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1 Espina Plateada Y El Sueno de Abbadon

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LOMO: X ESPINA PLATEADA – Rustica solapas – Lomo 1,2 cms

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E spina Plateada y El Sueño de Abbadon


R EAH DISEÑO 13/12/2017 Germán
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una afición que en la actualidad
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en un territorio habitado por seres que -4/0 tintas
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poseen extraordinarias habilidades,
entre las que se cuenta la magia. PAPEL -

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Shayna, mitad elfa, mitad humana, se enfrenta al desprecio de todo
el mundo por ser diferente. Repudiada por unos y otros, se ha con- UVI -

E spina Plateada
vertido en una superviviente, una ladrona de gran habilidad que, por

R EAH
azar, se encontrará ante el golpe de su vida. Sin embargo, el objeto RELIEVE -

que pretende robar se revelará como instrumento fundamental de


BAJORRELIEVE -
un plan de consecuencias catastróficas. Contra todo pronóstico,

y El Sueño de Abbadon
Shayna logrará convertirse en la pieza clave para salvar al mundo
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de la destrución.
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REAH

ESPINA PLATEADA Y EL SUEÑO


DE ABBADON

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El papel utilizado para la impresión de este libro
es cien por cien libre de cloro
y está calificado como papel ecológico.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema


informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito
del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra
la propiedad intelectual (art. 270 y siguientes del Código Penal).

Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o esca-


near algún fragmento de esta obra. Puede contactar con Cedro a través de la web www.conli-
cencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© Patricia Buigues García (Reah), 2018


© Editorial Planeta, S. A., 2018
Ediciones Martínez Roca, sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
www.planetadelibros.com
Diseño de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño
Imágenes de cubierta e interior: © Rinine
Fotografía de contracubierta: cortesía de la autora
Primera edición: febrero de 2018
ISBN: 978-84-270-4408-1
Depósito legal: B. 534-2018
Preimpresión: Safekat, S. L.
Impresión: Black Print
Printed in Spain - Impreso en España

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ÍNDICE

1. ALIENTO DE FUEGO 11
2. LA DUDA CONVENIENTE 25
3. ESTRATEGIA MÁGICA 37
4. LA PUERTA DE ORO 51
5. LA LÁGRIMA DE SANGRE 63
6. SUEÑOS ROTOS 73
7. SERES DEL OTRO LADO 87
8. ESPÍRITU ZORRUNO 99
9. LA CIUDAD OSCURA 115
10. OJOS DORADOS 127
11. FALSAS ILUSIONES 141
12. LA ORDEN DE BELIAL 157
13. RITUAL DE SANGRE 171
14. TERROR ENTRE DOS MUNDOS 181
15. EL SACRIFICIO 193

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ALIENTO DE FUEGO

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La luna era el único testigo en la noche, suspendida en el cielo
como una gran perla envuelta en un manto de terciopelo ne-
gro. Demasiado silencio para el gusto de Shayna. De no ser por
el terrible sabueso de ojos de fuego que tenía delante, habría
encontrado hasta romántico el momento. Se detuvo un instan-
te sin emitir el más mínimo ruido; sentía como si se hubiese
detenido hasta el latido de su corazón. Sus ropajes negros la
camuflaban entre las sombras de los árboles cercanos. Solo un
segundo necesitaba para observar el terreno y anticiparse al
movimiento del animal. Sabía que, si no acertaba en su ataque,
este sería el último. Era arriesgado, pero la emoción la embria-
gaba como una ola de frío y calor desbocada.

—Puedo hacerlo porque soy la mejor.

En décimas de segundo abandonó su escondite para correr


a tantísima velocidad que solo se distinguían los destellos que
dejaban atrás sus katares reflejando la luna que observaba ca-
prichosa. El animal olió por donde venía el ataque, pero todo
estaba ya previsto. Cuando Shayna lo tuvo enfrente, se echó
hacia atrás con extremada agilidad para esquivar un zarpazo
del sabueso. Luego tomó impulso para ejecutar con elegancia
una grácil voltereta que buscaba la espalda de su oponente.

