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Filosofía Del Hombre

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Filosofía del hombre

A la luz de todo lo que llevamos dicho sobre la materia, surge inmediatamente la


pregunta por el hombre: ¿es el hombre un ser material más, una pura
sistematización de la materia orgánica y sentiente? ¿O hay en el hombre algo
novedoso y totalmente distinto de la materia? Estas preguntas, por supuesto, no
agotan el contenido de una filosofía del hombre, la cual tiene que preguntarse,
en general, por el puesto del hombre en el universo y no solamente por el
carácter material del ser humano. Pero la pregunta por el conocimiento y la
pregunta por la realidad, como hemos visto, son inseparables de la consideración
de la presencia humana en el mundo natural, esto es, del hombre como un ser
natural que, al mismo tiempo, humaniza la naturaleza. Ahora la pregunta es más
concreta, y concierne solamente al carácter material del ser humano. Para
responder más cabalmente a esta cuestión es menester comenzar por
considerar el problema del origen biológico de la especie humana.

1. El origen del hombre

¿De dónde ha salido el hombre? Sin duda, el ser humano no parece haber
existido siempre en la tierra, sino que su vida sobre el planeta no se remonta a
más de unos cientos de miles de años. Aunque a algunos les pueda parecer una
cantidad considerable de tiempo, es enormemente pequeña si la comparamos
con el tiempo que nos separa de la aparición de la vida sobre la tierra (varios
miles de millones de años). La filosofía no deja de preguntarse en nuestro tiempo
sobre el porqué de la aparición del hombre sobre la tierra, sobre las causas que
condujeron a ella y sobre si esta aparición obedece a algún fin determinado. Se
podría pensar que esta es una cuestión a la cual tienen que responder los
científicos con sus investigaciones, y los filósofos no tendrían nada especial que
decir sobre un tema que concierne a los paleontólogos, a los biólogos y
antropólogos. Sin embargo, la cuestión no es tan sencilla.

En primer lugar, porque en ella se presenta una enorme cantidad de problemas


que conciernen a la vida del hombre actual, al significado de su existencia y al
sentido de sus tareas prácticas en este mundo. Si la aparición del hombre en el
planeta no fuese, por ejemplo, más que una casualidad, algo que por azar ha
sucedido en el universo, la vida actual de los hombres difícilmente podría tener
más fin que el de ser mantenida mientras dure: el hombre sería un ser perdido
en la inmensidad del cosmos, cuyo pasado y futuro se disolverían en la oscuridad
y en la falta de fines para el individuo y para la especie. Si por el contrario, la vida
humana fuese el resultado de una férrea necesidad de la naturaleza, su pasado
y su futuro posiblemente estarían determinados por esa necesidad, de tal modo
que la existencia de los hombres no consistiría quizás más que en seguir los
dictados que desde un principio les ha impuesto la naturaleza. Por esto, a la
filosofía le interesa de un modo muy especial explicarse el problema del origen
de la vida y del hombre: si llegamos a saber de dónde venimos, también
podremos llegar a entender mejor qué es lo que somos y qué tenemos que hacer.
Además, la filosofía puede lograr una visión de conjunto sobre lo que hacen las
ciencias. Todas las ciencias que trabajan sobre el problema de la hominización
le proporcionan al filósofo una enorme cantidad de datos y de leyes, con los
cuales tiene necesariamente que contar. Pero lo que no le proporcionan las
ciencias es una explicación global del problema, un sentido que atine tales datos.
La filosofía busca constantemente el último porqué de los problemas, y las
ciencias no proporcionan más que mecanismos parciales. Por esto, las
informaciones que el filósofo recibe del científico han de integrarse en una
perspectiva más amplia, que es la que el filósofo trata de describir.

1.1. La teoría de la evolución Hemos dicho que el problema del origen del hombre
es un problema especialmente acuciante en los dos últimos siglos. Para el
pensamiento tradicional era necesario explicarse de algún modo cómo es que
había llegado a aparecer el hombre en el conjunto de los seres vivos, de tal modo
que así se entendiese a cabalidad el puesto del hombre en el cosmos y el sentido
de sus actividades. Pensemos por ejemplo en el Popol-Vuh: en él se nos narra
la creación del hombre por los dioses, situándolo por encima de los demás seres
vivos y tratando de explicar de algún modo cuáles han de ser las tareas del
hombre sobre la tierra. En términos generales, podemos decir que esta
perspectiva es la que ha predominado en la cultura de la mayor parte de la
humanidad, aunque sin duda con muchos y muy diversos matices. Se ha tendido
a pensar que las distintas especies de seres vivos que encontramos sobre la
tierra han sido siempre tal como las conocemos ahora. Normalmente, se ha
reconocido un orden temporal en la aparición de los distintos seres vivos: tanto
el Popol- Vuh como el relato bíblico del Génesis anteponen el reino vegetal al
animal, y éste al hombre; pero nunca se pensó que el hombre hubiese sido
distinto de como lo conocemos hoy en día. Las especies serian, desde su
creación, radicalmente distintas e independientes unas de otras. También la
ciencia y la filosofía pensaron clásicamente de este modo: las especies
biológicas serían siempre fijas e idénticas a sí mismas desde el momento mismo
de su aparición: es lo que se suele llamar fixismo. Sin embargo, a este modo de
ver las cosas se le irá presentando progresivamente un sinnúmero de problemas.
Los descubrimientos de fósiles que el hombre fue realizando supusieron la
formulación de nuevas preguntas. Muchos de los fósiles que el hombre fue
hallando no correspondían a ninguna de las especies conocidas. La única
explicación era decir que se trataba de "caprichos de la naturaleza," pues en
caso contrario habría que conocer la existencia, en el pasado, de especies que
más tarde se extinguieron. Algunos recurrieron al diluvio universal como
explicación de la extinción de estas especies. Pero la mente de muchos
científicos y filósofos fue concibiendo la posibilidad de pensar una evolución de
la vida sobre la tierra. Podría suceder que esos restos fósiles perteneciesen a
especies intermedias entre las actualmente conocidas, que fuesen algo así como
estadios transitorios, por ejemplo, los reptiles y las aves. Esto significa dejar de
pensar en que los distintos seres vivos habían sido siempre idénticos desde su
creación. Por el contrario, unas especies animales estarían montadas sobre las
otras, es decir, la vida consistiría en una cadena, en un progreso desde los seres
inferiores hasta los animales superiores, entre los cuales habría que incluir al
hombre.

Este modo de pensar significaba poner en duda creencias muy arraigadas en la


humanidad. En primer lugar, la idea de una creación, que hacía depender la
existencia de cada uno de los seres vivos de la voluntad de Dios. Según el
evolucionismo, el hombre no provendría de Dios, sino de algún tipo de primate
superior anterior a él y que hoy ya habría desaparecido del planeta. Además, el
fixismo filosófico quedaba puesto en entredicho, y con él la filosofía de
Aristóteles, que pensaba las especies como formas universales e inalterables.

Además, se deshacía también una idea arraigada en muchos autores modernos:


la naturaleza ya no aparecía como algo perfectamente realizado, como algo
totalmente ordenado y coherente, que el hombre debería de imitar. Por el
contrario, el orden natural, desde una perspectiva evolucionista, se muestra
alterable, sujeto a cambios en el tiempo, inacabado. Frente al modo fixista de ver
las cosas, se favorecería con la evolución una filosofía y un pensamiento que
considera a la realidad y a la naturaleza en constante cambio y devenir: no un
mundo estático, sino un mundo dinámico.

