Stefan Zweig - Fouche
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FOUCH
EL GENIO TENEBROSO
Revisado por: Sergio Cortz
INTRODUCCIN
Jos Fouch fue uno de los hombres ms poderosos de su poca y uno de los ms extraordinar
ios de todos los tiempos. Sin embargo, ni goz de simpatas entre sus contemporneos n
i se le ha hecho justicia en la posteridad.
A Napolen en Santa Elena, a Robespierre entre los jacobinos, a Carnot, Barras y T
alleyrand en sus respectivas Memorias y a todos los historiadores franceses reali
stas, republicanos o bonapartistas , la pluma les rezuma hiel cuando escriben su n
ombre. Traidor de nacimiento, miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza d
e reptil, trnsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto, amoral... No se le
escatiman las injurias. Y ni Lamartime, ni Michelet, ni Luis Blanc intentan ser
iamente estudiar su carcter, o, por mejor decir, su admirable y persistente falta
de carcter. Por primera vez aparece su figura, con sus verdaderas proporciones,
en la biografa monumental de Luis Madelins, al que este estudio, lo mismo que tod
os los anteriores, tiene que agradecerle la mayor parte de su informacin. Por lo
dems, la Historia arrincon silenciosamente en la ltima fila de las comparsas sin im
portancia a un hombre que, en un momento en que se transformaba el mundo, dirigi
todos los partidos y fu el nico en sobrevivirles, y que en la lucha psicolgica venc
i a un Napolen y a un Robespierre. De vez en cuando ronda an su figura por algn dram
a u opereta napolenicos; pero entonces, casi siempre reducido al papel gastado y
esquemtico de un astuto ministro de la Polica, de un precursor de Sherlock Holmes.
La crtica superficial confunde siempre un papel del foro con un papel secundario
.
Slo uno acert a ver esta figura nica en su propia grandeza, y no el ms insignificant
e precisamente: Balzac. Espritu elevado y sagaz al mismo tiempo, no limitndose a o
bservar lo aparente de la poca, sino sabiendo mirar entre bastidores, descubri con
certero instinto en Fouch el carcter ms interesante de su siglo. Habituado a consi
derar todas las pasiones -las llamadas heroicas lo mismo que las calificadas de
inferiores , elementos completamente equivalentes en su qumica de los sentimientos;
acostumbrado a mirar igualmente a un criminal perfecto un Vautrin- que a un geni
o moral un Luis Lambert , buscando, ms que la diferencia entre lo moral y lo inmoral
, el valor de la voluntad y la intensidad de la pasin, sac de su destierro intenci
onado al hombre ms desdeado, al ms injuriado de la Revolucin y de la poca imperial. El
nico ministro que tuvo Napolen, le llama, singulier gnie, la plus forte tte que je c
onnaiss, una de las figuras que tienen tanta profundidad bajo la superficie y que
permanecen impenetrables en el momento de la accin, y a las que slo puede compren
derse con el tiempo. Esto ya suena de manera distinta a las depreciaciones morali
stas. Y en medio de su novela Une tnbreuse affaire dedica a este genio grave, hondo
y singular, poco conocido, una pgina especial. Su genio peculiar escribe , que causab
a a Napolen una especie de miedo, no se manifestaba de golpe. Este miembro descon
ocido de la Convencin, lino de los hombres ms extraordinarios y al mismo tiempo ms
falsamente juzgados de su poca, inici su personalidad futura en los momentos de cr
isis. Bajo el Directorio se elevo a la altura desde la cual saben los hombres de
espritu profundo prever el futuro, juzgando rectamente el pasado; luego, sbitamen
te como ciertos cmicos mediocres que se convierten en excelentes actores por una i
nspiracin instantnea , di pruebas de su habilidad durante el golpe de Estado del 18 d
e Brumario. Este hombre, de cara plida, educado bajo una disciplina conventual, q
ue conoca todos los secretos del partido de la Montaa, al que perteneci primero, lo
mismo que los del partido realista, en el que ingres finalmente; que haba estudia
do despacio y sigilosamente los hombres, las cosas y las prcticas de la escena po
ltica, aduese del espritu e Bonaparte, dndole consejos tiles y proporcionndole valioso
informes... Ni sus colegas de entonces ni los de antes podan imaginar el volumen
de su genio, que era, sobre todo, genio de hombre de Gobierno, que acertaba en
todos sus vaticinios con increble perspicacia. Estos elogios de Balzac atrajeron p
or primera vez la atencin sobre Fouch, y desde hace aos he considerado ocasionalmen
te la personalidad a la que Balzac atribuye el haber tenido mas poder sobre los h
ombres que el mismo Napolen. Pero Fouch pareca haberse propuesto, lo mismo en vida q
ue en la Historia, ser una figura de segundo trmino, un personaje a quien no agra
da que le observen cara a cara, que le vean el juego. Casi siempre est sumergido
en los acontecimientos, dentro de los partidos, entre la envoltura impersonal de
su cargo, tan invisible y activo como el mecanismo de un reloj. Y rara vez se c
onsigue captar, en el tumulto de los sucesos, su perfil fugaz en las curvas ms pr
onunciadas de su ruta. Y ms extrao an! Ninguno de esos perfiles de Fouch, cogidos al
vuelo, coinciden entre s a primera vista. Cuesta trabajo imaginarse que el mismo
hombre que fue sacerdote y profesor en. 1790, saquease iglesias en 1792, fuese c
omunista en 1793, multimillonario cinco aos despus y Duque de Otranto algo ms tarde
. Pero cuanto ms audaz le observaba en sus transformaciones, tanto mas interesant
e se me revelaba el carcter, o mejor, la carencia de carcter de este tipo maquiavli
co, el ms perfecto de la poca moderna. Cada vez me pareca ms atractiva su vida poltic
a, envuelta toda en lejana y misterio, cada vez ms extraa, mas demonaca su figura. A
s me decid a escribir, casi sin proponrmelo, por pura complacencia psicolgica, la hi
storia de Jos Fouch, como aportacin a una biografa que estaba sin hacer y qu era nece
saria: la biografa del diplomtico, la ms peligrosa casta espiritual de nuestro cont
orno vital, cuya exploracin no ha sido realizada plenamente.
Una biografa as, de una naturaleza perfectamente amoral, an siendo, como la de Jos F
ouch, tan singular y significativa, me doy cuenta de que no va con el gusto de la
poca. Nuestra poca quiere biografas heroicas, pues la propia pobreza de cabezas po
lticamente productivas hace que se busquen ms altos ejemplos en los tiempos pasado
s, No desconozco de ninguna manera el poder de las biografas heroicas, que amplif
ican el alma, aumentan la fuerza y elevan espiritualmente. Son necesarias, desde
los das d Plutarco, para todas las generaciones en fase de crecimiento, para toda
juventud nueva. Pero precisamente en lo poltico albergan el peligro de una falsi
ficacin de la Historia, es decir: es como si siempre hubiesen decidido el destino
del mundo las naturalezas verdaderamente dirigentes. Sin duda domina una natura
leza heroica por su sola existencia, an durante decenios y siglos, la vida espiri
tual, pero nicamente la espiritual. En la vida real, verdadera, en el radio de ac
cin de la poltica, determinan rara vez y esto hay que decirlo como advertencia ante
toda fe poltica las figuras superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera
eficacia est en manos de otros hombres inferiores, aunque mas hbiles: en las figur
as de segundo trmino. De 1914 a 1918 hemos visto como las decisiones histricas sob
re la guerra y la paz no emanaron de la razn y de la responsabilidad, sino del po
der oculto de hombres annimos del mas equvoco carcter y de la inteligencia mas prec
aria. Y diariamente vemos de nuevo que en el juego inseguro y a veces insolente
de la poltica, a la que las naciones confan an crdulamente sus hijos y su porvenir,
no vencen los hombres de clarividencia moral, de convicciones inquebrantables, s
ino que siempre son derrotados por esos jugadores profesionales que llamamos dip
lomticos, esos artistas de manos ligeras, de palabras vanas y nervios fros. Si ver
daderamente es la poltica, como dijo Napolen hace ya cien aos, la fatalite moderne,
la nueva fatalidad, vamos a intentar conocer los hombres que alientan tras esas
potencias, y con ello, el secreto de su poder peligroso. Sea la historia de la
vida de Jos Fouch una aportacin a la tipologa del hombre poltico.
Salzburgo, otoo 1929.
CAPTULO PRIMERO
ASCENSO
(1759 1793)
EL 31 de mayo de 1759 nace Jos Fouch todava le falta mucho para ser Duque de Otranto!
en el puerto de Nantes. Marineros y mercaderes sus padres y marineros sus antepa
sados, nada ms natural que l continuase la tradicin familiar; pero bien pronto se v
i que este muchacho delgaducho, alto, anmico, nervioso, feo, careca de toda aptitud
para oficio tan duro y verdaderamente heroico en aquel tiempo. A dos millas de
la costa, se mareaba; al cuarto de hora de correr o jugar con los chicos, se can
saba. Qu hacer, pues, con una criatura tan dbil?, se preguntaran los padres no sin i
nquietud, porque en la Francia de 1770 no hay todava lugar adecuado para una burg
uesa ya despierta y en empuje impaciente. En los tribunales, en la administracin,
en cada cargo, en cada empleo, las prebendas substanciosas se quedan para la ari
stocracia; para el servicio de Corte se necesita escudo condal o buena barona; ha
sta en el ejrcito, un burgus con canas apenas llega a sargento. El Tercer Estado n
o se recomienda an en ninguna parte de aquel reino tan mal aconsejado y corrompid
o; no es extrao, pues, que un cuarto de siglo ms tarde exija con los puos lo que se
le neg demasiado tiempo a su mano implorante. No queda ms que la Iglesia. Esta gr
an potencia milenaria, que supera infinitamente en sabidura mundana a las dinastas
, piensa ms prudente, ms democrtica, ms generosamente. Siempre encuentra sitio para
los talentos y recoge al mas humilde en su reino invisible. Como el pequeo Jos se
destaca ya estudiando en el colegio de los oratorianos, le ceden con gusto la cte
dra de Matemticas y Fsica para que desempee en ella los cargos de inspector y profe
sor. A los veinte aos adquiere en esta Orden que desde la expulsin de los jesuitas
prevalece en toda Francia la educacin catlica, honores y cargo. Un cargo pobre, sin
mucha esperanza de ascenso; pero siempre una escuela en la que l mismo aprende a
la vez que ensea. Podra llegar ms alto: ser fraile un da, tal vez obispo o Eminenci
a, si profesara. Pero cosa tpica en Jos Fouch: ya en el escaln inicial, en el primer
o y ms bajo de su carrera, resalta un rasgo caracterstico de su personalidad: la a
ntipata a ligarse completamente, de manera irrevocable, a alguien o a algo. Viste
el habito de clrigo, esta tonsurado, comparte la vida monacal de los dems Padres
espirituales, y durante diez aos de oratoriano en nada se diferencia, ni exterior
ni interiormente, de un sacerdote. Pero no toma las rdenes mayores, no hace voto
; como en todas las situaciones de su vida, dejase abierta la retirada, la posib
ilidad de variacin y cambio. A la Iglesia se da temporalmente y no por entero, lo
mismo que mas tarde al Consulado, al Imperio o al Reino. Ni siquiera con Dios s
e compromete Jos Fouch a ser fiel para siempre.
Durante diez aos, de los veinte a los treinta, anda este plido y reservado semisac
erdote por claustros y refectorios silenciosos. Da clase en Niort, Saumur, Vendo
me, Pars, pero casi no siente el cambio de lugar, pues la vida de un profesor de
seminario se desarrolla igual en todas partes: pobre, silenciosa e insignificant
e, lo mismo en una ciudad que en otra, siempre tras muros callados, siempre apar
tado de la vida. Veinte, treinta, cuarenta discpulos, a los que ensea latn, matemtic
as y fsica; muchachos plidos, vestidos de negro, a los que lleva a misa y a los qu
e vigila en el dormitorio. Lectura solitaria en libros cientficos, comidas pobres
y sueldos mezquinos. Una existencia conventual, humilde. Anquilosados, irreales
, al margen del tiempo y del espacio, estriles y humillantes, parecen estos diez
aos silenciosos y sombros de la vida de Fouch. Sin embargo, aprende durante ellos l
o que ha de ser, ms tarde, infinitamente til al diplomtico: el arte de callar, la c
iencia magistral de ocultarse a s mismo, la maestra para observar y conocer el cor
azn humano. Si este hombre, an en los momentos de mayor pasin de su vida, llega a d
ominar hasta el ltimo msculo de su cara; si es imposible percibir una agitacin de i
ra, de amargura, de emocin en su faz inmvil, como emparedada en silencio; si con l
a misma voz apagada sabe pronunciar lo cotidiano y lo terrible, y si puede cruza
r con el mismo paso sigiloso los aposentos del Emperador y la frentica Asamblea p
opular, ello se debe a la disciplina incomparable de dominio sobre s mismo aprend
ida en los aos de religin; a su voluntad domada en los ejercicios de Loyola, y a s
u expresin educada en las discusiones de la retrica eclesistica secular. Tal es el
aprendizaje de Fouch antes de poner el pie sobre el podio de la escena mundial. Q
uiz no sea casualidad que los tres grandes diplomticos de la revolucin francesa: Ta
lleyrand, Sieyes y Fouch, salieran de la escuela de la Iglesia maestros en el art
e humano mucho antes de pisar la tribuna. El mismo lastre religioso pone un sell
o especial a sus caracteres por lo dems contradictorios , dndoles en los minutos deci
sivos cierto parecido. A esto rene Fouch una autodisciplina frrea, casi espartana,
una resistencia interior extraordinaria contra el lujo, la fastuosidad y el arte
sutil de saber ocultar la vida privada y el sentimiento personal. No, estos aos
de Fouch a la sombra de los claustros no fueron perdidos. Aprendi enseando.
Tras muros de conventos, en aislamiento severo, se educa y desarrolla este esprit
u singularmente elstico e inquieto, llegando a alcanzar una verdadera maestra psic
olgica. Durante aos enteros slo puede actuar invisiblemente en el crculo espiritual
ms estrecho; pero ya en 1778 comienza en Francia esa tempestad social que inunda
hasta los muros mismos del convento. En las celdas de los oratorianos se discute
sobre los derechos del hombre igual que en los clubes de los francmasones. Una
extraa curiosidad empuja a estos sacerdotes jvenes hacia lo burgus, curiosidad que
hace derivar tambin la atencin del profesor de Fsica y Matemticas hacia los descubri
mientos sorprendentes de la poca: las primeras aeronaves los montgolfiers y los gra
ndiosos inventos en el terreno de la electricidad y la medicina. Los religiosos
buscan contacto con los crculos intelectuales, y este contacto lo facilita en Arr
as un crculo extrao llamado de los Rosatis, una especie de Schlaraffia, en la que los
intelectuales de la ciudad se renen en animadas veladas. El ambiente es modesto.
Pequeos burgueses, gente insignificante, recitan poesas o pronuncian discursos lit
erarios; los militares se mezclan con los paisanos. Jos Fouch, el profesor religio
so, es muy bien recibido en estas veladas, pues sabe mucho sobre los nuevos desc
ubrimientos de la Fsica. All, en amigable reunin, escucha, por ejemplo, como recita
un capitn de ingenieros llamado Lazaro Carnot versos satricos, compuestos por l mi
smo, o atiende al florido discurso que pronuncia el plido abogado, de delgados la
bios, Maximiliano de Robespierre (entonces an daba importancia a su nobleza) en h
onor de los Rosatis. An disfruta la provincia de los ltimos soplos del Dixhuitieme f
ilosofante. Reposadamente escribe el seor de Robespierre, en vez de sentencias de
muerte, graciosos versos; el mdico suizo Marat, en vez de crueles manifiestos co
munistas, escribe una novela dulzona y sentimental, y en algn rincn de provincia s
e afana el pequeo teniente Bonaparte por imitar al Werther con una novela. Las te
mpestades estn todava invisibles tras el horizonte.
Parece un juego del destino: precisamente con este abogado plido, nervioso, de or
gullo inconmensurable, llamado Robespierre, hace amistad el tonsurado profesor d
e seminario, y sus relaciones estn en el mejor camino de trocarse en parentesco,
pues Carlota Robespierre, la hermana de Maximiliano, quiere curar al profesor de
los oratorianos de sus achaques msticos, y se murmura de este noviazgo en todas
las mesas. Porqu se deshacen al fin estas relaciones no se ha sabido nunca; pero
quiz se oculte aqu la raz del odio terrible, histrico, entre estos dos hombres, tan
amigos antao y que ms tarde lucharon a vida o muerte. Entonces nada saben an de jac
obinismo y de rencor, al contrario: cuando mandan a Maximiliano de Robespierre c
omo delegado a los Estados Generales, a Versalles, para trabajar en la nueva Con
stitucin de Francia, es el tonsurado Jos Fouch quien presta al anmico abogado las mo
nedas de oro necesarias para que se pague el viaje y se pueda mandar hacer un tr
aje nuevo. Es simblico el que en esta ocasin, como en tantas otras, tenga los estr
ibos para que otro inicie su carrera histrica, para luego ser l tambin quien en el
momento decisivo traicione y derribe por la espalda al amigo de antao.
Poco despus de la partida de Robespierre a la Asamblea de los Estados Generales,
que ha de hacer temblar los fundamentos de Francia, tienen tambin los oratorianos
en Arras su pequea revolucin. La poltica ha penetrado hasta los refectorios, y el
perspicaz oteador que es Jos Fouch hincha con este viento sus velas. A propuesta s
uya mandan un diputado a la Asamblea Nacional, para demostrar al Tercer Estado l
as simpatas de los clrigos. Pero esta vez, el hombre tan precavido en otras ocasio
nes obra con precipitacin, sin duda porque sus superiores le envan, como medida co
rreccional lo que no constituye un verdadero castigo, pues carecen de fuerza para
ello , a la institucin filial de Nantes, al mismo puesto donde aprendi de nio los fu
ndamentos de la ciencia y el arte del conocimiento humano. Mas ya es adulto y ex
perto, y no le seduce ensear a los muchachos Geometra y Fsica. El sutil oteador pre
siente que se cierne sobre el pas una tempestad social, que la poltica domina el m
undo... Y a la poltica se lanza. De un golpe tira la sotana, hace desaparecer la
tonsura y en vez de pronunciar sus discursos polticos ante los nios lo hace ante l
os buenos burgueses de Nantes. Se funda un club siempre empieza la carrera de los
polticos en un escenario, prueba de la elocuencia , y un par de semanas despus ya e
s Fouch presidente de los Amis de la Constitucin de Nantes. Alaba el progreso, aun
que con precaucin y tolerancia, porque el barmetro de la honesta ciudad seala una t
emperatura moderada. Los ciudadanos de Nantes no gustan del radicalismo, temen p
or su crdito; quieren, sobre todo, hacer buenos negocios. No quieren ellos que obt
ienen de las colonias opulentas prebendas proyectos tan fantsticos como el de la m
anumisin de los esclavos. Jos Fouch, certero observador, redacta un documento pattic
subalterna, en realidad omnmoda, definidora de una poca. Durante toda una vida ac
ta en la sombra sobre tres generaciones. Patroclo cay como cayeron Hctor y Aquiles,
mientras prevaleci Ulises, el astuto. Su talento sobrepuja al genio; su sangre f
ra perdura sobre toda pasin.
La maana del 12 de septiembre hace su entrada en la sala la recin elegida Convencin
. Ya no es tan solemne y pomposo el saludo como, hace tres aos, en la primera Asa
mblea Constituyente. Entonces an estaba en el centro un magnfico silln de damasco b
ordado con blancas flores de lis: el sitial del Rey; y al entrar ste, se levant re
spetuosamente la Asamblea y recibi al Monarca con vivas y ovaciones. Ahora estn in
vlidos sus castillos, la Bastilla y las Tulleras; ya no hay Rey en Francia; hay slo
un seor grueso llamado por sus recios guardianes y jueces Luis Capeto, que se ab
urre como impotente burgus en el Temple y espera su sentencia. En su lugar mandan
ahora en el pas los setecientos cincuenta instalados en su propia casa. Tras la
mesa presidencial se yerguen en letras gigantescas las nuevas tablas mosaicas de
las leyes, el texto original de la Constitucin, y adornan las paredes del saln, sm
bolo amenazador, las varas de los lictores y el hacha mortfera.
En las galeras se rene el pueblo y contempla curioso a sus representantes. Setecie
ntos cincuenta miembros de la Convencin entran a paso lento en la Casa Real, extr
aa mezcla de todos los estados y profesiones: abogados cesantes con ilustres filso
fos, sacerdotes fugitivos con militares insignes, aventureros fracasados con afa
mados matemticos y poetas galantes. Como en un vaso violentamente agitado, todo s
e ha mezclado en Francia, todo lo ha invertido la revolucin. Es tiempo de aclarar
el caos.
Ya la disposicin de los asientos indica un primer ensayo de orden. En el saln anfi
teatral, donde se mezclan los alientos y chocan las frases hostiles, estn colocad
os, abajo los tranquilos, los serenos, los cautos: el marais, el pantano, como l
laman irnicamente a los que en todas las decisiones carecen de pasin. Los turbulen
tos, los impacientes, los radicales, toman asiento arriba, en los bancos ms altos
, en la montaa, que casi tocan con sus ltimas filas las galeras, como para indicar si
mblicamente que tienen a su espalda la masa, el pueblo, el proletariado.
Estas dos potencias sostienen la balanza. Entre ellas se tambalea, en flujo y re
flujo, la revolucin. Para los ciudadanos, para los moderados, es ya perfecta la R
epblica con la Constitucin conquistada, con la aniquilacin del Rey y de la nobleza,
con el traspaso de los derechos al Tercer Estado; ahora quisieran mas bien pone
r diques y retener la marea removida desde el fondo, defender lo seguro. Condorc
et, Roland, los girondinos son sus cabecillas, representantes del clero y de la
clase media. Pero los de la montaa quieren seguir empujando la ola hasta que arrast
re todo lo que qued existente de antao, todo lo anticuado; quieren a Marat, a Dant
on y Robespierre como jefes del proletariado, la revolution intgrale, radical has
ta el atesmo y el comunismo. Despus del Rey quieren echar a tierra las dems potenci
as viejas del Estado: dinero y Dios. Inquieta, oscila la balanza entre los dos p
artidos. Si vencen los girondinos, los moderados, se debilitara la revolucin poco
a poco en una reaccin primero liberal y luego conservadora. Si vencen los radica
les, navegarn por todas las profundidades y torbellinos de la anarqua. As no engaa l
a solemne armona de las primeras horas a ninguno de los presentes en el saln prede
stinado, cada uno sabe que aqu comenzara pronto una lucha a vida o muerte por el
espritu y por el Poder. Y el sitio en que toma asiento un diputado, abajo, en el l
lano, o arriba, en la montaa, indica ya de antemano su decisin.
Con los setecientos cincuenta que entran solamente en el saln del Rey destronado
entra tambin, silencioso, cruzada sobre el pecho la banda tricolor de representan
te del pueblo, Jos Fouch, el diputado de Nantes. Desaparecida la tonsura y olvidad
o ya el traje de sacerdote, viste, como los dems, sencilla ropa de ciudadano.
Dnde tomar asiento Jos Fouch: entre los radicales de la montaa o entre los moderados
llano? Jos Fouch no titubea mucho tiempo. No conoce mas que un partido, al que es l
eal y al que permanecer fiel hasta el fin: al ms fuerte, al de la mayora. As, pesa y
cuenta tambin esta vez interiormente los votos y ve que el Poder se inclina del
lado de los girondinos, de los moderados. Con ellos estn Condorcet, Roland, Serva
n, los hombres que tienen en sus manos los Ministerios, que influyen en todos lo
s nombramientos y que reparten las prebendas. All puede estar seguro. Y all toma a
siento.
Pero cuando alza casualmente los ojos hacia arriba, donde han tomado sus posicio
nes los adversarios, los radicales, se cruza su mirada con otra mirada severa, d
esdeosa. Su amigo Maximiliano Robespierre, el abogado de Arras, ha reunido all a s
u alrededor a sus partidarios. Irnico y glacial, a travs de sus impertinentes, obs
erva cruel, orgulloso de su propia terquedad, que no perdona las vacilaciones y
flaquezas de los dems, al oportunista Fouch. En este momento se rompe el ltimo lazo
de la amistad de estos dos hombres. Desde entonces siente Fouch a su espalda, de
trs de sus ademanes y sus actos, la mirada de cruel examen y severa observacin del
eterno acusador, del implacable puritano. Hay que tener cuidado!
Nadie tiene ms que l. En los protocolos de las sesiones de los primeros meses falt
a por completo el nombre de Jos Fouch. Mientras que todos se precipitan con mpetu y
presuncin hacia la tribuna a hacer proposiciones, a declamar latiguillos, a acus
arse y enemistarse, el diputado de Nantes nunca pone los pies sobre el plpito. La
insuficiencia de voz (as se excusa ante sus amigos y electores) le impide hablar
pblicamente. Y como todos los dems se quitan, vidos e impacientes, la palabra de l
a boca, se destaca con simpata el silencio de esta aparente modestia. Pero en ver
dad no es modestia, sino clculo. El ex fsico estudia primero el paralelogramo de l
as fuerzas, observa, vacila antes de formular su opinin, porque ve oscilar contin
uamente la balanza. Precavido, reserva su voto decisivo para el momento en que c
omience a inclinarse definitivamente a un lado o a otro. Por nada gastarse demasi
ado pronto; por nada sujetarse antes de tiempo; por nada ligarse para siempre! An
no se ve claramente si la revolucin ha de avanzar o si ha de retroceder, y, como
buen hijo de marinero, espera para lanzarse al lomo de la ola que el viento sea
favorable y mantiene entre tanto su nave en el puerto.
Adems, ya en Arras, tras los muros del convento, haba observado cun pronto se desga
sta en una revolucin la popularidad, cmo se convierte el grito popular de Hossaniz
a en el grito de Crucifige. Todos o casi todos los que durante la poca de los Est
ados Generales y de la Asamblea Constituyente se haban destacado eran vctimas del
olvido o del odio. El cadver de Mirabeau, ayer an en el Panten, haba sido exhumado v
ergonzosamente de aquel lugar; Lafayette, celebrado triunfalmente haca algunas se
manas como padre de la Patria, era considerado como traidor; Custine, Pethoin, o
vacionados poco antes, se arrastraban temerosos en la sombra, lejos de la public
idad. No. No haba que surgir precipitadamente a la luz, no haba que sujetarse dema
siado ligeramente; que se inutilicen, que se gasten los dems. Una revolucin lo sabe
muy bien este hombre precozmente sutil nunca pertenece al primero, al que la ini
cia, sino al ltimo, al que la culmina asindose a ella como a una presa.
As se agazapa taimada e intencionadamente en la oscuridad. Se acerca a los podero
sos, pero evita todos los Poderes pblicos y visibles. En vez de escandalizar en l
a tribuna y en los peridicos, prefiere ser elegido en las Comisiones, donde se ga
na en la sombra conocimiento de la situacin e influencia sobre los acontecimiento
s sin ser observado ni odiado. Y, efectivamente, su manera de trabajar tenaz y rp
ida le gana simpatas; su invisibilidad le protege contra toda evidencia. Desde su
despacho puede observar descuidadamente cmo se ensaan los tigres de la montaa y las
panteras de la Gironda, cmo los grandes apasionados, cmo las grandes figuras desta
cadas de un Vergiaud, Condorcet, Desmoulins, Danton, Marat y Robespierre se hier
en a muerte. l contempla y espera, pues sabe que hasta que no se aniquilen los ap
asionados no empieza la poca de los que supieron esperar, de los prudentes. Slo se
decidir cuando la batalla se vislumbre ganada.
Este aguardar en la oscuridad es la actitud de Jos Fouch durante toda su vida. No
ser nunca el objeto visible del Poder y sujetarlo, sin embargo, por completo; ti
rar de todos los hilos eludiendo siempre la responsabilidad. Colocarse, parapeta
do, detrs de una figura principal, y empujarla hacia delante; y en cuanto esta av
ance excesivamente, en el instante decisivo, traicionarla de manera rotunda. ste
es su papel preferido. Lo interpreta como el ms perfecto intrigante de la escena
poltica, en veinte disfraces, en innumerables episodios bajo los republicanos, lo
s reyes o los emperadores, siempre con el mismo virtuosismo.
A veces se le presenta la ocasin, y con ella la tentacin, de representar el papel
principal, el papel de hroe en el drama mundial. Pero es demasiado perspicaz para
desearlo seriamente. Tiene plena conciencia de su rostro feo y repulsivo, que n
o se presta para las medallas y emblemas, para el lujo y la popularidad, a lo qu
e no podra ofrecer nada heroico con una corona de laurel sobre la frente. Sabe de
su voz delgada y enfermiza que puede muy bien susurrar, sugerir, insinuar, pero
nunca arrastrar a las masas con elocuencia inflamada. Sabe que su fuerza reside
en el aposento de burcrata, en la habitacin cerrada en la sombra. All puede acecha
r y explorar holgadamente, observar y convenir, tirar de los hilos y enredarlos
mientras permanece impenetrable, hermtico.
ste es el ltimo secreto de la fuerza de Jos Fouch, que, aunque anhela el Poder, la m
ayor cantidad posible de Poder, se conforma con la conciencia de su posicin; no n
ecesita sus emblemas ni su investidura. Fouch tiene amor propio desmesurado, pero
no ansia de gloria; es ambicioso sin vanidad. La vara de lictor, el cetro de re
y, la corona de emperador pueden llevarlos otros tranquilamente. cede gustoso el
brillo y la dicha de la popularidad. A l le basta con enterarse de la cosa, con
tener influencia, con ser l quien manda verdaderamente sobre quien tiene la apari
encia de mando, y, sin exponer su persona, hacer el juego emocionante, el juego
tremendo de la poltica. Mientras los dems se ligan fuertemente a sus convicciones,
a sus palabras y gestos oficiales, queda l, tenebroso y escondido, interiormente
libre; es lo permanente en el proceso fugitivo de apariciones. Los girondinos c
aen, Fouch queda; los jacobinos son arrojados, Fouch queda; el Directorio, el Cons
ulado, el Imperio, el Reino y otra vez el Imperio zozobran y desaparecen, pero s
iempre queda l, el nico, Fouch, gracias a su refinado retraimiento y a su valor aud
az para perseverar en la falta absoluta de vanidad.
Pero llega un da en el proceso mundial de la revolucin, un da que no admite vacilac
iones, un da en el que cada cual tiene que dar su voto terminante, concreto, con s o
no: el 16 de enero de 1793. La manecilla del reloj de la revolucin seala medioda. La
mitad del camino esta andado. Palmo a palmo se ha arrancado el Poder a la Monar
qua. Pero an vive el Rey, Luis XVI, aunque prisionero en el Temple. Ni ha sido pos
ible dejarle huir, como esperaban los moderados, ni se ha conseguido que encontr
ase la muerte en aquel asalto al palacio realizado por la furia del pueblo, como
secretamente deseaban los radicales. Le han humillado, le han quitado libertad,
nombre y categora; pero an por su solo aliento, por su sangre heredada, es Rey, e
s el nieto de Luis XIV, y aunque ahora slo se le llame desdeosamente Luis Capeto,
sigue siendo un peligro para la joven Repblica. Por eso formula la Convencin la pr
egunta de vida o muerte. En vano haban esperado los indecisos, los cobardes, los
cautos, las personas del carcter de Jos Fouch, poder escapar por votacin secreta de
emitir su juicio definitivo. Robespierre exige terminantemente que cada represen
tante de la nacin francesa pronuncie su s o no, su Vida o Muerte, en medio de la Asamb
lea, para que sepa el pueblo y la posteridad el lugar que a cada uno corresponde
: a la derecha o a la izquierda, en la bajamar o en la pleamar de la revolucin.
Ya el 15 de enero, Fouch ha definido claramente su propsito. Pertenece a los giron
dinos, y el deseo de sus electores, netamente moderados, le obliga a pedir cleme
ncia para el Rey. Pregunta a sus amigos, sobre todo a Condorcet, y ve que estn to
dos dispuestos a evitar una medida tan irrevocable como la ejecucin del Rey. Y co
mo la mayora esta en contra de la sentencia, se pone Fouch, naturalmente, de su pa
rte; la noche anterior, la del 15 de enero, lee a un amigo el discurso que piens
a pronunciar para justificar su deseo de clemencia. Sentarse en los bancos de lo
s moderados le obliga a ser as.
