napolen Bonaparte, sino, al fin al fin ... ! ,
Jos Fouch.
Poco antes del amanecer, envuelto en la capa negra de la noche como en un pao mor
tuorio, atraviesa una carroza vieja (la suya, con el tesoro del Trono; la espada
y los papeles, se los llevo Bluecher como botn) las puertas de Pars, camino del E
liseo. Quien escribi seis das antes en su orden del da patticamente: Para cada francs
que tenga valor, ha llegado el momento de vencer o morir, ni ha vencido ni ha mue
rto; pero en Waterloo y en Ligny han muerto sesenta mil hombres por l. Ahora vuel
ve rpidamente, como de Egipto, como de Rusia, para salvar el Poder. Deliberadamen
te ha mandado retardar la marcha del coche para llegar secretamente, cubierto po
r la oscuridad. Y en vez de ir directamente a las Tulleras, para entrar con los r
epresentantes del pueblo francs en su Palacio imperial, esconde sus nervios abati
dos en el Eliseo, mas pequeo y apartado.
Un hombre cansado, maltrecho, se apea del coche, balbuceando palabras incoherent
es, perturbadas, buscando, demasiado tarde, explicaciones y excusas para lo inev

itable. Un bao caliente le repone; despus rene su Consejo. Inquietos, vacilantes en


tre la ira y la compasin, respetuosos, sin el sentimiento ntimo del respeto, escuc
han las frases perturbadas y febriles del vencido, que fantasea de nuevo sobre c
ien mil hombres que quiere levantar, acerca de la requisa de los caballos de luj
o; y les explica (a ellos, que saben perfectamente que no se pueden sacar cien m
il hombres ms del pas agotado) cmo en quince das puede volver a atacar otra vez a lo
s aliados con doscientos mil hombres. Los ministros, entre ellos Fouch, permanece
n con las frentes humilladas. Saben que esas alucinaciones de fiebre slo son las l
timas convulsiones de la gigantesca voluntad de Poder que no quiere morir en est
e titn. Exige precisamente lo que Fouch previ: la dictadura, la unin de todo poder m
ilitar y poltico en una sola mano, en la suya. Tal vez pide esto slo para que se l
o nieguen los ministros, para endosarles ms tarde, ante la Historia, la culpa de
haberle arrebatado la ltima posibilidad de victoria (la poca presente ofrece analo
gas de semejantes transferencias).
Pero los ministros se manifiestan con mucha cautela, con el pudor de herir con u
na palabra a este hombre atormentado y delirante. Slo Fouch no necesita hablar. Ca
lla, pues es el nico que se ha anticipado a actuar, tomando todas las medidas par
a impedir este ltimo ataque de Napolen al Poder. Con la curiosidad objetiva del mdi
co que observa framente las ltimas convulsiones agitadas de un moribundo y calcula
de antemano cundo se detendr el pulso, cuando se quebrara la resistencia, escucha
sin compasin las frases vanas, frenticas; ni una palabra sale de sus labios delga
dos, sin sangre. Moribundus: un extraviado, un desposedo... A qu, todava, sus palabr
as desesperadas! Sabe que mientras el Emperador se alucina para embriagar a los
dems con fantasas forzadas, deciden los diputados a mil pasos de all, en las Tullera
s, con despiadada lgica, de acuerdo con el mando y voluntad, libres por fin, de J
os Fouch.
l, personalmente igual que el 9 de Termidor , no se presenta el 21 de junio en la As
amblea de diputados. Ha colocado eso le basta sus bateras en la sombra, ha planeado
la batalla, ha escogido el momento y ha elegido el hombre propicio para el ataq
ue: la contrafigura trgica, casi grotesca, de Napolen: Lafayette. Repatriado hace
un cuarto de siglo como hroe de la guerra de la Independencia americana, siendo u
n aristcrata casi adolescente, y coronado, sin embargo, con la gloria de dos mund
os, portaestandarte de la Revolucin, paladn de la nueva idea, dolo de su pueblo, ha
conocido Lafayette temprano, demasiado temprano, todos los xitos del Poder. Y de
pronto surge de la nada, del dormitorio de Barras, un pequeo corso, un teniente
de casaca rada y tacones torcidos, y se apropia, en dos aos, de todo lo que l const
ruy y empez, robndole el sitio y la gloria. Eso no se olvida! Despechado permanece e
n su finca el noble ofendido, mientras el otro, envuelto en la capa imperial bor
dada, recibe a los prncipes de Europa, que vienen a sus pies, y sustituye con el
nuevo y duro despotismo del genio el antiguo despotismo de la nobleza. Ni un ray
o de sol de benevolencia llega de este sol naciente a la finca lejana; y cuando
el Marqus de Lafayette va una vez a Pars con su traje sencillo, no le hace caso el
parvenu; las levitas bordadas de oro de los generales, los uniformes de los mar
iscales que surgieron de los campos de sangre, ensombrecen su gloria ya ajada. L
afayette esta olvidado; nadie pronuncia su nombre en veinte aos. Le blanquea el c
abello; la figura audaz enflaquece y se seca, y nadie le llama ni al Ejrcito ni a
l Senado. Ignorado, le dejan plantar rosas y patatas en La Grange. No, eso no lo
olvida un hombre de ambicin. Y cuando el pueblo, en 1815, acordndose de la Revolu
cin, elige como representante a su antiguo dolo, y Napolen se ve obligado a dirigir
le la palabra, contesta Lafayette con frialdad hostil... Es demasiado orgulloso,
demasiado honrado, demasiado sincero para ocultar su enemistad.
Pero ahora se adelanta a primer trmino, empujado por Fouch; y el odio acumulado en
l produce casi un efecto de prudencia y de fuerza. Por primera vez se vuelve a or
la voz del antiguo paladn en la tribuna: Al volver a levantar, al cabo de tantos
aos, por primera vez, mi voz, que reconocern los antiguos amigos de la libertad, m
e siento impulsado a hablaros de los peligros que amenazan la Patria, cuya salva
cin slo depende ahora de vuestra fuerza. Por primera vez ha vuelto a ser pronunciad
a la palabra Libertad, y eso quiere decir en este momento... liberacin de Napolen.
La proposicin de Lafayette obstruye de antemano cualquier intento de disolver la
Cmara, de repetir un golpe de Estado. Con entusiasmo se decide que se declare en

sesin permanente la representacin del pueblo y que se califique como traidor a la


Patria a todo el que se haga culpable del intento de disolverla.
No hay duda de a quin se dirige el duro mensaje; apenas le es transmitido, siente
Napolen el puetazo en medio de la cara. Deb echar a esa gente antes de mi partida;
ahora ya es tarde, dice iracundo. En realidad, no es demasiado tarde. An podra salv
ar con una abdicacin oportuna la corona imperial para su hijo; salvar para s mismo
la libertad; y an podra, por otra parte, dar personalmente los mil pasos que sepa
ran el Eliseo de la Asamblea e imponerse con su sola presencia y su voluntad a a
quel rebao de ovejas titubeantes; pero siempre, reiteradamente, nos muestra la Hi
storia el mismo fenmeno increble que observamos precisamente en las figuras mas enr
gicas y en el momento mas crtico: una extraa indecisin como una parlisis del alma. W
allenstein, antes de la defeccin; Robespierre, la noche del 9 de Termidor..., sin
olvidar a los caudillos de la ltima guerra, todos muestran una fatal indecisin en
el momento en que la misma precipitacin hubiera sido un mal menor, una equivocac
in venial. Napolen parlamenta, discute ante los ministros, que le escuchan indifer
entes; precisamente en la hora que debe decidir su porvenir, habla infructuosame
nte sobre las faltas del pasado, acusa, fantasea, hace alarde de un nfasis verdad
ero o teatral, pero carece de valor. Habla, pero no acta. Y como si fuera posible
que la Historia se repitiese dentro del crculo de una misma vida, como si no fue
ra la analoga la falta ideolgica ms peligrosa en poltica, enva, lo mismo que el 18 de
Brumario, a su hermano Luciano como tribuno en su lugar para ganar a los diputa
dos. Pero entonces apoyaba a Luciano como abogado elocuente la victoria de su he
rmano, y tena por cmplices granaderos de manos duras y generales decididos. Y adems
, Napolen olvido fatalmente esto: entre esos quince aos yacen diez millones de mue
rtos. Y cuando Luciano sube a la tribuna y acusa al pueblo francs de abandono e i
ngratitud hacia la causa de su hermano, se desborda sbita en Lafayette la ira acu
mulada de la nacin desengaada contra su verdugo en palabras inolvidables que, como
chispas en la plvora, deshacen de un golpe la ltima esperanza de Napolen. Cmo truena
ontra Luciano se atreve a reprocharnos de no haber hecho bastante por su hermano?
Ha olvidado que los huesos de nuestros hijos, de nuestros hermanos, dan testimon
io en todas partes de nuestra fidelidad? En los desiertos de frica, en las riberas
del Guadalquivir y del Tajo, en las orillas del Vstula, en los campos de hielo d
e Mosc, han perecido en diez aos ms de tres millones de franceses por un slo hombre!
Por un hombre que an hoy quisiera luchar contra Europa con nuestra sangre. Es suf
iciente, ms que suficiente, por un hombre! Ahora nuestro deber es salvar a la Pat
ria. El aplauso torrencial de todos podra hacer comprender a Napolen que era ya tie
mpo de abdicar voluntariamente. Pero nada parece ms difcil en la tierra que renunc
iar al Poder. Napolen vacila. Y esta vacilacin le cuesta el Imperio a su hijo y a l
mismo la libertad.
Pero a Fouch se le acaba la paciencia. Si el que ya le es incmodo no quiere marcha
r voluntariamente, habr que echarle... En todo caso hay que apoyar la palanca bie
n y pronto, pues logrado esto se derrumba la aureola ms colosal. Por la noche tra
baja a los diputados a l adictos para que a la maana siguiente la Cmara exija, punt
ual e imperiosamente, la abdicacin. Pero ni esto siquiera parece lo bastante clar
o para quien siente la ola del Poder fluir en su sangre. An sigue Napolen parlamen
tando de un lado para otro. Al fin, inducido por un gesto de Fouch, pronuncia Laf
ayette las palabras decisivas: Si vacila en abdicar, propondr el destronamiento.
Una hora le dan al dueo del mundo para una abdicacin honrosa; una hora, al hombre
nacido para el Poder, para renunciar definitivamente a l; pero slo la utiliza, lo
mismo que en 1814, ante sus generales en Fontainebleau, con un fin teatral, en v
ez de utilizarla con un fin poltico. Cmo! exclama indignado . Por la fuerza? Si es as
abdicar. La Cmara no es ms que un pelotn de jacobinos y ambiciosos que deb denunciar
a la nacin y dispersar. Pero el tiempo que perd puede recuperarse. En realidad, lo
que quiere es que le rueguen con ms insistencia para hacer el sacrificio mayor; y
, efectivamente: lo mismo que en 1814 sus generales, le animan ahora respetuosam
ente sus ministros. Slo Fouch calla. Llegan noticias tras noticias; la manecilla d
el reloj sigue corriendo inclemente sobre la esfera. Por fin pone el Emperador s
u mirada en Fouch: una mirada, segn cuentan los testigos presenciales, llena de ir
ona y al mismo tiempo de odio profundo. Escriba a los seores le ordena despectivo que
se mantengan tranquilos, que yo les contestar. En el acto escribe Fouch con lpiz un

