Identidad Unidad
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Identidad Unidad
Gustavo Bueno
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El Catoblepas, números 119-121 enero-marzo 2012, p. 2, http://nodulo.org/ec/2012/n119p02.htm,
http://nodulo.org/ec/2012/n120p02.htm, http://nodulo.org/ec/2012/n121p02.htm, (31/01/16)
G. Bueno – Identidad y Unidad (1-3)
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sería el instrumento más eficaz, necesario y suficiente, para aniquilar las pretensiones
metafísicas de quienes invocaban (o de quienes siguen invocando) a la identidad como
razón ontológica suprema, capaz de justificar la realidad y aún la potencia de cualquier
proyecto susceptible de acogerse a la Idea.
Es evidente que esta finalidad polémica facilitaba (por no decir: obligaba) a
mantener el análisis de la identidad en una perspectiva eminentemente doxográfica, es
decir, como análisis de las diversas acepciones emic de la identidad que pudieran
determinarse en las más diferentes doctrinas jurídicas, científicas, religiosas, políticas,
literarias o filosóficas, académicas o mundanas. Una perspectiva que además se ofrecía,
de hecho, con una intención sistemática, puesto que no había por qué suponer que la
diversidad doxográfica sólo pudiera exponerse desordenadamente, o a lo sumo,
siguiendo un orden cronológico, geográfico o incluso alfabético. También era posible
ensayar una exposición doxográfica ajustada a una determinada taxonomía que, para el
caso (en el artículo de referencia), se inspiró en criterios gnoseológicos, en la
determinaciones de la idea de identidad que pudieran constatarse en cada una de las
nueve figuras –tres figuras sintácticas, tres semánticas y tres pragmáticas– del espacio
gnoseológico.
Como quiera que la idea de los predicables, en la tradición porfiriana, se entendía
precisamente como un análisis de los modos de identificación de los predicados con el
sujeto, parecía muy plausible ensayar las posibilidades de tomar como criterios de
clasificación de las acepciones de identidad las nueve figuras gnoseológicas, con la
esperanza de encontrar, en cada una de ellas, una acepción o refracción característica de
la propia idea de identidad.
Por otra parte se comprende, al menos retrospectivamente, la gran probabilidad de
que la perspectiva sistemática, inspirada en el espacio gnoseológico, que se suponía
incorporada al sistema del materialismo filosófico, pudiera enmarcar la perspectiva
propiamente doxográfica del artículo de referencia, y justificar su interpretación como
una «exposición doctrinal» de las ideas de Identidad y de Unidad.
De este modo el carácter taxonómico asumido por aquella exposición doxográfica
pudo producir en muchos lectores la impresión de que se les estaba ofreciendo una
doctrina sistemática de la identidad, desde las coordenadas del materialismo filosófico;
pero esta impresión era engañosa y, en todo caso, la taxonomía doxográfica no tenía por
qué «comprometerse» con los principios del materialismo.
¿Cómo evaluar el alcance ontológico de las diferentes acepciones analizadas en el
ensayo taxonómico sobre los predicables de la identidad?
El presente rasguño sobre la Identidad y la Unidad pretende delimitar la idea de
Identidad que, por contraste con la idea de Unidad, pueda considerarse más
comprometida, salvo mejor opinión, con los propios «principios» del materialismo
filosófico. En consecuencia, en modo alguno cabe interpretar el ensayo presente como
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un «resumen» del anterior artículo sobre los predicables de la identidad que, por otra
parte, tomamos como presupuesto doxográfico.
La posibilidad de delimitar las ideas de Identidad y de Unidad, cuando queremos
analizarlas desde el punto de vista de la ontología, requiere también fijar criterios
metodológicos estrictamente materialistas, y no solamente doxográficos.
2. No es nada fácil establecer los criterios metodológicos capaces de diferenciar el
análisis de las ideas de Unidad y de Identidad, tal como se ofrecen desde la perspectiva
de la ontología tradicional (especialmente la de tradición aristotélica y escolástica, en
sentido ampliado, que envuelve a los grandes sistemas escolásticos «modernos», tales
como el kantiano, el hegeliano, el husserliano y aún el heideggeriano), y el análisis de
las ideas de Unidad y de Identidad inspirado en la ontología materialista.
Acaso la diferencia más importante, tanto desde el punto de vista semántico como
desde el punto de vista pragmático, sea la que pueda mediar entre las pretensiones de
imparcialidad o de neutralidad de las metodologías que reivindican, en nombre de la
verdad, los escolásticos tradicionales o modernos (neutralidad ante disyuntivas tales
como materialismo/espiritualismo, o bien realismo/idealismo, o bien ateísmo/teísmo) y
el reconocimiento, por parte del materialismo, de un partidismo metodológico, que no
quisiera confundirse con el parcialismo propio de los «doctrinarios autistas», que
prefieren ignorar o despreciar las posiciones de los adversarios. Pues el partidismo no
consiste en ignorar o despreciar a los adversarios, sino en definirse dialécticamente en
función de ellos. Y esta pretensión «dialéctica» lleva a la metodología de la «toma
inicial de partido», como condición para la posibilidad misma de la argumentación ante
disyuntivas del estilo de las citadas (por ejemplo, una toma de partido inicial por el
materialismo, el realismo o el ateísmo). Se supone también, desde luego, que este
partidismo metodológico inicial (que escandaliza a las metodologías de la filosofía
ordinaria, más tolerante, comprensiva y aún democrática), en cuanto contradistinto del
parcialismo fanático, deja abierta la eventualidad a una rectificación, en todo o en parte,
de las propias tesis partidistas iniciales.
La actitud de neutralidad o de imparcialidad metodológica que atribuimos a la
ontología tradicional o, si se prefiere, a la metafísica (en honor de Aristóteles, o de
Espinosa, o de Hegel), incluye sin duda componentes subjetivos o pragmáticos muy
importantes («antes de tomar partido conviene considerar sin prejuicios el estado de la
cuestión», o bien: «vayamos a las cosas mismas, dejando aparte todo prejuicio»), pero
no se funda en ellos. Para atenernos a las corrientes mejor definidas en la tradición: la
neutralidad de la metafísica general (como doctrina jorismática respecto de las
cuestiones propias de la metafísica especial, a la cual van referidas las disyuntivas que
hemos citado: espiritualismo/materialismo, teísmo/ateísmo, &c.) pudiera derivarse de la
doctrina misma que supone que las ideas de Unidad y de Identidad han de entenderse
ante todo como modulaciones de otras ideas envolventes, y muy especialmente de la
idea de Ser.
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Una idea que fue erigida en la idea primitiva y originaria, en los estadios primeros
de la metafísicas presocrática, por la idea eleática del Ser (όν) –heredera a su vez de la
idea de unidad pitagórica, o de la idea de arjé, como principio único de los milesios–.
Una idea llamada a ser utilizada ampliamente, no sólo por el materialismo corporeísta
del atomismo democríteo (los átomos entendidos como seres eleáticos, eternos e
indivisibles, sólo que «flotando» en el vacío, interpretado como «no-ser», «μη-όν») sino
también por el espiritualismo platónico (al menos en la interpretación de Natorp). No
podemos olvidar que entre las cinco Ideas primitivas propuestas por Platón ocupa el
primer lugar la Idea de Ser (όν), a la que luego siguen las Ideas de στάσις, κίνησις,
ταύτόν, έτερον (Reposo, Movimiento, lo Mismo y lo Otro).
