La Formula Preferida Del Profesor Yoko Ogawa
La Formula Preferida Del Profesor Yoko Ogawa
La Formula Preferida Del Profesor Yoko Ogawa
y otro millón en formato de bolsillo, película, cómic y CD) que ha desatado un inusitado
interés por las matemáticas, esta novela de Yoko Ogawa la catapultó definitivamente a
la fama internacional en 2004. En ella se nos cuenta delicadamente la historia de una
madre soltera que entra a trabajar como asistenta en casa de un viejo y huraño
profesor de matemáticas que perdió en un accidente de coche la memoria (mejor
dicho, la autonomía de su memoria, que sólo le dura 80 minutos). Apasionado por los
números, el profesor se irá encariñando con la asistenta y su hijo de 10 años, al que
bautiza «Root» («Raíz cuadrada» en inglés) y con quien comparte la pasión por el
béisbol, hasta que se fragua entre ellos una verdadera historia de amor, amistad y
transmisión del saber, no sólo matemático…
Una novela optimista que genera fe en el alma humana, contada con la belleza
sencilla y verdadera de un «larguísimo» haiku.
Yoko Ogawa
ePUB v2.0
jugaor 15.05.12
T-Aliviano
Título original: 博士の愛した数式 (Hakase no aishita sushiki)
Yoko Ogawa, 2003.
Entre las innumerables cosas que el profesor nos enseñó a mi hijo y a mí, el significado de la
raíz cuadrada ocupa un lugar importante. Es posible que al profesor —convencido, como estaba, de
que era posible explicar la formación del mundo con números— el término «innumerable» le
resultara incómodo. Pero no sé expresarlo de otra manera. Nos enseñó números primos hasta llegar
a los cientos de miles, así como el número mayor jamás utilizado para una demostración matemática
registrado en el Libro Guinness, o la noción matemática de transfinito; sin embargo, por mucho que
enumere estas cosas y otras más, no guardan proporción alguna con la intensidad de las horas que
pasamos con él.
Recuerdo bien el día en que, los tres juntos, intentamos descubrir qué magia es la que coloca los
números bajo el símbolo de la raíz cuadrada. Fue a principios de abril, una tarde lluviosa. En el
estudio oscuro lucía una bombilla, la cartera de la que mi hijo se había desprendido había aterrizado
sobre la alfombra, y por la ventana se veían unas flores de albaricoquero mojadas por la lluvia.
Invariablemente, en cada ocasión, el profesor no sólo esperaba de nosotros una respuesta
correcta. Se alegraba cuando, por no saber contestar, acabábamos soltando como último recurso un
disparate, en lugar de permanecer obstinadamente callados. Y aun se congratulaba más si la
respuesta suscitaba nuevas preguntas que fueran más allá del problema inicial. Tenía una
concepción original sobre el «error correcto», de manera que era capaz de darnos de nuevo
confianza precisamente cuando más apurados nos veíamos, sin poder encontrar la solución
correcta.
—Ahora, veamos: intentemos encajarle el –1 —dijo el profesor.
—Debe dar –1, multiplicando dos veces un mismo número, ¿no?
Mi hijo, que acababa de aprender las fracciones en la escuela, entendía ya que existían números
inferiores al cero, tan sólo con una explicación del profesor que ocupó menos de media hora.
Imaginamos, mentalmente, √(–1). Raíz cuadrada de 100 es igual a 10, raíz cuadrada de 16, igual a
4 y la de 1 es 1, por lo tanto la de –1 es igual a… El profesor nunca nos metía prisa. Le gustaba
más que nada contemplar la cara de mi hijo y la mía cuando nos poníamos a pensar detenidamente.
—Pero… ese número… ¿quizá no exista? —comenté con prudencia.
—Sí, claro que sí, está aquí —señaló su pecho—. Es un número muy discreto, no se muestra en
público, pero está ahí dentro del corazón y sostiene el mundo con sus pequeñas manos.
Guardamos de nuevo silencio para meditar sobre la raíz cuadrada de –1, que, al parecer,
extendía sus brazos al máximo desde un lugar lejano y desconocido. Sólo se escuchaba el sonido
de la lluvia. Mi hijo se puso la mano en la cabeza como para comprobar una vez más cómo era una
raíz cuadrada.
Pero el profesor no sólo se limitaba a enseñar. Era reservado con todo lo que desconocía, tan
discreto como la raíz cuadrada de –1. Cuando necesitaba algo de mí, se me dirigía diciendo:
—Perdone, pero…
Siempre pedía excusas; incluso cuando quería que ajustara el temporizador del tostador a tres
minutos y medio, nunca olvidaba añadir un «perdone». Yo giraba el botón, él alargaba el cuello,
mirando dentro del tostador hasta que el pan terminaba de tostarse. Prestaba la misma atención al
proceso de tueste del pan que al progreso hacia la verdad de las demostraciones matemáticas, como
si aquella verdad tuviera el mismo valor que el teorema de Pitágoras.
Fue en marzo de 1992 cuando me mandaron por primera vez a casa del profesor, por medio de
la Agencia de Trabajos Domésticos Akebono. A pesar de que era la más joven entre las asistentas
inscritas en aquella agencia de una pequeña ciudad que daba al Mar Interior de Seto, ya tenía más
de diez años de experiencia. Durante esos años mi relación con los amos de las casas había sido
buena, y me sentía orgullosa de ser una buena empleada del hogar. Nunca me quejaba de mi
trabajo al jefe de la agencia, aun cuando me viera obligada a trabajar para clientes problemáticos, a
los que otras se negaban a servir.
En el caso del profesor, vi que sería un cliente complicado sólo con mirar su ficha de cliente.
Cuando se cambiaba una asistenta debido a la queja del cliente, se estampaba un sello en forma de
estrella, con tinta azul, en el dorso de la ficha, y en la del profesor se contabilizaban ya nueve
estrellas. Era un récord entre todas las casas que yo había visto hasta entonces.
Cuando fui al domicilio del profesor para la primera entrevista, me atendió una señora anciana,
delgada y de aspecto elegante. Llevaba el cabello teñido de castaño y recogido en un moño, un
vestido de punto, y sostenía un bastón negro con la mano izquierda.
—Desearía que atendiera a mi cuñado menor —dijo.
Al principio no entendí qué relación había entre el profesor y la anciana dama.
—No sabemos ya qué hacer, porque ninguna se queda mucho tiempo. Cada vez que viene una
nueva asistenta, hay que volver a enseñarle todo desde el principio, y eso lleva mucho tiempo y
trabajo.
Por fin entendí que su cuñado menor significaba, en realidad, que era más joven que ella.
—No es que le estemos pidiendo nada excesivamente complicado. Se trata de venir de lunes a
viernes, a las 11 de la mañana, prepararle la comida, ordenar y limpiar la casa, ocuparse de las
compras y prepararle la cena antes de marcharse, a eso de las 7 de la tarde. Eso es todo.
La expresión «cuñado menor» en boca de ella sonaba dubitativa. A pesar de sus buenos
modales, su mano izquierda toqueteaba sin cesar el bastón. De vez en cuando me lanzaba alguna
mirada circunspecta, procurando no cruzar su mirada con la mía.
—En el contrato entregado a la agencia constan por escrito los detalles. En cualquier caso, por
nuestra parte, nos basta con que sea una persona que le cuide bien para que pueda llevar una vida
normal y corriente.
—El señor, su cuñado, ¿dónde está ahora? —le pregunté. La anciana señaló con la punta del
bastón hacia un pabellón anexo que estaba al fondo del jardín. Tras un seto de fotinia
escrupulosamente podado, se veía a través de una verde espesura un tejado de tejas de color
bermejo.
—No deberá usted andar yendo y viniendo del pabellón a la casa. Su lugar de trabajo será tan
sólo el pabellón de mi cuñado menor. El pabellón tiene su propia entrada, que da a la calle, en la
fachada norte, de manera que mejor será que utilice ese acceso. Los problemas que cause mi
cuñado deberá usted solucionarlos en el mismo pabellón. Espero que me haya comprendido. Tan
sólo le pido que respete esta norma.
La anciana dio un golpecito en el suelo con el bastón. Comparadas a las exigencias sin sentido
de anteriores patrones como, por ejemplo, llevar trenzas con lazos diferentes todos los días, servir el
té a una temperatura ni superior ni inferior a los setenta y cinco grados, o saludar con las manos en
forma de plegaria al lucero de la tarde cuando éste aparece en el cielo, aquellas reglas no me
parecían demasiado difíciles.
—¿Podría ser presentada a su cuñado?
—No es necesario.
Se negó de manera tan tajante que me sentí como si, irremediablemente, hubiera dicho algo
inconveniente.
—Aunque hoy la viera, mañana él la habría olvidado. Por eso no es necesario.
—¿Qué quiere usted decir…?
—Pues bien… le seré franca. Tiene trastornos de memoria. No es que esté ido. Digamos que
las neuronas le funcionan normalmente, pero hará unos diecisiete años se le averió una parte del
cerebro y perdió la facultad de recordar las cosas. Se golpeó la cabeza en un accidente de tráfico.