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«Ya eres mío», se confió, pero al aterrizar justo detrás, el ser se


dio la vuelta con tal velocidad que la pilló desprevenida. No
parecía posible que un animal de ese tamaño se moviera tan
rápido. Era muchísimo más grande que ella si se ponía de pie,
y además muy pesado debido a su poderosa musculatura. El
can se alzó sobre dos patas, alcanzando casi los cuatro metros
de altura, para dejar caer todo su peso sobre la asombrada
Shayna. Esta actuó con celeridad, agachándose y deslizándose
por debajo del cuerpo del can. Notó cómo la tierra vibraba por
la caída de la bestia.
No podía rendirse. Su misión era terminar con el Can In-
fernal, un sabueso del inframundo que atormentaba a la gente
del lugar matando a todos los que se cruzaban en su camino.
Reptó hacia un lado para salir de debajo de la enorme bestia y
tomó algo de distancia para valorar de nuevo la situación. Se
dio cuenta casi de inmediato de que había cometido un terrible
error. El sabueso dio un leve salto hacia atrás para tomar algo
más de impulso y se giró para encontrarse con Shayna de fren-
te. Casi sin darle tiempo a reaccionar, separó un poco sus patas
y, sacudiendo con violencia todo su cuerpo, levantó la cabeza
mientras abría desmesuradamente las fauces. En el interior de
su garganta empezó a formarse una gran bola de fuego que
creció a toda velocidad para un instante después emitir un ru-
gido salido del mismísimo infierno y expulsar con furia una
gran llamarada de unos cuatro metros de anchura que dejó tras
de sí una estela de destrucción.
No había tiempo para pensar: el fuego se le acercaba con
preocupante rapidez y sabía que a la carrera no lo dejaría atrás.
Dirigió su mirada al cielo como si estuviera rogando clemencia,
aunque en realidad pedía con todas sus fuerzas que su salto
fuera lo bastante potente como para llegar a la rama más baja
del árbol que tenía justo detrás. Corrió sabiendo que la vida le
iba en ello, tomó todo el impulso que le permitieron sus pier-
nas y se entregó al salto con los brazos extendidos, sintiendo
cómo el calor hacía mella en el cuero de sus botas. Agarró la

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rama, que crujió bajo su peso, y se impulsó con todo el cuerpo,


balanceándose hasta llegar a lo alto. Sin pensarlo dos veces sal-
tó a otra rama más robusta, justo cuando la primera se des-
prendía bajo sus pies.
Una vez arriba observó la situación. Todo estaba ilumina-
do debido a las llamas y el árbol sobre el que estaba había em-
pezado también a arder desde su base. Vio desde allí cómo el
can levantaba la mirada y sacudía de nuevo el cuerpo. Esta vez
ya sabía lo que iba a pasar. Shayna empezó a saltar con agilidad
de rama en rama, buscando las copas cercanas de otros árboles
para moverse entre ellos. El ser continuaba rugiendo como si
llamase a la muerte con cada exhalación de fuego.
La situación se complicaba. La chica sabía que en poco
tiempo tendría que bajar de los árboles para terminar la caza.
Volvió a analizar con rapidez el escenario mientras seguía sal-
tando de árbol en árbol en busca de una posición óptima para
descender. Tenía las de perder en las distancias largas, pues
esquivar el fuego era prácticamente imposible desde el suelo.
Y en las distancias cortas su adversario también resultaba le-
tal, ya que era al menos tan rápido como ella a pesar de su
enorme tamaño. Además, el perro parecía aprender con rapi-
dez, por lo que buscarle la espalda no daría resultado. Pero
quizá podría utilizar eso en su favor. Ella empezaba a cansarse,
pero la bestia demostraba mucha más resistencia, como si lan-
zar esas llamaradas no le desgastase lo más mínimo. No podía
alargar más el encuentro, tenía que terminar con aquello como
fuese.
Y de pronto lo vio claro: se lo iba a jugar todo a una única
carta. Sintió cómo su cuerpo se calentaba de abajo a arriba
mientras la adrenalina la preparaba para el último movimiento:
el que le daría la victoria o todo lo contrario. Inmediatamente
después de que el sabueso expulsara otra bola de fuego, Shay-
na saltó al suelo para evitar que el can pudiera lanzarle otra
llamarada. Se llevó la mano al cinto y agarró una pequeña bola
de plata. Nada más aterrizar la lanzó bajo sus pies, lo que desa-

