1 Del Método para Destruir Un Gran Amor
1 Del Método para Destruir Un Gran Amor
1 Del Método para Destruir Un Gran Amor
(Quito, 1944)
Abdón Ubidia (Quito, 1944) es una de las voces más representativas y relevantes de la moderna
literatura ecuatoriana. Su libro de relatos Bajo el mismo extraño cielo (Premio Nacional de
Literatura José Mejía, 1979), Divertinventos (1989) y las novelasSueño de lobos (declarada Libro
del Año 1986 y ganadora también del Premio Nacional de Literatura) y Ciudad de invierno (que ha
alcanzado las diez ediciones). Como investigador en el campo de la literatura oral, ha
publicado El cuento popular (1997) y La poesía popular (1982). Ha colaborado en numerosas
publicaciones culturales, dirigió la revista cultural Palabra suelta, y ha realizado investigaciones de
campo como compilador de leyendas y tradiciones orales. Sus relatos han sido traducidos a
varias lenguas europeas.
Bibliografía
Novela: Ciudad de invierno (Quito, 1984); Sueño de lobos -Premio "José Mejía Lequerica"- (Quito,
1986). Cuento: Bajo el mismo extraño cielo (Bogotá, 1979); Divertinventos (Quito, 1989); El
palacio de los espejos (Quito, 1996). Teatro: Adiós siglo XX (Quito, 1992). Ensayo: El cuento
popular (Quito, 1977); La poesía popular ecuatoriana (Quito, 1982); Referentes (Quito, 2000).
Consta en las antologías: Cuento ecuatoriano contemporáneo (Guayaquil, s.f); Nuevos cuentistas
del Ecuador (Guayaquil, 1975); Así en la tierra como en los sueños (Quito, 1991); Cuentos
hispanoamericanos, Ecuador (1992); Cuento contigo (Guayaquil, 1993); Diez cuentistas
ecuatorianos (Quito, 1993); Doce cuentistas ecuatorianos (Quito, 1995); Veintiún cuentistas
ecuatorianos (Quito, 1996); Antología básica del cuento ecuatoriano (Quito, 1998); Cuento
ecuatoriano de finales del siglo XX (Quito, 1999); Cuento ecuatoriano contemporáneo (México,
2001).
Abdón Ubidia
Amiga, amigo: si usted ama está indefenso. El ataque proviene de usted mismo. De
adentro. Créanos: no podrá defenderse. El mundo lo arrollará. Un enamorado no existe. Ha
perdido su unidad. Ha perdido sus límites. Está disuelto, disgregado en el aire. No sabe dónde
empieza y termina lo suyo. Ha dejado de ser un sujeto.
El amor es una enfermedad mental y usted está enfermo. Usted comete locuras y se ufana
de ellas. Tiene la sensación de estar “dentro de” y no “fuera de”: conclusión: no puede tener un
conocimiento objetivo de las cosas. Conclusión: usted ha perdido el mundo.
Es doloroso decirlo, pero la única manera de recuperarlo es recurrir al odio. Porque el odio
es una forma de conocimiento. El odio impone distancias, asigna límites, define. No hace
concesiones. Exterioriza. Expulsa de las almas apasionadas los fantasmas inasibles y los vuelve
objetos. Objetiva.
Cuando usted ama no puede saber en dónde termina su yo y empieza el del Otro. Eso le
obliga a omitir toda la serie negra de datos que sus ojos enamorados no quieren ver: los
pequeños y grandes defectos, las fealdades, las imperfecciones. Si ama, en usted solo opera una
serie áurea: la belleza que usted fabula y necesita: el agua que inventa para su sed. Porque todo
enamorado siempre sueña su amor. Convénzase: el odio es el despertar del amor.
La receta para alcanzar el odio es una: piense usted en la serie negra de recuerdos que,
muy a su pesar, quedaron en su corazón; lo que perdonó, lo que pasó por alto: busque en su
memoria todas las fealdades, las torpezas, las cobardías que pueda recordar. No tenga piedad.
Usted es un asesino. Un asesino laborioso. Usted está matando un gran amor. Y un asesino no
puede tener piedad.
El resto lo hace el tiempo. Un día, usted habrá recobrado su unidad. Volverá a tener un
cuerpo suyo. Una conciencia suya. Una mente lúcida. Un lugar real en el mundo. Será capaz de
decir opiniones de este tipo: “Todo amor es narcisista: uno se ama a través del otro”. O: “Toda
pasión es el encuentro de dos fantasmas”. O: “Quien ama se fabula y engalana para otro que
también se fabula y engalana para uno”. O: “La pasión es la salida irracional de una razón que se
asfixia”.