Su memoria se acaba en 1975. Desde entonces, por más que intente acumular nuevos recuerdos, se
le borran enseguida. Recuerda teoremas y fórmulas matemáticas que él mismo descubrió, pero no
es capaz de recordar lo que cenó anoche. Para entendernos, es como si en su cabeza sólo pudiera
ponerse una cinta de video de ochenta minutos. De tal manera que si graba encima de esa cinta, los
recuerdos anteriores grabados hasta entonces van desapareciendo. La memoria de mi cuñado menor
no dura más de ochenta minutos. Es decir, para ser exactos, una hora y veinte minutos.
Sin duda había repetido muchas otras veces aquella misma explicación. La anciana hablaba sin
vacilaciones, sin ningún sentimiento.
No me era fácil hacerme una idea concreta de lo que es una memoria de ochenta minutos.
Había cuidado enfermos algunas veces, pero no parecía, ni por asomo, que esa experiencia me
fuera a servir de mucho. Entonces, aunque demasiado tarde, recordé muy vivamente las estrellas
azules alineadas en la ficha.
Según lo que se divisaba desde la casa principal, el pabellón estaba solitario y parecía
deshabitado. En el seto de fotinia había una puerta que giraba sobre goznes de diseño antiguo y que
comunicaba con el pabellón. Al mirar detenidamente, descubrí que tenía una cerradura enorme,
completamente oxidada, cubierta de excrementos de pájaros; según me pareció, por mucho que se
intentara introducir una llave, no se abriría.
—Entonces quedamos a partir de pasado mañana, lunes, si no tiene inconveniente —declaró en
tono resuelto, como intentando evitar ulteriores consideraciones o intromisiones innecesarias.
Y así fue cómo me convertí en la asistenta del profesor.
En comparación con la estupenda casa principal, el pabellón, más que modesto, era miserable.
Tenía una sola planta, recogida y fría, y parecía haber sido construido a regañadientes, como por
necesidad. Tal vez para disimular aquella condición, alrededor del pabellón crecía la vegetación de
forma libre y salvaje. No daba el sol en la entrada, y el timbre estaba estropeado.
—¿Qué número de pie calzas?
Lo primero que me preguntó al decirle que yo era su nueva asistenta no fue mi nombre, sino
qué número de pie calzaba. No me saludó, ni de palabra ni con un gesto. Yo, siguiendo la regla de
oro de toda asistenta, según la cual no se puede responder con una pregunta, contesté a su pregunta:
—El 24.
—Vaya, es un número muy resuelto, la verdad. Es el factorial de 4.
El profesor cerró los ojos con los brazos cruzados. El silencio se mantuvo durante un momento.
—¿Qué es el factorial?
No sé por qué se lo pregunté, pero pensé que sería oportuno seguir hablando un poco más de
aquello, ya que, al parecer, el número del calzado iba a ser algo importante para mi empleador.
—Si multiplicamos los números naturales, del 1 al 4, nos da 24 —contestó el profesor sin abrir
los ojos—. ¿Cuál es tu número de teléfono?
—Es el 567 14 55.
—¿El 5671455? ¡Vaya maravilla! ¡Es igual a la cantidad de números primos que existen hasta
cien millones!
El profesor iba asintiendo con la cabeza, como si estuviera muy contento.
Aunque no entendí cómo ni por qué era maravilloso mi número de teléfono, su cálida voz me
sonó afectuosa. No parecía que quisiera exhibir sus conocimientos, sino que noté más bien cierta
reserva y sinceridad. Fue una calidez que me produjo la ilusión de que mi número de teléfono
entrañaba un destino especial, y que yo, como su titular que era, tal vez también tendría un destino
especial.
Unos días después de acudir regularmente al pabellón como asistenta, me di cuenta de que el
profesor, cuando estaba confuso, sin saber qué decir, tenía la manía de hablar con números en lugar
de palabras. Era la manera que había ingeniado para comunicarse con los demás. Los números eran
la mano derecha que tendía para estrechar la del prójimo y, al mismo tiempo, un abrigo para
resguardarse de sí mismo. Un abrigo tan pesado que nadie conseguía que se lo quitara, tan recio
que no permitía distinguir el contorno de su cuerpo, aunque se deslizara una mano por encima. Pero
por el mero hecho de llevarlo puesto lograba proteger su propio espacio.
Hasta que dejé de ser su asistenta, repetimos cada mañana, en la entrada, la conversación de los
números. Para el profesor, cuya memoria se desvanecía al cabo de ochenta minutos, cada vez que
aparecía yo por la puerta, era siempre una desconocida. Por lo tanto, cada día, sin excepción, él
hacía gala de la reserva propia de un primer encuentro. Los números que solía preguntarme eran,
aparte de los del calzado y el teléfono, los del código postal, el número de serie de mi bicicleta,
cuántos trazos de caracteres chinos había en mi nombre, y, por más variadas que fuesen las
respuestas, él les daba enseguida un significado. Nunca parecía esforzarse por encontrar un
significado. Era como si las palabras «factorial» o «número primo» fluyeran con toda naturalidad
de su boca.
A pesar de que todos los días, a mi llegada, me explicaba el mecanismo del factorial o del
número primo, yo disfrutaba con las explicaciones que me daba en la puerta como si fuera el primer
día. Escuchando las disquisiciones acerca del nuevo significado de mi número de teléfono (además
de servir para poder comunicarme a través de la línea), me sentía confortada y dispuesta a empezar
con buen ánimo mi jornada.
El profesor tenía sesenta y cuatro años de edad, y había sido catedrático, especialista en la teoría
de los números. Parecía cansado para la edad que tenía. No sólo parecía viejo, sino que también
daba la impresión de que los elementos nutritivos no llegaban a todos los rincones de su cuerpo. Su
espalda encorvada hacía aún más pequeño su cuerpo de metro sesenta. En los pliegues de su
huesuda nuca se acumulaba la suciedad, su cabello, seco, canoso y desaliñado ocultaba a medias
sus grandes orejas de la «buena suerte», con enormes lóbulos. Su voz era muy débil y se movía
muy lentamente. Para hacer cualquier cosa, tardaba el doble de lo que yo imaginaba.
A pesar de todo, si se observaba detenidamente su cara sin fijarse en aquella fragilidad suya,
tenía un rostro hermoso. Sin duda había sido un hombre apuesto. Los rasgos finos, la mandíbula
algo pronunciada todavía resultaban atractivos.
Llevaba traje y corbata todos los días sin excepción, en casa y también fuera, aunque apenas
salía a la calle. Tenía tres trajes, el de invierno, el de verano y el de entretiempo, tres corbatas, seis
camisas de manga larga y un auténtico abrigo, no de números esta vez sino de lana. Eso era cuanto
contenía su armario. No tenía ni un jersey ni unos pantalones de algodón. Para una asistenta era el
armario ideal, muy fácil de ordenar.
Tal vez desconocía la existencia de otra ropa que no fueran los trajes. No le interesaba qué tipo
de ropa llevaban los demás; menos malgastaría pues el tiempo preocupándose por su aspecto. Por la
mañana se levantaba, abría el armario y se ponía el traje que no estaba metido en la funda de
plástico de la tintorería; bastaba con eso. Los tres trajes, oscuros y desgastados, casaban tan bien
con el aire del profesor que eran como una segunda piel.
Me extiendo sobre su ropa porque los papelitos sujetos con imperdibles en cualquier sitio del
traje llegaron a desconcertarme. Estaban colocados en los lugares más raros que uno pueda
imaginar; en la solapa, la bocamanga, los bolsillos, o en los bajos de la americana, el cinturón de los
pantalones, los ojales, etc. Los imperdibles prácticamente deshilachaban el tejido de la chaqueta,
que por eso estaba deformada. Había desde pedacitos de papel arrancados a mano hasta otros
amarillentos, casi deshechos por el tiempo, y en cada uno algo escrito. Si quería entender lo que
había escrito debía acercarme forzando la vista. Era fácil suponer que apuntaba los asuntos
importantes para compensar su memoria de ochenta minutos, y los fijaba en el cuerpo para no
olvidar dónde los había dejado. Me resultaba mucho más difícil aceptar aquella estampa que
responderle acerca de mi número de calzado.
—Adelante, entra por favor. No puedo atenderte porque tengo trabajo, pero puedes ir haciendo
lo que tengas que hacer.
Así era cómo el profesor me daba la bienvenida, antes de que entrase en su estudio, en el que,
cuando él se movía, los papeles de las notas al rozar producían un crujido seco.
Según la información que fui recogiendo de las nueve asistentas que se habían despedido de la
casa del profesor, la vieja dama de la casa principal era viuda, y su difunto marido era, al parecer, el
hermano mayor del profesor. A pesar de que los padres de ambos murieron jóvenes, el profesor
pudo ir a la Universidad de Cambridge a cursar estudios de matemáticas gracias a que su hermano
hizo prosperar con grandes esfuerzos la fábrica textil que sus padres les habían dejado, y costeó los
estudios a su hermano, casi doce años menor. Más tarde, el profesor obtuvo el doctorado (era un
auténtico doctor), y justo cuando consiguió plaza en un instituto universitario de investigaciones
matemáticas y se independizó, el hermano murió de hepatitis aguda. La viuda, como no tenía hijos,
cerró la fábrica y mandó construir un edificio de pisos, y comenzó a vivir de las rentas del alquiler.
