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1 Del Método para Destruir Un Gran Amor

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Abdón Ubidia

(Quito, 1944)

Abdón Ubidia (Quito, 1944) es una de las voces más representativas y relevantes de la moderna
literatura ecuatoriana. Su libro de relatos Bajo el mismo extraño cielo (Premio Nacional de
Literatura José Mejía, 1979), Divertinventos (1989) y las novelasSueño de lobos (declarada Libro
del Año 1986 y ganadora también del Premio Nacional de Literatura) y Ciudad de invierno (que ha
alcanzado las diez ediciones). Como investigador en el campo de la literatura oral, ha
publicado El cuento popular (1997) y La poesía popular (1982). Ha colaborado en numerosas
publicaciones culturales, dirigió la revista cultural Palabra suelta, y ha realizado investigaciones de
campo como compilador de leyendas y tradiciones orales. Sus relatos han sido traducidos a
varias lenguas europeas.

Bibliografía
Novela: Ciudad de invierno (Quito, 1984); Sueño de lobos -Premio "José Mejía Lequerica"- (Quito,
1986). Cuento: Bajo el mismo extraño cielo (Bogotá, 1979); Divertinventos (Quito, 1989); El
palacio de los espejos (Quito, 1996). Teatro: Adiós siglo XX (Quito, 1992). Ensayo: El cuento
popular (Quito, 1977); La poesía popular ecuatoriana (Quito, 1982); Referentes (Quito, 2000).
Consta en las antologías: Cuento ecuatoriano contemporáneo (Guayaquil, s.f); Nuevos cuentistas
del Ecuador (Guayaquil, 1975); Así en la tierra como en los sueños (Quito, 1991); Cuentos
hispanoamericanos, Ecuador (1992); Cuento contigo (Guayaquil, 1993); Diez cuentistas
ecuatorianos (Quito, 1993); Doce cuentistas ecuatorianos (Quito, 1995); Veintiún cuentistas
ecuatorianos (Quito, 1996); Antología básica del cuento ecuatoriano (Quito, 1998); Cuento
ecuatoriano de finales del siglo XX (Quito, 1999); Cuento ecuatoriano contemporáneo (México,
2001).

DEL MÉTODO PARA DESTRUIR UN GRAN AMOR

Abdón Ubidia

Destruye, si es posible, su retrato.


Ovidio, Arte de olvidar.

Amiga, amigo: si usted ama está indefenso. El ataque proviene de usted mismo. De
adentro. Créanos: no podrá defenderse. El mundo lo arrollará. Un enamorado no existe. Ha
perdido su unidad. Ha perdido sus límites. Está disuelto, disgregado en el aire. No sabe dónde
empieza y termina lo suyo. Ha dejado de ser un sujeto.
El amor es una enfermedad mental y usted está enfermo. Usted comete locuras y se ufana
de ellas. Tiene la sensación de estar “dentro de” y no “fuera de”: conclusión: no puede tener un
conocimiento objetivo de las cosas. Conclusión: usted ha perdido el mundo.
Es doloroso decirlo, pero la única manera de recuperarlo es recurrir al odio. Porque el odio
es una forma de conocimiento. El odio impone distancias, asigna límites, define. No hace
concesiones. Exterioriza. Expulsa de las almas apasionadas los fantasmas inasibles y los vuelve
objetos. Objetiva.
Cuando usted ama no puede saber en dónde termina su yo y empieza el del Otro. Eso le
obliga a omitir toda la serie negra de datos que sus ojos enamorados no quieren ver: los
pequeños y grandes defectos, las fealdades, las imperfecciones. Si ama, en usted solo opera una
serie áurea: la belleza que usted fabula y necesita: el agua que inventa para su sed. Porque todo
enamorado siempre sueña su amor. Convénzase: el odio es el despertar del amor.
La receta para alcanzar el odio es una: piense usted en la serie negra de recuerdos que,
muy a su pesar, quedaron en su corazón; lo que perdonó, lo que pasó por alto: busque en su
memoria todas las fealdades, las torpezas, las cobardías que pueda recordar. No tenga piedad.
Usted es un asesino. Un asesino laborioso. Usted está matando un gran amor. Y un asesino no
puede tener piedad.
El resto lo hace el tiempo. Un día, usted habrá recobrado su unidad. Volverá a tener un
cuerpo suyo. Una conciencia suya. Una mente lúcida. Un lugar real en el mundo. Será capaz de
decir opiniones de este tipo: “Todo amor es narcisista: uno se ama a través del otro”. O: “Toda
pasión es el encuentro de dos fantasmas”. O: “Quien ama se fabula y engalana para otro que
también se fabula y engalana para uno”. O: “La pasión es la salida irracional de una razón que se
asfixia”.
En ese día el odio y el amor se habrán aniquilado mutuamente. Y usted será el único
vencedor de esa batalla. De pronto usted estará “fuera de” y no “dentro de”. Volverá a ser un
sujeto. Habrá recuperado el mundo.
No podrá creerlo. La felicidad de la razón será suya. Y aceptará el amor apacible y fiel, y
hasta el tedio o la soledad, como fórmulas válidas para eludir el sufrimiento. Y la pasión habrá
dado paso a la sabiduría. Y los días vendrán. Y los soles y las lluvias vendrán. Y los años
vendrán. Y usted envejecerá dulcemente. Y así, implacables, las bellas dunas del desierto
borrarán todos los espejismos*.

____________________________

* Publicación conjunta del Círculo machista de Munich y el Círculo feminista de Berlín.

Alfonso Cuesta y Cuesta

(Cuenca, 1912-1991)
Novelista y catedrático universitario. Gran parte de su vida transcurrió en Venezuela. Integró el
grupo Elan. Su cuentística está vinculada a las propuestas del indigenismo y la denuncia social.
En 1954 consiguió con su cuento "El caballero" el Primer Premio en el Concurso Anual de
Cuentos convocado por el diario El Nacional de Caracas. Sobre este autor precisa el crítico
Alejandro Carrión: "Es Cuesta también un extraordinario comunicador del alma popular. El
hombre, la mujer del pueblo, tiene muchos niños. Viven tan cerca del cogollo mismo de la vida,
están tan nutridos de elemental savia vital, su espíritu está tan recién nacido, que forzosamente el
gran escritor de lo infantil es también un gran poeta del alma popular... Cuesta es, además, un
excelente constructor. Sus cuentos, sus novelas están construidos con premeditación y alevosía."
Bibliografía
Novela: Los hijos -Segundo Premio Latinoamericano "Casa de Las Américas"- (Caracas, 1962).
Cuento: Llegada de todos los trenes del mundo (Cuenca, 1932). Poesía: Motivos. Consta en las
antologías: Los mejores cuentos ecuatorianos (Quito, 1948); Antología del relato ecuatoriano
(Quito, 1973); Cuento de la generación del 30 (Guayaquil, s.f.); Antología básica del cuento
ecuatoriano (Quito, 1998).