Pero entre aquella noche del 15 de enero y la maana del 16 transcurre una noche i
ntranquila y agitada. Los radicales no han estado ociosos: han puesto en marcha
la mquina de la rebelin de las masas, que saben dominar tan magistralmente. En los
arrabales truenan los caones del escndalo; las secciones llaman con sus tambores
a las gentes del pueblo; todos los batallones irregulares de la rebelin, a los qu
e recurren siempre los terroristas invisibles, que los mueven para alcanzar por
la fuerza decisiones polticas y a los que pone en accin en pocas horas un gesto de
l cervecero Santerre. Estos batallones de los agitadores de barrio son conocidos
de las pescaderas y aventureros desde la gloriosa conquista de la Bastilla; se
los conoce de la hora vil de los asesinatos de septiembre. Siempre, cuando hay q
ue romper el dique de las leyes, se revuelve a la fuerza esta gigantesca ola del
pueblo, y siempre lo arrastra todo consigo, irresistible, hasta a aquellos a qu
ienes ha hecho surgir de sus bajos fondos.
Miles y miles cercan, ya al medioda, la Escuela de Equitacin y las Tulleras; hombre
de Fouch; en otras ocasiones casi siempre parece deslerse en una zona de penumbra..
.
Esta Instruction comienza audazmente con una declaracin de infalibilidad justificat
iva de todas las osadas: Todo les est permitido a los que actan en nombre de la Repbl
ica. Quien se excede en cumplirlas, quien aparentemente pasa del lmite, an puede d
ecirse que no ha llegado al fin ideal. Mientras quede sobre la tierra un solo de
sgraciado, debe proseguir el avance de la libertad.
Despus de este preludio enrgico, en cierto sentido ya maximalista, de Fouch, la sig
uiente definicin del espritu revolucionario: La revolucin esta hecha para el pueblo;
pero no hay que entender por pueblo esa clase privilegiada, por su riqueza, que
ha acaparado todos los goces de la vida y todos los bienes de la sociedad. El p
ueblo es nicamente la totalidad de los ciudadanos franceses, sobre todo esa clase
social infinita de los proletarios que defienden las fronteras de nuestra patri
a y que sustentan a la sociedad con su trabajo. La revolucin sera un absurdo poltic
o y moral si no se ocupara mas que del bienestar de unos cuantos cientos de indi
viduos y dejara perdurar la miseria de veinticuatro millones de seres. Por eso s
era un engao afrentoso a la Humanidad el pretender hablar siempre en nombre de la
igualdad, mientras separa an a los hombres desigualdades tan tremendas en el bien
estar. Despus de estas palabras introductivas desarrolla Fouch su teora preferida: q
ue el rico, mauvais riche, no ser nunca un verdadero revolucionario, nunca un rep
ublicano leal; que toda revolucin, nada mas que burguesa, que deje persistir las
diferencias de bienes, tendra que volver a degenerar inevitablemente en una nueva
tirana, porque los ricos se tendran siempre por otra clase de seres. Por eso exige
Fouch del pueblo la energa ms extremada y completa, la revolucin integral. No os engai
: para ser un verdadero republicano, tiene que sufrir cada ciudadano en s mismo u
na revolucin parecida a la que ha cambiado la faz de Francia. No puede quedar nad
a comn entre los vasallos de los tiranos y los habitantes de un pas libre. Por eso
tienen que ser completamente nuevas todas sus obras, sus sentimientos y sus cos
tumbres. Estis oprimidos y debis aniquilar a vuestros opresores; habis sido esclavo
s de la supersticin eclesistica, y no debis tener otro culto que el de la Libertad.
.. Todo el que permanece al margen de este entusiasmo, que conoce alegras y tribu
laciones ajenas a la felicidad del pueblo, abre su alma a intereses fros, calcula
lo que rentar su honor, su posicin y su talento, y se aparta as por un momento del
bien general; todo aquel cuya sangre no arde vindicadora ante la opresin y la op
ulencia; todo el que tenga una lgrima de compasin para un enemigo del pueblo, y el
que no guarda toda la fuerza de su sentimiento para los mrtires de la Libertad,
todos estos mienten, si se atreven a llamarse republicanos. Que abandonen el pas,
si no quieren que se los desenmascare y que su sangre impura riegue el suelo de
la Libertad. La Repblica no quiere en su seno mas que seres libres, est dispuesta
a aniquilar a los dems, y no reconoce como hijos sino a los que quieren vivir, l
uchar y morir por ella. En el tercer prrafo de esta instruccin se convierte la conf
esin revolucionaria en un manifiesto comunista desnudo y franco (el primero expli
cito de 1793): Todo el que posea ms de lo indispensable ha de contribuir con una c
uota igual al exceso a los grandes requerimientos de la patria. De modo que habis
de averiguar, de manera generosa y verdaderamente revolucionaria, cuanto tiene
que desembolsar cada uno para la causa pblica. No se trata aqu de la averiguacin ma
temtica, ni tampoco del mtodo vacilante que en otros casos se emplea en la reparti
cin de contribuciones; esta medida especial tiene que llevar el carcter de las cir
cunstancias. Obrad, pues, generosamente y con audacia: quitadle a cada ciudadano
lo que no necesite, pues lo superfluo es una violacin patente de los derechos de
l pueblo. Todo lo que tiene un individuo mas all de sus necesidades no lo puede u
tilizar de otra manera que abusando de ello. No dejarle, pues, sino lo estrictam
ente necesario; el resto pertenece ntegro, durante la guerra, a la Repblica y a su
s ejrcitos.
Expresamente acenta Fouch en este manifiesto que no hay que contentarse solamente
con el dinero. Todos los objetos continua que se poseen en demasa y que puedan ser ti
les a los defensores del pas, los pide ahora la patria. As hay gentes que tienen i
ncreble abundancia en telas de hilo y camisas, en pauelos y zapatos. Todas estas c
osas tienen que ser objeto de la requisa revolucionaria. Igualmente pide la entre
ga del oro y de la plata, de los mtaux vils et corrupteurs, que desprecia el verd
adero republicano, al tesoro nacional, para que all les sea acuada la efigie de la
Repblica, y purificados por el fuego sirvan solamente a la Comunidad. No necesita
mos sino acero y hierro, y la Repblica triunfara. El llamamiento termina con una t
remenda apelacin a la violencia: Administraremos con todo rigor la autoridad que n
os ha sido encomendada, consideraremos y castigaremos como actos malvados todo l
o que, bajo otra circunstancia, se llame descuido, debilidad y lentitud. Pas la po
ca de las decisiones tibias y de las consideraciones. Ayudadnos a dar los golpes
implacables o estos golpes caern sobre vosotros mismos! La libertad o la muerte! P
odis elegir.
La teora de este documento nos da ya una idea de cmo ser el procnsul Jos Fouch en el d
esempeo de sus funciones. En el departamento de la Loire infrieure, en Nantes, Nev
ers y Moulins, se atreve a la lucha contra las mas fuertes potencias de Francia,
ante las cuales se haban retrado prudentemente el mismo Robespierre y Danton: con
tra la propiedad privada y contra la Iglesia. Obra rpida y decididamente en senti
do de la Egalisation des fortunes, con la invencin del llamado Comit filantrpico, al
que haban de enviar los propietarios voluntariamente sus ddivas, segn la frmula. Per
o para evitar confusiones, agrega de antemano la suave encomienda de que si el ri
co no hace uso de su derecho, mostrndose propicio al rgimen de la Libertad, tiene la
Repblica, por su parte, el derecho de apoderarse de su fortuna. No tolera el meno
r exceso en el uso de los bienes, y delimita enrgicamente el concepto de lo super
flu. El republicano slo necesita hierro, pan y cuarenta escudos de renta. Fouch saca
los caballos de las cuadras, la harina de los sacos; hace responsables con la v
ida a los mismos arrendatarios, para que no se queden atrs en su prescripcin; hace
obligatorio el pan de guerra como en la Guerra Europea el pan nico y prohibe termi
nantemente el pan blanco de lujo. Semanalmente pone en pie cinco mil reclutas, e
quipados con caballos, calzado, ropa y fusiles; utiliza la violencia para poner
en marcha las fbricas y todo obedece a su energa frrea. El dinero afluye con las co
ntribuciones, impuestos y ddivas, entregas y tributos. Escribe as orgulloso a la C
onvencin despus de dos meses de actividad: On rougit ici d'etre riches Aqu da rubor
ser rico. Pero, en verdad, debi decir: Aqu da temblor ser rico.
Al mismo tiempo que como radical y comunista, se revela Jos Fouch (el futuro multi
millonario Duque de Otranto, que se casara en segundas nupcias por la iglesia, p
iadosamente, bajo el patronato de un rey) como el ms feroz y fantico enemigo del c
ristianismo. Este culto hipcrita tiene que ser reemplazado por la creencia en la R
epblica y en la moral, truena en su carta flamante... Y caen como rayos ardientes
las primeras disposiciones contra las iglesias y las catedrales. Ley sobre ley,
decreto sobre decreto: Ningn sacerdote podr llevar los hbitos fuera del lugar destin
ado al culto, se le quitaran todos los Privilegios, pues ya es tiempo argumenta de q
ue vuelva esta clase altanera a la pureza del cristianismo primitivo y se reinte
gre al estado civil. No le basta a Jos Fouch con ser la cabeza del poder militar, c
on ser el ms alto funcionario de la justicia, dictador autnomo de la administracin;
se apodera tambin de todas las facultades eclesisticas. Suprime el celibato, orde
na a los sacerdotes que se casen en el plazo de un mes o que adopten un nio; conc
ierta matrimonios y los divorcia en la plaza pblica. Sube al plpito (del que han s
ido quitadas cuidadosamente todas las cruces y efigies religiosas) y pronuncia s
ermones atestas, en los que niega la inmortalidad y la existencia de Dios. Las ce
remonias de entierro cristianas son suprimidas, y como nico consuelo se graba en
los cementerios la inscripcin: La muerte es un sueo eterno. El nuevo papa introduce
en Nevers dando a su hija el nombre de Nievre, segn la nominacin del departamento , por
primera vez en el pas, el bautismo civil. Hace salir a la guardia nacional con t
ambores y msica, y en la plaza pblica, sin intervencin eclesistica, bautiza a la nia
y le da nombre. En Moulins, precediendo a caballo a un pelotn por toda la capital
, con un martillo en la mano, va destruyendo cruces y crucifijos, imgenes de sant
os, smbolos vergonzosos del fanatismo. Con las mitras y los paos del altar robados f
orman una hoguera, y mientras arden en pompa, danza la plebe en torno de este au
to de fe atestico. Pero ensaarse nicamente en objetos muertos, contra figuras de pi
edra indefensas y contra cruces frgiles, hubiera sido para Fouch un triunfo a medi
as. El verdadero triunfo lo consigue cuando logra con su elocuencia que el carde
nal Frangois Laurent arroje los hbitos y se ponga el gorro frigio, y le siguen, e
ntusiasmados con este ejemplo, treinta sacerdotes, alcanzando un xito que se prop
aga como un reguero de plvora por todo el pas. As puede vanagloriarse con orgullo a
nte sus colegas atestas de haber acabado con el fanatismo y de haber aniquilado t
anto el cristianismo como la riqueza en el territorio a l confiado.
Se dira que se trata de los hechos de un loco, del fanatismo desatentado de un ent
e fantstico! Pero Jos Fouch sigue siendo el fro calculador de siempre, el realista i
mpasible, tras estos fingidos apasionamientos. Sabe que debe cuentas a la Conven
cin, sabe que las frases patriticas y las cartas han bajado de valor y que para su
scitar admiracin hay que hablar con el lenguaje positivo de las monedas sonantes.
Y enva, mientras los regimientos levantados marchan hacia la frontera, todo el p
roducto del saqueo de las iglesias a Pars. Cajones y cajones son llevados a la Co
nvencin llenos de custodias de oro, de velones de plata rotos y fundidos, crucifi
jos y joyas de metales preciosos y pedreras. Sabe que la Repblica necesita, ante t
odo, dinero, riquezas, y l es el primero, el nico que enva desde la provincia botn t
an elocuente a los diputados, que al principio se asombran de esta nueva energa,
aplaudindole luego frenticamente. Desde este momento se conoce en la Convencin el n
ombre Fouch como el de un hombre frreo, como el ms intrpido, el mas violento republi
cano de la Repblica.
Cuando vuelve Jos Fouch de sus misiones a la Convencin, ya no es el pequeo y descono
cido diputado de 1792. A un hombre que levant diez mil reclutas, que saca de las
provincias cien mil francos de oro, mil doscientas libras en metlico, mil barras
de plata, sin utilizar ni una sola vez el rasoir national, la guillotina, no le
puede negar la Convencin verdadera admiracin Pour sa vigilance, por su celo. El ultr
ajacobino Chaumette pblica un himno a sus hazaas. El ciudadano Fouch escribe ha realiza
do los milagros que acabo de contar. Ha honrado a la vejez, ayudado a los dbiles,
respetado la desgracia, destruido el fanatismo y aniquilado el federalismo. Ha
vuelto a poner en marcha la fabricacin de hierro, ha arrestado a los sospechosos,
ha castigado ejemplarmente los crmenes, ha perseguido y encarcelado a los explot
adores. Un ao despus de haberse sentado cauteloso y titubeante en los bancos de los
moderados, pasa ya Fouch por el mas radical de los radicales. Y ahora, cuando la
sublevacin de Lyon requiere el hombre sin miramientos ni escrpulos, el hombre cap
az de llevar a cabo el edicto mas terrible que invento jams una revolucin, quien ma
s indicado que Fouch? Los servicios que has prestado hasta ahora a la revolucin decr
eta la Convencin en su lenguaje pomposo son garanta de los que has de prestar an. En
ti est el volver a encender en la Ville Affranchie (Lyon) el fuego agonizante de
l espritu ciudadano. Concluye la revolucin, termina la guerra de los aristcratas y q
ue caigan sobre ellos y los aniquilen las ruinas que pretende levantar aquel Pod
er destruido!
Y con esta figura de vengador y asolador, como el Mitrailleur de Lyon, entra Jos
Fouch el que ha de ser mas tarde multimillonario y Duque de Otranto por primera vez
en la Historia.
CAPTULO II
EL MITRAILLEUR DE LYON
(1793)
En los anales de la revolucin francesa rara vez se abre una pgina sangrienta como
la de la sublevacin de Lyon, y, sin embargo, en ninguna capital, ni an en Pars, se
ha destacado el contraste social tan claramente como en esta patria de la fabric
acin de la seda, primera capital de industria de la entonces an burguesa y agraria
Francia. All forman los obreros, en medio de la revolucin de 1792, por primera ve
z, una masa proletaria visible, rgidamente separada de los fabricantes, realistas
y capitalistas. No es un milagro que tomen los conflictos, precisamente sobre e
ste suelo ardiente, las formas ms sangrientas y fantsticas, tanto en la reaccin com
o en la revolucin.
Los partidarios de los jacobinos, las masas de los obreros y de los sin trabajo
se agrupan alrededor de uno de esos hombres singulares que surgen a la superfici
e en todas las transformaciones mundiales, uno de esos seres puros, idealistas y
creyentes, que suelen causar con su fe ms mal y derramar ms sangre con su idealis
mo, que los ms brutales polticos y los ms feroces tiranos. Siempre ser precisamente
el hombre puro, religioso, exttico, el reformador, quien, con la intencin ms noble,
dar motivo a asesinatos y desgracias que l mismo detesta. En Lyon se llamo Chalie
La ciudad respira, sorprendida por tan inesperada clemencia tras decretos tan fu
lminantes; pero los terroristas estn alerta, se dan cuenta poco a poco de los pro
psitos benvolos de Couthon e instigan a la Convencin a la violencia. La cabeza dest
rozada y sangrienta de Chalier es llevada a Pars como reliquia, presentada con gr
an solemnidad a la Convencin y expuesta en Notre Dame con el fin de excitar al pu
eblo. Cada vez con mayor impaciencia se lanzan nuevos requerimientos contra el c
uncttor Couthon. Se dice de l que es excesivamente flexible, indolente, demasiado
tmido. En fin, que no es el hombre capaz de llevar a cabo venganza tan ejemplar.
Hace falta un revolucionario verdadero, dispuesto a todo, digno de la confianza
que se le otorga; un hombre que no se asuste de la sangre y que se arriesgue: un
hombre de acero. Por fin cede la Convencin a tan ruidosas demandas y enva como ve
rdugo de la ciudad desdichada, en el lugar del excesivamente blando Couthon, a l
os mas decididos de sus tribunos: al vehemente Collot d'Herbois (del que circula
la leyenda de que, por haber recibido una rechifla como actor en Lyon, es el ve
rdadero hombre para castigar a sus habitantes) y al ms radical de los procnsules,
al ms calificado de los jacobinos y ultraterroristas, a Jos Fouch.
Se trata, en el caso de Fouch, designado de la noche a la maana por la obra asesina
, de un verdadero verdugo, de un ebrio de sangre, como se llamaba a los campeones
del terror?
Si atendemos a sus palabras, ciertamente. Ningn procnsul se ha conducido en su pro
vincia con mayor energa, con mayor espritu revolucionario, con mayor radicalismo q
ue Jos Fouch. Nadie ha requisado con menos miramientos, nadie ha realizado ms conci
enzudamente el saqueo de las iglesias ni ha hecho desembolsar las fortunas y est
rangulado toda resistencia con mayor eficacia. Pero, cosa muy caracterstica en l: n
icamente con palabras, con rdenes e intimidaciones, ha instituido el terror. En l
as semanas que dur su poder en Nevers, Clamecy, no corre ni una gota de sangre. M
ientras cruje en Pars la guillotina como una mquina de coser, mientras Carrier aho
ga en Nantes, arrojndolos al Loire, a centenares de sospechosos; mientras que tod
o el pas tiembla de fusilamientos, crmenes y persecuciones, no tiene Fouch en su di
strito una sola ejecucin sobre la conciencia. Conoce muy bien es el leitmotiv de s
u psicologa la cobarda de las gentes; sabe que un gesto feroz y un ademn de terror a
horran casi siempre el terror mismo. Y cuando ms tarde, en lo ms florido de la rea
ccin, se levantan acusadoras las provincias contra sus sojuzgadores, no puede for
mular el distrito de Fouch en contra suya otra acusacin que la de la amenaza de mu
erte; pero de una ejecucin efectiva, no puede acusarle nadie. Vemos, pues, que Fo
uch, designado ahora como verdugo de Lyon, no tiene inclinaciones cruentas. En es
te hombre fro, sin sensualidad; en este calculador, en este malabarista mental, h
ay ms de zorro que de tigre. No necesita el vaho de la sangre para excitar sus ne
rvios. Gesticula rabioso, pero sin fiebre interior, con palabras de amenaza, jams
pedir ejecuciones por el placer de asesinar, por monomana de mando. Obedeciendo a
l instinto y a la prudencia no por humanidad , respeta la vida de los dems mientras
no peligra la suya.
Este es uno de los secretos de casi todas las revoluciones y el destino trgico de
sus caudillos; sin tener sed de sangre, verse obligados a derramarla. Desmoulin
s Pide frentico desde su pupitre burocrtico el tribunal para los girondinos. Pero
ms tarde, cuando, sentado en la sala de justicia, oye caer la palabra muerte sobre
los veintids hombres que l mismo ha arrastrado ante los jueces, salta del asiento
con palidez mortal, trmulo, se precipita fuera de la sala lleno de desesperacin; no
, no es eso lo que l quera! Robespierre, que puso su firma bajo miles de decretos
fatales, combati dos aos antes, en la Asamblea Constituyente, la pena de muerte, y
conden la guerra como un crimen. Danton, a pesar de ser hechura suya el terrible
tribunal, llego a gritar estas palabras de desesperacin con el alma atribulada: S
er guillotinado antes que guillotinar. Hasta Marat, que pide pblicamente desde su
peridico trescientas mil cabezas, hace todo lo posible para salvar a los que estn
sentenciados a caer bajo la cuchilla. Todos los que ms tarde han de aparecer como
bestias sangrientas, como asesinos frenticos, ebrios con el olor de los cadveres,
todos detestan en su interior (lo mismo que Lenin y los jefes de la revolucin ru
sa) las ejecuciones. Empiezan por tener a raya a sus adversarios polticos con la
amenaza de muerte; pero la simiente del dragn del crimen surge violenta del conse
ntimiento terico del crimen mismo. No pec por embriaguez de sangre la revolucin fra
ncesa, sino por haberse embriagado con palabras sangrientas. Para entusiasmar al
pueblo y para justificar el propio radicalismo, se cometi la torpeza de crear un
lenguaje cruento; se di en la mana de hablar constantemente de traidores y de patb
ulos. Y despus, cuando el pueblo, embriagado, borracho, posedo de estas palabras b
rutales y excitantes, pide efectivamente las medidas enrgicas anunciadas como neces
arias, entonces falta a los caudillos el valor de resistir: tienen que guillotin
ar para no desmentir sus frases de constante alusin a la guillotina. Los hechos h
an de seguir fatalmente a las palabras frenticas. As se inicia la desenfrenada car
rera, en la que nadie se atreve a quedar atrs en la persecucin de la aureola popul
ar. Siguiendo la ley irresistible de la gravitacin, viene una ejecucin tras la otr
a; lo que empez como juego sangriento de palabras, se convierte en puja feroz de
cabezas humanas. Se hacen as miles de sacrificios, no por placer, ni siquiera por
pasin, y mucho menos por energa, sino simplemente por indecisin de los polticos, de
los hombres de partido, que carecen de valor para resistir al pueblo; por cobar
da, en ltimo trmino. Por desgracia, no es siempre la Historia, como nos la cuentan,
historia del valor humano; es tambin historia de la cobarda humana. Y la poltica n
o es, como se quiere hacer creer a todo trance, gua de la opinin pblica, sino incli
nacin humillante de los caudillos precisamente ante la instancia que ellos mismos
han creado e influenciado. As nacen siempre las guerras: de un juego con palabra
s peligrosas, de una superexcitacin de las pasiones nacionales; y as tambin los crme
nes polticos; ningn vicio y ninguna brutalidad en la tierra han vertido tanta sang
re como la cobarda humana. Si, pues, Jos Fouch llega a ser en Lyon el verdugo de la
s masas, no ser por pasin republicana (no conoce l ninguna pasin), sino nicamente por
miedo de caer en desgracia como moderado. Pero no deciden en la Historia los pe
nsamientos, sino los hechos, y aunque se haya defendido mil veces contra la expr
esin del mitrailleur de Lyon, quedar ya estigmatizado como tal. Y ni la capa ducal
podr ocultar las huellas de sangre de sus manos.
El 7 de noviembre llega Collot d'Herbois a Lyon y el 10 llega Jos Fouch. Inician s
us trabajos inmediatamente. Pero antes de la verdadera tragedia ponen en escena,
entre el excmico y el exsacerdote, una breve comedia satnica que constituye tal v
ez la ms cnica y provocativa de la revolucin francesa: una especie de misa negra en
pleno da. Los funerales por el mrtir de la Libertad, Chalier, sirven de pretexto
para esta desenfrenada orga atesta. Como preludio, a las ocho de la maana se arranc
an de las iglesias las ltimas insignias religiosas; los crucifijos caen de los al
tares; se las despoja de pafos y casullas. Se organiza despus una procesin imponent
e por toda la ciudad hacia la plaza de Terraux. Cuatro jacobinos llegados de Pars
llevan en una litera, cubierta con tapices tricolores, el busto de Chalier mate
rialmente cubierto de flores. Al lado, una urna con sus cenizas y, en una pequea
jaula, una paloma que consol, segn se dice, al mrtir en la prisin. Solemnes y graves
caminan detrs de la litera los tres procnsules, en servicio del culto nuevo que d
ebe mostrar al pueblo de Lyon pomposamente la deidad del mrtir de la Libertad, Ch
alier, el dieu sauveur mort pour eux. Pero esta ceremonia pattica, de por s ya des
agradable, se rebaja an con otros estpidos excesos del peor gusto: una horda estre
pitosa arrastra, en triunfo, entre danzas salvajes, clices, custodias e imgenes de
santos; detrs trota un burro, al que han puesto artsticamente sobre las orejas un
a mitra cardenalicia y que lleva atado al rabo un crucifijo y una Biblia. As se ar
rastra el Evangelio, para risa de la chusma alborotada, colgado de la cola de un
pobre asno, por el lodo de la calle!
El son de trompetas marciales ordena alto. En la gran Plaza, donde se ha erigido
un altar de ramaje, se coloca solemnemente el busto de Chalier y la urna, y los
tres representantes del pueblo se inclinan respetuosamente ante el nuevo santo.
Primeramente perora Collot d'Herbois con la rutina del actor; luego habla Fouch.
Quien supo callar tan tenazmente en la Convencin, ha recobrado de pronto su voz
y lanza su declaracin desmesurada sobre el busto de yeso: Chalier, Chalier, no exi
stes ya. Los asesinos te han inmolado a ti, mrtir de la Libertad; pero sus propia
s sangres sern el nico sacrificio capaz de apaciguar tu espritu airado. Chalier! Chal
ier! Juramos ante tu efigie vengar tu martirio; sangre de aristcratas te servir de
incienso. El tercer delegado del pueblo, menos elocuente que el futuro aristcrata
, que el futuro Duque de Otranto, besa la frente del busto y grita estentreamente
en medio de la Plaza: Muerte a los aristcratas!
Despus del triple homenaje se hace una gran hoguera. Muy serio ve el hace poco an
tonsurado Jos Fouch, con sus dos colegas, como es desatado el Evangelio del rabo d
el burro y echado al fuego, convirtindose en humo en medio de las llamas que devo
ran pafos de iglesia, misales, hostias e imgenes santas. Luego se hace beber al in
feliz cuadrpedo en un cliz consagrado como premio a sus servicios, y, como final d
e acto de tan psimo gusto, los cuatro jacobinos llevan a hombros el busto de Chal
ier a la iglesia, donde es colocado solemnemente en el lugar del Cristo derribad
o. Para eterna memoria del solemne festejo, se acua, en los das sucesivos, una mon
eda conmemorativa, de la que no se encuentran ejemplares, tal vez porque el que
fue despus Duque de Otranto adquiri todas las existencias y las hizo desaparecer,
lo mismo que los libros que describan demasiado claramente las ferocidades brutal
es de su poca ultrajacobina y atesta. Tena l buena memoria; pero no quera, sin duda,
que los dems pudieran recordarle la misa negra de Lyon y todos los dems excesos: h
ubiera sido demasiado violento y desagradable para Son Excellence Monsegneur le Sn
ateur Ministre de un cristiansimo rey.
Por repugnante que sea este primer da de Jos Fouch en Lyon, no hay, sin embargo, en
l ms que farsa y mascarada banal: an no ha corrido la sangre. Pero al da siguiente
se recluyen los cnsules inaccesibles en una casa apartada, guardada por centinela
s armados, defendida de intrusos, con la puerta simblicamente cerrada a toda clem
encia, a todo ruego, a toda tolerancia. Se constituye un tribunal revolucionario
, y de la tremenda noche de San Bartolom que preparan estos monarcas del pueblo q
ue se llaman Fouch y Collot puede darnos una idea la carta que dirigen a la Conve
ncin: Cumplimos escriben nuestra misin con la energa de republicanos puros y no descen
deremos de la altura en que nos ha colocado el pueblo para ocuparnos de los mise
rables intereses de unas cuantas personas ms o menos culpables. Hemos apartado a
todo el mundo de nosotros porque no tenemos tiempo que perder ni favores que oto
rgar. Slo tenemos presente a la Repblica, que nos ordena una accin ejemplar, una le
ccin difana y evidente. No omos sino el grito del pueblo que pide venganza por la s
angre vertida de los patriotas, venganza rpida y tremenda, para que la Humanidad
no vuelva a verla correr. Convencidos de que en esta ciudad infame no hay ms inoc
entes que los oprimidos por los asesinos, los encerrados por ellos en los calabo
zos, mantenemos nuestra desconfianza ante las lgrimas del arrepentimiento. Nada p
odr desarmar nuestra severidad. Hemos de confesarlo, colegas ciudadanos: consider
amos la benevolencia como debilidad peligrosa, apropiada tan slo para volver a en
cender esperanzas criminales en el momento preciso en que hay que apagarlas para
siempre. Tratar a un slo individuo con benevolencia nos obligara a seguir la mism
a conducta con todos, haciendo con ello ineficaz el xito de nuestra justicia. Se
trabaja demasiado despacio en las demoliciones: la impaciencia republicana requi
ere medios mas rpidos, como la explosin de las minas, la accin devastadora de las l
lamas... Medios que pongan en evidencia el poder del pueblo. Su voluntad no debe
ser considerada como la de los tiranos: ha de producir el efecto de una tempest
ad.
La tempestad descarga, como anuncia el programa, el 4 de diciembre, y su eco, te
rrible, rueda pronto por toda Francia. De madrugada son sacados sesenta jvenes de
la prisin, atados de dos en dos. No se los lleva a la guillotina, que, segn las
palabras de Fouch, trabaja demasiado despacio, sino afuera, al llano de Brotteaux,
al otro lado del Rodano. Dos fosas paralelas, cavadas deprisa, dejan prever ya a
las vctimas su suerte. Los caones, colocados a diez pasos de ellos, indican sinie
stramente el mtodo de la matanza colectiva. Se amontona y ata a los indefensos en
un pelotn de desesperacin humana que chilla, se estremece, llora, enloquece y res
iste intilmente. Una voz de mando y las bocas de los caones, tan prximas que el ali
ento las roza, truenan mortferas, vomitando plomo sobre la masa humana, sacudida
por el miedo. La primera descarga no acaba con todas las vctimas: a algunas slo le
s ha sido arrancado un brazo o una pierna, otras ensean los intestinos y an queda
alguna ilesa. Y mientras la sangre fluye en fuentes a las fosas, se oye una nuev
a orden y carga la caballera con sables y pistolas sobre los que quedan, entrando
a tiro y sablazos en medio de este rebao humano que se estremece, gime y grita,
sin poder huir, hasta que se acaba la ltima voz agonizante. Como premio por la ma
tanza, se les permite a los verdugos despojar a los sesenta cadveres an calientes,
de ropas y calzados, antes de enterrarlos desnudos y destrozados en las fosas.
Esta es la primera de las clebres mitrallades de Jos Fouch, del que ms tarde fue mini
stro de un cristiansimo rey, que se muestra orgulloso de su obra a la maana siguie
nte en una encendida proclama: Los representantes del pueblo proseguirn framente la
misin a ellos encomendada. El pueblo ha puesto en sus manos el rayo de su vengan
za y no ha de abandonarlo hasta que hayan perecido todos los enemigos de la Libe
rtad. No les importar pasar sobre hileras interminables de tumbas de conspiradore
s para llegar, a travs de ruinas, a la felicidad de la nacin y a la renovacin del m
undo. An el mismo da se confirma criminalmente este triste valor por los caones de Bro
tteaux, y en un rebao humano an ms numeroso. Esta vez son doscientas diez las vctima
s conducidas, con las manos atadas a la espalda, y tendidas a los pocos minutos
por el plomo de la metralla y por las descargas de la infantera. La operacin es la
misma que la primera vez, slo que se facilita la incmoda tarea a los verdugos no
obligndolos, tras la penosa matanza, a ser adems los sepultureros de sus vctimas. A
qu abrir tumbas para estos malvados? Se les quitan los zapatos ensangrentados de
los pies rgidos y se arrojan sencillamente los cadveres desnudos, palpitantes algu
nos, a las aguas movidas del Rdano, que les sirven de tumba.
Pero an pretende Fouch velar este horror, cuyo vaho repugnante se extiende por tod
o el pas, con la capa apaciguadora de palabras de himno. Que el Rodano se envenen
e con estos cadveres desnudos le parece un acto poltico de alabanza, porque llegar
an flotando a Toln, prestando all testimonio palpable de la venganza republicana i
nflexible y tremenda. Es necesario escribe que los cadveres ensangrentados que hemos
arrojado al Rodano naveguen a lo largo de sus orillas y lleguen a su desembocad
ura en el infame Toln, para que intensifiquen ante los ojos de los cobardes y cru
eles ingleses la impresin de horror y la sensacin del poder del pueblo. En Lyon, cl
aro est, ya no es necesaria una intensificacin tal, pues las ejecuciones y las mat
anzas se siguen sin interrupcin. Para celebrar la conquista de Toln, que acoge Fou
ch con lgrimas de alegra, arrastra doscientos rebeldes ante los caones. Intiles son
los llamamientos a la clemencia. Dos mujeres que haban implorado compasin excesiv
a por la libertad de sus maridos ante el tribunal de sangre, son atadas al lado
de la guillotina. Nadie puede llegar ni a las cercanas de la casa de los delegado
s para pedir moderacin. Pero tanto como las detonaciones de los fusiles, truenan
las palabras de los procnsules: S, nos atrevemos a decirlo, hemos vertido mucha san
gre impura; pero nicamente por humanidad y por deber... No dejaremos el rayo que
habis puesto en nuestras manos hasta que no lo manifestis por vuestra voluntad. Ha
sta entonces seguiremos sin interrupcin la lucha contra nuestros enemigos de la m
anera ms radical, terrible y rpida, hasta aniquilarlos.
