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Desván Del 900

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1

EL DESVÁN DEL NOVECIENTOS

MUJERES SOLAS

Carina Blixen

CAPÍTULO 1. Mujeres solas

¿Qué es ser un escritor? ¿Simplemente ser alguien que escribe?


Entre la idea que los escritores han tenido de sí mismos y los diferentes lugares que la
sociedad les ha reservado a lo largo de la historia han habido incongruencias, en el mejor de los
casos, o violentos desajustes, en el peor. Tal vez en el inicio del siglo XXI se esté más cerca de
la idea del artista como alguien que realiza un oficio; pero en el Novecientos y a lo largo del
siglo XX el artista nunca fue solo el que se dedicaba a su arte aunque reclamara ser considerado
un profesional entre otros. Fue bufón, estigma, juez, testigo, portavoz.
Es posible pensar que su situación ambigua en el Novecientos: ni buen burgués, ni
proletario, con algo de líder y de renegado, significó, para quienes estaban dispuestos o
consideraban inevitable su condición de artistas, un proceso de liberación con respecto a las
normas de su grupo o de su clase. Las formas de la bohemia y el dandysmo fueron marcas
vitales exteriores e interiores de ese desacomodo con respecto al origen social. La discrepancia
del escritor, la disidencia1 de su mundo fue planteada en términos absolutos y resultó para
algunos una abismal experiencia de libertad y riesgo. La transgresión de los novecentistas se
llevó a cabo en la letra y el cuerpo de sus ejercitantes. Elaborar una identidad que asimilara la
ruptura y la continuidad fue un proceso complejo que necesitó modelos y una plasticidad de la
que estos muchas veces no proveían. Para que la realización del placer individual no implicara la
disolución social y personal, debía estar acompañada de la voluntad y disciplina indispensables
para perpetuar los quiebres. Es casi inevitable que la transgresión implique la destrucción del
disconforme si carece de sentido político o está desvinculada de todo reclamo grupal . Las
grandes escritoras del Novecientos estuvieron solas, porque en principio el escribir aísla y
porque no participaron en los proyectos feministas de comienzos de siglo.

Escribir y ser mujer

La relación jerarquica de dependencia entre el hombre y la mujer es, a principios de


siglo, una situación de hecho y de derecho. Me he preguntado si el ejercicio de las letras
acentuó, neutralizó o atenuó esa subordinación cívica, familiar, social; si la lucidez y el rigor
intelectual que equipararon a algunas mujeres con algunos hombres, fue para aquellas un factor
de liberación o destrucción. Muchas figuras de escritores del Novecientos han permitido hablar
de un momento de coincidencia entre el oficio de escritor y una ética libertaria. Me he
preguntado entonces cómo incidió eso en el mundo de las mujeres.
“El talento procede de la originalidad, que es una manera especial de pensar, de ver, de
comprender y de juzgar...” escribía Horacio Quiroga en el momento de explicar “por qué no sale
más La revista del Salto”2. La “originalidad” no es para Quiroga, entonces, solamente una
búsqueda planteada a nivel de la escritura, sino también una manera de vivir y de ser para sí y
frente a los otros. La “originalidad”, en cultura, siempre necesitó modelos a ser contravenidos o

1
Son fundamentales para este tema los clásicos estudios de Octavio Paz, Los hijos del limo, México, 1974 y de
Rafael Gutiérrez Girardot, Modernismo, Madrid, 1983.
2
Horacio Quiroga, “Por qué no sale más la revista del Salto” en Horacio Quiroga. Obras inéditas y desconocidas.
Tomo VIII. Epoca Modernista (prol. A.S.Visca, notas Jorge Ruffinelli)
2

a ser restaurados a fin de oponerlos a los existentes. Nietzche, Oscar Wilde, Alphonse Daudet,
Baudelaire, Henrik Ibsen, Emile Zola, Rubén Darío, Leopoldo Lugones, entre otros, fueron
admirados, “saqueados”, citados reiteradamente por los escritores novecentistas. No surgen de
las publicaciones del momento nombres de mujeres equiparables en presencia y prestigio. Si
para los hombres había una coincidencia de género con sus modelos, para las mujeres no. Ello
es importante porque no eran solo modelos de poesía sino también de vida. Y si había algo que
estaba reglamentado en forma diferente era la vida de hombres y mujeres en el Novecientos. Lo
que me interesa plantear es que si bien los hombres -que dominaban la vida pública- tenían la
posibilidad de dar ese salto -que era difícil, que exigía decisión y voluntad- hacia la diferencia,
hacia la “originalidad”, guiados por figuras, o más bien por rasgos de ellas, que actuaban como
impulsoras; las mujeres intelectuales estaban mucho más desprotegidas, más a la intemperie.
Esta situación tuvo su costo en sus vidas; no en su obra, si la entendemos en relación a sus
logros en el manejo del lenguaje poético y en la capacidad de resolución de problemas y de
transformación del mundo que crearon. Si Delmira y María Eugenia no pudieron ser buenas
señoras dedicadas a su obra, tampoco sobrellevaron sin pérdidas personales el doble juego a
que se vieron sometidas de libertad intelectual y sujeción vital. El imperativo del momento de
hacer de la vida un arte, fue tal vez un elemento que desacomodó todo posible acoplamiento
pacífico de planos.
Las Actas del Consistorio del Gay Saber, liderado por el juvenil Quiroga, dan una idea del
espíritu liberador con que algunos hombres vivieron el descubrirse escritores.

“Los diez mandamientos de nuestra ley: 1º Amar el yo sobre todas las cosas. 2º Gustar el
placer donde quiera que lo encontremos. 3º Satisfacer todos los deseos que pudieran
ocurrírsenos. 4º No creer en el pecado. 5º Fornicar eternamente así en el pensamiento como en
la obra. 6º Procurarse dinero por cualquier medio. 7º Desterrar para siempre jamás prejuicios
inútiles. 8º No adular en vano. 9º Cambiar de ideas, si esto puede parecer conveniente o
agradable. 10º Mantener el secreto (letra del Campanero)”3.

Nada similar a este tono, o al chisporroteo gozoso de las polémicas de Roberto de las
Carreras, se encuentra en cartas o testimonios sobre Delmira o María Eugenia. Tampoco revelan
ningún vínculo grupal. Los hombres tenían la posibilidad social de la disidencia, las mujeres no.
Ello contribuye a que la diferencia adquiera en las mujeres un contenido dramático mucho más
pesado que para los hombres. Me estoy refiriendo a la juventud de todos, a los años de
formación, de descubrimiento de la creación. Un período de desafuero que sobrepasa
escasamente el fin del siglo pasado. En el correr de los años, cada vida transformada en destino
al leer las sucesivas opciones como inevitables, puede adquirir–independientemente del género-
una impronta trágica.
José Pedro Barrán4 ha analizado en el Novecientos la evolución de la idea de enfermedad.
Observó el desplazamiento desde la noción de algo que viene de afuera –contra la que la
medicina despliega estrategias para impedir su invasión o intromisión- hacia la idea
“degenerativa” de la enfermedad, que el cáncer, por ejemplo, aparejó. La noción de que la
muerte está en la vida y forma parte de ella es algo que, según Barrán, recién aparece al final
de la década del veinte del siglo pasado. Esa visión agónica en que vida y muerte se
entrecruzan, que no está todavía en la medicina, está en la poesía y las vidas de los creadores
del Novecientos. La imagen de la corrosión es algo que el malditismo de esta poesía trabajó
intensa y extensamente. Está, por supuesto, en Baudelaire, pero entre los nuestros en Julio
Herrera y Reissig, Delmira y María Eugenia. Lo que me parece diferencial entre estos últimos es
3
Horacio Quiroga, Obras inéditas y desconocidas Tomo 8” Actas de Consistorio e inéditos de “Los arrecifes de
coral”, Arca, 1973
4
José Pedro Barrán, Medicina y sociedad en el Uruguay del Novecientos T3. La invención del cuerpo, Mont.,
Banda Oriental, 1995 : “Así, a fines del período a estudio, el saber médico comenzó a sospechar que la muerte
podría residir dentro de la vida, pero su función en la cultura conducía, como terminamos de comprobar, a negarla y
exorcizarla”. Pag. 296
3

que en María Eugenia la enfermedad vivida puede analizarse como una estrategia no consciente
de la disidencia. No solo en su poesía está la presencia de la muerte en la vida; su vida puede
leerse como el espacio en el que esa lucha (muerte-vida, es decir enfermedad) desplaza una
realidad inasequible en la que no encontraba lugar.
Entre los papeles de Delmira y María Eugenia se encuentran cantidad de referencias a
enfermedades de los nervios, a “neurastenias” que pueden considerarse indicios de sus
dificultades para desempeñarse como escritoras y como mujeres. Las enfermedades de los
nervios eran frecuentes en las mujeres del Novecientos según aportan testimonios y estudios
diversos. En ese caso estas poetas no serían una excepción, sino una confirmación de una
manera de ser mujer en un medio agobiante. Parecería entonces que la escritura, su ejercicio y
su dimensión social, no funcionaba como un elemento de liberación. Agudizaba -como lo hace
el arte asumido con entereza y honestidad- la conciencia de sí; pero esto no alcanzaba para
romper moldes y crear otros. Los primeros pasos hacia el imprescindible encuadre ideológico
que hiciera posible ese proceso lo estaban dando otras –escasas, excepcionales- mujeres, no
escritoras.

Formas de “ser uno mismo”

“Ser uno mismo” pregonan Darío, Valle Inclán, Martí. En la poesía y en la vida. En este
sentido, es esclarecedora la explicación de Manuel Machado al referirse al Modernismo:

“(...) Si alguna consecuencia final grande y provechosa ha traído esa revolución en cuanto al
fondo, es la de que el arte no es cosa de retórica ni aun de literatura, sino de personalidad. Es
dar a los demás las sensaciones de lo bello, real o fantástico, a través del propio temperamento
cultivado y exquisito. De modo que para ser artista basta con saber ser uno mismo...”.5

Habría que detenerse en las palabras “saber ser”, porque ellas marcan la voluntad
consciente, el sentido constructivo de su figura que tiene el poeta modernista. El ser uno mismo
abre un espacio de excentricidad: artificioso y deliberado. Si el dando se construye una imagen,
es su propio actor, y desafía desde la exhibición de su yo, al mundo pacato y burgués que lo
rodea, no hay mujeres dañáis en la realidad, y ni siquiera hay paralelos fantaseados de mujer
dandy. Las mujeres no elaboran ellas su propia máscara. No realizan esa desjerarquización entre
el adentro y el afuera que la postura del dandy implica. Delmira recibe una máscara o varias:
buena hija, buena novia, Nena, escritora que no entiende lo que escribe, pitonisa: las acepta,
contribuye a perpetuarlas y vive mezclándolas. Sus múltiples corresponsales amoroso-literarios;
el “absurdo” -en sus palabras- de su noche de bodas, dividida entre sus sentimientos y su
cumplimiento de un rol; su marido transformado en amante: son situaciones que pueden leerse
como atisbos de ese peligroso jugar a ser una cosa y otra. No elabora ella una máscara para
desafiar a los otros, se esconde y preserva en las muchas que su medio le brinda. Apuesta a
sobrevivir, sin enfrentamientos, sin entregas. María Eugenia es, por un lado, la señora casta-
católica-formal, por otro la mujer fuerte y libre, que no acepta los pretendientes que la madre le
impone, y la que se reafirma en una bohemia que tiene mucho de provocación y de proceso
público de autodesintegración. Ella tampoco hace de su vida un arte. No se puede decir que ni
una ni otra logren una imagen femenina persuasiva de ser “una misma”.
Desde un lugar social muy rígidamente preestablecido en el que el rasgo identificatorio
sobresaliente era la pasividad, con modelos masculinos imposibles de encarnar, para la mujer
“ser uno mismo” significó alguna forma de autodestrucción: esas fueron las maneras femeninas
de manifestar la excentricidad. Numerosos testigos recuerdan una María Eugenia joven,
anticonvencional, irónica, desafiante.6 Hay en las imágenes primeras de María Eurgenia un
componente de juego que pronto desaparece. Quedan recuerdos de su lenguaje chispeante,

5
Manuel Machado, “Los poetas de hoy” en El Modernismo (Ed. de Lely Litvak), Taurus, 1975
4

agudo, un poco incómodo pero no intolerable. ¿Sería esta la imagen atenuada, posible del
dandy femenino? ¿Alguien un tanto irritante que alimenta la cuota de travesura necesaria para
que la fiesta no sea aburrida? Para las rebeldías femeninas operó en el Novecientos un
paternalismo que neutralizó todo intento emancipatorio. Un caso excepcional, y anterior, es el
del juicio a Clara García de Zúñiga7. Pero ella no escribe. Clara García de Zúñiga, posible modelo
de transgresión, no es tomada como estandarte, salvo por su hijo Roberto. Reivindicar la figura
de Clara implicaría un acto de conciencia, una posición combativa que estas mujeres estaban
muy lejos de tener.
Alberto Zum Felde hace una descripción de Ma. Eugenia Vaz Ferreira que permitiría
trazar una equivalencia entre su actitud de mujer poeta y la de cualquiera de los poetas
hombres conocidos que fueron sus contemporáneos:

“...Caprichosa en sus gustos, extravagante en sus actitudes, atrevida y desafiante en su


conducta, se complacía en hacer lo contrario del señor todo el mundo y en “èpater le
bourgeois”. Parecía convencida de que, a ella, y por ser ella, todo le estaba permitido”.8

La diferencia fundamental con los poetas hombres fue que las mujeres no formaron
nunca un grupo que como tal las trascendiera en la difusión de sus ideas y desplantes, como sí
lo hicieron Quiroga, Herrera y Reissig y Roberto de las Carreras. Ese pequeño número de
acólitos que tan fundamental es para la cimentación de la fama no existió para nuestras
escritoras novecentistas. Es posible pensar que el mayor aislamiento de la mujer en la etapa
fermental de crear les marcó un camino que conducía más fácilmente a la soledad y a la
pérdida de límites. 9

Dandysmo y excentricidad

¿Cuál es la mujer que corresponde al dandy? ¿La cocotte? ¿La casquivana? ¿La
intelectual? Si para el hombre el dandysmo supone el desajuste con el rol masculino burgués
que lo empuja hacia el exhibicionismo y el ocio improductivo –atributos femeninos en el
Novecientos-, bien podría pensarse en un dandysmo femenino que implicase un desplazamiento
en ellas hacia la zona masculina. En ambos casos el desvío representa la imantación de
características del género contrario –fijadas rígidamente en la época- y por lo tanto cierta forma
de androginia. El narcisismo, la esterilidad, la erotización “improductiva”, fueron la contrapartida
del control sexual y de la subordinación de eros a la fecundidad. Una mujer dandy tendría que
unir el perfil intelectual, con la aristocracia de la sensibilidad y la libertad ante las normas de
una sociedad en la que tenía asignado un papel conservador y reproductor. Clara García de
Zúñiga -anterior a estas escritoras- fue madre y libertaria, pero no se definió por su ejecicio
intelectual. No fue un modelo. También es cierto que era hija de un patricio y que su gesto
dilapidador tal vez estuviera demasiado lejos del horizonte burgués de las escritoras de la
generación que la siguió. Roberto de las Carreras tiene una litigante en “Amor libre”10 que sería
la que más se acerca como pareja erótica, pero le falta el otro aspecto, como a Clara. Tal vez
una actriz se acercaría. Una diva (¿Sarah Bernhard?), con sus grandes gestos y su ¿previsible?
libertad sexual. Pero le falta también el componente de escritura.

6
Susana Soca, “Memoria” en Entregas de la Licorne Nº 3, mayo 1954 y Osvaldo Crispo Acosta, Motivos de Crítica
TIII, Clásicos Uruguayos, 1965
7
Carlos María Domínguez, El bastardo, Cal y Canto, 1997
8
Alberto Zum Felde,, Proceso Intelectual del Uruguay, Mont., 1930
9
Esto dicho aunque las cortas y trágicas vidas de los autores del Novecientos dejen un rastro de incertidumbre. Julio
Herrera y Florencio Sánchez murieron muy jóvenes, pero dejaron en sus breves vidas una obra definitiva y un
prestigio consolidado. Roberto de las Carreras tuvo en cambio una larga sobrevida ahogada en la locura. Queda
Horacio Quiroga como ejemplo de realización y superación de etapas.
10
Roberto de las Carreras, “Amor libre. Interviews voluptuosos con Roberto de las Carreras” en Psalmo a Venus
Cavalieri, Arca, 1967
5

Roberto de las Carreras, Horacio Quiroga, Federico Ferrando, Julio Herrera y Reissig
proporcionan variantes y matices de esa figura. El dandy, con la excepción de Roberto de las
Carreras, no parece romper en sus fantasías eróticas con la dicotomía virgen/prostituta cara al
burgués. Si uno rastrea en las obras de los escritores novecentistas la imagen de la mujer
anhelada, encuentra una figura modelada por el deseo masculino. Angel Rama señaló la
distancia entre ese ser imaginado y la rotunda, pragmática realidad que rodeaba a nuestros
decadentes. Hace un distingo a tener en cuenta, entre la conciencia del doble plano con que se
manejaron los hombres y la ingenuidad de Delmira Agustini:

“Cuando los escritores y artistas las figuran como Molochas insaciables consagradas al erotismo,
sin otra inquietud que succionar hasta el hartazgo hombres y placeres, en verdad ellas están
trabajando, integrándose a la falange de las clases medias que codician el poder. Solo Delmira
Agustini creyó -por razones artísticas, por una deficiente educación- en el mito erótico
desarrollado por los decadentes: teatralizó y realizó hasta la tragedia lo que ellos solo
imaginaron afiebradamente. Porque los mismos teorizadores “literarios” de la mujer voluptuosa
del Novecientos debían reconocer que la realidad montevideana distaba mucho de sus
ensoñaciones. Julio Herrera y Reissig comprobaba que “la carne fosfórico-arcillosa de que habla
Byron no se expende en nuestra sociedad. Por lo mismo el siroco que electriza el espíritu no
sopla jamás en este lavadero de familia donde no hay otro acontecimiento que un despliegue de
pañales”.11

Para matizar la afirmación de Rama, es posible recordar, que la “sensatez” de Julio


Herrera y Reissig o de Horacio Quiroga, no fue la de Roberto de las Carreras. Este último,
efectivamente, vivió su deseo al límite de las convenciones, y se zambulló después en las aguas
devoradoras de la locura. Pero lo habitual fue que la mirada erótica masculina distinguiera entre
el modelo soñado, literario, sensual y la mujer real, sometida a los diversos roles subalternos
que ese mundo le ofrecía. Julio Herrera y Reissig dejó algunas páginas especialmente jugosas
sobre las frustraciones sexuales que el especimen femenino de su clase y de su momento le
deparaba: “La mujer siempre una, siempre igual, la carne de matrimonio, la esclava doméstica,
la patrona de la cabaña, la que manda al mercado, es la fútil hembra humana de los ganados
conyugales, es la sola que existe en el país...”.12
Lo que es duro de descubrir es que ni aún en la fantasía el hombre proyectaba una mujer
que fuera su equivalente. La mujer anhelada por el dandy, no era la mujer dandy. A pesar de
su exaltada revolución erótica, el dandy reprodujo –salvo Roberto de las Carreras- la ideología
de subordinación entre los sexos de la sociedad de su tiempo. De los textos de nuestro
novecentistas se desprenden rasgos de ese modelo literario femenino. En un poema de Paul
Minelly (seudónimo de Pablo Minelli González) aparece una “rara” de rasgos más bien difusos en
la que se destaca lo febril: “...Sylvia es pura fiebre, se muere en letargos/por un caballero de
cabellos largos/ (...) Sylvia es una rara, una parisina/por lo extravagante, exótica y fina/y
porque es divina, divina, divina...”.13 La imagen de mujer que elabora, y que exalta este poeta
en sus Mujeres flacas, es un delirio masculino, que puede dar cuenta del grado de insatisfacción
erótica del hombre:

“-Mujeres! nada menos; regalo de sultán, “Mujeres flacas”, de París; Euménides eruptivas,
Medusas secantes. Un gineceo en combustión de sáficas, andróginas, lésbicas, delincuentes,
histéricas, epiléptico-erotomaníacas de Alejandría modernizada. Todas crespas, tortuosas,
felinas, intoxicadas, plutónicas, desgarrantes, paroxismales, explosivas, hidrófobas, arácnidas
en punta que la fiebre come a pedazos y que el instinto encona a látigo”.

11
Rama, Angel, La belle époque. Enciclopedia Uruguaya Nº 28, Mont., 1969
12
Herrera y Reissig, Julio, El pudor. La cachondez. Ed. Crítica, prólogo y notas Carla Giaudrone y Nilo Berriel,
Mont., Arca, 1974
13
Pablo Minelli,, “Sylvia”-“Poemas modernos” en Antología de poetas Modernistas Menores, op.cit.
6

En las mujeres ideadas, los dandys superpusieron lo enfermizo y lo sensual; lo mortuorio y la


vitalidad del deseo.
En su crónica “Los poetas del Novecientos”14 el mismo Minelly cita un juicio de Julio
Herrera y Reissig sobre su obra Mujeres flacas (1904): “Me he deleitado, a fuer de sibarita de
los espeluznos parisienses, en la contemplación de los paisajes “episcopales” que forman las
ojeras de sus noctámbulas, de sus mimosas del Chat Noir; ojeras enlutadas y trágicas, diluidas
por el esfumino de los besos sabios. Sus delgadas, sus enfermas viciosas, sus odaliscas de un
harem verlainiano, iniciadas en un sensualismo triste, son las malditas de la dicha
decadente...”.
También Horacio Quiroga al trazar la silueta del pintor Vicente Puig en una serie
“Colaboraciones artísticas” del Almanaque artístico del siglo XX (1902) se hace partícipe de este
modelo de las “mujeres flacas” de Minelly:

“Por Montmartre, muy cerca de la plazoleta Blanche, pasa todas las tardes una mujer
delgada, elegantemente vestida, aunque su lujo perdió ya la seda; tiene salientes los pómulos,
las manos visibles, y hace suponer, al que la ve, una tragedia eminentemente frágil, como las
de esas enormes muñecas de bazar: -es ella, la musa de Puig, parisiense delgada, muda y
trágica...En esta época de -llámanla así- renacimiento pictórico, sus mujeres inspiran lástima a
fuerza de delgadez; van a los hospitales, y, sentadas, como hermanas amigas, ante las anchas
ventanas que las enferman de luz, se tornan silenciosamente violadas; pasean del brazo bajo
las vegas de Andalucía; y en París de nuevo -!oh suerte fatal! se visten caprichosamente y
fuman como los hombres...”.