LA MEDALLA

Alfonso Cuesta Y Cuesta (Ecuador)

OCTUBRE. Las aceras vecinas al caserón de la Escuela de los Hermanos


Cristianos, se desbordan de niños sonrosados. Tres meses de vivir a todo sol, remendando el
cielo con cometas, los han cambiado: vuelven morenos, vivos, con tres dedos más de cuerpo y
cosa rara... con avidez de letras. Sin embargo, cuando al llegar a la esquina de la Escuela, oyen
un sonido muy conocido para ellos, se demudan, tiemblan ligeramente... No es para menos:
¡Convertirse las tórtolas en chascas!
Y acortan el paso, indecisos.
A la puerta del Instituto, grupos de padres de familia esperan el turno para
presentar a sus hijos al Hermano Director. Uno de ellos ya no puede con su niño primerizo, como
de siete años, que patalea y chilla, debatiéndose entre sus brazos. Cada hermano que pasa le
asusta como un oso... y grita más. A su lado, otro niño siente los mismos miedos, pero no habría
consuelos sino golpes: es el sirviente, indiecito arrancado de su choza en vacaciones. No grita,
más un hilo de lágrimas resbala en sus mejillas, y cuando ve un Hermano, involuntariamente
aferra su manecita al vestido del patrón. Este ni lo mira, embebecido en consolar a su hijo:
- Los Hermanitos son más buenos que las monjas... Tendrás medallas de oro.
Serás el monitor... ¡Pero calla!... Te he de hacer faltar cuando quieras... ¡Dan
caramelos, estampas!... Calla, calla.
Y hacía voz de madre.
Al fin, les llegó el turno.
Un Hermano rubio salió a recibirlos: Arrastrados más que andando, entraron los dos chicos
a la sala. Cuando tras ellos se cerraron las puertas, hasta el indiecito dio gritos; pero, pronto se
calmaron ambos al ver que nada les sucedía, y contemplaban, asombrados, al oso convertido en
un curita bueno que les acarició riendo y les dio un caramelo y una estampa.
Luego, ante una gran mesa cubierta de libros manuscritos, el padre y el
Director departieron.
- Le traigo mi primogénito -dijo el hombre- Quizá se aplique. Es el mejor,
¡vivísimo! Si hace travesuras, me avisa...
Muy bien- Y, dirigiéndose al niño, el Superior preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
- Yo... Juan- dijo el chico, haciéndose alfeñique.
- Que seas como ése- Y quitándose el solideo, el Hermano indicó en un óleo a
San Juan Bautista de la Salle, cuyo rabá semejaba el alma de los niños abrazada a su cuello.
- ¿Y este otro? -continuó el Director, aludiendo al cholito.
- ¡Ah! - contestó el hombre-. Es un indio que he traído de la hacienda para que
acompañe al chico. Quizá aprenda siquiera a escribir su nombre... ¡Muy brutos son! Pero… ¡déle!:
la letra con sangre entra.
-No, no. Aquí todos son lo mismo: niños.
Y el maestro acarició al indio, cuya carita de gratitud sonrió reflejada en las alas
del cuello del religioso.
Después, llamó a un alumno grande y lo envió con ambos niños hacia adentro.
Hora de recreo. El patio hervía, mesa de todos los juegos infantiles. Pronto
acudieron chicos que en la ciudad eran vecinos del novato, y lo mezclaron en sus juegos.
El indiecito quedó solo. Aturdido en esa algarabía tan extraña a él, comenzó a
buscar un sitio retirado; pero, antes de encontrarlo, cayó en manos de muchachos fisgones, que
empezaron a silbarle y darle de golpes.
-¡Cocolo! Cocolo! Cholo cocolo!
Acurrucada, la víctima cubría con sus brazos la desnudez de calabaza de su
cráneo.
De pronto, los agresores contuviéronse.
¡El Hermano!
Y trataron de huir.
La voz del vigilante los detuvo.
-¡A la pared!
Obedecieron en el acto, cabizbajos.
El Hermano abrazó al infeliz.
No llores... Cuando te molesten, me avisas. Yo soy el Hermano Dionisio...
¡Veme!
Y aquel viejecito, que en vez de corazón debe de tener un rostro de niño que
sonríe al ver otro niño, jugaba blanda y suavemente con las orejas del pequeñuelo.
-Yo soy el Hermano Dionisio, de la Octava...
Y tomando al niño por la mano, lo llevó hasta el aula, a través del patio
enorme, siempre sonreído, haciendo su bordón del indiecito. A cada paso, contenía riñas y -viejo
lebrel de Dios- salvaba un nuevo niño tímido.
El sol doraba la cabeza de los párvulos, y el cuello vaporoso del anciano, caído
hasta un jeme sobre el pecho: lengua jadeante de su alma.
Cuando aquel día salieron los dos niños, Manuel Cuzco, el indiecito, tuvo pena.
¡A la puerta, los esperaba el patrón! ¡Él era tan distinto!
-¡Ya ves!- dijo éste a su mimado, cuando los vio venir, extendiéndole los brazos-
¿No te dije?... ¿Y qué has hecho?-
-Nada,... repasamos las minúsculas.
-¡Muy bien! Ya vendrían esas medallas...
Y echó a andar con la mano sobre el chico, mientras decía a su sirviente:
-¡Síguenos! Cuidado con perderse...
Habría, Manuel, querido quedarse ¿Pero cómo decirlo? Y resignado, fue tras
ellos; mas, su corazón -orejita roja de pellizcos- quedaba latiendo entre los dedos del Hermano de
la octava.
Ya en la casa, le obligaron a quitarse el saco nuevo y le dieron la tarea de pelar
montes, pues, en vacaciones, el patio se había soñado campo y alargaba hacia el sol manzanillas
y otras plantas, en apretado ramo.
El chico aceptó el trabajo gustosísimo: Estaba en su elemento. Antes de
empezarlo, fue con avidez hacia un ponchito rojo, del que le despojaron junto con sus largos
cabellos de azabache, cuando vino. El poncho -choza plegable cobijó sus hombros,
cariñosamente. Después, Manuel cubrió su cabeza cruelmente afeitada, con el sombrero suyo,
cucurucho de lana bruta, sin hilarse, flor de rebaño, con que se abrigan los indios de la puna, y
así vestido, se dio a la tarea con ardor, como cuando pelaba allá, en su chacra, la hierba de los
cuyes.
De repente, la voz agria de la patrona, cholejona enriquecida y cruel, hirió los
tímpanos del Cuzco:
-¡Miren el longo de poncho, en plena casa decente! ¡Sáquese! ¡Ya te enseñaré
a vivir entre cristianos! ¡Venga acá!
El cholito se acercó temblando.
De uno como zarpazo, la patrona le despojó de las dos prendas agrestes.
-¡Ahora vas a ver lo que hago!
Y tomando poncho y sombrero por las puntas, con asco, fuese hacia el
traspatio de la casa, haciendo adelantar al infeliz a empellones.
En ese sitio, ardía una hoguera, devorando desperdicios.
Al verla, Manuel comprendió todo y se echó a llorar.
La mujer lanzó las prendas al fuego. El poncho cubrió las llamas, que se
salieron hambrientas, por sus flancos. Levantáronse, como para contemplar su presa.
Cabrillearon un instante. Tuvieron pena... y se apagaron.
Sobre el ponchito, casi intacto, rodaron los ojos del niño, triunfantes; mas, la
cruel mujer, sacó a lucir una caja de fósforos, y se la entregó.
-¡Me mostrarás en cenizas poncho y sombrero ¡He de ver!
El indiecito vacilaba.
-¿Entiendes? ¡Quema! Y zarandeó al niño.
Este obedeció al fin, y pronto una gran llama, como fiera que él mismo
provocara, devoró aquellos últimos recuerdos de su choza.