Mil seiscientas ejecuciones en pocas semanas dan fe de que, por una vez, Jos Fouc
h dijo la verdad.
Con la organizacin de estas carniceras y las comunicaciones llenas de alabanza pro
pia, no olvidan Jos Fouch y sus colegas otro triste encargo de la Convencin; ya el
primer da hicieron llegar a Pars la queja de que la demolicin ordenada se llevaba a
cabo, bajo su antecesor, demasiado despacio. Ahora escriben las minas aligerarn la ob
ra de destruccin. Ya han comenzado a trabajar los zapadores y dentro de dos das vo
laran los edificios de Bellecour. Estas fachadas clebres, comenzadas bajo Luis XIV
, obras de un discpulo de Mansard, por ser las ms bellas, fueron las primeras cond
enadas a la demolicin. Con brutalidad son expulsados los moradores de esta fila d
e casas y se da ocupacin a centenares de hombres y mujeres sin trabajo, que en un
as semanas de insensato derribo destruyen las magnficas obras de arte. La desdich
ada ciudad est llena de suspiros y quejas, de caonazos y de muros que se derrumban
; mientras que el comit de justice se dedica a tumbar hombres y el comit de dmoliti
on a derribar casas, lleva a cabo el comit des substances una implacable requisa
de vveres, telas y objetos de arte. Se hacen los registros casa por casa, desde e
l stano hasta el tejado, en busca de personas escondidas y de joyas; nada se libr
a del terror de Fouch y Collot, los dos hombres que, invisibles e infranqueables,
protegidos por centinelas, viven ocultos en una casa inaccesible. Se han demoli
do los palacios ms bellos; estn medio vacas las crceles aunque vuelvan a llenarse con
stantemente , saqueados los comercios, regados con la sangre de mil personas los p
rados de Brotteaux. Es entonces cuando deciden, al fin, algunos ciudadanos arrie
sgados (aunque su decisin pueda costarles la cabeza) acudir a Pars y presentar a l
a Convencin una solicitud para pedir que la ciudad no quede totalmente arrasada.
gencia; desplegar sin tardanza la capa para que la hinche de nuevo el viento. Bru
scamente, el 6 de febrero, manda suspender las mitraillades, y slo la guillotina
(de la que deca en sus libelos que trabajaba demasiado despacio) sigue cortando v
acilante, dos o tres cabezas miserables por da. Verdaderamente una pequeez, compar
ado con las antiguas fiestas nacionales sobre el llano de Brotteaux. En cambio,
inicia con toda su energa un ataque repentino contra los radicales, contra los or
ganizadores de sus fiestas y ejecutores de sus rdenes. Del Saulo revolucionario s
urge de pronto un humano San Pablo. Rotundamente se pasa al lado contrario. Cali
fica a los amigos de Chalier de anarquistas y rebeldes; disuelve bruscamente una o
dos docenas de comits revolucionarios, y sucede algo muy extraordinario: los hab
itantes de Lyon, amedrentados, mortalmente asustados, ven de pronto en el hroe de
las mitraillades, en Fouch, a su salvador. Los revolucionarios de Lyon, en cambi
o, escriben, una tras otra, cartas enfurecidas en las que le culpan de flojedad,
de traicin y de opresin de los patriotas.
Estos cambios audaces, este pasarse osadamente en pleno da al campo contrario, es
tas fugas en pos del vencedor, son el secreto de Fouch en la lucha, de la que slo
as ha podido salir con vida. Ha hecho juego doble. Y si le acusan ahora en Pars de
benevolencia exagerada, puede sealar las mil tumbas y las fachadas demolidas de
Lyon. Si le acusan, por otra parte, como sanguinario, puede apoyarse en las acus
aciones de los jacobinos que le culpan de su moderacin exagerada. Segn sople el vien
to, puede sacar del bolsillo derecho una prueba de inflexibilidad y del izquierd
o una prueba de humanidad; puede presentarse lo mismo como verdugo que como salv
ador de Lyon. Y, efectivamente, con este truco hbil de prestidigitador consigue ms
tarde echar toda la responsabilidad de las matanzas sobre su colega, mas franco
y mas recto, sobre Collot Dherbois. Pero no a todos consigue engaar as: inflexibl
e, vela en Pars Robespierre, el enemigo que no le perdona el haber suplantado a s
u amigo Couthon en Lyon. Desde la Convencin haba observado Robespierre la duplicid
ad de este hombre, y persigue incorruptible todas sus vueltas y giros, aunque Fo
uch quiera agazaparse deprisa ante la tempestad. Y la desconfianza tiene en Robes
pierre garras de hierro: de ella no se libra nadie. El 22 de Germinal logra que
el Comit de Salud pblica expida un decreto amenazante para Fouch, en el que se le o
bliga a presentarse inmediatamente en Pars para justificar los acontecimientos de
Lyon. El que sentenci cruelmente durante tres meses tiene, a su vez, que aparece
r ahora ante el tribunal.
Ante el tribunal, por qu? Porque hizo degollar cruelmente en tres meses a dos mil f
ranceses, como colega de Carrier y de los otros verdugos colectivos? Pero aqu sur
ge y se pone en evidencia la genialidad de esta ltima maniobra, cnica y descarada,
de Fouch: no, no tiene que justificarse por haber oprimido la societ populaire ra
dical, ni por haber perseguido a los patriotas jacobinos. El mitrailleur de Lyon
, el verdugo de dos mil vctimas, est acusado inolvidable farsa de la Historia de la
falta ms noble que conoce la humanidad: de piedad excesiva.
CAPTULO III
EL DUELO CON ROBESPIERRE
(1794)
El 3 de abril se entera Jos Fouch de que ha sido llamado a Pars por el Comit de Salu
d pblica para justificarse, y el da 5 toma el coche de viaje. Diecisis golpes sordo
s acompaan su partida, diecisis golpes de guillotina, que por ltima vez cumple con
su cometido siniestro. Y an en el ltimo momento se verifican en este da dos ejecuci
ones ms a toda prisa, dos muy extraas. Los dos rezagados de la gran matanza que ti
enen que escupir sus cabezas a la cesta, segn el dicho jovial de la poca, son el ver
dugo de Lyon y su ayudante. Los mismos que por orden de la reaccin guillotinaron
a Chalier y sus amigos, y que luego, por orden de la revolucin, guillotinaron fram
ente a los reaccionarios a centenares, caen al cabo tambin bajo la cuchilla. Qu cla
se de crimen se les atribuye? No se adivina ni con la mejor voluntad. Probableme
nte son sacrificados nicamente para que no cuenten ms de lo indispensable a los su
cesores de Fouch y a la posteridad: Saben demasiadas cosas sobre Lyon! Y nadie sabe
callar como los muertos!
Empieza a rodar el vehculo. Fouch tiene bastante en que pensar durante el viaje a
Pars. Pero se debi consolar: nada haba perdido an. Le quedaba ms de un amigo influyen
r a las manos que Fouch quiso evitar con tanta precaucin. Su primera batalla est pe
rdida.
Ahora s que le sobrecoge a l tambin miedo. Ve que se ha adelantado demasiado sin co
nocer el terreno, y le parece mejor una retirada rpida. Antes capitular que lucha
r solo contra el ms poderoso. Y Fouch, arrepentido, doblega la rodilla y humilla l
a cabeza. Aquella misma noche va a casa de Robespierre, a entrevistarse con l par
a rogar su perdn.
Nadie fue testigo de esta entrevista, nicamente su desenlace es conocido. Se la p
uede uno imaginar por analoga con aquella visita que Barras describe en sus Memor
ias tan terriblemente plsticas. Tambin tendra Fouch, antes de subir la escalera de m
adera de la pequea casa burguesa de la calle Saint Honore, donde exhibe Robespierre
su virtud y su pobreza como en un escaparate, que soportar el examen de los cas
eros que vigilan a su dios y husped como una presa sagrada. Tambin a l le recibira R
obespierre, lo mismo que a Barras, en la pequea y estrecha habitacin adornada pres
untuosamente slo con retratos suyos. Apenas le invitara a sentarse; erguido y glac
ial, le tratara intencionadamente con injuriosa altanera, como a un miserable crim
inal. Pues este hombre, que ama exaltadamente la virtud y que est enamorado apasi
onada y pecaminosamente de la suya propia, ni conoce la indulgencia ni el perdn p
ara quien haya tenido alguna vez una opinin contraria a la suya. Intolerante y fa
ntico, como un Savonarola del racionalismo y de la virtud, rechaza todo pacto, toda
capitulacin, ante sus adversarios; an en los momentos en que la poltica aconsejaba
el acuerdo, se resista su odio duro y su orgullo dogmtico. De lo que dijera Fouch
a Robespierre en aquella ocasin y de lo que ste, como su juez, le contestara, nada
sabemos. Ciertamente que no le hara objeto de un buen recibimiento, sino de una
reprensin dura e inclemente, de una amenaza fra, desnuda, como una sentencia de mu
erte. Y cuando Jos Fouch, temblando de ira, baja la escalera de la casa de la rue
Saint Honor, humillado, rechazado, amenazado, sabe que slo podr salvar su cabeza si c
onsigue que caiga antes en la cesta la de Robespierre. El duelo a muerte entre R
obespierre y Fouch ha comenzado.
Este duelo es sin duda uno de los episodios ms interesantes y de los psquicamente
ms emocionantes de la Historia y de la revolucin. Ambos contendientes, inteligente
s y polticos, caen, no obstante, tanto el retado como el retador, en el mismo err
or: se desconocen mutuamente porque creen conocerse de antiguo. Para Fouch es Rob
espierre todava el abogado delgaducho y agotado que en su provincia en Arras, jun
to con l en el casino, gastaba pequeas bromas y compona breves poesas dulzonas, a la
manera de Grecourt, y que luego aburra a la Asamblea del 1789 con sus discursos
enfticos. Fouch no se daba cuenta, o se la di demasiado tarde, como con un trabajo
duro y tenaz, empujado por el mpetu de la propia obra, se haba transformado el dem
agogo Robespierre en hombre de Estado; el suave e intrigante en poltica, en una i
nteligencia aguda; el retrico, en un orador. Casi siempre la responsabilidad elev
a al hombre a la grandeza; as creci Robespierre en la conciencia de su misin. En me
dio de ambiciosos y alborotadores, siente la salvacin de la Repblica como el probl
ema de su vida impuesto por la Providencia. Como sagrada misin para la Humanidad,
siente la necesidad de realizar su concepci0n de la Repblica, de la revolucin, de
la moral y hasta de la divinidad. Esta rigidez de Robespierre constituye al mism
o tiempo la belleza y la debilidad de su carcter, pues embriagado de su propia in
corruptibilidad, apasionado de su dureza dogmtica, considera toda opinin opuesta a
la suya no slo como algo diferente, sino como una traicin. Y con el puo fro de un i
nquisidor, empuja a todo el que piensa de otra manera, como a un hereje, a la ho
guera nueva: a la guillotina. Sin duda alguna, una idea grande y pura radica en
el Robespierre de 1794. Pero se anquilosa en su espritu. Ni l se crece con su idea
ni esta germina en l (es el Destino de todas las almas dogmticas), y esta falta d
e calor comunicativo, de humanidad, priva a su obra de la verdadera fuerza cread
ora, nicamente en la rigidez esta su fuerza, en la dureza su poder; lo dictatoria
l es para l sentido y forma de su vida. La revolucin ha de llevar su imagen o agri
etarse en ruina.
Un hombre as no tolera contradiccin ni opinin opuesta a la suya en las cosas del es
pritu. No tolera a nadie a su lado y menos frente a l. Slo soporta a los hombres si
reflejan, como espejos, sus propias opiniones, si son sus esclavos espirituales
como Saint Just y Couthon; a los dems los elimina inclemente con el corrosivo terr
callar. Sabe que no se puede medir pblicamente con este retrico magistral. Sin pa
labras, plido, recibe esta derrota en pblica Asamblea, decidido tan slo a vengarse,
a desquitarse.
Durante das, durante semanas no se oye nada de Fouch. Robespierre cree que ha acab
ado con l; el puntapi parece haber bastado al insolente. Pero cuando Fouch est invis
ible, cuando de l nada se oye ni se sabe, es porque trabaja subterrneamente, obsti
nado, metdico, como un topo. Hace visitas a los Comits, busca amistades entre los
diputados, es amable y afectuoso con todo el mundo y a todo el mundo procura atr
aerse. Intensamente se mueve entre los jacobinos, donde vale mucho la palabra hbi
l y suave, donde sus proezas de Lyon le han favorecido bastante. Nadie sabe clar
amente lo que quiere, lo que proyecta, lo que va a hacer este hombre insignifica
nte y atareado, que urde y trama por todas partes.
Y de pronto se hace la claridad en forma inesperada para todo el mundo, y ms que
para nadie para Robespierre. El 18 de Prairial es elegido Jos Fouch, por gran mayo
ra de votos, presidente del club de los jacobinos.
Robespierre se estremece; ni l ni nadie esperaba cosa semejante. Ahora reconoce c
on que contrincante tan astuto y audaz tiene que entendrselas. Haca dos aos que no
le haba pasado nada parecido: que un hombre atacado pblicamente por l se atreviera
an a sostenerse. Todos haban desaparecido rpidamente apenas su mirada lleg a rozarlo
s. Danton se haba fugado a su finca; los girondinos haban huido a las provincias;
otros se quedaban en sus casas y no daban signos de vida. Y este cnico, por l sealad
o en la Asamblea Nacional pblicamente como impuro, se refugia en el santuario, en
el sagrario de la revolucin, en el club de los jacobinos y gana all subrepticiame
nte la ms alta dignidad que puede ser otorgada a un patriota! No debe olvidarse l
a fuerza moral gigantesca que tiene en sus manos este club, precisamente en el lt
imo ao de la revolucin. La prueba decisiva, la piedra de toque del patriota, consi
ste en que el club de los jacobinos le honre con su admisin. Al que expulsa de su
seno, en cambio, al que excluye, se siente la amenaza de la cuchilla sobre su ca
beza. Generales, caudillos populares, polticos, todos doblan la cerviz ante este
Tribunal en ltima instancia de la ciudadana. Vienen a ser los miembros de este clu
b una especie de pretorianos de la revolucin, la Guardia de Corps de la casa sagr
ada. Y estos pretorianos, los ms severos, los ms fieles, los ms inflexibles de los
republicanos, han elegido por jefe a Jos Fouch. La ira de Robespierre no tiene lmit
es. Es demasiado fuerte que este canalla se entre en sus dominios, se instale pr
ecisamente en el sitio adonde l recurre contra sus enemigos, donde intensifica su
propia fuerza, en el crculo de los fieles. Y ahora habr de pedir permiso a un Jos F
ouch cuando quiera pronunciar un discurso? Habr de someterse l, Maximiliano Robespie
rre, al capricho favorable o adverso de un Jos Fouch?
Robespierre concentra toda su energa. Esta derrota tiene que ser vengada con sang
re. Fuera con l inmediatamente, no slo de la silla presidencial, sino de la socieda
d de los patriotas! Enseguida le echa a Fouch unos ciudadanos de Lyon que llevan
queja contra l, y cuando ste, sorprendido, cobarde, como siempre, en la disputa pbl
ica, se defiende torpemente, interviene Robespierre y advierte a los jacobinos qu
e no se dejen engaar por impostores. Ya con esto consigue casi derribar a Fouch al
primer golpe. Pero an tiene Fouch la Presidencia en sus manos y con ella el medio
de terminar antes de tiempo el debate. Con muy poca gallarda corta la discusin y s
e retira a la oscuridad para preparar un nuevo ataque.
Sin embargo, ya sabe Robespierre con quin trata. Ha sorprendido el mtodo de lucha
de Fouch; sabe que es hombre que no da la cara en el desafo, sino que se retira si
empre para preparar desde la sombra sus ataques traicioneros. No basta pegar y f
ustigar a un intrigante tan tenaz, hay que perseguirle hasta su ltima guarida y a
plastarle con el pie; hay que meterle el resuello en el cuerpo; hay que inutiliz
arle definitivamente y para siempre.
Por eso se echa Robespierre sobre l. Repite su acusacin pblica contra l ante los jac
obinos y pide que aparezca Fouch en la prxima sesin para justificarse. Naturalmente
, Fouch no va. Conoce demasiado bien su lado fuerte y su lado flaco; no quiere da
rle a Robespierre pblicamente la satisfaccin de que se complazca en rebajarle ante
tres mil personas. Mejor volver a la oscuridad, mejor dejarse vencer y mientras
tanto ganar tiempo. Tiempo precioso. Por eso escribe muy amable a los jacobinos
que siente tener que renunciar a excusarse pblicamente. Hasta que no hayan decid
ido los dos Comits sobre su actitud, ruega sea aplazado el juicio sobre l.
Sobre esta carta se echa Robespierre como sobre una presa. Ha llegado el momento
de cogerle, de aniquilarle definitivamente. El discurso que pronunci el 23 de Me
sidor ( 11 de junio) contra Jos Fouch es el ataque ms encarnizado, el ms peligroso,
el ms lleno de bilis con que fustig jams Robespierre a un adversario.
Ya desde las primeras palabras se ve que Robespierre no quiere herir a su enemig
o: quiere matarle. No quiere humillarle, sino aplastarle. Comienza con tranquili
dad fingida. La primera declaracin suena an muy tibia. El individuo Fouch no le inter
esa en absoluto. Tena antes con l ciertas conexiones, porque le consideraba patriot
a; ms si ahora le acuso aqu es, ms que por sus crmenes, porque se esconde para comet
er otros y porque le considero jefe del complot que tenemos que deshacer. Ante l
a carta que acaba de ser leda, digo que ha sido escrita por un hombre que, estand
o acusado, se niega a justificarse ante sus conciudadanos. Esto supone el princi
pio de un sistema de tirana, pues el que se niega a justificarse ante la comunida
d popular, a que pertenece como miembro, ataca la autoridad de esta organizacin.
Es asombroso que el mismo que antes se esforzaba por alcanzar la benevolencia de
la sociedad, la desprecie cuando se ve acusado, y que se presente implorando, e
n cierto modo, la ayuda de la Convencin contra los jacobinos. Sbitamente surge el o
dio personal; hasta en la fealdad Fsica de Fouch encuentra motivo para denigrarle:
Teme, acaso dijo sarcstico , los ojos y los odos del pueblo? Teme que su triste presen
ia delate demasiado claramente su crimen? Teme que seis mil miradas enfocadas sob
re l descubran toda su alma en sus pupilas, a pesar de que la Naturaleza las haya
dotado de falsa y disimulo? Teme que su lengua descubra la confusin y la contradic
cin del culpable? Toda persona razonable ha de reconocer que el miedo es el nico m
otivo de su actitud, y todo el que teme las miradas de sus conciudadanos es culp
able. Yo requiero aqu a Fouch, ante el tribunal. Que se justifique y diga quin ha m
antenido ms dignamente los derechos de la representacin del pueblo, l o nosotros, y
quin de nosotros aniquil mas bravamente las parcialidades. An le llama bajo y despre
ciable impostor, cuya actitud es la confesin de sus crmenes, y habla con prfida insi
nuacin de hombres cuyas manos estn llenas de botn y de crmenes. Termina con estas pala
bras amenazadoras: Fouch se ha caracterizado lo bastante a s mismo; he hecho esta a
dvertencia nicamente para que sepan los conspiradores, para siempre, que no han d
e escapar a la vigilancia del pueblo.
Aunque estas palabras anuncian claramente una sentencia de muerte, obedece la As
amblea a Robespierre. Y sin vacilacin expulsa, como indigno del club de los jacob
inos, a su antiguo presidente.
Ya est Jos Fouch predestinado a la guillotina como un tronco de rbol que espera el g
olpe del hacha. La exclusin del club de los jacobinos supone el estigma y la acus
acin de Robespierre, y tan enconada actitud equivale a segura condenacin. Fouch est
amortajado en pleno da. Todos esperan a cada momento su detencin, y l ms que nadie.
Ya no duerme en su casa, en su propia cama, por miedo de ser sacado, como Danton
y Desmoulins, a medianoche del hogar por los gendarmes. Se oculta en casa de un
os amigos valerosos, pues valor es preciso para cobijar a un proscrito oficialme
nte, y hasta supone valor hablar pblicamente con l. La Polica sigue cada uno de sus
pasos, dirigida por Robespierre, y da cuenta de sus relaciones, de sus visitas.
Invisiblemente esta cercado, trabado en sus movimientos, entregado ya al cuchil
lo.
De los setecientos diputados es Fouch el ms amenazado, y no hay posibilidad de sal
vacin para l. Ha probado una vez ms a agarrarse a alguna parte: a los jacobinos; pe
ro el puo feroz de Robespierre le ha arrancado de este asidero. Lleva en realidad
la cabeza prestada sobre sus hombros. Pues qu puede esperar de la Convencin, de es
ta cobarde y amedrentada horda de borregos, que bala invariablemente un s en cuanto
pide el Comit una vctima de su seno para la guillotina? Ha entregado a todos sus
antiguos jefes, sin resistencia, al Tribunal de la revolucin: a Danton, a Desmoul
ins, a Vergniaud, slo para no hacerse sospechoso con su resistencia. Y por qu no Fo
uch? Mudos, miedosos, estupefactos, estn en sus bancos los que fueron antao tan bra
vos y apasionados. Ese veneno horrendo, enervante, aniquilador de almas, el mied
o, paraliza su voluntad.
Pero siempre ha sido el secreto del veneno el encerrar virtud curativa si se le
sabe destilar, si se estrujan sus fuerzas ocultas. Y as puede ser, paradjicamente,
en la amabilidad y sumisin extrema de algunos diputados que sabe son sus enemigos
. Algn golpe, desde la sombra, siente Robespierre que se prepara; conoce tambin la
mano que ha de dirigirlo; conoce al Chef de la Conspiration, y est sobre aviso.
Cautelosamente exploran sus tentculos: una polica propia, espas particulares, que l
e comunican, paso por paso, las gestiones, las reuniones, las conversaciones de
Tallien, de Fouch y de los dems conspiradores. Cartas annimas le previenen o le exc
itan a posesionarse pronto de la dictadura y a derribar a los enemigos antes de
que se puedan reunir. Y para confundirlos y engaarlos a su vez, se pone repentina
mente la mascara de la indiferencia contra el Poder poltico. No se presenta ya en
la Convencin, ni en el Comit. Acompaado de su gran perro de Terranova se le ve sol
o, un libro en la mano, con los labios apretados, vagar por la calle o por los c
ercanos bosques, ocupado, en apariencia nicamente, con sus amados filsofos e indif
erente contra el Poder. Pero cuando regresa de noche a su habitacin lima horas en
teras en su gran discurso. Infinitamente trabaja en l: el manuscrito muestra innu
merables correcciones y aadiduras. Pues este discurso decisivo y grande, con el q
ue quiere estrellar a todos sus enemigos de una vez, debe surgir inesperadamente
, afilado como un hacha, lleno de mpetu retrico, brillante de ingenio y pulido de
odio. Con esta arma quiere atacar repentinamente a los sorprendidos antes de que
se puedan entender y reunir Todo es poco para afilar su corte y envenenarlo mor
talmente, y en este trabajo macabro pasa largos y preciosos das.
Pero no hay que perder ms tiempo; cada vez con ms urgencia le comunican los espas s
ecretos concilibulos. El 5 de Termidor cae en manos de Robespierre una carta de F
ouch dirigida a su hermana, en la que dice misteriosamente: No tengo que temer nad
a de las calumnias de Maximiliano Robespierre..., dentro de poco oirs el desenlac
e de este asunto, el que espero resulte ventajoso para la Repblica. Dentro de poco,
pues, Robespierre esta prevenido. Hace venir a su amigo Saint Just y se encierra c
on l en su estrecha buhardilla de la rue Saint Honore. All se designa el da y el modo
del ataque. El 2 de Termidor debe Robespierre sorprender y paralizar a la Conve
ncin con su discurso, y el 9 pedir Saint Just las cabezas de sus enemigos, de los o
bstinados del Comit y, sobre todo, la de Jos Fouch.
La expectacin era ya casi insoportable. Tambin los conspiradores sienten el rayo e
n las nubes. Pero an vacilan en atacar al hombre ms poderoso de Francia, que tiene
en sus manos todas las potencias: la administracin municipal y el ejrcito, los ja
cobinos y el pueblo, la gloria y la fuerza de un nombre intachable. An no se tien
en por bastante seguros, por bastante numerosos, por bastante decididos, por bas
tante audaces para acometer a este gigante de la revolucin en batalla abierta, y
se van enfriando algunos y hablan de retirada y reconciliacin. La conspiracin, muid
a trabajosamente, amenaza con deshacerse.
En este momento pone la Providencia, mas genial que todos los poetas, un peso de
cisivo en el platillo de la balanza oscilante. Y es precisamente Fouch el predest
inado a hacer estallar la mina. En estos das le ocurre a este perseguido hasta la
desesperacin, amenazado a cada momento por el rayo del cuchillo, una ltima y extr
ema desgracia en su vida privada, ms fuerte que las desdichas de su suerte poltica
. Duro, fro, intrigante e incomunicativo en pblico y en la poltica, es este hombre
singular en el hogar el esposo mas afectivo, el padre de familia mas tierno. Ama
apasionadamente a su mujer, horriblemente fea, y ama sobre todo a su hijita, na
cida en los das del preconsulado, bautizada por su propia mano, en la plaza de Ne
vers, con el nombre de Nievre. Esta nia, tierna, plida, SU dolo, enferma repentinamen
te en aquellos das de Termidor, y a las preocupaciones por su propia vida en peli
gro se suma la zozobra por la vida de su hijita. Prueba cruel: saber que el ser
querido, dbil, enfermo del pecho, est solo con su mujer y no poder, acosado por Ro
bespierre, velar junto al lecho de su hija moribunda. Ha de ocultarse en hogares
extraos, en buhardillas. En vez de dedicarse a ella y respirar su aliento expira
nte, ha de correr sobre brasas, ir de un diputado a otro, mentir, implorar, conj
urar, defender su propia vida. El espritu atribulado, el corazn destrozado: as vaga
el infeliz en los das ardientes de julio (el mas caluroso desde hace muchos aos),
incansable, de un lado a otro por el escenario poltico, sin ver como sufre y mue
re su nia amada.
El 5 el 6 de Termidor acaba esta dura prueba. Fouch acompaa un pequeo atad al cement
erio: la nia ha muerto. Estas pruebas endurecen. Presente en la imaginacin la muer
do confusamente: que diga, por fin, con claridad, a quien acusa efectivamente. E
n un cuarto de hora ha variado la escena; Robespierre, el agresor, se reduce a d
efenderse, debilita su discurso en vez de reforzarlo, declara no haber acusado a
nadie ni culpado a nadie.
En este momento suena repentinamente una voz, la de un diputado insignificante,
que grita: Es Fouch?
Y Fouch?
Se ha pronunciado el nombre: el nombre del sealado com
jefe de la conspiracin, como traidor de la revolucin. Ahora podra, ahora debiera d
ar el golpe Robespierre. Pero, cosa extraa, inexplicablemente extraa, Robespierre
elude la respuesta: No quiero ocuparme ahora de l, obedezco solamente a la voz de
mi conciencia.
Esta contestacin evasiva de Robespierre pertenece a los secretos que se llev a la
tumba. Por qu respeta, en este momento de vida o muerte, a su enemigo ms cruel? Por
qu no le deshace, por qu no ataca al ausente, al nico ausente? Por qu no libra con el
lo de la opresin del miedo a todos los dems que se sienten atemorizados y que entr
egaran, sin duda, a Fouch para salvarse ellos? La misma noche as afirma Saint Just haba
intentado Fouch acercarse nuevamente a Robespierre. Es un ardid o es verdad? Vario
s testigos pretenden haberle visto en estos das sentado en un banco con Carlota R
obespierre, su antigua novia: ha intentado verdaderamente una vez mas persuadir a
la solterona para que intercediera cerca de su hermano? Quiso, efectivamente, el
desesperado traicionar a los conspiradores para salvar la propia cabeza? O quiso
, para confiar a Robespierre y velar la conspiracin, fingirle arrepentimiento y s
umisin? Ha hecho tambin esta vez, como mil veces, doble juego este tahr? Y estaba, ta
lvez, dispuesto, para sostenerse, el incorruptible y amenazado Robespierre, a re
spetar en aquella hora a su ms odiado enemigo? Fu este evitar una acusacin de Fouch s
eal de un acuerdo secreto o fu solo un recurso?
No se sabe. Alrededor de la figura de Robespierre se cierne todava hoy, al cabo d
e tantos aos, una sombra de misterio. Nunca adivinar por completo la Historia a es
te hombre impenetrable. Nunca se sabrn sus ltimos pensamientos: si quiso verdadera
mente la Dictadura para l o la Repblica para todos; si quiso salvar la Repblica o h
eredarla, como Napolen. Nadie conoci sus pensamientos ms secretos, los pensamientos
de su ltima noche: del 8 al 9 de Termidor.
Porque es, efectivamente, su ltima noche: en ella decide la suerte. Ala luz de la
luna la noche sofocante de julio brilla, pulida, la guillotina. Partir maana su fi
lo fro las vrtebras al triunvirato Tallien, Barras y Fouch o caer sobre Robespierre?
Ni uno slo de los seiscientos diputados se acuesta esta noche. Ambos partidos pr
eparan la lucha final. Robespierre ha ido desde la Convencin a los jacobinos; ant
e velas de cera oscilantes, temblando de emocin, les lee su discurso, rechazado p
or los diputados. Frentico aplauso le rodea nuevamente, por ltima vez; pero l, llen
o de presentimiento amargo, no se deja engaar por el entusiasmo de los tres mil q
ue le rodean y califica de testamento su discurso. Mientras tanto, lucha su escu
dero Saint Just en el Comit hasta la madrugada, como un desesperado, contra Collot,
Carnot y los dems conjurados, al mismo tiempo que se teje en los pasillos de la
Convencin la red que ha de apresar maana a Robespierre. Dos, tres veces, como la l
anzadera en el telar, van los hilos de derecha a izquierda, del partido de la mon
taa a la vieja reaccin; hasta que por fin, al amanecer, se ha tramado, firme, irrom
pible, el pacto. Aqu aparece repentinamente Fouch, pues la noche es su elemento, l
a intriga su verdadera esfera. Su cara color plomo, blanqueada an ms por el miedo,
pulula espectralmente por los salones poco iluminados. Susurra, adula, promete,
asusta, amedrenta y amenaza aqu y all, y no descansa hasta que no se cierra el pa
cto. A las dos de la madrugada estn de acuerdo, por fin, todos los adversarios pa
ra aniquilar al enemigo comn: a Robespierre. Fouch puede descansar ya.
Tambin esta ausente Fouch de la sesin del 9 de Termidor. Pero puede descansar, pued
e faltar: su obra est hecha, la red anudada, y decidida por fin la mayora a no dej
ar escapar con vida al demasiado peligroso, al demasiado fuerte. Apenas empieza
Saint Just, el escudero de Robespierre la discusin mortfera preparada contra los con
spiradores, le interrumpe Tallien, pues han acordado no dejar hablar a ninguno d
e los oradores peligrosos: Saint Just y Robespierre. Hay que estrangularlos antes
de que puedan hablar, antes de que puedan acusar. Y as se apresuran los oradores,
hbilmente dirigidos por el propicio presidente, uno tras otro, a la tribuna, y c
uando Robespierre quiere defenderse, gritan, chillan y patalean, ahogando su voz
del susurrar y la de esconderse detrs de otro. Y tambin esta vez encuentra al hom
bre propicio que, adelantndose audaz y decididamente, le cubre con su sombra.
Por Pars vaga entonces, proscrito y humillado, un verdadero y apasionado republic
ano: Francisco Babecu, que se llama a s mismo Graco Babceuf. Tiene un corazn desbor
dante y una inteligencia mediocre. Proletario de las entraas del pueblo, antiguo
agrimensor e impresor, tiene pocas y primitivas ideas; pero esas las alimenta co
n pasin varonil y las enardece con el fuego de la verdadera conviccin republicana
y social. Los republicanos burgueses y hasta el mismo Robespierre haban eludido c
on cautela las ideas socialistas y a veces comunistas de Marat sobre la nivelacin
de la propiedad; les pareci preferible hablar muchsimo de libertad y de fraternid
ad... y poco de igualdad en cuanto se refiere al dinero y a la propiedad. Babceu
f recoge las ideas de Marat, olvidadas y reprimidas, las aviva con su aliento y
las lleva como antorcha por los barrios proletarios de Pars. Esta llama puede ele
varse repentinamente, convertir en ceniza en un par de horas todo Pars y el pas en
tero, pues poco a poco va comprendiendo el pueblo la traicin que cometen los term
idoristas en su propia ventaja contra su Revolucin, contra la Revolucin proletaria
. Detrs de Graco Babceuf se oculta Fouch. No se exhibe republicanamente como l; per
o le aconseja secretamente en su labor de excitar al pueblo. Le hace escribir fo
lletos violentos y l mismo corrige las pruebas. Piensa Fouch que slo as, bajo la pre
sin de la materia proletaria y de las turbas de los barrios con sus picas y sus t
ambores, despertar esa cobarde Convencin, nicamente por terror, por miedo, puede se
r salvada la Repblica; slo un tirn enrgico hacia la izquierda podr eliminar la inclin
acin a la derecha. Y para este ataque audaz y verdaderamente peligroso, le sirve
de coraza este hombre honrado, puro, de buena fe, maravillosamente ntegro. Tras s
u ancha espalda de proletario se puede uno esconder bien. Babceuf, a su vez, que
orgullosamente se titula Graco y tribuno del pueblo, se siente honradsimo de que
el clebre diputado Fouch le aconseje. S, ste es an de los ltimos y verdaderos republi
canos, cree l; uno de los que permanecieron en los bancos de la montaa, que no ha he
cho pacto con la jeunesse dore y con los proveedores del ejrcito. De buena gana se
deja aconsejar, e impelido por esta mano hbil ataca a Tallien, a los termidorist
as y al Gobierno.