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tó una densa nube de humo que redujo la visibilidad en aquel


claro. El animal, confundido, empezó a moverse con brusque-
dad, momento que ella aprovechó para colocarse a su espalda.
Entonces ocurrió justo lo que había previsto. Estaba lo su-
ficientemente cerca de él para que pudiese olerla, así que el
animal se giró ciento ochenta grados para afrontarla, sin saber
que ella ya no estaba allí, pues Shayna ya había saltado hacia su
costado derecho. Lo siguiente que se escuchó fue un leve silbi-
do, un susurro en mitad de la noche, y después un líquido que
caía violentamente al suelo. El tiempo pareció congelarse mien-
tras la fría niebla se disipaba para dejar al descubierto la terri-
ble escena. Tres segundos que parecieron una eternidad fueron
los que el can tardó en desplomarse, exhalando su último alien-
to infernal.
Shayna observó el grotesco espectáculo mientras sacudía el
katar para limpiarlo de sangre. Ahora debía salir de allí con
rapidez, pues la batalla no había sido todo lo discreta que había
planeado y los cuervos ya estarían enterados de que en la zona
había un valioso botín. Se agachó con gracia para sacar de su
bota una pequeña daga de plata con rubíes incrustados en la
empuñadura. Era demasiado ostentosa para ella, pero un rega-
lo es un regalo. Con cuidado para no estropearlos extrajo los
ojos incandescentes del Can Infernal: era la prueba para cobrar
la recompensa por haberlo matado, pues ningún otro animal
tenía unos ojos similares a esos y no habría duda de que había
cumplido con su parte del trato. Los introdujo en una pequeña
bolsita de cuero, devolvió la daga al interior de su bota y, en-
fundando sus katares plateados, se alejó de allí subiéndose la
capucha para ocultar el rostro.
Mientras se dirigía al pueblo con paso decidido fantaseaba
con las diferentes formas en que podría gastar el dinero de la
ansiada recompensa. Quizá en una copiosa y abundante cena,
con carne de primera calidad acompañada de una dulce jarra
de hidromiel junto a una chimenea de crepitante y cálido fue-
go. O tal vez utilizaría el oro para abastecerse de raciones y

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viajar a todos aquellos lugares que siempre había deseado co-


nocer, como las tierras lejanas de Norevia, donde contaban las
leyendas que existían oasis ocultos con aguas de oro y cielos
cubiertos de zafiros. O incluso ahorrar para comprarse un ca-
ballo blanco, sueño que la acompañaba desde su más tierna
infancia, cuando se veía a sí misma a lomos de un blanco corcel
cabalgando hacia el horizonte.
Y de repente un pensamiento intruso apareció en su men-
te. Recordó los establos de su pueblo natal y cómo se paseaba
por allí cuando no la veían los mozos de cuadras. Se pregunta-
ba siempre por qué no tenían un caballo blanco. A medida que
iba rememorando la escena, sentía cómo la rabia y la ira inva-
dían su cuerpo sin piedad, dejando atrás la satisfacción por el
trabajo realizado y sustituyéndola por cólera y agonía. Lo úni-
co que la devolvió a la realidad fueron los escandalosos gritos
de un presuntuoso adolescente de la nobleza. Discutía acalora-
damente con un mendigo que descansaba sobre unos trapos
muy sucios cerca de la entrada de una posada.

—Maldito pordiosero esmirriado… ¿Has visto lo que le


has hecho a mi carro de caballos?
—Discúlpeme, señor… Yo… Yo no he hecho nada, señor.

Shayna se apartó con rapidez del camino y se ocultó entre


otros viandantes para escuchar de cerca. Se dejó caer sobre una
pared cercana mirando al suelo y subiéndose el cuello de su
jubón para taparse el rostro.