Y, por su parte, la Idea de Ser mantiene su primacía en el realismo pluralista
aristotélico: un Ser que, sin embargo, no es una idea unívoca sino análoga («que se dice
de muchas maneras»), al que muy pronto le fue asignado el papel de «objeto» o
«asunto» de la filosofía primera –lo que luego se llamó metafísica general–. Es decir, el
ser como acto puro, el ser de las sustancias inmóviles (entendiendo la inmovilidad en el
terreno de la sustancia, y no en el terreno del «movimiento denso» (continuo) que
afectaba a las categorías de la cantidad, de la cualidad y del ubi). Dejamos aquí de lado
la cuestión de la reinterpretación del sustancialismo pluralista de Aristóteles, como una
reformulación en el terreno del hilemorfismo, del atomismo del Demócrito, como
expresión «distante» del pluralismo metafísico. La «justificación» acaso más estricta de
la metodología neutralista no reside tanto en consideraciones pragmáticas («necesidad
del diálogo», tolerancia democrática a las opiniones ajenas...) sino consideraciones que
tienen que ver con la misma naturaleza atribuida al Ser, que se supone envolviendo a
distancia a todas las demás ideas, y entre otras a las ideas de unidad y de identidad.
Nos referimos a la concepción del ser, propia de la metafísica general, como
ser común, trascendental e indiferente, a las determinaciones (presentes en la Metafísica
especial: en la Cosmología racional, en la Psicología racional, incluso en la Teología
natural, que Ch. Wolff, siguiendo una tradición que se remonta a Domingo Gundisalvo,
incluyó en la Metafísica especial) tales como las que se dan en las oposiciones
finito/infinito, corruptible/incorruptible, divino/humano, espiritual/material, ideal/real...
Se trata del Ser como (según se dirá más tarde)objeto formal del entendimiento humano,
como primum cognitum, desde un punto de vista no sólo ontológico sino también
genético-epistemológico. Es el ser indiferente («neutral») necesariamente confuso o
borroso, porque ni siquiera puede alcanzar a sus determinaciones subjetivas (mentales)
vinculadas al primum cognitum, puesto que este ser como primum cognitum envuelve
también al ser real o extramental.
Esta cuestión –aunque giraba en torno al concepto de ser más que a los
principios– estaba vinculada sin embargo a la cuestión sobre los primeros principios del
conocimiento científico o filosófico, planteada especialmente en torno al debate acerca
del primado del principio de no contradicción o bien del principio de identidad (primado
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defendido por los escolásticos modernos, cuyo precursor –recogiendo tradiciones del
escotismo y del occamismo– habría sido Francisco Suárez).
Pero lo que verdaderamente nos importa aquí es esto: que el ser común, el ser
trascendental, precisamente por desbordar o trascender todas sus determinaciones, nos
arroja a una perspectiva ella misma imparcial. Por ejemplo:
(1) Entre las oposiciones tan importantes como la que se propone en la distinción
entre el Ser real y el Ser de razón, el Ser común, en la época anterior al idealismo,
contendrá también al Ser de razón, y lo contendrá como una determinación más del Ser
(porque el ser de razón, en cuanto ser, tiene la realidad del mismo Ser). Santo Tomás
dice (I,85,2): «Et sic species intellecta secundarie est id quod intelligitur; sed id quod
intelligitur primo est res, cujus species intelligibilis est similitudo.» Manser (La esencia
del tomismo, CSIC, Madrid 1947, pág. 300) comenta así este texto: «La primera idea
del ser excluye que el sujeto cognoscente conozca primero la idea de ser y luego saque
de ella el conocimiento del ser, como han afirmado siempre los subjetivistas. Porque
antes de que pueda conocer la idea de ser, tiene que haber conocido algo, es decir, el
ser, pues, de lo contrario, tampoco puede tener ninguna idea del ser. Por eso es muy
verdadero que el objeto del primer conocimiento, es decir, el ser, tiene que
ser extramental, real.»
Esta conclusión, decimos por nuestra parte, sólo mantiene su fuerza cuando «se
pide el principio», al modo del realismo, del primado del ser real; si «se pide el
principio» al modo del idealismo, del primado del ser de razón, la conclusión sería: «por
eso es muy verdadero que el objeto del primer conocimiento, es decir, el ser, tiene que
ser intramental, de razón.»
(2) Otro tanto diríamos de la disyuntiva entre el ser (exclusivamente) material (del
materialismo) y el ser (exclusivamente, es decir, no asertivamente) espiritual (del
espiritualismo). El ser común o trascendental se mantiene «neutral» o indiferente, a
distancia, ante el materialismo o el espiritualismo; la unidad o la identidad, como
atributo del ser, afecta tanto a la materia como al espíritu.
(3) Análogamente procederíamos ante la disyuntiva teísmo/ateísmo: la unidad y la
identidad como atributos del ser afectan tanto a Dios como a las criaturas.
Según esto parece evidente que cuando asumimos la perspectiva trascendental,
desde la cual consideramos al ser como análogo –aquella perspectiva que según
Aristóteles se alcanza por el entendimiento cuando éste logra elevarse al «tercer grado
de abstracción», que deja de lado toda materia para atenerse al
ser precisiva o positivamente inmaterial, y por ello puede actuar en un grado de
abstracción más alto que el segundo, el de la abstracción matemática, que deja de lado
la materia sensible para atenerse a la materia inteligible y que, a su vez, viene después
del primer grado de abstracción, que deja de lado la materia individual y se atiene a la
materia sensible–, asumimos también una perspectiva neutral o imparcial, al menos si
dejamos de lado las «peticiones de principio» similares a las que hemos advertido en la
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pensamiento, están en contacto con ellas). Este era el fondo de la tesis tomista
del Primum cognitum, a la que antes nos hemos referido.
Y en cuanto a los lenguajes artificiales, me limitaré a recordar aquí la crítica del
propio Wittgenstein (Tractatus, 5.5302-5.5303) a la definición de identidad de Russell,
mediante el signo «=», utilizando los recursos de la lógica algebraica. Es obvio –dice–
que la identidad no es una relación entre objetos, como se ve claro al considerar la
proposición «(x):fx.⊃.x=a». «Decir que dos cosas son idénticas es un sinsentido y decir
que una cosa es idéntica consigo misma no es decir nada».