Pero nicamente a l, al bonachn y recto Babceuf, consigue engaar Fouch. El Gobierno re
conoce pronto la mano que carga el fusil contra l, y en pblica sesin culpa Tallien
a Fouch de ser el consejero de Babceuf. Como siempre, niega Fouch francamente a su
aliado (lo mismo que a Chaumette frente a los jacobinos, lo mismo que a Collot
en Lyon). No, no conoce a Babceuf mas que de vista, condena sus exageraciones...
Se bate en retirada con la mayor celeridad. Nuevamente cae el golpe sobre su es
cudero; pronto ser detenido Babceuf y no tardaran en fusilarle en el patio de un
cuartel. Siempre paga otro con su sangre por las palabras y la poltica de Fouch!
Este golpe audaz de Fouch se ha frustrado, solo ha conseguido con l atraer la aten
cin sobre su persona, y eso no le conviene, porque le trae el recuerdo de Lyon y
de los campos regados de sangre de Brotteaux. Nuevamente, y ms enrgicamente que nu
nca, azuza la reaccin a los acusadores de las provincias en las que mand. Apenas s
e ha quitado de encima las imputaciones que le hace Lyon, se presentan Nevers y
Clamency. Cada vez ms en voz alta, cada vez ms estrepitosamente, es acusado Jos Fou
ch de terrorismo ante el Tribunal de la Convencin. Se defiende astutamente, con en
erga y no sin suerte. El mismo Tallien, su contrincante, se esfuerza en protegerl
e, pues empieza a atemorizarle la preponderancia de la reaccin y comienza a temer
por su propia cabeza. Pero ya es tarde: el 22 de Termidor de 1795, un ao y doce
das despus de la cada de Robespierre, se formula, tras largo debate, la acusacin por
actos terroristas contra Jos Fouch. Y el 23 de Termidor se decide su detencin. Igu
al que sobre Robespierre la sombra de Danton, parece levantarse sobre Fouch, vind
icadora, la sombra de Robespierre.
Pero estamos y esto lo ha calculado bien el poltico inteligente en el Termidor del
cuarto ao de la Repblica y no del tercero. En 1793 equivala la acusacin a la orden d
e detencin, y la detencin a la muerte; si se ingresaba por la noche en la Concierg
erie, se era sometido a interrogatorio al da siguiente, y por la tarde del mismo
da se estaba ya en el carro. Pero en 1794 ya no mantiene el puo frreo del incorrupti
ble las riendas de la justicia; las leyes se han aflojado, se puede uno escapar p
or entre sus mallas si es escurridizo. Y Fouch no sera Fouch si fuera incapaz de pa
sar l, que tantas veces estuvo en peligro, acorralado, por tan elsticas redes. A t
ravs de pasadizos y escaleras secretas se escurre y consigue que no le detengan e
nseguida, que se le deje tiempo para preparar una rplica, para una contestacin, pa
ra una justificacin; y el tiempo lo es todo. Hay que replegarse a la oscuridad, h
ay que procurar que le olviden a uno; hay que mantenerse en silencio, mientras g
ritan los dems, para pasar inadvertido. Segn la receta clebre de Siys, que asisti a la
Convencin durante los aos del terror sin desplegar los labios y que habiendo sido
preguntado qu hizo todo ese tiempo, di, sonriente, la contestacin genial: Jai vcu (H
e vivido). As hace Fouch y se finge muerto, como algunos animales, para que no le
maten. Si salva la vida ahora, durante el breve plazo de transicin, estar libre de
finitivamente, pues el experto oteador presiente que toda la grandeza y toda la
fuerza de esta Convencin no durarn mas de un par de semanas, de un par de meses, a
lo sumo.
As salva Jos Fouch su vida; y eso es mucho en aquel tiempo. Es decir, slo la vida; p
ero no su nombre y posicin, pues no vuelven a elegirle en la nueva Asamblea. El e
norme esfuerzo ha sido intil, como lo ha sido el derroche de pasin y de astucia, d
e audacia y de traicin; slo la vida es lo que salva. Ya no es el Jos Fouch de Nantes
, diputado del pueblo; ya no es el profesor del Oratorio; no es sino un hombre o
lvidado, despreciado, sin categora, sin fortuna, insignificante; una sombra miser
able a la que nicamente protege la oscuridad.
Durante tres aos, nadie pronuncia en Francia su nombre.
CAPTULO IV
MINISTRO DEL DIRECTORIO Y DEL CONSULADO
(1799 1802)
Se ha compuesto el himno del destierro, esa potencia creadora del Destino, que l
evanta al hombre en su cada y concentra en la dura opresin de la soledad, nuevamen
te y en un orden nuevo, las fuerzas conmovidas del alma? Siempre culparon los ar
tistas al destierro como aparente obstculo del ascenso, como intil intervalo, como
interrupcin cruel. Pero el ritmo de la Naturaleza quiere estas censuras forzadas
. Pues slo quien sabe de sus honduras conoce integra la vida. El impulso de reacc
in es lo que comunica al hombre toda la fuerza de su pujanza.
El genio creador, sobre todo, necesita temporalmente este aislamiento forzado pa
ra medir desde la profundidad de la desesperacin, desde la lejana del destierro, e
l horizonte y la altura de su verdadera misin. Los ms altos mensajes de la Humanid
ad han venido del destierro; los creadores de las grandes religiones: Moiss, Maho
ma, Buda, todos tuvieron que entrar en el silencio del desierto, en el no estar e
ntre los hombres, antes de poder pronunciar la palabra decisiva. La ceguera de Mi
lton, la sordera de Beethoven, la crcel de Dostoiewski, la prisin de Cervantes, el
encierro de Lutero en la Wartburg, el destierro de Dante y la extirpacin volunta
ria de Nietzsche a las zonas heladas de la Engadina, fueron exigencias del propi
o genio, ordenadas secretamente contra la voluntad despierta del hombre mismo.
Pero tambin en el terreno bajo y ms firme de la poltica, una ausencia temporal da a
l hombre de Estado nueva lozana en la mirada y mayor intensidad para pensar y cal
cular el juego de las fuerzas polticas. Nada ms propicio para una carrera que su i
nterrupcin temporal, pues el que ve el mundo siempre desde arriba, desde la nube
imperial, desde la altura de la torre de marfil del Poder, no conoce otra cosa q
ue la sonrisa de los subordinados y su peligrosa complacencia; el que siempre so
stiene en las manos la medida, olvida su verdadero valor. Nada debilita tanto al
artista, al general, al hombre de Poder, como el xito permanente a voluntad y de
seo. En el fracaso es donde conoce el artista su verdadera relacin con la obra: e
n la derrota, el general, sus faltas, y en la prdida del favor, el hombre de Esta
do, la verdadera perspectiva poltica. La riqueza permanente debilita; el aplauso
constante hace insensible; nicamente la interrupcin procura al vario ritmo de la v
ida nueva tensin y elasticidad creadora, nicamente la desgraciada mirada profunda
y extensa para la realidad del mundo. Enseanza dura, pero enseanza y aprendizaje e
s todo destierro: al dbil le amasa de nuevo la voluntad, al indeciso le hace enrgi
co; al duro, mas duro an. Nunca es el destierro para el verdadero fuerte una meng
ua: es siempre un tnico de su fuerza.
El destierro de Jos Fouch dura mas de tres aos, y la isla solitaria e inhspita adond
condieron los ricos franceses, pues a todo el que bajo el rgimen de Robespierre t
oleraba a su alrededor el lujo ms mnimo, es ms: al que tan slo se acercaba al lujo,
se le tomaba por mauvas riche y se le miraba como sospechoso; era desagradable qu
e le tuvieran a uno por adinerado. Pero de nuevo slo el rico vale hoy. Afortunada
mente, es sta la poca (como siempre en el caos) para hacer dinero. Las fortunas ca
mbian de dueo; las fincas son vendidas, y con ello se gana; las propiedades de lo
s emigrados son subastadas, y con ello se gana; a los condenados se les confisca
n los bienes, y con ello se gana; los asignados bajan diariamente; una fiebre fr
entica de inflacin conmueve al pas, y con ello se gana. En todo se puede ganar, si
se tienen manos hbiles y osadas y relaciones en el Gobierno. Pero hay, sobre todo
, una fuente que mana con abundancia sin igual, magnfica: la guerra. Ya en 1791,
al empezar, haban hecho unos cuantos el descubrimiento (como lo hicieran unos cua
ntos tambin en 1914) de que se puede sacar muy buen provecho de la guerra, que de
vora los hombres y destruye los valores; pero en aquella ocasin se echaron con saa
al cuello de los accapareurs Robespierre y Saint Just, los incorruptibles. Mas ah
ora, gracias a Dios, han sido liquidados esos Catones, se oxida la guillotina en
el granero, y los accapareurs y proveedores del ejrcito ven llegar una poca de or
o. Ya se pueden vender tranquilamente zapatos malos por dinero bueno, llenarse b
ien los bolsillos de anticipos y requisas. Naturalmente, con la condicin de que l
e sean a uno asignados los pedidos. Por eso siempre requieren estos asuntos un m
ediador a propsito, un corredor bien acreditado y accesible, que abra desde dentr
o a los especuladores la puerta del establo que conduce al pesebre abundante del
Estado.
Para estos negocios sucios es Jos Fouch el hombre ideal. La miseria le ha arrebata
do por completo la conciencia republicana; su odio al dinero es una idea arrinco
nada ya; se le puede comprar barato al medio muerto de hambre. Y, por otra parte
, tiene las mejores relaciones, pues entra y sale (como espa) en la antesala de Bar
ras, el presidente del Directorio. As se convierte, de la noche a la maana, el com
unista radical de 1793, que quiso mandar amasar a toda costa el pan de la Igualda
d, en el ntimo de los nuevos banqueros republicanos, que cumple y amaa, por una bue
na comisin, todos sus deseos y asuntos. Por ejemplo, el accapareur Hinguerlot, un
o de los mas audaces y desalmados agiotistas de la Repblica (Napolen le odiaba), e
s objeto de una acusacin molesta; ha obrado demasiado osadamente y, como proveedo
r, ha provisto su bolsa con entusiasmo excesivo y le han metido en un pleito que
le puede costar mucho dinero y quiz la cabeza. Qu hacer en tales circunstancias, e
ntonces como ahora? Se dirige uno a alguna persona que tenga buenas relaciones ar
riba, que tenga influencia poltica y privada y que pueda arreglar el enojoso asunto.
Se dirige, pues, a Fouch, el moscardn de Barras, que engrasa enseguida sus botas
y corre a casa del omnipotente (la carta se encuentra impresa en sus Memorias),
y, efectivamente, el asunto, poco limpio, es ahogado silenciosamente sin dolor.
A cambio de esto le interesa Hinguerlot en las provisiones del ejrcito y en los n
egocios burstiles. Lapptit vient en mangeant. Fouch descubre en 1797 que el dinero
huele mucho mejor que la sangre de 1793 y funda, gracias a sus nuevas relaciones,
de una parte con los nuevos grandes financieros y de otra con el Gobierno corrup
to, una nueva Compaa de aprovisionamiento para el ejrcito de Scherer. Los soldados
del buen general recibirn calzado detestable, pasaran fro con sus abrigos delgados
y sern batidos en los llanos de Italia; pero es ms importante que la Compaa Fouch Hing
uerlot, y seguramente el mismo Barras, obtenga una substanciosa ganancia. Ha des
aparecido el asco ante el metal despreciable y nocivo, que proclamaba an hace tres
aos con tanta elocuencia el ultrajacobino y supercomunista Fouch, y han sido olvid
ados tambin los ataques de odio contra los malos ricos y aquello de que el buen repu
blicano slo necesita al da pan, hierro y cuarenta escudos. Ahora es su lema, al fin
, ser tambin rico. En el destierro ha conocido Fouch el poder del dinero y se rind
e ante l para servirle, como ante todo poder. Demasiado tiempo, demasiado doloros
amente ha sufrido el horrible estar abajo, en la suciedad del desprecio y de la mi
seria... Ahora se empina con todas sus fuerzas hacia ese mundo donde se compra p
or dinero el Poder, porque desde el Poder se acua nuevamente el dinero. El trabaj
o de zapa ha excavado ya la primera galera en la ms prdiga de todas las minas; ha d
ado el primer paso en el camino fantstico que va desde la miserable buhardilla de
un quinto piso a la residencia ducal; desde la nada, a una fortuna de veinte mi
llones de francos.
Desde que Fouch arroj el peso desagradable de los principios revolucionarios, se h
a vuelto muy gil; sbitamente se encuentra otra vez con el pie en el estribo. Su am
igo Barras no hace slo transacciones financieras oscuras sino tambin negocios polti
cos sucios. Con toda cautela quiere vender la Repblica por un ttulo de duque y un
montn de dinero a Luis XVIII. En esto le estorba nicamente la presencia de colegas
decentes, republicanos como Carnot, que siguen creyendo en la Repblica y que no
quieren comprender que los ideales slo sirven para ganar con ellos. Y en el golpe
de Estado que di Barras el 18 de Fructidor, que le desembaraza de este molesto v
igilante ayud Fouch, sin duda alguna, a su compaero de negocio minando el terreno,
pues apenas es su protector Barras seor ilimitado del Consejo de los Cinco, del D
irectorio renovado, se abre camino impetuosamente el enemigo de la luz y pide su
premio. Que Barras le coloque en la poltica, en el ejrcito, en algn sitio, en algun
a misin donde se puedan llenar bien los bolsillos y donde se pueda uno reponer de
los aos de miseria! Barras, que necesita a este hombre, apenas puede negarse al
mediador de sus negocios sucios. No obstante, el nombre de Fouch, el mitrailleur
de Lyon, apesta an demasiado a sangre para comprometerse con l pblicamente en Pars d
urante la luna de miel de la reaccin. As le manda Barras, por lo pronto, como repr
esentante del Gobierno a Italia, al ejrcito, y luego a la Repblica btava, a Holanda
, para llevar a cabo negociaciones secretas, pues sabe muy bien Barras que es ma
estro en el juego de intrigas subterrneas; pero lo tendr que sentir pronto, intens
amente, en la propia carne. En 1798 es, pues, Fouch embajador de la Repblica franc
esa: otra vez tiene el pie en el estribo. Lo mismo que antao en su misin sangrient
a, desarrolla ahora, en la diplomacia, la misma energa glacial; particularmente e
n Holanda alcanza rpidos xitos. Envejecido en experiencias trgicas, madurado en poca
s tempestuosas, suavizado en la forja dura de la miseria, demuestra Fouch su anti
gua energa aliada a una nueva precaucin. Pronto ven los de arriba, los nuevos seores,
que es un hombre que se puede utilizar, que baila al son que le tocan y brinca
con el dinero; atento hacia los de arriba, sin miramientos para los de abajo, es
el verdadero y hbil navegante en aguas movidas. Y como la nave del Gobierno se t
ambalea cada vez con ms peligro y amenaza estrellarse en su rumbo inseguro, toma
el Directorio, el 3 de Termidor del ao 1799, una decisin inesperada: Jos Fouch, en m
isin secreta en Holanda, es nombrado sbitamente, de la noche a la maana, ministro d
e Polica de la Repblica francesa.
Jos Fouch, ministro! Pars se estremece como por un tiro de can. Comienza otra vez el t
rror, para que suelten de la cadena a este perro de presa, al mitrailleur de Lyo
n, al profanador de hostias y saqueador de iglesias, al amigo del anarquista Bab
ceuf? Traern ahora tambin Dios nos libre! a Callot d Herbois y a Billaud de las islas
infectas de la Guayana y volvern a colocar la guillotina en la Plaza de la Repblic
a? Se amasar, por ltimo, otra vez el pan de la Igualdad? Volvern a instituirse los co
filantrpicos que sacan el dinero a la gente rica? Pars, que lleva ya algn tiempo in
tranquilo, con sus mil quinientos salones de baile, con sus magnficas tiendas y s
u jeunesse dore, se asusta. Los ricos y los burgueses tiemblan de nuevo como en 1
792. Slo los jacobinos estn contentos, los ltimos republicanos. Por fin, tras tremen
das persecuciones, est en el Poder uno de los suyos, el ms audaz, el ms radical, el
mas inflexible! Por fin se tendr en jaque a la reaccin, y la Repblica quedara limpi
a de realistas y conspiradores!
Pero cosa extraa! Unos y otros se preguntan a los pocos das: se llama este ministro
de Polica verdaderamente Jos Fouch? Otra vez se ha probado por la experiencia la sa
bia mxima de Mirabeau (hoy an valedera para los socialistas) que los jacobinos, co
mo ministros, dejan de ser jacobinos. Y as, los labios que antao goteaban sangre,
rebosan ahora blsamo de palabras conciliatorias. Orden, calma, seguridad; estas p
alabras se repiten constantemente en las proclamas polticas del ex terrorista. Co
mbatir el anarquismo es su principal divisa. La libertad de la Prensa tiene que
ser limitada, hay que dar fin a los eternos discursos de excitacin. Orden, orden,
calma y seguridad... Ni Metternich, ni Seldnitzki, ni el mayor archirreaccionar
io del Imperio austriaco han escrito decretos mas conservadores que Jos Fouch, el
mitrailleur de Lyon.
Los burgueses respiran: que Paulus ha salido este Saulus! Pero los verdaderos republi
canos rabian de indignacin en sus juntas. Han aprendido poco en estos aos, an pronu
e estar sentado desde la maana hasta la noche en su despacho. Examina todos los p
apeles y despacha cada acta personalmente. Toma declaraciones a cada acusado imp
ortante, solo, con las puertas cerradas, en su gabinete, para que nadie se enter
e ni siquiera sus subalternos de los pormenores decisivos; y as tiene, poco a poco,
como confesor voluntario de todo el pas, los secretos de todos en su mano. Otra
vez reina por terrorismo, como antao en Lyon; pero no utiliza ya la tosca hacha m
ortfera, sino el veneno psquico del miedo, de la conciencia intranquila, del senti
rse espiado y del saberse descubierto. Con ello mete el resuello en el cuello a
millares de seres. La mquina de 1792, la guillotina, inventada para suprimir toda
resistencia contra el Estado, es una herramienta torpe comparada con la maquina
ria policaca, combinada y refinada por la superioridad espiritual del Jos Fouch de
1799.
De este instrumento, que l mismo se ha construido a medida de su mano, se sirve J
os Fouch como artista consumado. Conoce el ms alto secreto del Poder, que consiste
en disfrutar su posesin secretamente, y utilizarlo con tacto econmico. Pasaron los
tiempos de Lyon en los que prohiban la entrada al aposento del omnipotente feroc
es guardias de la Revolucin con bayonetas caladas. Ahora se renen en su antesala l
as seoras del Faubourg Saint Germain y las recibe con gusto. Sabe lo que quieren: u
na ruega tachen de la lista de emigrados a un pariente, otra quiere proporcionar
una colocacin buena a un primo, la tercera, acallar un pleito fatal. A todas se
muestra Fouch igualmente amable. Para qu hacerse ingrato a cualquiera de los partid
os, a los jacobinos o a los realistas, a los moderados o a los bonapartistas, si
no se sabe quin ha de gobernar maana? De tal modo se muestra, el que fu terrorista
temido, el hombre ms suave y conciliador. pblicamente truena en sus discursos y p
roclamas contra realistas y anarquistas; pero, en secreto, por bajo manga, los a
viva o soborna. Evita procesos ruidosos, sentencias de muerte crueles; a l le bas
ta el ademn de la violencia, en vez de la violencia misma; el verdadero Poder sub
terrneo en el Estado, en vez de la engaifa vana que ostentan Barras y sus colegas
con sus sombreros de plumas.
As sucede que a los pocos meses se ha convertido el demonio de Fouch en el dolo de
todos; pues qu ministro o estadista ser en todos los tiempos y en todas partes el ms
estimado sino el que deje que hablen con l, que vea tranquilamente como se gana
dinero o incluso ayude a ganarlo, o a alcanzar cargos, que haga a todos concesio
nes y que cierre benvolamente los ojos severos, siempre que uno no meta la nariz
demasiado en poltica o que no le estorbe en sus propios proyectos? No es mejor com
prar las convicciones o conseguirlas por adulacin, que sacar los caones a la calle
? No es mejor llamar a los exaltados al gabinete secreto y ensearles all en un cajn
su sentencia de muerte firmada, que hacerla ejecutar verdaderamente? Claro que s
abe poner sin contemplaciones la mano dura donde advierte verdadera rebelin. Mas
para el que se esta quieto y no se levanta contra el mando, alardea el viejo ter
rorista de tolerancia sacerdotal, ms vieja an. Conoce el flaco de la Humanidad por
el dinero, por el lujo, por los pequeos vicios, por los placeres ntimos... Bueno,
habeant! Pero hay que estarse quietos... Los grandes banqueros, perseguidos a m
uerte hasta este momento bajo la Repblica, pueden hoy acaparar y ganar dinero tra
nquilamente: Fouch les proporciona noticias y ellos a l parte de la ganancia. La P
rensa, que era bajo Marat y Desmoulins una fiera rabiosa y sanguinaria, qu solcita
le lame los pies! Tambin ella prefiere las golosinas al ltigo. En poco tiempo sust
ituye a la gritera de los patriotas privilegiados un reposo bienhechor; Fouch le h
a tirado a cada uno un hueso o los ha ahuyentado, con un par de fuertes azotes,
a un rincn. Y ya saben sus colegas, ya saben todos los partidos, que es tan agrad
able y fructfero tener a Fouch por amigo como es desagradable hacerle sacar las uas
de las patitas de terciopelo, y aunque es el hombre ms despreciado de todos, por
lo mismo que estn todos agradecidos a su silencio, tiene, por esta misma razn, un
sinfn de buenos amigos. An no se ha reedificado la ciudad destruda del Rdano, y ya
se han olvidado las mitraillades de Lyon, ya es Jos Fouch un hombre bienquisto.
Sobre todo lo que ocurre en el pas tiene Jos Fouch las primeras, las mejores notici
as. Nadie sabe tan detalladamente, gracias a una vigilancia de mil cabezas y de
dos mil odos, hasta los ltimos pliegues de los acontecimientos; nadie conoce la fu
erza o la fragilidad de los partidos y de las personas mejor que este observador
de nervios fros, a travs de su aparato registrador, que marca las ms pequeas oscila
ciones de la poltica.
De esta manera, bien pronto comprende Jos Fouch, y advierte claramente, que el Dir
ectorio est perdido. Sus cinco miembros estn en desacuerdo; uno obra a espaldas de
l otro y slo espera el momento de quitarle de en medio. Los ejrcitos vencidos, la
economa revuelta, el pas intranquilo... As no se puede seguir. Fouch husmea que pron
to cambiara el viento. Sus agentes le informan de que Barras negocia ya secretam
ente con Luis XVIII para vender por una corona ducal la Repblica a la dinasta de l
os Borbones. Sus colegas, en cambio, coquetean con el duque de Orlens o suean con
la reconstitucin de la Convencin. Pero todos, todos saben que as no se puede seguir
. La nacin esta conmovida por rebeliones interiores, los asignados se deshojan en
papeles sin valor, los soldados niegan ya el servicio. Si no renen en una nueva
fuerza las energas dispersas se derrumbar la Repblica.
Slo un dictador puede salvar la situacin, y todas las miradas se pierden en el vaco
en busca de uno. Necesitamos una cabeza y un sable, dice Barras a Fouch, tenindose
a s mismo secretamente por la cabeza y buscando el sable a propsito. Pero Hoche y
Joubert, los victoriosos murieron muy a destiempo para su carrera; Bernadotte es
an jacobino, y el nico del que todos saben que sera las dos cosas en uno, el sable
y la cabeza, Bonaparte, el hroe de Arcole y Rvoli, de se se han desembarazado por
miedo mandndole bien lejos a maniobrar en la arena del desierto egipcio infructuo
samente. Con l, separado por tantas millas de distancia, no hay que contar.
De todos los ministros es Fouch el nico que sabe y, entonces que el general Bonapa
rte, al que creen los dems a la sombra de las pirmides, no est tan distante y que d
esembarcar en breve en Francia. Le haban destinado tan lejos por demasiado ambicio
so, demasiado popular y dominante; le haban destinado a algunos miles de millas d
e Pars. Quizs hubo quien respir secretamente cuando destruy Nelson en Abukir la flot
a, pues qu les importa a los intrigantes y polticos un par de miles de muertos, si
con ello se quitaban de encima a un contrincante? Ahora duermen tranquilos; le s
aben atado al ejrcito y se cuidan bien de no volverle a llamar. Ni un momento sup
onen que pudiera tener la osada de entregar arbitrariamente el mando a otro gener
al y venir a hacerlos saltar de sus blandos divanes; cuentan con todas las posib
ilidades, menos con Bonaparte.
Pero Fouch sabe ms y de la mejor fuente. Pues quien le confa todo y le da cuenta de
cada carta, de cada medida, su mejor, su ms informado, el ms leal de los espas pag
ados, es nada menos que... la propia mujer de Bonaparte, Josefina Beauharnais. C
orromper a esta criolla frvola no significa de por s un acto grande, pues, despilf
arradora loca, esta constantemente en situaciones econmicas difciles, y aunque Nap
olen le consigna esplndidamente cientos de miles de los fondos del Estado, se filt
ran como gota de agua en los gastos de una mujer que se compra en un ao trescient
os sombreros y setecientos vestidos, que no sabe ni ahorrar su dinero, ni su cue
rpo, ni su buena reputacin, y la que, adems, est en este momento bastante apesadumb
rada. Mientras estaba el pequeo general fogoso en su campaa, en el aburrido pas de
los mamelucos al que se la quiso llevar , se ha dedicado a dormir con un Charle gua
po y encantador, y quiz con algn otro ms; probablemente con su antiguo amante Barra
s. Esto se lo han tomado a mal los hermanos, estpidos e intrigantes, Jos y Luciano
, y se lo comunicaron a toda prisa al esposo, vehemente y celoso como un turco.
Necesita, pues, alguien que la ayude y observe a los hermanos espas, vigilando to
da 1a correspondencia. Por eso, y adems por un par de rollos de ducados l mismo dic
e claramente en sus Memorias Mil luises de oro , entrega la futura Emperatriz a Fouc
h todos los secretos, y sobre todo el ms importante y ms peligroso: el del prximo re
greso de Bonaparte.
A Fouch le basta el estar informado. Naturalmente que no piensa en informar a sus
superiores el ciudadano ministro de Polica. Por lo pronto, no hace mas que estre
char su amistad con la esposa del pretendiente, utiliza las noticias silenciosam
ente y aguarda los acontecimientos, que, como ahora sabe, no han de dejarse espe
rar mucho tiempo.
El 11 de octubre de 1799 manda llamar el Directorio apresuradamente a Fouch. Una
novedad increble anuncia el heligrafo: Bonaparte ha regresado de Egipto y ha desem
barcado en Frjus arbitrariamente, sin haber recibido orden de regresar. Qu hacer ah
ora? Detener enseguida como desertor, al general que abandon su ejrcito sin permiso
o recibirle amablemente? Fouch, que se finge ms sorprendido de lo que en verdad e
te imbcil an no sabe que su Directorio no tiene ya nada que mandar, que dos de los
cinco lo han abandonado y que el tercero se ha vendido! Mas para que ensear a imbci
les? Se inclina fro y va a su puesto.
Dnde est su puesto? Eso es lo que no sabe Fouch an de cierto; no sabe si es ministro
de Polica del viejo o del nuevo Gobierno. Eso depender de que la victoria sea del
uno o del otro. Las prximas veinticuatro horas decidirn entre el Directorio o Bona
parte. El primer da se presenta propicio a Bonaparte; el Senado, espoleado fuerte
mente con promesas y sobornado mejor an con dinero, cumple todos los deseos de Bo
naparte, le hace jefe de las tropas y traslada la sesin de la Cmara de los Comunes
, parte siempre que ha de ganar a la del Consejo de los Quinientos, a Saint Cloud,
donde no hay batallones de trabajadores, ni opinin pblica, ni pueblo, sino nicamente
un parque bello que se puede cerrar hermticamente con dos compaas de granaderos. P
ero con esto no est ganada an la partida, pues entre estos quinientos hay todava un
as docenas de personas molestas que no se dejan sobornar ni intimidar; quizs algu
no, quin lo sabe?, que defender la Repblica con pual o pistola contra el pretendiente
a la corona. Hay que dominar los nervios y no hay que dejarse llevar por simpata
s de una parte ni de otra, ni por pequeeces como un juramento, sino permanecer qu
ieto, aguardar, estar sobre aviso hasta que llegue la decisin.
Y Fouch domina sus nervios. Apenas ha salido Bonaparte a la cabeza de su Caballera
para Saint Cloud, apenas le han seguido en carrozas los grandes conjurados Talley
rand, Sieys y un par de docenas ms, cuando se cierran de pronto, por orden del min
istro de Polica, las barreras en la periferia de Pars. Nadie puede alejarse de la
capital y nadie puede entrar en ella, excepto los mensajeros del ministro de Pol
ica. Nadie de las ochocientas mil personas podr saber, pues, si el golpe tendr xito
o fracasar, nicamente este hombre decidido. Cada media hora le trae noticias sobre
el desarrollo del golpe de Estado un mensajero. Pero tarda en decidirse. Si Bon
aparte logra vencer, entonces ser Fouch, naturalmente, esta noche su ministro y fi
el servidor; si fracasa, permanecer fiel servidor del Directorio; estar dispuesto,
con ademn fro y complaciente, a detener al rebelde. Las noticias que recibe son bas
tante contradictorias. Mientras Fouch domina maravillosamente sus nervios, Bonapa
rte, el ms fuerte de los dos, pierde los suyos por completo; este 18 de Brumario,
que brinda a Bonaparte el dominio de toda Europa, es, por extraa irona quizs, el da
ms dbil en la vida personal de este gran hombre. Decidido ante los caones, se desc
oncierta Bonaparte siempre que ha de ganar a la gente con palabras. Acostumbrado
durante aos enteros a mandar, ha olvidado el arte de solicitar. Puede agarrar un
a bandera y montar a la cabeza de sus granaderos; puede aniquilar ejrcitos; pero
amedrentar desde la tribuna a un par de abogados republicanos, eso no lo consigu
e este soldado frreo. Muchas veces ha sido descrita la escena de cmo el invencible
general, nervioso por las interrupciones de los diputados, balbuca frases estpida
s y vanas como: El dios de las batallas esta conmigo ... , y se equivocaba de tal
manera al hablar, que sus amigos tienen que bajarlo apresuradamente de la tribun
a, nicamente las bayonetas y sus soldados salvan al hroe de Arcole y Rivoli de una
derrota vergonzosa ante un par de abogadetes estrepitosos. Pero cuando vuelve a
montar en su caballo, seor y dictador, y manda a sus soldados desalojar por asal
to el saln, fluye desde la empuadura del sable otra vez la fuerza a sus sentidos a
turdidos.