En ese día el odio y el amor se habrán aniquilado mutuamente. Y usted será el único
vencedor de esa batalla. De pronto usted estará “fuera de” y no “dentro de”. Volverá a ser un
sujeto. Habrá recuperado el mundo.
No podrá creerlo. La felicidad de la razón será suya. Y aceptará el amor apacible y fiel, y
hasta el tedio o la soledad, como fórmulas válidas para eludir el sufrimiento. Y la pasión habrá
dado paso a la sabiduría. Y los días vendrán. Y los soles y las lluvias vendrán. Y los años
vendrán. Y usted envejecerá dulcemente. Y así, implacables, las bellas dunas del desierto
borrarán todos los espejismos*.
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(Cuenca, 1912-1991)
Novelista y catedrático universitario. Gran parte de su vida transcurrió en Venezuela. Integró el
grupo Elan. Su cuentística está vinculada a las propuestas del indigenismo y la denuncia social.
En 1954 consiguió con su cuento "El caballero" el Primer Premio en el Concurso Anual de
Cuentos convocado por el diario El Nacional de Caracas. Sobre este autor precisa el crítico
Alejandro Carrión: "Es Cuesta también un extraordinario comunicador del alma popular. El
hombre, la mujer del pueblo, tiene muchos niños. Viven tan cerca del cogollo mismo de la vida,
están tan nutridos de elemental savia vital, su espíritu está tan recién nacido, que forzosamente el
gran escritor de lo infantil es también un gran poeta del alma popular... Cuesta es, además, un
excelente constructor. Sus cuentos, sus novelas están construidos con premeditación y alevosía."
Bibliografía
Novela: Los hijos -Segundo Premio Latinoamericano "Casa de Las Américas"- (Caracas, 1962).
Cuento: Llegada de todos los trenes del mundo (Cuenca, 1932). Poesía: Motivos. Consta en las
antologías: Los mejores cuentos ecuatorianos (Quito, 1948); Antología del relato ecuatoriano
(Quito, 1973); Cuento de la generación del 30 (Guayaquil, s.f.); Antología básica del cuento
ecuatoriano (Quito, 1998).
LA MEDALLA
Cuento:
*El país de los juguetes. Editorial Alfaguara (Ecuador), 2003; (Colombia), 2006.
Antologías:
*El Libro del Buenhumor. Ediciones Cyba, 1993.
Premios Nacionales:
Premios Internacionales:
LUNA LLENA
Edgar Allan García (Ecuador)
Y se encontraron después de muchos siglos y de al menos cuatro vidas de buscarse ilusionados
e incansables, pero sin éxito. Ninguno de los dos sabía exactamente cómo habían llegado hasta
la esquina de aquel barrio de casas descascaradas y se habían detenido justo ahí, a esa hora tan
extraña para ambos, a esperar un taxi trashumante que con un poco de suerte los llevaría a sus
respectivas casas.
La noche estaba fría, aunque no demasiado, y el cielo parecía un silencioso enjambre de
luciérnagas inmóviles. Ella miraba distraída la desembocadura de la calle principal y, de pronto,
tuvo ganas de cerrar los párpados cansados, de replegarse para entrar en la queda oscuridad de
sí misma; entonces lo sintió venir; fue un presentimiento nunca antes experimentado, un
inesperado sobresalto que la puso a temblar cinco segundos antes de que él apareciera entre la
penumbra de la calle lateral como un espectro emergiendo de las sombras. Cuando abrió los
ojos, sintió un fogonazo, como si una veloz salamandra hubiera subido por su columna vertebral
hasta la nuca. Paralizada por aquella visión, no pudo voltear la cabeza para verlo una vez más y
permaneció ahí, congelada en el rectángulo de la parada del trole, dándole las espaldas,
fingiendo buscar en su cartera algún objeto indispensable, algo tan diminuto e inexistente que sin
duda tardaría en aparecer.
Él se situó detrás de ella, con las manos en los bolsillos; no podía dejar de verla de arriba abajo,
deteniéndose de vez en cuando en esas manos nerviosas que rebuscaban inútilmente dentro
aquella cartera negra de boca desmesurada. Cuando huyó de la fiesta de Carlos, su antiguo
compañero de colegio, no imaginó que no habría un solo taxi luego de más de cuarenta y cinco
minutos de caminata por calles desoladas y desconocidas, así que decidió buscar una estación
de trole, un lugar medianamente céntrico donde esperar un milagro.