par de lneas en un papel dirigido a sus amigos de la Cmara, diciendo que ya no er


a necesaria la coz... Napolen se dirige a un gabinete apartado para dictar a su h
ermano Luciano la abdicacin.
Al cabo de algunos minutos vuelve al gabinete principal. A quin entregar la hoja d
ecisiva? Terrible irona: precisamente a quien le oblig a escribirla, que espera, i
nmvil, como Hermes, el mensajero inexorable. Sin una palabra se la entrega el Emp
erador. Sin una palabra recibe Fouch el documento tan a duras penas conseguido. S
e inclina.
Fu su ltima reverencia ante Napolen.
En la sesin de la Cmara ha faltado Fouch, el Duque de Otranto; pero ahora, decidida
la victoria, entra lentamente y sube los escalones, en la mano el papel histrico
. Le temblara de orgullo la mano dura y fina de intrigante en estos momentos; por
segunda vez venca al hombre mas fuerte de Francia. Este 22 de junio repite en su
recuerdo el 9 de Termidor. Ante un silencio conmovido, fro y sin emocin, un par d
e palabras de despedida para su antiguo seor: flores de papel sobre una tumba rec
in cavada. Pero se acabaron los sentimentalismos! No se le ha arrancado el Poder a
este titn para dejarlo rodar por el suelo, para presa de la primera mano hbil que
se arroje sobre l; no hay que soltar el botn: hay que aprovechar el momento tanto
s aos anhelado. Por eso propone la eleccin inmediata de un Gobierno provisional, d
e un Directorio de cinco hombres, seguro de ser elegido. Por una vez ms amenaza e
scaprsele de la mano el Poder tanto tiempo deseado; ciertamente, consigue elimina
r a su peligroso competidor Lafayette y echar la zancadilla de manera traicioner
a al hombre que le sirvi de instrumento y le prest, con su rectitud y su conviccin
republicana, tan preciosos servicios; pero en la primera eleccin tiene Carnot 324
votos y Fouch slo 293. No hay duda, pues, que la Presidencia del nuevo Gobierno p
rovisional corresponde a Carnot.
Pero en este instante decisivo, a una pulgada de la meta, hace Fouch la ms hbil jug
ada de tahr, la ms deliciosa e infame de sus piruetas. Segn el nmero de votos, perte
nece la Presidencia, naturalmente, a Carnot; con ello Fouch sera en este Gobierno,
como en otros anteriores, la segunda figura, precisamente cuando espera, por fi
n, ser la primera: el amo omnipotente. Se vale entonces de un ardid perverso: ap
enas se rene el Consejo de los Cinco, y cuando Carnot se dispone a tomar asiento
en el silln presidencial, segn le corresponde, dice Fouch, como la cosa ms natural d
el mundo, a sus colegas, que ha llegado el momento de constituirse. Qu entiende usted
por constituirse?, pregunta Carnot, asombrado. Pues elegir nuestro secretario y n
uestro presidente, contesta Fouch con la mayor ingenuidad. Y aade con falsa modesti
a: Yo le doy, desde luego, mi voto para la Presidencia. Carnot muerde el anzuelo y
replica muy fino: Y yo a usted el mo. Y como dos de los miembros estn previamente g
anados, en secreto, por Fouch, logra, tres votos contra dos, sentndose, antes de q
ue Carnot pueda darse cuenta de cmo le han birlado el puesto, en el silln presiden
cial. Despus de burlar a Napolen y Lafayette, burla tambin con toda facilidad a Car
not, el ms popular en aquel momento, y l, ms astuto, le sustituye para regir los de
stinos de Francia. En el espacio de cinco das, del 13 al 18 de junio, cae el Pode
r de las manos del Emperador; en el espacio de cinco das, del 17 al 22 de junio,
se apodera de l, por fin!, Jos Fouch. Ya no ser criado, sino seor; ser por primera vez
dueo absoluto de Francia; ser libre, divinamente libre, para el juego amado y turb
ador de la poltica y de la Historia.
Su primera medida tiende a alejar la persona del Emperador. Aunque solo sea la s
ombra de Napolen, agobia a Fouch. As como no se senta tranquilo Napolen como soberano
mientras permaneciera en Pars el hombre inasible, tampoco respira Fouch con holgu
ra mientras no le separen dos mil leguas del paleto gris del Emperador. Evita ha
blar personalmente con l, pues a nada conducen sentimentalismos. Slo le enva mensaj
es tenuemente envueltos todava en el papel rosa de la benevolencia. Pero hasta es
a plida y corts envoltura la desgarra pronto para mostrar sin compasin al vencido s
u impotencia. Una proclama pattica de despedida que dirige Napolen al ejrcito la ar
roja al cesto de los papeles con la mayor naturalidad. En vano busca, a la maana
siguiente, Napolen, estupefacto, sus palabras imperiales en el Momteur. Fouch ha pr
ohibido su aparicin. Fouch prohibiendo al Emperador! Se resiste a creer en la inaud
ita osada con que le trata su antiguo servidor. Pero obstinadamente, de hora en h
ora, siente la presin de esta dura mano con tal fuerza que, por fin, se traslada

a It Malmaison. Pero all se planta y no cede. No quiere alejarse ms, aunque ya se