Más al microscopio, la belleza, lo lánguido, lo enfermizo, puede ser focalizado en “las


ojeras”. A ellas les dedica Oscar Tiberio un poema: “Amo los ojos tristes que nadan en
ojeras/teñidas de un profundo violáceo episcopal;/amo esos ojos tristes que baten como
eras/los repetidos pasos del delirio sensual...”. 15
Esta mujer “flaca”, “ojerosa”, mórbida, sensual, deseada, fantaseada por el hombre, a su
disposición, es un modelo que se repite, pero que admite variantes significativas. En algunas
prosas de Federico Ferrando, aparece una mujer que si bien está pendiente de un hombre que
es su amante, plantea rasgos que no encajan en un modelo de sumisión. Revela una conciencia,
una autonomía de juicio y una capacidad de engaño del hombre que podría entenderse más
como una pesadilla y una advertencia que como la expresión de un deseo masculino. En el texto
“Por el amante se calcula...el grado de su ilusión”16, “Amelia” es una mujer que no quiere seguir,
y no sigue, los lineamientos que la sociedad traza a las mujeres. Se coloca en los márgenes de
la normalidad y está orgullosa de su “ser intelectual”. Cuando empieza a sopesar las
características del que tal vez sea su último pretendiente (algún pelo gris empieza a invadir la
cabeza de Amelia), piensa: “...El es un ser común, un ejemplar completo de esa edición de
enorme tiraje que edita la imprenta de la vulgaridad (...).Si me da risa! El cree hallar en mí
mujer hermosa y pura, al mismo tiempo. Tal vez su ambición es mayor, y espera de mí
maravillas de prolijidad en los quehaceres domésticos...” (...) “...no podrás nunca adivinar que
el objeto de mi vida no es otro que el cultivo artístico y desinteresado del amor”.

“Lulú”, una de las primeras encarnaciones de la vampiresa, la heroína que el alemán


Frank Wedekind dibujó en dos dramas: “El espíritu de la tierra” y “La caja de Pandora” -escritos
a partir de 1892-, es una mujer libre, que manipula a los hombres.17 En la obra de teatro “Lulú
Margat” de Aurelio del Hebrón se perfila la mujer “libre”, que acepta su condición de
14
Minelly, Paul en Antología de poetas modernistas menores (Selec. y prol. A.S.Visca), Mont., Clásicos Uruguayos,
1971.
15
Oscar Tiberio, “Las ojeras”, Almanaque artístico siglo XX (1901)
16
Federico Ferrando, en Antología de Poetas Modernistas Menores, op.cit.
17
Datos tomados de Máscaras de la ficción de Ramón Gubern, Barcelona, Anagrama, 2002.
7

“casquivana”. El texto reproduce la oposición social entre la mujer honrada y la perdida. En la


escena II, ante una expresión de Jorge, Lulú asume el desprecio social de las palabras que él
utilizó: “-¿Las mujeres de mi clase?...Lo has dicho así, con cierto tonillo despectivo ¿eh? (...)No
creo que ninguna de vuestras mujeres virtuosas valga un comino más que yo (...) Lo que no te
concedo es el derecho a despreciarme”. En la escena III está Lulú con “La señora del Valle”, su
madre sin ella saberlo. Lulú dice algunas palabras que podrían haber sido colocadas en la boca
de Roberto de las Carreras: “...Yo no hago más que mi capricho. No concibo que nada pueda
oponerse a mis placeres”18. La señora se revela como madre y descubre por lo tanto que la
relación entre Jorge y Lulú es incestuosa. Lulú responde: “Señora: de mí no espere usted nada.
Entre nosotras dos no hay acuerdo posible. Usted es la mujer honrada. Yo soy la perdida
¿verdad? Sea. Somos, pues, enemigas. Mi ley niega la suya. No puede haber nada común entre
nosotras.” Estos son los primeros pasos en el teatro de quien llegaría a realizar un trabajo
crítico fundacional en nuestra literatura: Alberto Zum Felde. El fragmento es un buen indicio del
peso actuante de la dicotomía mujer fácil-mujer honrada. Algunos dandys, Zum Felde lo era en
ese momento, que en la creación de su propia imagen rompían con las convenciones burguesas,
a la hora de considerar a la mujer, las mantenía intactas.
De todas maneras esta Lulú de Zum Felde tiene más fuerza en la afirmación de sí misma
que sus similares que, con ese nombre u otros, circulaban en las publicaciones del Novecientos.
La Revista dirigida por Julio Herrera y Reissig, publicó el cuento “Lulú” “Pensando a voces” del
venezolano Miguel Eduardo Pardo. La protagonista es una frívola que sentada, quieta, divaga
sobre el amor que rechazó y el bienestar que aceptó. No solo el tema es un tópico de la época,
la forma también se repite: el divague, la fantasía, el pensamiento en soledad. No es ni el
torrente de conciencia ni la introspección. Se puede inferir una condena al ocio en el estatismo
de esas figuras, esas “muñecas” como reiteramente se las llama. En el mismo número, hay otro
cuento del argentino Casimiro Prieto Costa, “Los celos de Ninón” en el que la protagonista es
también una poupée, una casquivana que piensa frente al espejo en el amor que perdió. Se
emborracha. El castigo moral d e estas mujeres es la pérdida del amor.19
Un poema primerizo de Delmira reproduce esa fantasía masculina: “Entre el raso y los
encajes de la alcoba parisina/La enfermera japonesa, la nostálgica ambarina...”.20 Es notable el
dinamismo interior, la fuerza en ebullición con que Delmira transforma esa imagen
habitualmente en espera: “Vibra en llamas del delirio la muñeca principesca,/ Se estremecen
los marfiles de su faz miniaturesca,/ Su pupila enloquecida lanza chorros de fulgor…”. Publicado
cuando tiene 17 años, las pulsiones de eros y muerte conmueven a “su figura de poupée”: “En
sus ojos, hondos cauces hay un algo extraño, helado,/ Reflectores de la muerte, esta en ellos se
ha mirado…” Delmira no hizo “carne” una pose, como Roberto de las Carreras, pero sí vitalizó,
desde sus inicios, una imagen femenina que en las fantasías masculinas de desvanecía en la
inanidad.
En “Arabesco” (El libro blanco, 1907) la primera persona le da otra fuerza a esa imagen
fantasmática: “Es brillante mi carne, soy morena y sultana,/Hacia un país lejano, una bella
mañana,/ Paso por los desiertos en mi blanco elefante;/ Una ola de perfumes llevo en los
negros rizos, /Esgrimen mis pupilas sus más fuertes hechizos/ Y oculto un raro pomo con tapa
de diamante!”. La “princesita” asume el papel activo de musa que altera la “vida gris” de la
poeta en “El poeta y la ilusión” (El libro blanco) o transforma un paisaje de delirio en “Mi musa
triste” (El libro blanco). Desde sus primeros poemas Delmira revierte las imágenes de mujer
objeto; en su evolución centelleante su voz se cargará de fuerza, voluntad y deseo; siempre
comida también por una pulsión de muerte y por temores difíciles de definir en forma
consciente. Las pulsiones de eros y tánatos están entrelazadas en la poesía de Delmira de una
forma más dinámica, interior y conflictiva que en las elaboradas descripciones masculinas. Su

18
Aurelio del Hebrón, “Lulú Margat” en Antología de Poetas Modernistas Menores, op.cit. “Lulú Margat” fue
publicada por la Revista Apolo, Mont., Bs.As., Santiago de Chile, Año III No 16, junio 1908
19
La Revista. Literatura y Ciencias. AñoI Nº2 TII, 25.1.1Novecientos
20
Alejandro Cáceres, Edición, introducción y notas a Delmira Agustini, Poesías Completas , Ed. de la Plaza, 1999
8

poesía –no su vida- expresa un dinamismo totalmente ajeno a las estáticas y complacientes –a
pesar de ser no burguesas- imaginerías de los poetas de su época.

Entre los hombres, solo en la obra de Roberto de las Carreras se encuentra una mujer
con capacidad de decisión, en ejercicio de su deseo. En el texto “Amor libre…” ya citado, que
adopta la forma de autorreportaje al marido cornudo, cuando le/se pregunta si como amante
no se sintió humillado, le/se responde: “-Jamais de la vie! Subyugué durante cuatro largos años
una mujer nerviosamente apasionada, un filtro mágico de corrosiva lujuria, una cantárida
humana, una berberisca de mis sueños de harem: exotismo viviente en este país en que las
mujeres son pacíficas y se destacan por un aire doméstico, por una expresión desesperante de
monótona tontería. Ella parece más bien una hija abrasada de los fúlgidos arenales, con sangre
de pantera, exacerbados los sentidos por las llamas del Simún!” . El exotismo de la mujer en
Roberto de las Carreras no es un elemento decorativo como en los otros, es dinámico, actuante;
él rompe con la oposición social subyacente entre la virgen y la prostituta.
Roberto de las Carreras fue el único que creó una imagen de mujer contestataria; los otros
artistas del Novecientos no imaginaron una mujer intelectual, con autonomía y capacidad de
decisión. El sentimiento liberador masculino se pensaba o se realizaba a costa de la libertad de
las mujeres. En los casos de Delmira y María Eugenia, dos poetas respetadas, hay muestras de
aprecio intelectual, pero también de un paternalismo abrumador a la hora de sopesar su
capacidad intelectual y creadora. Sobre el punto hay un bibliografía que aporta una valoración
contundente21.
Carlos María Domínguez ha demostrado cómo Roberto de las Carreras hizo carne su
fantasía. En la biografía El bastardo Domínguez cita un fragmento de una libreta manuscrita de
de las Carreras en la que este reflexiona sobre el sentido de la “pose”. Considera la “pose por la
pose” como un error: “La pose no existe sino como expresión, como un correspondiente de la
sensación. La pose es para el escritor una especie de ser exterior que reproduce fielmente su
impresión. Cuando mejor sea la pose más fielmente reproducirá la sensación, y cuanto más
intensa sea esta más probabilidad tendrá de encontrar la pose, pues es neta, apreciable para el
escritor, no se esfuma en el limbo de las sensaciones débiles”.22 Domínguez cuestiona a quienes
-entre otros Angel Rama- interpretaron sus “escándalos como imposturas de dandy” y dice:
“En todo caso el dandy expresaba una lógica ajena a los montevideanos, el poeta se convertía
en su poema. Esta fue su audacia, lo inverosímil de su exhibicionismo y su tragedia. Ser el
verso encarnado, no para salvar el dolor en el poema sino para salvar el poema en su
experiencia. Un tránsito invertido que habría de asegurar su leyenda”. Ese ser “verso
encarnado” subvierte la estabilidad de la correspondencia adentro-afuera. En Roberto de las
Carreras el yo está en exhibición porque no hay adentro y afuera: vida y poesía son el mismo
espectáculo.
Ni María Eugenia ni Delmira intentaron siquiera ese desafío. No parece difícil comprender
que para hacer de la vida un arte (que no quiere decir ponerse una máscara sino someter a la
vida a un código de artificio para potenciar la expresión) los modelos son fundamentales.
Tampoco que en países de desarrollo cultural más denso y extenso se tenga más libertad en la
creación de modelos. Los dandys latinoamericanos del Novecientos tuvieron la ciudad a su
disposición para ensayar sus posibilidades de escándalo. La mujer careció de modelos
femeninos, no porque no hubieran existido mujeres latinoamericanas escritoras y transgresoras,
sino porque en el Uruguay del Novecientos no parecía saberse de su existencia. Tampoco
disfrutó del espacio ciudadano para hacer los tanteos necesarios. No se puede ser dandy y
quedarse en casa.

21
Cortazzo, Uruguay, Nuevas penetraciones críticas, Mont., Vintén Editor, 1996. Ana Inés Larre Borges y Rosario
Peyrou en Mujeres Uruguayas, Alfaguara, 1997
22
Domínguez, Carlos Ma., El bastardo, op.cit.
9

“El hábito hace al monje”

El vestido no es solamente una forma de cubrirse o abrigarse, establece un vínculo con los
otros, una manera de presentarse en sociedad, de salir de la más estricta intimidad de lo
corporal y crear una imagen con la que circular en el mundo. En el Novecientos la figura del
Señor y la Señora burgueses estaba rígidamente compuesta: para la mujer corsé, vestidos
largos, moño, cintas, botitas, zapatos, medias, cuellos. Todo cerrado y puntilloso. El Sr. y la Sra
deben ser honorables, y el honor se manifiesta no solo en los actos sino que tiene un correlato
exterior en el vestido. Las fotos y pinturas de la época dan una idea del decoro femenino y
masculino: la vestimenta es un lenguaje que afirma el lugar que se tiene en la sociedad. Su
código es tan estricto que mínimos gestos y detalles pueden generar una explosión de
sentidos. En un cuento titulado “De cola larga”23 Alberto Palomeque hace la caracterización de la
vida de una huerfanita que se transforma en señorita. El traje “de cola larga” es el emblema de
ese estado.

“Ella comprende que ahora necesita conservar más erguido y elegante su flexible talle, al
levantar la tela de su vestido, para que no se arrastre y recoja en su andar las inmundicias de la
calle. Le cuesta aún conservar esa dignidad exterior, en la que se debe transparentar la de la
conciencia (...) La indignidad del alma se revela en la manera de conducir su cola larga (...) En
su uso se revela la coquetería discreta de la mujer noble que sabe enseñar su pie delicado, y
aun algo más permitido, sin ofender la ansiedad masculina. Un saber recoger es un hermoso
gancho para el hombre. Pero, cuidado con la exageración en el movimiento. Quien así lo hiciera,
revelaría un espíritu superficial y sensual, cualidad de la que debe huir toda mujer sensata y
hacendosa, dueña de su hogar, de sus hijos, de su marido y de su honor sobre todo”.

Solo con esta conciencia tan aguda del sentido de la vestimenta, es posible que surja la
extravagancia del dandy. En El extraño (1897) la nouvelle de Carlos Reyles, el protagonista Julio
Guzmán “estaba casi tan al corriente como cualquier presumida niña, de todo lo que a modas y
caprichos del vestir se refiriera, y ella /la hermana de Julio/ estimaba no poco su gusto
exquisito, aunque algo extravagante. Además solía encontrar con pasmosa intuición esos
detalles sin importancia al parecer, que le dan al traje la originalidad y suprema elegancia que
no tiene el figurín; esos toques apenas perceptibles, que producen grandes cambios, de que nos
habla Brulow, y que según él son el comienzo del arte.”
.
Virginia Cánova ha rastreado testimonios de una mujer del siglo XIX no rígidamente
encorsetada, libre en su agresividad y en la manifestación de sus emociones, de trato directo y
fácil24. José Pedro Barrán ya había recogido documentos de una figura femenina de este tipo. Si
se sigue su esquema que analiza y describe el pasaje de una cultura “bárbara” (1800-1860), a
una “disciplinada” (1860-1920)25 y se focaliza la relación hombre-mujer, se percibe de qué
manera los roles masculinos y femeninos se hicieron cada vez más fijos y se acentuaron para la
mujer los moldes de la pasividad.
La rigidez de la relación establecida entre honorabilidad y vestido, hace posible dos formas
de subversión: la parodia del dandy y la rebeldía de la dejadez bohemia. Tanto Florencio
Sánchez como María Eugenia Vaz Ferreira fueron bohemios, pero la manera de leer la bohemia
en el hombre y la mujer era, en ese momento, muy distinta: en María Eugenia podía
interpretarse como un camino de locura; en un hombre no. Nadie parecía sospechar que
Sánchez estuviese loco, sin embargo María Eugenia sí sufrió ese tipo de suspicacias. En lo que
tiene de definición social, la locura no es igual para el hombre y la mujer. La bohemia, el
23
Palomeque, Alberto, “De cola larga” en Vida Moderna, febrero 1901
24
Cánova, Virginia, Marcelina Almeida: Por una fortuna una cruz y Los orígenes del feminismo en Uruguay,
Universidad de Gotenburgo, 1998
25
Barrán, José Pedro, Historia de la sensibilidad en el Uruguay. Tomo I La cultura “bárbara” (1800-1860), Mont.,
EBO,1989, y Tomo II El disciplinamiento (1860-1920), Mont., EBO, 1990
10

abandono en el vestir, es la prescindencia del código y de la disciplina que lo sostiene. Como


parecería que no hay espacio no regulado para la mujer burguesa, su indiferencia ante las
normas solo puede leerse como locura. Para el hombre existía un espacio social que habilitaba
la bohemia y que daba un sentido a sus formas exteriores. La calle, el café, la noche, han sido
espacios permisivos para la bohemia masculina. En cambio la bohemia de María Eugenia es un
acto desesperado: no hay juego, no hay humor, porque no hay espacio social para ejercerlo. En
la bohemia de María Eugenia hay un ser ganado para la muerte. Al no poder elaborar con otros
imágenes de disentimiento, queda librada a las rutas más aisladas y caprichosas de su
individualidad. Obvio es señalar que la familia funcionó de manera diferente para la mujer y el
hombre. La incomprobable y sesgadamente aludida “locura” de María Eugenia, fue escondida y
prohijada “en familia”. Distinto fue el destino de Roberto de las Carreras: sin familia que lo
cobijara, pasó del escándalo de la plaza a la reclusión en un sanatorio
Gabriel Peluffo26 señaló, en un espacio de homenaje y análisis de la mujer novecentista,
que las épocas de transformación depositan sus miedos ante el cambio, sus restos
conservadores en algún lugar, y que en el tránsito del siglo XIX al XX, la depositaria de las
creencias más reaccionarias fue la mujer. Antes lo había dicho el poeta Julio Herrera y Reissig
con su filosa y contundente misoginia: “...es la mujer de que habla Max Nordau, la enemiga del
progreso, el más firme sostén de la reacción en todas las formas y en todas las materias...”. 27
La mujer siguió siendo, como desde muchos siglos atrás, parte del honor del hombre. Sin
embargo, algunos datos parecen indicar que las mujeres escritoras -en su esfera profesional-
ejercían una actividad reconocida, por la que accedían por sí mismas, por su actividad, a la
conquista de la honorabilidad. Es significativo el tono duro y orgulloso con que Delmira
Agustini responde a una nota -positiva y paternalista- del crítico argentino Alejandro Sux sobre
su obra: “Solo quiero hacer constar mi protesta ante esa absurda defensa de una obra que
jamás la necesitó de nadie y hoy, después del triunfo, mucho menos”.28 La conciencia de su
valor no fue en Delmira ni en María Eugenia un elemento liberador, o no lo fue en un sentido
que no implicara la destrucción personal en beneficio de la obra.

El “hábito” y su hilacha

¿Hay una relación entre ese cuerpo “compuesto” y la narración de “siluetas”? Esta es una
forma literaria que abunda en las publicaciones del Novecientos. Con esa designación uno
encuentra textos que esbozan rasgos de alguien conocido o reconocible como tipo. Las “siluetas”
son una producción ciudadana, periodística: apelan con frecuencia a la complicidad del chiste y
la caricatura. Esto es más fácil de lograr cuando –como en el caso del vestido y la apariencia-
hay un férreo código compartido. Por ejemplo el poema “Dandy” hallado en la Sección
“Medallones” –otra nominación para el retrato, la silueta- de la revista El Bombo29: “Vedlo pasar
altivo y arrogante/Y él os hará destornillar de risa;/Yo no sé si es un clown de nueva lisa, /O
solo un monigote petulante // Caprichoso bastón, charol brillante,/Holgado el saco, tersa la
camisa,/Muy alto el cuello, el caminar a prisa,/Idolos son de su pasión constante// Su magestad
(sic) de sabio no discuto/Ni niego su elegancia, ni critico/Sea en la sociedad bello atributo://
Mas sí, diré que al verlo, cierto chico/Me suele preguntar: ¿por qué ese bruto/Se habrá querido
disfrazar de mico?”