Pero, ¿cómo explicarse este gran movimiento evolutivo desde la primera materia
viva hasta el hombre? ¿Cómo eran posibles tales transformaciones de unas
especies en otras? Una de las primeras explicaciones que hacía coherente la
evolución es la que proporcionó el naturalista francés J. Lamark a finales del siglo
XVIII. Para éste, las especies habrían aparecido por la transformación de unas
en otras, siguiendo dos leyes fundamentales: en primer lugar, la función crearía
el órgano, es decir, un determinado modo de utilizar uno de los órganos, por
ejemplo las extremidades anteriores, produciría, mediante lentas
transformaciones que éste órgano se transformase en una mano en los primates
superiores y en el hombre. En segundo lugar, la ley de la herencia de los
caracteres adquiridos: si el órgano de un animal se ha especializado, esta
especialización se transmitirá a sus descendientes. Evidentemente, el
lamarkismo ya no puede hoy en día ser considerado fácilmente como válido,
pues deja muchas cosas sin explicar: no es nada claro que los caracteres
adquiridos se transmitan a las generaciones siguientes: por ejemplo, el
desarrollo de un determinado músculo en los padres por el ejercicio de un
determinado trabajo no se transmite nunca a los hijos. Hoy sabemos que lo que
se transmiten son los caracteres que pertenecen al código genético, y no lo
adquirido a lo largo de nuestra vida.
Sólo con la publicación, en 1859, del genial libro de Charles Darwin El origen de
las especies triunfó el evolucionismo en la cultura científica y filosófica, a pesar
de la fuerte oposición que provocó en los medios conservadores de su tiempo.
Para Darwin el proceso de la evolución ocurriría del siguiente modo: todas las
especies tienden a multiplicarse mientras lo permiten los recursos alimentarios
de su ambiente. Como estos recursos son limitados, se establece una lucha por
la supervivencia en la cual vencen los individuos más aptos y perecen los menos
capaces. De este modo, los ejemplares que se reproducen tienden a ser siempre
los mejor dotados, de forma que los descendientes son por término medio
mejores que los ejemplares anteriores. Por lo tanto, la evolución sería una
continua lucha por la supervivencia en la cual las especies tratarían
continuamente de adaptarse al medio natural. Como siempre habría una
supervivencia de los mejor dotados; poco a poco las especies irían
transformándose en otras más evolucionadas. El hombre sería, por todo esto, el
último eslabón de la evolución, la especie mejor adaptada a la vida sobre la tierra.
Otras muchas especies, que no habrían logrado adaptarse, habrían
desaparecido a lo largo de la evolución, debido a los cambios climáticos o a las
presiones de otras especies. Nótese que la teoría de Darwin es enormemente
más convincente que la de Lamark, porque da una explicación de la evolución
en base a la transmisión genética de los caracteres de los sobrevivientes, y no
sobre la herencia de caracteres adquiridos, difícilmente transmisibles. De este
modo, el darwinismo se convertía en una explicación coherente de la historia de
la vida sobre la tierra. La evolución sería un gran proceso irreversible Gas
especies u órganos desaparecidos no se recuperan) y progresivo desde la
primera materia viva hasta el hombre. A pesar de que algunas especies habrían
desaparecido y otras se quedarían estacionadas, en el conjunto del proceso se
observa una dirección ordenada de aparición de especies nuevas, y de ascenso
en la calidad vital de las especies. Cada especie nueva muestra una mayor
independencia del medio y un mayor control específico sobre el mismo. En las
especies avanzadas, esto se traduce en un desarrollo progresivo del cerebro,
un continuo aumento de la capacidad cerebral hasta llegar al hombre, el animal
de mayor desarrollo cerebral y de mayor independencia respecto al medio: el
hombre es prácticamente el único animal que se haya extendido sobre todo el
planeta. Mientras que los distintos animales están atados a un medio ambiente
determinado, el animal humano, como vimos, no tiene propiamente un medio
ambiente, sino que está abierto a cualquier medio: tienen un mundo entero ante
él. (Veáse 8.1.) Sin duda, la teoría de Darwin dejaba algunas cosas sin explicar
y ha ido corrigiéndose y mejorándose a lo largo del tiempo. Un problema no
explicado por Darwin era el siguiente: cómo es posible que en un espacio
relativamente corto de tiempo se hayan producido los enormes cambios que
significa el paso desde las primeras células hasta los animales superiores. Los
cálculos exigían períodos de tiempo mucho mayores que no coincidían con los
datos que suministraba la paleontología. Es más, la perspectiva de Darwin
favorecía planteamientos más bien conservadores de lo que ha de ser la vida
humana, como los que desarrolló el filósofo evolucionista Herbert Spencer.
Darwin pensaba que las transformaciones evolutivas solamente se podían
producir mediante cambios enormemente lentos: entre cada generación y la
siguiente sólo habría la diferencia que hay entre los mejores individuos de una
generación y los peor adaptados. Los filósofos que, como Spencer, trataron de
aplicar sin muchas críticas la teoría de la evolución a la sociedad, sostenían que
la evolución de las sociedades debería ser también lenta y gradual, sin dar saltos
excesivos que acabarían con la sociedad del mismo modo que un cambio brusco
del ambiente puede hacer perecer a una especie entera: sólo cabe la reforma
lenta, nunca la transformación revolucionaria. La moderna genética ha
contribuido en buena medida a modificar estas concepciones herederas del
primitivo darwinismo y a configurar lo que hoy se denomina el neodarwinismo.
La responsabilidad de la herencia está hoy día perfectamente localizada en el
código genético que los progenitores de toda especie transmiten a sus
descendientes. Ahora bien, en la producción se dan importantes
recombinaciones de genes que pueden provocar alteraciones importantes de la
herencia. Pero todavía más importantes son las mutaciones, es decir, las
alteraciones radicales de la herencia, debidas al influjo de factores extrínsecos
como los cambios de temperatura, las radiaciones, etc. Estas alteraciones de las
notas constitutivas del código genético serían las causantes de la aparición de
ejemplares nuevos que, de sobrevivir a la selección natural, serían los
responsables de la aparición de una nueva especie. La selección natural de
Darwin es, por lo tanto, combinada con la posibilidad de saltos radicales a lo
largo de la evolución. De este modo se explicaría más coherentemente la rapidez
con la cual se ha producido el proceso evolutivo de la tierra. Además, se lograría
una visión más dinámica de la vida, donde ésta aparecería, no como un proceso
lento y gradual, sino enormemente innovador.

1.2. La génesis del hombre

Ya desde el mismo Darwin, la teoría de la evolución fue utilizada para explicar el


origen del hombre. Con ella no se pretendía decir, como a veces se oye, que el
hombre descienda del mono, sino que tanto los hombres como los primates que
hoy conocemos tienen un antepasado común en la cadena de la evolución. El
problema está en explicar de un modo satisfactorio cómo llegó a aparecer el
hombre actual a partir de ese antepasado común y cuáles son los "eslabones
perdidos" que nos separan de los animales no humanos. La moderna
paleontología ha descubierto en los últimos años muchos restos fósiles de
nuestros antepasados. Hace unos 50 millones de años habitaban la tierra varias
familias de antropoides de las cuales descendemos tanto como los actuales
gorilas y chimpancés. De estos antropoides descienden los australopitecos, que
ya poseían una postura erecta (caminaban de pie) a pesar de su pequeño
cerebro, y probablemente utilizaban instrumentos, es decir, poseían una cultura.
A los australopitecos, no sabemos si en el mismo tronco, sucedieron los
pitecántropos, hoy también extinguidos, de los cuales probablemente
descendemos nosotros. De ellos sabemos que fabricaban armas, utilizaban el
fuego y podían cazar en equipo, es decir, tenían una mínima organización social
y quizás un lenguaje elemental. Cuando hace unos 350.000 años se extinguieron
fueron sustituidos por algún tipo de hombre pre-sapiens, cercano al hombre de
Neanderthal (homo sapiens). Este último poseía ya una cultura más elevada que
incluía el enterramiento de los muertos y algún tipo de creencias religiosas,
asociadas también a la caza. Se trataba ya ciertamente de hombres, aunque de
capacidad craneal inferior a la nuestra. Esta especie desapareció de un modo
brusco hace unos 50.000 años, quedando sobre la tierra una única especie
humana, la del hombre de Cro-Magnon (homo sapiens sapiens), nuestro
antepasado.