Fue entonces cuando se internó en la oscuridad de una callejuela tortuosa que prometía llevarlo a
un lugar más iluminado, pero solo se encontró con otra más estrecha y tenebrosa que la anterior.
Regresó, pero fue a parar a un callejón sin salida donde ladraba un perro insomne tras una malla
desgarrada. Jaloneado por una intensa sensación de asfixia, trotó hacia lo que parecía un paraíso
de luces de neón que se desvanecían a medida que se acercaba y, de súbito, se encontró ahí,
justo ahí, hipnotizado por aquella mujer a la que pareció reconocer de lejos y a la que se acercó
como si fuera a saludar, a abrazar y besar, pero ya a pocos centímetros de su rostro huidizo y de
ese cuerpo esbelto cuyo pulóver dorado no lograba disimular el atractivo contorno de sus nalgas,
se detuvo. No, no la conocía, y al mismo tiempo le era familiar. Sin saber qué hacer, se paró
detrás de ella, en un ángulo desde el que ella no podía verlo. Mientras se balanceaba con las
manos en los bolsillos, para su propia sorpresa empezó a desear que el taxi no llegara nunca y
que ese extraño, pero intenso momento se congelara para siempre en su vida.
Ella, en un gesto maquinal movió sus cabellos hacia atrás y de inmediato él aspiró su perfume,
una leve fragancia dulce y oleaginosa que entró por sus ternillas, descendió como un licor añejo
por su garganta y le estalló en el plexo un segundo antes de bajar como un relámpago hasta su
bajo vientre. Ella se movió apenas, lo justo como para mirar de reojo a aquel hombre que no se
movía de sus espaldas y cuyo silencio no le hacía temer sino temblar con una rara emoción que
le erizaba los vellos de la espalda. Sentía al mismo tiempo sus nalgas brotadas, germinando bajo
la seda negra, imantándose hacia él, dejándose acariciar por esas miradas que, ella sabía, la
recorrían de arriba abajo con una avidez de fuego casi palpable. Con la mano que por fin había
dejado de buscar inútilmente en la cartera, deslizó otra vez su resplandeciente cabellera para
atrás, lentamente, abriéndose finas matas de cabello con los dedos. Con oscura emoción se dio
cuenta de que su perfume se esparcía como una lluvia secreta y que una parte muy íntima de ella
había empezado a revolotear en brisa fría rumbo a las entrañas de aquel hombre misterioso.
Arriba la luna llena tenía un conejo tatuado en su vientre de harina, ¿o era un rostro? Sí, un rostro
de hombre, de pronto se acordaba, aquel que había observado desde niña y ahora, pensándolo
bien, se parecía mucho al hombre que permanecía silencioso a sus espaldas. Escuchó entonces
su propia respiración y se dio cuenta de que había empezado a respirar con más profundidad y
frecuencia que antes. El silencio era casi total, apenas si se escuchaba un murmullo a lo lejos, en
algún rincón del universo estrellado, en tanto la ciudad semejaba el luminoso telón de fondo de un
teatro abandonado. Solo ella y él estaban vivos, percibiéndose cada vez más cerca,
escuchándose respirar el uno al otro. El corazón le dio un vuelco, por un momento sintió que él se
había acercado aún más, que ya solo faltaban unos pocos centímetros de penumbra para que
sus cuerpos se rozaran, se tocaran, se palparan suavemente y empezaran a temblar abrazados.
Si su auto recién salido de la mecánica no se hubiera dañado en aquel barrio desolado, si el
celular que siempre llevaba en la cartera no hubiera agotado su batería en un momento tan
crítico, seguramente a estas horas se estaría bañando antes de ir a la cama, desnuda como todas
las noches, para continuar la lectura de aquella pequeña novela sobre un amor imposible que, de
manera consciente, se había demorado en leer más de la cuenta.
Si Carlos no se lo hubiera encontrado en la calle, si no hubiera insistido tanto en que fuera a su
fiesta de cumpleaños, si se hubiera dado cuenta con solo verlo que ahora estaba frente a un
solitario irreductible, ante alguien a quien nunca le gustaron las celebraciones, que siempre había
detestado los “hip hip hip hurra” y los “cumpleaños-feliz”, porque creía que en el fondo no había
nada que celebrar. Pero una vez cometido el error de haber aceptado, tenía que huir, no
aguantaba más el ambiente opresivo de aquellos seres que fingían estar felices. Los vio como a
través de un lente que podía penetrarlos, que dejaba en carne viva sus secretos dramas, su
absurda patraña. ¿No se ven acaso?, ¿quieren que les pase un espejo? mírense, son tristes, o
peor aún, patéticos, les dijo, les gritó en silencio mientras bailaban indiferentes a su enfado.