26
Gabriel Peluffo, Conferencia en el Museo Blanes cuando la muestra “La mujer hace 100 años”, 23.8.1998
27
Herrera y Reissig, Julio, “Los nuevos charrúas”, citado por Angel Rama en Las máscaras democráticas del
modernismo, Mont., Fundación Angel Rama, 1985
28
Lo que no llega a ser una polémica se puede rastrear en: Alejandro Sux, “Una poetisa uruguaya. Delmira Agustini.
Del libro “La juventud intelectual de la América Hispana”, La Razón, 25.9.1911/ Delmira Agustini, “A propósito del
juicio de Alejandro Sux”, La Razón, 27.9.1911. En el intercambio intervienen después Vicente A. Salaverri y alguien
que se firma Don Ramiro el Bermejo, sin aportar más que alguna toma de posición frente a los contendientes.
29
Firmado por Ligvi, “Dandy” en la sección “Medallones”, El Bombo. Periódico Universitario de Caricaturas Año I
Nº7, 1.6.1898. Dirigido por Emilio Frugoni.
11

Hay una sección permanente de “Siluetas” en El Bombo. Periódico universitario de


caricaturas (1898), dirigido por Emilio Frugoni. Una zona del variado periodismo cultural de las
revistas del Novecientos, está cubierta por “semblanzas” o “siluetas” de artistas reconocidos. Así
en el Almanaque artístico del siglo XX Francisco G. Vallarino y Juan Picón Olaondo, los
directores, trazan las de Guy de Maupassant y Emilio Zola (en el de 1901); Federico Ferrando la
de Fernández Saldaña, Horacio Quiroga la de Vicente Puig (en el de 1902). Un relato que Julio
María Sosa titula “Estudios del natural” “Los gomosos” tiene la virtud de aunar la pincelada y la
parodia. Sosa parte de un análisis detenido de la vestimenta ciudadana. Hace una lectura de los
trajes muy minuciosa, precisa, altamente significativa; y una distinción de clases sociales o
tipos humanos dentro de estas clases a partir de la ropa y cómo se la lleva. Los “gomosos” son
los mersas. Los que quieren estar al día y resultan ridículos porque no tienen los medios. Los
que quieren “parecerse a”, y desligarse de su lugar de pertenencia. La referencia y la manera de
percibir son propios de una sociedad cosmopolita, en cambio y fluctuación. Las guiñadas al
lector realizadas al dibujar personajes conocidos o reconocibles apelan al mismo tiempo al fondo
provinciano en que todos se conocen y saben de quién se habla.
Los dardos y las burlas abundan en general en la prensa de la época. En qué momento se
hiere el honor de la persona representada en la figura y cuándo no, es más difícil de percibir
ahora de lo que era entonces. El texto que Roberto de las Carreras titula “Personal” 30 tiene como
epígrafe: “Explicación de una silueta” / “Acta en un acto” / “Armandito Vasseur” / “(Esfumino)”.
Tal vez una de las formas del dandysmo de Roberto de las Carreras fuera el ser
extremadamente puntilloso en cuanto a algunos aspectos de su honor, y absolutamente
prescindente en otros (la fidelidad de la mujer) considerados centrales por los hombres de su
época y clase. Se siente ofendido por la “silueta” que sobre él trazara Armando Vasseur en El
Tiempo (10.6.1901), pide una reparación en el terreno de las armas y lo insulta de una manera
que en su exceso vuelve absurdo todo intento de recuperar el honor. Un mismo texto parece
poder leerse como un desafuero verbal, un desplante o un ataque personal que exige
reparación. La distinción entre lo que es y no es honorable está sujeto al juicio y la sensibilidad
del círculo de los elegidos. Roberto de las Carreras en el exceso y la displiscencia contraviene
esa referencia.
Otros textos son relatos cuyo eje es también una figura pero no son ya mero divertimento,
revelan estar concebidos con pretensiones de arte. Predomina la forma narrativa pero pueden
encontrarse poemas. El estatismo de la forma “silueta” gana estas narraciones en las que lo
fundamental es la atmósfera, la situación, la estampa, el cuadro moral, la viñeta. Son como
pinceladas, impresiones, que intentan plasmar un fragmento de la realidad. Ilustrativo del peso
hegemónico de esta forma de creación, puede resultar el comprobar cómo coincide con las
características de este tipo de texto decadentista, el cuento “La hamaca de Luisa” de Eduardo
Acevedo Díaz, publicado por primera vez en 188831, vuelto a aparecer con variantes en distintas
oportunidades, entre otras, en el Almanaque artístico del siglo XX (1901). Una de las líneas de
escritura de ese narrador nato que podía ser Eduardo Acevedo Díaz, coincide a comienzos del
siglo con ese tipo de relato detenido, ganado por el espacio y la figura, de sensualidad un poco
perversa, típica de los decadentes.

La fotografía: impresión, “reclame”, documento y fantasma

Junto a las multitudes, y la sociabilidad que estas imponen, aparece la noción de la


publicidad. El honor no depende ya solamente del juicio de los pares, del prestigio ganado como
resultado de las acciones de una vida y de la respetabilidad sumada; también se sedimenta en
el “reclame”. Se va dibujando la idea de que el lugar en la sociedad depende cada vez menos de

Carreras, Roberto de las, “Personal” en Antología de Poeta Modernistas Menores, op.cit.


30

Para más información ver E. Acevedo Díaz, Cuentos completos (Ed.crítica, prólogo, bibliografías y notas de Pablo
31

Rocca) Banda Oriental, 1999


12

las propias virtudes –que estaban asentadas en unas clases sociales estables- y cada vez más
de la imagen que se ofrezca a los otros. Los más sensibles a este descubrimiento fueron en
principio los políticos y los artistas.
La fotografía pasa a ser un instrumento fundamental de la fama: “…en las enormes
ciudades de hoy, donde la vida agitada y febriciente exige un inagotable caudal de atenciones y
cuidados que hacen casi imposible el razonamiento de nuestras preferencias, ese medio de
propaganda /la fotografía/ constituye un poder cuyos buenos efectos pueden calcularse
matemáticamente (...) La fotografía es, indiscutiblemente, el mejor modo de popularizar una
personalidad artística, extendiendo la simpatía entre ellas y los nuevos medios en que va a
actuar...”, dice una bibliográfica sobre el tema publicada en 1901 32. La lucha –incipiente
entonces- por el espacio cultural librada entre el círculo de los conocedores y los mecanismos
de reproducción que interpelan a un público cada vez más amplio recorrerá el siglo. Todavía la
vida y la obra de los escritores novecentistas depende más del criterio de los pares, “los
entendidos” que de otras formas de promoción.
Si como como han coincidido varios autores en señalar, con el modernismo comienza el
culto a lo nuevo, la fotografía es el instrumento disponible tanto para promover “lo nuevo” en el
sentido de moda, como para intentar captar el instante, que ese anhelo de novedad dispara
siempre hacia adelante. Lo nuevo que siempre cambia, en una sociedad que se está
masificando, necesita ser difundido rápidamente. Es el inicio de una desesperada carrera por
dejar testimonio de lo que ya pasó, porque siempre se está en movimiento. La vinculación entre
el “reclame”, un sentido decorativo de lo artístico y una visión dinámica en función del público
se puede encontrar en el artículo “arte moderno” de Scarzolo Travieso, un colaborador habitual
de la revista Vida Moderna (julio 1902). Travieso señala la importancia de los aspectos gráficos
del libro y de la funcionalidad y la estética del affiche, el “cartel moderno”:

“El cartel es sin duda alguna lo que más sometido se halla al imperio del Arte Nuevo. No
se trata en este género de obtener el efecto realista de un cuadro al óleo; no; el carácter
esencial del affiche es el de una manifestación decorativa simplemente bosquejada en la que
solo se emplean colores planos, encerrados por perfiles, pocos y vigorosos, en los cuales solo se
debe buscar la simplificación del efecto plástico. El cartel no es una moda pasajera; sino que se
trata de un verdadero progreso. Como está sometido directamente a la reclame, esta exige que
una de sus cualidades esenciales sea la de llamar la atención desde gran distancia”.

La idea de la novedad, de la publicidad que presupone la existencia de una ciudad y el


encuentro con un público masivo será el punto de partida de la propuesta vanguardista de Juan
Parra del Riego. Si hay una clara oposición entre las formas y motivos poéticos de nuestros
poetas del novecientos y los que después, en la década del veinte, darán paso a la vanguardia,
es también posible percibir una continuidad o un desarrollo de esta línea que reivindica lo
nuevo, lo moderno, lo dinámico. En el novecientos la pintura de lo instantáneo, el
deslumbramiento por lo contemporáneo, quedó en el recinto de la prosa; en los vanguardistas
-Parra del Riego, Alfredo Mario Ferreiro, Juvenal Ortiz Saralegui, Enrique Garet- se manifestó
en poesía.
La fotografía propicia una forma de percepción que está de acuerdo con ese contexto
dinámico de una ciudad que crece. Un suelto “Sobre fotografía” en la revista La Alborada (Año
VII Nº288, 20.9.1903) es testimonio del deslumbramiento que despertó la posibilidad de fijar lo
fugaz, de volver perdurable lo que no lo es: “Las máquinas fotográficas tienen a veces
“instantes luminosos”. Se impresionan en sucesos, en detalles de la vida, que luego, al mirarlos
estampados en el papel profesional, mueven a una sorprendente admiración...”. Los escritores
rivalizaron con la máquina, en principio no en la copia de lo real, sino en la posibilidad de captar
lo momentáneo. En una bibliográfica a un libro de Manuel Ugarte, Crónicas del Bulevar (París,
1902) se dan algunos rasgos de ese “estilo ciudadano” muy presente en las revistas:

32
Aquiles Melandri, “La publicité par la photographie” en “Revista de revistas”, Vida Moderna, set. 1901
13

“Y todos sabemos como se escribe eso: en la redacción, en el café, en el teatro, en la


imprenta, en cualquier parte; la cuestión es escribir, anotar la impresión del momento, fugaz
pero intensamente; dar la nota personal, psicológica; exteriorizar la vibración que en nuestro
sistema produce el último suceso, el acontecimiento de última hora, para que el público, el gran
público, tan difícil de impresionar en muchos casos, sufra a su vez la sacudida (...) Arte difícil,
porque para llegar a él es necesario una educación especializada de la sensibilidad, gran
agudeza de observación y gran amplitud de comprensión estética, que solo se adquieren a costa
de largo aprendizaje. Arte ingrato, porque coloca al escritor en una posición difícil; porque le
obliga a tratar todas las cuestiones, todos los temas”.33

Hay en algunos textos de Federico Ferrando, apuntes de una percepción de la ciudad como
multitud que pasa por la calle que permiten recordar los análisis de Walter Benjamin sobre París
a fines del siglo XIX y algunos temas de Baudelaire34. En el relato “Un día de amor” la
protagonista, Emma, “de pie contra la ventana de un cuarto de hotel, mira, al través de las
cortinas, la multitud que pasa por la calle...” En un texto titulado “En un café‚ al caer el sol”, el
narrador anota: “Las gentes que salían de sus oficinas y empleos pasaban alegremente por las
veredas...”.35 De la lectura de las revistas que circulaban en Montevideo en el Novecientos tal
vez se pueda considerar que nadie estuvo más cercano a la actitud y la productividad del
“flâneur” que el argentino Manuel Ugarte, por lo menos para esta orilla oriental del Río Uruguay.
Sus narraciones crean la imagen de un hombre que deambula por la gran ciudad anotando sus
impresiones. Esta sensibilidad cosmopolita, de voyeur coincide con el deambular de quien
recorre la ciudad para lograr la “instantánea” que permita captar su ritmo.
La posibilidad de sacar fotos, su masificación a través de las revistas, derivará en una
relación ambigua entre este instrumento de reproducción y la realidad: registro y sustitución,
documento y duplicación. Por un lado aparecen los primeros impulsos entusiastas por mirar y
dejar archivo del entorno. En Rojo y blanco por ejemplo, la foto es usada con profusión para
testimoniar la expansión y transformación de la ciudad y sus “tipos”. Al mismo tiempo se
manifiesta la conciencia de la pérdida de inmediatez –no en un sentido temporal sino de
relación directa-, el alejamiento de la realidad a través de su imagen, la queja ante la copia que
desplaza al original. En un artículo sobre “El último libro de Cané” Ernesto Quesada36 cita a
alguien que no nombra para caracterizarlo: “Su cultura -se ha dicho- es más de viajes que de
biblioteca, lo que, lejos de ser una tilde, se me antoja una alabanza. Recuérdese lo que Taine
ha dicho, en tono de censura: hoy estudiamos, en lugar de objetos, imágenes; en lugar del
terreno, el mapa; en lugar del hombre vivo, las estadísticas, los códigos, etc...A este trato
directo con los hombres y las cosas, debe quizá no pocas de las muchas simpatías de que
goza...”. El arte en el novecientos responde o convive con la fotografía de dos maneras:
huyendo de todo lo que sea documento al crear una realidad autosuficiente (“la torre de marfil”)
o emulando la rapidez de su registro en una prosa fragmentaria, impresionista que abunda en el
periodismo y que también alcanza la forma de libro. El texto inconcluso que durante años
preparó Julio Herrera y Reissig sobre las costumbre eróticas de los orientales (reproducido
parcialmente en El pudor y la cachondez) revela la mirada atenta, crítica hacia la realidad
circundante propia de quien está entrenado para la captación inmediata. La carga satírica, el
desafuero verbal de Herrera corren por cuenta de su gran talento. Las mujeres escritoras no
abundaron en este estilo suelto, abierto, chisporroteante. No se construyeron a sí mismas en el
deambular, en el merodeo por lo que puede ser a la vez propio y desconocido. Sus textos
trasmiten preferentemente otro aspecto de la experiencia ciudadana: la nostalgia por el vínculo
directo, por la apropiación de los seres y las cosas con todos los sentidos.
33
Vida Moderna, nov. 1902
34
Walter Benjamin, “Sobre algunos temas en Baudelaire”, “París, capital del siglo XIX” en Sobre el programa de la
filosofía futura, Barcelona, Planeta, 1986
35
Federico Ferrando en Antología de Poetas Modernistas Menores, op.cit.
36
Vida Moderna, marzo 1901
14

CAPITULO 2. La poesía: entre álbumes, juegos florales y editores

Antes del Novecientos no existió lo que hoy se llama un “crítico literario” o, mejor, no
existió la crítica en el sentido de que no había un espacio habitual de ejercicio del juicio sobre
obras, escritores o temas de literatura. Un circuito de edición, difusión y público, recién existe
-con todos los descuentos que desde el hoy pueden hacérsele- a principios de siglo. En esos
“descuentos” habría que tener presente cuánto tuvo la reseña de “saludo cordial”; pero se
informó mucho y con un fuerte sentido de lo actual, sobre lo que se hacía en el país y fuera de
él (América Latina, Europa en general, España y Francia en particular, y Estados Unidos). A
pesar de que muchas fueron las ediciones de autor, la labor de editoriales como Dornaleche y
Reyes, Orsini Bertani y Barreiro y Ramos, fue más que notable. Además de generosa, colocó al
libro en un sistema de producción que no existía.
Las publicaciones de la época permiten descubrir la presencia de esta racionalizada cadena
de creación y recepción. También dan indicios claros, aunque de un alcance difícil de precisar, de
otras formas de intercambio de bienes culturales. Existieron maneras más “artesanales” de
realización y comunicación. Los certámenes de poesía o juegos florales y los álbumes que una y
otra vez aparecen mencionados en las revistas, remiten a formas de intercambio personal,
orales y escritas, con grados diversos de ritualización.
Parece claro que el incipiente circuito “moderno”, profesional, de circulación de obras
convivió con otro tradicional, ceremonioso, oral. Las lecturas de salón y los “juegos florales”
funcionaban en forma habitual. En estos últimos, los gestos grandilocuentes de Aurelio Berro y
Juan Zorrilla de San Martín, poetas de la patria, mantuvieron una vigencia que habían perdido
en el “circuito moderno”. Leogardo Miguel Torterolo, un crítico que solo existe en las revistas del
Novecientos, volvió a contar en su “Monografía de las letras uruguayas”37 cómo Aurelio Berro se
arrancó la medalla de la “justa poética de 1879”, después de escuchar a Zorrilla de San Martín
declamar “La leyenda patria”, que había sido declarada fuera de concurso. Si le creemos a uno
de los ejercitantes de la crítica que más escribió a principios de siglo, el justamente olvidado
Ricardo Sánchez, había una relación fluida entre los habitantes del “cenáculo” y la fiesta de los
“juegos florales”. Dice que los de 1901 “han sido un fracaso” y continúa:

“El jurado poético, compuesto por algunas distinguidas personalidades de nuestro


cenáculo literario, determinó después de laboriosas sesiones no otorgar premio alguno a los
trabajos presentados, por no reunir ninguna de ellas (sic) las condiciones de obra artística a la
cual pudiera adjudicarse premio en un certamen de la poesía nacional, es decir, en un torneo
cuyo carácter y trascendencia ponían al jurado en el caso de considerar que la composición que
obtuviera el premio, iba necesariamente a ser mirada en el país y en el extranjero como la más
alta manifestación de que es capaz la intelectualidad literaria del Uruguay”.38

Todo parece indicar que los mundos de los “juegos florales” y de las revistas literarias no
estaban aislados unos de otros. Es bastante probable también que la asistencia a esos
certámenes orales de poesía se nutriera más de poetas canonizados de una generación anterior,
como Zorrilla de San Martín, que de los molestos jóvenes novecentistas. En este punto faltan
datos que permitan hacer afirmaciones seguras.

37
Leogardo Miguel Torterolo, “Monografía de las letras uruguayas”, Vida Moderna, nov.1901
38
Vida Moderna, agosto 1901
15

En los juegos florales el lugar del hombre y el de la mujer aparecen claramente


delineados. La figura del poeta es masculina, la mujer tiene predeterminado el lugar de la
ofrenda o de la organización. Una crónica de la “nueva convocatoria” de los “Juegos florales
intercontinentales”, organizada por El mundo latino “para el año 1903”, realizada en la revista
Vida Moderna (julio 1902) dice claramente dirigiéndose a un público masculino: “Seguros
estamos que todos responderán a nuestra invitación acudiendo con el doble aliciente de la
galantería y del fin tan elevado y trascendental que encierra...”. En el punto Nº 3 de las
“Condiciones” especifica: “Además de las recompensas mencionadas, el autor de la mejor
poesía que se presente a juicio del Jurado entre todas las que concurran al certamen, será
galardonado con el Premio de honor y Cortesía, consistente en una Flor natural, y el que
obtenga esta, deberá ofrecerla a la dama de su elección entre las concurrentes a la sesión en
que se proceda a la distribución de los premios, proclamándosela Reina de la Fiesta y pasando a
ocupar el sitial de honor en el estrado presidencial; desde el que hará entrega a los autores
laureados de los diplomas en que constaren las distinciones que se les hubieren concedido, si se
presentaren a recoger aquellos...”. La “Comisión organizadora” formada por dos mujeres, no
parece capaz de considerar que la ganadora de los juegos florales pueda ser una mujer.
Otra forma de intercambio habitual fue el “álbum” de poesías o, más en general, de
fragmentos de escritura: impresiones, pensamientos, piropos, en verso o prosa. Si el certamen
poético es una forma pública institucionalizada, el álbum reside en una zona intermedia entre la
privacidad absoluta del diario o el álbum de fotos y el circuito social de circulación de la letra.
Revisar las revistas, sus críticas, los criterios con que se juzgaron las obras, la información que
se difundió, permite rescatar los titubeos, las idas y venidas, un momento fugaz de
posibilidades abiertas; no seguir el orden “fatal” de las historias literarias, sino vislumbrar lo
que pudo haber sido y fue dejado de lado. Es abundante la poesía y prosa que en un título,
subtítulo o acápite -alguna forma de encuadre- remite al álbum. Parece el primer paso en el
desgajarse de un producto íntimo, familiar hacia un espacio más amplio e impersonal39. La
dueña del álbum es siempre una mujer. Lo que para ella se escribe en su álbum no siempre ni
necesariamente la alude. En muchos casos sí: Ubaldo Ramón Guerra en su poema “Sevillana”
“(En un Album)” lo hace: “Es la dueña de este Album una morocha/Cuyos ojos robaron a
Andalucía, /Todas las brillazones que el sol derrocha/En la tierra encantada de la alegría!...” (La
Revista Nº4, 5.10.1899). Teófilo E. Díaz aprovecha para reflexionar sobre la virtud de la mujer,
en un tono pacato que no condice con su actuación como mediador y defensor de Clara
Rodríguez Larreta ante su marido y asesino. Dice en “Album o Albumes”: “En este álbum llamó
mi atención el primer pensamiento: “La virtud es el mejor adorno de la mujer” (...) La mujer es
virtuosa cuando reúne todos los atributos, desde el amor a los niños, la estimación de su
dignidad, el pudor de su carne, la educación de su espíritu, hasta su grave continencia, la
disculpa al vecino, el horror a la intriga, la protección a los desamparados” (La Revista Nº4,
5.10.1899). El fragmento es ilustrativo de cuán convencional puede ser lo que se escribe “en un
álbum”.
El álbum es un entrecruzamiento de miradas: la de la poseedora del álbum y la de los que
en él escriben. Esas miradas que el álbum actualiza están por lo general, muy sujetas a un
“deber ser” que la época establece con bastante rigidez sobre la poesía y la mujer. El álbum
39
Un mínimo recuento que pueda resultar ilustrativo: Arturo Gimenez Pastor “Prosa de Album” (La Revista
Nº1, 20.8.1899); Toribio Vidal Belo “Noche blanca” “En el album de la señorita Clotilde Stajano” (La
Revista Nº2, 5.9.1899); “De Tax” “En el album de la Sta. Ma Cristina Ruano” (La Revista Nº3, 20.9.1899);
María Eugenia Vaz Ferreira “Primavera” “Del album de la señorita María Marta Pérez Butler” (La Revista
Nº4, 5.10.1899); Emilio Frugoni, “En un álbum” (Rojo y blanco Año III Nº63, 2.3.1902); Incógnito: “Páginas
de álbum” (Rojo y blanco Año II Nº25); Delmira “En el álbum de la Srta. E.T” (La Alborada Año VII Nº253,
18.1.1903); poesías de Julio Herrera y Reissig, Juan José Illa Moreno, Héctor Miranda, Ernesto L. De las
Carreras “Del álbum de la Srta. Marianita Gómez Cibils” (La Alborada Año VII Nº285, 30.8.1903); Poesías
de E. Frugoni, C. Miranda. Prosas de Nin Frías, M. Medina Betancort, también “Del álbum de la Srta.
Marianita Gómez Cibils” (La Alborada Año VII Nº286, 6.9.1903); Carlos Martínez Vigil “En el álbum”
(Almanaque Artístico del siglo XX, 1902).
16

parece un soporte que condiciona la modalidad del poema. No funciona como el diario íntimo ni
como la carta, aunque pertenece al mundo de lo privado y tal vez a su esfera más personal.
Tanto el diario como la carta abren un ámbito de desafuero, de expansión, de sinceridad por
completo ausente en estos álbumes. Están marcados por la convención de “lo poético” y “lo
moral”, plasman una “retórica”, una manera de hacer poesía, de escribir que recuerdan en su
ingenuidad y formulismo a formas de registro que están entre lo oral y lo escrito. O, mejor
dicho, si son escritas, lo son como transcripción de su existencia oral. Lo que en el álbum se
escribe es un homenaje a la poseedora, una galantería o un consejo. De su lectura surge un
muy conservador “areté” femenino. No aparecen muchos rasgos sobre la persona sino una idea
del “modelo” que la época promovía. Solo a través del manejo experiente, “moderno”, intenso
de una escritura ejercida en soledad –como en los casos de Delmira y María Eugenia- se llega a
la intimidad de una mujer del Novecientos.
Del Consistorio del Gay Saber quedaron actas y escritos diversos que son un testimonio
del sentido de juego y placer con que Quiroga y sus amigos se iniciaron en la vida literaria. No
hubo mujeres integrantes del Consistorio o de la Torre de los Panoramas, el otro reducto de
desafío literario juvenil liderado por Julio Herrera y Reissig. Los álbumes son un ámbito
femenino, y por lo que he podido atisbar, ajeno al sentido lúdico o la experimentación. Tampoco
se llevan para ser publicados, aunque alguna poesía pueda ser circunstancialmente impresa.
¿Habrá que inferir que las mujeres estaban mucho más reprimidas en sus posibilidades de
prueba, riesgo, gozo gratuito literario que los hombres? Delmira y Ma Eugenia experimentan con
intensidad, pero en forma dolorosa, agónica y aislada. La etapa de juego de María Eugenia es
fundamentalmente conversacional y de salón. Esa sociabilidad libre de los muchachos que
quieren deslumbrar el mundo cuando se deslumbran consigo mismos y con lo que recién
descubren, fue lo que las mujeres no tuvieron.
En Montevideo existió una publicación que se llamó El Album. Periódico de las damas de
mayo a junio de 184140. Virginia Cánova registra otro homónimo, sin ese subtítulo en 1855, y
cita un estudio de Francine Masiello41 en el que ella nombra entre varios periódicos de modas
dedicados a la mujer en Argentina, los títulos El Album de las niñas (1877), El álbum del hogar
(1878). En el Novecientos no hay publicaciones significativas con ese nombre, tal vez porque
las revistas en general atienden un público amplio de mujeres. Tal vez es posible plantearse, al
contrario de lo que hemos desarrollado hasta ahora, que el álbum en el Novecientos se
privatizó. Si existían publicaciones en el siglo XIX con ese título destinadas a mujeres, si no
aparecen ya al filo del siglo XX, pero sí referencias en las revistas a álbumes privados (hay un
álbum de Delmira en la Biblioteca Nacional, también un álbum de Josefina Lerena en poder de
su hijo), tal vez haya que pensar que en el Novecientos esa forma comienza a desaparecer de la
esfera pública para ser sustituida por espacios en los que la mujer participa en forma más
igualitaria. Desde esta perspectiva podría plantearse que el álbum es una rémora, una forma de
producción y recepción que continúa funcionando pero al margen del mercado. Como en el caso
de lo que se entiende por “poetisa”, el lugar que ocupa la mujer con el álbum es el más
convencional, el más recortado.
Alguien que se firma “Incógnito”, en una revista de la época, abre, con ironía, una
perspectiva para mirar de otra manera el álbum.