El hecho que cambió por completo sus vidas fue el accidente de tráfico que sufrió el profesor
cuando tenía cuarenta y siete años. Un conductor que se había quedado dormido chocó contra el
coche que conducía el profesor en dirección contraria. El choque causó un daño irreversible en el
cerebro del profesor. Y como consecuencia de ello perdió su puesto de trabajo en el instituto
universitario de investigaciones matemáticas. Desde entonces y hasta la fecha, en que ya había
cumplido los sesenta y cuatro años, sin más ingresos que pequeños premios de revistas
matemáticas, y sin haberse casado, no tuvo más remedio que contar con la ayuda de la viuda de su
hermano.
—Pobre viuda, con un cuñado tan raro pegado como un parásito, que dilapida la herencia de su
marido. La compadezco —comentó, afectada, una asistenta con cierta veteranía, que se había
despedido a la semana, claudicando ante los ataques numéricos del profesor.
El interior del pabellón, igual que la vista exterior, resultaba desangelado. Sólo había dos
habitaciones; un salón-cocina y un estudio-dormitorio. Llamaba más la atención por lo desabrido
que por su exigüidad. Los muebles eran baratos, el papel de la pared estaba descolorido y el
entarimado del pasillo chirriaba desagradablemente al pisarlo. Y no sólo estaba roto, o casi, el
timbre de la puerta, sino también los demás enseres de la casa. El cristal del ventanuco del lavabo
estaba resquebrajado, el pomo de la puerta trasera de la cocina, medio caído, y la radio de encima
del aparador nunca sonaba por mucho que se le diera al botón.
Las primeras dos semanas quedé agotada al tener que ocuparme de muchas cosas que no
entendía. Aunque no era un trabajo físicamente duro, el cuerpo me pesaba y tenía agujetas por
todos lados. En las otras casas a las que me mandaban, al principio me costaba coger el ritmo de
trabajo, pero en el caso del profesor me costó especialmente. Por lo general, a medida que los
patrones me pedían que fuera haciendo tal o cual cosa, iba comprendiendo poco a poco su carácter.
Aprendía la manera de repartir mis energías, cómo evitar los problemas y qué era lo que se me
exigía en mi trabajo. Sin embargo, el profesor no me pedía nada. Me ignoraba, como si su mayor
deseo fuera que yo no hiciera nada.
Pensé que debía limitarme a seguir las instrucciones de la viuda, y ponerme a preparar el
almuerzo. Miré, lógicamente, en el frigorífico, así como en todas las estanterías de la cocina, pero
no encontré nada comestible, excepto una caja de avena húmeda y macarrones caducados hacía ya
cuatro años.
Llamé a la puerta del estudio. Al no obtener respuesta, volví a llamar y se hizo de nuevo un
silencio. Aun sabiendo que no era del todo correcto, abrí la puerta y me dirigí al profesor, que
estaba de espaldas sentado a su escritorio.
—Perdóneme por interrumpir su trabajo.
Su espalda no hizo ni un solo movimiento. Pensé que estaría un poco sordo o que llevaría
puestos tapones en los oídos, de modo que me acerqué.
—¿Qué le gustaría comer? Me ayudaría si me dijera qué tipo de comida le gusta y cuál no, o si
tiene alergia a algo.
El estudio olía a papel. Quizá debido a la falta de ventilación, el olor se acumulaba en los
rincones. La mitad de la ventana estaba tapada por una estantería de libros. Los que no cabían en
las baldas estaban amontonados aquí y allá, y el colchón de la cama arrimada a la pared estaba
desgastado. Encima del escritorio sólo había un cuaderno abierto. No había ordenador, y el
profesor no tenía ni siquiera un lápiz en la mano. Se limitaba a tener la mirada fija en un punto del
espacio.
—Si no tiene ninguna preferencia, voy a preparar algo con lo que hay, si le parece. No dude en
pedirme cualquier cosa, lo que quiera, por favor.
Entre las notas que estaban sujetas a su cuerpo, me llamaron la atención éstas: «fracaso del
método analítico…», «Hilbert, decimotercer problema…», «función de las curvas elípticas…».
Entre los números, signos y palabras enigmáticas, sólo había un papelito de notas que yo podía leer.
Sus cuatro esquinas estaban dobladas y el imperdible, oxidado, así que entendí que estaba sujeto
desde hacía mucho tiempo.
En la nota se leía: «Mi memoria sólo dura 80 minutos».
—¡No tengo nada que decir! —gritó de repente el profesor, volviendo la cabeza—. Estoy
pensando. Que se me interrumpa cuando estoy pensando me duele más que si me estrangularan.
Entrar así cuando estoy en pleno diálogo amoroso con los números es una falta de educación, peor
que espiar en el cuarto de baño, ¿sabes?
Le pedí perdón una y otra vez con la cabeza baja, pero mis palabras no le llegaron. El profesor
volvió de nuevo a mirar fijamente la mirada hacia un punto en el aire.
Que me riñeran el primer día, antes de empezar prácticamente mi trabajo, me desanimó
muchísimo. Temí ser la décima estrella en la ficha. Grabé en mi cabeza que no debía molestarle,
pasara lo que pasara, cuando él estaba «pensando».
Pero el profesor pensaba todo el día. Cuando a veces salía del estudio y se sentaba a la mesa,
cuando hacía gárgaras en el cuarto de baño, o cuando hacía unos extraños ejercicios para estirar el
cuerpo, incluso entonces estaba pensando. Se llevaba la comida a la boca mecánicamente, la
tragaba sin masticar apenas, y caminaba con paso tambaleante, como si anduviese por las nubes.
No podía preguntarle aquello que no sabía, por ejemplo dónde estaba el cubo o cómo utilizar el
calentador. Yo tenía mucho cuidado en no hacer ningún ruido, me abstenía incluso de respirar, y
esperaba a que su cabeza hiciera una pequeña pausa mientras corría de un lado para otro en una
casa que aún no me resultaba familiar.
Ocurrió un viernes, al final de la segunda semana. A las seis de la tarde el profesor se sentó a la
mesa, como de costumbre. Yo le había preparado un estofado de carne con guarnición para que
tomara verduras y proteínas de una sola cucharada, pues pensé que sería mejor para él no preparar
platos que requirieran quitar cáscaras o espinas, ya que comía prácticamente de manera
inconsciente.
Tal vez por haber perdido a sus padres cuando era niño, no tenía buenos modales en la mesa.
Nunca le oí decir «gracias, buen provecho»; se le caía comida a cada bocado, y se limpiaba las
orejas con la servilleta, sucia y arrugada. Aunque no se quejaba nunca de la comida, tampoco
parecía querer distraerse conversando conmigo, que permanecía a su lado.
Me llamó la atención un papelito nuevo, sujeto en la bocamanga, que no estaba el día anterior.
Cada vez que metía la cuchara en el plato estaba a punto de mancharse con el estofado.
Eran unas letras débiles y pequeñas. Detrás, había dibujada una cara femenina. Con el pelo
corto y la cara redonda, tenía un lunar al lado de los labios. Era un dibujo infantil, pero enseguida
me di cuenta de que era una caricatura mía.
Imaginé al profesor dibujando, deprisa, antes de que su memoria se borrara en cuanto yo me
hubiera marchado. Aquella hojita era el comprobante de que había interrumpido su tiempo más
preciado para pensar en mí.
—¿Le apetece repetir? He preparado mucho, de manera que coma cuanto quiera —le dije
hablándole sin reservas y con amabilidad. Por toda respuesta recibí un eructo. El profesor, sin ni
siquiera mirarme, se metió en el estudio y desapareció. En el plato de estofado sólo quedaban las
zanahorias.
El lunes de la semana siguiente me presenté como de costumbre diciéndole quién era yo al
tiempo que señalaba el papelito de la bocamanga. El profesor nos miró a mí y a la caricatura, una y
otra vez, y permaneció un instante callado para recordar qué significaba aquella nota, pero
enseguida carraspeó y me preguntó de nuevo qué número calzaba y mi teléfono.
Sin embargo, enseguida noté que algo había cambiado en relación con la semana anterior. El
profesor me enseñó un atadillo de hojas con gran cantidad de fórmulas matemáticas, y me pidió que
lo enviara por correo al Journal of Mathematics.
—Perdóname, pero…
Comparado con el tono que empleó cuando me riñó en el estudio, aquellos modales corteses me
resultaron difíciles de creer. Fue la primera vez que me pidió algo. Su cabeza había dejado
únicamente de «pensar».
—Claro que sí. Descuide.
Copié en el sobre las letras con cuidado de no equivocarme, una tras otra, sin tan siquiera saber
cómo se pronunciaban aquellas palabras; puse «Señores del Concurso» y salí pitando hacia la
estafeta de correos.
Cuando no estaba pensando, el profesor pasaba mucho tiempo amodorrado en el butacón que
estaba junto a la ventana del comedor, de manera que yo podía por fin hacer la limpieza del estudio.
Abría las ventanas de par en par, sacaba el edredón y las almohadas al jardín, y pasaba el aspirador
a toda prisa. La habitación estaba muy desordenada y llena de cosas desperdigadas, pero, a pesar de
todo, resultaba confortable. Aunque aspiraba gran cantidad de pelos caídos debajo de la mesa, o
seguían apareciendo palitos de helado con moho o huesos de pollo frito entre las montañas de libros
y papeles desparramados, nada me sorprendía demasiado.