Lloraba el cholito cantando, mientras crecía el fuego: Su taita le había
comprado aquel ponchito vendiendo el borrego murungu, y quemando carbón en los cerros. Su
madre había muerto cuando él vino... "¡Mama ca viviera!"...
-¡Miren al Jeremías! ¡Ahora sí, a sacar los montes!
Y la patrona empujó al cholito, hasta el primer patio.
Ha de quedar rapado como tu cabeza, y si no... ¡Hoy vas a conocerme!
Humildemente, el sirviente se puso al trabajo, tragándose las lágrimas, con frío
y sin esperanza en el saco, porque era nuevo, y no podía usarlo sino al ir a clase.
La Escuela llegó a ser para el cholito algo como un castillo encantado a donde
entraba saliendo del infierno. Esperaba con ansia las horas de enseñanza y temblaba cuando a
su compañero, el patroncito mimado y caprichoso, se le ocurría darse asueto, porque entonces,
también él faltaba, pues que solo le enviaban para que cuide al niño.
Estudiaba con pasión. Las noches, en un rincón de la cocina, aprovechando de
la bujía a cuya lumbre una sirvienta tejía toquillas. Manuel se engolfaba en un viejo silabario. En
cambio, su patrón, cada día añoraba con más pena los cielos de la hacienda, reducidos, por culpa
de octubre, a abecedarios... Las consecuencias no tardaron. Un día, al salir de la Escuela,
hermosa medalla brillaba sobre el corazón de Cuzco, mientras a su lado, el patroncito, muy
vacío,... refunfuñaba roído por la envidia. Al llegar a la casa, el indiecito no cabía en sí de gusto.
Subió él primero la escalera, como nunca, a saltos... ¡Quería que lo viesen, que lo admirasen! Y
oprimía la medalla contra el pecho, como con miedo de que volara ¡Era tan bella! Dorada,
prendida a un lazo azul, azul de mar.
Al verlo, la patrona no pudo ahogar una exclamación de sorpresa.
-¡Qué milagro!... ¿Y el amito?
-Abajo está, amita...
La mujer, convencida de que su hijo traería mejor premio, llegose, emocionada,
a la ventana.
En el patio estaba el chico, cabizbajo.
-Sube, hijito, sube -dijo la madre, notando el pecado -No importa... Así son estos
frailes ¡Injustos, atrevidos!
Y en seguida, dirigiéndose a Manuel:
-¡Longo medalludo! ¡Ve el que saca medalla!¡ Quién sabe si no la has robado!...
¡A barrer!
El criado obedeció
- ¡Sin leva! ¡Sin leva!- añadió, deteniéndole.
Y señalando la medalla:
-¡Deja también eso! Buena albarda te han puesto... Pero, ya voy a ver la casa
sin una basurita ¡¡Esto no es robar medallas!!...
Todo aquel día, el galardón del niño fue objeto de sangrientas burlas. Odio
irresistible brotó en el alma de aquella mente baja, al ver que un cholo subía sobre el hijo de sus
entrañas.
En otra vez que lo vieron llegar condecorado, ya no solo se burlaron de él, sino
que le dieron látigo; pues el patroncito, envalentonado con los prejuicios y sinrazones de la
madre, decía: Yo lo he visto. El cholo le compró la medalla a un amigo con plata de papá...
La mentira manifiesta era una pretexto para castigar al infeliz, pretextos que
ocurrían a diario, como el de que era ocioso y sucio, el de que caía el niño confiado a su cuidado,
en fin... Un día le quemaron los dedos: como no tenía pizarra, el cholito había pintado letras de
carbón en la cocina.
Otra ocasión le rompieron la cabeza: Una mañana en que, el padre de la casa
se dirigió al guardarropa, para calarse traje negro, pues iba a funerales. Al tomar el vestido, lanzó
una exclamación de furia: Ni un solo botón había en todo el terno. Cogió la prenda arruinada y fue
en busca de los chicos. A la puerta, tropezó con su hijo, quien, en ese preciso instante, jugaba
con el cuerpo del delito.
-¿Quién ha hecho eso?- preguntó, indicando las desgarraduras del chaquet. El
muchacho, con los botones en la mano, no tuvo qué decir, y rompió en llanto.
Ese momento, pasaba Manuel, conduciendo un enorme cubo de agua. El
hombre fue hacia él, siniestro.
-¡Otra vez harás esto!
-Pero si yo no he hecho, amito.
-¡Indio! Es que, por jugar contigo, el niñito ha arrancado los botones!
Y descargó golpe salvaje.
Temblando el indiecito se incorporó apenas, y al ver que el patrón no
continuaba, humildemente, volvió a levantar el balde enorme, y se alejó tambaleante, sin chistar,
con el mudo llanto de su raza, mientras una lengua de sangre -germen de madre que todos
llevamos en el corazón- lamía su cuello y sus débiles hombros temblorosos.
Poco a poco, Manuel se iba consumiendo. Sus ojillos, antes vivos -escribanos
en las onda- se tornaron amarillos, y pronto, ataques espantosos lo llevaban rodando, hasta el
borde de la tumba. Y estudiaba como nunca. Todas las noches al fondo de la cocina, surgiendo
de entre tiestos y basuras, aparecía en las manos del cholito un ladrillo poblado de mayúsculas
hermosas. Y a pesar de esto, ya no llegaba con medalla, nunca.
Los patrones, molestos por los ataques que se repetían con demasiada
frecuencia, acudieron a un médico -¿No ha sufrido algún golpe fuerte en la cabeza? Preguntó el
doctor al mirar en la nuca del enfermo una lacra lívida.
-¡¡Ah!! Sí- contestole el patrón, algo turbado-. ¡Sí... muchos!... Es demasiado
inquieto... Se sube a los árboles... El otro día, por alcanzar una pelota, descendió del techo... Ahí
está la lacra, ¿la ve?... ¿será por eso?
-Por eso y quién sabe qué otras causas más... Tenga mucho cuidado. Si viene
otro acceso, no respondo...
Las recetas dejadas por el médico, quedaron olvidadas, y poco después, los
verdugos no pensaban en que la vida del pequeño estaba en un hilo.
Seguían tan crueles como antes.
Una mañana, llegando de la Escuela, Manuel entró tranquilo en la casa: no
había hecho nada que pudiera motivar un castigo; además, no le dolía la cabeza. Ni siquiera
llegaba con medalla...
Y se puso a trabajar, el barrido de la casa, casi como un niño, ligeramente
alegre.
Barría, cuando la horrible voz surgió muy cerca de él:
-¡Ve el indio, si entiende! ¡Pero si es indio pues, indio! ¿No te he dicho que te
has de sacar la leva en cuanto llegues? ¡Sácate!
Manuel palideció.
El muchacho lloraba, sin obedecer. La ira encendió a aquella arpía que fue con
las uñas crispadas hacia su víctima.
-¡Mitayo, algo has hecho!... ¡Ya habrás roto la camisa! ¡Sácate te digo!
E iba ya a arañarle, cuando el indiecito, presa de convulsiones crueles, cayó
rodando entre las piedras. Era el ataque ¿Sería el último?...
Pronto acudieron todos los patrones.
El virus retorcía el cuerpecito flaco, exprimiéndole la vida.
Lo sujetaron. Quedó inmóvil, los labios remordidos; los ojos vidriados, con un
hilo de lágrimas, abiertos, fijos en los patrones...
Estos, ligeramente conmovidos, por ver si respiraba, desabrocharon el saco del
cholito, que quedó con su pecho descubierto.
La vergüenza azotó las caras de los verdugos:
Una brillante medalla péndula en la cinta patria, estaba ahí escondida,...
cubriendo el pechito tembloroso.