—¿Que no has hecho nada? ¡Por supuesto que sí! ¡Mira


mi hermoso corcel lo asustado que está solo de ver esa cara de
cadáver que tienes!
—Dis… disculpe, señor. Yo solo… No tengo donde ir y…

De repente el adolescente comenzó a dar patadas al men-


digo, que seguía sentado en el suelo. Este lo único que hacía

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era sollozar y tratar de cubrirse, dándole la espalda al noble


mientras se encogía y suplicaba que se detuviese. Los amigos
del niño se reían a carcajadas y sin parar, llamando la atención
de todos a su alrededor. Pero nadie hacía nada para auxiliar al
pobre mendigo; simplemente pasaban cerca, se apartaban y
continuaban su camino apresurados y sin mirar.
Asqueada con la situación, Shayna se deslizó entre la gente
para llegar hasta el carromato del noble. Con gran sutiliza y
rapidez desenganchó los dos caballos de los balancines para
que quedasen libres y después de una palmadita rápida giró
sobre sí misma para salir de allí al mismo tiempo que los caba-
llos comenzaban a trotar en dirección opuesta. Uno de los chi-
cos, el más cercano al carruaje, se dio cuenta de lo sucedido,
por lo que empezó a gritar para alarmar a sus compañeros.
Aprovechando la confusión, Shayna echó a andar cortando la
trayectoria del artífice de la humillación, que justo iniciaba
la carrera para atrapar a sus caballos, cuando chocó irremedia-
blemente con ella.

—¡¡¡Apártate, plebeya!!! —dijo gritando con la cara total-


mente roja.

Shayna, por su parte, encajó la embestida y continuó an-


dando sin levantar la cabeza. El noble siguió corriendo sin dar-
se cuenta de que ya no tenía consigo su pequeña bolsita de
terciopelo con monedas de oro. Mientras todo el mundo reía
observando la escena, incluido el mendigo, Shayna se acercó
con sigilo al cuenco del viejo y dejó caer todo el dinero en su
interior. Continuó con paso firme, sabiendo que el mendigo
había visto las monedas en su cuenco, sin saber de dónde ha-
bían salido, y miraba a su alrededor perplejo y asustado, guar-
dándoselas todas entre sus ropajes. Con una media sonrisa,
Shayna entró en la posada.
El ambiente estaba más cargado que de costumbre, y eso
ya es decir. El olor a fritanga y a humanidad inundaba la estan-

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cia, extendiéndose por todos y cada uno de los rincones del


local. Enseguida se fijó en que había gente nueva: parejas de
hombres ocultos tras sus capuchas llenaban las mesas de las
esquinas. Sin darle demasiada importancia, se sentó en un ta-
burete libre de la barra y se descubrió la cabeza, dejando ver
una larga y plateada trenza que caía de lado.

—¡Hombre! ¡Mirad a quién tenemos aquí! —exclamó con


sorna el posadero.

Varios hombres que conversaban con él se giraron para mi-


rarla.

—Vaya, Shayna, creíamos que estabas muerta, pero ya veo


que te has echado para atrás. Has hecho bien en volver aquí
con el rabito entre las piernas —voceó uno de los hombres.
—A ver si te queda claro, muchacha. Tu sitio está tras esa
puerta: ¡en la cocina! —rio otro señalando el pequeño venta-
nuco donde se veía a un adolescente apurado cocinando.

Los tres hombres se reían con exageración mientras la mi-


raban con desdén. Con un movimiento muy rápido y casi im-
perceptible Shayna sacó la daga de la bota y la lanzó sin vacilar
por delante de la cara del posadero para ir a clavarse contra la
pared de madera. Las risas cesaron en el acto y los tres la mira-
ron estupefactos sin mediar palabra.

—Posadero, el local se te está llenando de alimañas mu-


grientas y asquerosas. Si necesitas ayuda, por un módico precio
me encargo de exterminarlas a todas —dijo Shayna mirando a
los hombres con un tono casi aburrido y muy cínico.

Los tres aludidos volvieron la mirada a la daga, la cual ha-


bía ensartado una cucaracha que iba por la pared. Podían verla
retorciéndose bajo el filo clavado en el centro de su abdomen.

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—Y ahora devuélveme mi daga y págame —exclamó con


autoridad mientras lanzaba la pequeña bolsita de cuero sobre
la barra.

El posadero dejó la daga junto a Shayna al mismo tiempo


que recogía la bolsa y la abría… para dejar caer los ojos del can,
todavía incandescentes. Los tres hombres, casi por acto reflejo,
dieron un paso atrás nada más ver cómo esas dos grandes perlas
rojizas se deslizaban sobre la madera agrietada. Sin moverse
demasiado, pero atraídos por la curiosidad, se quedaron parali-
zados esperando el veredicto del posadero, que los cogía entre
sus manos y los examinaba con un tosco monóculo de joyero.