Añadiremos por nuestra parte: no es decir nada cuando nos referimos a una cosa o
ente individual absoluto, que tiene «en el Ser» la estructura ontológica de una sustancia
aristotélica, puesto que, en este caso, la relación de identidad del ente (cosa, objeto)
consigo mismo es una relación de razón (que supondría el «desdoblamiento ideal» de la
cosa en los dos objetos entre los que ponemos la identidad); y la relación de razón es
una no-relación (real). Pero todo cambia si tomamos como referencia, no cualquier
ente-sustancia que se nos ofrece «en el tercer grado de abstracción» (en el cual está
implantado el propio Wittgenstein, cuando utiliza los términos Dingen o things), sino
una cosa corpórea individual, como pueda serlo la molécula de alanina o el rectángulo
del «grupo de transformaciones del rectángulo». En este caso la transformación idéntica
I, correspondiente a su rotación de 360º, que deja invariante al rectángulo (o bien, el
producto de dos transformaciones sucesivas AxA=I, de 180º), nos ponen delante de una
identidad real, a saber, la identidad propia de las transformaciones idénticas que no van
referidas a sustancias o cosas inmóviles (aunque fueran rectangulares), consideradas «en
sí mismas», sino a cosas rectangulares, en este caso, que se mueven por rotaciones o
giros. Lo que ocurre es que, en estos casos, más que hablar de relaciones de identidad
entre objetos (o entre un objeto inmóvil y él mismo) tendríamos que hablar
de conexiones entre las partes de ese objeto (el rectángulo del ejemplo), es decir, de las
conexiones entre sus vértices, lados, ángulos, semirectángulos, &c. Conexiones que
mantienen invariante la estructura del rectángulo y que más que la identidad del mismo
expresan su unidad, la unidad topológica de sus partes en el curso de las
transformaciones idénticas del grupo (que no son por sí relaciones, sino operaciones).
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Gustavo Bueno
Se ensaya en este rasguño la exposición de las más importantes diferencias y analogías
que, desde las coordenadas del materialismo filosófico, cabría establecer entre las ideas
de Unidad y de Identidad
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de los judíos, cristianos o moros –como después la Metafísica general de los alemanes o
de los ingleses, o de los mayas o de los aztecas– sería una recuperación de sus
respectivos principios metafísicos especiales (la Trinidad cristiana, el Ser absoluto judío
o musulmán, el Dasein ario, el Zen oriental o la Pacha Mama indoamericana),
revestidos de unos conceptos orientados a subrayar los componentes comunes que
permitan mantener, en nombre de un humanismo universal, en coexistencia pacífica, a
todos los referenciales particulares posibles, y, en especial, los referenciales propios de
cada una de las llamadas, desde Max Müller, «religiones del libro».
2. Unas breves ilustraciones de esta tesis acerca del «partidismo oculto» de la
Metafísica general:
1) La unidad, como propiedad trascendental del ente, se definía por la
indivisión del ente en sí mismo y por la distinción de cualquier otro. Suárez matizaba
(Disputación 4, §1, 16-17) que la «distinción respecto de otro» no entraba formalmente
en la razón de la unidad, aunque conviene a lo único como consecuencia necesaria.
Balmes se acogió de hecho a esta sentencia: «En las escuelas se definía algunas veces lo
uno: ens indivisum in se, et divisum ab aliis; la primera parte parece muy exacta con tal
que por indivisión no se entienda no separación, sino indistinción; pero la segunda la
considero cuando menos redundante. Si no existiese más que un ser solo y simplicísimo,
no dejaría de ser uno, y, sin embargo, no se le podría aplicar el que estuviese dividido
de los otros: divisum ab aliis. No habiendo otros, no habría la división de ellos. Luego
este miembro de la definición es redundante» (Filosofía fundamental, libro VI, 9).
Parece evidente que esta sentencia de la metafísica general presupone la tesis de
que lo uno –o la unidad– se divide en dos tipos, la unidad de simplicidad y la unidad de
composición. Pero la unidad de simplicidad absoluta (la que no contiene siquiera la
composición de potencia y acto) solamente comprende (como «referencia metafísica»)
al Acto puro aristotélico y, en otro orden, a las formas separadas (de los compuestos
hilemórficos) que permiten definir ciertos entes simples y, por tanto, con posibilidad de
especiación, aunque no de individuación, como podían serlo los ángeles o los
arcángeles. Y esto significa que las entidades simples (absolutas o relativas) sólo
podrían admitirse tomando como referencias las creencias en un Dios único (en la
tradición aristotélica) o la creencia en los espíritus (en la tradición cristiana, musulmana,
&c.). No cabría apoyarnos en ninguna otra referencia o modelo cósmico. De donde
podríamos concluir que si la idea de unidad, definida como el ser indiviso en sí, tiene
algún alcance ontológico, no es en función de las fuentes emanadas de la metafísica
general, sino en función de las referencias existenciales propias de la metafísica
especial.
2) En el análisis de la identidad los escolásticos introducían, como cuestión
previa, la oposición entre las distinciones reales y las distinciones de razón. Esta
cuestión involucraba obviamente el debate entre el monismo eleático (incluyendo sus
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versiones panteístas) –para el cual toda distinción debiera ser de razón, por cuanto las
distinciones reales habría que entenderlas como apariencias– y el pluralismo.
La metafísica pluralista (no acosmista) se veía obligada a defender el primado de
las distinciones reales, frente a la tesis del primado de las distinciones de razón.
Ahora bien: como criterio ontológico de las distinciones reales solía proponerse la
separabilidad real de los entes realmente distintos (Suárez, Disputación 7, 2), y, sin
embargo, la separabilidad no podría tomarse como criterio de la distinción real, salvo
que se mantuviese la tesis de que en todos los casos en los cuales los entes son
inseparables, no cabe establecer una distinción real entre ellos. ¿Y cómo probar que hay
distinción real entre entes inseparables?
La prueba principal que los escolásticos podían aducir consistía en apelar al
dogma de la Santísima Trinidad, es decir, a la distinción real (no de razón) entre las
personas divinas (Padre, Hijo, Espíritu Santo). Así, Cosme de Lerma (Lógica, libro VII,
q. 17, Utrum dentur aliquae relationes reales?), resuelve la cuestión siguiendo a Santo
Tomás (I, q. 13, 7) afirmativamente, porque «no sólo entre los entes divinos [las
personas de la Santísima Trinidad] sino también entre los entes creados se dan
relaciones reales». Dice: «Consta el antecedente: al menos las tres personas divinas,
como enseña la fe, se distinguen y se oponen realmente, pero no se distinguen ni se
oponen en algún predicado absoluto, luego sólo en predicados relativos». Y cita la
condenación que el papa Eugenio III, en el Concilio de Reims (1142), formuló contra
Gilberto Porretano, obispo de Poitiers (que ulteriormente se retractó de su doctrina
general sobre las relaciones, que tenía como consecuencia negar la distinción entre las
divinas personas, es decir, negar, con los arrianos, el dogma de la Santísima Trinidad, al
modo del monoteísmo unitarista propio de las religiones del libro no cristianas, es decir,
del judaísmo y del islamismo). Cosme de Lerma aporta después «pruebas de razón» (no
de fe), como pudieran serlo las conexiones del efecto a su causa real, que serían
independientes de la operación del entendimiento. Sin embargo, cabría añadir que
mientras las pruebas de razón son susceptibles siempre de ser reinterpretadas (por
ejemplo, reduciendo las conexiones del efecto a la causa a expresiones de la identidad),
las «pruebas de fe» eran irreductibles dogmáticamente, sobre todo para quien profesaba
la religión católica y no deseaba ser excomulgado.
3) En el análisis de la división de las relaciones en dos órdenes, el de las
relaciones reales y el de las relaciones de razón –cuestión internamente involucrada con
la cuestión de la identidad–, puesto que lo que se discute principalmente en torno a la
identidad no era otra cosa sino su reflexividad (fuera una relación real o una relación de
razón raciocinante), quienes se oponían a quienes negaban la división (fuera porque
consideraban a las relaciones como un concepto categorial unívoco, común por tanto a
las reales y a las de razón; fuera porque reducían todas las relaciones a las reales,
considerando a las de razón como no-relaciones; fuera porque consideraban a todas las
relaciones como relaciones de razón, al modo de los connotatores) terminaban
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apoyándose en una referencia teológico dogmática (nos remitimos aquí al lugar citado
de Cosme de Lerma).