“Contribución forzosa de los que tienen que devanarse los sesos para dar forma bonita al
pensamiento, para que su dueño o dueña no queden descontentos de la espontánea producción.
Libro en el cual el lector, curioso o exigente, busca en vano muchas veces cosas completamente
nuevas; sin tener en cuenta que nada es nuevo ya en el mundo y que todo lo bueno se ha
expresado hasta el cansancio. Museo de todos los estilos; colección de todas las escuelas
literarias (...) El libro de muchos y el libro de ninguno: socialismo literario! El derecho de
propiedad intelectual desaparece, pues notable que sea ese conjunto de páginas que lo

40
Antonio Praderio, Indice cronológico de la prensa periódica del Uruguay 1807-1852, Mont., 1962
41
Francine Masiello, Between Civilization & Barbarism, 1992
17

constituyen, el ejemplar es único, sin que sea necesario, como en los libros impresos, poner
esta advertencia: “Propiedad del autor”, o “Reproducción prohibida”. Todos los que en él han
colaborado se desprenden definitivamente de sus ideas para brindárselas a su dueña. Siguiendo
esa ley impuesta por la necesidad y la costumbre, también debo mostrarme generoso. Renuncio
a los derechos de autor sobre lo que queda consignado. Lo cual por otra parte, me halaga en
vez de entristecerme, pues en resumen solo implica renunciar a la paternidad de una obra que
ha resultado contrahecha, ya que es imposible borrar lo escrito y de lo cual estoy arrepentido”.42

El álbum como museo capaz de albergar “todos los estilos” coincide con la idea de que es
una “rémora”. Resulta iluminador de un procedimiento que después se volvió frecuente, el
relacionar esta forma que puede ser arcaica y que como tal funciona al margen del mercado y
de los “derechos de autor”, con lo que el autor llama “socialismo literario”. ¿Qué idea de la
poesía implica el álbum? ¿Suntuosa, decorativa, colectiva, intrascendente? ¿no profesional? ¿Es
similar a las agendas actuales de los adolescentes? ¿Una suma de intereses, necesidades,
gustos? ¿Un collage arbitrario, subjetivo, ocasional? ¿Puede leerse como la apropiación de
imágenes de objetos, de palabras de otros, para decir la subjetividad?
“Album” tiene el sentido de colección personal, aleatoria. La suma en él constituida
traza una historia, que generalmente solo tiene un significado para la dueña. Al superponer las
experiencias del álbum de fotos y el álbum de poesías, se puede suponer cuánto de indicial, de
ligado a la vida de la poseedora podían tener las poesías en él contenidas. Si tomamos la idea
del desarrollo de una conciencia de sí como criterio, el álbum parece estar en retardo frente a la
carta, el diario, o la escritura realizada fuera de su marco.
Anotemos más características del álbum que permitan considerarlo en perspectiva: su
uso fue tan femenino como internacional; tuvo un prestigio en el Novecientos que fue
decayendo, pero aún es posible rastrear testimonios de su presencia hasta bien entrado el siglo
XX.
Fue un objeto precioso, digno de un regalo protocolar. En la revista Rojo y Blanco Año II
Nº5 (27.1.1901), bajo el subtítulo “El álbum a Margarita” se informa que las señoras de
Montevideo le enviaron un álbum a la reciente viuda de Humberto 1º. Todavía en 1935 Juana
de Ibarbourou escribió una poesía a la ciudad de Lima “en el álbum que la ciudad de Montevideo
envió a la capital del Perú en el IV Centenario de su fundación” 43. El recuerdo de Vladimir
Nabokov referido a su madre en Praga, después de 1923, puede servir como ejemplo de su
frecuentación por mujeres de muy distintos países: “solía tener esparcidos a su alrededor (...)
álbumes en los que, durante los últimos años, había copiado sus poemas preferidos, desde
Maykov hasta Mayakovski”44.
En un homenaje a Juana de Ibarbourou, Armonía Somers da cuenta de su original
manera de poseer un álbum y del eclipse de su presencia junto al “exilio de lo poético”: “Estaba
encuadernado en tela roja, era de una abundante forma alargada y, para mi contento, tenía
varias páginas. No bien lo tomé casi sin poder creerlo pensé: adiós puntillas, encajes, elásticos,
festones, arranco todo y me hago un álbum de poesías. Este era un material de diarios y
revistas que antes circulaba mucho, y que hoy el cambio ha destronado (...) Lo cierto es que allí
ingresó mi primera Juana, es claro que junto a otros en heterogénea mezcla, Rubén Darío
mediante, “y de las Academias líbranos, Señor”...”45. El poeta y crítico Alfredo Fressia me contó
que en la década del cincuenta asistió a cumpleaños de quince en los que los invitados escribían
en el Album de la homenajeada. También opinó, y coincido con su juicio, que esas formas
ceremoniales junto a muchas otras, fueron barridas con la revolución cultural de los sesenta.

42
Rojo y blanco Año II Nº 25, 17.6.1901
43
Ver Juana de Ibarbourou, “Dualismo” en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1968. Pag. 361
44
Vladimir Nabokov, Habla memoria, Barcelona, Anagrama, 1988. Pag. 49.
45
Armonía Somers, “A Juana en cinco tiempos” en Juana de Ibarbourou Obras (Acervo del estado). Volumen 1,
Mont., Min. Educación y Cultura, 1992.
18

CAPITULO 3: Modelos femeninos y vida profesional

El hecho de que la mujer publique en forma habitual en las revistas del Novecientos no
parece, dado los datos recogidos por Virginia Cánova en su estudio sobre “Los orígenes del
feminismo en el Uruguay”46, un producto del azar o la fortuna. En el Novecientos se recogen los
frutos de un largo período de capacitación y adiestramiento en el mundo de las letras, pues la
mujer no estuvo ajena a la cultura durante el siglo XIX. Cánova llama la atención sobre el
testimonio de mujeres lectoras y los datos de un amplio ejercicio del magisterio. “En 1876 ya el
47,56% del personal docente en las escuelas estatales era femenino. Ello se acentuó
ininterrumpidamente en los años siguientes hasta llegar a ser el 90,26 en 1915, señalan José
Pedro Barrán y Benjamín Nahun”.47 Los frutos de este desarrollo intelectual ligado
prioritariamente al ejercicio del magisterio, fueron ambiguos. En la figura de la maestra se
unieron el rol maternal y un ejercicio del conocimiento que quedó circunscrito a una esfera
“propia de la mujer”. La mujer tuvo un espacio para desarrollar sus capacidades, un reducto
que, entre otros factores, por ser femenino, se fue desvalorizando socialmente lo largo del siglo
XX. Los hombres que defendieron la enseñanza de la mujer, lo hicieron reduciéndola a un coto
cerrado ajeno a las disputas por el poder. Se les reconoce un papel formador sustancial en su
casa o en las aulas, en definitiva un papel subordinado que debía ejercerse de la mejor manera
posible.
Fuera del ámbito de la escuela, en el rol estricto de escritora, Virgina Cánova encuentra
una novela de Marcelina Almeida que sería la primera escrita por una mujer en Uruguay, Por
una fortuna una cruz, publicada en 1860. También documenta la existencia de un “feminismo
socialista” y un “feminismo cultural” desde 1857 y 1869. Existió por lo tanto un acopio de
destrezas y conocimiento intelectual que explica que las escritoras del Novecientos demostraran
tener un nivel de competencia similar al de los hombres: ello hizo más profundo el abismo entre
las distintas posibilidades de vida de unos y otras. Más cuando algunos de los modelos literarios
que todos consumían a través de libros y revistas disparaban impresiones de un mundo
ciudadano del que las mujeres burguesas del Novecientos participaron muy parcialmente. La
frecuentación del espacio público era un requisito imprescindible para poder transformar vida y
poesía en espectáculo.
Las revistas remiten a modelos literarios femeninos que pueden haber incidido en la
imaginación de las escritoras. El libro de Víctor Pérez Petit Los Modernistas48 reúne varios de los
artículos que empezaron a aparecer en la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales en
1896. Víctor Pérez Petit es un crítico erudito, informado, ecléctico. Sus artículos hacen evidente
el conocimiento que se tenía en el momento de las obras de los decadentes. En un artículo
sobre Ibsen, Pérez Petit hace un análisis minucioso de sus personajes de mujeres. Las escritoras
del Novecientos debían conocer la figura de Nora y de las otras voluntariosas heroínas del
noruego (Hedda Gabler, la Sra. Alving, Rebeca). Sin embargo en la poesía de Delmira y Ma.
Eugenia aparece sobre todo la imagen del superhombre que las redimirá. No hacen suyas a las
figuras femeninas alternativas caras a Ibsen, se quedan con la imagen del héroe masculino.
En otro artículo, esta vez sobre “Oscar Wilde”, Perez Petit hace una descripción del
drama “Salomé” y lo analiza en relación a las variantes con respecto a la Biblia. Wilde da vida a
“la virgen sádica” en la que el deseo y la muerte se mezclan. En la Biblia la responsabilidad de
la muerte del Bautista es de Herodías, madre de Salomé; en la obra de Wilde no es así. “Es que
el autor inglés –dice Perez Petit- en su constante afán de ser nuevo y de apartarse de las
sendas trilladas, a la vez que respondía a sus preferencias espirituales de verdadero esteta,

46
Virginia Cánova, op.cit.
47
José Pedro Barrán y Benjamín Nahún, El Uruguay del Novecientos, Banda Oriental, 1979
48
Víctor Pérez Petit, Los Modernistas. Obras Completas. Crítica VII, Mont., Claudio García, 1943
19

concibió la figura de Salomé como el de una virgen sádica, voluntariosa y terrible capaz de
mover por sí misma toda la acción de la tragedia sin necesidad de la sugestión de su madre ni
de otra persona alguna...”. Salomé, que fue pintada por Juan Manuel Blanes, parece sí un
modelo femenino con incidencia en las mujeres que escribían. La castidad y la fuerza son
atributos compartibles con María Eugenia Vaz Ferreira; el deseo y la muerte es, en síntesis, el
mundo de Delmira. La madre tan presente en las vidas de Delmira y María Eugenia, como en el
drama de Wilde, podía ser anulada en el momento de la creación.
El hecho de que las mujeres del Novecientos, las intelectuales burguesas no pudieran
acudir a los cafés ni andar solas por la calle, está marcando de qué manera eran excluidas de la
ciudad y de una posibilidad de contactos intelectuales y afectivos que fue fundamental para el
crecimiento “profesional” de los hombres. Esa era una carencia de la que las escritoras eran
conscientes. Delmira escribe a su amigo André Giot de Badet: “Si estuviera en Europa, (...)
tendría derecho de sentarme sola en la terraza de un café, sin que la mitad de la ciudad gritara
escandalizada”.49 Osvaldo Crispo Acosta recuerda un encuentro con María Eugenia Vaz Ferreira
en el que esta se había mostrado feliz porque “había llegado sola en tranvía a las afueras de la
ciudad; había descendido sola del tren, entre un montón de gentes severas; y en medio de la
calzada, sola, imperturbable ante la estupefacción de todos, había esperado y tomado, sola,
para regresar, el primer tren que volvía al centro (...) !Vengo de épater les bourgeois!, nos dijo
triunfalmente”50
La reconstrucción que a partir de la “Autobiografía” de Rubén Darío y de los textos de
otros memorialistas, hace Angel Rama de las reuniones en el café puede servir para medir lo
que las mujeres perdían. Señala el rasgo “grupal y público de la vida intelectual” y continúa:

“...en las largas horas de convivencia en el cafés‚ sobre todo horas nocturnas dado el régimen
de trabajo periodístico que comenzó a estilarse, dedicadas a discusiones literarias y a la mutua
lectura de sus producciones, alternadas con alcoholes o cerveza y raramente con “el rubio cristal
de champaña” como se traspondría a la poesía. Reuniones exclusivamente de hombres en que
se evocaba con extraordinario pudor y con impulso emocional alto, pasiones amorosas que no
bajaban de “la Helena eterna y pura que encarna el ideal”. Reuniones que de hecho funcionaban
como centros de obtención de trabajo mediante las conexiones que allí se establecían,
propiciadas por una fraternidad grupal que superaba las distinciones políticas y acudía
solidariamente en ayuda de los contertulios o distribuía entre todos las ganancias ocasionales
de la venta de un libreto o un artículo”.51

Excluida del café, la mujer con inquietudes quedó al margen de esa singular y caótica
posibilidad de apropiación de conocimientos y experiencias que fue un fermento determinante
de la actividad intelectual de los hombres. Como ya se dijo, también estuvo alejada de los
cenáculos de la época: la Torre de los Panoramos o el Consistorio del Gay Saber, liderados por
Julio Herrera y Reissig y Horacio Quiroga respectivamente, que fueron un reducto de gozosa
experimentación grupal. El recinto “natural” de la escritora fue la tertulia en casa de familia.
Como se desprende de la misma cita de Rama, la mujer uruguaya –a diferencia de otras
latinoamericanas- también estuvo ajena a otra experiencia fundamental para los escritores: una
nueva relación con el dinero que marcó un cambio en sus vidas y en su producción. Emile Zola,
intelectual de enorme influencia en el Novecientos, alaba al dinero pues dice que este ha
liberado al escritor de los “grandes” y lo ha transformado en un trabajador como los demás.

“Intentemos, escribe, comparar brevemente la situación de un escritor bajo el reino de Luis XIV
con la de un escritor de hoy. ¿Dónde está la afirmación plena y compleja de la personalidad;

49
Lo cita Ana Inés Larre Borges en “Delmira Agustini. Primavera Pagana” en Mujeres Uruguayas, Montevideo,
Alfaguara, 1997
50
Lo cita Rosario Peyrou en “María Eugenia Vaz Ferreira. Su paso en la soledad” en Mujeres Uruguayas, op.cit.
51
Rama, Angel, Las máscaras democráticas del modernismo, Mont., Fundación Angel Rama, 1985
20

dónde está la verdadera dignidad; dónde incluso, la mayor productividad, la existencia más fácil
y respetada? Evidentemente del lado del escritor actual. ¿Y esta dignidad, este respeto, esta
largueza de medios, esta afirmación de su persona y de sus pensamientos, a quién lo debe?
Indudablemente al dinero. En efecto, es el dinero, la ganancia legítimamente obtenida a través
de sus obras, la que lo ha liberado de toda protección humillante, que ha hecho del antiguo
volatinero de corte, del antiguo bufón de antecámara, un ciudadano libre, un hombre que solo
depende de sí mismo. Gracias al dinero le está permitido decir todo, ha abordado todo con sus
interrogantes, incluido el rey, incluido Dios, sin temor de verse arruinado. El dinero emancipó al
escritor y creó las letras modernas”.52

La situación que describe Zola no es trasladable estrictamente a nuestras tierras. No


hubo aquí mecenazgo, tampoco fue tan rotunda y definitiva la presencia de un mercado literario
y las consecuencias que este traía para sus participantes. Si Quiroga, Javier de Viana, Sánchez
han dejado testimonio de sus dificultades para vivir de sus colaboraciones -o puestas en escena
en el caso de Sánchez-, el malvivir de lo que producían solo era una posibilidad por su inserción
en el mercado argentino. Esta idea de la libertad unida al dinero está programáticamente
expresada en el editorial del primer número de la revista Vida Moderna. Historia, ciencias,
letras, artes (Montevideo, 1Novecientos). Dicen sus directores, Raúl Montero Bustamante y
Alberto Palomeque:

“...El comercio, -...- trabajando y vendiendo aquista oro, con el oro independencia, con la
independencia libertad, con la libertad derechos y con los derechos una fuerza muy superior a la
fuerza del ejército, y un ideal luminoso con que funda y compone grandes ciudades de carácter
democrático y gobierno republicano. No es posible desconocer la influencia que el comercio ha
tenido y tiene actualmente en los destinos humanos. El lleva la idea entre el humo del vapor, el
latido de la electricidad y las palpitaciones del rayo, escondiendo en las entrañas del buque, el
libro y el periódico que difunden el progreso y la libertad...”.

A diferencia de Zola que enfoca al escritor, su producción y su funcionamiento en el mercado,


los directores de Vida Moderna conciben todavía el libro y el periódico como algo que traen los
barcos. El carácter dependiente de su enfoque es evidente; también su desajuste con lo que
será la lucha por la profesionalización, central para los escritores del período. En la misma
revista en una síntesis valorativa de los libros publicados en el año, bajo el título de
“Bibliografía” 53 se manejan algunos juicios interesantes sobre la situación del mercado literario:

“Cuando ese tendencia altruista (la de escribir libros) persiste en el hombre, a través el andar
de los años, es de admirarse, sobre todo en un país donde no es posible producir el comercio
intelectual, por falta de un mercado consumidor (...) Aquí nadie vive del libro. Esto es un
accesorio y se escribe calamo currente, sin tiempo para corregirlo. Aun no hay profesión para el
escritor... “.