acercan los dragones del ejrcito de Bluecher, y Fouch le amonesta, cada vez con ma
yor insistencia, para que se avenga a razones y ponga tierra por medio. Pero cua
nto ms se siente caer, mas convulsivamente se agarra Napolen al Poder. En el ltimo
instante, cuando ya espera en el jardn el coche de viaje, tiene todava un gran ges
to: ofrece ponerse, como simple general, a la cabeza de las tropas, para vencer
una vez ms o morir. Pero el sobrio Fouch no toma en serio tales ofrecimientos romnt
icos: Se burla ese hombre de nosotros? exclama irritado . Su presencia a la cabeza de
l ejrcito sera una nueva provocacin a Europa; y el carcter de Napolen no nos permite
esperar que permanezca indiferente al Poder.
Ahora ya es libre Fouch: ha llegado a la meta. Despus de haber eliminado a Napolen,
se encuentra, a los cincuenta y seis aos, solo, sin que nadie ponga vallas a su
voluntad, en la cumbre del Poder. Infinito rodeo por el laberinto de un cuarto d
e siglo: de pequeo y plido hijo de mercader y triste y tonsurado profesor de semin
ario. Luego en pugna hacia arriba: tribuno del pueblo y procnsul, Duque de Otrant
o al servicio de un Emperador, y, al fin, arbitro y seor de Francia. La intriga h
a triunfado sobre la idea, la habilidad sobre el genio. Una generacin de inmortal
es se derrumb en torno suyo: Mirabeau, muerto; Marat, asesinado; Robespierre, Des
moulins, Danton, guillotinados; su compaero del consulado, Collot, desterrado a l
os penales infectos de Guayana; Lafayette, eliminado; todos, todos sus camaradas
de la Revolucin desaparecieron. Mientras l decide ahora en Francia, elegido libre
mente por la confianza de la Cmara, huye Napolen, el seor del mundo, en pobre disfr
az, con pasaporte falso, como secretario de un pequeo general, hacia la costa; Mu
rat y Ney slo esperan el momento de ser fusilados, y los reyezuelos familiares po
r la gracia de Napolen vagan sin reino, con los bolsillos vacos, escondindose. Toda
la gloriosa generacin de este momento nico de la Historia se hunde implacablement
e, mientras slo l asciende con su paciencia tenaz, con su actividad de zapa en la
sombra. Como cera se amoldan ahora el Ministerio, el Senado y la Asamblea a su m
ano maestra; los generales, otras veces tan altaneros, tiemblan por sus pensione
s, y, humildes como corderos, se subordinan al nuevo Presidente; la burguesa y el
pueblo de todo un pas esperan sus decisiones. Le enva mensajeros Luis XVIII; Tall
eyrand, saludos; Weilington, el vencedor de Waterloo, comunicados confidenciales
... Por primera vez pasan los hilos del destino histrico libre y deliciosamente p
or su mano.
Inmensa misin le espera: defender un pas devastado y vencido, contra los enemigos
que se acercan, evitar una resistencia pattica e intil, conseguir condiciones vent
ajosas, buscar la mejor forma de Estado y el jefe ms adecuado y hacer surgir del
caos una nueva forma y un orden estable. Esto requiere maestra, extrema flexibili
dad de espritu. Y, efectivamente, en el momento en que todos parecen perturbarse
y pierden la cabeza, evidencian las disposiciones de Fouch la mayor energa, sus pl
anes mltiples una seguridad asombrosa. Es amigo de todos, para engaarlos a todos y
hacer tan slo lo que le parece til y conveniente. Simula apoyar ante el Parlament
o al hijo de Napolen; ante Carnot, defender la Repblica; ante los aliados, al Duqu
e de Orlens, pero en realidad ofrece secretamente el timn al antiguo rey Luis XVII
I. Imperceptiblemente, con virajes silenciosos y hbiles, sin que se enteren ni su
s camaradas ms prximos del verdadero rumbo, navega por un pantano de sobornos haci
a los realistas y negocia con los Borbones el traspaso del Gobierno, a l confiado
, mientras hace de bonapartista y republicano en el Consejo de Ministros y en la
Cmara. Vista psicolgicamente, es su solucin la nica acertada. Slo una rpida capitulac
in hacia el Rey poda asegurar al pas, desangrado y devastado, inundado de tropas ex
tranjeras, la tranquilidad necesaria y un trnsito sin asperezas. Solo Fouch compre
nde, con su sentido de la realidad, esta necesidad evidente, y la cumple ante la
resistencia del Consejo, del pueblo, del ejrcito, de la Cmara y del Senado: por p
ropia voluntad y por propia fuerza.
Le sobran inteligencia y habilidad a Fouch en estos das para todo... menos para un
a cosa (sta es su tragedia!), para la suprema, para la ms alta, para la ms pura: par
a olvidarse de s mismo y de su propia ventaja y entregarse a la causa. Carece en l
tima instancia de esa voluntad de renunciamiento necesaria, tras la hazaa magistr
al, que le hubiera llevado, a los cincuenta y seis aos de edad, a la cumbre del xi
to, multimillonario, estimado y respetado por sus contemporneos y por la Historia

. Pero quien se consumi veinte aos para llegar al Poder, quien vivi veinte aos de l s
in poderse saciar, es ya incapaz de renunciar. Lo mismo que Napolen, no acierta a
renunciar Fouch ni un minuto antes de recibir el rudo empujn. Y como no tiene ya
un amo a quien traicionar, no le queda otro recurso que traicionarse a s mismo, a
su propio pasado. Devolver a su antiguo Soberano la Francia vencida hubiera sid
o, en ese momento, una verdadera hazaa poltica, acertada y audaz. Pero hacerse pag
ar esta accin con la propina de un puesto de ministro del Rey fue una vileza y fu
e algo peor que un crimen: fue una estupidez. Y esta estupidez la comete arrastr
ado por la vanidad rabiosa que impulsa a avoir la main dans le pte, tener las mano
s en la masa un par de horas histricas ms. sta fue su primera estupidez, la mayor, l
a irreparable, la que le rebaja para siempre ante la Historia. Sube mil peldaos c
on habilidad, paciente y flexible, y un slo traspi innecesario y torpe le hace cae
r estpidamente al abismo.
Sabemos cmo se verifica la venta a Luis XVIII del Gobierno por el precio de un pu
esto de ministro porque poseemos, por fortuna, un documento caracterstico, uno de
los pocos que reproduce, palabra por palabra, una entrevista diplomtica de Fouch,
otras veces tan cauto. Durante los Cien Das reuni un partidario decidido del Rey,
el Barn de Vitrolles, un ejrcito en Tolosa y atac a Napolen a su regreso. Hecho pri
sionero y llevado a Pars, quera el Emperador hacerle fusilar en el acto; pero Fouc
h intercedi aconsejando clemencia, como haca siempre, particularmente con enemigos
que podan ser tiles en ciertos casos. Se redujeron a encerrar en prisiones militar
es al Barn de Vitrolles hasta que el Consejo de Guerra pronunciara el fallo. Pero
apenas se entera, el 23 de junio, la mujer del amenazado de que Fouch es dueo de
Francia, se apresura a visitarle para pedir la libertad de Vitrolles, lo que Fou
ch concede enseguida, pues tiene el mayor inters en granjearse la simpata de los Bo
rbones. Y al da siguiente se presenta el Barn de Vitrolles, el jefe realista liber
tado, al Duque de Otranto para darle las gracias.
Entonces es cuando tiene lugar el siguiente dialogo poltico amistoso entre el caudi
llo elegido por los republicanos y el archirrealista juramentado. Fouch le dice:
Bueno, y ahora qu piensa usted hacer?
Tengo la intencin de trasladarme a Gante; la silla de posta espera a la puerta.
Es lo ms acertado que puede usted hacer, pues aqu no esta usted seguro.
No tiene usted nada para el Rey?
Ah, por Dios, nada! Absolutamente nada. Diga usted nicamente a Su Majestad que cuent
e con mi devocin y que, desgraciadamente, no depende de m que pueda volver pronto
a las Tulleras.
Pues yo creo que s, que depende exclusivamente de usted que esto suceda pronto.
Menos de lo que usted supone. Las dificultades son grandes. Aunque la Cmara ha simp
lificado la situacin, usted ya sabe y aqu sonre Fouch que ha proclamado a Napolen II.
Cmo! Napolen II?
Naturalmente, as haba que empezar.
Pero supongo que esto no hay que tomarlo en serio.
Dice usted bien. Mientras ms lo pienso ms me convenzo de que este nombramiento es co
mpletamente absurdo. Pero no puede usted imaginarse cuantos partidarios tiene an
este hombre. Algunos de mis colegas, sobre todo Carnot, estn convencidos de que t
odo se salvara con Napolen II.
Y cuanto tiempo ha de durar esta broma?
Probablemente el tiempo que tardemos en librarnos de Napolen I.
Y luego, qu suceder luego?
Cmo saberlo? En momentos como ste es difcil prever los acontecimientos con un da de an
icipacin.
Pero si el seor Carnot, su colega, profesa tanta lealtad a Napolen, quiz le ser difcil
a usted evitar esa combinacin.
Bah, usted no conoce a Carnot! Para quitarle esa idea de la cabeza basta proclamar
el Gobierno del pueblo francs. Pueblo francs!; cuando l oye esto, figrese usted...
Y los dos se ren: el Duque de Otranto, elegido por los republicanos, que se burla
de su colega, y el agente realista empiezan a entenderse.
As esta bien, as se arreglar dice el Barn de Vtrolles reanudando el dilogo ; pero es
e despus de Napolen II y del pueblo francs pensar usted, por fin, en los Borbones.
Naturalmente contesta Fouch , entonces le habr llegado el momento al Duque de Orlens.

Cmo! Al Duque de Orlens? exclama el Barn de Vitrolles, sorprendido . Al Duque de Orl