Entonces, no sabe aún cómo, dio un paso hacia atrás y luego otro hasta desaparecer por la
puerta que alguien había dejado entreabierta. Se sintió mejor con la noche fría sobre sus
hombros, con la soledad de las calles rodeándolo, con la luna arriba persiguiéndolo por entre
aquel laberinto como una loba silenciosa, esa misma luna en la que desde niño creía ver una
mujer, o más bien la sombra difusa de una mujer triste.
Registró en vano los bolsillos en busca de un cigarrillo que sabía no tenía. ¿Acaso no había
dejado de fumar hacía tres meses? La mujer se movió imperceptiblemente y volteó un poco más
el rostro encendido. Tenía los ojos húmedos y abiertos en extremo. Él tuvo ganas de tocarla
lentamente, de pasarle los dedos por el cabello perfumado, de succionarle los lóbulos de las
orejas, de acariciarle la cintura y atraerla con suavidad hacia él, hacia ese cuerpo recio que había
empezado a resoplar como un lobo en celo.
Por unos segundos sintió el estremecimiento de ella cuando él se acercó un poco más, pero
quería oler aquel perfume hasta embriagarse, quería que su cuerpo estuviera más cerca de esas
nalgas que parecían crecer, señalando hacia él, invitándolo a rozarlas y a explorarlas con manos
ávidas.
Ella quiso dar un paso hacia atrás cuando sintió entre los cabellos un vaho caliente, el movimiento
casi imperceptible de aquel hombre cuyo rostro ya no recordaba, pero cuyo olor le acababa de
golpear en la nuca, bajando luego por sus vértebras y quemándole las caderas súbitamente
ensanchadas. Esa fuerte emanación a piel sudada, a hombre, a animal le hizo volverse un poco
más. Cerró los ojos para poder olerlo mejor. No podía saber que el hombre a sus espaldas
también había cerrado los ojos mientras alargaba el cuello, el rostro y la nariz en busca de su
cabellera.
Los dos permanecieron así durante varios segundos, suspendidos en el aire de la madrugada,
con sus cuerpos temblorosos cada vez más cercanos. Entonces ella volvió como de un sueño. Un
ruido lejano la había traído de regreso. Un ruido ronco, pesado, lento, como el de un viejo camión
subiendo la cuesta. A lo lejos ella alcanzó a ver la chatarra amarillenta con una débil luz
parpadeante sobre el techo. Un taxi, se dijo con angustia creciente.
El tiempo se había terminado. Ninguno de los dos lo sabía de manera consciente pero durante
siglos y siglos se habían buscado sin encontrarse, y ese persistente desencuentro los había
convertido en dos seres solitarios e infelices hacía tres mil años en Persia, ochocientos en Cantón
y trescientos en Oklahoma. Solo en Madagascar se habían encontrado durante unos breves
minutos cuando él, que entonces era la madre de ella, murió durante el parto de su primogénito,
que entonces era la mujer que ahora tenía frente a él. Entre ese confuso pasado y aquel presente
se levantaba un abismo de fantasmas, presentimientos y esperas inútiles que ninguna mujer, que
ningún hombre había podido llenar.
Ahora la inminencia del taxi que avanzaba jadeando hacia ellos, les dejaba unos pocos segundos
más para hablar, conocerse, o al menos establecer un futuro encuentro. Pero cómo acercarse sin
que ella se sobresaltara, sin que él pareciera un violador que intentaba sujetarla por los hombros
y arrastrarla hacia la oscuridad del zaguán a sus espaldas. Cómo explicarle, sin que sonara
ridículo, que ella le parecía conocida, que seguramente debían de haberse conocido en alguna
reunión, en algún ascensor, en alguna calle de una ciudad o país que no lograba recordar. Cómo
decirle que él, no sabía cómo ni por qué, se había estremecido al verla ahí, en medio de la noche,
parada en la esquina de ese barrio desconocido. Cómo decirle que su olor lo había perturbado
más allá de todo límite, que ya no podía sobrellevar tantas y tantas llamaradas crepitando dentro
de él, que si ella quería en ese mismo instante él la embarcaba en aquel taxi que venía en
cámara lenta hacia ellos y se la llevaba a su refugio para hacerle el amor toda la noche, todas las
noches, toda la vida; para amarla para siempre, sí, para siempre, aunque lo que dijera le sonara
cursi o estúpido.