Es cierto que el profesionalismo era más una ambición de los escritores que una realidad.
Existía una forma incipiente y subsidiaria de ganar dinero escribiendo a través del periodismo.
No hay noticias de mujeres uruguayas que ganasen dinero de esa manera, sí de hombres. Un
indicio significativo lo constituye la presentación del escritor Arturo Cardoso Carvallo en la
revista Vida Moderna (julio, 1901): “...Modeló su espíritu en la lucha diaria de las redacciones,
en medio de la fiebre del trabajo, pensando y escribiendo a plazo fijo. Formó parte de aquel
núcleo intelectual que desde las columnas de El Heraldo, dio una de las notas más altas en el
terreno del periodismo uruguayo...”. El no poder incorporarse a la experiencia de realizar un

52
Citado por Altamirano, Carlos y Sarlo, Beatriz en Literatura/Sociedad, Bs.As., Librería Hachette, 1983. Tomado
de Emile Zola, “La nuova libertà del mercato letterario” en Pagliano Ungari, 1972
53
Vida Moderna, abril, 1901
21

trabajo intelectual remunerado –con la excepción del ejercicio del magisterio, pero con las
limitaciones que ya vimos- cercenó en la mujer una importante vía de contacto con la realidad,
una vía de dignidad y libertad personal que el hombre intelectual del Novecientos descubrió
deslumbrado.
María Eugenia Vaz Ferreira trabajó como secretaria primero y luego como docente de
literatura en La Femenina, no quiso publicar sus poemas y tal vez nunca haya pensado en ganar
dinero con ellos. Quizá eso mismo la salvara de las frustraciones que fueron corrientes para los
hombres, pero hay en ese mismo temor al riesgo una fuerza aniquiladora que estaba más
cercana como solución, de la mujer que del hombre. Ella y Delmira revelan una gran capacidad
de asimilación y transformación de técnicas y lenguajes. Una disponibilidad para el aprendizaje
y la creación que, en el caso de Delmira que nunca trabajó, no encontró uso en su realidad
inmediata. Delmira solo podía ser poeta: cuánto incidió en su fin el haber permanecido al menos
exteriormente en los límites aceptados, es algo que no podemos medir.
Rafael Gutiérrez Girardot plantea la paradoja de que la profesionalización del intelectual
se dio en forma paralela a la marginación del arte en el esquema imperante de “división del
trabajo”54. Al transformarse en “adorno pasajero” o “extravagante”, el arte podía ser un reducto
para la mujer. Por eso tal vez hay un espacio generoso para ellas en la prensa del Novecientos.
Si la mujer, en los estratos de los que podían salir escritoras, no competía en la conquista del
dinero, no es extraño entonces que ocupara en abundancia ese espacio cultural ambiguo,
marginal, no remunerado y prestigioso de la prensa, la revista, el libro.
La distancia entre el deseo y su posibilidad de realización era socialmente distinta para la
mujer y el hombre. El camino desde el impulso deseante hacia su concreción es siempre muy
sinuoso e intrincado y depende de una constelación de factores externos e internos. Cuando la
distancia es demasiado grande, en lugar de ser estimulante, puede anular todo impulso,
cancelar toda iniciativa. Poder trazar para cada cultura, para cada individuo –ambos en
dependencias múltiples- la óptima ecuación entre el acicate y su anulación por frustración o
facilidad es tal vez un proyecto utópico. Por ahora resulta prudente consignar que es inherente
a la literatura la capacidad de ampliar el campo de lo posible; y también señalar cómo el
proceso de incitación que las obras generan fue representado en algunos personajes femeninos
o en la vida de las escritoras. En un cuento de Manuel Ugarte “Confidencias de un pintor” se
encuentra lo que puede ser una explicación del sentir de la mujer intelectual. Dice la
protagonista, una mujer culta: “No sé hasta qué punto es buena la educación que me han dado.
El libro me lo ha hecho desear todo; la costumbre solo me permite ciertas cosas”55. Rosario
Peyrou cita una poesía primera de María Eugenia Vaz Ferreira leída en un festival celebrado en
1893 que -dice- “plantea ya su conciencia de la dificultad de ser poeta y mujer, un nudo
irresoluble que a la larga marcaría su vida y la sumiría en la soledad y la desesperanza”.
Además de la oposición entre la posibilidad de casamiento y el ejercicio de la poesía, sus versos
señalan la separación, la ajenidad de los mundos de la fantasía y de la realidad: “Dicen que no
es prudente, por otra parte,/ que nos aficionemos a la poesía,/ pues engendra en la mente
quimeras, sueños, / que nunca se realizan como pretende la fantasía (...) Mas yo encuentro sin
duda que es preferible / a una dicha pequeña ya realizada / una inmensa ventura que nunca
llega, / pero cuya esperanza mantiene el alma siempre encantada”.56
María Eugenia dramatizó en su vida esa paradoja, para ella infranqueable. Abrió la
brecha, sin embargo, para que otras pudieran transitar el camino de la creación sin renuncias
definitivas.
54
Gutiérrez Girardot, Rafael, Modernismo, op.cit.: ... En todo caso, el arte `ya no era la más alta expresión de
los menesteres del espíritu´, y su actividad era efectivamente marginal. Y no solamente porque la
literatura no fuera una profesión, sino porque en la sociedad en la que dominaba la `división del trabajo´
esta no tenía cabida, o cuando se la toleraba, figuraba como adorno pasajero o como extravagancia. A
esta sociedad le interesaban los llamados valores materiales, el dinero, la industria, el comercio, el
ascenso social.
55
Ugarte, Manuel, “Confidencias de un pintor”, Vida Moderna, julio de 1902
56
Peyrou, Rosario, “María Eugenia Vaz Ferreira. Su paso en la soledad” en Mujeres uruguayas, op.cit.
22

“Instantáneas” de un debate

El embarcarse en la “aventura intelectual” novecentista, era un desafío para la mujer de


una dimensión tal, que para calibrarlo tal vez valga la pena insistir que en el Novecientos la
mujer no estaba en igualdad de derechos que el hombre, y en qué términos se planteaba la
polémica sobre el lugar que debía ocupar en la sociedad. Las posiciones de los debatientes
masculinos no eran homogéneas. En el semanario El Atalaya (1901-1909), “órgano del
protestantismo uruguayo”, las posiciones ante el problema de la mujer sufren marchas y
contramarchas. En algunas oportunidades defienden a la mujer latina frente a la sajona porque
se queda en casa57, pero informan sobre las adelantadas hermanas Luisi, por ejemplo, y están a
favor del divorcio. Les preocupa fundamentalmente el tema del adulterio y consideran que el
divorcio lo puede solucionar. Sobre el tema de la emancipación femenina, los protestantes,
aliados de los liberales, tienen una actitud, más avanzada que los católicos. Alberto Nin Frías,
intelectual, protestante, autor de unos textos veladamente homosexuales, sostiene una posición
que podría considerarse de defensa de la mujer:

“Las influencias más benéficas que recibe una sociedad provienen de la mujer, y sobre todo
cuando esta es instruida y aspira a un ideal de sacrificios y trabajos (...) “Los países en que más
se venera a la mujer son también aquellos que están adelante de la civilización. Ejemplo
Inglaterra y Estados Unidos...Nuestro Uruguay ha entrado ya en el movimiento feminista.
Quince señoritas cursan estudios universitarios. Podemos considerarlas como verdaderas
heroínas de una causa que ha costado ganar. La mujer que busca abrirse una carrera para vivir
no es bien mirada aquí. Mucho coraje, voluntad y carácter se necesita para afrontar los
prejuicios seculares a que no es ajena la Iglesia Católica que ha buscado siempre alejar al
hombre de la mujer a fin de tenerla más bajo el dominio del sacerdocio...”.58

El problema de la formación de la mujer, depende de otro que es el primordial: el reparto


del poder. Por lo general, las disquisiciones en torno al problema oscilan entre considerarla el
mejor “complemento del hombre”59 o su “digna compañera”60. Nunca una rival, una competencia
o una colega, en cualquier esfera de acción. Una mujer, Minnie R. De Gattinoni (Junín F.C.P)
redondea con claridad el concepto de alcanzar cierto saber y mantener la subordinación.
Sostiene que la mujer debe desarrollar su inteligencia, no para que ocupe “los puestos públicos
o forme parte de bandos políticos, sino para que pueda llenar la misión para la cual Dios la ha
creado. Ella tiene su esfera de acción y es allí donde debe brillar”. La mujer debe “formar
hombres grandes, que sabrán dirigir los destinos de su patria por el sendero del progreso”.61
Algunas visiones apocalípticas, pueden dar la pauta del miedo masculino ante el cambio
de papel de la mujer: “Subirá al trono el adulterio y no habrá honras perdidas ni honores
ultrajados. Y el hombre entonará el mea culpa”.62 Lo cierto es que, con todos esos temores a
cuestas, más allá de las inhibiciones reales que el medio les impuso para actuar, Delmira y
María Eugenia al crear lograron una producción intelectual al nivel de las mayores exigencias.
Se pusieron a la altura de los hombres, en un mismo nivel profesional, derecho adquirido que
en el momento -de distintas maneras, algunas perversas- les fue escamoteado.

57
Esto tiene sentido en el marco de un debate más amplio entre lo latino y lo sajón que consumió miles de páginas
en la prensa de la época.
58
Alberto Nin Frías, “La mujer uruguaya y la ciencia”, El Atalaya, 26.3.1904
59
El Atalaya, 20.1.1907
60
El Atalaya, 29.4.1906
61
El Atalaya, 23.6.1907
62
Alfredo Varzi, Vida Moderna, agosto 1901
23

El ejercicio del criterio

El ejercicio del criterio fue en el Novecientos masculino. No hubo críticas mujeres. Estas
publicaron libros –en su mayoría de poesía- y fueron comentadas en las revistas con un
paternalismo que el talento de las composiciones de Delmira y Ma Eugenia volvió más
escandalosamente inapropiado. Otras poetas satisficieron con sus poesías las expectativas de
decorativismo e insulsez que de ellas se esperaba.
A diferencia de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales dirigida por José E.
Rodó, Víctor Pérez Petit y los hermanos Martínez Vigil, en la que abundan los ensayos amplios,
ambiciosos, sobre todo de la pluma de Rodó, en la mayoría de las revistas del período falta esa
visión abarcadora. No se plantea tampoco una preocupación teórica, que eleve a la crítica al
rango de disciplina: esto es precisamente lo que hará Alberto Zum Felde unos años después.
Los críticos del Novecientos manifestaban su sensibilidad y sus criterios estéticos (realizaciones
técnicas, lenguaje, expresión o no de lo “real” o subjetivo) y solían explicitar valoraciones
morales. Las revistas del período proporcionan un testimonio privilegiado de encuentro y
desencuentro de criterios y perspectivas, de ese juego entre lo remanente, lo vigente, lo nuevo
(Real de Azúa) que es la manera en que se presenta la actualidad. Es muy interesante por
ilustrativa de esa confluencia de tiempos y perspectivas, la distribución espacial de nuestro
parnaso realizada por Alberto Nin Frías en su “Ensayo sobre las poesías de María Eugenia Vaz
Ferreira”:.

“En el fondo del jardín de esta novel academia ática está Zorrilla de San Martín
conversando con Magariños Cervantes y Figueroa, nobles pioneers, mientras cruzan por su
imaginación y razón claras las sombras de Artigas y Tabaré. Muy cerca de estos areopagitas
están las poetisas María H. Sabbia y Oribe y Ernestina Méndez Reissig, amistosamente
entrelazadas como dos atenienses, sonríen al bardo cristiano y se cuentan sus vidas sencillas,
pero bellas. Más allá, tendiendo su mano hacia un brazo de la lira zorrillana está Raúl Montero
Bustamante, pensando en cantar a los héroes de la patria. A lo lejos se avista una cabalgata
poética guiada por Roxlo, hecho una llama, tan intensa es su inspiración fogosa: canta con calor
a la tierra en que nació y soñó. Lo acompañan Elías Regules, Antonio Lussich, De María y otros
bardos que adoran la vida del campo americano. Cerca de estos cabalgan también tres
trovadores del gayo amor: Guzmán Papini y Zas, Emilio Frugoni y Ricardo Passano (...) Hacia el
medio del jardín, en un bosquete, José E. Rodó, como Diógenes, está solo buscando la forma
ática y el aticismo en la vida; viste clámide valeriana....Daniel Martínez Vigil (...) Más allá, la
gran poetisa del Uruguay y de América, como Penélope, teje la tela de la poesía de su vida,
esperando a su soñado Ulises. Acullá un grupo de soñadores melancólicos oye la altiva música
de Stéphane Mallarmé y de Verlaine, mirando a veces las acuarelas de lánguidos y delicados
colores que pinta en el flanco de su ánfora helena Albert Samain. Uno de ellos, envueltos en la
clámide magistral, escuchaba sabiamente y luego canta extraña y hermosamente ante dos
24

discípulos extasiados. Son ellos: Julio Herrera y Reissig, Julio Lerena Joanicó, y Juan José Illa
Moreno...”. 63

Puede resultar ilustrativo leer en relación dos publicaciones que comentaban las obras
que surgían y que llegaban en ese momento, como Vida Moderna y Almanaque artístico del
siglo XX. La primera fue dirigida por un hombre de la generación anterior a la del Novecientos:
Alberto Palomeque (1852-1937), y un estricto comtemporáneo: Raúl Montero Bustamante
(1881-1958). Este último fue un crítico inteligente e informado cuyo sentido moral no le
permitió aceptar las “delicuescencias” del decadentismo. Puede ser considerado un ejemplo
paradigmático de las contradicciones, de los dilemas que tuvo que enfrentar un hombre culto,
interesado, con un sentido de lo moral y lo recto convencional o mayoritario en el momento, a
la hora de enfrentar las nuevas corrientes. A diferencia del Almanaque artístico del siglo XX
compuesto prácticamente de poesías, en Vida Moderna predominó el ensayo, el tratado. Esto es
un indicio más de su desapego frente a una corriente espiritual central al Modernismo que
encontró su cauce privilegiado en la poesía.
Las filiaciones no son tajantes; los tanteos, los deslumbramientos, el avanzar algunos
pasos en un sentido y desandar camino es lo que se desprende de la lectura desde el hoy. En el
primer tomo de Vida Moderna hay una bibliográfica de Raúl Montero Bustamante a La raza de
Caín (1Novecientos) de Carlos Reyles que es muy elogiosa y que demuestra un cercano
conocimiento de las nuevas corrientes. Al mismo tiempo no puede no alertar ante el peligro que
representan. El temor al pesimismo, a lo desacomodante de la angustia y la depresión es algo
que irá dejando afuera definitivamente a Montero Bustamante de la sensibilidad de los
decadentes. Alejándose un poco, es posible percibir el cortocircuito entre una concepción muy
esquemática que relacionaba el bien con la salud, la enfermedad con el mal, propagada por el
“poder médico” y aceptada por la sociedad global, respetada por algunos intelectuales
integrados, y el malditismo, las tenebrosidades, los excesos de los decadentes. Raúl Montero
Bustamante es de los pocos que hace un esfuerzo de comprensión, y de los pocos que además
tiene instrumentos convincentes para hacerlo. Pero en ese cortocircuito virtual, se queda del
lado de la sociedad, de la corrección en el lenguaje, del sentido común.

“La raza de Caín, viene de aparecer, sellando todos los labios en un silencio de
admiración y de respeto (...) Guzmán es un hijo del siglo heredero de sus neurosis y
degeneraciones. Melancólico desorbitado, exquisitamente sensitivo (...) Hay algo en él de
original que no es posible expresarlo; pero si algo hubiéramos de reprocharle, es la vulgaridad
de algunas palabras con que parece complacerse, y que disuenan lamentablemente en ese
concierto de delicadezas, en ese ambiente aristocrático (...) Reyles es entre nosotros un
desorbitado, al que una profunda misantropía unida a una falsa concepción de la vida, han
conducido a la conclusión de un determinismo exagerado (...) La raza de Caín es un libro ilógico
y turbador. Su amargo pesimismo es peligroso. La emotividad exagerada del autor, produce en
ciertos casos, por sujestión (sic), tensiones profundamente depresivas para el sistema. No
puede pues, ser saludable -como le llama su autor- una obra de desesperación y de duda”.

Sueño de Oriente de Roberto de las Carreras sacudió las conciencias de una manera que
podría dejar un tanto perplejo a un lector actual del libro. “El libro de de las Carreras ha caído
en nuestro ambiente intelectual como una bomba”, dice Raúl Montero Bustamante en una crítica
que es muy ilustrativa de sus contradicciones –que no son solo suyas. Montero Bustamante es
el representante más “preparado”, el “médico” preocupado por la “salud” espiritual del común
de la gente. Vale la pena transcribir un fragmento de esta extensa reseña:

63
Alberto Nín Frías, “Ensayo sobre las poesías de Ma Eugenia Vaz Ferreira”, recogido en Nuevos ensayos
de crítica, pero originariamente publicado en Vida Moderna (Mont., Nos 30 y 31, mayo-junio 1903)
25

“A la sorpresa, al aturdimiento de los primeros instantes, ha sobrevenido la calma, el


silencio, la atonía (...) Sueño de Oriente es sin duda alguna lo mejor en su género que se ha
escrito en Montevideo de mucho tiempo a esta parte. Prescindiendo de nuestros
convencionalismos respecto a su moral detestable, al fondo de la obra, a su sensualismo
espantoso, al refinamiento salvaje y a la vez sublime con que ha sido escrito; su brutalidad
exquisita, y el erotismo enfermo que de él se desprende, Sueño de Oriente es una verdadera
joya única del género. La factura es soberbia, artística, brutalmente hermosa. El lenguaje
exuberante, rico, lujurioso. Derroche de color y de armonía, torrentes de luces y de
resplandores, todo, en una mezcla artística, sublime (...) Sueño de Oriente es un libro de
trabajo, de trabajo paciente y continuado, en que la lima manejada hábilmente no ha dejado
una arruga, una sola sinuosidad (...) Por otra parte el libro es lamentablemente venenoso. Su
lectura hace mal, el refinamiento salvaje de su sensualismo enloquecedor emponzoña (...) Es el
himno de la carne, su grito potente y grandioso que se eleva sobre nuestro pobre espíritu que
duda y se aterra. Y el delirio termina al fin, la cuerda demasiado tensa estalla con el chasquido
de un beso. El sueño ha terminado y viene la realidad, que como fresca brisa sopla en las
últimas páginas del libro y nos refresca la frente y las entrañas. Pero por sobre todo esto, la
verdad se destaca, poderosa, deslumbrante. La verdad es arte. Y triunfando la verdad, triunfa el
arte. Y de los escombros y las ruinas que de las Carreras produzca con su libro, este se elevará
siempre como una cruda nota de arte, como una manifestación soberbia de la verdad (...) Sus
extrañas teorías morales las sostiene con tanto candor, con tanta ingenuidad, con tal infantil
convencimiento, que es preciso perdonarle. Roberto de las Carreras es un convencido…”.64

Montero Bustamante agrega que Sueño de Oriente ha sido “un verdadero éxito de
librería” y tilda al público de hipócrita pues “lee a hurtadillas, y en la soledad de las
habitaciones lo que excomulga...”. Sigue con una impresionante lista de halagos, dice que el
público no ha sabido mirar la forma, que es lo que él alaba; considera que ese “no es un libro
para nuestro medio” y termina: “Que haya aplausos pero que también haya censuras”.
“Aplaudir” la forma y “censurar” el contenido es lo que hace Montero Bustamante, cuando lo
que los decadentistas están proponiendo es anular esa distinción. No es extraño entonces que
reivindique como modelo literario a Zorrilla de San Martín, y a Rafael Fragueiro, a su criterio, su
continuador65. Señala en una de sus abundantes bibliográficas “la actual necesidad de nuestro
medio ambiente” de “un poeta original e intenso que recoja de manos de Zorrilla de San Martín
el molde en que vació Tabaré, un gran libro americano, poco conocido de nuestros jóvenes
literatos, que tiene el modesto mérito de ser el poema más grandioso escrito en idioma
castellano, sin que tal vez lo sospechen los compatriotas del autor”.66
Ese sentido del “deber ser” de la literatura, que comparte con otros críticos o reseñistas
del momento no solo establece reparos al decadentismo, también lo hace con el realismo. La
muerte de Emile Zola en 1902 provocó una enorme conmoción en el medio intelectual
montevideano. Se discutió fundamentalmente la moralidad sexual del arte del narrador francés.
En esas disquisiciones se pusieron en juego ideas que rechazaban la noción de literatura como
documento de la realidad, o por lo menos de toda la realidad. Lo sexual y lo desagradable debía
quedar afuera de lo artístico. Lo moral era idealizar, mostrar el bien, no copiar ni describir el
mal67. En contraposición a la estética de Zola, Alberto Nin Frías, un crítico más periférico que
64
Revista Literaria Nº3, 1.6.1Novecientos
65
En algunas bibliográficas de Vida Moderna, sin firma, pero seguramente hechas por Montero
Bustamante, el modelo de creación es el Tabaré de Zorrilla de San Martín. No duda en sumar como
modelo también a Rafael Fragueiro, poeta menor, pero que Montero considera representante de lo
“hondamente humano” y de una “intensa personalidad poética” como a Zorrilla. Ver S/f Comentario a
Soledades. Armonías crepusculares (1902) de Carlos Roxlo en Vida Moderna, agosto, 1902
66
Vida Moderna, agosto 1902. Comentario al libro De lo más hondo (1902) de Emilio Frugoni
67
Los ejemplos abundan. El número de octubre de 1902 de Vida Moderna, se abre con un artículo de Alberto
Nin Frías titulado “Zola”: “...Para algunas de sus obras nunca podrá ser benévola la moral de los espíritus
elevados, y a los corazones puros no les será permitido aceptar un realismo tan enervante; en otras y me
26

Montero Bustamante, pero con la tribuna de El Atalaya y una presencia respetable y respetada
en varias publicaciones, propuso una estética ecléctica, que no “dañe la moral”, que fuera por
lo tanto capaz de conciliar “el realismo con el ideal”.
José Enrique Rodó fue el pensador, el ensayista del Novecientos; pero el crítico, es decir
alguien al tanto de lo que sucedía en las letras dentro y fuera del país, en situación y con
voluntad de incidir en la formación de un juicio sobre lo que se produce y se lee, fue en esos
primeros años del siglo XX Raúl Montero Bustamante. Se mostró preocupado por atisbar la
irrupción de lo nuevo, por considerar lo actuante, lo que circulaba en el momento, y por
valorarlo a la luz de la literatura anterior y de lo que se hacía en el mundo. Por eso las
ambigüedades de sus juicios sobre la literatura surgente en el Novecientos resultan altamente
significativas.
En términos generales se podría decir que Montero Bustamante y Nin Frías coinciden en
la valoración de la literatura decadentista o modernista. A diferencia de Nin Frías, de cultura
sajona, Montero Bustamante es un defensor de lo hispánico. Le critica a Nin la influencia de
Hipólito Taine, a quien dedica su Cervantes, ensayo sobre una sociedad literario-internacional,
por difundir el positivismo en una América que no está preparada para recibirlo. Elogia sin
embargo la exaltación de Cervantes “hoy tan desdeñado por la juventud, que solo vive de lo
exótico, de la efímera literatura importada de París, y que solo bebe sus inspiraciones en las
turbias fuentes del modernismo...”.68 Hispanista, más autoritario que Nin Frías, Montero
Bustamante fue de una coherencia absoluta en su cerrar filas contra las nuevas corrientes
cuando escribió a propósito del libro de poesías Solaz de Luis Martínez Marcos (Santa Fe, 1901):

“...Esas modernas escuelas literarias, importadas de París, bajo el nombre de decadentismo,


simbolismo, delicuescencia, etc, han echado hondas raíces en nuestra América. Tendencias
malsanas, de decadencia y de muerte, perfectamente esplicables (sic) en las viejas sociedades
europeas minadas por el hastío y la corrupción, resultan entre nosostros ridículas y peligrosas
(...) Comprendo el decadentismo y el simbolismo, en espíritus superiores, verdaderos atávicos
intelectuales...”.