ro cree usted que el Rey aceptar jams una corona tan trada y llevada?
Fouch calla y sonre.
Pero el Barn de Vitrolles ha comprendido. Con este dilogo astuto, irnico, displicen
te en apariencia, le ha descubierto Fouch sus intenciones. Le ha dejado ver clara
mente que si l quiere existen dificultades... Que se podra proclamar, en vez del r
ey Luis XVIII, a Napolen II, o el Gobierno del pueblo francs, o el Duque de Orlens.
.. Pero que l, Fouch, no tiene personalmente especial inters en ninguna de estas so
luciones y que est dispuesto a excluir las tres a favor de Luis XVIII, si... Este
si condicional no lo ha pronunciado Fouch; pero el Barn de Vitrolles lo ha adivinad
o quizs en una sonrisa, en una mirada, en un gesto tal vez, y, repentinamente, de
cide suspender su viaje y quedarse en Pars cerca de Fouch. Claro que con la condic
in de poder corresponder libremente con el Rey. Pone sus condiciones: por de pron
to, veinticinco pasaportes para que sus agentes puedan ir al Cuartel general del
Rey a Gante. Cincuenta, cien, todos los que usted quiera, contesta de buen humor
el ministro de Polica republicano al representante de los enemigos de la Repblica.
Es adems mi deseo poder conferenciar con usted una vez al da. El Duque contesta ale
gremente: Una vez es poco! Dos veces: una vez por la maana y otra vez por la noche.
Ya puede quedarse tranquilamente el Barn de Vitrolles en Pars, mantener negociacio
nes con el Rey, protegido por el Duque de Otranto, y hacerle saber que las puert
as de Pars estn abiertas para l si... si Luis XVIII est dispuesto a nombrar ministro
del nuevo Gobierno al Duque de Otranto.
Cuando le proponen a Luis XVIII dejarse abrir cmodamente las puertas de Pars por F
ouch, a cambio de la propina de un puesto de ministro, se enfurece el Borbn, tan f
lemtico de ordinario. Jams!, grita a los primeros que le proponen incluir en la lista
este nombre odiado. Y no es, efectivamente, una pretensin absurda introducir en l
a propia casa a un regicida, a uno de los que firmaron la sentencia de muerte de
su hermano, a un sacerdote trnsfuga, un feroz ateo, un servidor de Napolen? Jams! gri
ta indignado. Pero ya sabemos por la Historia que ese jams de los reyes, de los polt
icos y de los generales suele casi siempre ser el preludio de una capitulacin. No
vale Pars una misa? No han hecho, desde Enrique IV, los reyes, sus antepasados, pa
recidos sacrifici dell intelletto, semejantes sacrificios del espritu y la concien
cia por la Soberana? Asediado por todas partes, por los cortesanos, por los gener
ales, por Wellington y por el mismo Talleyrand, empieza Luis XVIII a ceder poco
a poco. Todos le aseguran que slo un hombre le puede abrir las puertas de Pars sin
resistencia: Fouch. Slo l, que es el hombre de todos los partidos y de todas las i
deas, servidor insuperable y eterno, el hombre que tiene el estribo a todos los
pretendientes de la corona, evitara el derramamiento de sangre. Y adems, el viejo
jacobino haca tiempo que se haba convertido en un buen conservador, estaba arrepen
tido y haba traicionado perfectamente a Napolen. El Rey, por fin, se confiesa para
descargar su conciencia. Pobre hermano, si pudieras verme!, dicen que exclam. Y dec
lar estar dispuesto a recibir secretamente a Fouch en Neuilly. Secretamente, pues
en Pars no debe sospechar nadie que un caudillo elegido por el pueblo vende por u
n puesto de ministro a su pas, y que un pretendiente a la corona vende su honor p
or un aro de oro... En la oscuridad, secretamente, se lleva a cabo (el exobispo
como nico testigo) este negocio, el ms desvergonzado de la Historia del siglo pasa
do, entre el antiguo jacobino y el futuro Rey.
All, en Neuilly, tiene lugar aquella escena lgubre y fantstica, al mismo tiempo dig
na de Shakespeare y de Aretino: el rey Luis XVIII, el descendiente de San Luis,
recibe al cmplice del asesinato de su hermano, al siete veces perjuro Fouch, al mi
nistro de la Convencin, del Emperador y de la Repblica, para tomarle juramento, el
octavo juramento de fidelidad... Y Talleyrand, que fu obispo, luego republicano,
luego servidor del Emperador, introduce a su compaero cerca del Rey. El cojo pon
e su brazo sobre el hombro de Fouch, para poder andar mejor el vicio apoyado en la
traicin, segn observa irnicamente Chateaubrand , y as se acercan fraternalmente al here
ero de San Luis los dos ateos y oportunistas. Primero, una profunda inclinacin! Lu
ego cumple Talleyrand con el deber espinoso de proponer al Rey como ministro al
asesino de su hermano. Ms plido que de costumbre esta el hombre enjuto cuando dobl
a la rodilla ante el tirano, ante el dspota, para prestar juramento, y cuando besa la
mano, por la que corre la misma sangre que ayudo a verter, y cuando jura en nom

bre del mismo Dios cuyas iglesias saque y profan con sus hordas en Lyon. Sin duda,
un acto un poco fuerte hasta para un Fouch.
Por eso est an muy plido el Duque de Otranto cuando sale del gabinete del Rey. Ahor
a es ms bien el cojo Talleyrand quien tiene que sostenerle a l. No habla ni una pa
labra. Ni siquiera las observaciones irnicas del depravado obispo cnico, que en su
s tiempos deca misa como si jugara a las cartas, le pueden sacar de su mutismo y
de su turbacin. Por la noche regresa a Pars, con el decreto ministerial firmado en
el bolsillo, para reunirse en las Tulleras con sus colegas, que no sospechan nad
a, a los que echar maana y proscribir pasado maana. Hay que suponer que no se encont
rara muy holgado entre ellos. Una vez haba, por fin, logrado ser el ms desleal de l
os servidores. Pero maravillosa rplica del destino! nunca pueden soportar la libertad
las almas subalternas. Instintivamente huyen de ella siempre para refugiarse en
una nueva esclavitud. Y as vuelve a humillarse Fouch, ayer an fuerte y dominante,
ante un nuevo seor, otra vez encadenadas sus manos libres en la galera del Poder.
Pero pronto llegar tambin la seal de la galera, el estigma.
Al da siguiente entran las tropas de los aliados. Segn el acuerdo secreto, ocupan
las Tulleras y cierran sencillamente las puertas a los diputados. Esto da a Fouch,
sorprendido en apariencia, un motivo propicio para proponer a sus colegas dimit
ir como protesta contra las bayonetas. stos, engaados, caen en la trampa del gesto
pattico. As queda, como se haba acordado, inusitadamente disponible el silln del tr
ono, pues durante un da no hay Gobierno en Pars. Y Luis XVIII slo tendr que acercars
e a las puertas de la capital ante las manifestaciones de jbilo preparadas con di
nero por su nuevo ministro de Polica y ser recibido con entusiasmo, como salvador.
Francia es otra vez Reino!
Slo entonces se dan cuenta los colegas de Fouch de la manera tan refinada como han
sido burlados. Se enteran tambin por el Moniteur a que precio los ha vendido Fou
ch. Entonces se le sube la ira a la cabeza a Carnot, al hombre decente, leal, int
achable, aunque tal vez un poco torpe. Adnde he de ir ahora, traidor?, le grita a la
cara, con desprecio, al nuevo ministro realista de Polica.
Pero con el mismo desprecio le contesta Fouch: A donde quieras, majadero.
Y con este dilogo caracterstico y lacnico de los dos antiguos jacobinos, los ltimos
del 9 del Termidor, termina el drama ms asombroso de la poca moderna: la Revolucin
y la fantasmagora rutilante del paso de Napolen por la Historia. Se ha extinguido
la poca de la heroica aventura, comienza la poca de la burguesa.
CAPTULO IX
CADA Y MUERTE
(1815 1820)
El 28 de julio de 1815 han pasado los Cien Das del intermezzo napolenico vuelve a en
trar Luis XVIII en su capital de Pars, con una carroza magnfica tirada por caballo
s blancos. El recibimiento es grandioso: Fouch ha trabajado bien. Masas jubilosas
rodean el coche, en las casas ondean banderas blancas, y donde no las haba se ha
n amarrado en palos, a manera de astas, toallas y manteles y se han sacado por l
as ventanas. Por la noche brilla toda la ciudad alumbrada por miles de luces, y
en el xtasis de alegra se baila hasta con los oficiales de las tropas inglesas y p
rusianas. No se oye un slo grito hostil. La gendarmera, colocada por precaucin en t
odas partes, resulta innecesaria. El nuevo ministro de Polica del cristiansimo Rey
, Jos Fouch, lo ha arreglado todo a las mil maravillas para su nuevo Soberano. En
las Tulleras, en el mismo Palacio donde un mes atrs se mostraba respetuoso ante su
Emperador Napolen como el ms fiel vasallo, espera el Duque de Otranto al rey Luis
XVIII, hermano del tirano a quien veintids aos antes conden a muerte aqu en esta mism
a casa. Ahora se inclina profundamente, con gran respeto, ante el vstago de San L
uis y en sus cartas firma con reverencia, de Vuestra Majestad el ms fiel y sumiso
vasallo (lo que puede leerse, textualmente, bajo una docena de comunicados, escri
tos de su puo y letra). De todos los asaltos insensatos de este carcter funambules
co sobre el alambre de la poltica ha sido ste el mas temerario, pero ser tambin el lt
imo. Claro que por el momento parece marchar todo magnficamente. Mientras que el
Rey se siente inseguro en el trono, no desdea el agarrarse al seor Fouch. Y Adems, t
odava necesita a este Fgaro, que sabe hacer tambin de malabarista para las eleccion
es, pues la Corte desea una mayora segura en el Parlamento, y para esto es nico el

republicano probado, el hombre del pueblo, como organizador insuperable. Y tambin