Ella cerró los ojos otra vez. Quería borrar la visión de aquel taxi avanzando lento y destartalado.
En el momento indicado, se dijo, se volvería hacia él y le diría que, dadas las circunstancias,
podían compartir el taxi; que ella insistía en que así fuera. Para lograrlo, tendría que tragarse
años, siglos de educación religiosa y de advertencias maternas acerca de los hombres, esos
monstruos babosos que “solo buscan el sexo”. Tendría además que decirle que ya que se
encontraban en el mismo taxi y la noche estaba tan fría, ella podía invitarlo a tomar un café o un
trago en su departamento, sí, en ese lugar tan limpio y ordenado por donde aún no había pasado
un solo hombre digno de ser amado hasta los huesos y para siempre. Y le diría, además, que se
sentía sola, tan terriblemente sola que le pedía, le rogaba se quedara a dormir con ella por esa
noche, por las siguientes noches, para toda la vida. Y entonces, tomando su cara entre las manos
le susurraría que ella ya lo amaba, que siempre lo había amado y lo amaría por toda la eternidad
si fuera necesario. Pero estaba petrificada y respiraba cada vez con mayor dificultad, sus
pensamientos no podían cuajar en palabras, en tanto los ojos permanecían fijos en el taxi que
avanzaba hacia ellos y una de sus manos sujetaba con fuerza la correa de la cartera. Miles de
años de deformación religiosa y de miedo al ridículo pesaban sobre sus débiles hombros. Ella
terminaría por entrar en aquel taxi, muda, tensa, sin atreverse a mirarlo siquiera, o tal vez se
quedaría viendo cómo él se le adelantaba, la hacía a un lado y se alejaba en el taxi mientras ella
se quedaba paralizada por la desesperación.
El taxi gruñó al cambiar de marcha y enfiló hacia donde estaban. Él alargó entonces un brazo
para tocarla y ella se volvió de inmediato. Se miraron deslumbrados el uno por el otro, trepidando,
percibiéndose durante unos segundos con aquellos ojos antiguos y nuevos a la vez. Él
tartamudeó: siga, siga usted, por favor. Ella asintió con la cabeza sin atinar a decir nada. Él le
abrió la puerta y ella entró tensa, cerrando los ojos, gritando por dentro palabras que ni ella
misma entendía. La puerta se cerró con un estruendo metálico y ella alcanzó a balbucear su
dirección al conductor.
Mientras el taxi arrancaba y se alejaba, ella no se percató de que aquel desconocido empezaba a
sollozar en silencio mientras desesperado levantaba la cara hacia la luna llena. Ella no podía
siquiera llorar, continuaba paralizada, encogida sobre sí misma mientras un alarido le desgarraba
el pecho, un alarido milenario y demoledor que se negó a salir hasta cuando se metió con la ropa
puesta bajo la ducha fría.
Él la buscaría, sí, lo juraba por aquella luna, la buscaría por toda la ciudad, por todo el país, en
cada oficina, en los ascensores, en los parques, en todas las paradas posibles. Iría a fiestas, a
discotecas, e incluso a los espantosos paseos de Carlos con tal de descubrirla entre la multitud,
bajo un árbol, o quizá en esa misma esquina solitaria, en donde con suerte la tomaría entre sus
brazos, pondría de nuevo su rostro frente al de ella y le desnudaría una verdad que sin duda iba a
sonar delirante y que acaso la mujer rechazaría espantada.
Ella lo buscaría hasta el último día de su vida si era necesario y cuando por fin lo encontrara, no
importaba dónde, se lanzaría como una demente a sus brazos y le diría, le susurraría, le gritaría
todos sus sueños inconclusos, esos deseos crecientes como ascuas, aquellas mordeduras
invisibles en los pezones encendidos, tantas cosas que ahora no podía siquiera expresar, sentada
como estaba como un guiñapo bajo la inclemente ducha de agua fría.
O quizá no, quizá la próxima vez él se quedaría mudo de nuevo, rígido como una estatua de sal,
espantado al verla tan frenética y desparpajada, al percibirla tan estúpidamente obsesiva,
seductora, histérica, como si ella no fuera sino una loca más en medio de la enorme ciudad llena
de extraños espantajos.