También José Enrique Rodó se sumó a las voces de rechazo del “decadentismo”, aunque
sus reparos fueron más precisos y racionales. Se inscribían en un debate más amplio sobre cuál
era la literatura que nuestro continente necesitaba. En una carta a Miguel de Unamuno del
20.3.1904 fecha el fin del movimiento que no consideraba pertinente para su proyecto de
América Latina:

“La vida literaria se arrastra por aquí (y, en general, en América) muy perezosa y
lánguida. Hay cierto estupor. Por fortuna va pasando, si no ha pasado ya, aquella ráfaga de
decadentismo estrafalario y huero que nos infestó hace ocho o diez años. Yo creo que pocas
veces, en pueblos civilizados del todo, se habrá dado ejemplo de tan pueril trivialidad literaria y

place constatar que son las más, no podrán dejar de alabar los más intransigentes y sectarios, el arte
magistral de un pintor grandioso de la actual sociedad con sus ideales, virtudes, vicios, ideas y
sentimientos. En este sentido su obra es la de un sociólogo pintoresco a lo Agustín Thierry, el Homero de
los historiadores; cada una de sus obras es un proceso minucioso, un documento humano que en un
futuro aún distante servirá a los historiadores para apreciar y juzgar a la humanidad de hoy (...) La
influencia de su método estético es considerable, y lo es notablemente en la América Latina donde cuenta
con no pocos entusiastas, entre los jóvenes; sin embargo por las novelas licenciosas que ha inspirado el
realismo abominable de su Nana, esa influencia que pudo, interpretándose sanamente, saludarse como
buena, ha sido de pésimos resultados. El estudio anatómico y fisiológico de la degradación e incapacidad
que hizo su renombre, pero no contribuyó a su gloria, se refleja en demasía a través de las novelas y
escritos eróticos de una juventud triste, que a fuerza de lecturas mórbidas se contagia al punto de perder
la salud física, la alegría del vivir, los sentimientos nobles y las ambiciones viriles; el mundo se le hace
insoportable y la sociedad odiosa...”
68
Vida Moderna, abril de 1901
27

tanta perversión del gusto, y tanta confusión de ideas críticas, y tanta ignorancia audaz, y tanta
manía de imitación servil e inconsulta, como se vio en algunas partes de Nuestra América con
motivo de aquella carnavalada”.69

Si a la hora de crear algunos hombres y mujeres escritores desplegaron una audacia


similar; en el ejercicio del criterio, que fue únicamente masculino, los críticos no pudieron
desprenderse de su moralismo. Se mantuvieron en los carriles que la sociedad del momento
preestablecía. Tal vez no sea arbitrario señalar que, desde su esperada pasividad, cuando las
mujeres se plantearon el desafío intelectual, fueron mucho más arrojadas que los hombres.

CAPITULO 4. De poetisa a poeta: la aventura intelectual

“El artista es el Luzbel a quien las preocupaciones sociales y las mezquindades del
mundo precipitaron a la vida solitaria”70 dice Alberto Nin Frías en un artículo sobre “El ideal
religioso y la literatura que vendrá”. Como en eco, el protagonista de El extraño de Reyles
reflexiona sobre su diferencia y se protege escribiendo:

“En su aislamiento sentía vagamente el vacío de no tener ninguna tarea que le pusiera en
relación con los demás hombres, y al mismo tiempo repugnancia y miedo de llenarlo.
Repugnancia de confundirse con la plebe, miedo de caer en la lucha, miedo de que lo
pisotearan, miedo de dolor. “Para obrar es necesario enrudecerse, y yo no he hecho otra cosa
que afinarme”, reflexionaba, y la nítida y justa conciencia de su desemejanza, lo hacía retirarse
de los cristales, coger la pluma y, si no contento, al menos resignado, meterse de nuevo en sí,
como el caracol en su concha cuando hace frío”. 71

Esta idea del poeta como ser solitario y “desemejante”, nada nueva, convive con la visión del
mismo como un “orfebre” que perfecciona su joya día a día. Si volvemos al Julio Guzmán de El
Extraño, en la narración se cuenta que:

“Todas las mañanas trabajaba dos horas en los Zafiros, a los que no había agregado ninguna
composición desde mucho tiempo atrás; perfeccionaba las viejas. Algunos versos, muy pocos
ya, veíanse señalados con lápiz azul: eran los que había necesidad de limar aún, y sobre ellos
se estaba horas enteras, puliendo el vocablo, afinando el concepto, hasta que llegasen a ser sus
rimas lo que él quería que fueran: frascos preciosos de esencias sutiles”.

El mismo Guzmán se precia de ser capaz de percibir la belleza de la forma más allá de la
fealdad del asunto.

“-Para nosotros los curiosos esto es una preciosidad artística, nada más, porque la hermosura
de la línea, la verdad de los gestos, la armonía del conjunto nos embarga el ánimo, nos absorbe
y no vemos otra cosa que la belleza; lo feo del asunto desaparece, muere o se presenta al
espíritu en tan último término que no solo no lo perturba, sino que ni lo distrae siquiera. Pues
bien, hay frases que son para mí lo que esta joya; para otros suciedades no más: ¿quién
interpreta con más elevación?”.

69
Tomado de La literatura uruguaya del Novecientos, Revista Número, 1950
70
Alberto Nin Frías, “El ideal religioso y la literatura que vendrá”, Vida Moderna, set. 1901
71
Carlos Reyles, “El extraño” en Antología de poetas modernistas menores (prólogo y selección Arturo Sergio
Visca), Mont., Bibl. Artigas, 1971
28

“Luzbel solitario”, orfebre, descubridor de la belleza, el poeta es una figura de prestigio.


Para la mujer no se manejaban las mismas nociones. Se mantiene en la época una ambigüedad
en su nominación que resulta muy llamativa. “Poetisa” es la mujer que compone poesía.
“Femenino de poeta” dice el Diccionario de uso del español de María Moliner, que establece para
“poeta”: “hombre que compone poesía”. Sin embargo hoy no se usa la palabra “poetisa”. El
término tiene algo de provinciano, anacrónico, vetusto. Se usa “poeta” para la mujer y el
hombre. Tal vez porque se ha agudizado la conciencia de algo desvalorizador al calificar de
“poetisa” a una mujer, la manifestación de una distinción y de una diferencia que minimiza al
mismo tiempo en que ordena y clasifica. Esto que parece el resultado de un proceso de
desplazamiento de sentido ocurrido en los últimos tiempos, estaba presente en la conciencia de
María Eugenia Vaz Ferreira. En una oportunidad le manda versos a Alberto Nin Frías y le
escribe: “yo siento por ellos una pasión intermitente…tan pronto me considero primer poeta de
América, como la más insoportable poetisa del Uruguay…”.72 María Eugenia tenía una visión
clara de la manipulación de la situación de las mujeres poetas contemporáneas. La fama es del
o de la poeta.
La “poetisa” era un modelo que estaba muy a mano: para describirlo habría que evocar
un ambiente de salón provinciano, de “juegos florales”, de patio de escuela y casa con carpetitas
y retratos. Este no encaja con el carácter de María Eugenia ni con su inteligencia ni con su
sensibilidad. En una carta a Alberto Nin Frías, Ma Eugenia realiza apreciaciones sobre su
persona que coinciden con testimonios de allegados y que revelan una lucidez del todo ajena a
la “poetisa”: “…con mi carácter impulsivo y mal educado, pero de una espontaneidad y
sinceridad de oro …” o “…a pesar de mi carácter independiente y despreocupado, o tal vez por
eso mismo tengo por la respetabilidad femenina, como yo la entiendo, una susceptibilidad casi
enfermiza…”. La “poetisa” tal vez encaje con la imagen social de Delmira, la que ella necesitaba
alimentar para dar rienda suelta a la otra; pero no con María Eugenia.
La imagen de la “poetisa” estaba delineada en las presentaciones de las poetas mujeres
que los hombres hacían en las revistas de la época. Una reseña al libro Lirios (1902) de
Ernestina Méndez Reissig en la revista Vida Moderna (marzo, 1902) empieza: “Estos libros no
resisten el análisis; es preciso leerlos con absoluta sinceridad, sin prevención alguna; abrirles el
alma de par en par, para que en ella penetre la poesía intensa y sugestiva, que brota de sus
versos ingenuos, llenos de infantil candor...”. En agosto del mismo año, en la misma revista,
María Morrison Masini publica un poema “Sin savia”, que es exactamente eso. Así se la
presenta:

“La delicada poetisa que inaugura su colaboración en Vida Moderna, tiene justo derecho a
la consagración que solo alcanzan los intelectuales elegidos. MMM es muy joven aún. Dotada de
un refinado temperamento artístico, que le hace comprender el vario laberinto de la vida con la
clarovidencia de un apóstol de escuela positiva, no la engañan las altas regiones cuando el
vuelo de su imaginación ardiente la lleva a huir del prosaico y monótono nivel del mecanismo
diario, ni olvida la sublimidad de la verdadera poesía, la eterna poesía de la abnegación en la
nobilísima tarea de maestra de escuela, a la que dedica la fuerza de sus más puros
entusiasmos. Ha colaborado ya en varios periódicos literarios de aquí y de Buenos Aires; y si sus
versos son sinceros, valientes, sentidos, la prosa irreprochable de sus numerosos cuentos y
novelas cortas, la colocan entre los más castizos escritores del país”.

Al final no puede faltar la prosapia patricia (la de un padre de la Patria) que la autorice:
“MMM es nieta del constituyente don Ramón Masini”. Es notable la ambigüedad de la
presentación. La “verdadera poesía” en la mujer reside en la “abnegación” con que sirve a los
niños y a la sociedad como maestra, no en lo que escribe. Eso inapreciable y sublime que está
en la vida y no en la obra es lo que marca –y desvaloriza- a la poetisa. Se puede continuar con

72
María Eugenia Vaz Ferreira, Cartas a Nin Frías, Rev. de la Biblioteca Nacional Nº 12, Mont., febrero de 1976
29

los ejemplos: Ricardo Sánchez hace una bibliográfica al libro de Ernestina Méndez Reissig
-asidua colaboradora de las revistas del novecientos- Lágrimas (Dornaleche y Reyes, 1900) que
es un modelo de paternalismo: “Pero no hay regla sin excepción y la excepción en este caso la
constituye la delicada niña y gentil poetisa (subrayado en el original), Ernestina Méndez Reissig,
que avanza fuera del círculo de sus íntimos, con la publicación del simpático folleto intitulado:
Lágrimas en que el verso sentimental alterna con la suave y sencilla prosa”. La misma poeta
es presentada en la revista Apolo (junio-julio 1906) como una “poetisa tierna, emotiva; tal el
alma de Bécquer, con quien tiene afinidades sentimentales...”. Calificativos similares fueron
perpetrados a Delmira y María Eugenia. Era una convención que aporta indicios del sostén
ideológico de esa sociedad. Cuando Delmira firma “Joujou” en la revista La Alborada y presenta
otras poetas, reproduce esa mirada masculina. Para medir el peso de esa convención podría
aportarse otro ejemplo. Una mujer que publica poesía combativa puede considerarse un
fenómeno a destacar. Esther Parodi Uriarte publica el poema “Rojos” “Para Angel Falco,
admirativamente” (Del libro en prensa Holocausto). Bajo el título de “Una poetisa roja”, Falco,
poeta y anarquista, la someta a una presentación absolutamente convencional y burguesa
(Revista Apolo Año II Nº9, nov. 1907). Salvo escasas excepciones, los intelectuales hombres en
general y los intelectuales de izquierda en particular no difirieron de la consideración social
imperante en su mirada sobre la mujer. No deja de ser curioso que cuando el crítico argentino
Alejandro Sux escribió en un artículo sobre la poesía de Delmira que al aparecer “El libro Blanco
la crítica de Montevideo dijo frases comunes”, Delmira haya respondido airada que la crítica de
su país la había “mimado como a hija predilecta”73. Tal vez deba inferirse que Delmira, a
diferencia de María Eugenia, no fue muy lúcida para discriminar una manera minimizadora de
elogiar.
En las reseñas de las revistas del Novecientos es común encontrar la palabra literato-
literata usada con un sentido despectivo. De María Torres Frías, quien publicó Hojas de rosas
(Salta, 1902) se dice: “...es una verdadera poetisa, que nada tiene que ver con las literatas que
tanto abundan en el medio ambiente americano...”. Algunos años después, Victoria Ocampo,
escritora y tenaz promotora de una de las líneas de la literatura argentina que marcó al siglo
XX, hace referencia al mismo sentido de la palabra. Dice en su Autobiografía II: “Literato es una
palabra que solo se toma en sentido peyorativo en nuestro medio (...) Si se trata de una mujer
(...) está al borde de la perversión y en el mejor de los casos es una insoportable marisabidilla,
mal entrazada”74. ¿Sería “la literata” la mujer que pretendía saber y por lo tanto era una
pretenciosa? La contraposición poetisa-literata del primer juicio no funciona en el hermoso
testimonio que Osvaldo Crispo Acosta dejara sobre María Eugenia Vaz Ferreira. El crítico señala
una de las desavenencias entre María Eugenia y su mundo: “Para los más fue la poetisa, la
literata, ella que tal vez solo hubiera querido ser, en toda la plenitud de su alma sincera, la
mujer de gran corazón y gran inteligencia que asomaba entre sus risas” 75. En la melancolía con
que consigna esta dualidad reside una de las claves del desacomodo de María Eugenia y de la
trampa de la poetisa. No es dramática la situación de ser vista como tal, pero es una limitación
a su posibilidad de ser libremente. Un cerco que los otros probablemente no percibían y que el
carácter libre y fuerte de María Eugenia, sí.
La mujer, a principios de siglo, debía ser esposa y ocuparse de la realidad cotidiana. Si
escribía, el lugar que aparece más frecuentado es el de la “poetisa”. Delmira y María Eugenia no
se hacen cargo de su vida como se esperaba que hiciera una mujer y ocupan el lugar de la
“poetisa” de una manera ambigua, molesta, cargada de contrasentidos. El arte concebido como
un mundo autosuficiente ofrecía a sus practicantes una zona “trascendente”, de resguardo.
Alejadas de la experiencia callejera, y de su apertura al registro de lo instantáneo, el ARTE con
mayúsculas, fue para nuestras poetas del Novecientos una protección y una situación de asfixia.

73
Delmira Agustini, “A propósito del juicio de Alejandro Sux”, La Razón, 27.9.1911
74
El fragmento de la autobiografía de Victoria Ocampo es citado por Sylvia Molloy en Acto de Presencia, México,
F.C.E., 1996. Pag. 86.
75
Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar), Motivos de crítica Tomo III, Clásicos Uruguayos, 1965
30

En las primeras poesías de Delmira hay una conciencia muy clara de la condición
excepcional del poeta: En “¡Poesía!” (Rojo y Blanco, 27.9.1902) dice en dos versos: “¿Acaso
puede al esplendente cielo / Subir altivo el infeliz gusano?”. “La fantasía” (La Alborada,
14.12.1902) es: “…Un camino ignorado para el vulgo/Y que solo conocen los poetas…” “Flor
nocturna” (La Alborada, 28.12.1902) metaforiza la figura del poeta: “¡Hastiada siempre de
lumbre! / ¡Siempre de sombras sedienta!” . En este poema y en ¡Artistas! (La Alborada,
22.2.1903) dedicado a María Eugenia Vaz Ferreira es posible señalar cómo la poeta construye
literariamente una actitud de incomprensión e insatisfacción en su medio. Coloca a su “Flor
Nocturna”: “¡Lejos de envidias y odios! / ¡Lejos de traiciones negras!”. Ve tras los pasos de
María Eugenia a “dos sombras inclementes”: “Son la envidia y la calumnia, dos hermanas
maldecidas”. Lo que abundó en los primeros pasos de las dos poetas fueron los elogios –
protectores o perdonavidas-, pero no es eso lo que aparece en estas poesías de Delmira. Más
allá de las alabanzas que es consciente de haber recibido, Delmira creó en su poesía el mito del
artista incomprendido. Esto fue un tópico de la poesía modernista y una verdad última, pues el
halago puede ser también una forma de la exclusión.
Ricardo Gullón, quien ha señalado que “los hispanoamericanos fueron los primeros en
sentir la necesidad de ponerse al día y los primeros en advertir que la modernidad implicaba
una actitud diferente, un ser distinto, unos modos de situarse frente a la vida y el arte que no
podían coincidir con los de sus predecesores...”76 ha sintetizado la noción del estilo de los
modernistas con la imagen del “paso adelante”, de la “aventura intelectual”. Esta visión sirve
para calibrar la dimensión del desafío que enfrentaban las mujeres. Lo importante es que
ambas, Delmira y María Eugenia, ocupando o no el lugar de la “poetisa”; rechazándolo de plano
o haciendo uso de él, participaron con su poesía de la gran “aventura intelectual” de los
creadores modernistas. No estuvieron a la zaga, no quedaron en la confortable trampa de “la
poetisa”.

Los costos de la aventura intelectual

Si la mujer podía ser culta, siempre y cuando eso no pusiera en riesgo el poder
masculino, también es cierto que en el agitado y excitante mundo de la creación debía ser más
fácil que en otras áreas compartir conocimientos y experiencias. Si uno piensa en la mujer que
ya había realizado una opción intelectual, lo más probable es que tuviera la misma posibilidad
de acceso a los libros que el hombre. Delmira y María Eugenia parecen tener lecturas similares a
sus colegas masculinos. En la pequeña sociedad montevideana del Novecientos, los elegidos
para el arte –hombres y mujeres- debían intercambiar, en casas de familia, en tertulias, sus
libros. María Eugenia era amiga de Alberto Nin Frías, con quien se escribía cartas en las que le
contaba problemas personales y sus inquietudes literarias; Delmira por su parte, se carteaba
profesionalmente, entre otros, con Ruben Darío. Era el entorno práctico de las escritoras el
claramente limitante: sin derechos cívicos, en un marco vital en el que el desempeño de un
trabajo o una profesión -para la burguesa- era una situación absolutamente excepcional; con
una conducta social y sexual estrictamente controlada. Por las razones que ya vimos -por ser
una actividad marginal y no remunerada- la escritura era un espacio posible.
Un porcentaje muy considerable de los textos que aparecen en las revistas del
Novecientos, son firmados por mujeres. La mayor parte de estas composiciones revelan un
ejercicio fácil y previsible de la escritura. En los casos en que el compromiso con la creación es
auténtico, como sucede con Delmira y María Eugenia tal vez sea válido preguntarse de qué las
liberó su situación de escritoras, y qué responsabilidades les creó. Es posible pensar que la idea
de “excepcionalidad” en la que tanto abundan las crónicas sobre la poesía y la persona de
Delmira y María Eugenia fuera un refugio que les proporcionaba una manera de no someterse ni

76
Ricardo Gullón, El modernismo visto por los modernistas, Barcelona, 1980
31

romper el sistema de reglas opresivo. A Delmira, la poesía la eximió de sus responsabilidades


domésticas; a María Eugenia parece que no. Pero ambas lograron que sus formas de actuar
fueran consideradas “extravagancias” propias de su talento. Fueron capaces de convivir lo
suficiente con el sufrimiento y la soledad como para crear una obra perdurable.
En lugar de la pregunta foucaultiana de cómo se construye una mujer en el novecientos,
preguntaría cómo se destruye. Esto obligaría a una visión más interior, que tuviera en cuenta
los demonios personales en relación con el medio. La respuesta más inmediata y obvia es
“queriendo ser distinta” del estereotipo que la sociedad patriarcal le asignaba. Las feministas,
las mujeres integradas a un trabajo, encontraron en una solidaridad de grupo o clase las fuerzas
para su lucha. Pero ¿qué sucedía con la mujer aislada, con la intelectual no programática,
absorbida por una búsqueda individual realizada en soledad?
En la novela de Carlos Martínez Moreno La otra mitad (México, Joaquín Mortiz, 1966), el
protagonista es un profesor de literatura que realiza frente a sus alumnos una brillante
exposición sobre “Delmira” porque en ese momento está conmovido por la muerte de una mujer
que era su amante. El personaje plantea que la crítica ha buscado en Enrique Job Reyes y en la
madre de Delmira la explicación de su muerte; él considera que Delmira es la “productora” de
su muerte. También podría pensarse –y creo que es más fácil hacerlo- que María Eugenia es la
“productora” de su enfermedad, en el sentido de que su susurrada “locura” tiene un fuerte
carácter de estigma social. La extravagancia y la enfermedad pueden funcionar como barreras
de defensa personal en un medio que no se acepta ni se rehúye ni se transforma.
Aunque es evidente la injusticia de la relación subordinada de la mujer al hombre en el
Novecientos, señalar este hecho no alcanza para explicar la naturaleza de sus vínculos en la
vida cotidiana. En esta dimensión, el poder masculino fue y sigue siendo doblegado a través de
sutiles formas de perversión e inversión. Los débiles, las víctimas, han sabido manipular en
provecho propio las formas de poder a que se los somete. Muchas veces las mujeres ejercieron
un poder real, oculto tras las formalidades del dominio que se ejercita hacia fuera: la locura, la
histeria, las dolencias pudieron ser vehículo para ejercitar un control tortuoso, del que se es
victimario y víctima a un tiempo.
¿Qué pasó con el “destino biológico” de estas mujeres? Sabemos del miedo de la madre
de Delmira de que quedara embarazada y arruinara su desarrollo como poeta. No sabemos si a
María Eugenia ello le pesó especialmente en su opción por la soltería. La palabra “solterona”,
que ya casi no se usa, estaba cargada de un sentido despectivo muy fuerte. No parece
casualidad que la protagonista del cuento “La virgen muerta” de Manuel Medina Betancort sea
una mujer de 40 años, fea, con plata, y muy lectora. Es la “solterona”: el narrador no le da
ninguna chance en el amor77. La renuncia al “destino biológico” era uno de los costos previstos
con que se podía pagar el lanzarse a la aventura intelectual.
¿Por qué Ma Eugenia no publica? ¿solo por autoexigencia? ¿Hay en ella una determinación
por la esterilidad? No parece posible pensar que tuviera miedo de la opinión de los otros, las
críticas a su obra fueron siempre muy elogiosas. En la circunscrita vida de estas mujeres, la
familia asume un relieve fundamental para sus posibilidades de realización. Ni María Eugenia, ni
Delmira –esta en realidad poquísimo tiempo- asumieron la responsabilidad de llevar adelante un
hogar. El intelectual de la familia de María Eugenia era su hermano Carlos. No sabemos cómo
incidió esa situación en la delimitación de su propio espacio. Delmira era en su casa “la poeta”.
Rafael Gutiérrez Girardot ha analizado la contraposición entre el lugar de trabajo del burgués y
su “recinto interior” a partir del concepto de “intérieur” elaborado por Walter Benjamin:

“Para el burgués, el espacio de vida entra en contraposición por primera vez con el lugar
de trabajo. El primero se constituye en el intérieur. La oficina es su complemento. El burgués,
quien en la oficina tiene en cuenta la realidad, pide del intérieur que lo distraiga en sus
ilusiones. Esta necesidad es tanto más urgente por cuanto no tiene la intención de ampliar sus

77
Revista Apolo Año IV Nº27, mayo 1909
32

reflexiones sobre el negocio hacia reflexiones sociales. Reprime las dos en la configuración de su
mundo circundante privado. De allí emergen las fantasmagorías del intérieur”.78

Para el artista hombre esa contraposición entre espacio de vida y de trabajo, se resuelve
de manera distinta al común de los burgueses. La producción del artista destruye o anula esa
división. La mujer escritora al crear multiplica, potencia o anula ese recinto íntimo que está bajo
su égida, o en el que es un adorno. Crea un espacio propio, al margen de las tareas prácticas
con las que debe cumplir, en el que se encuentra no solo como mujer, sino como persona, como
ser capaz de asumir el desafío de la creación. La escritura es, en la mujer, un acto de soberbia;
tolerable, desde el punto de vista exterior, en la medida en que el acto admitía ser transformado
en algo decorativo o superfluo. Pero el arte que importa no lo es. Y los poemas que crearon
Delmira y María Eugenia eran demasiado inquietantes para ser reducidos a eso, en forma
convincente, por mucho tiempo.