Edgar Allan García


(Guayaquil 1958 )

Edgar Allan García, nació una calurosa mañana de diciembre de 1958 en


Guayaquil, se nacionalizó esmeraldeño bajo la consigna de “los esmeraldeños
nacemos donde nos da la gana” y vive en Quito desde hace 4 décadas. Hombre
polifacético, ha sido guionista y productor de televisión, guía de turismo, bailarín
profesional, libretista y actor de radio, viceministro de cultura, vendedor de
seguros de vida, profesor secundario y universitario, masajista, estudiante de
sociología, egresado de psicología transpersonal y terapeuta bioenergético,
conferencista, además de poeta, narrador, ensayista y novelista.

Egresado de Sociología y Ciencias Políticas, Universidad Católica del Ecuador.


Egresado de la Escuela Sudamericana de Psicología Transpersonal de Mendoza-
Argentina. Ha cursado estudios de antropología, inglés, francés, italiano y quichua
en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE).

A lo largo de su trayectoria, Edgar Allan García ha sido autor de numerosas obras,


de las cuales 43 ya han sido publicadas, e incluso, algunas de ellas reimpresas
en varias ocasiones. Actualmente cuenta, además, con 5 obras en proceso de
publicación. Adicionalmente ha escrito 7 letras de canciones y de 1 himno. Consta
en 9 antologías literarias.

Esta es la lista detallada de sus huellas hasta septiembre de 2012.

Cuento:

*El Encanto de los Bordes, 1997. Manglar Editores. ¨

*333 MicroBios, 2011. Rosell Editores. España.

Literatura para niños/jóvenes:

*Rebululú, 1995. Editorial El Conejo.

*Patatús. Edición del autor, 1996.

*Cazadores de sueños. Editorial Libresa, 1999.

*Leyendas del Ecuador. Ediciones Alfaguara, 2000. Sexta edición 2004.


*
Palabrujas. Editorial Alfaguara Ecuador, 2002. Alfaguara México 2008.

*El país de los juguetes. Editorial Alfaguara (Ecuador), 2003; (Colombia), 2006.

*Cuentos mágicos. Editorial Norma, 2003.

*Kikirimiau. Editorial Normal, 2004.

*3 Magical Legends from Ecuador. Edición propia, 2004.

*Historias espectrales. Editorial Alfaguara, 2006.

*El Rey del Mundo. Editorial Norma, 2006.

*Los sueños de Avelina. Editorial Alfaguara, 2009.

*Cuentos de Navidad para todo el año. Editorial Norma, 2009.

*El vampiro Vladimiro. Editorial Norma, 2010.

*Fábulas vueltas a contar. Editorial Alfaguara, 2011.

*Cuentos Capitales. Varios autores. Editorial Alfaguara, Perú, 2012.

Antologías:
*El Libro del Buenhumor. Ediciones Cyba, 1993.

*La Magia de la Lectura 1, 2, 3, 4, 5 y 6. Textos de literatura infantil, Editorial


Santillana, 96-97.

*Poesía del Libre Amor 1. Antología Universal. Campaña de lectura Eugenio


Espejo, 2009.

*Poesía del Libre Amor 2. Antología ecuatoriana. Campaña de lectura Eugenio


Espejo, 2009.

*Antología poética española y ecuatoriana contemporánea. Editorial El


Conejo (Ecuador), Arrebato Libros (España).

*Infantasía I. Antología de literatura infantil ecuatoriana. Campaña de lectura E.


Espejo, 2010.

*Infantasía II. Antología de literatura infantil ecuatoriana. Campaña de lectura E.


Espejo, 2010.

*En la noche de tu cuerpo. Antología de poesía mundial en homenaje a la mujer


negra. Coautor: Carlos Garzón Noboa. Campaña de Lectura Eugenio Espejo,
2012.

Premios Nacionales:

*Premio I Bienal de Poesía, César Dávila Andrade,1992.

*Premio Nacional de Literatura Infantil, Darío Guevara,1995.

*Premio Nacional de Narrativa, Ismael Pérez Pazmiño,1997.

*Premio IV Bienal de Poesía, Ciudad de Cuenca,1998.

*Premio Nacional de Literatura Infantil, Darío Guevara, 1999.

*Premio Nacional de Literatura Infantil, Darío Guevara, 2003.

*Mención Premio Nacional de Literatura Infantil, Darío Guevara, 2004.

*Premio Nacional de Cuento histórico,Hideyo Noguchi. Embajada del Ecuador


en Japón-Embaja del Japón en Ecuador, 2005.

Premios Internacionales:

*Premio Especial de Narrativa, Plural, México, 1992.

*Premio Especial de Literatura Infantil, Susaeta, Bogotá, 1993.

*Finalista I Bienal Internacional de Literatura Infantil, Julio Coba, Quito, 1999.

*Primer Premio Internacional de Narrativa, Mantra, Bs. Aires, Argentina,1999.


*Primera Mención Pablo Neruda. Narrativa, Fundación de Poetas, Argentina,
1999.

*Premio Certamen Internacional de poesía “Eloísa Pérez de Pastorini”. Uruguay,


2009.

*Finalista Premio Internacional de Microcuento “La Palabra”. España, 2010.

*Finalista Premio Internacional de Poesía Fantástica. España, 2010.