3. Resumimos: la diferencia fundamental entre la metodología que corresponde
adoptar al materialismo en el proceso de análisis de las ideas de Unidad y de Identidad,
atributos trascendentales a todos los entes del universo, y la metodología de la
«metafísica general», estriba en que aquella se detiene en referenciales constatables en
determinados dominios del universo, pero sin referirse al universo mismo que, supuesta
su unicidad, carecería de identidad y de unidad.
La diferencia, en conclusión, puede cifrarse, según lo dicho, no ya en la precisión
de toda referencia, sino en la indistinción entre las referencias metafísicas (o
dogmáticas) y las referencias «positivas», que implican los cuerpos, o, más en general,
la materialidad primogenérica.
Mientras que las metodologías propias de la metafísica general tradicional se
apoyan necesariamente, aunque no exclusivamente, en un sistema de supuestos
sustratos referenciales metafísicos (sustancias simples, formas separadas, personas
divinas, vivencias subjetivas –aunque sean vivencias de lo absoluto–), la metodología
materialista toma como referencias, en las que apoyar sus análisis, a sistemas de
configuraciones fenoménicas compuestas (no simples), a sustratos que envuelven
necesariamente referencias fisicalistas y, por tanto, intersubjetivas. A partir de estas
edificará sus modelos. La importancia de las referencias fisicalistas estriba
gnoseológicamente, no tanto en su condición de tales, sino en su aptitud para recibir las
acciones, manipulaciones o transformaciones procedentes de los diferentes sujetos
operatorios (S1, S2, S3... Sn). Sólo las referencias corpóreas pueden considerarse
intersubjetivas.
Entre los referenciales de la metodología metafísica encontramos, por tanto, al
Dios de las religiones monoteístas, a las personas divinas trinitarias, a las vivencias
subjetivas, a las sustancias simples; entre las referencias de las metodologías
materialistas encontramos, por ejemplo, a un bloque de mármol, a los astros, a las
monedas, a las balanzas o a los aceleradores de partículas.
El análisis materialista de las ideas de Identidad y de Unidad comienza por
delimitar el campo de los fenómenos referenciales afectados por la identidad, que se
mantendrá siempre vacía, sin referencia a la unidad, bien sea definida a través de ella o
recíprocamente. Esto explica que mientras el Unum figuró durante siglos entre las ideas
trascendentales, en cambio no figuró entre ellas la idea de identidad. Sólo en la época
moderna (Espinosa, Leibniz, Schelling) el «principio de identidad» intentó sustituir al
principio de no contradicción, como principio supremo. Sólo en la neoescolástica
comienza a tomarse en serio el «principio de identidad» (que Suárez, por ejemplo, aún
consideraba como vano, tautológico y «nugatorio»).
Las ideas más cercanas a las de Identidad y Unidad aparecen en textos
presocráticos, en el Poema de Parménides («una y la misma cosa es el ser y el pensar»)
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G. Bueno – Identidad y Unidad (1-3)
y, sobre todo, en el El Sofista de Platón, como la primera entre las cinco ideas
elementales. Ahora bien, la definición platónica de la identidad, αυτό δ΄εαυτώ ταυτον
(«la misma cosa respecto de sí misma»), es, en cierto modo, autodestructiva de la idea
de identidad en cuanto relación, y aún de la misma idea de «cosa» (res), porque la
«identidad de una cosa (ente) consigo misma» obliga a «desdoblar» a la cosa,
aniquilándola. Y porque no puede hablarse de relación cuando sólo contamos con un
único término. La expresión algebraica (x) (x=x) es sólo una relación-límite, una
relación de razón, es decir, una no-relación. La identidad como mismidad no es una
relación, y la identidad se reduce entonces a la idea de unidad, como «unidad de la cosa
consigo misma»; y lo que ocurre es que esa identidad metafísica está definida «sin
referencias» o con pseudo referencias metafísicas (por ejemplo, las formas separadas) o
algebraicas (la letra ‘x’ y la relación con otra letra de la misma configuración ‘x’ = ‘x’).
Sería esta metodología arreferencialista (metafísica) la que habría asumido
Aristóteles al introducir la idea de identidad como una relación del primer género (junto
a las relaciones de identidad y de semejanza). En efecto, Aristóteles (Metafísica, Δ-5,
1021a-10) define las identidades (ταύτά) como aquellas cuya sustancia (η οϋσια)
es una (μία), mientras que las cosas semejantes (ομοια) son aquellas cuya cualidad (η
ποιότης) es una, e iguales (ϊσα) aquellas cuya cantidad (το ποσον) es una (εν); y por
ello el uno (εν) es principio y medida del número (todavía M. Heidegger, en su Identität
und Differenz, 1957, distinguía la igualdad cuantitativa o Gleichheit, de
la mismidad o dasselben).
Ahora bien: la sustancia, en Aristóteles, también aparece definida desde una
metodología metafísica arreferencial. La sustancia (según el comienzo del citado
capítulo 7 del libro V de la Metafísica) es el ser (το ον) por sí (καθ΄αυτό) –es decir,
no por otros (κατά συμβεβηκος)–. El primer sentido del ser es el de la sustancia
(οϋσια), que algunos traductores españoles vierten gratuita y erróneamente por
entidad (sin tener en cuenta que entidad también cubre a los accidentes). La sustancia es
el ser que subsiste en sí mismo (inseidad), y no en otros (como los accidentes). Es decir:
la sustancia es definida sin referenciales, o con referenciales metafísicos (pseudo
referenciales) como las que antes hemos citado (Acto puro, espíritus, astros
considerados como sustancias corpóreas –poranalogia inaequalitatis, según Cayetano–
pero con su materia totalmente actualizada, por tanto, como entidades que no se
confunden con los fenómenos a través de los cuales el astro es percibido, puesto que su
sustancia es invisible y «permanece debajo»).
Esto quiere decir que la definición de la identidad por la sustancia es fruto de la
metodología metafísica (arreferencial); y si tenemos en cuenta que la sustancia, según
Aristóteles, es inmóvil (es decir, carece de movimiento en sentido estricto, en cuanto
magnitud continua –«densa»– que tiene lugar en la cantidad, en la cualidad o en el ubi),
la sustancia también sería inmóvil, salvo por accidente, como sería el caso de los astros
aristotélicos cuasidivinos.
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Identidad y Unidad (y 3)
Gustavo Bueno
Se ensaya en este rasguño la exposición de las más importantes diferencias y analogías
que, desde las coordenadas del materialismo filosófico, cabría establecer entre las ideas
de Unidad y de Identidad
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3. Se hace preciso exponer, ante todo, desde las coordenadas del materialismo, la
distinción ontológica entre las relaciones y las conexiones. Distinción que no suele ser
reconocida, no ya en el lenguaje mundano («Juan tuvo tres relaciones con María en la
misma tarde») sino tampoco en el lenguaje académico («Hay una relación de causalidad
entre A y B», o bien, «las órbitas de la Luna y de la Tierra se explican a partir de sus
relaciones de gravitación»). Sin embargo, para decirlo con terminología aristotélica, las
relaciones se reducen a la categoría προς τί, mientras que las conexiones se reducen a la
categoría πoιειν (acción) o πασχετν (pasión, y después «acción recíproca» o reacción).