¿Cómo vivirían interiormente las escritoras esa divergencia entre una realidad que las
infantilizaba o recortaba y la experiencia de la creación? Tal como la enfrentaban Delmira y
María Eugenia, esta última conllevaba una vivencia de riesgo, de libertad, de absoluto que
disonaba estruendosamente con su contexto inmediato. Por ejemplo, se puede rescatar del
recuerdo de sus contemporáneos, una María Eugenia Vaz Ferreira que se acerca a la figura de la
beata. En una de las cartas a Alberto Nin Frías ella dice de sí: “…mis ideas intelectuales y
sentimentales son complicadas y confusas, en cambio las religiosas (a partir de algunas
divagaciones que no me permitiré escribir) que es lo que en los casos normales influye en el
concepto que se tenga de la muerte, son de una pureza y sencillez tal que Ud. se asombraría.
Soy de un misticismo salvaje…”. 79 Tiene una manera lúcida, nada convencional de referirse a
una forma de religiosidad que exteriormente adopta las formas prescritas. Ese “misticismo
salvaje” es extremoso para las formas consuetudinarias de religión. Parece un refugio a una
razón demasiado exigente, demasiado implacable. Pero nada de esa religiosidad hay en su
poesía, fundamentalmente escéptica. Si uno cree en la raigal honestidad del artista, tiene que
pensar que la María Eugenia verdadera es la desolada que aparece en sus poesías y no la beata
que cumple con los ritos. Tal vez esta duplicidad entre la vida del artista y la revelación
espiritual de su obra sea un rasgo inherente al acto de crear, no circunscribible a un momento
histórico.

CAPITULO 5. Ultima razón: la poesía

Parecería que Delmira no tuvo o no quiso tener una imagen femenina que oficiara de
modelo, que amparara o guiara su acción. Ella misma se ha transformado en un mito de
sensualidad y rebeldía para jóvenes transgresores, o en una bandera para feministas. Su
muerte violenta fecundó un interés que ha crecido y se ha transformado a lo largo del siglo. En
las cercanías del 2000 parecería que lo que más se recuerda es su vida y su muerte: modelo
trágico en un momento de importante reivindicación de la mujer. Eros y muerte se anudan
definitivamente en un doble crimen. Si se vuelve a la idea de Carlos Martínez Moreno, Delmira
creó su destino. Una pasión vivida fuera de las normas y un misterio policial son componentes
muy atractivos para transformar una asfixiante historia de desencuentros en un éxito de
público. También es tentador para cualquier creador el desafío de reconstruir el camino que
justifique ese desenlace, de completar el “mosaico” que encierre en sí el misterio de la
existencia de Delmira y su creación80. Las nuevas interpretaciones críticas han estado pautadas
78
Rafael Gutiérrez Girardot, Modernismo, op.cit. Cita a Walter Benjamin”Paris die Hauptstandt des XIX
Jahrhunderts” en Illuminationen, Frankfurt, 1961)
79
Cartas a Alberto Nin Frías, Revista de la Biblioteca Nacional Nº 12, Mont., febrero 1976
80
En los últimos años algunas notas críticas han dado cuenta de estas obras. Ver: Carina Blixen, “Las numerosas
vidas de Delmira Agustini”, Brecha, 18.8.95; Pablo Rocca, “La sangre de una poeta”, El País Cultural, 28.2.97; Ana
33

por el encuadre feminista –Uruguay Cortazzo81- o el rescate biográfico –Ana Inés Larre Borges82.
Cortazzo señala, desmonta y acusa la autoritaria y pacata interpretación a que ha sido sometida
la obra de Delmira en nuestra historia literaria. Ana Inés Larre Borges reconstituye la unidad
-sin simplificaciones- de la figura de Delmira, que había sido frecuentada por una perspectiva
basada en la dualidad o el desdoblamiento. Sin desconsiderar la importancia del mito y su
fuerza simbólica, algunos análisis han tratado de arrojar nueva luz sobre su poesía83.
Tal vez quien haya pagado más ese interés actual por las vidas individuales y los grupos
subalternos ha sido María Eugenia Vaz Ferreira. Esfumada tras el impacto de la vida-muerte de
Delmira, los datos aportados, hasta ahora desconocidos, por Rosario Peyrou en Mujeres
Uruguayas, hacen más notoria la escasa atención prestada a quien fuera por un tiempo –tal vez
demasiado corto- nuestra primer poeta y, que es, desde el hoy, una de las pocas que importan
del siglo XX.
Si Uruguay Cotazzo ha realizado un análisis que ilumina la cada vez más pacata
perspectiva crítica de Alberto Zum Felde en relación a Delmira, también es cierto que a la hora
encarar la obra de la poeta, y ya alertados sobre los marcos ideológico-morales desde los que ha
sido leída, algunos juicios de Zum Felde resultan muy útiles y merecen ser retomados. A pesar
de lo discutible de la afirmación de que la “originalidad” de Delmira “no está en la forma, en la
“estética”, sino, toda, en la genialidad del temperamento, en la profundidad de su vivencia
lírica, en la revelación imperiosa del Subconsciente...”84, ese apuntar a lo “subconsciente” puede
ser una de las claves para reelaborar una mirada fecunda sobre esta poesía. Hoy, sin el miedo
ante una poesía femenina activamente erótica, el apunte de Zum Felde –que continúa el
anterior- sobre “el sentido subliminal de su inspiración” puede orientar una búsqueda crítica que
revalorice el arrojo pasmoso de poetas como Delmira, María Eugenia o Julio Herrera lanzados a
explorar el mundo inquietante, tenebroso y desconocido más allá de la conciencia, antes de que
llegaran a nuestras tierras los deslumbrantes análisis de Freud. Zum Felde continúa con una
carga de adjetivos muy atendibles, más allá de su intención -ya señalada por U. Cortazzo- de
desrealizar el erotismo de Delmira y de “redimirla de toda sensualidad”: “...La autora de “Los
cálices vacíos” es una introvertida fatal, una pasional subjetiva, una amante onírica (...) Pero en
Delmira, como en los otros líricos de su tipo, ese vivir entre el sueño y la realidad, es su dolor,
es su condena; porque los fantasmas que suben de las profundidades de su sangre, la torturan;
sus visiones la chupan, desde la sombra. Parece una vampiresa, a los ojos vulgares; es una
vampirizada por sus propios sueños (...) Zum Felde apunta a lo que creo puede hoy ser más
conmovedor en la poesía de Delmira: su onirismo, la ambigüedad de fuerzas de la pasión y la
muerte que confluyen y pelean en un dinamismo inestable. “...La magia y la ironía se alternan;
pero ella no puede renunciar ni al sueño ni a la realidad, y va de esta a aquel, y torna de aquel
a esta, en perpetua ansiedad de encontrarse; pero no se encuentra -porque en un lado está la
mitad de su ser y en el otro la otra mitad-, sino en el plano intelectual de la trascendentalidad
del Eros...”. Esa percepción de un ser dividido y el registro de la ansiedad y desesperación que
ello produce es uno de los elementos fundamentales de la vigencia de esta poesía.
Recién hay constancia de que los médicos psiquiatras uruguayos conocieran a Freud a
partir de 191385; es evidente que Delmira no lo había leído, y muy probable que ni supiera de
sus investigaciones. Que esta mujer estuviera en el camino de descubrir o encontrar, sola, sin
apoyo, con su sola angustia, su talento y su honestidad ante la creación algunos de los

Inés Larre Borges, “Con Omar Prego Gadea ¿Quién era Delmira Agustini?”, Brecha, 21.3.97
81
Uruguay Cortazzo (Coordinador), Delmira Agustini. Nuevas penetraciones críticas, Vintén ed., 1996
82
Ana Inés Larre Borges, “Delmira Agustini” en Mujeres uruguayas, Alfaguara, 1997
83
He tratado de hacerlo en el prólogo a Poesía. Delmira Agustini, Mont., Ediciones del Pizarrón, 2000. Lo hacen los
estudios de Gwen Kirpatrick, Sylvia Molloy, Patricia Varas recogidos en Delmira Agustini. Nuevas penetraciones
críticas. Uruguay Cortazzo coordinador., Mont., Vintén editor, 1996 y en Delmira Agustín y el Modernismo. Tina
Escaja, compiladora, Bs.As, Beatriz Viterbo, 2000
84
Alberto Zum Felde, Proceso Intelectual del Uruguay,. 1930
85
José Pedro Barrán, Medicina y sociedad en el Uruguay del Novecientos. T 3. La invención del cuerpo, Mont.,
EBO, 1995
34

laberintos del yo, es una hazaña que merece ser anotada aunque sirva solo para comprobar de
qué manera la poesía, el arte, puede adelantar caminos del conocimiento, que la ciencia
después recorre de otra forma. El mundo de los sueños, un clima de alimentado delirio, la
caótica lucha entre el deseo de muerte y el eros, imágenes que se conectan por una “lógica”
ajena a la de la vigilia: todo ello aparece en el poema “Visión” de Delmira, por ejemplo. Algunos
de sus poemas y también otros de María Eugenia parecen poner en escena un mundo interior
oscuro, misterioso para la propia conciencia, que es una exploración intuitiva de lo que Freud
estaba transformando en una ciencia y una literatura. No es poco para dos mujeres sometidas a
todas las tonterías de la reprimida sociedad montevideana de comienzos de siglo XX.

María Eugenia Vaz Ferreira y la fama: “¿despreocupada o huraña?”

“...se destaca con perfiles enérgicos y rasgos acentuados, la vigorosa personalidad de


María Eurgenia Vaz Ferreira, esa gentil poetisa que -¿despreocupada o huraña?- tan reservados
tiene sus versos para el público...” escribe en 1907, el médico psiquiatra y “hombre de letras”
Santín Carlos Rossi, al elogiar un trabajo que sobre la poeta escribiera Alberto Nin Frías 86. María
Eugenia tiene en ese momento 32 años: todavía es posible para Santín Carlos Rossi ver en su
gesto una despreocupación o distracción de los reclamos de un mundo de realizaciones
concretas. La juventud permite la levedad de algunos gestos, de algunas actitudes, que el paso
del tiempo transforma con su inevitable pesantez. Rossi se refiere a ella de una manera que me
parece apunta a lo que se volvería un dilema en su vida. Algunos años más y se haría posible
detectar el trazo duro y amargo de un destino hecho de negaciones. María Eugenia no fue
esposa, no fue madre y no publicó.
Como ya señalé, no le faltaron halagos ni reconocimientos. En el Nº2 de La Revista
(5.9.1899), dirigida por Julio Herrera y Reissig, hay un poema de Pedro Ximénez Pozzolo,
titulado “Laureles” “A MEVF” que es un elogio exaltado, previsible, pero indicativo ya de su
prestigio cuando tiene 24 años. En 1902 (julio) la revista Vida Moderna publica el poema
“Invicta” y la presenta:

“María Eugenia Vaz Ferreira engalana hoy nuestras páginas con una de sus tantas
originales composiciones, llenas e irreprochables en la forma, hermosas y vibrantes en su
intensidad poética. Todo lo que de ella conocemos, es decir, sus colaboraciones en La Revista
Nacional, La Revista, Rojo y Blanco, etc, la colocan en la línea de los primeros entre los cultores
y cultoras de la divina musa. Es que MEVF, evidenciando el viejo adagio tantas veces repetido,
ha nacido poetisa, es su alma la que sus versos dejan traslucir. Tiene, a nuestro juicio, el
verdadero concepto de la poesía, que es algo que surge de lo íntimo, de lo hondo del ser para
luego modelarse en el cerebro. Así, su talento unido a un profundo sentimiento de la forma son
la veste sutil, vaporosa, o rebosante de luz y colorido, con que exhibe las cascadas infinitas de
sus fantasías y emociones...”.

En 1907 el cronista del semanario El Atalaya (21.4) es más rotundo en su manera de


considerarla: “esa gloria de la literatura nacional”, dice de ella. La caracterización es tan
entusiasta como convencional. A partir de la lectura del conjunto de las revistas del
Novecientos, es posible señalar que juicios tan encomiables como estos fueron dispensados a
otros poetas mucho menos valiosos que María Eugenia, y que su poesía resalta como el
producto de alguien que es un verdadero poeta y no un hacedor de versos. Estas
puntualizaciones están hechas con el fin de pensar cómo recibiría María Eugenia estos elogios.
¿Los consideraría importantes? ¿o cebarían un orgullo que la llevaría a despegarse del mundo?

86
Santín Carlos Rossi en una de las varias presentaciones al libro de Alberto Nin Frías Nuevos Ensayos de
crítica , 1907
35

“La fama es un fenómeno social” dice Hannah Arendt sobre Walter Benjamin87 y explica
que a pesar de que Benjamin no obtuviera un reconocimiento amplio inmediato, para poder ser
reconocido más tarde necesitó de la devoción de unos pocos. Sin ellos, sin esos pocos que
mantienen el nombre, el interés, el conocimiento de la producción, no puede existir el
reconocimiento posterior. Esos “pocos” no pueden ser los del halago fácil sino los verdaderos
entendidos. María Eugenia tuvo la buena sentencia de los justos y de los advenedizos. Hacia el
final de su vida, preparó una selección de su poesía para publicar, pero murió inédita. Ha
perdurado en nuestra literatura porque hubo quienes apreciaron y conservaron la “llama” de su
poesía. Tal vez ella no pudo escuchar sus voces en su tiempo.
Algunas crónicas hacen posible afirmar que la joven María Eugenia se avino al juego
social del intercambio de gracias, elogios, reconocimientos. Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar)
recuerda los inicios de María Eugenia, su “celebridad”, los aplausos y agasajos que recibía en las
reuniones sociales: “Ella era inquieta y caprichosa; revolvía los salones del gran mundo con la
tempestad de sus risas...”.88 Susana Soca evoca también su momento mundano: de su ingenio
dice que “aparece y desaparece furtivamente en sus versos. Pero los contemporáneos lo
encontraron integralmente en su lenguaje hablado”89. También Paul Minelly:

“...Alegre y risueña la conocí. Era hermosa en su tal vez demasiado opulencia de mujer ya
madura y con sus enormes y brillantes ojos oscuros. Yo la recuerdo mimada y querida por
doquier; festejada por su espiritualidad y elegante extravagancia, por su reputación intachable
de señorita (cosa muy bien cotizada en aquellos tiempos), por su talento de artista del piano,
por la donosura de sus recitaciones. Frecuentaba los salones más selectos y respetables de
aquel Montevideo de principios de siglo: el de Misia Isabel Torquinst de Roosen, el de Doña
Bernardina Muñoz de de María, de la Señora de Manuel Herrera y Reissig, de la Señora de Arrien
de Howard, entre otras...”.90

Ese primer momento mundano de María Eugenia coincide con su aceptación inicial gozosa de la
parafernalia modernista. En el mismo artículo en que Paul Minelly la recuerda, este extrae un
juicio de Ma Eurgenia sobre El alma del rapsoda (1905), segundo libro del autor de Mujeres
flacas, que puede ser ilustrativo de sus orientaciones estéticas primeras:

“...No es sin embargo la musa misteriosa de la leyenda la que inspira en Ud., el poeta
que prefiero; es la musa aristocrática que le sugiere los amables vizcondes y las maravillosas
duquesitas que con su verba frívola y sus inimitables curvaturas eran la prez de los antiguos
parques...y es mucho más aún la musa traviesa, la que entre el choque de los vasos bohemios
le cuentan los secretos sentimentales del “quartier”. Su inspiración, su “pose”, su elocuencia,
todo Ud. es francés‚ pero en lo que el alma de Francia tiene de espiritual, inquieto y
caprichoso...”.

La despreocupación parece la pose más apropiada a esta estética.


A Delmira, el ser la “poetisa” la eximió del desempeño habitual de una señorita en su
casa. Se guardaba silencio para que ella escribiera y se cuidaba su talento. Era el centro de la
atención familiar. No ha quedado una imagen similiar del funcionamiento de María Eugenia en
su hogar. Pronto faltó el padre, y el hermano, el filósofo Carlos Vaz Ferreira fue desde joven un
hombre muy reconocido e influyente en el medio intelectual uruguayo. Sin embargo, no fue la
hermana de Carlos Vaz Ferreira. Tal vez ese juego de juicios un poco frívolos que apuntaban a
su excepcionalidad y que eran el cimiento de su fama le hayan servido de resguardo en su
hogar. Podía ser la poetisa, con los límites que ello implicaba, pero no fue solamente la señorita

87
Hannah Arendt, “Walter Benjamin (I) en Eco. Revista de la Cultura de Occidente Nº 149, Bogotá , set. 1972
88
Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar), Motivos de crítica, op.cit.
89
Susana Soca, “Memoria”, Entregas de la Licorne Nº3, mayo 1954
90
Paul Minelly, “Los poetas del Novecientos” en Antología de poetas modernistas menores, op.cit.
36

de su casa, la hija y hermana devota. Afrontó un juego de fuerzas difícil de mantener mientras
se encontraba un camino. Parecería que María Eugenia no pudo con él.
Los gestos de su rebeldía, de su insatisfacción se vuelven progresivamente más agrios.
Siempre lúcida en los juicios sobre sí misma, no se despreocupó de su reputación como poeta.
Es probable que se resintiese –aunque no hiciera nada para conquistarse un lugar- ante el
creciente predominio de las figuras de Delmira primero y Juana de Ibarbourou después. Tal vez
fuera demasiado orgullosa para pelear por su lugar o no supiera hacerlo. Una indudable
autoexigencia no alcanza a explicar su renuncia a publicar. María Eugenia también parece
haberse construido un destino con sus negaciones. Un destino forjado por ella y del que quedó
presa. “…Todos somos desterrados de algo, todos hemos escuchado aullar en un rincón de
nuestras viviendas, sean ellas cabañas o palacio, sombría cueva o torre de marfil, al intruso
lebrel…”, le escribió en una carta a Alberto Nin Frías. En ese camino hacia la desolación, no
encontró quien la ayudara. “En una de sus últimas salidas, por las calles de Montevideo, se
dirigió a una casa donde se encontró con una puerta oscura, desgraciadamente cerrada. Para no
hacerla sufrir más no se le dijo el porqué‚ de esa clausura. Poco tiempo después su alma habrá
encontrado otras puertas, muy altas, que se abrieron jubilosamente a su llegada”, cuenta
misteriosa y patéticamente M.B.A. Mendilaharsu. 91 De todas maneras, el testimonio no deja de
ser representativo de su situación.

Enferma, no resignada

José Pedro Barrán ha analizado el bovarysmo de la mujer burguesa, su imposibilidad de


realizar una pasión, la separación insalvable entre el desgranarse en lo pequeño cotidiano y un
mundo de deseos y fantasías que la literatura –entre otras fuentes- alimentó. Luego de detectar
la aparición de múltiples variantes de “enfermedades nerviosas” hacia fines de siglo pasado,
Barrán concluye: “La mujer diabolizada por el burgués se había convertido en un demonio
enfermo”92. No es forzar demasiado la interpretación entender que la enfermedad fue muchas
veces el cauce “legítimo” de una sexualidad reprimida. Más allá de las histerias y los análisis
posteriores de Freud, desde una perspectiva actual que admite lo psicosomático, puede
pensarse –sin caer en otros mecanicismos- que la enfermedad funcionaba como una coartada
no consciente para evitar tanto enfrentar un mundo lleno de limitaciones, como aceptarlo.
María Eugenia Vaz Ferreira no pudo sin escándalo ejercer libremente su sexo, pero sí pudo
enfermarse: metáfora de su virginidad inadecuada, en actitud de protesta. El ejercicio de la
sexualidad para una mujer estaba ligado al matrimonio y al sometimiento; no había ninguna
posibilidad de plantearse “honestamente” otra vía. Para algunos espíritus –como pudo haber
sido el de María Eugenia Vaz Ferreira- era más fácil el rechazo total, sin concesiones, que la vía
de la negociación, la prueba, el doblez. Cuando los carriles de realización personal y expresiva
son tan estrechos como los de las mujeres en el Novecientos, la misma sociedad, con la
complicidad de quienes la sufren -en grados diversos- crean otros canales, más desviados,
tortuosos, a veces destructivos. Delmira “decidió” inmolarse, Roberto de las Carreras
enajenarse, María Eugenia enfermarse. Julio Herrera y Reissig y Florencio Sánchez también se
enfermaron y murieron jóvenes; pero la enfermedad de ambos era conocida, tenía un
diagnóstico; ambos vivieron a máxima intensidad peleando contra una muerte que sabían
cercana. La pelea y el contacto diario con la muerte fue la obsesión de Quiroga. Lo que hubo en
María Eugenia fue la sensación de una vida no vivida, y la presencia de una enfermedad un
tanto misteriosa y desconocida. Esto no quiere decir que no fuera real, sino que también fue
usada y metaforizó una forma de relacionarse con el medio.
La presencia copadora, avasallante del poder de la medicina, la preocupación por la
salud, la construcción de un cuerpo sano en la conciencia de la burguesía del Novecientos ha
sido puesto de relieve también por el historiador José Pedro Barrán. Luego de un minucioso

91
MBA Mendilaharsu, “María Eugenia Vaz Ferreira” Entregas de la Licorne Nº3, Mont., mayo 1954
92
José Pedro Barrán, Historia de la sensibilidad en el Uruguay T II El disciplinamiento (1860-1920), op.cit.
37

relevamiento de opiniones, actitudes, consejos, informes, que revelan la preocupación


(¿obsesión?) por la salud, concluye que esta “era la forma moderna que asumía la pureza” 93.
Rosario Peyrou94 en su estudio sobre María Eugenia Vaz Ferreira da cuenta de diversas
situaciones en las que a María Eugenia se le señaló el desaliño de su figura. Hay una
contigüidad de sentidos en esa manera de María Eugenia Vaz Ferreira de estar desprolija, sucia,
y de estar enferma. Cada uno de esos abandonos puede leerse como signo de su alejamiento
del mundo, de una manera de estar consigo misma que prescinde de los otros. Esos “otros” por
lo general toleran con dificultad los rasgos de anomia, y castigan con la censura, el desprecio, la
burla, la conmiseración. “Estar enferma” es también un “estado”, una situación que aísla y lleva
a mirarse a sí misma con detenimiento. Osvaldo Crispo Acosta recuerda la situación de
aislamiento de María Eugenia: “Se dice que sufrió moralmente mucho: vivía desasosegada, sola
y triste” e informa que “tuvo, por enfermedad, que separarse de los cargos que desempeñaba”.95
En algunas cartas de María Eugenia quedan indicios de cómo convivía con su enfermedad:

“…porque mi enfermedad irá un poco largita (sic) ahora...”