Quizá era porque allí dominaba una calma que yo jamás había experimentado. No es que
simplemente no hubiera ruido, sino que unas capas de silencio llenaban el corazón del profesor
cuando vagaba por el bosque de los números, indiferente a los cabellos caídos y al moho que todo
lo invadía. Era un silencio transparente, como un lago escondido en el fondo de un bosque.
No era una habitación falta de confort, pero si me preguntasen si desde el punto de vista de una
asistenta tenía algún interés, no tendría más remedio que negarlo con la cabeza. No, no había nada
que pudiera estimular la imaginación de una asistenta o bien darle un gustito, como los pequeños
objetos divertidos que ilustran la historia de sus dueños, fotografías misteriosas u ornamentos que
provocan un suspiro.
Empecé a desempolvar la estantería de los libros. Era extraño que no hubiera ninguno que me
apeteciera leer, a pesar de que había tantos: Teoría del Grupo Matemático Continuo , Teoría de los
Enteros Algebraicos, Investigación sobre la Teoría de los Números …, Chevalley, Hamilton,
Turing, Hardy, Baker… La mitad estaban escritos en idiomas extranjeros, y ni siquiera podía leer
sus lomos. Sobre el escritorio había unos cuadernos de apuntes amontonados, lápices del 4B muy
gastados y unos imperdibles esparcidos. Era una mesa triste que distaba mucho de un lugar de
trabajo intelectual. Únicamente unos restos de goma de borrar mostraban que alguien había estado
ahí trabajando la noche anterior.
Mientras iba yo barruntando que un matemático debiera tal vez tener un compás de gran valor,
de los que no se venden en una papelería cualquiera, o una regla con funciones complicadas, tiré
los restos de la goma, ordené la pila de cuadernos y junté los imperdibles en un lugar. La silla de
tela tenía un hoyo con la forma de sus nalgas.
—¿Qué día de qué mes es tu cumpleaños?
Aquel día el profesor no fue directamente al estudio después de la cena. Parecía que buscaba
algún tema de conversación conmigo, mientras yo recogía y fregaba los platos.
—El 20 de febrero.
—Vaya…
El profesor había separado las zanahorias de la ensalada de patatas. Retiré los platos y limpié la
mesa. Aunque no estuviera pensando, él ensuciaba igualmente la mesa con restos de comida. La
primavera estaba ya bien entrada, pero la estufa de queroseno ronroneaba en un rincón del
comedor, pues en cuanto caía la tarde el frío era intenso.
—¿Suele usted mandar estudios a los concursos de las revistas? —le pregunté.
—Bueno, no puede llamárseles estudios. Disfruto resolviendo preguntas de revistas para
aficionados a las matemáticas. Si tienes suerte, ganas dinero. Hay ciertos millonarios, apasionados
de las matemáticas, que financian los premios.
El profesor pasó en revista su cuerpo, y su mirada se posó sobre un papelito sujeto en el borde
del bolsillo izquierdo.
—Pues sí… Hoy hemos enviado una demostración al número 37 del Journal of Mathematics…
Ejem, está bien, muy bien…
Habían transcurrido mucho más de ochenta minutos desde que yo había ido, por la mañana, a la
estafeta de correos.
—¡Qué desastre! Lo siento. Debería haberla enviado por correo urgente. Si no llega el primero,
no gana, ¿verdad?
—No, no hacía falta enviarla urgente. Es importante llegar a la verdad antes que los demás,
pero si la demostración no es hermosa, todo se fastidia.
—¿Pero… se puede distinguir entre demostraciones hermosas y no hermosas?
—Claro que sí —el profesor se levantó, y me dijo rotundamente, mirándome a la cara mientras
yo fregaba los platos—: en una demostración verdaderamente bella, la flexibilidad y una solidez
impecable están en perfecta armonía, sin contradecirse. Hay muchas demostraciones que aunque no
sean falsas resultan aburridas, burdas e irritantes. ¿Comprendes? Es igual de difícil expresar la
belleza de las matemáticas que explicar por qué las estrellas son hermosas.
Como no quería decepcionar al profesor, que me estaba contando tantas cosas, dejé de fregar y
asentí con la cabeza.
—Tu cumpleaños es el 20 de febrero. Eso da 220, un número realmente encantador. Y me
gustaría que vieras esto. Es un premio del Rector de la Universidad que gané con una tesis sobre la
Teoría de los Números Trascendentes…
El profesor se quitó el reloj de pulsera y lo aproximó a mis ojos para que lo viera bien. Era un
reloj de buena calidad, de fabricación extranjera, que no se correspondía con sus gustos en la ropa.
—Vaya, así que usted recibió un premio magnífico.
—Eso no importa. Ahora, ¿puedes leer estos números que están aquí grabados?
En el reverso del cuadrante del reloj podía leerse «Premio del Rector de la Universidad n°
284».
—¿Significa el 284° puesto de honor?
—Puede ser. Pero lo importante es el 284. Veamos, pues; y no es hora de fregar platos. 220 y
284, ¿no te dice nada?
El profesor tiró de mi delantal e hizo que me sentara a la mesa del comedor, sacó un lápiz del
4B, ya muy corto, del bolsillo interior de la americana, y con él escribió aquellos dos números en el
dorso de un folleto publicitario.
220 284
—He hecho bien los deberes. Así que ahora repararás la radio como me habías prometido, ¿eh?
Root había entrado corriendo en casa sin decir ni hola. Acto seguido, añadió:
—Aquí tienes.
Y le plantificó ante sus narices el cuaderno de cálculo.
1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6 + 7 + 8 + 9 + 10 = 55
El profesor miró concentrado la suma escrita por Root como si comprobara una demostración
matemática de alto nivel. No alcanzando a recordar por qué le había puesto aquellos deberes y qué
quería decir con lo de reparar la radio, intentaba dar una respuesta a través de aquella suma.
El profesor procuraba siempre no preguntar acerca de los sucesos de hacía más de 80 minutos.
Aun cuando se lo habría podido explicar enseguida con sólo preguntarme qué significaban esos
deberes y lo de la reparación de la radio, procuró resolver la cuestión por sí mismo intentando
encontrar pistas, de un modo u otro, sólo a través del presente. Gracias a la brillante inteligencia de
que había sido dotado desde su infancia, seguramente comprendía a fondo el mecanismo de su
enfermedad. No era tanto una cuestión de orgullo como que le preocupaba más bien molestar a la
gente que vivía en un mundo de memoria normal. Decidí, por tanto, no intervenir de manera
intempestiva y dejarlos.
—Vaya, si es la suma del uno al diez.
—Es correcta, ¿no? La he revisado muchas veces, poniéndola por escrito, así es que estoy
seguro de que está bien.
—Sí, es correcta.
—¡Bien! Entonces podemos ir enseguida a llevar la radio a la tienda para que nos la arreglen.
—Espera un momento, Root, hombretón… —carraspeó el profesor para ganar tiempo—. ¿Me
podrías explicar cómo has llegado a esta solución correcta?
—Pues es muy fácil. Sumando uno tras otro.
—Es una manera honesta. Un método seguro que nadie va a reprocharte.
Root asintió con la cabeza.
—Sin embargo, por un momento piensa esto: si hubiera un profesor más malicioso y te pidiera
que sumaras de uno hasta cien, ¿qué harías?
—… Pues lo mismo; sumaría uno tras otro.
—Claro, porque eres obediente. Además tienes paciencia y fuerza de voluntad. Así que podrías
llegar a dar el resultado incluso si fuera de uno a cien. Pero si ese profesor fuera quizá tan malo
como un diablo, puede que te pidiera la suma de uno a mil, o aun hasta diez mil ¿no? Entonces se
reiría a carcajadas viendo al honesto y responsable Root gimiendo y sufriendo ante esas sumas
larguísimas. Y esto, dime tú, ¿podrías aguantarlo?
Root sacudió la cabeza.
—Claro que no. ¿Pero vamos a aceptar que un profesor tan malo nos mire con desprecio? No
dejaremos que se salga con la suya, ¿verdad?
—… Pero entonces, ¿qué haremos?
—Vamos a tratar de encontrar una manera de calcular más sencilla, que funcione por muy alto
que sea el número. Cuando hayamos dado con ella, entonces llevaremos la radio a la tienda de
electrodomésticos.
—¡Eh! Esto no es lo que habías prometido. ¡Es trampa, trampa, trampa!
Root pateaba el suelo con los pies.
—Pórtate bien, ya no eres un bebé, me parece a mí —intervine, reprendiéndole.
El profesor, al contrario, mantenía la calma a pesar de las impertinencias de Root.
—Los ejercicios no se acaban cuando uno encuentra la solución. Existe otro camino para llegar
a 55. ¿No tienes ganas de recorrerlo?
—No mucho…
Root seguía enfadado.
—Bueno, esto es lo que vamos a hacer. Supongo que como esta radio es muy antigua, aunque
hoy la dejemos en la tienda, tardará algunos días hasta que vuelva a emitir algún sonido. ¿Qué te
parece si competimos a ver si la radio se arregla primero o si tú encuentras antes otro camino para la
suma?