—Esto… ¿lo has conseguido tú sola? —preguntó el dueño


del local con incertidumbre y asombro.
—Si necesitas alguna prueba más, solo tienes que pedirla
—replicó jugueteando con la daga, que movía rápidamente en-
tre sus dedos.

El hombre, sin decir nada más, devolvió los ojos a su bolsa


y, dejándola allí, salió por la puerta que daba al almacén. Shay-
na echó un vistazo rápido tras de sí para observar a los tres
hombres, que seguían paralizados. Al encontrarse con su mira-
da, dieron un respingo hacia atrás y entre susurros inaudibles
se alejaron de ella para sentarse en una mesa al fondo. Bastante
malhumorada, Shayna volvió a cubrirse la cabeza con su capu-
cha y se dispuso a observar qué mesa le gustaba más de entre
todas las que había. Cuando regresó, el posadero le entregó
una bolsa de cuero desgastado que contenía monedas. Con un
movimiento rápido, la chica agarró la bolsa, echó un vistazo en
su interior y, sacando unas cuantas piezas, las dejó caer en la
mesa mientras pedía con fastidio:

—Prepárame la mejor habitación que tengas. ¡Con sába-


nas limpias! Quiero pan blanco y uvas dulces. Una perdiz asa-

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da y un gazapo. Dos huevos en yemas con manteca y especias.


Aceitunas, queso, nueces y una jarra de hidromiel. ¡Ah, y lím-
piame la mesa frente a la chimenea! La quiero para mí.

El posadero se limitó a asentir con la cabeza, luego a gritar


todo lo que había demandado la chica, y a continuación, paño
en mano, se fue directo a limpiar la mesa pedida. Shayna se
levantó cuando este terminó y se sentó frente al fuego. Dejó
perderse su mirada, observando en silencio cómo las llamas
bailaban frente a sus ojos con energía. Mientras esperaba la
cena, acariciaba la vacía bolsa de terciopelo del noble pensan-
do que de nuevo estaba derrochando el dinero ganado en co-
piosas cenas que jamás era capaz de terminarse. Con desasosie-
go tiró la bolsita al fuego y se quedó mirando cómo ardía con
lentitud.
Sin embargo, la noche todavía no había terminado. Mien-
tras cenaba y pedía una jarra tras otra, algo captó su atención.
La palabra «botín», dicha de forma temblorosa y con nervio-
sismo, se escuchó por encima del resto de la conversación entre
dos hombres encapuchados que no quedaban muy lejos de
ella. Shayna gritó con tono ebrio pidiendo otra jarra de hidro-
miel, al tiempo que el posadero le decía que ya había bebido
demasiado. Los encapuchados se relajaron al notar la embria-
guez de la chica, que se puso a cantar muy desafinada cancio-
nes de los bardos de la semana anterior.
Mientras seguía cantando y se dejaba caer sobre su asiento,
prestaba atención a cada detalle de lo que los dos hombres
comentaban sin temor alguno. Eran dos ladrones, inexpertos a
su parecer, que habían escuchado algo sobre el traslado de una
joven noble a la ciudad para la próxima semana. Aunque des-
conocían el motivo de la visita, sabían que iba a alojarse en el
castillo del conde y que llegaría acompañada por gran parte de
su fortuna y una pequeña corte de doncellas. Cuando comen-
zaron a debatir otros asuntos sin importancia para ella, le pidió
al posadero que la acompañase a su habitación, alegando que

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apenas podía tenerse en pie. Los ladrones ni siquiera advirtie-


ron su marcha y siguieron charlando, ajenos al hecho de que la
chica había apuntado mentalmente todos los datos relevantes
del golpe que planeaban.
Ya tumbada en la cama, solo podía pensar en la posibilidad
de adelantarse a los dos novatos o incluso usarlos como cebo
para entrar en el castillo y echar un vistazo. Pero no podía co-
larse sin más: debía recabar información, planos, rutas y, sobre
todo, artefactos y talismanes que pudieran serle de utilidad.

—No puedo dejar pasar esta oportunidad —se dijo a sí


misma mientras sus párpados se cerraban suavemente, pesados
como persianas de plomo, después de tan dura y larga noche.

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