A las siete de la tarde est todo decidido: Bonaparte es cnsul y autcrata de Francia
. Si hubiera sido vencido o desbordado en el acto, habra mandado pegar Fouch en to
dos los muros de Pars una proclama pattica: Una conspiracin infame ha sido descubier
ta, etc. Pero como venci Bonaparte, se apropia deprisa la victoria. Y no es Bonapa
rte, sino el seor ministro de Polica, Fouch, quien entera al da siguiente a Pars del
final efectivo de la Repblica y del comienzo de la Dictadura napolenica. El ministr
o de Polica comunica a sus conciudadanos dice el relato falaz que el consejo estuvo
reunido en Saint-Cloud para resolver sobre los intereses de la Repblica, cuando e
l general Bonaparte, que se haba presentado en el Consejo de los Quinientos para
descubrir las maquinaciones revolucionarias, estuvo a punto de ser vctima de un a
sesinato. Pero el genio de la Repblica salvo al general. Todos los republicanos p
ueden tranquilizarse..., pues sus deseos se cumplirn ahora... Los dbiles pueden es
tar tranquilos: estn con los fuertes..., y nicamente tienen que temer los que prov
ocan disturbios, introducen la confusin en la opinin pblica y preparan el desorden.
ionar a las hermanas algunos trajes, se hubiera casado con la hija de un fabrica
nte rico. Pero ahora, que ha llegado inesperadamente a tal alto podero, se agarra
n a l todos, con sbito impulso para que eleve con l a toda la familia; tambin quiere
n ascender al esplendor, quieren hacer de toda Francia, y luego de todo el mundo
, un usufructo familiar de los Bonaparte; y su piratera sucia, insaciable, sin la
excusa del resplandor del genio, acosa al hermano para que tome la resolucin de
transformar su Poder, ligado a la voluntad popular, en un Poder independiente y
duradero, en una monarqua hereditaria. Le piden la institucin de una dinasta famili
ar, le piden que se proclame Rey o Emperador; quieren que se divorcie de Josefin
a para casarse con una princesa de Bade (an no se atreve nadie a pensar en la her
mana del Zar o en la hija de Habsburgo). Y con sus constantes intrigas le separa
n cada vez ms de sus antiguos camaradas, de sus viejas ideas, le apartan de la Re
pblica y de la Libertad: le empujan a la reaccin y al despotismo.
Frente a este clan instigador, insaciable y antiptico se encuentra bastante sola
y desamparada Josefina, la esposa del Cnsul. Sabe que cada paso de Bonaparte haci
a la altura, hacia la soberana, le separa de ella, porque no puede ella darle al
Rey o Emperador lo que pide la idea dinstica como primer y nico requisito: un here
dero del trono, y con el la perpetuidad de la dinasta. Pocos de los consejeros de
Bonaparte estn de su parte (pues no tiene ella dinero para repartir, sino que es
t, por el contrario, llena de deudas), y el ms fiel, en este momento, es Fouch. Con
desconfianza observa ste, hace tiempo ya, cmo se hincha con los xitos inesperados
el orgullo de Bonaparte en proporciones igualmente inesperadas; con qu obstinacin
elimina y hace perseguir como anarquistas y terroristas a todos los que tienen i
deas verdaderamente republicanas. Ve con su mirada aguda y suspicaz claramente q
ue, como deca Vctor Hugo: Dj Napolen perait sous Bonaparte, surga amenazante el Empera
or tras el general, el Monarca tras el ciudadano. Pero a Fouch, ligado a vida o m
uerte a la Repblica por su voto contra el Rey, slo le interesa la prosperidad de l
a Repblica y de la forma de Estado republicana. Por eso teme todo lo monrquico, po
r eso lucha secreta y abiertamente al lado de Josefina.
Esto no se lo perdona el clan. Con odio corso espan todos sus pasos, dispuestos a
dar de lado al hombre molesto que les estorba los negocios en la primera ocasin.
Esperan, impacientes, mucho tiempo. Hasta que al fin se presenta la ocasin de ech
arle a Fouch la zancadilla. El 24 de diciembre de 1800 va Bonaparte a la pera para
asistir a la primera representacin en Pars de la Schoepfung de Haydn; estalla en
la estrecha rue Nicaise, inmediatamente detrs de su coche, un geiser de explosivo
s de plvora y plomo con tanta violencia, que la explosin arroja escombros hasta po
r encima de las casas: se trata de un atentado, la famosa y temida mquina inferna
l. Slo la marcha vertiginosa que llevaba su cochero borracho, segn dicen salv al Prime
r Cnsul; pero cuarenta vctimas se revuelcan con los cuerpos destrozados ensangrent
ando la calle: y el coche se encabrita, como un animal herido, levantado por la
presin del aire. Plido, con la cara marmrea, sigue Bonaparte a la pera para mostrar
su sangre fra al pblico entusiasmado. Con aire indiferente y glacial escucha (mien
tras Josefina a su lado es presa de un ataque de nervios y no puede ocultar sus
lgrimas) las suaves melodas del padre Haydn y agradece con rgida indiferencia las a
clamaciones frenticas.
Pero de que esta sangre fra era slo una ficcin se dan cuenta muy pronto sus ministr
os y sus consejeros de Estado, en las Tulleras, cuando regresa de la pera. Contra
Fouch, sobre todo, se desencadena su ira; como un loco se lanza contra el hombre
plido e inmvil; l, como ministro de Polica, estaba en la obligacin de descubrir, con
mucho tiempo de anticipacin, el complot, pero en vez de esto ampara con una benev
olencia criminal a sus amigos, a sus antiguos cmplices los jacobinos. Tranquilame
nte da Fouch su opinin de que no puede probarse que el atentado proceda de los jac
obinos; l, personalmente, esta convencido de que aqu representan el principal pape
l los conspiradores realistas y el dinero ingls. Pero la calma con que Fouch le co
ntradice enfurece an ms al Primer Cnsul: Son los jacobinos, los terroristas, esos ca
nallas en rebelin permanente, en masa compacta contra todos los Gobiernos. Son lo
s mismos malvados que, por asesinarme, no repararon en sacrificar miles de vctima
s. Pero quiero hacer en ellos una justicia ejemplar. Fouch se atreve a manifestar,
por segunda vez, sus dudas. Entonces se echa casi corporalmente el corso, de sa
ngre ardiente, sobre el ministro; tanto, que tiene que intervenir Josefina y tom
ar del brazo a su marido con ademn apaciguador. Pero Bonaparte se desata torrenci
almente en palabras y le echa en cara a Fouch todos sus crmenes y asesinatos de lo
s jacobinos, los das de diciembre en Pars, las bodas republicanas de Nantes, las m
atanzas de los presos en Versalles... Clara alusin para que se d cuenta el mitrail
leur de Lyon de que se acuerda perfectamente de su pasado. Pero mientras ms grita
Bonaparte, ms tenazmente calla Fouch. Ni un msculo se estremece en su mscara de pie
dra, mientras chisporrotean las acusaciones en presencia de los hermanos de Napo
len y de los cortesanos, que observan con miradas sarcsticas al ministro de Polica,
que, por fin, ha dado un mal paso. Fro como una piedra, rechaza Fouch todas las s
ospechas, fro como la piedra abandona las Tulleras.
Su calda parece inevitable, pues Napolen se cierra a toda intervencin de Josefina
en favor de Fouch. Pero no ha sido l mismo uno de sus caudillos? Ignoro yo acaso lo q
ue hizo en Lyon y en el Loire? Slo Lyon y el Loire me explican la conducta de Fou
ch, grita enfurecido. Y enseguida empiezan las conjeturas en torno del nombre del
futuro ministro de Polica. Los cortesanos vuelven ya la espalda al cado; parece ya
(como tantas veces) Jos Fouch definitivamente aniquilado.
En los das siguientes no mejora la situacin. Bonaparte no se deja disuadir de su o
pinin de que los jacobinos prepararon el atentado; exige que se tomen medidas, qu
e se impongan castigos severos. Y cuando Fouch insina ante l o ante otros que sigue
otra pista, le tratan con irona y desprecio. Todos los imbciles se ren y se burlan
del ingenuo ministro de Polica, que no quiere poner al descubierto un asunto tan
claro; todos sus enemigos le miran con aire de triunfo porque persiste tenazmen
te en su error. Fouch no contesta a nadie. No discute; calla. Calla durante quinc
e das, calla y obedece sin rplica cuando le ordenan hacer una lista de ciento trei
nta radicales y antiguos jacobinos destinados a la deportacin a Guayana, a la guil
lotina seca. Sin parpadear despacha el decreto que acaba con los ltimos montagnard
s, los ltimos de la montaa, con los apstoles de su amigo Babceuf, con Topino y Arena,
que no cometieron otro delito que decir pblicamente que Napolen haba robado en Ita
lia un par de millones para comprarse con ellos la autocracia. Contra su convicc
in ve como son deportados los unos y ejecutados los otros; calla como un sacerdot
e que, obligado por secreto de confesin, ve la ejecucin de un inocente con los lab
ios sellados. Hace ya mucho tiempo que esta Fouch sobre la pista, y mientras se b
urlan los otros de l, mientras el mismo Bonaparte le echa en cara irnicamente su r
idcula obstinacin, se renen en su gabinete infranqueable pruebas definitivas de que
, efectivamente, estaba preparado el atentado por chouans, del partido realista.
Y mientras en el Consejo de Estado y en las antesalas de las Tulleras se muestra
con fra y displicente indiferencia frente a todas las alusiones, trabaja febrilm
ente en su gabinete secreto con los mejores agentes. Se ofrecen recompensas en d
inero en enormes cantidades; todos los espas y esbirros de Francia trabajan activ
amente; se obliga a la ciudad entera a declarar como testigo. Ya se sabe la proc
edencia de la yegua que estaba enganchada a la mquina infernal y que fue destroza
da en cien pedazos, y ha sido encontrado su antiguo dueo; ya se tiene la descripc
in exacta de los hombres que la compraron; ya se han averiguado, gracias a la mag
istral biographie chouannique (ese lexicn inventado por Fouch, con los datos perso
nales de los emigrados realistas, de todos los chouans), los nombres de los auto
res del atentado... y an calla Fouch. An deja heroicamente que se ran de l y que triu
nfen sus enemigos. Cada vez con mayor rapidez se tejen los ltimos hilos hasta for
mar una red irrompible. Un par de das ms y la araa venenosa estar presa en ella. Solo
un par de das! Fouch, excitado en su amor propio, humillado en su orgullo, no se
conforma con una victoria pequea y mediocre sobre Bonaparte y sobre todos los que
le reprochan de carencia de informacin... Tambin l quiere un Marengo, un triunfo c
ompleto, arrollador.
Quince das despus da, sbito, el golpe. El complot ha sido aclarado completamente, t
odas las pistas comprobadas. Como lo prevea Fouch, haba sido el jefe, el ms temido d
e todos los chouans, Cadoudal; realistas juramentados, comprados con dinero ingls
, haban sido sus ejecutores. Como un trueno cae la noticia sobre sus enemigos, pu
es ven cun intil e injustamente se ha sentenciado a ciento treinta personas. Se ap
resuraron demasiado, con osada excesiva, a rerse del hombre impenetrable. Y ms fuer
te, ms estimado, ms temido que nunca aparece el infalible ministro de Polica ante e
l pblico. Con una mezcla de ira y admiracin, mira Bonaparte al calculador frreo, qu
e una vez ms se lleva la razn con sus clculos de sangre fra. Contra su voluntad tien
e que confesar: Fouch ha juzgado mejor que muchos otros. Tiene razn. Hay que estar
alerta con los emigrados, con los repatriados, con los chouans y con todas las g
entes de ese partido. Pero slo en consideracin gana Fouch en este asunto ante Napolen
, no en afecto, pues nunca agradecen los autcratas que se les llame la atencin sob
re una falta o un error. Es inmortal la historia de Plutarco del soldado que sal
vo la vida amenazada del rey en la batalla, y en vez de huir enseguida, como le
aconsejo un sabio, cont con la gratitud del rey y perdi as la cabeza. Los reyes no
quieren bien a las personas que los vieron en un momento de debilidad, y las nat
uralezas despticas no gustan de los consejeros que hayan demostrado, aunque sea u
na sola vez, ser ms sabios que ellos.
En un crculo tan estrecho como el de la Polica ha logrado Fouch el triunfo mayor qu
e es posible alcanzar. Pero qu pequeo en comparacin con los triunfos alcanzados por
Bonaparte en los dos ltimos aos del Consulado! El dictador ha coronado una serie d
e victorias con la ms hermosa, con la paz definitiva con Inglaterra, con el conco
rdato con la Iglesia: las dos potencias ms poderosas del mundo ya no son, gracias
a su energa y a la superioridad fecunda de su genio, enemigas de Francia. El pas
tranquilizado, ordenada la economa, terminada la discordia de los partidos, suavi
zadas las oposiciones, la riqueza vuelve a florecer, la industria se desarrolla
de nuevo, las artes despiertan; una poca augusta comienza, y no esta lejana la ho
ra en que Augusto podr llamarse tambin Csar. Fouch, que conoce cada nervio, cada pen
samiento de Bonaparte, se da cuenta perfectamente de hacia dnde se dirige la ambi
cin del corso y que ya no le basta con representar el papel en la Repblica, sino q
ue quiere tomar posesin vitalicia, eterna, para l y su familia, del pas por l salvad
o. Claro que oficialmente no demuestra, quin es cnsul de la Repblica, ambiciones ta
n poco republicanas; pero bajo cuerda deja traslucir a sus confidentes su deseo
de que el Senado le expresara su gratitud con un acto especial de confianza, con
un tmoignage clatant. En lo ms recndito de su corazn desea un Marco Antonio, un serv
idor fiel y seguro que pida para l la corona imperial. Y Fouch, rico en astucia, f
lexible, pudiera asegurarse ahora su gratitud para siempre.
Pero Fouch se niega a este papel, mejor dicho, no se niega francamente, sino que
desde la sombra, con complacencia aparente, trata de oponerse a estas intencione
s. Est contra los hermanos, contra el clan de los Bonaparte y al lado de Josefina
, que tiembla de miedo e intranquilidad ante este ltimo paso de su esposo hacia l
a Monarqua, pues sabe que no ser entonces ya mucho tiempo su esposa. Fouch le acons
eja no prestar franca resistencia: Mantngase tranquila le dice ; se atraviesa usted i
ntilmente en el camino de su esposo. Sus temores le aburren; mis consejos le mole
staran. Prefiere, pues, fiel a su estilo, deshacer subterrneamente los deseos ambic
iosos, y cuando Bonaparte, con modestia falsa, no quiere franquearse y, por otra
parte, s quiere proponer al Senado un temoignage clatant, es Fouch de los que susu
rran a los senadores que el gran hombre no desea otra cosa, como fiel republican
o, sino que le sea prolongado el puesto de Primer Cnsul por diez aos. Los senadore
s, convencidos de honrar y satisfacer con ello a Bonaparte, toman solemnemente e
sta resolucin. Pero Bonaparte, penetrando este juego de intrigas y reconociendo c
laramente a los autores, rabia de ira cuando le entregan este regalo indeseado d
e pordiosero. Con palabras fras despacha a la Comisin. Cuando se siente en las sie
nes el fro cerco de una urea corona imperial, diez miserables aos de poder son una
nuez vana que se aplasta despectivamente con el pie.
Por fin arroja Bonaparte la careta de la modestia y hace saber claramente su vol
untad: Consulado de por vida! Y bajo el fino envoltorio de estas palabras reluce
visible para los perspicaces la futura corona de Emperador. Y tan fuerte es ya e
ntonces Bonaparte, que el pueblo, por mayora de millones, hace ley su deseo y le
elige soberano (tanto l como el pueblo as lo esperan) para toda su vida. La Repblic
a ha terminado: la Monarqua comienza.
Que Jos Fouch se atreviera a poner trabas a las impaciencias del pretendiente a la
corona en su propsito decisivo, eso no lo olvida la prole de hermanos y hermanas
, eso no lo olvida el clan familiar corso. As asedian impacientes a Bonaparte. Par
a qu conservar, cuando est ya firme en la silla, al espolique molesto? Para qu, cuan
do el pas ha demostrado unnimemente su conformidad con el Consulado vitalicio, cua
ndo las oposiciones se han allanado felizmente y se han eliminado las discordias
, para qu tener al lado a un vigilante tan implacable que vigilara no slo al pas, s
ino sus propias y oscuras maquinaciones? Fuera, pues, con l! Aniquilar, sustituir a
este eterno forjador de enredos, a este intrigante! Sin Csar, impacientes, tenac
es, asedian al hermano, an indeciso.
Bonaparte, en el fondo, comparte su opinin. Tambin a l le estorba este hombre, que
sabe demasiado y que quiere saber siempre ms; esta sombra gris, que se arrastra d
etrs de su luz. Pero precisamente para despedir al ministro, que gan tantos merito
s, que disfruta en el pas de respeto ilimitado, para eso se necesitara un pretexto
. Y adems, este hombre se ha hecho fuerte con l; ms vale, pues, no provocar su fran
ca enemistad. Tiene en su mano todos los secretos y est fatalmente familiarizado
con todas las intimidades, no muy limpias, del clan corso; por eso no se le pued
e agraviar tan bruscamente. As se inventa una salida hbil, diplomtica, que no deje
traslucir ante el mundo que se despide a Fouch con malevolencia; y no se le despi
de como ministro, sino que se declara que ha cumplido tan magistralmente su debe
r, que resulta completamente superflua una vigilancia de los ciudadanos, un Mini
sterio de Polica. No se despide, pues, al ministro, sino que, al suprimir el Mini
sterio de Polica, se desembarazan al mismo tiempo de l disimuladamente.
Para ahorrar a este hombre susceptible el duro golpe con que le ponen a la puert
a de la calle, le endulzan en lo posible la despedida, le indemnizan por la prdid
a de su puesto con un asiento en el Senado, y en una carta en la que le anuncia
Bonaparte este ascenso, dice textualmente: El ciudadano Fouch, ministro de Polica,
durante las situaciones ms difciles ha cumplido siempre, por su talento y su energa
, por su fidelidad al Gobierno, con los deberes que le imponan los acontecimiento
s. Y dndole un puesto en el Senado sabe el Gobierno que, si en una nueva poca tuvi
era necesidad de un ministro de Polica, no encontrara otro que fuera ms digno de su
confianza. Adems, Bonaparte, que ha visto cun profundamente se ha reconciliado el
antiguo comunista con su viejo enemigo, el dinero, le facilita la retirada tendin
dole un puente magnfico de oro. Cuando el ministro le entrega, al hacer la liquid
acin, dos millones cuatrocientos mil francos como resto del capital liquidado de
la Polica, le regala Napolen sencillamente la mitad, o sea un milln doscientos mil
francos. Adems se otorga al enemigo converso del dinero que hace un decenio tronaba
an furioso contra el metal sucio y corruptor , con su ttulo de senador, la posesin de A
ix, un pequeo principado que se extiende desde Marsella a Toln y cuyo valor se cal
cula en diez millones de francos. Bonaparte le conoce; sabe que Fouch tiene manos
de intrigante, inquietas y vidas, y como no se las puede atar, se las carga de o
ro. Por eso es difcil encontrar en el transcurso de la Historia el caso de un min
istro a quien se haya despedido con ms honores y, sobre todo, con ms precauciones
que a Jos Fouch.
CAPTULO V
MINISTRO DEL EMPERADOR
(1804 1811)
EN 1802 se retira Jos Fouch es decir, Su Excelencia el seor senador Jos Fouch , obedien
e a la presin suave y obstinada del Primer Cnsul, a la vida privada, de la que haba
salido diez aos antes. Increble decenio, predestinado y cruento, siniestro y fecu
ndo. Pero ha sabido aprovechar bien este tiempo. No se refugia, como en 1794, en
una buhardilla miserable, fra; se compra una hermosa casa, bien equipada, en la
rue Cerutti, una casa que debi pertenecer a un aristcrata ruin o a un infame rico. En
Ferrires, la residencia futura de los Rothschild, instala la ms preciosa finca de
verano, y su principado en la Provenza, la senadura de Aix, le enva buenas rentas.
Por lo dems, tambin ejerce magistralmente el noble arte del alquimista de convert
irlo todo en oro. Sus protegidos en la Bolsa le dan participacin en sus negocios,
aumenta ventajosamente sus posesiones; al cabo de un par de aos, el hombre del p
rimer manifiesto comunista ser el segundo capitalista de Francia y el primer terr
ateniente del pas. El tigre de Lyon se ha convertido en roedor paciente, capitali
sta cauto, prestidigitador del tanto por ciento. Pero esta riqueza fantstica del
parvenu poltico no cambia en nada su nativa sobriedad, cultivada tenazmente en la
disciplina conventual. Con quince millones de capital no vive Jos Fouch de manera
muy distinta que cuando buscaba trabajosamente los quince sous diarios que nece
sitaba en su buhardilla; no bebe, no fuma, no juega, no gasta dinero en mujeres
ni en presunciones. Como un buen hidalgo lugareo, pasea con sus hijos (le naciero
n tres despus de perder dos en la miseria) por el silencio de sus prados, da a ve
ces pequeas reuniones, escucha cuando hacen msica los amigos de su mujer, lee libr
os y se recrea en conversaciones intelectuales; profundamente, de manera inasequ
ible, se oculta en este burgus fro y seco el placer demonaco por el juego de azar d
e la poltica, por las tensiones y peligros del drama mundial. Sus vecinos no ven
nada de todo esto; slo ven al buen administrador, al excelente padre de familia,
al esposo carioso. Y nadie que no le conociera de antes sospecha la pasin contenid
a, cada vez ms intranquilamente, tras su franca serenidad, su ansia de volver a s
ituarse en primera fila, de volver a intervenir en los asuntos de la poltica.
Oh, semblante de Medusa del Poder! Quien fij la vista una vez en su faz, jams la pu
ede apartar de ella, queda encantado y hechizado. Quien disfrut una vez del place
r embriagador de dominar y mandar, no puede ya renunciar a l. Hojeemos la Histori
a en busca de ejemplo de renuncia voluntaria; excepto Sila y Carlos V, no se enc
uentra, entre millares y decenas de millares de figuras, apenas una docena que,
con el corazn satisfecho y el sentido claro, renuncien al deleite casi pecaminoso
de representar la Providencia ante millones de seres. Como no puede el jugador
dejar el juego; el bebedor, la bebida; el cazador furtivo, la caza, no puede dej
ar Jos Fouch la poltica. El reposo le martiriza, y mientras hace tranquilamente, co
n bien fingida indiferencia, de Cincinato en el arado, le cosquillean los dedos
y le vibran los nervios por volver a coger los naipes de la poltica. Aunque est se
parado del servicio activo, contina voluntariamente la labor policaca, y para ejer
citar la pluma y no caer completamente en el olvido, manda al Primer Cnsul semana
lmente informaciones secretas. Con esto se divierte y entretiene, sin compromiso
, su genio intrigante; pero no le satisface plenamente. En realidad, su aislamie
nto aparente no es ms que una espera febril, dominada por el deseo de volver a co
ger las riendas, de tener poder sobre las vidas humanas, sobre el destino del mu
ndo. Poder!
Bonaparte percibe sntomas evidentes de la impaciencia trmula de Fouch, pero tiene a
bien no hacer caso de ella. Mientras pueda tener apartado de s a este hombre fan
tsticamente inteligente, fantsticamente trabajador, le dejar en la sombra. Desde qu
e se conoce la fuerza obstinada de este hombre subterrneo, nadie le toma a su ser
vicio si no le necesita absolutamente en trance del mayor peligro. El Cnsul le de
muestra bastante proteccin: le utiliza para diversos negocios; le agradece las bu
enas informaciones; le invita, de cuando en cuando, al Consejo de Ministros, y,
sobre todo, le deja ganar, le deja que se enriquezca, para que se mantenga tranq
uilo; pero a una cosa tan slo se niega con tenacidad todo el tiempo posible: a re
stituirle en su puesto y a volver a crear el Ministerio de Polica. Mientras que B
onaparte es poderoso, mientras no comete faltas, no necesita de un criado tan eq
uvoco, tan excesivamente inteligente.
Pero afortunadamente para Fouch, Bonaparte comete faltas. Sobre todo la gran falt
a histrica, imperdonable; y, no le basta ser Bonaparte; pretende, adems de la segu
ridad de s mismo, adems del triunfo de su personalidad nica, el brillo plido de la l
egitimidad, la fastuosidad de un ttulo. Quien no temi a nadie, gracias a su fuerza
, a su personalidad poderosa, se atemoriza ante las sombras del pasado, ante la
aureola impotente de los Borbones proscritos. Se deja convencer por Talleyrand y
, a costa de la ruptura del Derecho internacional, manda traer entre gendarmes a
l Duque de Enghien de territorio neutral y le hace fusilar. Para este hecho tuvo
Fouch la frase ya clebre: Fue peor que un crimen: fue una equivocacin. Esta ejecucin
crea alrededor de Bonaparte un vaco de miedo y terror, de protesta y odio, y pron
to le parecer aconsejable volver a ponerse bajo la proteccin del Argos de mil ojos
, bajo la proteccin de la polica.
Adems, y sobre todo en 1804, necesita nuevamente el cnsul Bonaparte un ayudante hbi
l y sin escrpulos para su ascensin postrera. Necesita otra vez quien le sostenga e
l estribo. Lo que dos aos antes le pareca el colmo de su ambicin, el consulado vita
licio, ya no le parece bastante, elevado como se siente por todas las alas del xi
to. Ya no quiere ser el primer ciudadano entre los ciudadanos, ambiciona ser seor
y soberano sobre sus sbditos, ambiciona calmar el ardor febril de su frente con
el anillo ureo de una corona imperial. Pero el futuro Csar necesita un Antonio; y
aunque Fouch hizo durante largo tiempo el papel de Bruto (y an el de Catalina, ant
eriormente), esta hambriento, al cabo de dos aos de ayuno poltico. Ya est dispuesto
a tender el anzuelo para pescar en el lodo del Senado la corona imperial. De ce
bo sirven el dinero y las buenas promesas; y as ve el mundo el espectculo curioso
de que el antiguo presidente del club de los jacobinos, hoy Excelencia, d en los
pasillos del Senado apretones de manos sospechosos y asedie e intrigue hasta con
seguir que, por fin, propongan un par de bizantinos complacientes que se cree una
institucin que destruya para siempre las esperanzas de los conspiradores, garant
izando la permanencia del Gobierno mas all de la vida de su jefe. Si se saca la hi
nchazn de esta frase como un tumor, se aparecer, como contenido, la intencin de tra
nsformar al Cnsul vitalicio Bonaparte en el Emperador dinstico Napolen. Y de la plu
ma de Fouch (que lo mismo escribe con blsamo que con sangre) procede probablemente
la peticin vil y sumisa del Senado con que se invita a Bonaparte a completar su o
bra, dndole forma inmortal. Pocos habrn cavado mas laboriosamente en la tumba defin
itiva de la Repblica que Jos Fouch, el de Nantes, el ex diputado de la Convencin, el
ex presidente de los jacobinos, el mitrailleur de Lyon, el enemigo de los tiran
os, antao el ms republicano de todos los republicanos.
El premio no se hace esperar. As como el ciudadano Fouch fue nombrado ministro por
el ciudadano cnsul Bonaparte, ahora, en 1804, tras dos aos de destierro dorado, l
o es otra vez Su Excelencia el seor senador Fouch por Su Majestad el Emperador Nap
olen. Por quinta vez presta Jos Fouch juramento el primero lo prest al gobierno reali
sta; el segundo, a la Repblica; el tercero, al Directorio; el cuarto, al Consulad
o . Pero Fouch solo tiene cuarenta y cinco aos. Cunto tiempo an para nuevos juramentos,
nuevas fidelidades e infidelidades! Con fuerza acumulada se echa nuevamente en
el elemento, siempre amado, de viento y ola, obligado en juramento al nuevo Empe
rador, impulsado, en realidad, nicamente por su propio deleite en la inquietud.
Un decenio estn enfrentados sobre la escena mundial mejor dicho, entre bastidores l
as figuras de Napolen y Fouch, ligadas por el Destino, a pesar de una evidente res
istencia mutua. Napolen no quiere a Fouch, ni Fouch a Napolen. Llenos de antipata sec
reta, se sirven el uno del otro, nicamente, por la fuerza de atraccin de polos opu
estos. Fouch conoce perfectamente la potencia demonaca, la fuerza magnfica de Napol
en; sabe que el mundo no creara un genio superior a l en decenios, que no tendr un
amo tan digno de que se le sirva. Napolen, en cambio, por nadie se siente compren
dido con tan vertiginosa rapidez como por la mirada sobria, clara, reflectante y
atisbadora de este talento poltico, laborioso, igualmente utilizable para lo mej
or y para lo peor, a quien slo una cosa falta para ser el perfecto servidor: la c
onsagracin incondicional, la fidelidad.
Porque Fouch no ser jams servidor de nada ni de nadie, y mucho menos lacayo, jams sa
crificar ntegramente su independencia espiritual, su propia voluntad, a una causa
ajena. Al contrario, cuanto ms se atan los antiguos republicanos, disfrazados de
nuevos aristcratas, a la gloria del Emperador, cuanto ms se rebajan, convirtindose
en sus consejeros y aduladores, ms se estira y se yergue la espalda de Fouch. Clar
o que en contradiccin abierta, en franca oposicin, ya nada se puede alcanzar del E
mperador, cada vez ms en papel de Csar. Ya no existe en el palacio de las Tulleras
la confraternidad franca, el debate libre entre ciudadano y ciudadano; el Empera
dor Napolen, que se hace llamar Sire por sus viejos compaeros de guerra y hasta po
r sus propios hermanos (cmo reiran todos!) y a quien ningn mortal tutea, excepto su
mujer, no quiere que le aconsejen sus ministros. No entra ya, como antes, con el
liviano jabot de cuello escotado y con paso ligero y sigiloso el ciudadano mini
stro Fouch en el gabinete del ciudadano cnsul Bonaparte, sino con el cuello alto y
tieso, bordado en oro, que le oprime la garganta, envuelto en el pomposo unifor
me de Corte, con medias negras de seda y zapatos deslumbradores, cuajado el pech
o de condecoraciones, sombrero en mano. Ahora es recibido el ministro Jos Fouch en
una especie de audiencia por el Emperador Napolen. El seor Fouch tiene, lo primero,
que inclinarse respetuosamente ante su antiguo conjurado y camarada, y no hablar
sin haber obtenido licencia de Su Majestad. Ha de hacer una reverencia al entrar
y otra al despedirse; ha de recibir sin contradiccin las rdenes dadas bruscamente,
en vez de entablar una conversacin ntima. Contra la opinin tempestuosa de este hom
bre de frrea voluntad no hay resistencia posible.
Por lo menos, resistencia franca, abierta. Fouch conoce a Napolen demasiado bien p
ara querer persuadirle, cuando son distintas sus opiniones. Deja que le ordene,
que le mande, como hace con todos los dems aduladores y ministros serviles del Im
perio; pero con la pequea diferencia de que no siempre obedece las rdenes recibida
s. Si le manda hacer detenciones que l no aprueba, hace avisar secretamente a los
amenazados y, cuando tiene que castigar, no deja de insinuar en todas partes qu
e lo hace por orden expresa del Emperador, no por su propia voluntad. Los favore
s y las amabilidades, en cambio, los hace valer siempre como benevolencias propi
as. Cuanto ms dominante se muestra Napolen y es verdaderamente sorprendente como su
temperamento, siempre voluntarioso, va creciendo cada vez ms libre y autocrtico a
medida que crece su poder , mas amable y ms conciliador es Fouch. Y as, sin una pala
bra contra el Emperador, nicamente con pequeos gestos, sonrisas y silencios, forma
l solo una oposicin visible, pero incorprea, contra el nuevo amo por la gracia de D
ios. La molestia peligrosa de decirle las verdades hace ya tiempo que no se la to
ma; sabe que reyes o emperadores, aunque antes se hayan llamado Bonaparte, no le
quieren a uno para eso. Slo disimuladamente introduce a veces, con mala intencin,
algunas verdades de contrabando en sus comunicados cotidianos. En vez de decir:
creo o me parece y hacerse reprender por su opinin y su pensamiento propios, escribe
en sus reportajes: se cuenta, o un embajador ha dicho. De esta manera mete casi sie
mpre en el pastel de frutas cotidiano de las novedades picantes un par de granos
de pimienta sobre la familia imperial. Con labios plidos tiene que leer Napolen t
oda la suciedad, toda la deshonra de sus hermanas, como rumores malignos y, a ve
ces, conceptos mordaces sobre l mismo, noticias agudas, con las que alia intencion
adamente el boletn la mano hbil de Fouch. Sin pronunciar una palabra, ofrece el tai
mado servidor de vez en cuando a su seor verdades desagradables y antipticas, y ve
, amable e indiferente, cmo al or la lectura las traga el duro seor con dificultad.
Tal es la pequea venganza que se toma Fouch con el teniente Bonaparte, que desde
que se puso l mismo la levita imperial slo quiere ver ante s a sus antiguos conseje
ros temblando y con la espalda curvada.