—Bueno… Pero, la verdad es que no estoy seguro de que pueda. Otra manera de sumar del
uno a diez…
—Vaya, ¿qué te pasa? No sabía que fueras tan cobarde. ¿Te rindes antes del combate?
—Vale, de acuerdo. Lo intentaré. Pero no sé si será a tiempo, antes de que la radio esté
arreglada. Yo también estoy bastante atareado.
—Está bien, está bien…
Como tenía por costumbre, el profesor acarició la cabeza de Root, y añadió:
—¡Ah, sí! Como es una promesa muy importante, la apuntaré antes de que se me olvide.
Arrancó una hoja de su cuaderno, escribió a lápiz los puntos esenciales y la sujetó con un
imperdible en un rinconcito que quedaba libre en la solapa de su chaqueta.
Sus ademanes eran precisos, de una habilidad sorprendente, en nada comparables a la torpeza
que demostraba en su vida cotidiana. Incluso se hubiera dicho que eran las manos de un experto.
La nueva anotación se integró inmediatamente entre todas las demás.
—Que termines los deberes antes de que empiece la retrasmisión de béisbol. Que mientras
comes, la radio esté apagada. Y que no molestes al profesor cuando trabaja. ¿De acuerdo? Es todo
cuanto te pido —le dije con claridad.
Y Root asintió como si estuviera harto.
—Lo sé, no hace falta que me lo repitas. Los Tigers van bien este año. Hasta el año pasado
fueron siempre colistas, dos temporadas seguidas, pero el equipo de este año es diferente. Han
ganado a los Giants al comienzo de la liga.
—¿De veras? ¿Los Tigers están en forma? —preguntó el profesor—. ¿Y cuál es ahora el
promedio en las carreras de lanzamiento de Enatsu?
Continuó sus preguntas mirando alternativamente hacia mí y hacia Root.
—¿Y a cuántos contrarios ha eliminado?
Después de un silencio, Root contestó:
—Enatsu fichó por otro equipo. Antes de que yo naciera… y además, está retirado.
Tras una exclamación de sorpresa, el profesor se quedó sin palabras y parado.
Era la primera vez que yo lo veía tan sorprendido y perturbado. Pese a que siempre se tomaba
con calma todo aquello que su memoria no conseguía abarcar, aquella vez era diferente. Se
encontraba en una situación sin salida, en la que no sabía cómo disimular lo sucedido. Viéndolo de
aquella manera, no pude ni tan sólo pensar en que Root lo estaría pasando también muy mal al
darse cuenta de la gravedad de lo que le había dicho al profesor.
—Pero… ganó muchos partidos con los Carps… incluso la liga… fue el mejor jugador del
campeonato —añadí yo con intención de calmarle aunque sólo fuera un poco; pero más bien
produjo el efecto contrario.
—¿Qué? ¿Has dicho los Carps de Hiroshima? ¡Qué barbaridad! No puede uno ni imaginarse a
Enatsu vistiendo otro uniforme que no fuera el de rayas verticales de los Tigers…
Apoyó los dos codos sobre el escritorio alborotándose los cabellos que acababa de arreglarse en
la peluquería. Cayeron pelitos cortos sobre el cuaderno de matemáticas. Ahora le tocaba a Root
tocar la cabeza del profesor. Root acariciaba aquel cabello desordenado como si quisiera expiar la
falta que había cometido.
Aquella noche, Root y yo caminamos en silencio hasta nuestro apartamento.
—¿Hoy también juegan los Tigers?
A pesar de mis preguntas, Root me contestaba con la cabeza y un total desinterés.
—¿Y contra quién juegan?
—Contra los Whales de Taiyo.
—¿Crees que van ganando?
—No lo sé.
La luz de la peluquería donde habíamos ido por la tarde estaba apagada, no había ni rastro de
gente por el parque, y tampoco podrían verse en la oscuridad las fórmulas escritas con la rama.
—No debería haber sido tan bocazas —dijo Root—. No sabía que al profesor le gustara tanto
Enatsu.
—Yo tampoco lo sabía —le contesté de una manera posiblemente inadecuada para consolarlo
—. No te preocupes. No pasa nada. Mañana todo volverá a ser como antes. Mañana Enatsu
volverá a ser la estrella de los Tigers para el profesor.
Igual de difícil que el problema que nos planteaba Enatsu eran los deberes que nos había puesto
el profesor.
En efecto, tal y como había vaticinado el profesor, el dueño de la tienda de aparatos eléctricos
adonde llevamos la radio se quedó perplejo diciendo que nunca antes había visto un modelo tan
antiguo, pero al final nos prometió que intentaría tenerlo listo en una semana. En cuanto a mí, todos
los días, al volver a casa después de la jornada de trabajo, pensaba en cómo encontrar un sistema
para «la suma de todos los números naturales del 1 al 10». En realidad era tarea de Root, pero
como enseguida él se dio por vencido, me vi obligada a ocuparme de ello. Creo que lo hice porque
me preocupaba lo ocurrido con Enatsu. No quería desilusionar más al profesor, y sobre todo, quería
complacerle. Para ello no había otra manera de aproximarse a él que no fuera a través de las
matemáticas.
Leí en voz alta la pregunta, tal y como el profesor pedía siempre a Root que lo hiciera.
—1 + 2 + 3 + … + 9 + 10 es igual a 55. 1 + 2 + 3 + … + 9 + 10 da 55. 1 + 2 + 3 + …
Pero no me fue de mucha ayuda. Sólo me hizo caer en la cuenta de lo simple que era la fórmula
en comparación con la opacidad de lo que yo estaba buscando.
Más tarde probé a escribir los números del 1 al 10 en hileras verticales y horizontales, a
separarlos en grupos pares e impares, números primos y no primos, e incluso utilicé cerillas y
fichas. También durante el trabajo, en cuanto tenía un hueco, intentaba encontrar una pista que
condujera a la solución, y no paraba de escribir números en el dorso de los folletos publicitarios.
En el caso de los números amigos, había infinidad de fórmulas de cálculo, y bastaba con
dedicarle tiempo para poder avanzar. Sin embargo, esta vez se trataba de algo distinto. Plantease el
problema de la manera en que lo plantease, la sensación que tenía era vaga e insegura, y acabé
finalmente por no saber ni qué quería hacer. Era como si estuviera girando en torno a una
incongruencia, como si poco a poco estuviera retrocediendo en mi propósito. En realidad, la mayor
parte del tiempo lo pasaba con la mirada puesta en el dorso de los folletos publicitarios.
A pesar de todo, no renuncié. Desde los tiempos en que me había quedado embarazada de Root
no había pensado tan a fondo en un problema.
Yo misma me extrañaba de ser capaz de esforzarme tanto en un juego para niños del que no
podía sacarse provecho alguno. Tenía siempre presente la figura del profesor, pero, poco a poco,
todo lo demás fue alejándose de mí y, a mi pesar, el reto del problema fue tomando un cariz cada
vez más serio. Cada mañana, al despertarme, la primera imagen que ocupaba mi campo de visión
era la fórmula «1 + 2 + 3 + … 9 + 10 = 55», y permanecía allí durante todo el día. Impregnaba mi
retina como si fuera una sombra, de manera que me era imposible ahuyentarla o ignorarla.
Al principio, aquello era simplemente una pesadez, pero fue convirtiéndose en una obsesión y,
al poco tiempo, por extraño que parezca, me consideré incluso encargada de una misión. Pocas
eran las personas que conocían el significado oculto de aquella fórmula. La mayoría concluirían su
vida sin tan sólo sospechar su existencia. Y en aquel momento, una asistenta del hogar, que debería
hallarse muy lejos de esa fórmula, estaba a punto de abrir esa puerta secreta gracias a una ironía del
destino. Sin darse cuenta, desde que había sido enviada por la Agencia de Trabajos Domésticos
Akebono a casa del profesor, había sido tocada por un rayo de luz que alguien había emitido y le
había sido asignada una misión especial.
—Oye, ¿no te parezco así igual que el profesor cuando «está pensando»?
Posé apoyando los dedos sobre la sien, con el lápiz entre el dedo corazón y el índice. Aquel día,
a pesar de haber emborronado todos los folletos publicitarios que habían llegado, seguía sin haber
dado con ningún resultado.
—¡Qué va! El profesor, cuando está resolviendo problemas de matemáticas, no habla a solas
como tú haces, ni se toca las puntas abiertas del pelo. Su cuerpo está allí pero es como si su corazón
estuviera muy lejos —me contestó Root—. Además, la dificultad del problema que estás intentando
resolver no tiene nada que ver con los de él.
—Eso ya lo sé yo. ¿Pero para quién crees que estoy haciendo este esfuerzo? ¡Me gustaría que
vinieras aquí conmigo y pensaras tú también, en lugar de leer sólo libros de béisbol!
—Yo sólo he vivido un tercio de lo que tú has vivido. Además, son ejercicios absurdos.
—Sacar las fracciones al momento, eso sí es un progreso, ¿no te parece? Y es gracias al
profesor, ¿no?
—Digamos que sí… —dijo Root mirando el reverso de la propaganda al tiempo que asentía
con la cabeza, dándose un aire serio.
—Vas por buen camino, ¿verdad?
—Qué manera más irresponsable de animar a alguien.
—Bueno, es mejor animarte que no hacerlo, ¿o no?