Supuesto el «idealismo de las relaciones», que consideramos virtualmente
implicado en la tesis que reduce todas las relaciones a la condición de «relaciones de
razón», cabría pensar que la distinción entre conexiones y relaciones podría establecerse
en función de la distinción entre lo que es ontológico-objetivo (como serían las
conexiones) y lo que es lógico o subjetivo (como lo serían las relaciones). Pero si
suponemos la realidad de las relaciones (es decir, el realismo de algunas relaciones),
también habrá que reconocerle su carácter ontológico. Conexiones y relaciones tendrán
ambas alcance ontológico, pero a diferentes niveles.
Desde la ontología del materialismo la realidad de las conexiones se establece al
nivel del primero o segundo género de materialidad (M1, M2); mientras que la realidad
de las relaciones, a nivel del tercer género de materialidad (M3). Pero suponemos que
estos diversos géneros de materialidad (M1, M2, M3), o mejor dicho, sus contenidos
respectivos, son constitutivos de la realidad del Universo (Mi), y no se corresponden
con el ámbito cubierto por el «Ser» de la metafísica general tradicional. Porque en el
ámbito del Ser (de la Metafísica general) hay que poner también a la materia ontológica
general (M), que desborda a los géneros de materialidad. Consecuentemente,
conexiones y relaciones habrá que considerarlas como constitutivas del Universo
(del Mundus adspectabilis), sin que por ello puedan reconocerse como constitutivas de
M.
Ahora bien, las conexiones y las relaciones no son entidades separables, flotantes,
«jorismáticas». Se establecen siempre entre términos referencializados, dados en el
Universo; a estos términos se reducen las unidades que puedan ponerse en
correspondencia con las sustancias primeras o segundas de la metafísica aristotélica o
escolástica.
No es este el lugar para tratar sistemáticamente, desde las coordenadas del
materialismo, de las cuestiones planteadas por las relaciones y las conexiones;
reservamos esta tarea para un artículo extenso que aparecerá en El Basilisco. Aquí nos
limitamos a anticipar algunas ideas de ese trabajo que sean pertinentes para el análisis
de las ideas de unidad y de identidad.
El camino más directo para resumir la distinción entre relaciones y conexiones (de
acuerdo con la metodología referencialista que esbozamos en el §2 de este rasguño), nos
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Desde la ontología no dualista del materialismo podemos decir que las relaciones
son tan materiales como las conexiones, si bien su materialidad o realidad tiene lugar a
distintos niveles: las relaciones son terciogenéricas (M3) y las conexiones son
primogenéricas (M1) o segundogenéricas (M2). Desde este punto de vista cabe añadir
que las relaciones, aunque vayan asociadas o conjugadas a conexiones, desbordándolas,
pueden incluso considerarse, desde muchos puntos de vista, como previas (ordo
cognoscendi) a las conexiones. Si se ha instalado una conexión telefónica entre A y B
de cien kilómetros, es porque previamente constaba una relación de distancia de cien
kilómetros entre A y B.
Reconocemos, según lo dicho, múltiples intersecciones entre las ideas de relación
y de conexión. Pero acaso la más importante, en la teoría general de las relaciones, sea
la que asigna a las conexiones (conexiones determinadas) el papel de fundamentos de
las relaciones.
Es bien sabido que la cuestión del fundamento de las relaciones asumió un puesto
principal en la tradición escolástica. Aunque no podemos abordar aquí de frente este
problema, conviene advertir que la cuestión del fundamento de las relaciones acaso
«tomaba causa» del planteamiento aristotélico de las relaciones como accidentes de las
sustancias, siendo así que las sustancias aristotélicas, en cierto modo (por su carácter
autotético e inmóvil, incluso eterno, en el caso de los astros), no «necesitaban» las
relaciones, ni siquiera las admitían, pues su carácter autotético era imposible de
compatibilizar con el esse ad de las relaciones. Y en este contexto cabe entender el
carácter de «ente debilísimo» que Aristóteles atribuyó a las relaciones, atribución
repetida invariablemente por los escolásticos posteriores, como si se quisiera minimizar
o disimular la precariedad del concepto alegando la precariedad de la entidad por él
representada.
Esta situación requería obviamente plantear la cuestión del fundamento de cada
relación. Por lo demás, las respuestas que se dieron fueron muy diversas y abundantes,
más o menos ingeniosas; pero subrayaremos aquí (por la trascendencia histórica que
tuvieron en la época moderna) la teoría de los llamados «connotatores», teoría referida
de hecho a las relaciones clasificadas como de primer género (tales como la relación de
semejanza o la de igualdad).
Las relaciones de semejanza en blancura (similitudo in albedo) entre Sócrates y
Platón, para quien no fuera racista, ¿era un simple accidente, una contingencia, un «ser
debilísimo», incluso un ente de razón sin realidad objetiva? ¿Acaso podría esta relación
de semejanza k (en blancura) tener algún fundamento real? Si está dado un caballo
blanco en Persépolis, ¿cómo entender que cuando nace un caballo blanco en Tebas nace
también una relación real entre ambos caballos? ¿Cuál podría ser el fundamento de tal
relación?
Los connotatores descartaron que este fundamento pudiera ponerse en alguna
conexión entre ambos caballos (o entre Sócrates y Platón), descartando, incluso en una
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Marcelo II (número 222), Pablo IV (número 223), Pío IV (número 224), San Pío V
(número 225), Gregorio XIII (número 226), Sixto V (número 227)...
Ahora bien, ¿hasta qué punto puede asegurarse que, en estas sucesiones, los
papas, individualizados por su número ordinal, figuran como términos individuales (al
menos en el sentido de los «individuos absolutos» tales como el hombre volante de
Avicena o el ave Fénix en sus sucesivas apariciones)? Por de pronto hay que reconocer
a cada uno de esos nombres ordenados que está ya enclasado en la clase P de los Papas,
es decir, que no figura en ellos como individuo absoluto, sino como individuo de una
clase (x ∈ P). Además la clase es atributiva. El «conjunto de los papas del
Renacimiento» constituye una totalidad atributiva joreomática, en la que cada elemento
debe desaparecer para que otro aparezca como elemento de la clase (la misma regla a la
que se sometía el ave Fénix, con la diferencia de que las apariciones del ave Fénix no
envolvían diferencia de sustancia, sino que suponían identidad sustancial entre el cuerpo
del ave viva, sus cenizas y el nuevo elemento viviente que renacía de ellas, mientras que
a los papas del Renacimiento se les reconoce una identidad sustancial interindividual).
Por otra parte cada elemento «arrastra», como séquito histórico, multitud de materiales
que habrán de ser incorporados a la serie (colegios cardenalicios, templos, encíclicas,
conexiones con emperadores o reyes...). En ningún caso estamos ante una sucesión de
individuos discretos, mutuamente aislados diairológicamente; estamos ante una
totalidad «en evolución», en la cual los términos –los papas– han de ser mencionados
repetidamente una y otra vez por los historiadores o arqueólogos, a cargo de los cuales
corre la tarea de integrar las partes del material asociado (esqueletos, retratos, concilios,
encíclicas, guerras) con los diversos papas correspondientes, es decir, estableciendo
conexiones ramificadas que coexisten con las relaciones sinalógicas que se van
abriendo.