Se ve que entre estos dos hombres no se respira un ambiente amable. Ni Fouch es u
n servidor agradable para Napolen, ni Napolen un amo agradable para Fouch. Ni una sl
a vez se deja poner sobre la mesa, displicente y confiado, un reportaje de polica
. Examina cada lnea con su mirada de azor en busca de la ms pequea falta, del ms peq
ueo descuido; si da con l, descarga la tormenta, reprende a su ministro como a un
colegial, se entrega por completo a su temperamento corso. Los ujieres, los acec
hadores, los colegas del Ministerio manifiestan con unanimidad cmo precisamente e
l contraste producido por la indiferencia con que resista Fouch era lo que enfureca
al Emperador. Pero tambin sin testimonio (pues todas las Memorias de aquella poca
slo deben leerse con lupa) nos podramos dar cuenta de la situacin, pues hasta en l
as cartas se oye tronar la voz de mando dura y aguda. Encuentro que la polica no l
leva a cabo la vigilancia sobre la Prensa con la severidad necesaria, reprocha al
viejo, al experto maestro, o le reprende: Se podra creer que no se sabe leer en e
l Ministerio de polica; all no se ocupan de nada en absoluto. O: Le aconsejo mantene
rse dentro del margen de su campo de accin y no mezclarse en asuntos ajenos. Napol
en le agravia es cosa sabida sin compasin, ante testigos, ante sus ayudantes y ante
el Consejo de Ministros, y cuando la ira le contrae los labios, no vacila en rec
ordarle Lyon y su poca terrorista, en llamarle regicida y traidor. Pero Fouch, el
observador fro como el cristal, que al cabo de diez aos conoce perfectamente el te
clado de estas explosiones de ira que si a veces son hijas, como un producto de
la sangre, del carcter violento de este hombre incapaz de dominarse, otras son ad
ministradas por l sabia y teatralmente, buscando todos los efectos y con clara co
nciencia de su histrionismo), y no se deja intimidar ni por las tormentas autntic
as ni por las teatrales, y permanece igualmente impasible ante la ira falsa que
ante el verdadero enfado del Emperador, con su cara blancuzca, incolora, de care
ta, aguarda tranquilamente sin pestaear, sin demostrar con un nervio emocin alguna
bajo el diluvio de palabras chisporroteantes. Slo cuando sale del gabinete asoma
quizs a sus labios delgados una sonrisa irnica o maligna. Ni siquiera tiembla cua
ndo grita el Emperador: Es usted un traidor, deba mandar fusilarle, sino que contes
ta, sin balbuceos en la voz: No soy de esa opinin, Sire. Cien veces se deja despedi
r, amenazar con el destierro y la sustitucin en el cargo, y, sin embargo, sale tr
anquilo del aposento, completamente seguro de que el Emperador le llamar al da sig
uiente. Y siempre tiene razn. Pues a pesar de su desconfianza, de su ira y de su
odio secreto, no se puede Napolen desembarazar del todo de Fouch, durante un decen
io hasta ltima hora.
Este poder de Fouch sobre Napolen, que es un enigma para todos los contemporneos, n
o tiene nada de mgico o de hipntico. Es un poder adquirido por laboriosidad, habil
idad y observacin sistemticas, un poder calculado. Fouch sabe mucho, sabe demasiado
. Conoce, gracias a las comunicaciones del Emperador, y an en contra de la imperi
al voluntad, todos los secretos imperiales y tiene as en jaque, por estar informa
do de manera perfecta, casi mgica, al Imperio entero y tambin a su seor. Por la pro
pia esposa del Emperador, por Josefina, conoce los detalles ms ntimos del tlamo imp
erial; por Barras, cada paso dado en la escalera de caracol de su ascensin. Vigil
a, gracias a sus propias relaciones con hombres de dinero, la situacin econmica pa
rticular del Emperador. No pasa inadvertido para l ni uno de los cien asuntos suc
ios de la familia Bonaparte: los asuntos de juego de sus hermanos, las aventuras
escabrosas de Paulina. Tampoco se le ocultan los desvos matrimoniales de su amo.
Si Napolen sale a las once de la noche envuelto en un abrigo extrao y completamen
te embozado por una puerta secreta de las Tulleras para visitar a una amante, sab
e Fouch, a la maana siguiente, adnde se dirigi el coche, cunto tiempo permaneci el Emp
erador en aquella casa y cundo regres; hasta puede avergonzar una vez al Soberano
del mundo con la comunicacin de que una favorita le engaaba a l, a Napolen, con un c
orista cualquiera de teatro. De cada escrito importante del gabinete del Emperad
or, recibe directamente una copia Fouch, gracias a un secretario sobornado; y var
ios lacayos, de alta y baja categora, cobran un suplemento mensual de la caja sec
reta del ministro de Polica, como recompensa por el soplo de todos los chismorreo
s de palacio. De da y de noche, en la mesa y en la cama, est Napolen vigilado por s
u extremado servidor. Imposible ocultarle un secreto: as esta el Emperador obliga
do a confirselo todo, quiera o no. Y ese conocimiento de todo y de todos constitu
ye el poder nico de Fouch sobre los hombres, que Balzac tanto admira.
Pero con el mismo cuidado con que Fouch vigila todos los asuntos, proyectos, pens
amientos y palabras del Emperador, se esfuerza en ocultarle los suyos propios. F
ouch no confa jams, ni al Emperador ni a nadie, sus verdaderas intenciones y sus tr
abajos. De su enorme material de noticias solo comunica lo que quiere. Todo lo d
ems queda encerrado en el cajn del escritorio del ministro de Polica: en este ltimo
reducto no deja Fouch penetrar ninguna mirada. Pone su pasin, la nica que le domina
por completo, en el deleite magnfico de ser hermtico, impenetrable, algo de que n
adie puede alardear. Por eso es intil que Napolen haga que le pisen los talones un
par de espas: Fouch se burla de ellos y hasta los utiliza para reexpedir al engaad
o remitente relatos completamente falsos y absurdos. Con los aos, hace este juego
de espionaje y contraespionaje entre los dos, cada vez mas odioso y taimado, su
relacin francamente insincera... No; verdaderamente no se respira un ambiente pu
ro y transparente entre estos dos hombres, de los que el uno quiere ser demasiad
o amo y el otro demasiado poco servidor. Cuanto ms fuerte se hace Napolen, ms moles
to le va siendo Fouch. Cuanto ms fuerte se hace Fouch, ms odioso le es Napolen.
Detrs de esta enemistad particular de espritus opuestos se introduce poco a poco l
a tensin, crecida hasta lo gigantesco, de la poca. Pues de ao en ao se evidencian ca
da vez ms claramente, dentro de Francia, dos voluntades encontradas: el pas quiere
, al fin, la paz, y Napolen quiere siempre, y siempre de nuevo, la guerra. El Bon
aparte de 1800, heredero y ordenador de la Revolucin, estaba an completamente iden
tificado con su pas, con su pueblo y con sus ministros; el Napolen de 1804, el Emp
erador del nuevo decenio, ya no piensa en su pas, ni en su pueblo, slo piensa en E
uropa, en el mundo, en la inmortalidad. Despus de haber cumplido magistralmente l
a misin a l confiada, se crea, por la opulencia misma de su fuerza, nuevos problem
as cada vez ms difciles, y as, quien transform el caos en orden, arrastra de nuevo v
iolentamente al caos la obra propia, el orden propio. No queremos decir con ello
que su inteligencia clara y aguda como un diamante se hubiera turbado; nada de
eso: el intelecto matemticamente exacto de Napolen permanece, a pesar de lo demonac
o, siempre grandiosamente despierto hasta el ltimo momento, en que escribe moribu
ndo, con mano temblorosa, su testamento, esa obra de sus obras. Pero este intele
cto suyo lleg a perder la nocin de la medida terrestre, y cmo podra ser de otra maner
a tras el logro de tantas cosas inverosmiles! Napolen esta tan poco perturbado esp
iritualmente, hasta en sus aventuras ms locas, como Alejandro, Carlos XII y Corts.
and. Estos dos ministros, los ms capaces de Napolen, las figuras psicolgicamente ms
interesantes de su poca, no se quieren... probablemente porque se parecen demasia
do. Los dos son de un realismo clarividente, los dos cnicos y decididos discpulos
de Maquivelo. Los dos pasaron por la escuela de la Iglesia, por la escuela ardien
te de la Revolucin; los dos se conducen con la misma sangre fra, con igual desenvo
ltura en cuestiones de dinero y de honor; los dos sirven con la misma frialdad,
con la misma falta de escrpulos, a la Repblica, al Directorio, al Consulado, al Im
perio y al Rey... Siempre encontramos disfrazados de revolucionarios, de senador
es, de ministros, de servidores del rey a estos dos caracteres tpicos de la velei
dad sobre el mismo escenario histrico. Y precisamente por ser de la misma raza es
piritual, y por desempear los mismos papeles diplomticos, se odian con el fro conoc
imiento y el firme desdn de rivales.
Los dos pertenecen al mismo tipo moral; pero si su parecido procede del carcter,
su diferencia nace del origen. Talleyrand, Duque de Prigord, arzobispo de Autun,
prncipe de rancia estirpe aristocrtica, viste ya la toga violeta del seoro eclesistic
o de toda una provincia francesa, cuando el hijo del pequeo mercader, el pobre Jo
s Fouch, es un nfimo dmine de seminario que pugna para ensear matemticas y latn a su d
cena de discpulos conventuales por unos pocos sous al mes. Es ya Talleyrand embaj
ador de la Repblica francesa en Londres y orador afamado en los Estados generales
, cuando Fouch anda todava por los clubs con trabajos y adulaciones a la pesca de
su mandato. Talleyrand llega a la Revolucin desde arriba, desciende, como un sobe
rano de su carroza, saludado con jbilo respetuoso, baja un par de escalones para
entrar en el Tercer Estado, mientras que Fouch asciende a l trabajosamente y a fue
rza de intrigas. Esta diferencia de origen da a sus dotes esenciales el matiz pa
rticular. Talleyrand sirve como hombre de gran prestancia, con la llaneza indife
rente y fra de un grand seigneur; Fouch, con la laboriosidad celosa y astuta del b
urcrata ambicioso. An en las mismas cosas en que se parecen son distintos; si los
dos aman, por ejemplo, el dinero, Talleyrand lo quiere a la manera aristocrtica:
para despilfarrarlo, para dejar correr en abundancia el oro en la mesa de juego,
con mujeres; Fouch, el hijo del mercader, para capitalizarlo y amontonarlo cuida
dosamente. Para Talleyrand, el Poder es slo un medio para el placer, algo que le
proporciona la oportunidad ms propicia y noble de apoderarse de todas las cosas s
ensuales de la tierra, como el lujo, las mujeres, el arte, la buena mesa; mientr
as que Fouch, en cambio, sigue siendo, como multimillonario, un ahorrador esparta
no y conventual. Ninguno de los dos podr desprenderse nunca, por completo, de su
origen social: nunca, ni en los das ms feroces del terror, ser el Prncipe de Perigor
d, Talleyrand, un verdadero hombre del pueblo, un republicano; nunca, ni an cuand
o le nombren Duque de Otranto, ser Jos Fouch, a pesar del uniforme galoneado de oro
, un verdadero aristcrata.
El ms brillante, el ms encantador, quiz tambin el ms considerable de los dos, es Tall
eyrand. Espritu formado en una tradicin de cultura rancia y refinada, pulido por l
a gracia del siglo XVIII, ama el juego diplomtico como uno de los muchos juegos i
nteresantes de la vida, pero odia el trabajo. De mala gana escribe l mismo una ca
rta; lo que ms le place a este autntico vividor, a este catador refinado, es dejar
que otro haga el trabajo de acarreo, para luego recoger l y resumir los resultad
os con su mano fina, llena de sortijas. Le basta siempre su intuicin, que penetra
con mirada de rayo las situaciones mas enredadas. Psiclogo por nacimiento y por
experiencia, penetra, como dice Napolen, todos los pensamientos y afirma, sin tit
ubear, a cada uno, en su deseo ms recndito. Audaces virajes mentales, concepciones
rpidas, rodeos elegantes en los momentos peligrosos: he aqu su fuerza. Desdea prof
undamente el trabajo en cuanto exige de l el ms pequeo esfuerzo. De su tendencia al
mnimum, a la forma concentrada de las resoluciones espirituales, procede su tale
nto especial para los juegos de palabras ms brillantes, para el aforismo. No escr
ibe extensos relatos: con una sla palabra cortante define una situacin, una person
a. Fouch, en cambio, carece en absoluto de esta virtud de la visin universal rpida.
Trajina como una hormiga que, teje pacientemente su malla laboriosa con puntos
incontables, en un constante ir y venir a travs de mil y mil observaciones, que,
sumadas y combinadas luego, dan resultados concienzudos, irresistibles. Su mtodo
es analtico; el de Talleyrand, visionario. Su talento, el trabajo; el de Talleyra
nd, la agilidad mental. Ningn artista pudiera inventar una pareja ms contraria y p
uier sucio alojamiento de Valladolid la orden del da). Bellas mujeres, de las que
tanto gusta Talleyrand; una sociedad deslumbradora de altos funcionarios de Est
ado, de embajadores extranjeros, charla animadamente; se baila y se goza. Repent
inamente surge un susurro, un cuchicheo tenue, en todos los rincones; el baile s
e interrumpe, los invitados se agrupan asombrados: acaba de entrar el hombre a q
uien jams se hubiera esperado all. Fouch, el Casio desmedrado, a quien, como sabe t
odo el mundo, odia y desprecia con encono Talleyrand y que jams puso los pies en
su casa. Pero lo inaudito es que, con cortesa afectada, acude, cojeando, el minis
tro de Asuntos Extranjeros al encuentro del ministro de Polica, le saluda con car
io, como a un querido invitado y amigo y le toma amistosamente del brazo. Le trat
a con afecto ostensible y penetran los dos en un gabinete contiguo, donde se sie
ntan en un divn y conversan en voz baja... La curiosidad que se despierta entre l
os presentes es enorme. A la maana siguiente sabe todo Pars la novedad sensacional
. En todas partes slo se habla de esta reconciliacin repentina, exhibida tan llama
tivamente, y todo el mundo comprende su sentido. Si el perro y el gato se unen c
on tanta pasin, no puede ser mas que contra el cocinero: la amistad entre Fouch y
Talleyrand equivale a la franca desaprobacin de los ministros contra su seor, cont
ra Napolen. Enseguida se ponen en movimiento todos los espas para averiguar lo que
verdaderamente se intenta con este complot. En todas las Embajadas rasguean las
plumas sobre mensajes urgentes; Metternich manda un correo especial a Viena dic
iendo que esta unin interpreta los deseos de una nacin demasiado cansada; pero tambin
los hermanos y hermanas de Napolen se alarman y envan por su parte el mensajero ms
rpido al Emperador con la noticia inaudita.
En un correo especial y urgente llega rpida la noticia a Espaa; pero ms ligero, si
cabe, vuela Napolen, como herido por un latigazo, camino de Pars. Ni a sus confide
ntes llama a su presencia cuando recibe la carta. Se muerde los labios furiosame
nte y da rdenes inmediatas para el regreso. La aproximacin de Talleyrand y Fouch le
afecta ms que una batalla perdida. Casi vertiginoso es el tempo de su viaje: el
17 parte de Valladolid, el 18 est en Burgos; el 19, en Bayona; en ningn sitio se h
ace alto; en todas partes se cambian rpidamente los caballos cansados; el da 22 ir
rumpe como una tempestad en las Tulleras y el 23 da la rplica a la comedia ingenio
sa de Talleyrand con una escena igualmente teatral. Toda la multitud engalonada
de cortesanos, ministros y generales es cuidadosamente colocada como comparsa; s
e ha de ver pblicamente cmo aniquila el Emperador con puo frreo hasta la ms insignifi
cante oposicin contra su voluntad. A Fouch le ha llamado el da antes y a puerta cer
rada le ha fustigado con enorme dureza; a lo que el otro, acostumbrado a esta cl
ase de luchas, ha respondido con su inmutable impavidez habitual, excusndose con
palabras suaves y hbiles y escurrindose a tiempo. Para este hombre servil basta, a
s lo cree el Emperador, un puntapi al pasar. Pero Talleyrand, precisamente porque
se le tiene por el ms fuerte, por el ms poderoso, ha de pagar la cuenta en pblico.
La escena, que ha sido narrada muchas veces, es una de las mejores del teatro de
la Historia. Primero expresa el Emperador su descontento con frases generales,
por la deslealtad de algunos durante su ausencia; pero luego, irritado por la fra
indiferencia de Talleyrand, se dirige bruscamente a l, que, inmvil, con actitud d
isplicente, apoya el brazo sobre la cornisa de la chimenea. Y las frases, que slo
iban a ser burlescas, irnicas, se convierten repentinamente, ante los ojos de to
da la corte, en un verdadero torrente de ira. El Emperador vierte sobre el hombr
e mayor en edad y experiencia las injurias ms bajas: le llama ladrn, perjuro, rene
gado, mercenario; le dice que vendera por dinero a su propio padre; le echa la cu
lpa del asesinato del Duque de Enghien y de la guerra de Espaa. Ni una lavandera
insultara tan soezmente a su enemiga en pleno patio de vecindad como insulta Napo
len al Duque de Perigord, al veterano de la Revolucin, al primer diplomtico de Fran
cia. Cuantas personas ven y escuchan la escena estn anonadadas, molestas; compren
den que el Emperador esta haciendo un mal papel, nicamente Talleyrand, que tiene
piel de elefante para semejantes agresiones y de quien se cuenta que se durmi una
vez leyendo un libelo contra l, no contrae el semblante, demasiado orgulloso par
a sentirse ofendido por tales injurias. Descargada la tormenta, sale silencioso,
cojeando sobre el parquet brillante, y al pasar por la antesala deja caer una d
e esas pequeas frases envenenadas que hieren mortalmente: Que lstima que un hombre t
an grande est tan mal educado!, dice tranquilamente mientras el criado le ayuda a
ponerse el paleto.
La misma noche es destituido Talleyrand de su dignidad de gentilhombre de cmara.
Con curiosidad despliegan en los das siguientes los envidiosos el Moniteur para l
eer tambin, entre las noticias de Estado, el comunicado con la destitucin de Fouch.
Pero se equivocan. Fouch se queda. Como siempre, se ha puesto en su ataque detrs
de alguien fuerte que le sirva de escudo. Se recordar que Collot su cmplice de Lyo
n, es deportado a las islas infectas y que Fouch se queda; que Babceuf, su cmplice
en la lucha contra el Directorio, es fusilado y que Fouch se queda Y tambin esta
vez cae ltimamente el que va delante Talleyrand; Fouch se queda. Los Gobiernos, lo
s sistemas las opiniones, los hombres cambian; todo cae y desaparece en el torbe
llino vertiginoso de aquel decenio; slo uno permanece siempre en el mismo sitio,
al servicio de todos y de todas las ideas: Jos Fouch.
Fouch queda en el Poder, como siempre y an mejor que siempre. Adems de haber desapa
recido con Talleyrand el ms peligroso de sus enemigos y de haber sido sustituido
con un mero sacristn de amn destinado a decir a todo que s. Napolen, el amo molesto,
en 1809, como todos los aos, hace una nueva guerra, esta vez con Austria.
La ausencia de Napolen de Pars y que no atienda a los asuntos del Estado es lo ms a
gradable que puede ocurrir a Fouch; y cuanto ms lejos y por mas tiempo... en Austr
ia, en Espaa, en Polonia, mejor. Fouch quisiera verle partir nuevamente para Egipt
o... Su luz, demasiado potente, deja a todos en la sombra; su presencia dominado
ra y animadora paraliza con su desptica superioridad la voluntad de los dems.
Mas cuando esta a cien leguas de distancia, dirigiendo batallas y planeando camp
aas, puede Fouch hacer de cuando en cuando de gran seor providencial y no contentar
se con ser nicamente marioneta de la mano dura y enrgica.
Para ello se le ofrece a Fouch, por fin, por primera vez!, una ocasin. El 1809 es u
n ao fatal para Napolen. Nunca estuvo en situacin militar ms amenazada, a pesar de i
ndudables xitos exteriores. En la Prusia subyugada, en la Alemania mal dominada,
estn, en ciertas zonas, casi indefensos, miles de franceses, vigilando a cientos
de miles que nicamente aguardan el llamamiento a las armas. Bastara una nueva vict
oria de los austriacos como la de Aspern, y desde el Alba hasta el Rdano se desen
cadenara la rebelin, el levantamiento de una nacin entera. Tampoco en Italia es la
situacin mejor; el ultraje brutal al Papa ha indignado a toda Italia, como la hum
illacin de Prusia a toda Alemania; y la misma Francia esta cansada. Si se logra u
n nuevo golpe contra el podero militar imperial extendido sobre Europa, desde el
Ebro hasta el Vstula, quien sabe si resistira el broncneo celoso estremecido ...! Es
te golpe lo proyectan los enemigos jurados de Napolen, los ingleses. Y deciden av
anzar directamente al corazn de Francia mientras estn repartidas las tropas del Em
perador en Aspern, en Italia, en Lisboa; pero trataran de apoderarse de los puer
tos, de Dunquerque, conquistar Amberes y obligar a los belgas a sublevarse. Napo
len as calculan ellos esta lejos con las tropas ms aguerridas, con sus mariscales y s
us caones; el pas est indefenso ante ellos.
Pero Fouch esta en su puesto; el mismo Fouch que aprendi en 1793, bajo la Convencin,
a levantar diez mil reclutas en un par de semanas. Su energa no ha menguado desd
e entonces; pero slo poda servirse de ella en la sombra, en pequeas maquinaciones y
ardides sin importancia. Con pasin se impone la tarea de ensear al mundo y a la n
acin entera que Jos Fouch no es solamente un pelele de Napolen y que, en caso precis
o, puede obrar con la misma energa y decisin que el Emperador. Por fin ha llegado
el momento de demostrar claramente ocasin maravillosa, como cada del cielo que no to
do el destino moral y militar depende de este hombre nico. Con provocativa audaci
a recalca en sus proclamas que, efectivamente, Napolen no es indispensable. Demost
raremos a Europa que, aunque presta sus fulgores a Francia el genio de Napolen, n
o es necesaria su presencia para rechazar al enemigo, escribe a los alcaldes. Y c
onfirma estas palabras audaces y ambiciosas con los hechos. Apenas se entera, el
31 de agosto, del desembarco de los ingleses en la isla Walcheren, pide, como m
inistro de Polica y del Interior (puesto este que ocupa provisionalmente), la inc
orporacin a filas de los guardias nacionales, que desde los das de la revolucin des
empean en sus pueblos tranquilamente los oficios de sastres, herreros, zapateros
y gaanes. Los dems ministros se asustan. Cmo, sin permiso del Emperador, bajo la pro
pia responsabilidad, dar una disposicin de tan vasto alcance? Particularmente el
ministro de la Guerra esta muy indignado de que se mezcle un paisano en el sagra
do de su competencia, y se opone con toda su fuerza. Habra que acudir antes a Sch
oenbrunn pidiendo permiso para la movilizacin. Habra que aguardar las disposicione
s del Emperador y no intranquilizar al pas. Pero el Emperador est, como de costumb
re, ausente; seran necesarios quince das de posta en llevar la pregunta y traer la
respuesta. Y Fouch no teme intranquilizar al pas. No lo hace tambin Napolen? En lo
ntimo quiere la intranquilidad, quiere la alarma. Y as obra decididamente por su
cuenta. Tambores y rdenes llaman a todos los hombres en las provincias amenazadas
para la inmediata defensa, en nombre del Emperador, que no sabe nada de estas d
isposiciones y nueva audacia. Fouch nombra jefe de este improvisado ejrcito del No
rte a Bernadotte, precisamente al hombre que ms odia Napolen de todos los generale
s, a pesar de ser cuado de su hermano; al hombre enjuiciado y desterrado por el E
mperador. De su destierro le saca Fouch haciendo caso omiso de Napolen, de los min
istros y de todos sus enemigos; le es indiferente que el Emperador no apruebe su
s disposiciones; lo nico que le importa es que el xito le d la razn contra todos.
Esta audacia en momentos decisivos presta a Fouch algo de verdadera grandeza. Int
ranquilo, se consume este genio nervioso y laborioso por cumplir grandes misione
s, condenado a las pequeas empresas, que son para l cosa de juego. Es natural que
su energa sobrante busque desahogo y libertad de intrigas, casi siempre sin final
idad. Pero en el momento en que este hombre se encuentra ante una verdadera misin
histrica, adecuada a su fuerza lo mismo en Lyon que ms tarde, despus de la cada de
apolen en Pars , sabe cumplirla magistralmente. La ciudad de Flesinga, que Napolen ca
lificaba en sus cartas de inexpugnable, cae, como lo prevea Fouch, tras pocos das,
en manos de los ingleses. Pero el ejrcito formado sin permiso por Fouch ha tenido,
mientras tanto, tiempo de fortificar Amberes, deteniendo la invasin con una derr
ota completa y muy costosa para los ingleses. Por primera vez desde que manda Na
polen se ha atrevido un ministro a levantar independiente la bandera en el pas, a
desplegar la vela, sostener rumbo propio y, con esta misma independencia, salvar
a Francia en un momento crtico. Desde ese da tiene Fouch mas categora y una nueva c
onciencia de su propio valor.
Entre tanto, han llegado a Schoenbrunn las cartas acusadoras del canciller y del
ministro de la Guerra, y, en forma de quejas reiteradas, la relacin de las osadas
que se permite ese ministro civil, que llam a filas a la guardia nacional y puso
en pie de guerra al pas. Todos desean que Napolen castigue esta arrogancia y que
despida a Fouch. Pero cosa extraordinaria! antes an de saber el resultado brillante
ue dieron las disposiciones de Fouch, da el Emperador la razn a su energa decidida
y agresiva; se pone de su parte contra todos. El canciller recibe una fuerte rep
rensin: Estoy indignado de lo poco que ha sabido servirse de sus poderes en circun
stancias tan extraordinarias. Debi usted, a la primera noticia, levantar enseguid
a veinte, cuarenta o cincuenta mil guardias nacionales. Y textualmente escribe al
ministro de la Guerra: Veo que slo el seor Fouch hizo lo que pudo y que es el nico
ue ha comprendido lo impropio de permanecer en una inactividad peligrosa y desho
nrosa. As no solamente han sido derrotados por Fouch sus colegas miedosos, cautos e
impotentes, sino que se sienten despus intimidados por la aprobacin de Napolen. Y
por encima de Talleyrand y del canciller, se encuentra Fouch en el primer puesto
de Francia. Es el nico que ha demostrado no solamente que sabe obedecer, sino que
sabe tambin mandar. Fouch nos demuestra reiteradamente sus excelentes cualidades
para proceder en los momentos de peligro. Enfrente a la ms difcil situacin, la domi
nar con la claridad y la audacia que le confiere su energa. Dadle el nudo ms enreda
do y sabr desenredarlo. Pero si conoce magnficamente el momento de poner la mano y
actuar, desconoce en absoluto el arte de todas las artes polticas: el de retirar
se, el de abandonar a tiempo. No puede quitar su mano de donde la ha puesto una
vez. Y precisamente cuando ha desenredado el nudo se siente arrastrado por un pl
acer diablico de juego y vuelve a enredarlo artificialmente. As sucede ahora. Grac
ias a su presteza, a su fuerza organizadora y pujante, se ha rechazado el ataque
alevoso por el flanco. Con tremenda prdida de hombres y material y con prdida may
or an de prestigio, volvieron a meter los ingleses su ejrcito en los buques y se r
epatriaron. Ahora se puede llamar tranquilamente a retirada y mandar a casa con
gracias y legiones de honor a los guardias nacionales levantados. Pero el amor p
ropio de Fouch ha olido la sangre. Era demasiado tentador y magnfico eso de hacer
de Emperador, convocar tres provincias a golpe de tambor, dar rdenes, redactar pr
ms
oclamas, pronunciar discursos y ensear los dientes a los colegas apocados. Y han d
e terminar tan pronto esos momentos deliciosos? Precisamente cuando se siente con
voluptuosidad crecer la propia energa por das, por horas? No, no piensa Fouch en s
emejante cosa. Es preferible jugar a la guerra y a la defensa, aunque para ello
haya que inventar el enemigo. Hay que seguir con los tambores, levantar el pas, p
roducir inquietud, movimiento tempestuoso. As le sirve de pretexto para ordenar u
na nueva movilizacin un supuesto desembarco proyectado por los ingleses junto a M
arsella. Se hace el llamamiento a filas de la guardia nacional de Piamonte, de l
a Provenza y hasta de Pars, aunque ni cerca, ni lejos, ni en el interior del pas,
ni en la costa, se vea un solo enemigo. Pero Fouch esta posedo por el vrtigo del pl
acer, tanto tiempo deseado, de organizar y movilizar, de que el hombre activo ta
nto tiempo refrenado y contenido que hay en l pueda manifestarse libremente graci
as a la ausencia del soberano del mundo.
Pero contra quien van todas estas tropas?, se pregunta el pas asombrado. Los ingle
ses no se dejan ver. Poco a poco van desconfiando hasta los ms benvolos de sus col
egas. Que quiere el hombre impenetrable con sus movilizaciones frenticas? No compr
enden que Fouch se embriaga solo con el placer secreto de jugar con la propia ene
rga. Y como no ven, ni cerca ni lejos, la punta de la bayoneta de un enemigo cont
ra el que pudieran dirigirse estos formidables alardes blicos reforzados diariame
nte, empiezan a atribuir a Fouch proyectos equvocos. Unos pretenden que prepara un
a rebelin; otros que si el Emperador sufre un segundo Aspern, se propone proclama
r enseguida la antigua Repblica. Y al cuartel general de Schoenbrunn llegan ms y ms
cartas diciendo que Fouch se ha vuelto loco o conspirador. Napolen acaba por desc
oncertarse, a pesar de su benevolencia. Comprende que Fouch ha sacado los pies de
l plato y hay que llamarlo al orden. El tono de las cartas cambia bruscamente. L
e reprende y le llama un Don Quijote que combate con molinos de viento, y escribe
con el viejo tono de dureza: Todas las noticias que recibo me hablan de guardias
nacionales movilizados en Piamonte, en Languedoc, en la Provenza, en el Delfinad
o. Qu diablos se pretende con todo esto, cuando no hay necesidad, y por qu se hace
sin mis rdenes? Fouch, con el corazn amargado, tiene que renunciar a su peligroso ju
ego, dimitir el Ministerio del Interior y, contra sus deseos, volver al rincn, a
su papel de ministro de Polica del amo, que regresa demasiado pronto para l lleno de
gloria.
Sin embargo, aunque Fouch se excedi, fue el nico que hizo algo en medio del pavor d
e los dems ministros; en un momento del mayor peligro para la patria hizo lo opor
tuno y lo justo. Por eso no puede Napolen negarle por ms tiempo el honor que conce
di ya a tantos. En el instante en que surge una nueva aristocracia en la tierra d
e Francia fertilizada con sangre; en el momento en que se conceden ttulos de nobl
eza a los generales, ministros... y peones de albail, no se puede olvidar a Fouch,
al viejo enemigo de los aristcratas. Tambin para l llega la hora de convertirse en
aristcrata. Ya se le haba concedido el ttulo de Conde sin la menor pompa. Pero el
viejo jacobino ha de subir ms alto por la escala huera de los nombres. El 15 de a
gosto de 1809 firma y sella en el Palacio de Su Majestad Apostlica el Emperador d
e Austria, en el aposento regio de Schoenbrunn, el antiguo tenientillo de Crcega,
para el antiguo comunista y exprofesor de seminario, el pergamino una paciente p
iel de asno , gracias a la cual respeto! queda nombrado Duque de Otranto. Aunque nunca
se bati en Otranto, aunque jams vieron sus ojos ese paisaje del sur de Italia, vi
ene bien precisamente un nombre noble de resonancia extica y rotunda para enmasca
rar al antiguo archirrepublicano, pues el pronunciarlo pomposamente hace olvidar
que detrs de este duque se oculta el verdugo de Lyon, el viejo Fouch del pan nico y
de las requisas. Y para que pueda alardear como verdadero caballero, se le otorg
a adems la insignia de su Ducado: un blasn flamante.
Pero, cosa curiosa: invent Napolen mismo la peligrosa y caracterstica alusin, o se pe
rmiti particularmente el rey de armas una bromita psicolgica? Sea como sea, el esc
udo del Duque de Otranto muestra en el centro una columna urea bien propia de est
e apasionado enamorado del oro. Y alrededor de la columna se enrosca una serpien
te, probable y tcita alusin a la flexibilidad diplomtica del nuevo duque. Verdadera
mente que debi poner Napolen a su servicio sutiles herldicos, pues no poda inventars
e blasn ms apropiado para Jos Fouch.
CAPTULO VI
LA LUCHA CONTRA EL EMPERADOR
(1810)
Un gran ejemplo hunde o levanta siempre a toda una generacin. El ingreso de una f
igura como la de Napolen Bonaparte en la poca pone a las personas de su alrededor
en el trance de elegir entre empequeecerse ante l y desaparecer, sin rastro, ante
su grandeza, o seguir su ejemplo, poniendo a contribucin una tensin enorme de ener
ga. Los hombres prximos a Napolen slo pueden ser dos cosas: sus esclavos o sus rival
es. Una presencia de tal manera destacada no tolera, a la larga, el termino medi
o.