Y enseguida regresó a sus libros de béisbol.
Tiempo atrás, cuando me echaba a llorar por las injusticias de los empleadores conmigo (me
habían acusado sin motivo de robar, delante de mis propios ojos habían tirado al cubo de la basura
la comida que había preparado, me habían llamado inútil, etc.), Root, que aún era pequeño, me
consolaba:
—Tú eres guapa, mamá, así que no pasa nada… —me decía con un aire muy convencido. Para
él, aquélla era una frase de primera para consolarme.
—¿Ah, sí…? Conque mamá es guapa…
—Claro que sí. ¿No lo sabías? —fingía sorpresa, exagerando, y repetía—: Así que no te
preocupes, porque eres guapa.
A veces derramaba lágrimas de cocodrilo para que Root me consolara, aunque no estuviera tan
afligida como para llorar. Él fingía, y se dejaba engañar de buena gana.
—¿Sabes lo que se me ha ocurrido…? —dijo Root, de repente—. Que yendo del 1 al 10, sólo
el 10 queda como aparte.
—¿Por qué?
—Pues porque es el único que tiene dos cifras.
Tenía razón. Ya había intentado varias veces clasificar los números, sin embargo no había
recurrido al método de prestar atención a un solo número de características diferentes.
Al contemplar los diez números de nuevo, la diferencia del 10 destacaba hasta el punto que me
quedé decepcionada pensando en por qué no había sido capaz de darme cuenta de ello hasta aquel
momento. El 10 era el único número que no se podía escribir sin levantar la mano.
—Estaría bien que no tuviéramos el 10, porque así podríamos repartirlo justo por la mitad.
—¿Qué es eso de repartir por la mitad?
—No lo sabes porque no viniste a la clase con padres del último día. Era por cierto la de
educación física, que se me da bien. En esa clase, cuando el profesor da la orden de «¡Reuníos
hacia el centro de cada fila!», los que están en el medio de cada fila levantan la mano y los demás
se alinean tomando la mano como punto de referencia. Si la fila es de nueve personas, está bien,
porque el quinto es el medio, pero en el caso de que la fila sea de diez personas, entonces hay un
problema. Una sola persona más, y no es posible repartir por la mitad.
Dejé el 10 en un lugar separado, alineé los números del 1 al 9 y rodeé el 5 con un círculo.
Sin duda, el 5 estaba en el medio. Iba acompañado de cuatro números por delante y otros cuatro
por detrás. Estaba muy erguido, alzaba los brazos hacia el cielo orgullosamente y reivindicaba que
precisamente él era el legítimo punto de referencia.
En aquel momento, por primera vez desde que nací, experimenté un instante milagroso. En un
desierto cruelmente pisado se levantó una ráfaga de viento, y apareció una nueva senda, toda recta,
ante mis ojos. Al final de la senda había una luz brillante que me guiaba. Una luz que me daba
ganas de seguir la senda y de hundirme en ella por entero, empapándome todo el cuerpo.
Comprendí entonces que en aquel momento estaba recibiendo una bendición que lleva por nombre
«chispa».
La radio volvió de la tienda de electrodomésticos un viernes, el 24 de abril, día del partido
contra los Dragons. Los tres habíamos colocado el aparato en el centro de la mesa del comedor y
aguzábamos el oído. Cuando Root giró el botón, a través de las interferencias empezó a escucharse
la retransmisión del partido de béisbol. El sonido era tan poco concreto como si llegara a duras
penas después de un largo viaje, pero era una auténtica retransmisión de un partido de béisbol. Eran
efluvios del mundo exterior, que penetraban por primera vez en el pabellón desde que yo había
empezado a trabajar allí… Los tres lanzamos una exclamación de admiración.
—No sabía que se pudiera escuchar la retransmisión del béisbol con esta radio… —dijo el
profesor.
—Por supuesto que sí. Se puede escuchar con cualquier tipo de radio.
—Me la compró mi hermano mayor hace tiempo para que estudiara inglés con ella, y pensaba
que sólo se podían escuchar clases de inglés.
—Entonces, ¿no has disfrutado nunca por radio con un partido de los Tigers? —inquirió Root.
—Ejem… Pues más bien no. Además aquí no hay televisor, como veis… Y para ser sincero…
—confesó balbuceando el profesor—: nunca he visto un partido de béisbol.
—¡No me lo puedo creer! —se sorprendió Root en voz alta, sin reservas.
—Pero no quiero que me juzgues mal. Conozco perfectamente las reglas —añadió el profesor
como si quisiera justificarse, aunque no logró calmar el asombro de Root.
—Entonces, ¡no puedes ser un hincha de los Tigers!
—Sí que puedo. Puedo ser un auténtico hincha de los Tigers. En la universidad, voy a la
biblioteca durante el descanso para comer, y leo la sección de deportes de los periódicos. Pero no
sólo es por la lectura. No hay otro deporte que pueda expresarse con tanta variedad de números
como el béisbol. Analizo los porcentajes de bateos o de los lanzamientos de los jugadores de los
Tigers. Descubro las modificaciones al milésimo e imagino el desarrollo del partido en mi cabeza.
—¿Y lo pasas bien así?
—Pues claro que sí. A pesar de no tener radio, aún está grabado en mi cabeza con todo detalle
el partido en el que Enatsu, aún novato, debutó como profesional y ganó por primera vez contra los
Carps, eliminando a 10 bateadores; fue en 1967. O también otro partido en el que Enatsu logró un
no hit no run en la prórroga bateando él mismo su home run final; fue en 1973.
Entonces, el locutor de la radio anunció al primer lanzador de los Tigres: Kasai.
—Por cierto, ¿cuándo lanzará Enatsu de nuevo?
Cuando hizo esta pregunta, Root contestó con toda naturalidad sin turbarse ni pedirme ayuda.
—Según el turno, será un poco después.
Me sorprendió ver que Root era capaz de comportarse como una persona adulta. Habíamos
prometido mentir sólo en lo relativo al asunto de Enatsu. Me dolía mentir sobre lo que fuera. Y
mucho más al profesor. Al tiempo que yo pensaba estar atendiendo cuidadosamente su enfermedad,
me partía el corazón no estar segura de si el resultado sería realmente bueno para él.
Pero habría sido aún más insoportable volver a causarle un choc.
—Tú piensa que Enatsu está detrás, en el banquillo. Intenta imaginarte que está calentando en
el bullpen, ¿vale, mamá? —me dijo Root.
Como Root no había conocido a Enatsu en activo, fue a consultar libros en la biblioteca, y
consiguió toda la información que podía encontrarse sobre él. El resultado total era: 206 victorias,
158 derrotas, 193 juegos salvados y 2987 bateadores contrarios eliminados; su primer home run
desde que accedió a la liga profesional fue bateado en su segundo partido; y eso que tenía los dedos
cortos para un lanzador; el jugador llamado O, que era su contrincante, le había eliminado en
numerosas ocasiones, como bateador, y le había hecho muchos home runs; pero Enatsu nunca le
facilitó a su rival ningún hit by pitch; en 1968 estableció un nuevo récord mundial con 401
contrarios eliminados en una temporada; y en 1975 (el año en el que la memoria del profesor se
paralizó), al finalizar el campeonato, fue fichado por los Nankai Hawks.
Sin duda, Root, al compartir aunque sólo fuera un poco los recuerdos del profesor, deseaba
también percibir con nitidez la figura de Enatsu, más allá de las ovaciones que procedían de la
radio. Mientras yo luchaba con denuedo por resolver los ejercicios de cálculo que había puesto el
profesor, Root se esforzaba por solucionar a su manera el problema de Enatsu. Ojeando la
Enciclopedia ilustrada de jugadores célebres de béisbol profesional, que Root había sacado de la
biblioteca, me topé con un número que me dio que pensar. El dorsal de Enatsu era el 28. El
jugador, en cuanto dejó del Instituto de Osaka para entrar en el equipo de los Tigers, eligió el 28 de
entre los números que le propusieron: el 1, el 13 y el 28. Enatsu había llevado a la espalda pues un
número perfecto.
Aquel mismo día, después de la cena, presentamos la solución de los ejercicios puestos por el
profesor. Él estaba sentado a la mesa del comedor, y Root y yo nos pusimos de pie frente a él con
un bloc de dibujo y un rotulador, y de entrada, le saludamos inclinando la cabeza.
—Ejem, los deberes que nos puso eran: cuál es la suma de todos los números naturales del 1 al
10…
Root se puso más serio que nunca. Carraspeó una vez y escribió en el bloc de dibujo que yo
sujetaba, en un renglón horizontal, los números del 1 al 9, antes de escribir el 10 un poco apartado,
tal y como habíamos ensayado la noche anterior.
—Sabemos cuál es la solución. Es 55. La conseguí sumando todas las cifras, pero no te ha
convencido la respuesta.
Con los brazos cruzados, el profesor prestaba oídos muy atentamente, para no perder ni una
sola palabra.
—En primer lugar sólo tendremos en cuenta hasta el 9. De momento nos olvidaremos del 10.
La mitad, entre el 1 al 9 está en el 5. Es decir, el 5 es el… eh…
—El promedio —le soplé.