No hablamos, en efecto, de los papas como individuos absolutos, sino como
miembros de una Iglesia o de un Estado. Ocurre en la historia de los papas como ocurre
en la geografía política: un monumento idiográfico (como pueda serlo El Escorial),
asentado en Castilla, no es sólo el individuo idiográfico hic et nunc; a su vez ha de
«repetirse» una vez como monumento asentado también en España, y otra vez en
Europa occidental, y otras veces en Europa, en Eurasia, &c. El Escorial deja de ser
idiográfico-irrepetible, porque se repite de hecho no sólo en las cabezas de los hombres,
sino en contextos diferentes, en clases atributivas que se integran las unas en las otras.
Estas cadenas, a su vez, en tanto constatamos su paralelismo o sus
diversificaciones con otras cadenas, dan lugar a relaciones nuevas entre clases
diferentes. Las propias cadenas históricamente establecidas nos servirán de criterio y
guía para insertar a cada papa en un puesto de la serie que irá «evolucionando» desde
unos primeros eslabones hacia otros eslabones futuros.
La sucesión histórica de los papas del Renacimiento no es, por ello, más
idiográfica de lo que pueda serlo la sucesión de una serie de esqueletos científicamente
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unívoca, puesto que ha de estar determinada por el parámetro de la función, es decir, por
la escala de la unidad que tomamos como «referencia entera». Lo que importa subrayar
en esta estructura holótica es el hecho de que las totalidades T referencializadas no son
unidades simples, sino siempre compuestas de partes, dadas a una escala determinada,
sin necesidad de que las partes fraccionarias sean a su vez simples (según prescribe la
tesis de la segunda antinomia kantiana: «toda sustancia consta de partes simples»).
Supondremos que la recurrencia de la función «todo/parte» no es indefinida (al menos
cuanto a las partes formales) y que, por tanto, caben dos límites extremos, establecidos
por anástasis: el límite del regressus nos arroja la idea de un todo T que ya no es parte
de otro (un límite que podemos identificar con el Universo, en cuanto omnitudo rerum,
un todo que ya no es parte de otras totalidades envolventes, lo que significa que no es
un todo absoluto, real y finito, sino una totalidad límite, puesto que carece de entorno:
remitimos al volumen II de la Teoría del cierre categorial, pág. 131); el límite
del progressus es un parte que ya no es un todo, porque no tiene partes: es el átomo
ideal o límite que tampoco puede ser absoluto y punto de partida imprescindible (lo que
significa que en el proceso de organización de un campo hemos de partir siempre in
medias res).
De donde se sigue que ninguna totalidad referencializada puede considerarse
como una unidad absoluta, sino determinada por una escala dada que actúa de
parámetro de una función, a partir de la cual tendrá lugar la distinción entre partes
simples o compuestas, o la distinción entre partes formales y partes materiales. Aquello
que excluimos de la idea de unidad como totalidad atributiva son las unidades como
totalidades «monoméricas», es decir, totalidades «con una única parte», al modo de las
reconocidas «sociedades anónimas unipersonales». Tales sociedades no son clases
distributivas unitarias (como Adán en el Paraíso, o como la clase de los «satélites
naturales de la Tierra»), sino que son clases atributivas unitarias, que sólo son clases por
analogía de atribución. Por lo demás, la unidad, como atributo del todo (o «unidad
entera») la consideramos como totalidad finita y corpórea (y no muy lejos de esta
opinión podíamos ver al propio Santo Tomás, en I, q. 8, a 2 ad 3: In substantiis autem
incorporeis non est totalitas, nec per se nec per accidens).
La multiplicidad contenida en el todo unitario puede ser, por lo demás, una
multiplicidad «pacífica», constitutiva de una unidad estática (aunque no por ello
necesariamente homogénea), o bien una unidad polémica, en la que las partes se
enfrentan las unas a las otras, disputándose la existencia o la hegemonía en el todo.
En cualquier caso la identidad se establece sobre la unidad. Fundamentum
identitatis est unitas, rezaba la sentencia escolástica. Sin duda, pero cuando, desde
coordenadas materialistas, interpretamos la unidad no en su sentido absoluto (o
reflexivo) sino sólo cuando la unidad tiene lugar en función de otras unidades.
Brevemente, la identidad se establece sobre otras unidades, sobre una multiplicidad de
unidades.
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G. Bueno – Identidad y Unidad (1-3)
8. La idea de identidad tiene que ver, en cambio, tanto con las relaciones como
con las conexiones.
En efecto: suponemos (en línea también, como hemos dicho, con la tradición
escolástica) que la identidad se funda en la unidad, pero no en la unidad considerada
como atributo de una sustancia aristotélica absoluta, sino con una unidad compuesta de
partes o unidades parciales o fraccionarias, conexionadas entre sí. Esta es la razón por la
cual la idea de identidad se ofrece más bien como conexión entre unidades sinalógicas
diferentes, o bien como relación entre unidades sinalógicas (como pueda serlo la
identidad entre dos unidades clónicas). Es la identidad como relación no reflexiva.
No por ello negamos la posibilidad de toda relación reflexiva, porque no
excluimos la reflexividad de los casos en los cuales las unidades término de la relación,
abandonando su aislamiento absoluto, propio de las sustancias absolutas, hayan
alcanzado de hecho unas diferencias compatibles con su unidad de conexión. Citamos
de nuevo, como ejemplo, a las unidades joreomáticas susceptibles de transformación y
composición con unidades de su dintorno tales que sean capaces de reproducir
cíclicamente la composición tomada como original. La reflexión tendrá lugar entonces
en el contexto de las transformaciones idénticas, en las cuales la unidad sustancial se va
componiendo con una serie de unidades del entorno de suerte que sea posible el
mantenimiento de la unidad originaria.
Tal es el caso de la identidad sustancial («primosustancial») del Sol que nace y
muere (en la apariencia) todos los días; pero no porque cada día el Sol sea
sustancialmente distinto (acaso porque procede de un «poblado del Sol», como el que
suponían los birakas africanos, por ejemplo). Aquí, la unidad sustancial-actualista (no
absoluta) del Sol, más que definirse mediante una relación reflexiva absoluta (menos
aún, como una relación esencial, propia de las llamadas «sustancias segundas»),
consistiría en una conexión primosustancial de las diversas apariencias idiográficas del
Sol a lo largo de sus posiciones en la eclíptica.
La identidad sinalógica se funda en la unidad, pero no en la unidad considerada
en sí misma, sino en unidades compuestas, ensambladas o acopladas; la identidad
diairológica se funda en la unidad, pero no afecta a cada unidad, sino a diversas
unidades que mantienen entre sí la relación de igualdad (no reducible a la cantidad,
como suponía Aristóteles, sino incorporando también las semejanzas cualitativas y la
estructura). En el ejemplo que antes hemos citado, la identidad entre los dos cuerpos
enantiomorfos constituidos por las moléculas de alanina-l y alanina-d, aunque ellas sean
iguales cuantitativamente (en tamaño, peso molecular, dimensiones) o semejantes (en
textura, color, &c.), diremos que son idénticas, rebasando la semejanza y la igualdad,
porque su igualdad no es meramente cuantitativa, sino sólo de un modo parcial: ni
siquiera pueden ser sustituidas una por otra en terceros contextos, porque su orientación
es opuesta y excluye la congruencia; se hace imposible la sustitución de la una por la
otra (salvo que admitamos la posibilidad de un giro por la cuarta dimensión, giro que
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G. Bueno – Identidad y Unidad (1-3)
sólo puede admitirse como una operación de razón). Por ello cabe decir que las
relaciones de igualdad cuantitativas pueden ser absorbidas en la identidad.