O tal vez entonces ella, al verlo venir, dominada nuevamente por el pánico, solo atinaría a pasar,
a pasar junto a él, lo más cerca posible, sintiendo con angustia cómo otra vez sus caminos se
cruzaban sin remedio, hasta el siguiente encuentro, hasta la próxima vida, hasta aquel lejano
tiempo en que el esquivo destino los uniría para siempre. O quizá, y esta eventualidad le hizo
soltar un alarido mortal bajo la ducha, hasta nunca…
Mempo Giardinelli
(Argentina 1947)
Nació el 2 de agosto de 1947 en Resistencia, Chaco (Argentina). Desde 1969 desempeñó varios
trabajos en diversos medios periodísticos de Buenos Aires. En 1976, la dictadura militar censuró
su primera novela Por qué prohibieron el circo, publicada en el exterior. Vivió en México hasta
l985 y cuando regresó a su país, publicó: La revolución en bicicleta (1980); El cielo con las manos
(1981), Vidas ejemplares (1982), Luna caliente (Premio Nacional de Novela en México 1983), El
género negro (1984), Qué sólo se quedan los muertos (1985); Antología personal(1992), El
castigo de Dios (1994); Santo oficio de la memoria (VIII Premio Internacional "Rómulo Gallegos"
1993 y Así se escribe un cuento (1993).
Creó y dirigió la revista "Puro Cuento" (1986-1992). Colaborador habitual de diversos medios,
entre ellos los diarios argentinos Página 12, Clarín, La Nación y otros diarios como Norte y El
Diario de Resistencia, y El Litoral, de Corrientes.
Obras:
Novela:
Ensayos:
El Género Negro
Cuentos
Soñario (2008)
Mempo Giardinelli
Usted no sabe lo que es el odio hasta que le cuentan esta historia. Hay una enorme tijera de
jardinero en el aire, de esas de doble filo curvo y que tiene un resorte de acero en medio de la
empuñadura, que de pronto queda suspendida, en el aire y en el relato. Es como una foto tirada
en velocidad mil con diagrama completamente abierto. Chic y el mundo mismo está detenido en
esa fracción de tiempo.
Ahora hay una ciudad provinciana, chata, de unos cuarenta mil habitantes, mucho calor. Un barrio
de clase media de jacarandáes en las veredas, jardines interiores en las casas, baldosas más o
menos prolijas, pavimento reciente. Nos metemos en una mesa, cuatro sillas y un aparador sobre
el que está -apagada- una radio RCA. Víctor al lado de un florero sin flores. También vemos un
par de souvenires de madera o de plástico, un cenicero de piedra que dice “Recuerdo de
Córdoba” y, en las paredes dos reproducciones de Picasso, un almanaque de un almacén del
barrio, y una lámina de un paisaje marino enmarcada en madera dorada con filigranas
pseudobarrocas. Sentada en una de las sillas y acodada sobre la mesa, hay una mujer que llora y
sostiene un hielo envuelto en un pañuelo sobre su ojo izquierdo, que está completamente morado
por la paliza que le dio su marido.
El marido no está en ese living. Hace menos de una hora que se ha ido, luego de jurar que para
siempre. No me va a ver nunca más el pelo, ha dicho después de la última trompada, un
derechazo de puño cerrado que se estrelló contra el pómulo izquierdo de la mujer. Ella le habla
recriminado sus mentiras, la continua infidelidad, las ausencias que duraban días, las borracheras
y el maltrato a cualquier hora, la violencia constante contra ella y ese niño que ha contemplado
todas has escenas, todas las discusiones, todas las peleas, y que en ese momento está sentado
en el piso junto a la puerta que da a la cocina, mirando a su madre con una expresión de bobo en
sus ojos de niño, aunque no es un chico bobo.
Ese niño ha mamado leche y odio a lo largo de sus nueve años de vida. Ha visto a su padre
pegarle a su madre en infinitas ocasiones y por razones para él siempre incomprensibles. Ha
escuchado todo tipo de palabrotas y gritos. Se ha familiarizado con los insultos más asombrosos
y ha tenido tanto miedo, tantas veces, que es como si ya no sintiera miedo. Su expresión de bobo
es producto de una aparente indiferencia. Muchas veces, cuando se padre zamarreaba a su
madre, cuando le gritaba inútil de mierda, gorda infeliz o déjame en paz, el niño simplemente
jugaba con autitos de plásticos que deslizaba por el suelo, o se distraía mirando por la ventana
los gorriones que siempre revoloteaban en el patio. No sabe que ha mamado también
resentimiento, ni mucho menos qué cantidad de resentimiento.