*Premio internacional de Cuento. Colombia, 2010

LUNA LLENA
Edgar Allan García (Ecuador)
Y se encontraron después de muchos siglos y de al menos cuatro vidas de buscarse ilusionados
e incansables, pero sin éxito. Ninguno de los dos sabía exactamente cómo habían llegado hasta
la esquina de aquel barrio de casas descascaradas y se habían detenido justo ahí, a esa hora tan
extraña para ambos, a esperar un taxi trashumante que con un poco de suerte los llevaría a sus
respectivas casas.
La noche estaba fría, aunque no demasiado, y el cielo parecía un silencioso enjambre de
luciérnagas inmóviles. Ella miraba distraída la desembocadura de la calle principal y, de pronto,
tuvo ganas de cerrar los párpados cansados, de replegarse para entrar en la queda oscuridad de
sí misma; entonces lo sintió venir; fue un presentimiento nunca antes experimentado, un
inesperado sobresalto que la puso a temblar cinco segundos antes de que él apareciera entre la
penumbra de la calle lateral como un espectro emergiendo de las sombras. Cuando abrió los
ojos, sintió un fogonazo, como si una veloz salamandra hubiera subido por su columna vertebral
hasta la nuca. Paralizada por aquella visión, no pudo voltear la cabeza para verlo una vez más y
permaneció ahí, congelada en el rectángulo de la parada del trole, dándole las espaldas,
fingiendo buscar en su cartera algún objeto indispensable, algo tan diminuto e inexistente que sin
duda tardaría en aparecer.
Él se situó detrás de ella, con las manos en los bolsillos; no podía dejar de verla de arriba abajo,
deteniéndose de vez en cuando en esas manos nerviosas que rebuscaban inútilmente dentro
aquella cartera negra de boca desmesurada. Cuando huyó de la fiesta de Carlos, su antiguo
compañero de colegio, no imaginó que no habría un solo taxi luego de más de cuarenta y cinco
minutos de caminata por calles desoladas y desconocidas, así que decidió buscar una estación
de trole, un lugar medianamente céntrico donde esperar un milagro.
Fue entonces cuando se internó en la oscuridad de una callejuela tortuosa que prometía llevarlo a
un lugar más iluminado, pero solo se encontró con otra más estrecha y tenebrosa que la anterior.
Regresó, pero fue a parar a un callejón sin salida donde ladraba un perro insomne tras una malla
desgarrada. Jaloneado por una intensa sensación de asfixia, trotó hacia lo que parecía un paraíso
de luces de neón que se desvanecían a medida que se acercaba y, de súbito, se encontró ahí,
justo ahí, hipnotizado por aquella mujer a la que pareció reconocer de lejos y a la que se acercó
como si fuera a saludar, a abrazar y besar, pero ya a pocos centímetros de su rostro huidizo y de
ese cuerpo esbelto cuyo pulóver dorado no lograba disimular el atractivo contorno de sus nalgas,
se detuvo. No, no la conocía, y al mismo tiempo le era familiar. Sin saber qué hacer, se paró
detrás de ella, en un ángulo desde el que ella no podía verlo. Mientras se balanceaba con las
manos en los bolsillos, para su propia sorpresa empezó a desear que el taxi no llegara nunca y
que ese extraño, pero intenso momento se congelara para siempre en su vida.
Ella, en un gesto maquinal movió sus cabellos hacia atrás y de inmediato él aspiró su perfume,
una leve fragancia dulce y oleaginosa que entró por sus ternillas, descendió como un licor añejo
por su garganta y le estalló en el plexo un segundo antes de bajar como un relámpago hasta su
bajo vientre. Ella se movió apenas, lo justo como para mirar de reojo a aquel hombre que no se
movía de sus espaldas y cuyo silencio no le hacía temer sino temblar con una rara emoción que
le erizaba los vellos de la espalda. Sentía al mismo tiempo sus nalgas brotadas, germinando bajo
la seda negra, imantándose hacia él, dejándose acariciar por esas miradas que, ella sabía, la
recorrían de arriba abajo con una avidez de fuego casi palpable. Con la mano que por fin había
dejado de buscar inútilmente en la cartera, deslizó otra vez su resplandeciente cabellera para
atrás, lentamente, abriéndose finas matas de cabello con los dedos. Con oscura emoción se dio
cuenta de que su perfume se esparcía como una lluvia secreta y que una parte muy íntima de ella
había empezado a revolotear en brisa fría rumbo a las entrañas de aquel hombre misterioso.
Arriba la luna llena tenía un conejo tatuado en su vientre de harina, ¿o era un rostro? Sí, un rostro
de hombre, de pronto se acordaba, aquel que había observado desde niña y ahora, pensándolo
bien, se parecía mucho al hombre que permanecía silencioso a sus espaldas. Escuchó entonces
su propia respiración y se dio cuenta de que había empezado a respirar con más profundidad y
frecuencia que antes. El silencio era casi total, apenas si se escuchaba un murmullo a lo lejos, en
algún rincón del universo estrellado, en tanto la ciudad semejaba el luminoso telón de fondo de un
teatro abandonado. Solo ella y él estaban vivos, percibiéndose cada vez más cerca,
escuchándose respirar el uno al otro. El corazón le dio un vuelco, por un momento sintió que él se
había acercado aún más, que ya solo faltaban unos pocos centímetros de penumbra para que
sus cuerpos se rozaran, se tocaran, se palparan suavemente y empezaran a temblar abrazados.
Si su auto recién salido de la mecánica no se hubiera dañado en aquel barrio desolado, si el
celular que siempre llevaba en la cartera no hubiera agotado su batería en un momento tan
crítico, seguramente a estas horas se estaría bañando antes de ir a la cama, desnuda como todas
las noches, para continuar la lectura de aquella pequeña novela sobre un amor imposible que, de
manera consciente, se había demorado en leer más de la cuenta.
Si Carlos no se lo hubiera encontrado en la calle, si no hubiera insistido tanto en que fuera a su
fiesta de cumpleaños, si se hubiera dado cuenta con solo verlo que ahora estaba frente a un
solitario irreductible, ante alguien a quien nunca le gustaron las celebraciones, que siempre había
detestado los “hip hip hip hurra” y los “cumpleaños-feliz”, porque creía que en el fondo no había
nada que celebrar. Pero una vez cometido el error de haber aceptado, tenía que huir, no
aguantaba más el ambiente opresivo de aquellos seres que fingían estar felices. Los vio como a
través de un lente que podía penetrarlos, que dejaba en carne viva sus secretos dramas, su
absurda patraña. ¿No se ven acaso?, ¿quieren que les pase un espejo? mírense, son tristes, o
peor aún, patéticos, les dijo, les gritó en silencio mientras bailaban indiferentes a su enfado.
Entonces, no sabe aún cómo, dio un paso hacia atrás y luego otro hasta desaparecer por la
puerta que alguien había dejado entreabierta. Se sintió mejor con la noche fría sobre sus
hombros, con la soledad de las calles rodeándolo, con la luna arriba persiguiéndolo por entre
aquel laberinto como una loba silenciosa, esa misma luna en la que desde niño creía ver una
mujer, o más bien la sombra difusa de una mujer triste.
Registró en vano los bolsillos en busca de un cigarrillo que sabía no tenía. ¿Acaso no había
dejado de fumar hacía tres meses? La mujer se movió imperceptiblemente y volteó un poco más
el rostro encendido. Tenía los ojos húmedos y abiertos en extremo. Él tuvo ganas de tocarla
lentamente, de pasarle los dedos por el cabello perfumado, de succionarle los lóbulos de las
orejas, de acariciarle la cintura y atraerla con suavidad hacia él, hacia ese cuerpo recio que había
empezado a resoplar como un lobo en celo.
Por unos segundos sintió el estremecimiento de ella cuando él se acercó un poco más, pero