Por último, la asociación de la identidad con la unidad sinalógica tiene como
corolario crítico (contra la ideología de la identidad como atributo ontológico y
axiológico «sacrosanto», cuya mera invocación parece tener fuerza para comprometer a
cualquiera en su ayuda) la desmitificación de la idea de unidad, es decir, su
destronamiento del puesto supremo que en el «campo del ser» le otorgó la tradición
metafísica («todo ser es idéntico a sí mismo»), o en el «campo del valor» le reconocen
quienes reivindican la identidad de una cultura o de un pueblo como el argumento
supremo, que parece requerir la complicidad de todos para su defensa. Pues la unidad,
tal como la hemos presentado, no es unívoca, y ello repercute en la identidad que se
funda sobre la unidad. No solamente tiene identidad un sólido platónico, sino también
un agregado débil (un montón de grava, o un montón de basura); la identidad de una
Nación poderosa en siglos de historia puede ponerse al lado de la identidad de una
banda de ladrones; la identidad de un organismo vivo, sano y fuerte, no excluye la
identidad, científicamente reconocible por los análisis del ADN, de su ulterior «forma
cadavérica». El argumento de la identidad defendida a fuego y a sangre por tantos
grupos políticos no tiene más alcance que la defensa de la identidad de la unidad de un
montón de grava o de la identidad de un cubo de basura.
9. Por último, podemos componer las unidades de manera tal que la unidad
compuesta sea un todo complexo Π (de T y Շ). Decimos «complexo» –y no complejo–
porque la idea de complejidad alude, ante todo, a la multiplicidad misma del compuesto,
respecto de sus partes (complejidad asociada a la dificultad, hasta un punto tal que, en el
español de hoy, casi nadie dice ya, por ejemplo, «este proyecto es muy difícil», sino
«este proyecto es muy complejo», como si lo simple no pudiera tener muchas veces un
grado de dificultad mayor que lo que es complejo), mientras que complexo alude
principalmente a la unidad de esa multiplicidad (complexus = abrazo).
Podremos distinguir una unidad complexa de una identidad complexa de este
modo:
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regulares tenga una extensión que desborda ampliamente a los doce pentágonos
seleccionados para un dodecaedro dado, por cuanto esta selección tiene lugar
precisamente en la clase de los pentágonos regulares).
(2) La identidad complexa (de Շ y T) es ante todo una relación diairológica (un
conjunto de relaciones) de igualdad, semejanza o inclusión de unas especies o géneros
en un género supremo Շ (como pueda serlo una categoría porfiriana o linneana), cuando
además establecen (entre esas especies o géneros) conexiones sinalógicas que definen
cadenas de parentesco o descendencia, a la manera de las ramificaciones del tronco de
un árbol. Como ejemplo de estas identidades complexas tomamos el concepto
de phylum, en la medida en la cual, en él, las clases linneanas (o porfirianas) se
conjugan con las clases darwinianas (o plotinianas). El phylum, como complexo
taxonómico, no encadena a las totalidades de las especies vivientes en una sola línea
continua; por el contrario, las bifurcaciones o ramificaciones de una especie las bifurca
o ramifica en una arborescencia, que aún cuando mantenga una línea de continuidad
«longitudinal», reconoce las discontinuidades «transversales» que van apareciendo
cuando se rompe la relación genealógica.
La diferencia entre estos dos tipos de unidades y de identidades se aprecia con
especial claridad en el campo de la Biosfera.
Se acepta comúnmente la unidad de los seres vivientes (el concepto de «biosfera»
que introdujo Eduardo Suess o Vladímir Vernadski, como una unidad sinalógica, es
decir, como una totalidad T). También se acepta la identidad entre los vivientes, incluso
por quienes no reconocen una clara línea divisoria discontinua entre los cuerpos
vivientes y los inorgánicos (tales como coacervados, virus, bacterias...). Sin embargo, ni
la unidad de los vivientes ni la identidad entre ellos (por oposición a la que es propia de
otros «dominios cósmicos») queda bien diferenciada.
La identidad de los vivientes, en todo caso, puede interpretarse, ante todo, como
identidad esencial, como expresión de las relaciones de semejanza, igualdad o estructura
entre los cuerpos vivientes (por ejemplo, su figura ovoidea, que se propaga o se
multiplica en el medio en el que los cuerpos vivientes actúan). Se trata aquí de una
identidad no sustancial sino esencial, que tiende a definirse como identidad lógica, la
que se expresa mediante la metáfora del árbol de Porfirio. Su unidad equivaldría
entonces a la unidad lógica del «Reino de los vivientes», que es una unidad o
comunidad de esencias intemporales, mantenida en un cielo uránico, o en la mente
divina (todavía Linneo decía que «tantas son las especies cuantas Dios creó en el
principio»). Se trata de la unidad propia de una totalidad Շ, diversificada mediante
relaciones objetivas (no las relaciones de razón o mentales del nominalismo). Pero
frente a los nominalistas, los realistas (medievales o modernos), en la «cuestión de los
universales», apelaban a los arquetipos o paradigmas divinos.
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camino ingenuo, por no decir infantil, de tratar al árbol gráfico de Porfirio como
representación de un árbol real, pero sin abrir la cuestión de la conexión y relación entre
su árbol y el tradicional árbol de Porfirio. Por lo demás, como ya hemos sugerido en
otras ocasiones, el árbol de Darwin tendría como precedente un hipotético «árbol de
Plotino», que llamamos así en atención a los textos que Plotino dejó escritos en torno a
la unidad de los heráclidas.
Pero lo cierto es que este «infantilismo filosófico académico» de Darwin le habría
permitido interpretar el árbol de Porfirio como un árbol de Plotino, donde las especies
no resultaban de la composición –hecha por Dios creador o por el hombre– de los
géneros próximos con diferencias específicas agregadas, sino que, por una suerte
de eclampsis o emanación, brotaban las unas de las otras, transformándose las unas en
las otras como las ramitas del árbol viviente brotaban de las ramas anteriores.
10. Ofrecemos ahora una tabla taxonómica de acepciones de las ideas de unidad y
de identidad.
En los puntos precedentes hemos desarrollado la tesis de que la idea de unidad no
es una (unívoca) sino múltiple (o analógica), y hemos dibujado las tres acepciones o
modulaciones fundamentales de la unidad, a saber, (1) la unidad sinalógica, o primitiva,
entendida como conexión (antes que como relación); (2) la unidad diairológica, o
derivada, entendida como relación; y (3) la unidad complexa, entendida como un
sistema de conjugaciones de conexiones y relaciones.