hay que arreglar an algunos asuntos desagradables y sangrientos, y por qu no utiliz
ar este guante usado? Despus se le puede tirar, para que no manche las manos real
es.
Un asunto tan sucio hay que resolverlo cuanto antes, en los primeros das. El Rey
prometi solemnemente conceder una amnista y no perseguir a los que hubieran servid
o durante los Cien Das al usurpador. Pero Post festum cambia el viento. Rara vez
se creen obligados los reyes a cumplir lo que prometieron como pretendientes de
una Corona. Los realistas, rencorosos con la soberbia de su propia fidelidad, ex
igen, ahora que el Rey est seguro en el trono, que sean castigados todos los que
abandonaron durante los Cien Das la flor de lis. Asediado, pues, duramente por lo
s realistas que son siempre ms realistas que el Rey , cede por fin Luis XVIII. Y al
ministro de Polica le toca llevar a cabo la labor desagradable de componer la lis
ta de proscripcin.
Al Duque de Otranto no le place este cargo. Ser necesario, verdaderamente, imponer
castigos por semejante bagatela, por haber hecho lo ms razonable, por pasarse al
mas fuerte, al vencedor? Adems no olvida el ministro de Polica del cristiansimo Re
y que, como primer nombre en la lista de proscripcin, debera figurar con derecho y
en justicia el Duque de Otranto, ministro de polica bajo Napolen..., su propio no
mbre. Situacin violenta la suya! Por primera Providencia trata Fouch de librarse co
n un ardid del encargo antiptico. En vez de una lista que, segn se deseaba, contuv
iera los nombres de treinta o cuarenta de los principales culpables, presenta, a
nte el asombro de todos, varias hojas de a folio con trescientos o cuatrocientos
algunos aseguran que mil nombres, y pide que se castigue a todos o a ninguno. Esp
era que el Rey no tendr tanto valor, y con ello se habra terminado la cuestin enojo
sa; pero, desgraciadamente, preside el Ministerio un zorro de su mismo calibre:
Talleyrand. ste se da cuenta enseguida de que a su amigo Fouch le es amarga la pldo
ra; razn suficiente para exigir que se la trague. Sin compasin, manda borrar nombr
es de la lista hasta que no quedan ms que cuatro docenas, y endosa a Fouch el enca
rgo de firmar con su nombre estas sentencias de muerte y destierro.
Lo mas prudente, por parte de Fouch, en este momento, hubiera sido tomar el sombr
ero y cerrar la puerta de Palacio desde afuera. Pero ya hemos aludido varias vec
es a su flaqueza; su vanidad conoce todas las habilidades, menos la de renunciar
a tiempo. Fouch prefiere sobrellevar la envidia, el odio y la ira antes que aban
donar voluntariamente un silln ministerial. As aparece, ante la indignacin general,
una lista de proscripcin, que contiene los nombres ms famosos e ilustres de Franc
ia, refrendada con la firma del antiguo jacobino. Figuran en ella Carnot, I'orga
nisateur de la victoire, el creador de la Repblica; el mariscal Ney, vencedor de
innumerables batallas; el salvador de los restos del ejrcito de Rusia, todos sus
compaeros del Gobierno provisional, los ltimos de sus camaradas de la Convencin, su
s camaradas de la Revolucin. Todos sus nombres se encuentran en esta lista terrib
le, que amenaza con muerte o destierro, todos los nombres que dieron gloria a Fr
ancia con sus hazaas en los ltimos decenios. Un solo nombre falta en ella: el de J
os Fouch, Duque de Otranto.
O mejor dicho: no falta. Tambin el nombre del Duque de Otranto figura en esta lis
ta. Pero no en el texto, como uno de los acusados y proscritos ministros napoleni
cos, sino como el ministro del Rey que enva a todos sus compaeros a la muerte o al
destierro: como el del verdugo.
Por haberse rebajado tanto ante su conciencia, ante s mismo, no puede negarle el
Rey cierta gratitud al antiguo jacobino. A Jos Fouch, Duque de Otranto, se le otor
ga un honor, el ltimo y ms alto. Viudo desde hace cinco aos, ha decidido volverse a
casar; y el hombre que antao persegua con tanto encono la sangre de los aristcratas,
piensa unirse en matrimonio con persona de sangre azul; piensa casarse con una
Condesa de Castellane, una rancia aristcrata; es decir, miembro de aquella banda c
riminal que ha de caer bajo la espada de la justicia, segn la expresin de uno de su
s manifiestos revolucionarios de Nevers. Pero desde entonces ha pasado por linda
s pruebas; ha cambiado a fondo sus ideas el antiguo jacobino, el sanguinario Jos
Fouch. Si ahora, el da 1 de agosto de 1815, penetra en la iglesia, no lo hace, com
o en 1793, para destrozar con el martillo los emblemas vergonzosos del fanatismo,
los crucifijos y los altares, sino para recibir devotamente, junto a su novia ar

istcrata, las bendiciones de un hombre tocado con aquella mitra, que, como se rec
ordar, encasquet sobre las orejas de un burro. Segn antigua costumbre noble un Duque
de Otranto sabe lo que le corresponde cuando se casa con una Condesa de Castell
ane , firman tambin el contrato de desposorios las primeras familias de la Corte y
de la nobleza. Y como primer testigo firma manu propria Luis XVIII este document
o, seguramente nico en la Historia, como testigo ms digno... y ms indigno del asesi
no de su hermano.
Esto es mucho ya, es algo inaudito. Es demasiado. Pues precisamente esta osada in
concebible del regicida, de invitar como testigo al hermano del Rey guillotinado
, provoca en los crculos de la aristocracia enorme indignacin. Ese miserable trnsfu
ga, ese realista de antes de ayer murmuran se conduce como si verdaderamente perte
neciera a la Corte y a la nobleza. Para qu se necesita ya a ese hombre, le Plus dgot
ant reste de la Rvolution, ltimo detritus de la Revolucin que mancha con su presenc
ia repugnante el Ministerio? Claro que ha ayudado al regreso del Rey a Pars y ha
prestado su mano sobornable para firmar la proscripcin de los mejores hombres de
Francia. Pero ahora, fuera con l! Los mismos aristcratas que mientras el Rey espera
ba impaciente a las Puertas de Pars le asediaban para que nombrara ministro al Du
que de Otranto, con fin de entrar en la capital sin verter sangre, estos mismos
seores no saben, de pronto, nada de semejante Duque de Otranto; se acuerdan slo te
nazmente de un cierto Jos Fouch que hizo matar en Lyon a caonazos a cientos de nobl
es y sacerdotes y que pidi la muerte de Luis XVI. Un da nota el Duque de Otranto,
cuando atraviesa la antecmara del Rey, que muchos nobles ya no le saludan, o que
le muestran la espalda con desprecio provocativo. Sbitamente aparecen libelos con
tra el mitrailleur de Lyon que pasan de mano en mano; y una nueva Sociedad patrit
ica, los Francs rgnrs (abuelos de los camelots du roi) organizan reuniones y piden c
on toda claridad que se limpie por fin a la flor de lis de esta mancha deshonros
a.
Pero tan fcilmente no se rinde Fouch cuando se trata del Poder; a l se agarra con t
odas sus fuerzas. En la informacin secreta de un espa que tena encargo de vigilarle
en aquellos das, puede verse cmo trata de sujetarse por todos lados. Al fin y al
cabo an estn en el pas los soberanos enemigos; ellos le pueden defender contra el c
elo excesivo de los realistas servidores del Rey. Visita al Emperador de Rusia;
se entrevista diariamente durante horas enteras con Wellington y con el embajado
r ingls; hace estallar todas las minas diplomticas, intentando, de un lado, ganar
al pueblo con quejas contra las tropas extranjeras, y al mismo tiempo atemorizar
al Rey con relatos exagerados. Hace que el vencedor de Waterloo se presente com
o intercesor del rey Luis XVIII; moviliza a los financieros; busca la mediacin de
mujeres y recurre a sus ltimos amigos. No, no quiere ceder; demasiado cara pag su
conciencia la categora que alcanz, para no defenderla como un desesperado. Y efec
tivamente, durante algunas semanas logra sostenerse a flote en las aguas polticas
, pugnando como un nadador hbil, tan pronto de costado como de espaldas. Durante
todo este tiempo muestra, segn relata el espa mencionado, una seguridad grande que
sin duda tendra, pues durante veinticinco aos se le vi siempre recobrarse fcilmente
de todos los golpes. Y si venci a un Napolen y a un Robespierre, a que preocuparse
por un par de simples aristcratas? Tan acostumbrado a despreciar a los hombres,
est curado de espantos y no le asustan ya. Cmo le asustaran a l, que bati a los mas gr
andes de la Historia, y les sobrevivi?
Pero una cosa no ha aprendido este viejo condottiere, este refinado psiclogo; una
cosa que nadie podr aprender: luchar con espectros. Ha olvidado que por la Corte
vaga un fantasma del pasado, como una Erinia vindicadora: la Duquesa de Angulem
a, la hija de Luis XVI y Mara Antonieta, nica de la familia que pudo escapar a la
gran matanza. El rey Luis XVIII puede perdonar quizs a Fouch; al fin y al cabo tie
ne que agradecer a este jacobino su trono; y una herencia as suaviza a veces, an e
n las ms altas esferas (la Historia dar testimonio de ello), el dolor fraternal. P
ara l es tambin mas fcil de perdonar, pues no ha presenciado en persona aquella poca
de horror. La Duquesa de Angulema, en cambio, la hija de Luis XVI y Mara Antonie
ta, tiene en la sangre las visiones ms espantosas de su niez. Tiene reminiscencias
inolvidables, sentimientos de odio que no se dejan apaciguar por nada. Ha sufri
do demasiado en su propia carne, en su propia alma, para poder perdonar a uno de
aquellos jacobinos, de aquellos hombres del terror, presenci de nia en el palacio