Claro está, el descubrimiento de los restos fósiles, su clasificación y su estudio


es algo que compete a la ciencia. Pero los datos y descubrimientos científicos
plantean al filósofo importantes preguntas. Una de ellas puede ser, por ejemplo,
¿cuándo surge el hombre? ¿Cuál es el criterio para decidir que ya no estamos
ante un primate, sino ante los restos fósiles del primer hombre? Como vimos al
hablar sobre el origen de la inteligencia, la idea clásica de que ésta consiste
fundamentalmente en la capacidad de pensamiento abstracto conduce a pensar
que, o sólo hay especie humana cuando hay homo sapiens, o, si los homínidos
anteriores a éste eran hombres, tenían que tener capacidades racionales
complejas. En cambio, una idea de la inteligencia como aprehensión de realidad
conduce a situar lo humano en un momento muy anterior (tal vez incluso en el
australopitecos), y a considerar de un modo más modesto y gradual las
diferencias entre animalidad y humanidad.

Otro problema filosófico, al que también nos referimos puede ser el de los
factores de la evolución. Sin duda, en ello la ciencia tienen mucho que decirle al
filósofo. Pero, recíproca- mente, una idea filosófica de lo que es el hombre (si el
hombre es esencialmente un animal inteligente, o laboral, o lingüístico)
predetermina también en qué factores de hominización (lenguaje, trabajo, etc.)
va a centrar su atención el científico.

La evolución ha planteado, por supuesto, otros muchos problemas filosóficos. El


filósofo puede preguntarse, por ejemplo, por el futuro de la evolución. ¿Se ha
terminado ésta al llegar al hombre de Cro-Magnon, es decir, al homo sapiens
sapiens que somos nosotros? ¿Van a sustituir al hombre especies más
evolucionadas? Cabe ciertamente esa posibilidad, pero ya Darwin veía que con
el hombre los mecanismos de la evolución ya no funcionan como en las demás
especies animales. Entre nosotros, la selección natural no opera de un modo tan
drástico como entre otros seres vivos. Entre los hombres no sobreviven
solamente los más adaptados, pues desde hace miles de años el hombre se
preocupa cada vez más por asegurar la supervivencia de los miembros de su
especie el mayor tiempo posible, cuidando de los débiles, de los ancianos, de un
modo como no lo harían otros animales. Para algunas filosofías evolucionistas,
esto ha sido un escándalo por ser un factor que actúa contra la mejora de la
especie.

Las filosofías racistas de este siglo proclamaban la necesidad de que entre los
hombres siguiese actuando la selección natural: los enfermos, los débiles,
deberían ser dejados a su suerte. Es más, el Estado debería ayudar a la
selección natural impidiendo reproducirse a los individuos con malformaciones
genéticas o con enfermedades hereditarias. Los ho- rrores del nazismo alemán
ilustran muy bien cómo la teoría de la evolución puede servir de base, no sólo
para una filosofía humanista, sino también para las más grandes aberraciones
contra la humanidad.

Sobre el futuro de la evolución hoy más bien suele pensarse que, hasta donde
se puede prever, la evolución se halla detenida en el tipo de hombre que apareció
hace unos 100.000 años sobre la tierra. Desde un punto de vista biológico, no
hay ninguna diferencia sensible entre el hombre de Cro-Magnon y nosotros: sería
difícil encontrar alguna diferencia entre nuestra constitución física y la de aquel
lejano antepasado que habitaba en cavernas y se alimentaba de frutos y de los
productos de su caza. Sin embargo, la diferencia cultural que nos separa de
aquellos hombres es enorme. El hombre pasó de cazador a agricultor,
desarrollando de un modo cada vez más veloz su dominio sobre la naturaleza.
Aparecieron las primeras ciudades y las civilizaciones con división de clases
sociales. Los logros científicos y técnicos fueron convirtiendo al hombre en un
ser cada vez más poderoso y más indepen- diente de los caprichos de la
naturaleza, hasta llegar a las civilizaciones actuales, que siguen, claro está, en
continuo cambio. Parece que, entre nosotros, la evolución biológica ha sido
sustituida por la evolución social y cultural, es decir, por la historia.

Es más, desde los tiempos de Darwin se viene señalando algo que éste no tuvo
suficientemente en cuenta: a partir del momento en que los primeros homínidos
comenzaron a disponer de una cultura rudimentaria, los mecanismos de la
evolución que conducen desde los pitecántropos hasta nosotros ya no son
solamente los de la selección natural. La estructura social y los comportamientos
simbólicos (lenguaje, etc.) parece que fueron un factor importante del desarrollo
cerebral que conduce desde los primeros tipos de humanidad hasta el homo
sapiens sapiens. Es decir, no solamente los cambios biológicos determinaron la
aparición de una cultura humana, sino que, desde el momento de su aparición
actuó como retroalimentación sobre el proceso evolutivo. Por ello, hechos
sociales como la organización de la caza y la fabricación de instrumentos
pudieron ser factores de evolución biológica dentro del género homo. Como ya
veíamos al hablar del origen de la inteligencia, "el trabajo y el lenguaje son los
incentivos más importantes bajo cuya influencia se ha transformado
paulatinamente el cerebro del antropoide en el del hombre" (Engels). Es decir,
en otros términos, el hombre sería el único animal que habría sido capaz, a partir
de sus creaciones culturales, de determinar su propia naturaleza. De nuevo nos
encontramos con la originalidad de la praxis del hombre, transformadora y
creadora, no sólo de naturaleza en general, sino también de su propia
naturaleza, de su propio ser.

2. Tesis materialista vulgar

2.1. Evolución y mecanicismo

El descubrimiento científico del origen biológico del hombre ha sido fuente de


planteamientos filosóficos de gran relevancia y profundidad. Descubrir toda las
especies vivas encadenadas por un mecanismo evolutivo según el cual unas
irían dando lugar a otras ha sido, para muchos filósofos, la confirmación definitiva
de las tesis materialistas.

La teoría de la evolución, en primer lugar, nos mostraría que no es necesaria la


creación. No es necesario recurrir al acto creador de un Dios benéfico y
providente para explicar la existencia sobre la tierra de la vida orgánica en su
gran riqueza y diversidad. Para los antiguos, las distintas especies animales y
vegetales, su belleza y su orden, habían sido siempre un motivo para postular la
existencia de un Dios creador, responsable de tanta maravilla. Para los filósofos
materialistas, la riqueza, el orden y la diversidad de la vida quedarían
perfectamente explicados por la teoría de la evolución. Los plumajes de las aves
no sería un capricho estético del Creador, sino un mecanismo de adaptación
biológica para asegurar la territorialidad y la reproducción. Si unas especies se
complementan con las otras, esto no quiere decir que un Dios sabio las haya
creado de un modo racional y ordenado, sino simplemente que la
complementariedad entre ellas es justamente el requisito de su supervivencia.
Para los primeros lectores de Darwin, era evidente que la teoría de la evolución
hacía innecesaria la presencia de Dios en el mundo. Ciertament, podían quedar
algunos datos por descubrir, algunas explicaciones que dar, algún "eslabón
perdido" por encontrar; pero en lo fundamental el esquema de un desarrollo
mecánico y lineal de la vida sobre la tierra estaba ya proporcionado.

En segundo lugar, la teoría de la evolución mostraba que, no siendo necesario


un Dios creador, la sola materia basta. Es decir, el mundo, el universo entero
conocido, no sería otra cosa más que pura materia en desarrollo. La vida misma
aparecía como un desarrollo de una materia originaria, y cada una de las
especies vivas conocidas no sería sino un estrato más complejo y desarrollado
en la evolución de la materia. Todas las realidades aparecían así, a los ojos de
los materialistas vulgares, como compuestas por una sustancia única y universal:
la Materia. Esto significa, filosóficamente hablando, un monismo: es decir, la
afirmación de que solamente hay una realidad o una sustancia, en este caso, los
átomos de materia. La aparente diversidad y multiplicidad de las realidades del
universo sería engañosa: por detrás de las propiedades aparentemente distintas
estaría la única sustancia verdadera, es decir, la sustancia material.