—Ah, sí. Es el promedio. Como en el colegio todavía no me han enseñado a encontrar el
promedio, mamá me lo ha explicado. Si sumamos los números del 1 al 9 y dividimos entre 9,
tenemos 5, y … 5 × 9 = 45, y ésta es la suma de las cifras de 1 a 9. Y ahora recordemos el 10, que
habíamos dejado de lado.
Root volvió a agarrar el rotulador y escribió la fórmula.
5 × 9 + 10 = 55
El profesor se quedó inmóvil durante un rato. Contemplaba la fórmula con los brazos cruzados,
sin pronunciar palabra.
Pensé que al fin y al cabo mi chispa había sido una ridiculez infantil. Sabía desde un principio
que, por mucho que me concentrase con toda mi alma, lo que podía sacar de mis pobres células
grises era poca cosa, y que era una osadía no exenta de orgullo el querer contentar de esta manera a
un matemático…
Entonces el profesor se levantó inesperadamente, y se puso a aplaudir. Era un aplauso tan
enérgico y afable que pensé que ni siquiera la persona que demostró el Teorema de Fermat habría
recibido un elogio como aquél. Resonó por todo el pabellón y su eco no cesó durante largo rato.
—¡Excelente! ¡Qué fórmula más hermosa! ¡Magnífico, Root!
El profesor abrazó a Root. Entre tanto abrazo, el cuerpo de Root estaba medio aplastado.
—¡Realmente magnífico! Es increíble que una fórmula como ésta salga de tu mano…
—Sí, ya lo he entendido, profesor, pero suéltame. Que no puedo respirar.
La americana del profesor tapaba la boca de Root, y la voz del muchacho, ensordecida, no
llegaba a oídos del profesor.
Por mucho que le llenara de alabanzas, parecía no bastarle. Quería absolutamente convencer al
chico flaco y pequeñajo de la coronilla plana que estaba ante sus ojos de lo hermosa que era la
fórmula que había inventado.
Junto a Root, que monopolizaba los elogios, yo murmuraba en mi corazón que en realidad
quien la había inventado no era él, sino yo. Y eso que hacía un rato había perdido toda confianza y
estaba dolida conmigo misma, pero a partir de aquel momento sucedió todo lo contrario: me sentía
tan orgullosa. Miré de nuevo el bloc de dibujo, y contemplé la línea que Root había escrito:
5 × 9 + 10 = 55
Incluso una persona que nunca había estudiado a fondo las matemáticas, como yo, sabía lo que
la fórmula ganaría en nobleza si se utilizaban signos:
Aunque sea yo quien lo diga, la presentación del resultado lució así con gran esplendor.
¿En qué radicaba la pureza de aquella solución que yo había finalmente encontrado, tras el caos
en el que me había extraviado? Era como si hubiera extraído un pedazo de diamante de una cueva
perdida en un páramo. Y nadie podía estropear ni negar la existencia de aquel diamante. Como el
profesor no me había felicitado a mí, sonreí disimuladamente para mis adentros, dándome todas las
alabanzas que no había recibido.
Por fin Root quedó libre. Igual que unos matemáticos que hubieran terminado su presentación
ante un congreso de lógica matemática, inclinamos la cabeza con dignidad y agradecimiento, para
corresponder al aplauso del profesor.
Aquel mismo día, los Tigers perdieron 2 a 3 contra los Dragons. Pese a que se habían
adelantado dos puntos con un tiro desde la tercera base, que bateó Wada, enseguida los Dragons
los alcanzaron con dos home runs consecutivos, que invirtieron la situación, todo lo cual les costó
el partido al final.
4
LO QUE MÁS AMABA EL PROFESOR en este mundo eran los números primos. Incluso yo sabía que
existían números llamados primos, pero nunca me había imaginado que podían convertirse en un
objeto de amor. Por muy extravagante que fuera el objeto, la manera en que el profesor los amaba
era perfectamente ortodoxa. Los trataba con cariño, se dedicaba a ellos desinteresadamente y con
gran respeto, a veces los acariciaba y a veces se arrodillaba ante ellos. Nunca se separaba de ellos.
De entre todo lo que a Root y a mí nos contó sobre las matemáticas en su estudio o en la mesa
del comedor, lo de los números primos fue probablemente lo que más salió a relucir. Al principio,
apenas fui capaz de entender el encanto que tienen los números, a primera vista tan testarudos, y
que sólo son divisibles por ellos mismos o por 1. A medida que la pasión y la franqueza del
profesor al hablar de números primos nos iban atrapando, poco a poco fue naciendo cierto
sentimiento de solidaridad entre nosotros. Los números primos empezaron a cobrar en mi interior
una presencia casi palpable. Aquellas imágenes eran diferentes cada vez y para cada uno de
nosotros, pero bastaba con que el profesor pronunciara las palabras «número primo» para que nos
miráramos con guiños de complicidad, como cuando imaginábamos un caramelo de leche, y se nos
llenaba la boca de un aroma dulzón.
El atardecer era para nosotros un momento importante. Por la mañana, el profesor y yo
solíamos encontrarnos como si fuera la primera vez, pero a lo largo del día su actitud algo tensa iba
atenuándose poco a poco, y cuando ya llegaba Root y llenaba la casa con su voz ingenua, se había
hecho casi de noche. Sin duda, por ello, en mi recuerdo, la silueta del profesor aparece siempre
recortada contra un sol de poniente.
Indefectiblemente, el profesor repetía una y otra vez lo mismo sobre los números primos. Pero
acordamos que nunca le diríamos «esto ya nos lo ha contado antes». Era una promesa tan
importante como la de mentirle sobre lo de Enatsu. Nos esforzábamos por prestar atención a lo que
nos contaba, aunque estuviéramos hartos de oírlo. Root y yo queríamos corresponder al esfuerzo
del profesor hacia nosotros, nosotros que éramos unos profanos en materia de cálculo, aunque él
nos tratase como si fuéramos unos matemáticos; y, sobre todo, no queríamos herirle. La confusión,
cualquiera que fuera la causa, le hacía sufrir. Si callábamos, el profesor no tendría por qué saber lo
que había perdido, y sería igual que si no hubiese perdido nada. Hacerlo de este modo, y no decirle
«esto ya lo sabíamos», fue un pacto al que llegamos, y que no nos costó cumplir.
Pero en realidad apenas hubo ninguna situación sobre las matemáticas que nos hartase.
Respecto a la historia de los números primos (la demostración de su infinitud, o la manera de crear
códigos utilizándolos, o los números primos grandes, o los números primos gemelos, o los números
gemelos o los números primos de Mersenne, etc.), una serie de pequeños cambios de estructura nos
llevaban a darnos cuenta de nuestros errores o a realizar nuevos descubrimientos. La mínima
inflexión del tiempo o de la voz parecía que cambiaba incluso el color de la luz que iluminaba a los
números primos.
Según lo que yo suponía, el encanto de los números primos consistía quizás en la imposibilidad
de explicar en qué orden aparecen. Cada uno se dispersa a su antojo, cumpliendo la condición de
no tener más divisores que 1 y sí mismo. Aunque no cabe duda de que cuanto más grandes son,
más difícil resulta encontrarlos, y es imposible predecir su aparición siguiendo ninguna regla; y esta
fantasía voluptuosa mantenía prisionero al profesor, que perseguía la belleza perfecta.
—Intentemos escribir los números primos hasta el 100.
El profesor escribió los números con el lápiz de Root, al lado de los deberes del colegio:
2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29, 31, 37, 41, 43, 47, 53, 59, 61, 67, 71, 73, 79, 83, 89, 97
Era siempre sorprendente para mí que los números salieran de entre sus dedos con tanta soltura
y en cualquier situación. Era realmente inexplicable que aquellos dedos temblorosos, indecisos y
viejos, incapaces de apretar ni siquiera el botón del microondas, pudieran manejar tan hábilmente
todos esos tipos diferentes de números.
Al mismo tiempo, a mí me gustaba la forma de los números que él escribía con un lápiz del 4B.
El 4 tenía una forma tan redonda que parecía el nudo de un lazo, y el 5 se inclinaba demasiado
hacia adelante y parecía a punto de tropezar. De ninguno podía decirse que estaba bien dibujado, y
sin embargo todos tenían su propia personalidad. El sentimiento de amistad por los números que el
profesor cultivaba desde que los conoció por primera vez se reflejaba en la forma de cada uno de
ellos.
—Veamos, ¿qué os parece?
Era su estilo empezar con una pregunta abstracta.
—No coinciden en nada —normalmente, contestaba primero Root—. Además, sólo el 2 es par.
No sé por qué, pero a Root se le daba bien encontrar cifras que se distinguían de las demás.
—Exactamente. Entre los números primos, el 2 es el único par. Es como el primer bateador con
el dorsal 1 de los números primos, el Lead Off Man, el que dirige a todos los demás números
primos, que son infinitos; lo hace él solo, adelantándose a todos ellos.
—¿Y no se sentirá solo?
—No, descuida. Si se siente solo se va al mundo de los números pares, abandonando por un
momento el de los primos, y allí encuentra a muchos compañeros. Así que no te preocupes…
—Por ejemplo, 17 y 19, o 41 y 43 son números impares consecutivos y a la vez primos —dije
animándome a competir con Root.
—Sí, muy buena observación. Son números primos gemelos.