de Saint Cloud, la noche horrible en que masas de sanscullottes asesinaron a los


ujieres y se presentaron, con los zapatos chorreando sangre, ante su madre y su
padre. Luego, la noche en que, prensados los cuatro en el coche, padre, madre y
hermanos panadero, panadera y panaderitos , esperando, en medio de una multitud que
gritaba y se burlaba, la muerte a cada instante, mientras eran arrastrados de vu
elta a Pars, a las Tulleras. Presenci, el 10 de agosto, el asalto de la plebe derri
bando a hachazos la puerta de los aposentos de su madre; colocando a su padre, e
ntre burlas, el gorro rojo en la cabeza y una pica en el pecho. Ha sufrido los da
s espeluznantes en la prisin del Temple, los momentos espantosos en que subieron
a la ventana, sobre la punta de una pica, la cabeza ensangrentada de su amiga ma
ternal la Duquesa de Lamballe, con el pelo suelto empapado en sangre. Cmo podr olvi
dar la noche en que se despidi de su padre arrastrado a la guillotina; la despedi
da de su pequeo hermano, al que dejaron sucumbir y llenarse de miseria en un estr
echo desvn? Cmo no acordarse de los compaeros de Fouch, tocados con el gorro rojo, qu
e la hicieron declarar y la atormentaron durante das enteros para que confesara,
junto con su hermanito, la supuesta impudicia de su madre, Mara Antonieta, en el
proceso contra la Reina? Y cmo borrar de su sangre y de su memoria el momento de a
rrancarse de los brazos de su madre y de or rodar all abajo, sobre las piedras, el
carro que la arrastraba a la guillotina? No, ella, la hija de Luis XVI y Mara An
tonieta, la prisionera del Temple, no ha ledo estos horrores, como Luis XVIII, en
los peridicos, o se los ha hecho contar por un tercero: los lleva como un estigm
a inextinguible por su alma infantil espantada, atormentada, martirizada. Y su o
dio contra los asesinos de su padre, contra los verdugos de su madre, contra las
visiones de horror de su infancia, contra todos los jacobinos y revolucionarios
, an no se ha saciado, an no se ha vengado.
Tales recuerdos no se olvidan. Por eso ha jurado no dar jams la mano al ministro
de su to, al asesino de su padre, a Fouch; y no respirar el mismo aire permanecien
do cerca de l. Franca y provocativamente le testimonia ante toda la Corte su desp
recio y su odio. No va a ninguna de las fiestas, a ninguna de las reuniones a qu
e asiste este regicida, este traidor de sus propias ideas. Y su desprecio contra
el trnsfuga, ostentado con franqueza, con desdn y fanatismo, excita poco a poco e
l pundonor de los dems. Por fin exigen unnimemente todos los miembros de la famili
a real de Luis XVIII que, ya que est asegurado su Poder, expulse con oprobio de l
as Tulleras al asesino de su hermano.
De mala gana, como se recordar, y slo porque le necesitaba imprescindiblemente, ac
cedi Luis XVIII a admitir como ministro a Jos Fouch. Con gusto, con contento casi,
lo pone a la puerta cuando no lo necesita. La pobre Duquesa no debe estar expuest
a a encontrarse con esta cara repugnante, dice sonriente, refirindose al hombre qu
e sigue firmando, sin sospechar nada, su ms fiel servidor. Y Talleyrand, el otro trn
sfuga, recibe el real encargo de explicar a su compaero de la Convencin y de la poc
a napolenica que su presencia en las Tulleras no es ya deseable.
Talleyrand acepta gustoso este encargo. De todas maneras, ya le va siendo difcil
hinchar sus velas con el fuerte viento realista. Por eso espera sostener mejor s
u nave sobre el agua tirando lastre. Y el lastre mas pesado en su Ministerio es
este regicida, su antiguo compinche: Fouch. Y el echarle por la borda es un encar
go, en apariencia embarazoso, que lleva a cabo con su habilidad encantadora de h
ombre de mundo. No le anuncia, brusco o solemne, su despido, no; como viejo maes
tro de las formas, como verdadero hombre de mundo, busca un modo delicioso de ha
cerle comprender que para el seor Fouch ha sonado la hora. Ya se sabe que este ltimo
aristcrata del dixhuitime elige siempre un saln para poner en escena sus comedias e
intrigas. En esta ocasin acierta tambin a vestir el despido brutal con las formas
ms delicadas. El 14 de diciembre se encuentran Talleyrand y Fouch en una soire. Se
come, se habla, se charla... Particularmente Talleyrand parece estar de muy bue
n humor. A su alrededor se renen mujeres bellas, dignatarios y gente joven. Todos
se acercan con curiosidad para escuchar a este maestro de la palabra. Y efectiv
amente, narra hoy con especial encanto. Cuenta de los das, ya lejanos, en que tuv
o que huir a Amrica ante la orden de detencin de la Convencin, y alaba entusiasmado
, este pas grandioso. Ah, que bien se est all: bosques impenetrables, habitados por l
a raza primitiva de los pieles rojas, ros enormes sin explorar, el Potomac, poten
te, y el gigantesco Lago Erie, y en medio de ese mundo heroico y romntico, una ra

za nueva, fuerte, trabajadora y frrea, probada en la lucha, entregada a la idea d


e libertad, ejemplar en sus leyes, ilimitada en sus posibilidades! All s que se pu
ede aprender, all se presiente un porvenir nuevo y mejor, mil veces ms intenso que
en nuestra Europa gastada. All se debera vivir, all debera tener uno su campo de ac
cin, exclama entusiasmado, y ningn cargo le pareca mas lleno de atractivos que el de
embajador en los Estados Unidos ...
Y de repente se interrumpe en su entusiasmo, aparentemente casual, y se dirige a
Fouch: No le agradara, Duque de Otranto, un cargo as?
Fouch se pone plido. Ha comprendido. Interiormente tiembla de ira por la habilidad
y la astucia con que el viejo zorro le ha puesto en evidencia ante todo el mund
o, ante toda la Corte, invitndole claramente a abandonar el silln ministerial. No
contesta. Pero al poco tiempo se despide. Va a casa y escribe su dimisin. Talleyr
and sigue muy animado con sus amigos, y ya de regreso, en el camino, les confa, c
on sonrisa maligna: Esta vez le he torcido el cuello definitivamente.
Para velar ante el pblico esta despedida brusca de Fouch se ofrece pro forma un pe
queo puesto al antiguo ministro. As no dice el Momiteur que ha sido privado el reg
icida Jos Fouch de su puesto de ministro de Polica, sino que Su Majestad el rey Lui
s XVIII se ha dignado nombrar a Su Excelencia el Duque de Otranto embajador en l
a Corte de Dresde. Naturalmente, se espera que rehuse este cargo insignificante,
que no corresponde ni a su categora ni a su posicin ya histrica. Pero nada de eso.
Con un mnimo de sentido comn, debera comprender Fouch que para l, como regicida, no
hay salvacin posible al servicio de un reinado reaccionario, y que a los pocos me
ses le quitaran tambin ese miserable hueso de entre los dientes. Pero su hambre in
saciable de Poder ha convertido a este lobo audaz en un perro cobarde. As como Na
polen se agarro hasta el ltimo momento no solamente a su posicin, sino al mero nomb
re de su dignidad imperial, as, y con menos decoro, se cuelga Fouch del ttulo insig
nificante de un Ministerio aparente. Tenaz como una sanguijuela se pega al Poder
; y obedece eterno criado, lleno de amargura! tambin esta vez a su seor. Sire, acepto
con gratitud la Embajada que Vuestra Majestad se ha dignado ofrecerme, escribe hu
mildemente este hombre de cincuenta y siete aos que posee veinte millones, al hom
bre que hace seis meses volvi a ser Rey por la gracia de su ministro. Hace sus ma
letas y se traslada, con toda su familia, a la pequea Corte de Dresde. Se instala
esplndidamente, como si quisiera permanecer all, como embajador del Rey, hasta el
fin de su vida.
Pero pronto va a cumplirse lo que hace mucho tiempo tema. Casi durante veinticinc
o aos ha luchado Fouch como un desesperado contra la vuelta de los Borbones. Certe
ramente le deca su instinto que al fin le pediran cuentas por aquellas dos palabra
s: La mort, con las que empuj a Luis XVI a la guillotina. Pero insensatamente haba
esperado poder engaarlos deslizndose entre sus filas disfrazado de bravo servidor
realista. Esta vez no engao a nadie: se enga a s mismo. Apenas haba mandado empapela
r de nuevo su habitacin de Dresde, apenas haba instalado cama y mesa, cuando se de
sat la tormenta en el Parlamento francs. Nadie pronuncia ya el nombre del Duque de
Otranto, todos han olvidado que un dignatario de este nombre llevo en triunfo a
su rey Luis XVIII a Pars. Slo se habla de un seor Fouch, del regicida Jos Fouch, de
tes, que condeno en 1792 al rey. Slo se habla ya del mitrailleur de Lyon. Y con l
a mayora inmensa de 334 votos contra 32, se excluye de toda amnista al hombre que l
evant la mano contra el ungido del Seor, y se decreta, de por vida, su destierro de
Francia. Naturalmente, supone ste tambin la destitucin ignominiosa de su Embajada.
Sin compasin, con desprecio, con escarnio, es puesto en la calle de un puntapi el
seor Fouch, que ya no es ni Excelencia, ni caballero de la Legin de Honor, ni senado
r, ni ministro, ni dignatario; y al mismo tiempo se indica oficialmente al Rey d
e Sajonia que no es deseable ya la estancia personal en Dresde del individuo Fou
ch. Quien envi a miles al destierro, sigue ahora, veinte aos despus, como el ltimo si
n patria, proscrito y ultrajado, a los compaeros de la Convencin. Como es ahora im
potente y esta desterrado, se echa sobre el cado el odio de todos los partidos co
n la misma unanimidad con que antao lisonjeaban al poderoso sus simpatas. Ya no le
valen ardides, ni protestas, ni juramentos; un poderoso sin Poder, un poltico li
quidado, un intrigante gastado es siempre lo mas miserable del mundo. Tarde, per
o con usura, paga Fouch su deuda, su pecado de no haber servido nunca a una idea,
a un sentimiento moral de la Humanidad; su culpa de haber sido siempre esclavo

del provecho deleznable del momento y del favor de los hombres.