En tercer lugar, la evolución se interpretó también como la confirmación de las


visiones mecanicistas del universo. En éste no habría azar ni finalidad, sino
solamente procesos necesarios y causales, rígidamente determinados. La
evolución misma aparecería así como un proceso mecánico, fundado en las
leyes causales de las cuales nadie podría sustraerse. Lo que en la evolución ha
sucedido, es simplemente lo que tenía que suceder. En las visiones más
extremas del materialismo mecanicista, la materia misma en sus formas iniciales,
tendría ya inscrita dentro de sí las fases ulteriores de su desarrollo. Todo estaña
predeterminado desde el principio en las leyes mismas de la materia. De este
modo, la evolución sería un proceso lineal y determinista, y toda innovación sería
en realidad algo ya programado desde el principio.

2.2. El hombre-máquina

Todo esto, sirve para proporcionar una idea materialista del ser humano. En
primer lugar, el ser humano no sería el fruto de una creación divina; no sería
imagen de ningún dios. Para los antiguos, el hombre se distinguía precisamente
por su parentesco y por su cercanía con los dioses. El hombre podía
comunicarse con ellos, establecer con ellos relaciones de amistad porque, en el
fondo, el hombre había sido creado por los dioses y mantenía con los mismos
un cierto parentesco. Desde el punto de vista del materialismo decimonónico, el
único parentesco que tiene el hombre es el de los animales. Como se solía decir,
el ser humano ya no puede buscar a sus padres y antepasados en el mundo
celestial de los dioses, sino que sus antepasados y sus parientes únicos son los
animales y los seres vivos en general.

En segundo lugar, el hombre es un ser puramente material. Para la mayor parte


de las mentalidades antiguas en el hombre habría, al menos, dos principios: el
cuerpo material y el alma espiritual. Pues bien, según la tesis materialista, no hay
tal alma. Los fenómenos que normalmente todas las culturas antiguas atribuyen
a ese principio espiritual (llámese alma, espíritu, mente) deberán de ser
explicadas como hechos materiales. El pensamiento, la imaginación, la memoria,
el amor, no serían el trabajo de una sustancia espiritual o anímica, porque
solamente habría en el hombre una sustancia, y no dos. De este modo, habría
que llevar a cabo un estudio exhaustivo del cerebro del hombre y de su sistema
nervioso para demostrar que todas sus operaciones mentales no las realiza no
sé que espíritu, sino que toda su actividad mental se puede entender
perfectamente como una actividad producida por las neuronas de cada cerebro.
El pensamiento, la voluntad, la imaginación, no son más que una pura actividad
fisiológica. La conciencia, decían los materialistas vulgares, "es una secreción
material del cerebro:" así como otras glándulas segregan bilis u orina, el cerebro
sería una glándula encargada de segregar pensamientos.
En tercer lugar, finalmente, según la tesis materialista vulgar, el hombre sería un
puro mecanismo, un ser no libre, sino perfectamente determinado por las leyes
naturales. Nor- malmente se había pensado que la libertad era un atributo del
alma humana. Pero si no hay alma, queda eliminada la libertad. Solamente
queda la materia, la cual, a los ojos del materialismo clásico, se puede someter
perfecta y totalmente a leyes científicas mecánicas. Estudiando la fisiología del
cerebro y del sistema nervioso, sostiene el mecanicista, descubriremos que
todos los actos del hombre, también aquellos en los que éste se siente libre, no
son más que el resultado mecánico de impulsos neuronales que nos determinan
a obrar de un modo determinado. La libertad es solamente el nombre que le
damos a aquellos actos de los cuales no sabemos sus causas. Pero si
estudiamos seria y científicamente por qué esos actos se han producido,
descubriremos que tenían unos motivos, del tipo que sean. La libertad es
solamente una ilusión: todo lo que hacemos está determinado por unas causas
precedentes, aunque nos sean desconocidas.

La tesis del materialismo vulgar sobre el hombre es, en resumen, la del hombre-
máquina. El ser humano no es más que un mecanismo, todo lo complejo que se
quiera, pero un puro mecanismo determinado en su praxis por factores que él no
domina ni puede controlar. En el fondo, la tesis del materialismo mecanicista es
enormemente conservadora, porque convierte al ser humano en un ser incapaz
de llevar a cabo su propia liberación. El ser humano nunca podría llegar a
emanciparse ni individual ni socialmente, porque en realidad nunca sería dueño
de sí, sino que todo lo que haga a lo largo de sus días estará perfecta y
mecánicamente determinado por factores no humanos. El destino del hombre no
sería la libertad, sino la sumisión a las leyes ciegas y rigurosas que rigen su vida.
Las mejoras que la sociedad puede alcanzar en la historia no serán nunca fruto
de la praxis liberadora de los hombres, sino la consecuencia mecánica del
desarrollo de fuerzas que el hombre no puede controlar libremente. El
materialismo clásico condena al hombre a la pasividad y el fatalismo. (Véase
8.2.)

3. Tesis espiritualista

La tesis espiritualista consiste, fundamentalmente, en una reacción contra el


materialismo clásico y en un intento de defender la libertad y la autonomía del
hombre frente a los mecanismos causales férreos que la ciencia clásica atribuía
a la naturaleza. El espiritualismo afirma la existencia, junto con la sustancia
material, de una o de unas sustancias espirituales que en realidad rigen y
gobiernan el universo. Respecto a la teoría de la evolución, el espiritualismo
admitirá que realmente se da en el mundo material un movimiento evolutivo, pero
se niega a considerar que ese movimiento evolutivo sea obra exclusiva de la
materia. En la evolución de la materia, de los seres vivos y del hombre hay, para
el espiritualista, no solamente unas causas materiales que la ciencia pueda
conocer y estudiar, sino también unas causas espirituales que no son accesibles
para la ciencia, porque no se dan en la experiencia sensible.

Para el espiritualista, la realidad aparece dividida fundamentalmente en dos


mundos: el mundo sensible o natural y el mundo espiritual. Como Kant diría: el
mundo sensible y el mundo inteligible. Las ciencias y todas sus teorías, la de la
evolución incluida, trabaja- rían con los datos del mundo sensible. Pero para ellas
el mundo inteligible sería perfectamente opaco. Por eso, además de las razones
que la ciencia descubre y conoce, puede haber en el universo otro tipo de
causalidades distintas de las de las ciencias. En lugar de causas naturales para
los fenómenos, puede haber también causas espirituales. Es más, como en
realidad la ciencia no es más que una construcción del espíritu humano, en el
fondo la prioridad correspondería al mundo inteligible o espiritual. El mundo
natural no es más que una construcción científica, sometida al mundo espiritual,
que es el que realiza esa construcción. El espiritualismo, al hacer depender en
definitiva a la naturaleza del espíritu humano que la conoce, no es más que una
forma de idealismo.

En lo que respecta a la creación en su conjunto, el espiritualismo señala que la


mateña no es ni puede ser eterna, sino que ha de tener alguna causa no material.
Es decir, para el espiritualista es válida la existencia de unas leyes naturales
rigurosas, que incluyan la evolución. Pero esas mismas leyes naturales no son
algo que está ahí desde siempre, sino que son el producto de un espíritu divino
que las ha creado. La afirmación de la prioridad del espíritu sobre la materia
comienza por ser, en el espiritualismo, la afirmación de la materia como algo
creado, y del espíritu como algo creador. Desde el punto de vista espiritualista,
se puede admitir que, a partir de esa creación de la materia, ésta sigue y obedece
a sus leyes, y por lo tanto, es posible que se produzca en el mundo material todo
un proceso evolutivo que no necesita de la intervención de Dios: según las leyes
que Dios ha puesto en ella desde un principio, la materia va evolucionando y
dando lugar a la aparición de nuevas realidades. Por lo tanto, para el
espiritualismo es perfectamente admisible la teoría de la evolución, con una sola
excepción: el caso del hombre. Según la teoría espiritualista, en el hombre hay
algo más, que no proviene de la evolución de la materia, porque es algo
totalmente distinto de la misma: en el hombre hay un espíritu.