Fouch es uno de aquellos a quienes Napolen arranco la estabilidad de su equilibrio
. Le envenen el alma con el ejemplo peligroso de su ambicin insaciable, con la pre
sin demonaca de superarse constantemente: tambin quiere l ya, como su amo, extender
y ensanchar constantemente los lmites de su poder; tambin l es hombre perdido para
la pugna obstinada y tranquila, para el bienestar domstico. Por eso, que decepcin l
a suya el da en que vuelve, triunfador, Napolen de Schoenbrunn para tomar l mismo l
as riendas! Que das grandes los de aquellos meses en que poda obrar segn el parecer
propio, levantar ejrcitos, redactar proclamas, dar disposiciones audaces ante el
asombro de los colegas medrosos, sentirse por fin, una vez en la vida, dueo y seor
de un pas, jugador en el gran tapete verde de los destinos universales! Y ahora
no ha de ser Jos Fouch sino ministro de Polica para vigilar descontentos y charlas
de Redaccin, componer diariamente, con los mensajes de sus espas, su aburrido bole
tn, ocuparse en insignificancias, como de quin es la nueva amiga de Talleyrand o q
uin tuvo ayer la culpa de la baja de las Rentas en la Bolsa. No, desde que puso l
a mano en las cuestiones mundiales, en el timn de la alta poltica, le parece todo
lo dems, a su espritu inquieto y vido de acontecimientos, futilidades y papeleteo d
espreciables. Quien ha hecho una vez juego de tanta altura no se contenta ya con
pequeeces. Es preferible demostrar otra vez que an queda sitio al lado de Napolen
para nuevas hazaas. Y de este pensamiento no logra desasirse ya.
Pero qu podra intentarse frente al que lo alcanz todo; frente al hombre que subyug a
Rusia, a Alemania, a Austria, a Espaa e Italia; el hombre a quien el Emperador de
la dinasta ms rancia de Europa entrega por esposa a una archiduquesa; que se impu
so al Papa y someti el predominio milenario de Roma; el hombre que desde Pars puso
los fundamentos de un imperio europeo universal? Nervioso, febril, celoso, acec
ha el amor propio de Fouch por todos lados en busca de una misin. Y efectivamente:
en el edificio del predominio mundial no falta ms que la ltima cpula, la ms alta: l
a paz con Inglaterra. Con ella quedara terminada la obra. Y esta ltima hazaa europe
a la quiere llevar a cabo solo: sin Napolen y contra Napolen.
Inglaterra es en 1809 como en 1795- el enemigo mortal, el contrincante ms peligros
o de Francia. Ante las puertas de San Juan de Acre, ante los fuertes de Lisboa,
en todos los extremos del mundo, tropez la voluntad de Napolen contra la fuerza fra
, calculada y metdica de los anglosajones, y mientras l conquistaba toda la tierra
de Europa, ellos le arrebatan la otra mitad del mundo: el mar. No los puede cog
er, ni ellos a l; ambos trabajan hace casi veinte aos, con esfuerzo siempre renova
do, por aniquilarse. Ambos se debilitan horriblemente en esta lucha insensata, d
e la que estn ya, sin quererlo confesar, un poco cansados. Los Bonaparte se decla
ran en quiebra en Francia, Amberes y Hamburgo, desde que los ingleses les imposi
bilitan las transacciones; en el Tmesis estn los barcos abarrotados de mercaderas s
in vender; cada da bajan las rentas, tanto la inglesa como la francesa. Y en los
dos pases aconsejan los comerciantes, los banqueros, las gentes razonables, un ac
uerdo, y llegan a iniciar muy cuidadosamente las negociaciones. Pero a Napolen le
parece ms importante que se quede el mentecato de su hermano Jos la corona real d
e Espaa y su hermana Carolina con la de Npoles. Y rompe las conferencias de paz in
iciadas trabajosamente a travs de Holanda, y golpea con su puo de acero a sus alia
dos, para que cierren la entrada a los barcos ingleses y arrojen al mar sus merc
ancas. Para Rusia salen igualmente cartas amenazadoras, exigiendo la sumisin al si
stema continental. Otra vez ahoga la pasin al razonamiento, y la guerra amenaza e
ternizarse si el partido de la paz no se anima en el ltimo momento y pone manos a
la obra.
En estas negociaciones con Inglaterra, rotas antes de tiempo, tuvo tambin Fouch su
pregunta bruscamente y sin rodeos al Duque de Otranto hasta donde tiene conocim
iento de ciertos viajes del banquero Ouvrard, o si le ha invitado acaso l mismo a
ir a Amberes. Fouch, sorprendido, pero sin sospechar la trampa en que ha cado, ob
ra como de costumbre cuando se le tiene por las solapas, lo mismo que bajo la re
volucin con Chaumette y bajo el Directorio con Babceuf: procura librarse descargnd
ose en su cmplice. Ah, s! Ouvrard, un entrometido que le gusta mezclarse en todo; a
dems, toda la cuestin es tan insignificante, que, en el fondo, slo se trata de una
niera, de una bagatela. Pero Napolen tiene la mano dura y no suelta tan fcilmente su
presa. Esas maquinaciones no son cosa insignificante ruge Napolen . Es una deslealta
d incalificable el atreverse a negociar a espaldas de su soberano con el enemigo
, a base de condiciones que l ignora y que seguramente jams autorizar. Es una desle
altad que no tolerara ni el gobierno ms dbil. Ouvrard debe ser detenido inmediatame
nte. Fouch empieza a intranquilizarse. Era lo nico que faltaba: detener a Ouvrard, q
ue lo cantara todo! Y se esfuerza por quitarle ese propsito de la cabeza al Empera
dor. Pero el Emperador, que sabe en esos momentos esta ya detenido el banquero p
or su propia polica, escucha irnicamente a su ministro desenmascarado; ya conoce a
l verdadero autor de la audaz maniobra, y los papeles confiscados en casa de Ouv
rard descubren muy pronto todo el juego de Fouch.
Y descarga el rayo de la tormenta acumulada de la desconfianza. Al da siguiente,
domingo, invita Napolen, despus de misa (como yerno de Su Majestad Apostlica, es ot
ra vez buen cristiano, aunque un par de aos antes metiera en la crcel al Papa) a t
odos sus ministros y dignatarios de la Corte para la recepcin matutina. Uno slo fa
lta: el Duque de Otranto. Aunque es ministro, no ha sido invitado. El Emperador
hace tomar asiento a su Consejo alrededor de la mesa y lanza inmediatamente la p
regunta: Que piensan ustedes de un ministro que, abusando de su posicin, sostiene,
sin que lo sepa su soberano, trato con una potencia extranjera? Que el ministro l
leva estas negociaciones sobre las bases establecidas por l mismo y que con ello
pone en grave riesgo la vida poltica de todo el pas? Que castigo sealan nuestros cdig
os para semejante deslealtad? Despus de estas preguntas severas mira el Emperador
en torno suyo, esperando, sin duda, que se apresuraran sus consejeros a proponer
el destierro o cualquier otra medida deshonrosa. Pero los ministros, aunque en e
l acto se han dado cuenta de contra quin va la flecha, se envuelven en un silenci
o azorante. En el fondo le dan todos a Fouch la razn, por haberse ocupado enrgicame
nte de la cuestin de la paz y, como verdaderos y legtimos criados, se alegran de l
a trastada hecha al amo autcrata. Talleyrand (aunque ya no es ministro ha sido ll
amado como dignatario ante lo importante del asunto) se re para sus adentros; rec
uerda su propia humillacin de hace dos aos y le divierten la perplejidad de Napolen
y la situacin comprometida de Fouch; no quiere a ninguno de los dos. Por fin romp
e el silencio el gran canciller Cambacres y dice conciliador: Sin duda alguna es u
n desliz que merece castigo severo, aunque el culpable se haya dejado llevar por
un exceso de celo. Exceso de celo, grita Napolen, furioso... La contestacin no le ag
rada, pues no quiere excusa, sino castigo severo, castigo ejemplar para quien ob
r por cuenta propia. Con gran excitacin narra todo lo sucedido e invita a los pres
entes a proponerle un sucesor.
Pero ninguno de los ministros se da prisa a emitir su opinin en cuestin tan enojos
a; el miedo a Fouch sigue al miedo a Napolen. Por fin recurre Talleyrand, como sie
mpre en ocasiones difciles, a una hbil irona. Se dirige a un vecino y dice en voz b
aja: Sin duda ha cometido el seor Fouch una falta, pero si yo tuviera que darle un
sucesor, y se lo dara, no sera otro que el mismo seor Fouch. Descontento de sus minis
tros, a los que l mismo haba convertido en autmatas y mamelucos sin valor, levanta
Napolen la sesin y llama al canciller a su gabinete. Verdaderamente, no vale la pen
a preguntar a estos seores. Vea usted que proposiciones tan tiles pueden esperarse
de ellos... Pero no supondr que yo pens en preguntarles antes de estar de acuerdo
conmigo mismo. He decidido ya: el Duque de Rovigo ser ministro de Polica. Y antes
de que pudiese declarar ste si tiene vocacin para una sucesin tan desagradable, le
saluda aquella misma noche el Emperador con la orden brusca: Es usted ministro de
Polica. Preste juramento y vaya a su trabajo.
El despido de Fouch es el tema del da; sbitamente se pone todo el mundo de su parte
. Nada le haba ganado ms simpatas a este ministro, a este hombre lleno de doblez, c
omo su resistencia contra el zarismo desenfrenado, insoportable ya a los frances
sistencia; eso no va de acuerdo con su carcter. Slo una bromita quiere permitirse,
una bromita pequea, ingeniosa, divertida, en que ha de deleitarse Pars y aprender
Savary que existen trampas famosas en los dominios del Duque de Otranto. Siempr
e hay que volver a recordar el rasgo diablico y extrao en el carcter de Jos Fouch de
que precisamente la indignacin mas extremada estimule en l un deseo cruel de brome
ar; que su valor, al intensificarse, no se hace varonil, sino que se convierte e
n temeridad grotesca y peligrosa. Nunca pega con el puo al ser atropellado, sino
con la vara de bufn, cruelmente, burlando al contrario. Todo lo que se esconde en
este hombre hermtico y fro, de instintos apasionados, rezuma en estas ocasiones,
sale al exterior; y esos momentos de alegra aparente en la ira son, al mismo tiem
po, los que descubren mejor su naturaleza subterrnea y fogosa, mgica y diablica.
Una bromita aguda, pues, para su sucesor! No ser cosa difcil de inventar, sobre tod
o tratndose de un tonto confiado. El Duque de Otranto se pone el uniforme de gala
y dispone un semblante extraordinariamente amable para recibir a su sucesor en
la visita oficial. Y en efecto, apenas aparece Savary, Duque de Rovigo, le confu
nde, le colma de amabilidades. No slo le felicita por la eleccin tan honrosa del E
mperador, sino que casi le da las gracias por haberle librado del puesto que tan
to le fatigaba, que pesaba demasiado tiempo ya sobre sus hombros. Ah, que feliz y
qu contento se senta de poder descansar un poco de este trabajo inmenso! Pues es
un trabajo extraordinario, ms an: un trabajo ingrato el que exige ese Ministerio;
el Duque, especialmente, ha de notarlo muy pronto, ya que no est acostumbrado a l.
De todas maneras, le ayudara con gusto a arreglar un poco el Ministerio desorden
ado, pues la despedida le haba sorprendido algo inesperadamente. Claro, para eso
se necesitaban algunos das; pero si el Duque de Rovigo est conforme, se encargara l,
Fouch, con gusto, de este pequeo trabajo; y mientras tanto podra tambin efectuar su
mujer, la Duquesa de Otranto, la mudanza con toda comodidad. El buen Savary, Du
que de Rovigo, no advierte la pimienta en la miel. Se siente agradablemente sorp
rendido de tanta amabilidad en un hombre a quien todos describen como maligno y
astuto; an le da las gracias ms afectuosas al Duque de Otranto por tan extraordina
ria complacencia. Naturalmente, puede quedarse todo el tiempo que le parezca bie
n; se inclina y estrecha conmovido la mano al buen Fouch, tan calumniado... Lstima
no haber visto y dibujado la cara de Jos Fouch en el momento en que se cerraba la
puerta detrs de su incauto sucesor! Imbcil! Pero crees verdaderamente que voy a pone
r orden y presentarte los ms incgnitos secretos que he ido juntando en diez aos de
penoso trabajo, en carpetas ordenadas, para que las cojas en tus manazas torpes?
Que voy a engrasarte y limpiarte adems la mquina ideada tan maravillosamente por m,
que funciona tan silenciosamente con sus ruedas y engranajes y que aspira y ela
bora invisiblemente las noticias de todo el Imperio? Tonto, ya abrirs los ojos!
En el acto comienza una actividad febril. Un amigo ntimo esta avisado para ayudar
le. Cuidadosamente se cierra con cerrojo la puerta del gabinete y son sacados rpi
damente todos los papeles secretos de las carpetas. Los que le pueden servir algn
da como armas, los acusadores y comprometedores, se los lleva Jos Fouch para su us
o particular; los dems son quemados sin miramiento. Para qu necesita saber el seor S
avary quien presta servicio de espa en el barrio elegante del Faubourg Saint Germai
n, en el Ejrcito o en la Corte? Podra hacerle el trabajo demasiado fcil. Pues al fue
go las listas! nicamente los nombres de los moscardones y soplones, de los porter
os y de las prostitutas, de los que de todas maneras nunca se saca nada importan
te; con sos puede quedarse. Con rapidez vertiginosa se vacan los cajones. Los regi
stros valiosos con los nombres de los realistas extranjeros, de los corresponsal
es secretos, desaparecen; artificialmente ponen desorden en todas partes, destru
yen el ndice y se proveen las actas de nmeros falsos; se cambian las claves. Y al
mismo tiempo toma en servicio secreto, como espas, a los empleados ms importantes
del futuro ministerio para que sigan comunicndose secretamente con el antiguo y v
erdadero seor. Tornillo por tornillo, va aflojando Fouch la maquinaria gigantesca
para que ya no ajusten los engranajes y se detenga completamente su rotacin en la
s manos del sucesor. Como los rusos quemaron ante Napolen la ciudad sagrada, Mosc,
para que no encontrasen en ella refugio, as destruy Fouch la obra tan amada de su
vida. Durante cuatro das y cuatro noches sale humo de la chimenea; cuatro das y cu
atro noches dura esta tarea diablica. Y sin que se d cuenta nadie a su alrededor,
salen los secretos del Imperio, como materia incorprea, por las chimeneas, o van
obediencia esta momia esculida, este intrigante espectral con su capa de Duque r
ecin estrenada? No, as como as no se burla nadie de un Napolen. Inmediatamente llama
al jefe de la Polica particular, Dubois, y se desahoga ante l con expresiones fur
ibundas contra el miserable, el infame Fouch. Con pasos furiosos va de arriba abajo y
grita de pronto: Pero que no espere poder hacer conmigo lo que hizo con su Dios,
con la Convencin y con el Directorio, a los que miserablemente traiciono y vendi.
Tengo mejor vista que Barras; conmigo no ser el juego tan fcil; pero le aconsejo
que tenga cuidado. S que tiene notas e instrucciones mas y exijo que me las devuel
va. Si se niega, lo entrega usted enseguida a diez gendarmes y lo hace conducir
a la crcel. Por Dios, que he de ensearle con qu rapidez se puede concluir un proceso
!
Ahora empieza a ponerse seria la cosa. Fouch comienza a intranquilizarse. Cuando
aparece Dubois tiene que permitir que le sea sellada a l, al Duque de Otranto, an
tiguo ministro de Polica, por su propio antiguo subalterno, toda su correspondenc
ia, cosa que poda haber sido peligrosa si no hubiera ya quitado de en medio cauta
mente, desde hace tiempo, la verdaderamente importante. Pero, de todas maneras,
va reconociendo que ha ido demasiado lejos. Rpidamente escribe carta tras carta,
una al Emperador, otra a los ministros, para quejarse de la desconfianza que se
tiene con l, el ms fiel, el ms franco, el ms firme, el ms entero de los ministros; y
en una de esas cartas es deliciosamente divertido encontrar esta frase encantado
ra: Il n'est pas dans mon caract re de changer (as como suena, de puo y letra del
camalen Fouch). Y lo mismo que hace quince aos con Robespierre, espera salir al pas
o del peligro que le amenaza con una reconciliacin sbita. Toma un coche y va a Pars
para dar explicaciones al Emperador, o excusas, si fuera necesario.
Pero es tarde. Ha jugado y bromeado en demasa; ahora ya no hay ni reconciliacin ni
arreglo; quien provoc pblicamente a Napolen, ha de ser humillado pblicamente. Le es
dirigida una carta tan dura y cortante como nunca la escribi Napolen a un ministr
o. Es muy corta esta carta, este puntapi: Seor Duque de Otranto: Sus servicios no m
e pueden ser ya deseables. Debe usted partir para su senadura en el trmino de vein
ticuatro horas. Ni una palabra del nombramiento de Embajador en Roma: despido des
nudo y brutal, y, adems, destierro. Al mismo tiempo recibe el ministro de Polica l
a orden de velar sobre el inmediato cumplimiento del edicto.
La tensin ha sido demasiado grande, el juego demasiado atrevido, y ahora sucede l
o inesperado: Fouch se desploma como un sonmbulo que, gateando inconsciente por lo
s tejados, es despertado bruscamente por una voz dura y, asustado por lo expuest
o de su situacin, cae a la calle. El mismo hombre que permaneci fro e imperturbable
a dos pasos de la guillotina, se desploma miserablemente bajo el latigazo de Na
polen.
Este 3 de junio de 1810 es el Waterloo de Jos Fouch. Los nervios se le desbocan, c
orre al ministro por un pasaporte para el extranjero, vuela, cambiando en cada e
stacin los caballos, sin descansar hasta Italia. All corre, como una rata furiosa
sobre un fogn ardiente, en zigzag, de sitio en sitio. Tan pronto esta en Parma co
mo en Florencia, en Pisa, en Livorno, en vez de marchar, como le est ordenado, a
su senadura. Pero el pnico le sacude fuertemente. Hay que ponerse fuera del alcance
de Napolen, fuera del poder de esa mano tremenda! Ni siquiera Italia le parece b
astante segura; es an Europa, y toda Europa esta sometida a ese hombre terrible.
As fleta en Livorno un barco para ir a Amrica, pas de seguridad, pas de libertad; pe
ro la tempestad, el mareo y el miedo a los cruceros ingleses le obligan a regres
ar al puerto, y vuelve a correr como un loco, en coche, de un puerto a otro, de
ciudad en ciudad. Implora la ayuda de las hermanas de Napolen, de los prncipes. De
saparece, vuelve a aparecer, para obsesin de los policas, que buscan su rastro y l
o vuelven a perder siempre... En fin, se porta como un loco, completamente enaje
nado de miedo; y ofrece, por primera vez, l, el hombre sin nervios, un ejemplo de
evidencia clnica, de una verdadera ruina nerviosa. Nunca aniquil Napolen con un so
lo gesto, con un solo golpe, a un adversario ms radicalmente que a ste, el de mayo
r audacia y sangre fra de todos sus servidores.
Este esconderse y reaparecer, este ir y venir febril, dura das y semanas, sin que
se haya podido averiguar lo que quera e intentaba (ni su magistral bigrafo Madeli
n lo sabe, ni seguramente lo saba l mismo). Parece que nicamente en el coche, en ma
rcha, se siente seguro ante la venganza imaginaria de Napolen, que, sin duda, ya
conocer el seor Duque cun loco fu el engreimiento que le empujo a medirse con el ms p
oderoso de los hombres. Ni siquiera el honor de su odio le concede el Emperador;
desde la inmensa altura donde le ha colocado el Destino no advierte ya el zumbi
do del pequeo insecto maligno que vol una vez a su alrededor y que se sacudi con un
solo ademn enrgico. No se da cuenta de su ausencia: Fouch est liquidado para l. Y na
da demuestra tan claramente al cado lo poco que le estima y le teme ya Napolen com
o el hecho de que, por fin, se le permita regresar a su palacio de Ferrieres, a
dos horas de Pars. Pero no deja que se acerque ms: Pars y las Tulleras permanecen ce
rradas para el hombre que se atrevi a hacerle resistencia.
Una sola vez es llamado a palacio Jos Fouch durante esos dos aos de vaco. Napolen pre
para la guerra contra Rusia y desea conocer la opinin de Fouch, ya que todos los d
ems se manifiestan en contra. Fouch se declara apasionadamente contra esta guerra,
y an entrega (si no lo falsific post festum) el memorndum que se encuentra en sus
Memorias; pero Napolen slo quiere or confirmada su propia voluntad; no desea ms que
ciego asentimiento a sus palabras. Quien le aconseja en contra de la guerra pare
ce dudar de su grandeza. As Fouch es enviado framente de nuevo a su castillo, a su
destierro, inactivo, mientras parte el Emperador, con seiscientos mil hombres, p
ara la ms loca y audaz de sus empresas, camino de Mosc.
Un extrao ritmo da la pauta de la vida rara y cambiante de Jos Fouch. Si asciende,
lo consigue todo; si cae, se vuelve el destino contra l. Ahora, que tiene que agu
ardar amargado, apenado, a la sombra, cado en desgracia en su apartado palacio, f
uera de la escena de los acontecimientos; precisamente ahora, cuando su desengao
est necesitado de ayuda espiritual, de leal consejo, de consuelo carioso; precisam
ente ahora pierde a la nica persona que le acompa durante veinte aos con amor, const
ancia y fuerza de nimo por todos los caminos peligrosos: su mujer. En aquella buh
ardilla del primer destierro se le murieron los dos primeros hijos, a los que am
aba sobre todo; en el tercer destierro le deja su compaera. Esta prdida hiere en l
o ms profundo de su alma al hombre aparentemente insensible. Desleal y veleidoso
en cuanto se refiere a partidos e ideas, era este hombre impenetrable, para su e
sposa fea, el marido ms carioso, ms leal y atento; para sus hijos, el padre ms ejemp
lar; igual que tras la mscara del burcrata seco se esconde el jugador espiritual n
ervioso e intrigante, as se esconde, tmido e invisible, detrs del hombre peligroso
y desleal, el marido burgus, enamorado y fiel; el hombre solitario, que slo se sie
nte seguro y bien en el crculo ntimo del hogar. Lo que haba de bondad y sinceridad
ocultas en este diplomtico astuto se lo brindo en un cario silencioso a su compaera
, que slo viva para l; que jams se presentaba en las fiestas de la Corte, en banquet
es o recepciones; que nunca se mezcl en sus juegos peligrosos. En el fondo impene
trable de su vida particular gravitaba algo que contrapesaba lo relajado, capric
hoso y veleidoso de su existencia poltica; y ese apoyo se derrumba precisamente c
uando ms necesita de l. Por primera vez se siente en este hombre marmreo una conmoc
in verdadera; por primera vez trasciende de sus cartas un tono clido, sincero, hum
ano. Cuando los amigos le instigan para que procure obtener nuevamente el Minist
erio de Polica, despus de la enorme estupidez de su sucesor, el Duque de Rovigo, q
ue ante la risa de todo Pars se dej aprisionar sin resistencia en el complot ridcul
o de un medio loco, rehusa volver al mundo poltico: Mi corazn se ha cerrado a todas
esas tonteras humanas. El Poder ya no tiene atraccin para m, el reposo no es solam
ente un estado adecuado a mi situacin actual, sino el nico necesario. Los asuntos
oficiales me presentan el cuadro de un tumulto de perturbaciones y de peligros. P
or primera vez parece que en la escuela del dolor, el hombre experimentado ha ad
quirido verdadera experiencia. Un deseo profundo de tranquilidad, de sosiego int
erno, se apodera, despus de la poca de eternas e insensatas ambiciones, del hombre
envejecido desde que vi morir a su lado a la compaera de veinte aos de tremendas p
ruebas. Todo el placer de la intriga parece apagado en l para siempre, laxa por f
in la ambicin de poder en este espritu inquieto e insaciable.
Irona trgica! La primera y nica vez que Fouch, el espritu siempre inquieto, quiere ver
daderamente reposo y no desea ningn cargo, se lo impone a la fuerza su adversario
Napolen.
No por amor, ni por simpata, ni por confianza toma Napolen a Fouch otra vez a su se
rvicio, sino por desconfianza, por un sentimiento repentino de inseguridad. Por
primera vez ha regresado el Emperador como vencido. No atraviesa a caballo el Ar
s cabales. Con seiscientos hombres, parbleu, vale la pena de rerse! As quiere luchar
este loco contra el Rey, detrs de quien esta todo el ejrcito y toda Europa? Pues
no hay motivo para intranquilizarse: con un puado de gendarmes se domar a este ave
nturero miserable. El mariscal Ney, el antiguo compaero de armas de Napolen, recib
e la orden de apoderarse de l. Vanidosamente promete al Rey no slo capturar al per
turbador, sino pasearlo por el pas metido en una jaula de hierro. Luis XVIII y sus
secuaces hacen ostensiva su despreocupacin por Pars, al menos durante los primeros
ocho das; el Moniteur da cuenta del asunto en tono de chanza. Pero pronto aument
an las noticias desagradables. En ninguna parte ha encontrado Napolen resistencia
; cada regimiento que sale contra l engrosa su diminuto ejrcito en vez de cerrarle
el paso, y el mismo mariscal Ney, que le iba a capturar y pasear en una jaula h
ierro, se pasa con las banderas desplegadas al lado de su antiguo seor. Ya ha ent
rado Napolen en Grenoble y en Lyon. Una semana ms y queda cumplida su profeca: el gu
ila imperial se posa sobre las torres de Notre Dame.
Se apodera el pnico de la corte. Qu hacer? Que diques oponer a este alud? Demasiado
tarde reconocen el Rey y sus aristocrticos y principescos consejeros la enorme fa
lta que haban cometido al divorciarse del pueblo, olvidando errneamente que entre
1792 Y 1815 hubo en Francia algo as como una Revolucin. Hay que procurar, pues, atr
aerse rpidamente las simpatas! Hay que mostrar de alguna manera al pueblo imbcil que
se le ama verdaderamente, que se respetan sus deseos y derechos, hay que apresu
rarse a gobernar de manera republicana, de manera democrtica! Cuando ya es tarde,
suelen descubrir siempre los emperadores y los reyes que late en sus pechos un
corazn democrtico. Pero cmo ganar a los republicanos? Pues muy sencillo: concediendo
a alguno de ellos, a uno de los ms radicales, un ministerio, a uno que sea capaz
de poner en la bandera de la flor de lis una alegora roja! Pero donde encontrarlo?
Se hace memoria y de pronto se acuerdan de un tal Jos Fouch, que un par de semana
s antes presentaba sus respetos en todas las antecmaras y agobiaba las mesas del
Rey y de sus ministros con proposiciones. S, este es el nico, el que siempre se pu
ede utilizar para todo; a sacarle, pues, cuanto antes del ostracismo! Siempre que
se encuentra en situacin difcil un Gobierno, bien sea el Directorio, el Consulado
, el Imperio o el Reino, siempre que se necesita un mediador, un hombre bueno qu
e restablezca el orden, hay que recurrir al hombre de la bandera roja, al carcter
ms desleal y al ms leal de los diplomticos, a Jos Fouch.
As tiene el Duque de Otranto la satisfaccin de que los mismos condes y duques que
le despachaban framente algunas semanas antes y le daban la espalda, se dirijan a
l con urgencia respetuosa y le ofrezcan una cartera de ministro; incluso a la fu
erza quieren hacer que la acepte. Pero el antiguo ministro de Polica conoce demas
iado bien la verdadera situacin poltica para comprometerse a ltima hora con los Bor
bones. Comprende que el perodo agnico debe haber empezado ya cuando le llaman con
tanta urgencia, como mdico. Y rehusa cortsmente, con varios pretextos, dejando ent
rever que ya se podan haber acordado de l un poco antes. Cuando ms se acercan las t
ropas de Napolen, ms se derrite el pundonor en la Corte. Cada vez con mas insisten
cia se amonesta y se ruega a Fouch para que se haga cargo del Gobierno; hasta el
propio hermano de Luis XVIII le invita a una conferencia secreta. Pero esta vez
permanece firme Fouch, no por conviccin de carcter, sino porque le entusiasman poco
los desperdicios que le ofrecen y porque se siente muy a sus anchas en el colum
pio oscilante entre Luis XVIII y Napolen. Ya es tarde de momento , dice tranquilizad
or al hermano del Rey, y le aconseja que ste se ponga a salvo, pues la aventura n
apolenica no ha de ser de mucha duracin; y l, por su parte, har, entre tanto, todo l
o posible por ofrecerse al Emperador. Que tenga confianza en l! As se gana simpatas
y puede, si quedan los Borbones victoriosos, llamarse su fiel servidor. Y, por o
tra parte, si vence Napolen, puede demostrar orgullosamente haber rehusado la pro
posicin de los Borbones. Ha probado ya tantas veces el viejo sistema de cubrir la
retirada, por qu no probarlo nuevamente y pasar por fiel servidor de dos amos al
mismo tiempo: del Emperador y del Rey?
Pero esta vez ha de ser con ms gracia an. Siempre se convierte, precisamente en el
momento del cambio decisivo, la escena trgica en cmica en la vida de Jos Fouch. Alg
o han aprendido mientras tanto los Borbones de Napolen: que no se debe dejar a la
espalda a un hombre como Fouch en tiempos peligrosos. La polica recibe tres das an
tes de la partida del Rey la orden, mientras que Napolen est ya muy cerca de Pars,
de detener enseguida a Fouch como sospechoso, por negarse a ser ministro del Rey,
y conducirle lejos de Pars.
El ministro de Polica, a quien corresponde llevar a cabo esta orden de detencin de
sagradable, se llama la Historia se complace verdaderamente en las sorpresas orig
inales Bourrienne. Es el amigo de infancia de Napolen, su ms ntimo camarada de la esc
uela de guerra, su compaero de Egipto, su secretario durante muchos aos; conoci, pu
es a todos sus confidentes; conoce, por lo tanto, y a fondo a Fouch. Por eso se a
susta un poco cuando el Rey le da la orden de detener al Duque de Otranto. Se pe
rmite observar si se cree la detencin verdaderamente conveniente. Y cuando el Rey r
epite enrgicamente la orden, mueve otra vez la cabeza: no ha de ser cosa fcil. Sab
e muy bien que este viejo zorro tiene demasiada experiencia en evitar trampas, p
ara caer en el lazo en pleno da. Para llevar a cabo semejante caza del hombre se
necesita ms tiempo y medidas llenas de habilidad; pero, de todas maneras, transmi
te la orden. Y, efectivamente, el 16 de marzo de 1815, a las once de la maana, ce
rcan los policas, en pleno boulevard, el coche del Duque de Otranto y le declaran
detenido por orden de Bourrienne. Fouch, que nunca pierde su sangre fra, sonre des
pectivo: No se detiene a un antiguo senador en plena calle. Y antes de que se pued
an rehacer los agentes que tanto tiempo fueron sus subalternos, grita al cochero
que fustigue fuertemente los caballos, y la carroza vuela a su palacio. Estupef
actos, se quedan los policas con la boca abierta y tragan el polvo que levanta la
carroza en su huda. Bourrienne tena razn: no es empresa fcil coger al hombre que se
le haba escapado indemne a Robespierre, a una orden de la Convencin y a Napolen mi
smo.
Al comunicar los policas engaados a su ministro habrseles escapado Fouch, toma ste me
didas mas enrgicas: ahora se trata de su autoridad; no puede consentir que se bur
len de l de esta manera. Inmediatamente manda cercar la casa de la rue Cerutti y
vigilar el portal, mientras policas bien armados suben por la escalera para apris
ionar al fugitivo. Pero Fouch les tiene preparada una segunda broma, una de esas
trastadas magnficas y nicas, magistrales, como slo en las situaciones ms difciles y a
ngustiosas es capaz de llevar a cabo. Precisamente en los momentos de peligro, c
omo hemos visto, es cuando le acucia un deseo insensato de bromear y de burlar a
la gente. El astuto farsante recibe, pues, a los agentes que vienen a detenerle
con mucha cortesa y examina la orden de detencin. S, es valedera... Y naturalmente d
ice no pienso hacer resistencia contra una orden de Su Majestad el Rey. Que tomen
asiento los seores aqu en el saln: he de ordenar an algunas pequeeces y enseguida lo
s seguir. As lo asegura Fouch cortsmente, y entra en la habitacin vecina. Los agentes
esperan respetuosamente a que haya terminado su toilette: al fin y al cabo no se
puede tratar a un senador, a un antiguo ministro y dignatario de la Corte, como
a un cualquiera y apresarle como a un ratero. Esperan respetuosamente..., esper
an algn tiempo; hasta que les parece la tardanza sospechosa. Como tarda an en volv
er, entran en la otra habitacin y descubren verdadera escena cmica en medio del tum
ulto poltico que Fouch se les ha escapado. A los cincuenta y seis aos se anticipa es
te hombre a interpretar una verdadera escena cinematogrfica: tiende al jardn una e
scalera, que apoya en la pared, y, mientras le esperan los policas en el saln, gat
ea con agilidad sorprendente a sus aos y desciende al vecino parque de la reina H
ortensia, donde se pone en salvo. Por la noche todo Pars se re de la treta tan bie
n acertada. Claro que mucho tiempo no puede durar una broma semejante: el Duque
de Otranto es demasiado conocido en la capital para poderse ocultar indefinidame
nte. Pero Fouch haba demostrado nuevamente que saba calcular bien y que su situacin
no durara ms de unas horas. Efectivamente, el Rey y sus secuaces han de procurarse
muy pronto de que no los aprisione a ellos mismos la caballera de Napolen. A toda
prisa se hacen las maletas en las Tulleras. Con su grave orden de detencin slo ha
logrado Luis XVIII dar a Fouch testimonio pblico de una lealtad al Emperador que n
unca existi; lealtad en la que, por otra parte, no creer Napolen. Pero cuando se en
tera de la jugarreta llevada a cabo con tanta gracia por este artista de la polti
ca, no tiene ms remedio que rerse y dice con una especie de admiracin brusca: Il es
t dcidment plus malin queux tous. Decididamente es ms listo que todos ellos juntos!