Adnde dirigirse? El Duque de Otranto, desterrado de Francia, no se preocupa al pri
ncipio. No es el protegido del Zar, el confidente de Wellington, vencedor de Wate
rloo, el amigo del omnipotente ministro austriaco Metternich? No le deben gratitu
d los Bernadottes, que l ayud en su ascensin al trono de Suecia, y los prncipes bvaro
s? No conoce desde largos aos ntimamente a todos los diplomticos? No solicitaron todo
s los prncipes y reyes de Europa apasionadamente su favor? No necesita ms as cree el
cado que hacer una suave alusin y todos los pases se disputarn el honor de poder alb
ergar al Arstides expulsado. Pero la Historia no acta lo mismo con el cado que con e
l poderoso! De la Corte zarista no llega, a pesar de varias indicaciones, ningun
a invitacin; tampoco de Wellington; Blgica rehusa, all sobran los jacobinos; Bavier
a se inhibe con cautela, y hasta su antiguo amigo el prncipe Metternich demuestra
una extraa frialdad: Que en caso de quererlo y desearlo insistentemente le dice , po
dra trasladarse el Duque de Otranto a territorio austriaco, que estaba dispuesto
magnficamente a no oponerse a sus deseos. Pero de ninguna manera poda ir a Viena;
no, all no se le poda tolerar, y tampoco poda entrar en Italia, menos an que en part
e alguna. Slo en una pequea capital de provincia bien alejada de Viena podra (conta
ndo con su buen comportamiento) fijar su estancia. Verdaderamente, no insiste muc
ho el antiguo buen amigo Metternich, y aunque ofrece el multimillonario Duque de
Otranto emplear toda su fortuna en tierras o valores del Estado austriaco y pro
mete hacer servir en el ejrcito imperial a su hijo, no sale de su actitud reserva
da el ministro austriaco. Cuando el Duque de Otranto anuncia una visita a Viena,
rehusa con amabilidad; no, que se traslade con todo silencio, como un particula
r cualquiera, a Praga.
As se escabulle de Dresde sin verdadera invitacin, sin honores, slo tolerado, no de
seado, Jos Fouch, camino de Praga, para fijar all su residencia. Su cuarto destierr
o, el ltimo y ms cruel, ha comenzado.
Tampoco en Praga estn muy encantados con husped de tanta alcurnia, aunque ya basta
nte descendido de su antigua altura. Sobre todo, la rancia aristocracia vuelve l
a espalda al intruso indeseado, pues los nobles bohemios siguen leyendo peridicos
franceses, y estos llegan repletos de los ataques ms vengativos y rabiosos contr
a el seor Fouch. Describen muy detenidamente como saque este jacobino en 1793 las igl
esias de Lyon y cmo vaci las cajas de Nevers. Todos los pequeos escribientes que te
mblaron alguna vez ante el puo duro del ministro de Polica y que se vean obligados
a contener su ira, la escupen ahora con saa sobre el indefenso. Con velocidad ver
tiginosa se vuelven las tornas. Quien vigil una vez a medio mundo, es vigilado ah
ora por los dems. Todos los mtodos policacos que cre su genio de inventor los emplea
n ahora sus discpulos y sus antiguos subalternos contra el propio maestro. Todas
las cartas que recibe o manda el Duque de Otranto pasan por el gabinete negro y
son abiertas y copiadas. Agentes de Polica atisban e informan sobre sus conversac
iones, espan sus relaciones, vigilan cada uno de sus pasos. En todas partes se si
ente cercado, atisbado, espiado. Su propia sabidura, su propia arte es probada co
n la habilidad mas cruel en el ms hbil de los hbiles. En vano busca un remedio cont
ra estas humillaciones. Le escribe al rey Luis XVIII, pero ste no contesta al des
tituido, como hizo Fouch con Napolen al da siguiente de su destronamiento. Escribe
al prncipe Metternich, que, en el mejor de los casos, le manda contestar por un s
ubalterno con un no o un s bruscos. Que se aguante con la paliza que todo el mundo le
desea; que acabe, por fin, de inquietar y de intrigar. El que todos estimaron ni
camente por miedo, es despreciado por todos desde que no le temen. El ms grande d
e los jugadores polticos lo ha jugado ya todo y lo ha perdido.
Durante veinticinco aos jug con el Destino este espritu escurridizo, escapndose mil
veces de su garra amenazante; ahora que esta cado definitivamente, es el Destino
quien juega con l, golpendole cruel e inclemente. En Praga tiene que sufrir su Can
osa ms lamentable como hombre particular, despus de haberla sufrido como poltico. N
ingn novelista podra inventar un smbolo ms ingenioso para su humillacin moral que el
pequeo episodio que se desarrollo all en 1817, pues a lo trgico se une ahora la car
icatura ms terrible de toda desgracia: la ridiculez. No slo el hombre poltico es hu
millado, sino tambin el esposo. Se puede suponer, sin temor a errar, que no fue e
l amor lo que lig a la aristcrata bellsima, de veintisis aos, con este viudo de cincu
enta y seis, de rostro plido y flaco como el de un muerto. Pero este pretendiente

poco atractivo era en 1815 el segundo capitalista de Francia, multimillonario,


Excelencia, Duque y ministro respetado de su cristiansima Majestad, y todo esto o
freca a la condesa de provincia, venida a menos, la esperanza de poder brillar co
mo una de las mujeres ms distinguidas de Francia en todas las fiestas de la Corte
y en el Faubourg Saint Germain. Efectivamente, los primeros indicios parecan cumpl
ir sus deseos: Su Majestad se dign firmar en persona su acta de desposorio; la Co
rte y la nobleza se apresuraron a felicitarla; un palacio magnfico en Pars, dos fi
ncas y un castillo en la Provenza se disputaron el honor de albergar como duea a
la Duquesa de Otranto. Por tales lujos y honores y por veinte millones es capaz
una mujer ambiciosa de soportar un esposo fro, calvo, amarillo como el pergamino,
de cincuenta y seis aos. Pero la condesa vendi precipitadamente su alegre juventu
d por el oro del diablo, pues apenas pasada la luna de miel se encuentra con que
no es la esposa de un respetable ministro de Estado, sino la mujer del hombre ms
despreciado y odiado de Francia, del expulsado, del desterrado, de un seor Fouch
desdeado por todo el mundo. El Duque, con todas sus riquezas, se ha eclipsado...
y queda un anciano gastado, amargado y bilioso. As no sorprende en Praga que se i
nicie entre esta mujer de veintisis aos y el joven Thibaudeau, hijo de un republic
ano igualmente desterrado, una amiti amoureuse, de la que no se sabe con certeza
hasta qu punto fue amiti y hasta qu punto amoureuse. Pero con este motivo se desarr
ollan escenas muy tormentosas. Fouch prohibe al joven Tlhibaudeau la entrada en s
u casa, y desgraciadamente no queda en secreto esta discordia matrimonial. Los p
eridicos realistas, que acechan toda ocasin de hostigar al hombre ante quien tembl
aron tantos aos, publican noticias mordaces sobre sus desengaos familiares y propa
gan, para regocijo de los lectores, la mentira burda de que la joven Duquesa de
Otranto haba abandonado al viejo cornudo huyendo de Praga con su amante. Pronto a
dvierte el Duque de Otranto, cuando va a alguna reunin de Praga, que las seoras re
primen a duras penas una leve sonrisa y que comparan, con miradas irnicas, la pre
stancia y la esbelta juventud de su mujer con su propia figura, tan poco seducto
ra. Ahora siente el viejo murmurador, el eterno cazador de rumores y escndalos, e
n la propia carne, qu poco agradable es ser vctima de una calumnia maligna, y ve q
ue slo es posible luchar contra tales injurias huyendo de ellas. En la desgracia
ve toda la profundidad de su cada, y su destierro en Praga se convierte en un inf
ierno. De nuevo se dirige al prncipe Metternich para que le sea concedido el perm
iso de dejar la ciudad insoportable y poder elegir otra dentro de Austria. Se le
hace esperar. Por fin le permite Metternich, magnnimo, trasladarse a Linz, donde
se retira, entre el odio y la burla de las gentes que antao tena a sus pies, desi
lusionado, cansado, humillado.
Linz... En Austria siempre se sonre al pronunciar este nombre, pues se piensa ins
tintivamente en su consonancia con Provinz (provincia). Provincianos de la pequea
burguesa y de origen campesino, barqueros, artesanos, casi siempre gente pobre,
y slo unas cuantas casas de rancia nobleza austriaca. No encuentra all una tradicin
grande y gloriosa como en Praga. No hay pera, ni biblioteca, ni teatro, ni brill
antes bailes aristocrticos, ni fiestas... Una verdadera y autntica ciudad provinci
ana, somnolienta, un asilo de veteranos. All se instala el anciano con las dos mu
jeres jvenes, de casi igual edad, una su esposa y la otra su hija. Alquila una ca
sa magnfica, la manda decorar elegantemente, para mayor alegra de los comerciantes
de Linz, que no estaban acostumbrados a tener clientes millonarios. Algunas fam
ilias se apresuran a relacionarse con el extranjero interesante y distinguido gr
acias a su dinero; pero la nobleza manifiesta ostensiblemente su preferencia por
la nacida condesa Castellane, desdeando al hijo del mercader burgus, a ese seor Fouc
h a quien Napolen (tambin un aventurero a sus ojos) puso la capa de Duque sobre los
flacos hombros. Los funcionarios tienen orden secreta de Viena de tratarse lo m
enos posible con l. As vive, quien antao era tan apasionadamente activo, en complet
o aislamiento, casi rehusado por los dems. Un contemporneo narra en sus Memorias m
uy plsticamente su situacin en un baile: Llamaba la atencin como festejaban a la Duq
uesa y desatendan a Fouch. Era l de estatura mediana, fuerte sin ser grueso y de ro
stro feo. En los bailes se presentaba siempre de frac azul con botones de oro, p
antaln blanco y medias blancas. Llevaba la gran Cruz austriaca de Leopoldo. Gener
almente permaneca solo cerca de la chimenea, contemplando el baile. Observando a
quien fue ministro omnipotente del Imperio francs, viendo lo triste y solo que es