El hombre no es un ser que pertenezca solamente al mundo natural y sensible


sino que, para el espiritualista, el hombre pertenece también al mundo inteligible-
espiritual. En el hombre hay, en el fondo, dos sustancias: la sustancia material
(su cuerpo) y la sustancia espiritual (su mente). Es admisible el que su cuerpo
sea el producto de la evolución; en esto el espiritualismo no tiene problemas.
Pero lo que no puede admitir es que el espíritu humano sea algo meramente
producido por la materia. El espiritualismo señala una serie de hechos originales
del espíritu humano que no se hallan en ningún ser material: la mente humana
es capaz de pensamiento lógico-racional, cosa que no hace ningún ser vivo; la
mente humana no es dirigida por el cuerpo sino que, por el contrario, es ella la
que gobierna la mayor parte de los movimientos que ocurren en el organismo; la
mente humana es capaz de dirigirse a sí misma, de decidir pensar en algo, sin
que el cuerpo le imponga la dirección de su pensamiento. Por ello, para el
espiritualista, la mente no puede proceder de la materia, sino del espíritu: es
decir, ha sido creada por Dios en un determinado momento de la evolución.
(Véase 8.3.)

En definitiva, el espiritualismo admite el esquema evolutivo del universo material,


pero introduciendo en él dos importantes intervenciones divinas: la primera,
creadora de la materia y la segunda, creadora del espíritu humano. El
espiritualismo tiene, sin duda, la ventaja de que se convierte en una fuerte
defensa de la libertad y de la dignidad del hombre. Para las filosofías idealistas,
el hombre es sujeto de derechos inalienables que ni la naturaleza, ni ningún
interés material, ni ningún otro hombre le pueden quitar. El hombre es un ser
libre, que puede situarse por encima de lo que las leyes de la naturaleza le
imponen. El hombre, por ello, puede llegar a ser dueño de su destino individual
y colectivo: su historia no está tan sometida a leyes naturales que no pueda ser
gobernada racionalmente por una humanidad emancipada. Para las filosofías
espiritualistas, además, el alma del hombre está llamada a un destino situado
más allá del mundo natural sensible, y se postula incluso la vida de esta alma
después de la muerte.

Pero el espiritualismo está también plagado de importantes peligros. En primer


lugar, se afirma radicalmente el divorcio del hombre entre dos mundos: el mundo
del espíritu y el mundo natural, lo cual, por lo general, se convierte en una
calumnia de este último: el mundo material sería el mundo de la esclavitud y el
pecado, de tal modo que lo que el hombre debiera hacer en orden a su liberación
sería justamente huir del mundo sensible hacia las tranquilas moradas del
espíritu.

Además, las filosofías espiritualistas suelen caer en un fuerte individualismo: lo


que importa es el destino de mi persona individual, pues en el fondo el espíritu
es algo que me pertenece en exclusiva y sobre lo que nadie puede reclamar su
propiedad. De este modo, el que el hombre tenga una precisa dimensión social
y que de ella se deriven importantes tareas, es para el espiritualista algo más
bien relativo. El espíritu humano aparece como algo que trasciende a la
naturaleza, a la sociedad y a la historia. De este modo, el hombre queda
alienado, separado de su vida natural y social, convertido en un ser cuyo destino
se juega en un mundo puramente interior.

Estas eran desventajas que el materialismo no presentaba, pues en él, el destino


del hombre quedaba unido al de la sociedad y la especie a la cual pertenece. Sin
embargo, el materialismo mecanicista convierte al hombre en un ser pasivo,
mero producto de la naturaleza y de las circunstancias. En el fondo, tanto el
materialismo —al menos el materialismo vulgar y mecanicista— como el
espiritualismo tienen una idea muy parcial del hombre. Tanto una tesis como la
otra se imaginan al espíritu y a la materia como dos realidades esencialmente
distintas, separadas e inconciliables entre sí. Tanto espiritualistas como
materialistas conciben materia y espíritu como sustancias, como realidades
autónomas. Pero, si abandonamos el modo sustancialista de pensar, podríamos
afirmar que, en realidad, materia y espíritu, lejos de ser realidades sustantivas,
son momentos de una estructura, de una unidad que es el hombre, sólo en la
cual materia y psique tienen sustantividad.

Pero antes de pasar a considerar el problema de la unidad entre psique y cuerpo,


con- viene detenerse a pensar si, en realidad, la evolución es una prueba contra
la creación, o si evolución y creación no son en realidad incompatibles.

4. Evolución y creación

Como hemos visto, a partir de la doctrina de Darwin, el ser humano aparecía


como producto del desarrollo de la naturaleza material y no como producto de
un Dios creador. Para la mayor parte de los pensadores del siglo XIX, evolución
se convirtió en sinónimo de ateísmo: la doctrina de Darwin demostraba de un
modo científico que la naturaleza, tal como la conocemos hoy en día, es producto
de sí misma, y no del acto creador de ningún Dios. Un gran número de filósofos,
especialmente dentro del campo del materialismo vulgar, utilizó el darwinismo
como demostración de la no-existencia de Dios. Del mismo modo, muchos
filósofos creyentes rechazaron de un modo bastante apresurado y dogmático
todas las ideas de Darwin, considerándolas como poco menos que una herejía
demoníaca. ¿No afirma la revelación que el mundo y las especies animales tal
como hoy las conocemos fueron creadas por Dios? La oposición de muchos
evolucionistas a la fe religiosa y la lectura absolutamente literal de la Biblia fueron
obstáculo durante mucho tiempo para que los cristianos y los teístas en general
acogiesen las ideas evolucionistas.