quería oler aquel perfume hasta embriagarse, quería que su cuerpo estuviera más cerca de esas
nalgas que parecían crecer, señalando hacia él, invitándolo a rozarlas y a explorarlas con manos
ávidas.
Ella quiso dar un paso hacia atrás cuando sintió entre los cabellos un vaho caliente, el movimiento
casi imperceptible de aquel hombre cuyo rostro ya no recordaba, pero cuyo olor le acababa de
golpear en la nuca, bajando luego por sus vértebras y quemándole las caderas súbitamente
ensanchadas. Esa fuerte emanación a piel sudada, a hombre, a animal le hizo volverse un poco
más. Cerró los ojos para poder olerlo mejor. No podía saber que el hombre a sus espaldas
también había cerrado los ojos mientras alargaba el cuello, el rostro y la nariz en busca de su
cabellera.
Los dos permanecieron así durante varios segundos, suspendidos en el aire de la madrugada,
con sus cuerpos temblorosos cada vez más cercanos. Entonces ella volvió como de un sueño. Un
ruido lejano la había traído de regreso. Un ruido ronco, pesado, lento, como el de un viejo camión
subiendo la cuesta. A lo lejos ella alcanzó a ver la chatarra amarillenta con una débil luz
parpadeante sobre el techo. Un taxi, se dijo con angustia creciente.
El tiempo se había terminado. Ninguno de los dos lo sabía de manera consciente pero durante
siglos y siglos se habían buscado sin encontrarse, y ese persistente desencuentro los había
convertido en dos seres solitarios e infelices hacía tres mil años en Persia, ochocientos en Cantón
y trescientos en Oklahoma. Solo en Madagascar se habían encontrado durante unos breves
minutos cuando él, que entonces era la madre de ella, murió durante el parto de su primogénito,
que entonces era la mujer que ahora tenía frente a él. Entre ese confuso pasado y aquel presente
se levantaba un abismo de fantasmas, presentimientos y esperas inútiles que ninguna mujer, que
ningún hombre había podido llenar.
Ahora la inminencia del taxi que avanzaba jadeando hacia ellos, les dejaba unos pocos segundos
más para hablar, conocerse, o al menos establecer un futuro encuentro. Pero cómo acercarse sin
que ella se sobresaltara, sin que él pareciera un violador que intentaba sujetarla por los hombros
y arrastrarla hacia la oscuridad del zaguán a sus espaldas. Cómo explicarle, sin que sonara
ridículo, que ella le parecía conocida, que seguramente debían de haberse conocido en alguna
reunión, en algún ascensor, en alguna calle de una ciudad o país que no lograba recordar. Cómo
decirle que él, no sabía cómo ni por qué, se había estremecido al verla ahí, en medio de la noche,
parada en la esquina de ese barrio desconocido. Cómo decirle que su olor lo había perturbado
más allá de todo límite, que ya no podía sobrellevar tantas y tantas llamaradas crepitando dentro
de él, que si ella quería en ese mismo instante él la embarcaba en aquel taxi que venía en
cámara lenta hacia ellos y se la llevaba a su refugio para hacerle el amor toda la noche, todas las
noches, toda la vida; para amarla para siempre, sí, para siempre, aunque lo que dijera le sonara
cursi o estúpido.
Ella cerró los ojos otra vez. Quería borrar la visión de aquel taxi avanzando lento y destartalado.
En el momento indicado, se dijo, se volvería hacia él y le diría que, dadas las circunstancias,
podían compartir el taxi; que ella insistía en que así fuera. Para lograrlo, tendría que tragarse
años, siglos de educación religiosa y de advertencias maternas acerca de los hombres, esos
monstruos babosos que “solo buscan el sexo”. Tendría además que decirle que ya que se
encontraban en el mismo taxi y la noche estaba tan fría, ella podía invitarlo a tomar un café o un
trago en su departamento, sí, en ese lugar tan limpio y ordenado por donde aún no había pasado
un solo hombre digno de ser amado hasta los huesos y para siempre. Y le diría, además, que se
sentía sola, tan terriblemente sola que le pedía, le rogaba se quedara a dormir con ella por esa
noche, por las siguientes noches, para toda la vida. Y entonces, tomando su cara entre las manos
le susurraría que ella ya lo amaba, que siempre lo había amado y lo amaría por toda la eternidad
si fuera necesario. Pero estaba petrificada y respiraba cada vez con mayor dificultad, sus
pensamientos no podían cuajar en palabras, en tanto los ojos permanecían fijos en el taxi que
avanzaba hacia ellos y una de sus manos sujetaba con fuerza la correa de la cartera. Miles de
años de deformación religiosa y de miedo al ridículo pesaban sobre sus débiles hombros. Ella
terminaría por entrar en aquel taxi, muda, tensa, sin atreverse a mirarlo siquiera, o tal vez se
quedaría viendo cómo él se le adelantaba, la hacía a un lado y se alejaba en el taxi mientras ella
se quedaba paralizada por la desesperación.
El taxi gruñó al cambiar de marcha y enfiló hacia donde estaban. Él alargó entonces un brazo
para tocarla y ella se volvió de inmediato. Se miraron deslumbrados el uno por el otro, trepidando,
percibiéndose durante unos segundos con aquellos ojos antiguos y nuevos a la vez. Él
tartamudeó: siga, siga usted, por favor. Ella asintió con la cabeza sin atinar a decir nada. Él le
abrió la puerta y ella entró tensa, cerrando los ojos, gritando por dentro palabras que ni ella
misma entendía. La puerta se cerró con un estruendo metálico y ella alcanzó a balbucear su
dirección al conductor.
Mientras el taxi arrancaba y se alejaba, ella no se percató de que aquel desconocido empezaba a
sollozar en silencio mientras desesperado levantaba la cara hacia la luna llena. Ella no podía
siquiera llorar, continuaba paralizada, encogida sobre sí misma mientras un alarido le desgarraba
el pecho, un alarido milenario y demoledor que se negó a salir hasta cuando se metió con la ropa
puesta bajo la ducha fría.
Él la buscaría, sí, lo juraba por aquella luna, la buscaría por toda la ciudad, por todo el país, en
cada oficina, en los ascensores, en los parques, en todas las paradas posibles. Iría a fiestas, a
discotecas, e incluso a los espantosos paseos de Carlos con tal de descubrirla entre la multitud,
bajo un árbol, o quizá en esa misma esquina solitaria, en donde con suerte la tomaría entre sus
brazos, pondría de nuevo su rostro frente al de ella y le desnudaría una verdad que sin duda iba a
sonar delirante y que acaso la mujer rechazaría espantada.
Ella lo buscaría hasta el último día de su vida si era necesario y cuando por fin lo encontrara, no
importaba dónde, se lanzaría como una demente a sus brazos y le diría, le susurraría, le gritaría
todos sus sueños inconclusos, esos deseos crecientes como ascuas, aquellas mordeduras
invisibles en los pezones encendidos, tantas cosas que ahora no podía siquiera expresar, sentada
como estaba como un guiñapo bajo la inclemente ducha de agua fría.
O quizá no, quizá la próxima vez él se quedaría mudo de nuevo, rígido como una estatua de sal,
espantado al verla tan frenética y desparpajada, al percibirla tan estúpidamente obsesiva,
seductora, histérica, como si ella no fuera sino una loca más en medio de la enorme ciudad llena
de extraños espantajos.
O tal vez entonces ella, al verlo venir, dominada nuevamente por el pánico, solo atinaría a pasar,
a pasar junto a él, lo más cerca posible, sintiendo con angustia cómo otra vez sus caminos se
cruzaban sin remedio, hasta el siguiente encuentro, hasta la próxima vida, hasta aquel lejano
tiempo en que el esquivo destino los uniría para siempre. O quizá, y esta eventualidad le hizo
soltar un alarido mortal bajo la ducha, hasta nunca…