Asimismo hemos desarrollado la tesis de que la idea de identidad no es idéntica
sino diversa, y hemos dibujado las tres acepciones o modos básicos que corresponderían
a esta idea, a saber, (1) la identidad sinalógica, (2) la identidad diairológica, y (3)
la identidad complexa.
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G. Bueno – Identidad y Unidad (1-3)
Ideas →
Unidad Identidad
Criterios holóticos de U I
clasificación ↓
(1)
Criterio atributivo (1)
T Unidades sinalógicas de un sustrato
Identidad sinalógica
referencial, entendidas como
o criterio sinalógico como conexión entre unidades.
conexión o interacción de sus partes.
Anotaciones a la tabla
1) Partimos del supuesto del carácter sincategoremático de los términos unidad
e identidad, según el cual carácter ni unidad ni identidad no pueden asumir sentido
alguno como predicados tomados en sí mismos (o, lo que es equivalente, tampoco
cuando están asociados a «parámetros trascendentales» tales como ser o sustancia).
Los términos unidad e identidad sólo asumen un significado cuando se utilizan
asociados a parámetros referencializados, como sustratos corpóreos (tales como
«unidad de esta célula», «unidad de este organismo», o «identidad del protozoo con
sus cilios o flagelos»).
2) El término unidad en su acepción U-1 tampoco designa una idea unívoca,
sino muy variada. Variaciones que dependen, no solamente de la naturaleza
categorial de cada unidad (topológica, física, biológica, política...), sino también de
sus caracteres holóticos-ontológicos. No es lo mismo la unidad de un sustrato cuyas
partes se yuxtaponen unas a otras formando un agregado (en el cual la cohesión o
interacción entre las partes no puede considerarse más significativa que la que se
ejerce desde el entorno) que la unidad de una estructura cuyas partes están tan
trabadas las unas con las otras que no pueden separarse sin que la estructura, no ya
del todo (que no puede tomarse aquí como criterio, sin incurrir en tautología), sino de
sus mismas partes formales se fracture. Y entre estos extremos, la gama de la unidad
sinalógica de un sustrato consta de indefinidos grados. Mención especial merecerá la
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figura del cubo en otros cuerpos de su entorno (en este caso, el entorno constituido por
un suelo o el entorno constituido por un muro).
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En esta identidad intervienen las operaciones (sus reglas, que involucran al sujeto
operatorio, directamente o a través de una máquina calculadora dispuesta por aquel).
Pero las reglas que definen a los operadores requieren el recurso a las identidades
esenciales: por ejemplo, la identidad esencial, no sustancial, entre las menciones del
signo x en (x+y)∙(x+y). Y esta identidad esencial involucra relaciones sinalógicas (no
diairológicas) de superposición, que tienen más de conexión que de relación entre las
figuras x, x.
(4) El símbolo = de Recorde es utilizado, otras veces, como representación de una
ad-igualdad. La ad-igualdad no es, desde luego, identidad algebraica, pero tampoco
ecuacional, porque la sustitución (o evaluación aritmética) de las variables numéricas x
por su valor no permite alcanzar ningún valor numérico de y en una función y = f(x).
Consideremos la cuasiecuación:
lim x→5 [(25 − x²) / (5−x)] = y
Si sustituimos la variable x por su valor en el límite, 5, obtenemos una expresión
sin sentido:
[(25−25) / (5−5)] = y = 0/0
El método de rectificación habitual, que tiene sus analogías con situaciones no
algebraicas (por ejemplo, en el ajuste de una pieza a una armadura mediante recortes o
«castigos» sucesivos), consiste en sustituir la variable x por una x+h (que le excede,
pero que irá rectificándose por disminuciones sucesivas; suponemos que h es un
infinitésimo que tiende a 0):
25 − (x+h)² / 5−(x+h) = [25 − x² + 2xh + h² / (5−x) + h]
que a su vez se transforma en
(2xh + h²) / h = (2x + h² / h)
pero 2x = 10; h² / h = 0 (cuando h llega a su límite). En resolución: la
cuasiecuación toma, cuando h tiende a 0, el valor y = 10:
lim x→5 [(25−x²) / (5−x)] = 10
La igualdad aquí no es exacta, pero tampoco es meramente aproximada, porque la
aproximación está ella misma regulada mediante las reglas de Cauchy para el «paso al
límite».
(5) El símbolo = de Recorde es utilizado para expresar la identidad (y aún el
principio de identidad) en Lógica de clases o en Lógica de proposiciones. Por ejemplo,
en el Compendio de lógica matemática de J. M. Bochenski (14.13 y 5.11) se escribe:
(x).(x=x); (p ≡ p).
La primera fórmula podría interpretarse como si hubiera sido calculada para
expresar la identidad que cualquier signo tipográfico, en suposición material, mantiene
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permite establecer una partición de la clase N en cinco clases disyuntas, según los
valores de los restos (r = 0; r = 1; r = 2; r = 3; r = 4).
(12) El símbolo = de Recorde se utiliza también para representar la identidad por
recurrencia. Nos referimos al conocido método de demostración llamado también
inducción matemática, en el cual la igualdad asume una parte muy notable, confundida
en lo que a su conceptuación lógica se refiere con la identidad copulativa, o inferencia
de la parte al todo, en la inducción incompleta extensional baconiana, que sólo puede
alcanza la probabilidad, entre los componentes aritméticos de los signos literales con
valor numérico que ellos significan en el campo N, Q, R...
Referida a relaciones algebraicas entre fórmulas entre las cuales la relación de
igualdad no está condicionada a algunos valores de la variable (como en las
ecuaciones), sino que se extiende universalmente (como en las identidades) al campo de
variabilidad que en este caso es el campo N de los números naturales.
Es cierto que esta universalidad se establece a partir de una relación de igualdad
particular que se «generaliza» a todos los números, y esta es la razón por la cual el
procedimiento de generalización se llama inducción aritmética. Pero la recurrencia
procede por vía más próxima a la deducción que a la inducción.
La inducción baconiana generaliza; es decir, extiende las propiedades establecidas
entre casos particulares de un campo diairológico a la totalidad de una clase adiatética.
La inducción incompleta no es demostrativa de la identidad interna entre las
propiedades generalizadas y los casos particulares de partida, y por ello se atiene a las
leyes de la probabilidad. Y cuando la inducción es completa (porque los valores
distributivos son finitos) entonces la generalización se resuelve en una totalización
tautológica, porque la «generalización» no es otra cosa sino una reexposición de los
términos de la clase distributiva de las partes de las que se predica la propiedad.
La identidad por recurrencia es una inducción completa que parte de una
proposición particular que afecta a un subconjunto de N, una proposición que establece
la atribución de esa propiedad a la totalidad o conjunto infinito N. La diferencia con la
inducción tradicional (completa o incompleta) residirá en que mientras esta va referida a
la clase Շ distributiva, la recurrencia va referida a la clase T atributiva, y procede
mediante reglas de una construcción diatética recurrentemente indefinida. Por ejemplo,
la propiedad (n (n+1) / 2), predicada de la universalidad de los elementos de n
compuestos en una clase atributiva (1 + 2 + 3 +...+ n). Es decir,
(1 + 2 + 3 +...+ n) = (n (n+1) / 2) [1]
La clase atributiva T (indefinida) continua infinitamente sobre conjuntos finitos,
por ejemplo
1 + 2 + 3 +...+ r = r(r+1) / 2 [2]
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