Hoy en día las cosas ya son distintas. La mayor parte de los creyentes cultos no
piensan que las Escrituras se hayan de interpretar al pie de la letra, como si la
Biblia quisiese relatar hechos científicos. La Biblia habla literalmente de las
relaciones entre el hombre y Dios,y no de la historia natural de nuestro planeta.
Además, científicos y pensadores cristianos, como Teilhard de Chardin, han
mantenido visiones netamente evolucionistas del universo y de la creación. Para
Teilhard, el proceso de evolución de la naturaleza en su conjunto sería un
proceso de "hominización" desde la materia a la vida, y de ésta al hombre. La
aparición del hombre sería un momento central en la historia del universo, pues
éste en cierto modo adquiriría un centro y un alma. La evolución, además, lejos
de haber terminado, continuaría en la historia de los hombres, conduciendo a
éstos hacia un "punto Omega" que significaría la "cristificación" del cosmos y la
plena reconciliación de la historia. Para Teilhard, en definitiva, el proceso
evolutivo del universo no sería algo incompatible con la creación divina del
mismo sino que, por el contrario, la evolución y la historia humana serían
justamente el lugar donde se desarrolla la creación. La creación del mundo por
parte de Dios, así como la creación del hombre y su historia pueden consistir, a
los ojos de este pensador, en un proceso evolutivo, que la ciencia ha de estudiar.
Lo importante de las ideas de Teilhard, más allá de la validez de todas sus tesis,
es su convencimiento fundamental de que el teísmo no es incompatible con una
idea positiva de la materia ni tampoco con una concepción dinámica del universo
y de la historia de los hombres. Y es que, en realidad, tanto el materialismo vulgar
como el espiritualismo se caracterizan por una concepción enormemente
negativa de la materia. Para ambas corrientes filosóficas, la materia es, en
definitiva, algo estático, incapaz de innovación, incapaz de dar de sí realidades
nuevas. El materialista mecanicista piensa que, en el fondo, el movimiento le
viene a la materia de fuera: del choque mecánico con otros átomos que se
moverían desde la eternidad. Pero para los materialistas vulgares, los cambios
que se desarrollan en el mundo material no son más que cambios de lugar,
cambios locales. La diferencia entre un perro y un hombre no sería más que una
distribución distinta de los átomos. El materialismo mecanicista es ciego para los
cambios estructurales, es decir, para sistematizaciones nuevas de la materia,
que dan lugar a realidades radicalmente nuevas e irreductibles a las anteriores.
El materialista vulgar se ve obligado a afirmar que no hay espíritu, justamente
porque, si lo hubiese, sería algo radicalmente distinto de la materia. Y si no se
admite que la materia pueda dar de sí realidades radicalmente nuevas, no hay
espíritu: todo es una materia idéntica, combinada en formas diversas: el
materialismo vulgar es, en el fondo, enormemente hilemorfista. Lo que sucede al
espiritualismo es que, en realidad, comparte con el materialismo vulgar su idea
de materia. La materia es también algo negativo y estático, cuyo único cambio
es siempre un cambio local. El espiritualismo es también ciego para la capacidad
que la materia puede tener para dar lugar a realidades nuevas por
sistematización, por un cambio estructural. Por eso entiende que si en la
evolución hay una realidad nueva, como es la inteligencia del hombre, ésta tiene
que consistir en una sustancia radicalmente distinta de la sustancia material: el
espíritu, creado por una intervención especial divina. Desde el concepto actual
de materia que hemos expuesto anteriormente, es más fácil salir de las aportas
del materialismo vulgar y del espiritualismo. La materia no es algo in-
determinado y pasivo, como se ha pensado clásicamente. La materia es
estructura concreta y dinámica. Las realidades materiales, todas ellas, están
intrínsecamente dotadas de la capacidad de dar de sí realidades nuevas. Por
eso no hay una contraposición ni una oposición radical entre el mundo material
(pasivo) y el mundo espiritual (activo). No es este el lugar de plantear el problema
de Dios, al cual nos referimos más adelante, pero es importante caer aquí en la
cuenta de que la materia no tiene por qué ser algo distinto y hasta contrapuesto
a la realidad divina. Esto en el fondo no es más que puro maniqueísmo dualista:
el mundo dividido entre dos principios contrapuestos, uno positivo y otro
negativo. Por el contrario, si la materia consiste fundamentalmente en un
dinamismo estructural, no es contradictorio pensar que las realidades materiales
del mundo son algo que una realidad fundamental, también dinámica, ha dado
de sí. Si Dios es una realidad dinámica, puede ser que el mundo entero no sea
sino lo que esa realidad absoluta ha ido dando de sí. El mundo material no sería
algo contrapuesto a Dios, sino algo radicado en Dios, no separado de él, sino
que éste ha dado de sí, como el agua la fuente. De este modo, la evolución
entera del mundo natural sería un dinamismo contrapuesto o distinto del dina-
mismo de la creación: sería un único y mismo dinamismo. Por ello, contra el
espiritualismo, ya no serían necesarias las intervenciones ocasionales de Dios
en diversos momentos de la evolución del universo, sino que la evolución misma
del universo sería la intervención de Dios, el "dar de sí" de la realidad
fundamento. Con esto no se pretende demostrar la existencia de Dios (ese es
otro tema), sino demostrar que, si Dios existe, no tiene por qué consistir en un
vaporoso espíritu contrapuesto a una también vaporosa materia. Una idea
positiva de las realidades materiales y de sus capacidades de dar de sí da cuenta
cabal de la evolución, y, además, muestra que ésta no sería incompatible con la
creación, en el caso de que se admita la existencia de Dios. Si la materia es algo
positivo, estructurado y dinámico, lo que llamamos "mente," "alma" o
"inteligencia" no tiene porqué ser algo radicalmente contrapuesto a la materia.
Puede tratarse, por el contrario, de una sistematización especialmente elevada
de la vida orgánica, como vamos a ver en el siguiente apartado. Es más, esta
realidad nueva, la de la inteligencia humana, puede considerarse, en cierto
sentido, como algo creado por Dios, en cuanto que el dinamismo entero del
cosmos, el dar de sí de todas las realidades, tiene su fundamento último en la
realidad de Dios. Lo importante en este momento es subrayar que no hay
contradicción necesaria entre evo- lución y creación, si se entienden de un modo
adecuado y no dualista las realidades que integran el mundo. Pero ahora es
necesario, en orden a una filosofía de la realidad humana, aclarar más en
concreto cómo la vida orgánica da lugar a la psique (preferimos éste término al
de espíritu, alma, mente, que podemos considerar como equivalente) del
hombre, y cuál es la unidad entre su organismo y su psiquismo. (Véase 8.4.)

5. La unión de psique y organismo

5.1. Materia orgánica y psique Como hemos visto en los apartados anteriores, lo
propio del materialismo vulgar es reducir todas las distintas realidades materiales
concretas a un solo y único tipo de materia. En el caso del materialismo
mecanicista decimonónico, este único tipo de materia era la materia atómica,
entendida como corpúsculos dotados de movimiento local. Por el contrario,
vimos que un materialismo a la altura de los conocimientos científicos actuales
habría de tener en cuenta la existencia, no de "la" materia en abstracto, sino de
sistematizaciones muy diversas dentro del mundo de las cosas llamadas
materiales. Por eso, hablábamos de distintas estructuraciones materiales,
dotadas cada una de ellas de pro- piedades originales, surgidas por
sistematización, y que, por lo tanto, no se podían reducir a la suma o a la
agregación de las propiedades de cada una de las notas que entran en un
sistema.

De este modo, se puede distinguir una materia elemental, propia de las partículas
ele- mentales subatómicas, no necesariamente corpusculares; una materia
corporal, propia del mundo corporal (átomos, moléculas), que es la única que el
materialismo vulgar tiene en cuenta; una materia viva, propia de las primeras
sistematizaciones dotadas de una cierta independencia y control específico
sobre el medio, como sucede en los virus y en los viroides; y la materia
propiamente orgánica, propia de los seres vivos celulares o multicelulares. Esta
materia orgánica, a su vez, puede adoptar sistematizaciones distintas y cada vez
más complejas.

En el caso de los vegetales se trata de una pura troficidad, mientras que en el


reino animal la materia orgánica, por sistematización, ha desgajado una función
nueva: la sensibilidad. Se trata de seres dotados de la capacidad de ser
estimulados y de articular, en función de esa estimulación, un sistema de
modificaciones tónicas y de respuestas. El animal realiza esta función mediante
un sistema nervioso y un cerebro cada vez más evolucionado. A medida que
avanzamos en la escala biológica nos encontramos con una mayor y progresiva
formalización de la sensibilidad, es decir, una mayor capacidad de aprehender
las cosas del medio circundante como dotadas de una mayor independencia
entre sí y respecto al aprehender, como ya estudiamos.

Nuestra pregunta, en este momento, se vuelve sobre el hombre: ¿es el hombre


un ser únicamente material, se reduce enteramente a una explicación físico-
química, como pretende el materialismo vulgar; o es necesario afirmar en el
hombre la presencia de propiedades radicalmente originales, irreductibles a la
materia? Es decir, ¿es la psique del hombre un fenómeno puramente aparente,
que en el fondo no tiene ninguna realidad? O, por el contrario, como pretenden
los espiritualistas, ¿tiene la psique humana una realidad sustantiva, que la
convierte en independiente del organismo material?

Para la filosofía de la praxis es muy importante encontrar una posición que,


respetan- do la autonomía de los procesos psíquicos del hombre y, por lo tanto,
superando el materialismo vulgar, no caiga en el espiritualismo que separa la
psique del hombre y la convierte en una realidad radicalmente distinta del cuerpo.
Para comprender adecuadamente cuál es la relación que en el hombre se da
entre psique y organismo material, conviene comenzar por aplicar
adecuadamente el concepto de materia.