taba all, advirtiendo como se alegraba si cualquier empleado iniciaba una convers
acin con l o le propona una partida de ajedrez, tena que pensar, instintivamente, en
la veleidad de todo Poder y de toda grandeza terrenales.
Un slo sentimiento sostiene, hasta el ltimo instante, a este hombre espiritualment
e apasionado: la esperanza de recobrarse y ascender una ltima vez en la carrera p
oltica. Cansado, gastado, un poco torpe y hasta algo obeso, no se puede separar d
e la idea de que por fuerza tendran que volver a llamarle a un cargo en que tanto
s mritos hizo; que otra vez el destino le sacara de la oscuridad y le volvera a mez
clar en el divino juego universal de la Historia y la poltica. Sin cesar se escri
be secretamente con sus amigos en Francia: la vieja araa sigue tejiendo sus redes
ocultas; pero all quedan, intiles e ignoradas, en el rincn de Linz. Publica con no
mbre falso las Observaciones de un contemporneo sobre el Duque de Otranto, un himno
annimo, que pinta en colores vivos, casi lricos, sus talentos y su carcter. Al mis
mo tiempo divulga en sus cartas particulares, para amedrentar a sus enemigos, qu
e el Duque de Otranto trabaja en sus Memorias, y hasta que apareceran pronto en l
a casa Brockhaus y que las dedicara al rey Luis XVIII. Con esto quiere hacer reco
rdar a los demasiado audaces que el antiguo ministro de Polica, Fouch, conservaba
an unas cuantas flechas en el carcaj, flechas envenenadas, mortferas. Pero, cosa e
xtraa, nadie le teme ya, nada le libra de Linz, nadie piensa en llamarle, nadie q
uiere su consejo, su ayuda. Y cuando se discute en la Cmara francesa, por otro mo
tivo, la cuestin de la repatriacin de los desterrados, le recuerdan sin odio y sin
inters. Los tres aos que han transcurrido desde que abandon la escena mundial han
bastado para hacer olvidar al gran actor que brillaba en todos los papeles. El s
ilencio se aboveda sobre l, como un catafalco de cristal. Ya no existe para el mu
ndo un Duque de Otranto, slo existe un anciano que se pasea por las calles aburri
das de Linz, cansado, irritado, solitario. De vez en cuando se quita el sombrero
ante l, achacoso y doblegado, algn comerciante. Por lo dems, ya no le conoce nadie
en el mundo y nadie piensa en l. La Historia, ese abogado de la Eternidad, ha to
mado la venganza ms cruel en el hombre que slo pens siempre en el momento presente
y fugitivo: le ha enterrado en vida.
Tan olvidado est el Duque de Otranto, que nadie se da cuenta, excepto algunos pol
icas austriacos, cuando por fin Metternich, en el ao 1819, le permite trasladarse
a Trieste, y esto nicamente porque sabe de fuente segura que esta pequea merced se
la concede a un moribundo. La inactividad ha cansado y perjudicado ms a este hom
bre inquieto, a este trabajador fantico, que treinta aos de actividad febril. Sus
pulmones empiezan a funcionar mal, no pueden soportar la rudeza del clima; y Met
ternich le concede un sitio ms soleado para morir: Trieste. All se ve, a veces, un
hombre rendido ir a misa con pasos inseguros y arrodillarse ante los bancos con
las manos juntas. Este resto de hombre es Jos Fouch. El que un cuarto de siglo an
tes destrozaba con su propia mano los crucifijos en los altares, se arrodilla ah
ora, humillada la cabeza blanca, ante los emblemas ridculos de la supersticin... Qui
z se apoder de l en esos momentos la nostalgia de los claustros silenciosos de los
antiguos conventos.
Algo se ha transformado en l por completo: el viejo ambicioso y luchador quiere p
az con todos sus enemigos. Las hermanas y los hermanos de su gran adversario Nap
olen tambin ellos humillados y olvidados por el mundo vienen a visitarle, charlan co
n l, en confianza, de los tiempos pasados, y se admiran de cmo el cansancio le ha
vuelto verdaderamente apacible. Nada en esta pobre sombra recuerda ya al hombre
temido y peligroso que perturb al mundo durante dos decenios y que oblig a doblega
rse ante l a los hombres ms poderosos de su poca; slo quiere paz y un buen morir. Y
efectivamente: en sus ltimas horas hace las paces con su Dios y con los hombres.
Paz con Dios: el viejo ateo, el rebelde, el perseguidor del cristianismo, el des
tructor de altares, el iconoclasta, hace llamar en los ltimos das de diciembre a u
no de esos embusteros infames (como l los llamaba en el mayo florido de su jacobini
smo), a un sacerdote, y recibe, las manos devotamente cruzadas, los Santos Sacra
mentos. Y paz con los hombres: pocos das antes de morir ordena a su hijo abrir su
escritorio y sacar los papeles. Se enciende una gran hoguera; cientos, miles de
cartas son arrojadas al fuego; probablemente tambin las Memorias temidas, ante l
as que temblaron tantas personas. Fu una debilidad del moribundo o una ltima bondad
; fue temor ante la posteridad o fra indiferencia? En todo caso, destruy en su lec

ho de muerte todo lo que pudiera haber comprometido a otros, cuando poda ser arma
de venganza contra sus enemigos. Y fue esto en un arranque de benevolencia nuev
a y casi religiosa, buscando por primera vez, cansado de los hombres y de la vid
a, en lugar de gloria y poder, otra dicha: olvido.
El 26 de diciembre de 1820 termina esta vida extraa y multiforme en la meridional
ribera triestina, esta vida que comenz en un puerto de mar septentrional de Fran
cia. Y el 28 de diciembre llevan al ltimo reposo los restos mortales del eterno i
nquieto, del proscrito. La noticia de la muerte del famoso Duque de Otranto no d
espierta, de momento, gran curiosidad en el mundo, nicamente un humo delgado y pli
do de recuerdo se levanta fugazmente de su nombre extinguido y se deshace, casi
sin dejar rastro, en el cielo apacible del tiempo.
Pero cuatro aos ms tarde surge una nueva inquietud. Se divulga el rumor de que estn
a punto de aparecer las Memorias del hombre temido; y a ms de uno de los poderos
os, de los ambiciosos que golpearon con excesiva temeridad al cado, acomete un ex
trao temblor: Volver a hablar verdaderamente desde la tumba esta boca peligrosa? Sal
drn, por fin, a la luz del da los documentos escamoteados de los cajones de la pol
ica, las cartas demasiado ntimas y las pruebas comprometedoras, para asestar un go
lpe asesino a ciertos prestigios? Pero Fouch permanece fiel a s mismo mas all de la
muerte.
Las Memorias, que publica en Pars en 1824 un librero hbil, son tan dudosas como l m
ismo. Ni desde la tumba delata el tenaz silencioso toda la verdad. A la tierra f
ra se lleva, celoso, sus secretos, para subsistir l mismo como un secreto, todo cr
epsculo y tinieblas, figura siempre hermtica, impenetrable. Pero precisamente por
eso seduce e incita al juego inquisitivo, que l mismo ejerca tan magistralmente, a
intentar descubrir, en la huella fugaz, todo el rumbo laberntico de su vida y ad
ivinar en su destino, lleno de vicisitudes, la estirpe espiritual de quien fue e
l mas excepcional de los hombres polticos.

También podría gustarte