Mempo Giardinelli

(Argentina 1947)

Nació el 2 de agosto de 1947 en Resistencia, Chaco (Argentina). Desde 1969 desempeñó varios
trabajos en diversos medios periodísticos de Buenos Aires. En 1976, la dictadura militar censuró
su primera novela Por qué prohibieron el circo, publicada en el exterior. Vivió en México hasta
l985 y cuando regresó a su país, publicó: La revolución en bicicleta (1980); El cielo con las manos
(1981), Vidas ejemplares (1982), Luna caliente (Premio Nacional de Novela en México 1983), El
género negro (1984), Qué sólo se quedan los muertos (1985); Antología personal(1992), El
castigo de Dios (1994); Santo oficio de la memoria (VIII Premio Internacional "Rómulo Gallegos"
1993 y Así se escribe un cuento (1993).

Creó y dirigió la revista "Puro Cuento" (1986-1992). Colaborador habitual de diversos medios,
entre ellos los diarios argentinos Página 12, Clarín, La Nación y otros diarios como Norte y El
Diario de Resistencia, y El Litoral, de Corrientes.

Trabajo como profesor en la Facultad de Periodismo de la Universidad Iberoamericana, en


México, entre 1977 y 1984. Además fue Profesor Titular en la Facultad de Periodismo y
Comunicación Social, de la Universidad Nacional de La Plata (1989-1994). En 1996 fue nombrado
Profesor Honorario de la Universidad Nacional del Nordeste. Enseñó en los Estados Unidos como
Visiting Professor en Wellesley College (1986); University of Virginia (1988 y 1997); University of
Louisville (1987 y 1989).

Obras:

Novela:

La revolución en bicicleta (1980)

El cielo con las manos (1981)


¿Por qué prohibieron el circo?

Luna Caliente (1983)

Qué solos se quedan los muertos (1985)

Santo Oficio de la Memoria (1991)

Imposible equilibrio (1995)

El décimo infierno (1999)

Final de novela en Patagonia (2000)

Cuestiones interiores (2003)

Visitas después de hora (2001)

Ensayos:

El Género Negro

Así se escribe un cuento

El país de las maravillas Los argentinos en el Fin del Milenio

Diatriba por la Patria. Apuntes sobre la disolución de la Argentina

México: el exilio que hemos vivido

Los argentinos y sus intelectuales

Volver a leer. Propuestas para ser un país de lectores

Cuentos

Vidas ejemplares (1982)

Cuentos-Antología Personal (1987)

Carlitos Dancing Bar (1992)

El castigo de Dios (1993)

Cuentos Completos (1999)

Gente rara (2005)

Estación Coghlan y otros cuentos (2005)

Luminoso amarillo y otros cuentos (2005)

Soñario (2008)

9 Historias de amor (2009)


NATURALEZA MUERTA CON ODIO

Mempo Giardinelli

Usted no sabe lo que es el odio hasta que le cuentan esta historia. Hay una enorme tijera de
jardinero en el aire, de esas de doble filo curvo y que tiene un resorte de acero en medio de la
empuñadura, que de pronto queda suspendida, en el aire y en el relato. Es como una foto tirada
en velocidad mil con diagrama completamente abierto. Chic y el mundo mismo está detenido en
esa fracción de tiempo.

Ahora hay una ciudad provinciana, chata, de unos cuarenta mil habitantes, mucho calor. Un barrio
de clase media de jacarandáes en las veredas, jardines interiores en las casas, baldosas más o
menos prolijas, pavimento reciente. Nos metemos en una mesa, cuatro sillas y un aparador sobre
el que está -apagada- una radio RCA. Víctor al lado de un florero sin flores. También vemos un
par de souvenires de madera o de plástico, un cenicero de piedra que dice “Recuerdo de
Córdoba” y, en las paredes dos reproducciones de Picasso, un almanaque de un almacén del
barrio, y una lámina de un paisaje marino enmarcada en madera dorada con filigranas
pseudobarrocas. Sentada en una de las sillas y acodada sobre la mesa, hay una mujer que llora y
sostiene un hielo envuelto en un pañuelo sobre su ojo izquierdo, que está completamente morado
por la paliza que le dio su marido.

El marido no está en ese living. Hace menos de una hora que se ha ido, luego de jurar que para
siempre. No me va a ver nunca más el pelo, ha dicho después de la última trompada, un
derechazo de puño cerrado que se estrelló contra el pómulo izquierdo de la mujer. Ella le habla
recriminado sus mentiras, la continua infidelidad, las ausencias que duraban días, las borracheras
y el maltrato a cualquier hora, la violencia constante contra ella y ese niño que ha contemplado
todas has escenas, todas las discusiones, todas las peleas, y que en ese momento está sentado
en el piso junto a la puerta que da a la cocina, mirando a su madre con una expresión de bobo en
sus ojos de niño, aunque no es un chico bobo.

Ese niño ha mamado leche y odio a lo largo de sus nueve años de vida. Ha visto a su padre
pegarle a su madre en infinitas ocasiones y por razones para él siempre incomprensibles. Ha
escuchado todo tipo de palabrotas y gritos. Se ha familiarizado con los insultos más asombrosos
y ha tenido tanto miedo, tantas veces, que es como si ya no sintiera miedo. Su expresión de bobo
es producto de una aparente indiferencia. Muchas veces, cuando se padre zamarreaba a su
madre, cuando le gritaba inútil de mierda, gorda infeliz o déjame en paz, el niño simplemente
jugaba con autitos de plásticos que deslizaba por el suelo, o se distraía mirando por la ventana
los gorriones que siempre revoloteaban en el patio. No sabe que ha mamado también
resentimiento, ni mucho menos qué cantidad de resentimiento.

El hombre que es su padre se ha ido jurando que no pisará nunca más esa casa de mierda. Y en
efecto, desaparece de la escena, de los ojos fríos del niño. Esa noche no regresa, ni al día
siguiente, ni a la semana siguiente. A medida que pasan los días es como si su existencia se
borrara también de todas las escenas cotidianas. Por un tiempo parece establecerse una paz
desconocida en ese living comedor, en las dos habitaciones de la casa y hasta en el baño, la
cocina y el pequeño patio.

Pero es una calma solo aparente. Porque al poco tiempo comienzan las penurias, y las quejas de
la madre van en aumento: no tenemos dinero, no podemos pagar el alquiler de la casa. Hoy no
hay nada para comer, esta ropa no da más, tengo los nervios destrozados, el desgraciado de tu
padre.

Una noche la mujer que es su madre entra un hombre a la casa, que se encierra con ella en la
habitación durante un rato y luego se va. Al día siguiente ella compra unas zapatillas nuevas para
los dos y comen milanesa con papas fritas. Otra noche viene otro hombre y se repite todo, igual
que en una película que ya vimos. Cada vez que llega un hombre a la casa y se encierra un rato
con su madre, después pueden comprar algunas cosas que necesitan y acaso comer mejor. En el
barrio hay murmullos y miradas juzgadoras, que también alcanzan al niño. Y en la casa hay un
rencor espeso como chocolate, y juramentos, insultos y llantos son la vida cotidiana. La madre del
niño se va agriando como una mandarina olvidada en el fondo de la heladera, y el niño que
siempre está en el silencio, ya no juega con autitos ni con nada y se la pasa mirando impávido,
como si fuera bobo, los gorriones y el jardín. Nunca tiene respuesta para las preguntas que se
hace, pero jamás formula. El padre es una figura que se va desdibujando en su memoria a
medida que el niño crece y entra en la adolescencia. Hasta que un día la madre enferma
gravemente, la fiebre parece cocinarla a fuego lento, y una madrugada muere.