Hemos hablado de materia elemental, de materia corporal, de materia viva y de


materia orgánica. Y hemos subrayado enérgicamente que no se trata de distintas
formas que va cobrando "la" materia, como si existiese una realidad llamada
"materia" independiente o anterior a toda configuración concreta. No: materia
son las distintas realidades materiales concretas, las distintas sistematizaciones
de las cosas reales que forman parte del cosmos. Pero, en este caso, ¿qué es
lo que nos permite hablar de materia? Es decir, ¿qué es lo que tienen en común
todas esas sustantividades materiales, todos esos sistemas materiales
concretos? Pues simplemente, como vimos, su carácter sensible. Es decir, se
puede decir lo siguiente: cosa o sustantividad material es aquella cuyas
propiedades son las llamadas cualidades sensibles. Ser sensible es, por lo tanto,
equivalente a ser material. Todo lo demás (ser corpuscular o no, ser vivo o no)
es cuestión de cada cosa material concreta, de cada sistematización de esas
notas o propiedades sensibles. En el hombre, no obstante, nos encontramos con
un tipo de notas sumamente original: las notas psíquicas. Además de notas o
propiedades orgánicas (metabolismo, sinapsis, ácidos nucleicos, etc.), el hombre
tiene propiedades o notas que llamamos psíquicas: su inteligencia, su memoria,
su imaginación, su voluntad, sus sentimientos, sus decisiones, etc. Es lo que a
veces se llama conciencia o lo que los espiritualistas denominaban "espíritu" o
"alma" y que aquí denominamos psique. Es importante subrayar que el
materialismo, especialmente el materialismo que postula la filosofía de la praxis,
nunca ha negado la existencia de estas notas o propiedades psíquicas. Es más,
ha afirmado enérgicamente su radical originalidad respecto a la materia
corpuscular y también respecto a la materia orgánica. Para la filosofía de la
praxis, la psique es algo que distingue radicalmente al hombre del resto de los
seres vivos. Solamente el materialismo mecanicista y vulgar ha querido reducir
la psique del hombre a un mero accidente de la sustancia material físico-química,
afirmando por ejemplo que "el pensamiento es una secreción del cerebro." Tal
modo de pensar convierte a la psique en un mero epifenómeno del organismo,
olvidando su originalidad y también su autonomía relativa. Desde el punto de
vista de la filosofía de la praxis, la psique no se identifica con el organismo
material. La psique es más bien una novedad especialmente elevada que no
conoce parangón en el mundo orgánico. La actividad psíquica e intelectiva tiene
en el hombre una dimensión creadora y una autonomía que impiden identificarla
con la mera actividad reponsiva del animal ante los estímulos. Si bien es verdad
que no hay psique humana sin organismo, también hay que afirmar que este
concreto organismo del hombre sería inviable biológicamente sin actividades
psíquicas. Si la inteligencia tuvo primariamente una función biológica, ello
significa justamente la necesidad que la especie tuvo de abrirse a la vida psíquica
para sobrevivir. Y la psique, una vez aparecida en determinado momento de la
evolución, no puede reducirse sin más a pura materialidad. Las notas psíquicas,
es decir, la inteligencia, la voluntad o el sentimiento, son caracteres reales del
hombre, dotados de una cierta autonomía, pero no son, sin embargo, notas
materiales. Y es que para la filosofía de la praxis, no toda realidad es materia.
Como hemos visto más arriba, la materia se define por su carácter sensible, y no
como una sustancia o "cosa en sí:" materia es la sustantividad que tiene por
notas las cualidades sensibles. Pero las actividades psíquicas, como la volición,
el pensamiento, la decisión, el sentimiento, siendo actividades reales, no son
sensibles, es decir, no son materiales. Pensadores tan distintos como Lenin y
Zubiri insisten en este punto: la psique, siendo real, no es material, aunque ello
no quiera decir que la psique pueda existir separada del organismo. Contra lo
que quiere el materialismo vulgar, hay que afirmar que no todo lo real es
necesariamente material. Y esto es muy importante para la filosofía de la praxis:
si se le quiere conceder un carácter innovador y creativo a la actividad humana,
ello supone la aceptación de una vida psíquica dotada de autonomía respecto a
las leyes físico-químicas del mundo material, pues sólo si se afirma esa
autonomía (relativa) se puede hablar de praxis creadora y de historia humana.
En caso contrario, tendríamos un puro determinismo mecánico, tal como quiere
el materialismo vulgar. La actividad psíquica, aunque no es totalmente
independiente del organismo, está dotada de cierta autonomía y justamente por
esto puede actuar retroactivamente sobre el cuerpo y sobre la naturaleza en
general. (Véanse 8.5. y 8.6.) Por ello, hemos de comenzar diciendo, en una
primera aproximación, que lo que hay es una interacción entre psique y
organismo. Es decir, desde el punto de vistaevolutivo.es cierto que la psique ha
nacido a partir de la evolución del mundo material y, más en concreto, a partir
del mundo orgánico. Pero es cierto también que, a partir de un determinado
momento, las actividades psíquicas han tenido un papel importante a la hora de
determinar la misma evolución del ser humano: la cultura ha sido un factor
evolutivo de primera magnitud. Pero no solamente sucede esto desde el punto
de vista evolutivo. Si atendemos al hombre real y concreto, nos encontraremos
con que una buena parte de las actividades de su organismo no se pueden
explicar sin acudir a las notas psíquicas. Así, por ejemplo, es muy cierto que no
hay actividad intelectual humana sin el uso de proteínas, pero esto no quiere
decir que las proteínas determinen unilateralmente el trabajo psíquico del
hombre sino que, en sentido inverso, es una decisión, esto es, un acto psíquico,
el que determina ésta o la otra actividad intelectiva, su duración, etc., y, por ello,
el uso de tantas proteínas. En el hombre la psique cobra una autonomía muy
notable respecto a la actividad orgánica: es la conciencia la que decide, por
ejemplo, recordar, pensar, imaginar, sin que su organismo le determine
necesariamente a ello. Es también la psique la que dirige muchas actividades
orgánicas: la mayor parte de los movimientos del cuerpo y la puesta en marcha
de muchos procesos del organismo obedecen a una decisión de la psique. Esto
no quiere decir que la psique sea algo que funciona fuera o con independencia
total del organismo: no hay ninguna actividad psíquica que no conlleve una
actividad de las neuronas del cerebro. Lo que sucede es que, para explicar esta
actividad neuronal, es necesario acudir en buena parte de los casos a
pensamientos, decisiones. Es decir, es necesario remitirse a pro- piedades no
sensibles, no orgánicas: a la psique. Para entender mejor eso que llamamos
psique es preciso recordar lo que dijimos al hablar de la inteligencia del hombre.
La inteligencia, vimos, no era la hiperformalización de la actividad sentiente en
el animal humano. Donde los animales se enfrentan con estímulos como signos-
de-respuesta, el animal inteligente se enfrenta con realidades. El hombre, por
ello, es justamente el animal que tiene que hacerse cargo de la realidad. El resto
de los animales tiene determinado, en sus estructuras sentientes (orgánicas), el
tipo de respuesta que va a dar a un determinado estímulo. El hombre es el único
animal que, para poder dar respuestas adecuadas, en definitiva para poder
seguir siendo viable sobre el planeta, necesita hacerse cargo de los estímulos
como realidades. Este aprehender las cosas como realidades, que libera al
hombre de un medio específico determinado y lo abre al mundo, es la
inteligencia. El resto de las actividades intelectuales del hombre, como hacer
juicios, razonamientos, etc., es algo determinado por este primer momento
sentiente: el carácter intelectivo de su sensibilidad. Del mismo modo, lo que en
el animal son modificaciones tónicas y respuestas puramente estimúlicas, queda
en el animal humano afectado por la formalidad de realidad: son modificaciones
tónicas "reales" o sentimientos, y respuestas "reales" o voliciones. Pues bien,
todo este conjunto de actividades intelectuales, sentimentales y volitivas es lo
que configura la psique humana. Esta idea de la psique es muy importante,
porque nos separa profundamente del espiritualismo. La psique no es, como
pretendían los espiritualistas, una realidad independiente del organismo, con un
origen radicalmente distinto de él. Para este tipo de filósofos, como Platón,
Descartes, etc., la psique tiene un carácter radicalmente distinto de lo orgánico.
Se trata, para ellos, de dos realidades diferentes, y lo único que se necesita
explicar es cómo una influye extrínsecamente sobre la otra: se piensa que
algunas cosas que le suceden al cuerpo (el dolor) repercuten de algún modo
sobre el espíritu, del mismo modo que el espíritu gobierna y dirige al cuerpo
mediante su actividad consciente. Pero se trata siempre de la relación entre dos
realidades independientes una de otra. Según la idea de psique que acabamos
de enunciar, esto es imposible. Si la psique surge a partir de la hiperformalización
de la actividad sentiente del ser humano, ella ha de ser algo constitutivamente
vinculado al organismo. Si la inteligencia del hombre es una inteligencia
sentiente, es decir, un momento de su actividad sensorial, no se puede pretender
que la psique sea algo sustantivo, una realidad independiente del organismo
material. La psique no es un alma o espíritu separable del cuerpo, como creía
Platón. En el hombre no hay dos sustancias separables, sino una unidad
estructural.