“Todavía (sic) no me animo a correjir (sic) pruevas (sic) porque mi enfermedad es de una clace
(sic) que ni sé escribir; el otro día intenté hacerlo y salió un gato”.
“No me responda porque todavia (sic) no leo (Carta a Orsini Bertani s.f.)”. 96

Quisiera llamar la atención, en un aparte, sobre la disortografía de María Eugenia. Tal vez pueda
interpretarse, como en el caso de las notitas de Delmira a Enrique Job Reyes, como la
plasmación escrita del lenguaje del afecto, sus juegos, sus regresiones, sus distorsiones; o
como un indicio más de su rebeldía, de su voluntad de ruptura con un mundo que la ceñía en su
papel de mujer y escritora.
En otra carta, María Eugenia le ofrece a Alberto Nin Frías pescados en una pecera, de
regalo y dice:

“...pero Ud. no padece de hiperacusia, como yo, y tal vez no sepa apreciar el sutil silencio, la
deliciosa consolación de los pescados...¿quién sabe si les va a hacer caso...mejor será que no
se los mande, verdad? Quedamos en que no se los mando”. (Cartas a Nin Frías)

“La enfermedad no perdona a los que viven intensamente”: a esta conclusión llegó el
médico Mateo Legnani, quien en 1915 había afirmado que era mentira que “la genialidad fuera
el fruto de la enfermedad, existía a pesar de la enfermedad”. El mismo médico, un exponente
extremo de la “moral fisiológica” , según Barrán, establece una puntualización que es un ataque
directo a las formas de vida adoptadas por los artistas del Novecientos: “Los fanáticos de la vida
intensa, /los/ mártires de la vida intensa, /eran/ inteligencias que suelen disiparse en el café,
frente a la copa de ajenjo, en las mesas de redacción /.../ en el lupanar /.../rutinarios
entusiastas de París /y/ fanáticos de todo lo artificioso” 97. José Pedro Barrán ha señalado cómo
se imbricaron en el Novecientos las ideas de la sanidad del cuerpo y la “salvación del alma, el
más allá católico” y “la Revolución Social, el más allá anarquista”. También cómo la clase médica
repitió la noción de que “de las conductas desviadas e inmorales derivaba la enfermedad; y la
salud, del respeto a los valores éticos dominantes” 98. Esa asociación, tan tajante, de la salud
con el bien y la enfermedad con el mal, alimenta, en su reducción, maneras perversas y
aisladas de rebeldía que recorren el camino de la destrucción. La construcción y la búsqueda de
modelos alternativos para sobrevivir en la diferencia necesita del grupo, del compartir con
algunos el o los contramodelos. El aislamiento de estas mujeres del Novecientos es terrible. No
93
José Pedro Barrán, Medicina y sociedad en el Uruguay del Novecientos T3. La invención del cuerpo, op.cit.
94
Rosario Peyrou, Mujeres uruguayas, op.cit.
95
Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar), Motivos de Crítica TIII, Mont., Bibl. Artigas, 1965
96
Correspondencia de MEVF, Revista de la Biblioteca Nacional Nº 12, Mont., febrero de 1976
97
Citado por José Pedro Barrán, T3, op.cit. pag. 182
98
José Pedro Barrán, Medicina y sociedad en el Uruguay del Novecientos. T3 op. cit. pag.178
38

parecen tener otra salida que el aniquilamiento de alguna zona de su ser. No es arbitrario
sospechar una opinión media simplificadora que invirtiera el orden preceptivo, causa-efecto, del
mal y la enfermedad: esta escondía una conducta desarreglada, era su síntoma o su máscara.
Porque si el “mal” puede ser una de las causas posibles, la lectura desde el otro lado –el visible,
el del efecto-, cierra y demoniza en forma definitiva la interpretación. Ello vuelve sin salida el
espacio de la víctima, del enfermo. La “enfermedad” desconocida de María Eugenia está rodeada
de suspicacias, silencios, sobreentendidos. La circundan estrategias que hoy son difíciles de
entender. En una carta de María Eugenia a Alberto Montaldo de León le pide que no dé noticias
de su enfermedad en La Razón, El Siglo, El Telégrafo.
Las relaciones de las dos grandes artistas mujeres del Novecientos, Delmira y María
Eugenia, con sus madres, resusltaron –según diversos testimonios- por lo menos difíciles.
Exigentes y/o protectoras, las madres fueron el eje del hogar: un mundo mucho más cargado
de conflictos de lo que habitualmente se debía admitir. Una carta de María Eugenia a Alberto Nin
Frías resulta indicativa de las formas que podía adoptar ese vínculo:

“Mamá, a quien adoro, que me adora (creo) y que es lo único que tengo en el mundo, es
conmigo de una crueldad increíble. No sé‚ si Ud. habrá oído hablar de una grave enfermedad
nerviosa que hace que se mortifique y contraríe constantemente a la persona que más se
quiere, esto le pasa a ella conmigo. Ahora tiene Ud. la clave de mi tristeza, del desconcierto de
mi persona y mis cosas y el porqué siendo feliz en todo lo demás, he llegado a encontrar pésima
la vida, hasta el punto de desear que se acabe. Vivo pendiente de ella y una mirada, una
palabra suya cambia por completo mi estado de ánimo, de la más sana alegría al más grande
pesar...”.

Interesa además la interpretación de la relación, por parte de María Eugenia, como el producto
de “una grave enfermedad nerviosa”. De alguna manera se entendía que las situaciones
“enfermas” eran enfermedades. ¿La enferemedad de María Eugenia no puede ser entonces la
forma concreta que adopta en su cuerpo una situación de la que ella formaba parte, pero que
comprendía a otras personas? Dice que se “destierra” por horas o “días enteros” en los cuartos
interiores. Cuenta que aceptó un pretendiente por complacer a su mamá, pero ya terminó con
el asunto. La madre la castiga privándola de las cosas y personas que le “son gratas”. No recibió
a Nin Frías, por eso María Eugenia le escribe.
La castidad puede ser para María Eugenia un refugio de la voluntad materna. La madre le
imponía pretendientes: temía su diferencia, quería que fuera una señora de su casa. La madre
de Delmira no quería que tuviera hijos, tal vez no quería que se casara. Esta adoraba la
excepción, la otra la quería anular. Esas madres no están dispuestas a, o no pueden, dar a sus
hijas la libertad que ellas no tuvieron. No son capaces de percibir el desarrollo intelectual de las
hijas como un elemento que hace imprescindible un espacio de decisión personal más
autónomo.
La metáfora de la enfermedad era de uso habitual en el mundo de las letras. “Lo
enfermo” aparece como coartada artística para expresar la crisis. En muchas oportunidades, la
crítica del momento identifica al modernismo, al decadentismo, con lo doloroso o mórbido. Por
ejemplo en una bibliográfica firmada por X sobre los Poemas de amor (Bs.As., 1902) de José
López de Maturana:

“El alma contemporánea, demasiado turbada, demasiado atormentada por la duda, la ansiedad
y la sed del más allá, es extraña a esa poesía serena y transparente, que solo puede florecer en
épocas de calma. La época actual, pertenece a los poetas del dolor. Lo febril, lo enfermo, lo
mórbido es la expresión justa y lógica del alma contemporánea”.99

99
En Vida Moderna, octubre de 1902
39

Esa identificación del modernismo con lo luctuoso, se amplía a veces hacia lo femenino, o
“el feminismo”. En la bibliográfica que escribe sobre La Raza de Caín de Carlos Reyles dice Raúl
Montero Bustamante:

“El vértigo, un vértigo de vaguedades azules y de dulces inconsciencias, duerme en sus páginas,
mezclado con los dolorosos símbolos del modernismo...” “Caín, (...) ¡siniestro centinela que
guarda un mundo de dolor! La Raza de Caín, es un drama sombrío, lleno de triste verdad y
desconsolador realismo...”. “El melancólico coleccionista de affiches, en el que el feminismo
enfermo de Bourget ha hecho estragos profundos, robándole la voluntad y el carácter, y solo
dejándole un vago nimbo (…) La Taciturna, heroína del amor, en que el extraño fenómeno de la
sugestión pasional determina la anulación del instinto y el deseo de la muerte, tiene la trágica
hermosura de las flores sepulcrales…”.100

Entrelazados lo maldito, lo femenino, lo enfermo, constituyen para el puntilloso Montero


Bustamante, el nudo del mal a principios de siglo.
La imagen del “cáncer” fue utilizada para ejemplificar lo que se consideraba una
desviación o una opción pervertida en el terreno de las letras. José Perfetti desde el órgano
protestante El Atalaya no tenía escrúpulo en titular un artículo como “Lodazales literarios”, y
atacar:

“Es justo confesarlo: hay un estado moral que se refleja en muchos libros y producciones
pseudo-literarias, las cuales son el cáncer que roe las facultades intelectuales de las razas,
desorientándolas hacia senderos escabrosos y fantásticos, sumergiéndolas insensiblemente en
el cieno, como frutos infructuosos, elementos en descomposición a semejanza de esas aguas
estancadas cuyas miasmas putrefactas infeccionan el ambiente”.101

José Pedro Barrán afirma que al final del período del Novecientos se comienza a percibir
la enfermedad no solo como una invasión que proviene del exterior sino como algo que cohabita
con la vida. Para el arte la coexistencia de mundos contrapuestos o contradictorios es algo
perfectamente admisible. Más específicamente, la idea de la literatura como un destino y como
una enfermedad que corroe y de la que no se puede escapar fue alimento habitual de los poetas
románticos. Es interesante ver cómo en una misma época distintas áreas del saber tienen y
necesitan tiempos diferentes para llegar a conclusiones similares. Con respecto a las
complejidades de lo psicosomático es muy probable que los poetas supieran más que los
médicos; aunque, claro, no pudieran curar a nadie.

La literatura y el ambiente cultural del Novecientos le facilitaban a María Eugenia la


identificación de lo femenino, decadente, enfermo, artístico. ¿No puede leerse su enfermedad
como otro atajo –diferente al del dandy- entre la literatura y la vida?

EPILOGO. Los gozos y las sombras

100
En Vida Moderna, 1Novecientos
101
En El Atalaya, 5.1.1908
40

“Si la vida es amor, bendita sea! / Quiero más vida para amar…!”: los versos iniciales del
poema “Explosión” de Delmira son un precioso instrumento para medir la temperatura erótica
del momento. Es enorme la cantidad de poemas y cuentos, que circulan en las revistas,
poseídos por los temas del amor, el flirteo, las sinuosidades y excesos del deseo. Todos parecen
abocados a estudiar la pasión, analizarla, vivirla. En la biblioteca de Julio Guzmán, el
protagonista de El extraño, hay varios libros sobre el amor. “Con todas las obras de su nutrida
biblioteca y las que fue adquiriendo, que directa o indirectamente trataban del amor, había
hecho lo mismo; los cuadernos pasaban de diez y aun le parecía insuficiente el material de
observaciones para la base de su tratado...”. 102
De tan observada, de tan anhelada, la pasión más que una suma de sentimientos y
sensaciones que arrojan de sí, es para Guzmán , un espejo que no le permite salir de sí.
Guzmán “amábase en la pasión que había sabido inspirar a las dos mujeres” ¿No estará
proporcionando el protagonista de Reyles una de las pistas para entender a Delmira? ¿no le
habrá pasado lo mismo? Se quiso a sí misma en el amor de sus padres, en el halago de la gente
que la rodeó, en los posibles novios o amantes.
De “sacralización de lo erótico” habla Rafael Gutiérrez Girardot 103 cuando explica el
proceso de secularización del siglo XIX. Unos versos de Paul Minelly explican con simpleza, esa
mistificación del amor: “…y yo no solo vivo para amar/ sino que amo también, para vivir” 104.
Pero es el erotismo apabullante de “Las pascuas del tiempo” o “Los maitines de la noche” de
Julio Herrera y Reissig, el que proporciona la versión más conmovedora de la fuerza del deseo. Y
es que lo que los modernistas descubrieron fue el principio del placer. Así, tan brutal como eso.
Tan agónico, gozoso y desafiante. Son capaces de separar el amor y el deseo, de plantear una
concepción no trascendente de la pasión. Eso los hace absolutamente contemporáneos. Angel
Rama lo analiza desde una perspectiva sociológica y ligado al proceso de enmascaramiento:

“A todo el ancho ámbito que iba modelando el capitalismo occidental, guiaba este variado
enmascaramiento la fuerza del deseo que había adquirido una robusta, urgente, desencadenada
libertad, y había aguzado su capacidad para operar sobre las fantasías del inconsciente hechas
realidad mediante una utilería de teatro. La energía deseante venía irrumpiendo, fuera de
cualquier coerción normativa, desde los orígenes del proceso económico-social que encabezaba
la burguesía, pero solo adquiriría su expansión después de las revoluciones que se encabalgan
sobre el 1800, en el tiempo de los filósofos sensualistas y de los ideólogos...”.105

Quien encarnó más íntegramente este desborde del deseo es Roberto de las Carreras.
Porque –aunque la imagen parezca desajustada a su figura disonante- él tomó esa bandera y
sucumbió atado a ella. Toda su vida –lúcida-, toda su creación, tienen como eje la manifestación
y la reivindicación de los derechos del placer. Por eso es él, y no las mujeres escritoras del
Novecientos, el que en sus “Interviews voluptuosos”, en su polémica con Vasseur, en sus
artículos periodísticos en que habla de sí mismo, trastoca la separación entre lo público y lo
privado, sobre la que tanto ha reflexionado el feminismo a lo largo del siglo XX.
Cuando Berta Bandinelli, la amante-esposa de Roberto de las Carreras, la mujer
adúltera en la moral de la época, exige ser equiparada al hombre en la posibilidad de realizar su
deseo: “¿Por ventura los hombres no quieren a una mujer y gozan a otras muchas? Yo soy
hombre Roberto. Ese chiquilín me gustó. Tiene un no sé qué‚ agradable en la cara, en la
sonrisa. ¡Me lo he comido!”106, se pueden recuperar en eco las palabras –más airadas y brutales-
con que Clara García de Zúñiga, la madre de Roberto, se defendió ante el tribunal que la
juzgaba por incapacidad. Transcribo un fragmento de El Bastardo. La vida de Roberto de las

102
En Antología de poetas Modernistas Menores, op.cit.
103
Rafael Gutiérrez Girardot, Modernismo, op.cit.
104
En Poetas Modernista Menores, op.cit.
105
Angel Rama, Las máscaras democráticas del modernismo, op.cit.
106
Roberto de las Carreras, “Tercer Interview…”, op.cit.
41

Carreras y su madre Clara107de Carlos María Domínguez: “...Todos cogemos. Yo lo hago siempre
que me da la gana y cuando no tengo con quien, pago, lo contrario de ustedes, que pagan.
Porque no hay placer más rico...”. En la posición de Clara –que estaba siendo despojada de sus
bienes y de su capacidad de decisión- es más rotunda y descarnada la lucha por el poder: el
que paga, hace lo que quiere. El planteo de su hijo Roberto se desentiende de este aspecto. Así
como la mujer exige una libertad solo masculina hasta el momento, el amante hombre invierte
su papel: “No pienses en gozar. ¡Haz gozar! Sacrifícate, y podrás decir que eres un
amante!”(…) “¿Por qué‚ lloras, anárquica? La propiedad de tu cuerpo nadie puede disputártela.
Eres dueña de tus placeres, libre de amar, de gozar a tu antojo...”. Nadie en su momento fue
tan lejos. Este contramodelo libertario instituido por Roberto de las Carreras no parece haber
seducido a las mujeres escritoras del Novecientos, así como tampoco el modelo rebelde burgués
de la Nora de Ibsen. Tal vez hayan quedado presas o seducidas por la proliferación de máscaras
que la sociedad y la propia literatura modernista les proponía.
El año de nacimiento de María Eugenia Vaz Ferreira, 1875, parece mágicamente clave
para la que sería nuestra “generación del Novecientos”. Es el mismo año del nacimiento de
Roberto de las Carreras, Julio Herrera y Reissig, Alvaro Armando Vasseur, Florencio Sánchez. Un
poco mayores son Carlos Reyles (1868), Javier de Viana (1868), José E. Rodó (1871), Carlos
Vaz Ferreira (1872); después vendrán Horacio Quiroga (1878), Delmira Agustini (1886). Los
benjamines de ese grupo serían Alberto Zum Felde (1887)108 y Josefina Lerena Acevedo (1889)
cronistas, ensayistas de producción posterior. Zum Felde, como Aurelio del Hebrón participó en
la “movida” de los dandys y creó obras de teatro muy al estilo de la época. La figura de Josefina
Lerena es útil en este análisis como tercer elemento en comparación. Delmira y María Eugenia
son poetas, Josefina es cronista y ensayista: amplía el espectro de posibilidades de desempeño
de una mujer intelectual. Delmira y María Eugenia trazan con sus vidas distintas la parábola de
la transgresión. Josefina Lerena acepta el papel asignado a la mujer en la época: es esposa,
madre y buena hija. Nadie espera que ella escriba, pero lo hace y elabora a través de su
escritura una identidad que no estaba prevista para ella. Es, en su configuración de la imagen
de la buena señora, más similar a Juana de Ibarbourou. Pero Juana de Ibarbourou conoció una
gloria oficial que fue del todo ajena a Josefina Lerena. Por lo que peleó -con persistencia y
discreción, sin estridencias- fue por hacerse un espacio para escribir. Es, por la ausencia de
conflictos entre su vida y su destino, por la falta de tragicidad de sus opciones vitales e
intelectuales, la contrafigura de las poetas. Su producción es posterior a la de Delmira y María
Eugenia, pero hay que tener en cuenta que el trabajo ensayístico, por su indispensable labor de
acumulación, requiere de otros tiempos que el poético. Es cierto que en su hermosa crónica
sobre el Novecientos109 no hay espacio para la disonancia. Pero la que escribe es una mujer
mayor, con la carga de melancolía del tiempo perdido. Los pocos años que separan a Josefina
Lerena de las otras tal vez sean más significativos de lo que en principio pueda pensarse: La
eclosión de los dandys, su escándalo libertario dura unos escasísimos años. Ellos sensualizaron,
extremaron la vida intelectual, de una manera que debe haber resultado estremecedora para
jóvenes como María Eugenia y la precoz Delmira. Acallado ese estremecimiento en los primeros
años del nuevo siglo, alguien un poco menor, de un desarrollo intelectual regido por ritmos más
largos que los impulsos poéticos, puede haber estado realmente al margen de esa conmoción.
El Novecientos es y ha sido en nuestra historia literaria nuestra “edad de oro”. No solo
por la suma notoria y notable de talentos que en ese momento surgieron. El Novecientos
conserva algo prístino, primordial. Es anterior a algunas experiencias que han marcado de
manera indeleble al siglo XX: la violencia masiva primero, y burocratizada después, es una
posibilidad que nadie en ese momento podía plantearse. La agresión para los novecentistas está
generalmente unida al honor o la pasión. Es privada y primitiva. Las guerras son cuerpo a
cuerpo contra enemigos conocidos, por una divisa, tras un líder. Las que se han llamado guerras

107
Carlos Ma. Domínguez, El bastardo, op.cit.. Pag. 296
108
Alejandor Cáceres establece esta fecha en Delmira Agustini. Poesías Completas, op.cit.
109
Josefina Lerena, El Novecientos, Mont., 1967
42

mundiales, en variantes significativas, han incorporado a la esfera de la vida individual y


colectiva una tolerancia ante el hábito de la violencia totalmente diferente al mundo anterior.
Esto ha transformado las mentalidades, los valores, las formas de expresión, y de
relacionamiento de una manera tan radical que no es de extrañar que una fuerte añoranza de
aquella época la transforme en un engañoso paraíso perdido.

INDICE

Cap.1: Mujeres solas................................................


Cap.2: La poesía: entre álbumes, juegos florales y editores…………
Cap.3: Modelos femeninos y vida profesional........
Cap.4: De poetisa a poeta: la aventura intelectual … .
Cap.5: Ultima razón: la poesía…………………………
Epílogo: Los gozos y las sombras……………………
Notas..................................................................
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