El hombre que es su padre se ha ido jurando que no pisará nunca más esa casa de mierda. Y en
efecto, desaparece de la escena, de los ojos fríos del niño. Esa noche no regresa, ni al día
siguiente, ni a la semana siguiente. A medida que pasan los días es como si su existencia se
borrara también de todas las escenas cotidianas. Por un tiempo parece establecerse una paz
desconocida en ese living comedor, en las dos habitaciones de la casa y hasta en el baño, la
cocina y el pequeño patio.
Pero es una calma solo aparente. Porque al poco tiempo comienzan las penurias, y las quejas de
la madre van en aumento: no tenemos dinero, no podemos pagar el alquiler de la casa. Hoy no
hay nada para comer, esta ropa no da más, tengo los nervios destrozados, el desgraciado de tu
padre.
Una noche la mujer que es su madre entra un hombre a la casa, que se encierra con ella en la
habitación durante un rato y luego se va. Al día siguiente ella compra unas zapatillas nuevas para
los dos y comen milanesa con papas fritas. Otra noche viene otro hombre y se repite todo, igual
que en una película que ya vimos. Cada vez que llega un hombre a la casa y se encierra un rato
con su madre, después pueden comprar algunas cosas que necesitan y acaso comer mejor. En el
barrio hay murmullos y miradas juzgadoras, que también alcanzan al niño. Y en la casa hay un
rencor espeso como chocolate, y juramentos, insultos y llantos son la vida cotidiana. La madre del
niño se va agriando como una mandarina olvidada en el fondo de la heladera, y el niño que
siempre está en el silencio, ya no juega con autitos ni con nada y se la pasa mirando impávido,
como si fuera bobo, los gorriones y el jardín. Nunca tiene respuesta para las preguntas que se
hace, pero jamás formula. El padre es una figura que se va desdibujando en su memoria a
medida que el niño crece y entra en la adolescencia. Hasta que un día la madre enferma
gravemente, la fiebre parece cocinarla a fuego lento, y una madrugada muere.
Ahora hacemos un corte y estamos en la noche de anoche. Aquel que era ese niño, hoy es un
hombre joven que no tiene trabajo. Ha hecho la guerra en el Sur, fue herido en un pie, se lo
amputaron y ahora cojea una prótesis de plástico enfundada en una media negra y una zapatilla
andrajosa. Habita una mugrosa casucha de cartón y madera, empalada sobre la tierra, en un
suburbio de la misma ciudad, que ahora es mucho más grande que hace unos años y ya tiene
casi medio millón de habitantes. El joven sobrevive porque a veces arregla jardines en las casas
de los ricos de la ciudad, vende ballenitas o lotería en las esquinas de los Bancos, o simplemente
pide limosna en la escalinata de la catedral. Siempre silencioso, apenas consigue lo necesario
para no morirse de hambre. Flaco y desdentado como un viejo, viste un añoso pantalón de
soldado y una camisa raída y sucia como una mala conciencia. No tiene amigos, y muy de vez en
cuando se encuentra con un combatiente que está en situación similar. Ya no asiste a las
reuniones en las que se decía gestionar ante el gobernador, los diputados o los jefes de la
guarnición local. Y apenas algún 9 de Julio mira desde lejos el destile militar que da vueltas a la
plaza, y oye sin escuchar los discursos que hablan de heroísmo y reivindicaciones, guardando
siempre el mismo silencio que arrastra, como una condena incomprensible, desde que tiene
memoria.
Ese joven ignora la rabia que tiene acumulada, y es más bien un muchacho manso que corta
enredaderas por unos pesos, que de vez en cuando le pasa un trapo al parabrisas de un
automóvil por unos centavos, y que todas las tardes cualquiera puede encontrar en la escalinata
de la catedral con su pierna tullida estirada hacia delante. Junto a la zapatilla coloca una lata que
alguna vez fue de duraznos de almíbar y luego parece dormitar un sueño tranquilo porque en esa
lata casi nunca llueve una moneda. Cuando empieza a hacerse la noche y las últimas luces se
vuelven sombras entre la arboleda de la plaza, el joven se levanta, cruza la avenida y se pierde
en esas sombras con su paso de perro herido. Y es como si el silencio de la noche absorbiera su
propio silencio para hacerlo más largo, profundo y patético.