52. Unidad estructural Tanto el materialismo vulgar como el espiritualismo han


entendido la unidad entre psique y organismo en términos de sustancias. Para
el materialismo vulgar, se trata de una única sustancia, la materia, una de cuyas
propiedades, uno de cuyos accidentes o manifestaciones es la psique. Para el
espiritualismo, se trata de dos sustancias, por tanto, de dos realidades
independientes, alma y cuerpo, que conocen una unión transitoria durante la vida
del hombre, para después separarse. Se admite que el cuerpo influye sobre el
alma y viceversa, como en realidad todas las sustancias del universo pueden
influir una sobre otra, sin más. Pero una visión estructural de la realidad introduce
importantes correcciones y nos puede proporcionar una visión verdaderamente
unitaria del hombre: el ser humano no es un ser que pertenezca a dos mundos,
sino una unidad psicorgánica, que tiene por ello un carácter radicalmente
material, aunque en cierto modo en él la materia orgánica sea elevada a psique.
En primer lugar, concebir al hombre como unidad estructural significa partir de
que ni el organismo ni la psique tienen por sí mismos sustantividad. La
sustantividad solamente concierne al sistema psico-orgánico entero, al hombre
como realidad unitaria. Pues las notas orgánicas no serían viables sobre la tierra
sin las notas psíquicas, del mismo modo que las notas psíquicas no lo son sin
las notas orgánicas. Si pretendemos una investigación exhaustiva del organismo
humano, comprobaremos que, queriendo explicar todas las reacciones
fisicoquímicas que se producen en él, pronto nos encontramos con algunas
reacciones que no se pueden explicar si no es mediante la intervención de las
actividades psíquicas del hombre: determinado acto orgánico solamente ha
podido suceder porque el hombre se hace cargo de la realidad, porque toma
decisiones sobre sus actividades. Del mismo modo, si pretendemos un estudio
serio y riguroso sobre la psique del hombre, pronto comprobaremos que sin
ciertas reacciones fisicoquímicas no habría ni intelecciones, ni memoria, ni
sentimientos, ni decisiones. La inteligencia, la psique, como vimos, es un
momento de la actividad sentiente del hombre, y por lo tanto, no tiene
sustantividad separada de ésta. Es decir, ni el organismo ni la psique son
sistemas sustantivos, sino que propiamente hablando solamente hay un sistema,
el sistema psico- orgánico completo. Ciertamente, podemos pensar una cierta
unidad de las actividades psíquicas, como también podemos pensar las
orgánicas haciendo abstracción de las primeras. Pero esto no obedece a la
realidad del hombre, sino a una consideración intelectiva de la misma. Si se
quiere, se puede hablar del organismo y de la psique como dos subsistemas
parciales de un sistema único: el sistema unitario de la sustantividad humana.

Una consideración estructural, por lo tanto, señala que el hombre es una


estructura unitaria. En él no hay un organismo "más" una psique, sino un sistema
único psico- orgánico. Es decir, en él todas sus notas psíquicas son notas-de las
orgánicas, y todas sus notas orgánicas son notas-de las psíquicas. Se trata de
una unidad estructural rigurosa. El organismo del hombre es constitutivamente
organismo-de su psique, mientras que esta su psique es psique-de su
organismo. De este modo, se puede decir que, en el hombre, todo lo orgánico
es psíquico y todo lo psíquico es orgánico. No es posible pensar la actuación de
una nota orgánica sin que esta actuación, por nimia que sea, sea una actuación
que concierna a todo el sistema psico-orgánico.

Del mismo modo, cualquier actividad psíquica es, al mismo tiempo, una actividad
que afecta igualmente a todo el sistema psico-orgánico. Y esto es muy
importante para conceptuar la actividad humana. Se puede decir que la actividad
psíquica del hombre es actividad-de su organismo, así como la actividad
orgánica es actividad-de su psique. O, dicho de un modo más radical: en el
hombre no hay actividades orgánicas "más" actividades psíquicas, sino que,
propiamente, el sistema de la sustantividad humana desarrolla una actividad
única y estructural: una actividad psico-orgánica.

Puede haber momentos en los cuales tengan el protagonismo las notas


psíquicas (una decisión, por ejemplo), mientras en otros la prioridad la lleva lo
orgánico (el dolor), pero en todas ellas no se trata de actividades distintas,
independientes una de otra, sino de la actividad única del sistema entero, que
concierne, no a una nota o a un grupo de notas, sino a todas. Lo propio de una
estructura, de una realidad sistemática, es que la alteración de una sola de sus
notas es la alteración del sistema entero, dado que cada nota lo es de todas las
demás.

Por ello, no se puede decir, estrictamente, que la psique influya sobre el


organismo ni que el organismo influya sobre la psique. Rigurosamente hablando,
no se trata de una interacción, como decíamos más arriba, de uno sobre la otra,
sino más bien de una actividad psico-orgánica unitaria. No se puede decir que
las notas psíquicas actúen sobre las orgánicas ni viceversa, porque propiamente
sólo hay una actividad. Habría actuación de lo psíquico sobre lo orgánico o de lo
orgánico sobre lo psíquico si se tratase de dos actividades distintas, y no de una
sola y única actividad estructural. Entonces, lo que hay, propiamente, es la
actuación de un estado psico-orgánico sobre otro estado que es también psico-
orgánico.

Así, por ejemplo, cuando tomamos la decisión de mover un brazo, no es que


haya una acción psíquica (la decisión) que influye sobre una acción orgánica (el
movimiento), sino que, desde el principio, se trata de una sola actividad psico-
orgánica. La decisión no es solamente una acción psíquica, sino que ella misma
no es posible sin una actividad cerebral y neuronal muy concreta. Del mismo
modo, el movimiento del brazo no es meramente orgánico, sino que está
íntimamente ligado a una actividad psíquica. Y es que, repetimos, en el sistema
estructural unitario que es el hombre solamente hay una actividad: la del sistema
entero en todos sus momentos.

La unidad entre psique y organismo es algo más radical que una mera unión de
dos sustancias distintas: es la unidad propia de una estructura, de una realidad
sistemática en la cual todos los momentos están constitutivamente vertidos unos
a otros. Esto es muy importante para una filosofía de la praxis. Si uno de los
problemas fundamentales de la filosofía es el explicar el puesto del hombre en
el universo, es decir, el dar cuenta de la actividad consciente del hombre en el
conjunto de la realidad, la filosofía que toma como tema central la praxis humana
da una respuesta que la diferencia tanto del naturalismo y del materialismo vulgar
como del idealismo.
El primero reduce el conjunto de la realidad a ser una expresión de la naturaleza
(o de la materia), de la cual todo brotaría. El idealismo, por el contrario, convierte
a la naturaleza en una mera exteriorización de la razón o del espíritu absoluto.
La filosofía de la praxis afirma, en cambio, una naturaleza humanizada y un
hombre naturalizado, es decir, la íntima imbricación entre el hombre y el universo
donde desarrolla su vida. El ser humano, surgido sin duda evolutivamente de la
naturaleza, era capaz de determinar ésta y de transformarla en una dirección
humana.

Pues bien, esto que sucede en el nivel de la filosofía de la naturaleza, se repite


en la filosofía del hombre: no se puede conceptuar al hombre unilateralmente
desde el organismo o desde la psique (el error de materialistas vulgares o de
espiritualistas), sino desde su unidad estructural. Ciertamente, la psique humana
ha aparecido a partir del mundo orgánico, pero una vez aparecida es imposible
la subsistencia biológica del organismo del hombre sin su psique, pues ambos
forman una unidad radical y sustantiva.

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