CAPTULO VIII
LA LUCHA FINAL CONTRA NAPOLEN
le cree ya. Los buenos burgueses, llenos de miedo por sus rentas, no comparten
el entusiasmo de los oficiales a media paga y de los profesionales de la guerra
a quienes la paz viene a estropear el negocio. Y apenas les da Napolen obligado po
r las circunstancias el derecho electoral, le juegan la mala partida de elegir pr
ecisamente a aquellos a quienes persigui durante quince aos, a los que oblig a perm
anecer en la oscuridad, a los revolucionarios de 1792: Lafayette y Lanjuinais. N
ingn aliado, pocos verdaderos partidarios en la misma Francia: apenas una persona
con quien pueda cambiar impresiones en la intimidad. Descorazonado y confuso va
ga el Emperador por el Palacio vaco. Una extrema laxitud se apodera de sus nervio
s y de su energa; tan pronto vocifera, perdido el dominio de s mismo, como cae ins
ensible en un verdadero letargo. Muchas veces se acuesta en pleno da para dormir:
un cansancio interior, no del cuerpo, sino del alma, le derriba horas enteras c
omo golpeado por una maza de plomo. Una vez le encuentra Carnot en sus aposentos
con lgrimas en los ojos, contemplando fijamente un retrato del Rey de Roma, su h
ijo; sus confidentes le oyen lamentarse de que su buena estrella le ha abandonad
o. El imn interior siente que se ha traspasado el cenit del xito, por eso tiembla
y oscila, inestable, la aguja de su voluntad de polo a polo. De mala gana, sin v
erdadera esperanza, dispuesto a toda concesin, parte al fin a la guerra el mimado
de la victoria. Pero nunca cierne su vuelo Nike sobre una cerviz humillada.
Tal es Napolen en 1815: seor y Emperador en apariencia, fantasma a merced del dest
ino, revestido con una sombra de Poder. Pero el hombre que tiene a su lado, Fouc
h, se encuentra en aquellos aos en la plenitud de su fuerza. El razonamiento acera
do y pujante, oculto en la vaina de la astucia, no se gasta tanto como la pasin e
n rotacin constante, jams se ha sentido Fouch espiritualmente ms hbil, mas intrigante
, ms flexible, ms audaz que durante los cien das transcurridos entre la restauracin
y el derrumbamiento del Imperio. No hacia Napolen, sino hacia l, se dirigen las mi
radas, esperando la salvacin. Todos los partidos fenmeno fantstico tienen ms confianza
en el ministro del Emperador que en el Emperador mismo. Luis XVIII, los republi
canos, los realistas, Londres, Viena, todos ven en Fouch el nico hombre con quien
se puede negociar; su prudencia fra y calculadora da ms esperanzas a un mundo exte
nuado y necesitado de paz que el genio de Napolen, oscilante, inquieto en el mar
de la confusin. Y los que niegan el ttulo de Emperador al General Bonaparte, respeta
n el crdito personal de Fouch. Las mismas fronteras en las que son apresados sin m
iramientos los agentes de Estado de la Francia Imperial se abren, como tocadas p
or llave mgica, a los mensajeros secretos del Duque de Otranto. Wellington, Mette
rnich, Talleyrand, Orlens, el Zar y el Rey, todos reciben con gusto y con la mayo
r cortesa a sus emisarios; de pronto, el que haba engaado siempre a todos, resulta
el nico jugador leal en este juego cosmopolita. Basta que mueva un dedo y se cump
la su voluntad. La Vende se subleva, una lucha sangrienta amenaza al pas; basta qu
e Fouch mande un mensaje para que se evite, con una sola entrevista, la guerra ci
vil. Para qu dice, calculando sinceramente derramar an sangre francesa? En un par de m
eses el Emperador o habr vencido o estar perdido irremisiblemente. Para qu, pues, lu
char por algo que probablemente tendris ms tarde sin lucha? Guardad las armas y esp
erad! Y en el acto cierran los generales realistas convencidos por estas explicaci
ones fras y lgicas el pacto aconsejado. Todo el extranjero, todo el pas se dirige en
primer lugar a Fouch; no se toma ninguna resolucin en el Parlamento sin l. Impoten
te tiene que ver Napolen cmo le paraliza el brazo su criado cuando l quisiera ataca
r; cmo dirige las elecciones en el pas contra l y pone trabas en el camino de su vo
luntad desptica con un Parlamento de ideas republicanas. En vano quisiera librars
e ahora de l: la poca autocrtica pas, pasaron los tiempos en que se mandaba al Duque
de Otranto, como a un criado molesto, con un par de millones al retiro; hoy pue
de arrojar con ms facilidad del trono el ministro al Emperador, que el Emperador
de su cargo ministerial al Duque de Otranto.
Estas semanas de poltica obstinada, pero razonable; multiforme, pero clara, puede
n situarse entre lo ms perfecto de la historia mundial de la diplomacia. Ni un ad
versario personal, como el idealista Lamartine, puede negar su tributo de admira
cin al genio maquiavlico de Fouch. Hay que reconocer escribe que demostr una audacia e
traordinaria y un valor enrgico en el desempeo de su misin. Se jugaba diariamente l
a cabeza, que poda caer a la primera reaccin de vergenza o de ira que estallara en
el pecho de Napolen. De todos los supervivientes de la poca de la Convencin era el n
ible insina entrar en relaciones con Austria? Fouch, sin sospechar que haba contado el
mensajero toda la historia, no menciona ni con una palabra la carta de Metterni
ch. Indiferente, aparentemente indiferente, le despide el Emperador, plenamente
convencido ya de la canallada de su ministro. Mas para tener una prueba completa
de conviccin pone en escena en momentos en que su estado de nimo rebosa amargura un
a farsa refinada con todo el quid pro quo de una comedia de Moliere... Por el ag
ente se sabe la contrasea para la entrevista con el confidente de Metternich. Y e
l Emperador enva un emisario que debe presentarse como confidente de Fouch: el age
nte austriaco le har, sin duda, todas las revelaciones, y al fin sabr el Emperador
, adems de esto, no solamente si le traiciono Fouch, sino hasta qu punto. En la mis
ma noche parte el mensajero de Napolen: dos das despus estar desenmascarado Fouch, qu
e habr cado en su propia trampa.
Pero a un guila o a una serpiente, a un animal de sangre fra, no se le puede coger
con la mano... por mucho que se apriete. La comedia que pone en escena el Emper
ador tiene tambin, como toda comedia perfecta, una accin refleja, casi un doble fo
ndo. Si Napolen tiene a espaldas de Fouch a su polica secreta, tambin tiene Fouch a e
spaldas de Napolen sus escribientes sobornados, sus confidentes secretos, y sus e
spas no trabajan con menos rapidez que los del Emperador. El mismo da en que parte
el agente de Napolen para la mascarada del hotel de los Tres Reyes, de Basilea, de
scubre Fouch el pastel: uno de los confidentes de Napolen le ha contado el argumento d
e la comedia. Y el que deba ser sorprendido, sorprende a su vez a su propio seor,
a la maana siguiente, en el reportaje diario. En medio de la conversacin se pasa r
epentinamente la mano por la frente, con el aire distrado de quien acaba de acord
arse de alguna bagatela sin la menor importancia: Ah, sire! Haba olvidado decir que
he recibido una carta de Metternich; como uno est ocupado con asuntos ms importan
tes... Adems, su mensajero no me entrego los polvos para hacer inteligible la esc
ritura y sospech un engao. As no he podido referirme a ello hasta hoy.
El Emperador no puede dominarse. Es usted un traidor, Fouch grita ; deba mandarle al p
atbulo.
No soy de esa opinin, Majestad, contesta impvido el ministro con la mayor sangre fra.
Napolen tiembla de ira. Otra vez se le ha escurrido el Fra Diavolo con esta confe
sin indeseada, hecha antes de tiempo. Y el agente, que dos das despus le trae el re
lato de la entrevista de Basilea, tiene poco decisivo que comunicar y mucho desa
gradable. Poco decisivo, puesto que de la actitud del agente austriaco se deduce
que Fouch fue demasiado astuto para ponerse en evidencia, limitndose a poner en p
rctica, a espaldas de su seor, su maniobra favorita de tener todas las posibilidad
es en una mano. Pero tambin trae mucho desagradable el mensajero: las potencias e
stn conformes con todas las formas de Gobierno en Francia, con todas, excepto con
el imperio, con Napolen Bonaparte. Furioso, se muerde los labios el Emperador. S
u potencialidad se ha paralizado. Quiso sorprender por la espalda al hombre tene
broso y en este duelo recibi una herida mortal desde la sombra.
La parada de Fouch ha hecho fallar el momento preciso del ataque. Pero Napolen se
da cuenta exacta: Es evidente que me traiciona dice a sus confidentes . Y siento no
haberle echado antes de que me comunicara sus relaciones con Metternich. Ahora h
a pasado el momento y falta un pretexto. Divulgara por todas partes que soy un ti
rano que todo lo sacrifica a su perspicacia. Con absoluta clarividencia reconoce
el Emperador la superioridad de Fouch; pero sigue luchando hasta el ltimo momento,
intentando la posibilidad de atraerse a este espritu todo doblez o sorprenderle,
por lo menos, y eliminarle. Utiliza todos los medios, hace la prueba con confia
nza, con amabilidad, con benevolencia, con prudencia... Pero su fuerte voluntad
rebota impotente en esta piedra labrada en todas sus facetas, en todas igualment
e fra y reluciente; a los diamantes se los puede machacar o tirar, pero no penetr
arlos. Por fin pierde los nervios, atormentado por la desconfianza. Carnot cuent
a la escena en que se descubre dramticamente la impotencia del Emperador: Me traic
iona usted, Duque de Otranto; tengo pruebas de ello, grita Napolen una vez en plen
o Consejo de Ministros al hombre impvido; y aade, cogiendo un cuchillo de marfil q
ue est sobre la mesa: Tome aqu este cuchillo y clvemelo en el pecho; eso sera mas lea
l que lo que usted hace. Estara en mis manos mandarle fusilar y todo el mundo apr
obara ese acto. Pero si usted me pregunta por qu no lo hago, yo le dir que porque l
e desprecio, porque no pesa usted una onza en mi balanza. Puede advertirse que su
. Pero quien se consumi veinte aos para llegar al Poder, quien vivi veinte aos de l s
in poderse saciar, es ya incapaz de renunciar. Lo mismo que Napolen, no acierta a
renunciar Fouch ni un minuto antes de recibir el rudo empujn. Y como no tiene ya
un amo a quien traicionar, no le queda otro recurso que traicionarse a s mismo, a
su propio pasado. Devolver a su antiguo Soberano la Francia vencida hubiera sid
o, en ese momento, una verdadera hazaa poltica, acertada y audaz. Pero hacerse pag
ar esta accin con la propina de un puesto de ministro del Rey fue una vileza y fu
e algo peor que un crimen: fue una estupidez. Y esta estupidez la comete arrastr
ado por la vanidad rabiosa que impulsa a avoir la main dans le pte, tener las mano
s en la masa un par de horas histricas ms. sta fue su primera estupidez, la mayor, l
a irreparable, la que le rebaja para siempre ante la Historia. Sube mil peldaos c
on habilidad, paciente y flexible, y un slo traspi innecesario y torpe le hace cae
r estpidamente al abismo.
Sabemos cmo se verifica la venta a Luis XVIII del Gobierno por el precio de un pu
esto de ministro porque poseemos, por fortuna, un documento caracterstico, uno de
los pocos que reproduce, palabra por palabra, una entrevista diplomtica de Fouch,
otras veces tan cauto. Durante los Cien Das reuni un partidario decidido del Rey,
el Barn de Vitrolles, un ejrcito en Tolosa y atac a Napolen a su regreso. Hecho pri
sionero y llevado a Pars, quera el Emperador hacerle fusilar en el acto; pero Fouc
h intercedi aconsejando clemencia, como haca siempre, particularmente con enemigos
que podan ser tiles en ciertos casos. Se redujeron a encerrar en prisiones militar
es al Barn de Vitrolles hasta que el Consejo de Guerra pronunciara el fallo. Pero
apenas se entera, el 23 de junio, la mujer del amenazado de que Fouch es dueo de
Francia, se apresura a visitarle para pedir la libertad de Vitrolles, lo que Fou
ch concede enseguida, pues tiene el mayor inters en granjearse la simpata de los Bo
rbones. Y al da siguiente se presenta el Barn de Vitrolles, el jefe realista liber
tado, al Duque de Otranto para darle las gracias.
Entonces es cuando tiene lugar el siguiente dialogo poltico amistoso entre el caudi
llo elegido por los republicanos y el archirrealista juramentado. Fouch le dice:
Bueno, y ahora qu piensa usted hacer?
Tengo la intencin de trasladarme a Gante; la silla de posta espera a la puerta.
Es lo ms acertado que puede usted hacer, pues aqu no esta usted seguro.
No tiene usted nada para el Rey?
Ah, por Dios, nada! Absolutamente nada. Diga usted nicamente a Su Majestad que cuent
e con mi devocin y que, desgraciadamente, no depende de m que pueda volver pronto
a las Tulleras.
Pues yo creo que s, que depende exclusivamente de usted que esto suceda pronto.
Menos de lo que usted supone. Las dificultades son grandes. Aunque la Cmara ha simp
lificado la situacin, usted ya sabe y aqu sonre Fouch que ha proclamado a Napolen II.
Cmo! Napolen II?
Naturalmente, as haba que empezar.
Pero supongo que esto no hay que tomarlo en serio.
Dice usted bien. Mientras ms lo pienso ms me convenzo de que este nombramiento es co
mpletamente absurdo. Pero no puede usted imaginarse cuantos partidarios tiene an
este hombre. Algunos de mis colegas, sobre todo Carnot, estn convencidos de que t
odo se salvara con Napolen II.
Y cuanto tiempo ha de durar esta broma?
Probablemente el tiempo que tardemos en librarnos de Napolen I.
Y luego, qu suceder luego?
Cmo saberlo? En momentos como ste es difcil prever los acontecimientos con un da de an
icipacin.
Pero si el seor Carnot, su colega, profesa tanta lealtad a Napolen, quiz le ser difcil
a usted evitar esa combinacin.
Bah, usted no conoce a Carnot! Para quitarle esa idea de la cabeza basta proclamar
el Gobierno del pueblo francs. Pueblo francs!; cuando l oye esto, figrese usted...
Y los dos se ren: el Duque de Otranto, elegido por los republicanos, que se burla
de su colega, y el agente realista empiezan a entenderse.
As esta bien, as se arreglar dice el Barn de Vtrolles reanudando el dilogo ; pero es
e despus de Napolen II y del pueblo francs pensar usted, por fin, en los Borbones.
Naturalmente contesta Fouch , entonces le habr llegado el momento al Duque de Orlens.
bre del mismo Dios cuyas iglesias saque y profan con sus hordas en Lyon. Sin duda,
un acto un poco fuerte hasta para un Fouch.
Por eso est an muy plido el Duque de Otranto cuando sale del gabinete del Rey. Ahor
a es ms bien el cojo Talleyrand quien tiene que sostenerle a l. No habla ni una pa
labra. Ni siquiera las observaciones irnicas del depravado obispo cnico, que en su
s tiempos deca misa como si jugara a las cartas, le pueden sacar de su mutismo y
de su turbacin. Por la noche regresa a Pars, con el decreto ministerial firmado en
el bolsillo, para reunirse en las Tulleras con sus colegas, que no sospechan nad
a, a los que echar maana y proscribir pasado maana. Hay que suponer que no se encont
rara muy holgado entre ellos. Una vez haba, por fin, logrado ser el ms desleal de l
os servidores. Pero maravillosa rplica del destino! nunca pueden soportar la libertad
las almas subalternas. Instintivamente huyen de ella siempre para refugiarse en
una nueva esclavitud. Y as vuelve a humillarse Fouch, ayer an fuerte y dominante,
ante un nuevo seor, otra vez encadenadas sus manos libres en la galera del Poder.
Pero pronto llegar tambin la seal de la galera, el estigma.
Al da siguiente entran las tropas de los aliados. Segn el acuerdo secreto, ocupan
las Tulleras y cierran sencillamente las puertas a los diputados. Esto da a Fouch,
sorprendido en apariencia, un motivo propicio para proponer a sus colegas dimit
ir como protesta contra las bayonetas. stos, engaados, caen en la trampa del gesto
pattico. As queda, como se haba acordado, inusitadamente disponible el silln del tr
ono, pues durante un da no hay Gobierno en Pars. Y Luis XVIII slo tendr que acercars
e a las puertas de la capital ante las manifestaciones de jbilo preparadas con di
nero por su nuevo ministro de Polica y ser recibido con entusiasmo, como salvador.
Francia es otra vez Reino!
Slo entonces se dan cuenta los colegas de Fouch de la manera tan refinada como han
sido burlados. Se enteran tambin por el Moniteur a que precio los ha vendido Fou
ch. Entonces se le sube la ira a la cabeza a Carnot, al hombre decente, leal, int
achable, aunque tal vez un poco torpe. Adnde he de ir ahora, traidor?, le grita a la
cara, con desprecio, al nuevo ministro realista de Polica.
Pero con el mismo desprecio le contesta Fouch: A donde quieras, majadero.
Y con este dilogo caracterstico y lacnico de los dos antiguos jacobinos, los ltimos
del 9 del Termidor, termina el drama ms asombroso de la poca moderna: la Revolucin
y la fantasmagora rutilante del paso de Napolen por la Historia. Se ha extinguido
la poca de la heroica aventura, comienza la poca de la burguesa.
CAPTULO IX
CADA Y MUERTE
(1815 1820)
El 28 de julio de 1815 han pasado los Cien Das del intermezzo napolenico vuelve a en
trar Luis XVIII en su capital de Pars, con una carroza magnfica tirada por caballo
s blancos. El recibimiento es grandioso: Fouch ha trabajado bien. Masas jubilosas
rodean el coche, en las casas ondean banderas blancas, y donde no las haba se ha
n amarrado en palos, a manera de astas, toallas y manteles y se han sacado por l
as ventanas. Por la noche brilla toda la ciudad alumbrada por miles de luces, y
en el xtasis de alegra se baila hasta con los oficiales de las tropas inglesas y p
rusianas. No se oye un slo grito hostil. La gendarmera, colocada por precaucin en t
odas partes, resulta innecesaria. El nuevo ministro de Polica del cristiansimo Rey
, Jos Fouch, lo ha arreglado todo a las mil maravillas para su nuevo Soberano. En
las Tulleras, en el mismo Palacio donde un mes atrs se mostraba respetuoso ante su
Emperador Napolen como el ms fiel vasallo, espera el Duque de Otranto al rey Luis
XVIII, hermano del tirano a quien veintids aos antes conden a muerte aqu en esta mism
a casa. Ahora se inclina profundamente, con gran respeto, ante el vstago de San L
uis y en sus cartas firma con reverencia, de Vuestra Majestad el ms fiel y sumiso
vasallo (lo que puede leerse, textualmente, bajo una docena de comunicados, escri
tos de su puo y letra). De todos los asaltos insensatos de este carcter funambules
co sobre el alambre de la poltica ha sido ste el mas temerario, pero ser tambin el lt
imo. Claro que por el momento parece marchar todo magnficamente. Mientras que el
Rey se siente inseguro en el trono, no desdea el agarrarse al seor Fouch. Y Adems, t
odava necesita a este Fgaro, que sabe hacer tambin de malabarista para las eleccion
es, pues la Corte desea una mayora segura en el Parlamento, y para esto es nico el
istcrata, las bendiciones de un hombre tocado con aquella mitra, que, como se rec
ordar, encasquet sobre las orejas de un burro. Segn antigua costumbre noble un Duque
de Otranto sabe lo que le corresponde cuando se casa con una Condesa de Castell
ane , firman tambin el contrato de desposorios las primeras familias de la Corte y
de la nobleza. Y como primer testigo firma manu propria Luis XVIII este document
o, seguramente nico en la Historia, como testigo ms digno... y ms indigno del asesi
no de su hermano.
Esto es mucho ya, es algo inaudito. Es demasiado. Pues precisamente esta osada in
concebible del regicida, de invitar como testigo al hermano del Rey guillotinado
, provoca en los crculos de la aristocracia enorme indignacin. Ese miserable trnsfu
ga, ese realista de antes de ayer murmuran se conduce como si verdaderamente perte
neciera a la Corte y a la nobleza. Para qu se necesita ya a ese hombre, le Plus dgot
ant reste de la Rvolution, ltimo detritus de la Revolucin que mancha con su presenc
ia repugnante el Ministerio? Claro que ha ayudado al regreso del Rey a Pars y ha
prestado su mano sobornable para firmar la proscripcin de los mejores hombres de
Francia. Pero ahora, fuera con l! Los mismos aristcratas que mientras el Rey espera
ba impaciente a las Puertas de Pars le asediaban para que nombrara ministro al Du
que de Otranto, con fin de entrar en la capital sin verter sangre, estos mismos
seores no saben, de pronto, nada de semejante Duque de Otranto; se acuerdan slo te
nazmente de un cierto Jos Fouch que hizo matar en Lyon a caonazos a cientos de nobl
es y sacerdotes y que pidi la muerte de Luis XVI. Un da nota el Duque de Otranto,
cuando atraviesa la antecmara del Rey, que muchos nobles ya no le saludan, o que
le muestran la espalda con desprecio provocativo. Sbitamente aparecen libelos con
tra el mitrailleur de Lyon que pasan de mano en mano; y una nueva Sociedad patrit
ica, los Francs rgnrs (abuelos de los camelots du roi) organizan reuniones y piden c
on toda claridad que se limpie por fin a la flor de lis de esta mancha deshonros
a.
Pero tan fcilmente no se rinde Fouch cuando se trata del Poder; a l se agarra con t
odas sus fuerzas. En la informacin secreta de un espa que tena encargo de vigilarle
en aquellos das, puede verse cmo trata de sujetarse por todos lados. Al fin y al
cabo an estn en el pas los soberanos enemigos; ellos le pueden defender contra el c
elo excesivo de los realistas servidores del Rey. Visita al Emperador de Rusia;
se entrevista diariamente durante horas enteras con Wellington y con el embajado
r ingls; hace estallar todas las minas diplomticas, intentando, de un lado, ganar
al pueblo con quejas contra las tropas extranjeras, y al mismo tiempo atemorizar
al Rey con relatos exagerados. Hace que el vencedor de Waterloo se presente com
o intercesor del rey Luis XVIII; moviliza a los financieros; busca la mediacin de
mujeres y recurre a sus ltimos amigos. No, no quiere ceder; demasiado cara pag su
conciencia la categora que alcanz, para no defenderla como un desesperado. Y efec
tivamente, durante algunas semanas logra sostenerse a flote en las aguas polticas
, pugnando como un nadador hbil, tan pronto de costado como de espaldas. Durante
todo este tiempo muestra, segn relata el espa mencionado, una seguridad grande que
sin duda tendra, pues durante veinticinco aos se le vi siempre recobrarse fcilmente
de todos los golpes. Y si venci a un Napolen y a un Robespierre, a que preocuparse
por un par de simples aristcratas? Tan acostumbrado a despreciar a los hombres,
est curado de espantos y no le asustan ya. Cmo le asustaran a l, que bati a los mas gr
andes de la Historia, y les sobrevivi?
Pero una cosa no ha aprendido este viejo condottiere, este refinado psiclogo; una
cosa que nadie podr aprender: luchar con espectros. Ha olvidado que por la Corte
vaga un fantasma del pasado, como una Erinia vindicadora: la Duquesa de Angulem
a, la hija de Luis XVI y Mara Antonieta, nica de la familia que pudo escapar a la
gran matanza. El rey Luis XVIII puede perdonar quizs a Fouch; al fin y al cabo tie
ne que agradecer a este jacobino su trono; y una herencia as suaviza a veces, an e
n las ms altas esferas (la Historia dar testimonio de ello), el dolor fraternal. P
ara l es tambin mas fcil de perdonar, pues no ha presenciado en persona aquella poca
de horror. La Duquesa de Angulema, en cambio, la hija de Luis XVI y Mara Antonie
ta, tiene en la sangre las visiones ms espantosas de su niez. Tiene reminiscencias
inolvidables, sentimientos de odio que no se dejan apaciguar por nada. Ha sufri
do demasiado en su propia carne, en su propia alma, para poder perdonar a uno de
aquellos jacobinos, de aquellos hombres del terror, presenci de nia en el palacio
taba all, advirtiendo como se alegraba si cualquier empleado iniciaba una convers
acin con l o le propona una partida de ajedrez, tena que pensar, instintivamente, en
la veleidad de todo Poder y de toda grandeza terrenales.
Un slo sentimiento sostiene, hasta el ltimo instante, a este hombre espiritualment
e apasionado: la esperanza de recobrarse y ascender una ltima vez en la carrera p
oltica. Cansado, gastado, un poco torpe y hasta algo obeso, no se puede separar d
e la idea de que por fuerza tendran que volver a llamarle a un cargo en que tanto
s mritos hizo; que otra vez el destino le sacara de la oscuridad y le volvera a mez
clar en el divino juego universal de la Historia y la poltica. Sin cesar se escri
be secretamente con sus amigos en Francia: la vieja araa sigue tejiendo sus redes
ocultas; pero all quedan, intiles e ignoradas, en el rincn de Linz. Publica con no
mbre falso las Observaciones de un contemporneo sobre el Duque de Otranto, un himno
annimo, que pinta en colores vivos, casi lricos, sus talentos y su carcter. Al mis
mo tiempo divulga en sus cartas particulares, para amedrentar a sus enemigos, qu
e el Duque de Otranto trabaja en sus Memorias, y hasta que apareceran pronto en l
a casa Brockhaus y que las dedicara al rey Luis XVIII. Con esto quiere hacer reco
rdar a los demasiado audaces que el antiguo ministro de Polica, Fouch, conservaba
an unas cuantas flechas en el carcaj, flechas envenenadas, mortferas. Pero, cosa e
xtraa, nadie le teme ya, nada le libra de Linz, nadie piensa en llamarle, nadie q
uiere su consejo, su ayuda. Y cuando se discute en la Cmara francesa, por otro mo
tivo, la cuestin de la repatriacin de los desterrados, le recuerdan sin odio y sin
inters. Los tres aos que han transcurrido desde que abandon la escena mundial han
bastado para hacer olvidar al gran actor que brillaba en todos los papeles. El s
ilencio se aboveda sobre l, como un catafalco de cristal. Ya no existe para el mu
ndo un Duque de Otranto, slo existe un anciano que se pasea por las calles aburri
das de Linz, cansado, irritado, solitario. De vez en cuando se quita el sombrero
ante l, achacoso y doblegado, algn comerciante. Por lo dems, ya no le conoce nadie
en el mundo y nadie piensa en l. La Historia, ese abogado de la Eternidad, ha to
mado la venganza ms cruel en el hombre que slo pens siempre en el momento presente
y fugitivo: le ha enterrado en vida.
Tan olvidado est el Duque de Otranto, que nadie se da cuenta, excepto algunos pol
icas austriacos, cuando por fin Metternich, en el ao 1819, le permite trasladarse
a Trieste, y esto nicamente porque sabe de fuente segura que esta pequea merced se
la concede a un moribundo. La inactividad ha cansado y perjudicado ms a este hom
bre inquieto, a este trabajador fantico, que treinta aos de actividad febril. Sus
pulmones empiezan a funcionar mal, no pueden soportar la rudeza del clima; y Met
ternich le concede un sitio ms soleado para morir: Trieste. All se ve, a veces, un
hombre rendido ir a misa con pasos inseguros y arrodillarse ante los bancos con
las manos juntas. Este resto de hombre es Jos Fouch. El que un cuarto de siglo an
tes destrozaba con su propia mano los crucifijos en los altares, se arrodilla ah
ora, humillada la cabeza blanca, ante los emblemas ridculos de la supersticin... Qui
z se apoder de l en esos momentos la nostalgia de los claustros silenciosos de los
antiguos conventos.
Algo se ha transformado en l por completo: el viejo ambicioso y luchador quiere p
az con todos sus enemigos. Las hermanas y los hermanos de su gran adversario Nap
olen tambin ellos humillados y olvidados por el mundo vienen a visitarle, charlan co
n l, en confianza, de los tiempos pasados, y se admiran de cmo el cansancio le ha
vuelto verdaderamente apacible. Nada en esta pobre sombra recuerda ya al hombre
temido y peligroso que perturb al mundo durante dos decenios y que oblig a doblega
rse ante l a los hombres ms poderosos de su poca; slo quiere paz y un buen morir. Y
efectivamente: en sus ltimas horas hace las paces con su Dios y con los hombres.
Paz con Dios: el viejo ateo, el rebelde, el perseguidor del cristianismo, el des
tructor de altares, el iconoclasta, hace llamar en los ltimos das de diciembre a u
no de esos embusteros infames (como l los llamaba en el mayo florido de su jacobini
smo), a un sacerdote, y recibe, las manos devotamente cruzadas, los Santos Sacra
mentos. Y paz con los hombres: pocos das antes de morir ordena a su hijo abrir su
escritorio y sacar los papeles. Se enciende una gran hoguera; cientos, miles de
cartas son arrojadas al fuego; probablemente tambin las Memorias temidas, ante l
as que temblaron tantas personas. Fu una debilidad del moribundo o una ltima bondad
; fue temor ante la posteridad o fra indiferencia? En todo caso, destruy en su lec
ho de muerte todo lo que pudiera haber comprometido a otros, cuando poda ser arma
de venganza contra sus enemigos. Y fue esto en un arranque de benevolencia nuev
a y casi religiosa, buscando por primera vez, cansado de los hombres y de la vid
a, en lugar de gloria y poder, otra dicha: olvido.
El 26 de diciembre de 1820 termina esta vida extraa y multiforme en la meridional
ribera triestina, esta vida que comenz en un puerto de mar septentrional de Fran
cia. Y el 28 de diciembre llevan al ltimo reposo los restos mortales del eterno i
nquieto, del proscrito. La noticia de la muerte del famoso Duque de Otranto no d
espierta, de momento, gran curiosidad en el mundo, nicamente un humo delgado y pli
do de recuerdo se levanta fugazmente de su nombre extinguido y se deshace, casi
sin dejar rastro, en el cielo apacible del tiempo.
Pero cuatro aos ms tarde surge una nueva inquietud. Se divulga el rumor de que estn
a punto de aparecer las Memorias del hombre temido; y a ms de uno de los poderos
os, de los ambiciosos que golpearon con excesiva temeridad al cado, acomete un ex
trao temblor: Volver a hablar verdaderamente desde la tumba esta boca peligrosa? Sal
drn, por fin, a la luz del da los documentos escamoteados de los cajones de la pol
ica, las cartas demasiado ntimas y las pruebas comprometedoras, para asestar un go
lpe asesino a ciertos prestigios? Pero Fouch permanece fiel a s mismo mas all de la
muerte.
Las Memorias, que publica en Pars en 1824 un librero hbil, son tan dudosas como l m
ismo. Ni desde la tumba delata el tenaz silencioso toda la verdad. A la tierra f
ra se lleva, celoso, sus secretos, para subsistir l mismo como un secreto, todo cr
epsculo y tinieblas, figura siempre hermtica, impenetrable. Pero precisamente por
eso seduce e incita al juego inquisitivo, que l mismo ejerca tan magistralmente, a
intentar descubrir, en la huella fugaz, todo el rumbo laberntico de su vida y ad
ivinar en su destino, lleno de vicisitudes, la estirpe espiritual de quien fue e
l mas excepcional de los hombres polticos.