Es imposible precisar en qué tiempo llega a su tapera, un kilómetro mas allá de la Avenida
Soberanía Nacional, que es el límite oeste de la ciudad. Tampoco se puede saber de qué se
alimenta luego de escarbar en los tachos de basura de los cafés. Algunas veces ha bebido una
copa de ginebra o de caña, en las miserables fondas de la periferia, pero nadie podría decir que
es un borracho. Más bien, de tan manso y resignado, es presumible imaginarlo tomando mates
hasta la madrugada, con hierba vieja y secada al sol, y con agua que calienta en la abollada
pavita de lata que coloca sobre fogoncitos de leña.
Ahora hacemos otro corte y nos ubicamos, ayer a la tarde, en la entrada nordeste de la ciudad.
Allí, donde desemboca el puente que cruza el gran río, vemos un autobús rojo y blanco que
atraviesa rutinariamente la caseta de cobro de peaje, y rutinariamente se dirige al centro de la
ciudad. En uno de los asientos viaja un hombre ya viejo que, a través de la ventanilla comprueba
cómo es de implacable el tiempo y cómo todo se transforma, y cómo lo que alguna vez se sintió
propio ya no lo es y más bien parece extraño y hasta hostil. Incluso con los mejores sueños que
uno tuvo alguna vez pasa eso, no piensa, pero es como si lo pensara.
Ese hombre viejo es el mismo que era el padre del niño silencioso que lo escuchó decir nunca
más me van a ver el pelo. Ha vivido muchos años en otra ciudad, donde tuvo otra mujer que le
hizo la comida y le planchó la ropa y le aguantó el humor, el bueno y el malo, durante todos los
años que distancian el momento en que se fue de la ciudad y este momento en que retorna en el
autobús rojo y blanco que ya recorre la Avenida Sarmiento rumbo a la plaza principal, y que a él
le parece una de las pocas cosas que no ha cambiado: las alamedas con las mismas tipas,
lapachos y chivatos, ahora más envejecidos y el mismo pasto verde y el mismo pavimento que se
fue haciendo quebradizo con los años y las malas administraciones municipales. Esa mujer que lo
cuidó, en la otra ciudad, acaba de morir y con su muerte el hombre viejo ha envejecido aún más.
También él está enfermo, y no solo se evidencia por las articulaciones endurecidas y los dolores
que lo asaltan cada vez con más intensidad, sino también por la culpa que siente, que él no llama
culpa porque ni sabe que lo es, pero que es eso: culpa. Tampoco sabría explicárselo a nadie,
pero de modo bastante irreflexivo, como obedeciendo a un impulso que se le empezó a
manifestar después del sepelio de la mujer, el hombre viejo decidió regresar a esta ciudad a
buscar a su hijo. No sabe dónde está, ni cómo está, ni con quién, ni siquiera sabe si está vivo,
pero se ha largado con la misma obstinación irrenunciable de un niño caprichoso, que es lo que
suele pasarle a los viejos cuando se sienten atormentados.
Ahora hacemos el último corte imaginario y los vemos a ambos dentro de la tapera, que mide un
poco menos de tres metros por lado y en la cual hay un jergón de paja en el suelo, resto de lo que
fue un colchón de regimiento, y una maltrecha mesita de madera que fue del Bar Belén, con dos
sillas desvencijadas. El hombre viejo está sentado en una de ellas y llora con la cabeza entre las
manos. Tiene los hombros cerrados como paréntesis que enmarcan su rostro lloroso. Mientras lo
mira con la misma frialdad con que miran los sapos, el joven recuerda aquella otra escena de
hace muchos años, en la que su madre gemía sin consuelo, acodada en la mesa, también con la
cabeza entre las manos. El hombre viejo monologa y llora, pronuncia excusas, explicaciones. Es
un alma desgarrada que vierte palabras, un caldero de culpas hirvientes. El joven escucha. En
silencio e impasible, como quien se entera que ha estallado una guerra del otro lado del mundo.
El suyo, lo sabemos, es un silencio de toda la vida. Cuando se ha hecho silencio toda la vida,
luego no se puede hablar. Se ha convertido en una pared, en un muro indestructible. Por eso
apenas se muerde los labios y sangra todo por dentro, aunque él no lo sabe y solo siente el
dulzor salobre entre los dientes. No llora. Solo escucha. En silencio. Y entonces, se diría que
mecánicamente, toma la tijera de pico curvo de cortar enredaderas. Es una tijera muy vieja,
oxidada y casi sin filo. Pero es dura y punzante. Como su odio.