Ahora hacemos un corte y estamos en la noche de anoche. Aquel que era ese niño, hoy es un
hombre joven que no tiene trabajo. Ha hecho la guerra en el Sur, fue herido en un pie, se lo
amputaron y ahora cojea una prótesis de plástico enfundada en una media negra y una zapatilla
andrajosa. Habita una mugrosa casucha de cartón y madera, empalada sobre la tierra, en un
suburbio de la misma ciudad, que ahora es mucho más grande que hace unos años y ya tiene
casi medio millón de habitantes. El joven sobrevive porque a veces arregla jardines en las casas
de los ricos de la ciudad, vende ballenitas o lotería en las esquinas de los Bancos, o simplemente
pide limosna en la escalinata de la catedral. Siempre silencioso, apenas consigue lo necesario
para no morirse de hambre. Flaco y desdentado como un viejo, viste un añoso pantalón de
soldado y una camisa raída y sucia como una mala conciencia. No tiene amigos, y muy de vez en
cuando se encuentra con un combatiente que está en situación similar. Ya no asiste a las
reuniones en las que se decía gestionar ante el gobernador, los diputados o los jefes de la
guarnición local. Y apenas algún 9 de Julio mira desde lejos el destile militar que da vueltas a la
plaza, y oye sin escuchar los discursos que hablan de heroísmo y reivindicaciones, guardando
siempre el mismo silencio que arrastra, como una condena incomprensible, desde que tiene
memoria.

Ese joven ignora la rabia que tiene acumulada, y es más bien un muchacho manso que corta
enredaderas por unos pesos, que de vez en cuando le pasa un trapo al parabrisas de un
automóvil por unos centavos, y que todas las tardes cualquiera puede encontrar en la escalinata
de la catedral con su pierna tullida estirada hacia delante. Junto a la zapatilla coloca una lata que
alguna vez fue de duraznos de almíbar y luego parece dormitar un sueño tranquilo porque en esa
lata casi nunca llueve una moneda. Cuando empieza a hacerse la noche y las últimas luces se
vuelven sombras entre la arboleda de la plaza, el joven se levanta, cruza la avenida y se pierde
en esas sombras con su paso de perro herido. Y es como si el silencio de la noche absorbiera su
propio silencio para hacerlo más largo, profundo y patético.

Es imposible precisar en qué tiempo llega a su tapera, un kilómetro mas allá de la Avenida
Soberanía Nacional, que es el límite oeste de la ciudad. Tampoco se puede saber de qué se
alimenta luego de escarbar en los tachos de basura de los cafés. Algunas veces ha bebido una
copa de ginebra o de caña, en las miserables fondas de la periferia, pero nadie podría decir que
es un borracho. Más bien, de tan manso y resignado, es presumible imaginarlo tomando mates
hasta la madrugada, con hierba vieja y secada al sol, y con agua que calienta en la abollada
pavita de lata que coloca sobre fogoncitos de leña.

Ahora hacemos otro corte y nos ubicamos, ayer a la tarde, en la entrada nordeste de la ciudad.
Allí, donde desemboca el puente que cruza el gran río, vemos un autobús rojo y blanco que
atraviesa rutinariamente la caseta de cobro de peaje, y rutinariamente se dirige al centro de la
ciudad. En uno de los asientos viaja un hombre ya viejo que, a través de la ventanilla comprueba
cómo es de implacable el tiempo y cómo todo se transforma, y cómo lo que alguna vez se sintió
propio ya no lo es y más bien parece extraño y hasta hostil. Incluso con los mejores sueños que
uno tuvo alguna vez pasa eso, no piensa, pero es como si lo pensara.

Ese hombre viejo es el mismo que era el padre del niño silencioso que lo escuchó decir nunca
más me van a ver el pelo. Ha vivido muchos años en otra ciudad, donde tuvo otra mujer que le
hizo la comida y le planchó la ropa y le aguantó el humor, el bueno y el malo, durante todos los
años que distancian el momento en que se fue de la ciudad y este momento en que retorna en el
autobús rojo y blanco que ya recorre la Avenida Sarmiento rumbo a la plaza principal, y que a él
le parece una de las pocas cosas que no ha cambiado: las alamedas con las mismas tipas,
lapachos y chivatos, ahora más envejecidos y el mismo pasto verde y el mismo pavimento que se
fue haciendo quebradizo con los años y las malas administraciones municipales. Esa mujer que lo
cuidó, en la otra ciudad, acaba de morir y con su muerte el hombre viejo ha envejecido aún más.
También él está enfermo, y no solo se evidencia por las articulaciones endurecidas y los dolores
que lo asaltan cada vez con más intensidad, sino también por la culpa que siente, que él no llama
culpa porque ni sabe que lo es, pero que es eso: culpa. Tampoco sabría explicárselo a nadie,
pero de modo bastante irreflexivo, como obedeciendo a un impulso que se le empezó a
manifestar después del sepelio de la mujer, el hombre viejo decidió regresar a esta ciudad a
buscar a su hijo. No sabe dónde está, ni cómo está, ni con quién, ni siquiera sabe si está vivo,
pero se ha largado con la misma obstinación irrenunciable de un niño caprichoso, que es lo que
suele pasarle a los viejos cuando se sienten atormentados.

El hombre hace preguntas, busca y encuentra a antiguos conocidos, y reconstruye desordenada y


dolorosamente los años que han pasado, las arenas que la vida se llevó, hasta que se entera del
sitio en que habita su hijo. Entonces toma un taxi y atraviesa la ciudad.

Ahora hacemos el último corte imaginario y los vemos a ambos dentro de la tapera, que mide un
poco menos de tres metros por lado y en la cual hay un jergón de paja en el suelo, resto de lo que
fue un colchón de regimiento, y una maltrecha mesita de madera que fue del Bar Belén, con dos
sillas desvencijadas. El hombre viejo está sentado en una de ellas y llora con la cabeza entre las
manos. Tiene los hombros cerrados como paréntesis que enmarcan su rostro lloroso. Mientras lo
mira con la misma frialdad con que miran los sapos, el joven recuerda aquella otra escena de
hace muchos años, en la que su madre gemía sin consuelo, acodada en la mesa, también con la
cabeza entre las manos. El hombre viejo monologa y llora, pronuncia excusas, explicaciones. Es
un alma desgarrada que vierte palabras, un caldero de culpas hirvientes. El joven escucha. En
silencio e impasible, como quien se entera que ha estallado una guerra del otro lado del mundo.
El suyo, lo sabemos, es un silencio de toda la vida. Cuando se ha hecho silencio toda la vida,
luego no se puede hablar. Se ha convertido en una pared, en un muro indestructible. Por eso
apenas se muerde los labios y sangra todo por dentro, aunque él no lo sabe y solo siente el
dulzor salobre entre los dientes. No llora. Solo escucha. En silencio. Y entonces, se diría que
mecánicamente, toma la tijera de pico curvo de cortar enredaderas. Es una tijera muy vieja,
oxidada y casi sin filo. Pero es dura y punzante. Como su odio.

Ahora volvemos a la foto del comienzo. El diafragma de la cámara se cierra en la fracción de


segundo en que la enorme tijera de jardinero que había quedado suspendida en el aire, y en el
relato, cae sobre la espalda del hombre viejo y penetra en su carne, entre los hombros y el
omoplato, con un ruido seco y feo como el de ramas que en la noche se quiebran bajo el peso de
un caballo.

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