Me preguntaba yo gracias a qué truco de magia algunas palabras ordinarias adquieren una
resonancia romántica en cuanto son utilizadas en matemáticas. En el número amigo, y también en el
número primo gemelo, se percibe precisión y a la vez una especie de timidez, como si se hubieran
escapado de un poema. La imagen aparece entonces de forma vívida, y en ella los números se
abrazan, o están de pie cogidos de la mano, vestidos de la misma forma.
—A medida que los números van siendo más altos, se hace más difícil encontrar otro número
primo, ya que hay mayor intervalo entre uno y otro. Aún no se sabe si hay números primos
gemelos hasta el infinito, igual que sí se sabe que existen infinitos números primos —dijo el
profesor mientras rodeaba los números primos gemelos con un círculo.
Otra cosa extraña de las lecciones del profesor era que él utilizaba sin ningún problema la frase
«no se sabe». No era una vergüenza el no saber, sino sólo una señal que podía llevar hacia una
nueva verdad. Para él, enseñar el hecho de que existe una posible verdad, que estuviera más allá,
una verdad intacta, era tan importante como enseñar un teorema ya demostrado.
—Como los números son infinitos, supongo que se pueden crear tantos números gemelos como
se quiera.
—Tienes razón. Supones bien. Pero al pasar del cien, como diez mil, un millón, diez millones,
se llega a una zona desértica donde ya no aparece ningún número primo, sabes…
—¿Desértica?
—Sí. Por mucho que avances, no verás ni la sombra de un número primo. Todo es un mar de
arena hasta donde alcanza la vista. El sol te abrasa despiadadamente, tienes una sed tremenda, no
ves bien y hasta vas perdiendo el conocimiento. Te acercas corriendo a un número pensando que es
un número primo, pero es un simple espejismo. Aunque alargas la mano, no agarras más que el aire
caliente. Sin embargo, avanzas un paso tras otro, sin desistir. Hasta que ves el oasis de los números
primos, rebosante de agua pura, más allá del horizonte…
El sol poniente se alargaba a nuestros pies. Root repasó con el lápiz el círculo que rodeaba los
números primos gemelos. Flotaba un vapor que salía de la olla de arroz, procedente de la cocina. El
profesor lanzó su mirada al otro lado de la ventana como si quisiera ver y escrutar un desierto, pero
allí no había más que un pequeño jardín, abandonado y olvidado de todos.
Lo que más aborrecía el profesor en este mundo era el gentío. Por eso no quería salir de casa.
Los lugares donde se aglomera la gente, estaciones de trenes, grandes almacenes, cines, centros
comerciales, le resultaban difíciles de soportar. El hecho de que diversos tipos de personas se unan
por pura casualidad y se arremolinen rebullendo sin ningún orden, y, por otro lado, la belleza que
requiere el sentido matemático, eran dos universos totalmente opuestos.
Él siempre aspiraba a la tranquilidad. Pero aquello no significaba necesariamente que no
hubiera ningún sonido. Por ejemplo, aunque Root corriera por el pasillo haciendo mucho ruido, o
pusiera la radio fuerte, eso no alteraba su calma. La tranquilidad que buscaba el profesor existía
dentro del corazón, adonde no llega el sonido del mundo exterior.
Después de haber resuelto los problemas de las revistas matemáticas, y haberlas pasado a
limpio, y mientras las revisaba antes de enviarlas por correo, el profesor, satisfecho con la solución
que les había dado, a menudo murmuraba:
—Ay, qué tranquilidad…
No era alegría ni libertad, sino calma lo que sentía al conseguir la solución correcta. Era la
calma propia del que tiene la certeza que cada cosa está en su lugar, sin tener que añadir ni quitar
una sola coma, y que las cosas van a quedarse así eternamente, como siempre había sido. Al
profesor le encantaba aquello.
Por tanto, estar tranquilo era el máximo elogio. A menudo, desde la mesa miraba cómo yo
preparaba la comida en la cocina, especialmente cuando elaboraba las empanadillas japonesas, y
me observaba con un aire de cierta sorpresa. Yo colocaba la masa de harina en la palma de la
mano, ponía el relleno, lo envolvía haciendo cuatro pliegues, y dejaba la empanadilla en el plato
junto a las demás. A pesar de que yo sólo repetía aquella operación tan sencilla, él no apartaba la
mirada, sin aburrirse, hasta que yo acababa con la última empanadilla. Él estaba tan serio —a veces
dejaba escapar algún suspiro de admiración— que el observarlo me producía una extraño
cosquilleo, y debía contenerme para no acabar riéndome.
—Venga, ya está listo.
Cuando levantaba el plato lleno de empanadillas formando hileras bien alineadas, el profesor,
cruzando las manos sobre la mesa, decía con una expresión de plenitud en su rostro y asintiendo
con la cabeza:
—Ay, qué tranquilidad.
Fue el 6 de mayo, después de la Semana Dorada, cuando supe por primera vez hasta qué punto
tenía miedo el profesor cuando se encontraba en una situación que no podía controlar a través de un
teorema, o cuando las cosas dejaban de ser tranquilas. Root se había hecho una herida con un
cuchillo de cocina.
Una mañana después del puente de cuatro días, de sábado a martes, cuando llegué al pabellón
vi que salía del lavabo mucha agua, que inundaba el pasillo. La verdad es que yo estaba nerviosa
pues había tenido que llamar a la compañía del agua y al fontanero. Además, el profesor se
mostraba más distante que de costumbre, quizá debido a las demasiadas horas de ausencia. Apenas
reaccionó cuando le indiqué la nota para que se fijara en mi identidad, y al atardecer aún
permanecía indiferente. Aunque le hubiera contagiado mis nervios, y esto hubiese sido la causa de
la herida de Root, el profesor no habría tenido, de todos modos, ninguna responsabilidad.
Al poco rato de llegar Root a casa, al darme cuenta de que no quedaba aceite, fui a hacer la
compra. Sinceramente, sentí una vaga inquietud por tener que dejar solos a Root y al profesor. Por
eso al salir le dije a Root en voz baja:
—No pasará nada, ¿verdad?
—¿Qué va a pasar? —me contestó Root secamente.
Yo misma no sabría explicar qué es lo que me intranquilizaba tanto. ¿Era un presentimiento?
No, no es eso. Me preocupaba más bien saber si el profesor podría ser responsable,
administrativamente por así decir, de alguien.
—No tardaré nada, pero estoy un poco preocupada porque es la primera vez que te quedas solo
en casa con el profesor…
—Descuida, no pasará nada.
Root, sin hacerme caso, se fue corriendo al estudio para que el profesor le mirara sus deberes.
Acabé las compras en unos veinte minutos, y en el momento de llegar a casa y abrir la puerta de
la entrada, noté que pasaba algo. El profesor, abrazado a Root, estaba sentado, desplomado sobre el
suelo de la cocina, emitiendo un sonido indistinguible, como un sollozo o un gemido.
—Root…, Root…, ay…, es espantoso…
El profesor estaba tan alterado que no podía hablar bien. Cuanto más quería explicarme qué
había pasado, más temblaban sus labios y le chorreaba el sudor por la frente, y no paraba de hacer
sonar los dientes. Aparté sus brazos, que apretaban el cuerpo de Root, y separé a ambos.
Root no estaba llorando. No hacía sino permanecer quieto, dócilmente, como si rezara para
calmar cuanto antes la excitación del profesor, como temiendo que yo lo regañara. La ropa de
ambos estaba manchada de sangre, y aunque pude ver la mano izquierda de Root sangrando, podía
adivinarse que no era una herida tan grave como para que el profesor estuviera afectado de aquella
manera. La sangre estaba medio coagulada, pero Root no se quejaba. Cogí su muñeca y le limpié la
herida con agua del grifo, y después le dije a Root que apretara la toalla contra la mano izquierda.
Mientras tanto, el profesor permanecía sentado, desplomado en el suelo, sin moverse, con los
brazos tiesos manteniendo aún la forma del abrazo a Root. Más que curar la herida, me pareció que
lo más urgente era hacer que el profesor recobrase el juicio.
—No ha pasado nada —le dije con voz lo más tranquila posible, poniendo la mano sobre la
espalda del profesor.
—¿Por qué le ha pasado una cosa tan horrible… a un niño tan guapo y tan listo…?
—Es sólo un pequeño corte. Los chicos se hacen daño constantemente.
—Ha sido culpa mía. Root no ha hecho nada malo. Él no quería molestarme… no decía nada…
ha aguantado él solo el dolor…
—No es culpa de nadie.
—No, no es cierto. Ha sido culpa mía. He intentado atajar la hemorragia. Créeme. Pero… no
paraba de sangrar… y Root se ha puesto pálido… temí que dejara de respirar de un momento a
otro…
El profesor se tapó con las manos la cara mojada por el sudor, los mocos y las lágrimas.
—No hay que preocuparse. Root está vivo. Mire, aquí lo tiene. Respira perfectamente.
Al decirle estas palabras, acaricié su espalda. Era una espalda inesperadamente ancha.
A pesar de las explicaciones incoherentes que me dieron, creí entender que Root, después de
acabar los deberes, se había cortado entre el pulgar y el índice con un cuchillo mientras intentaba
pelar una manzana para la merienda. El profesor insistió en que había sido él quien quería comer
una manzana. Y Root, por el contrario, decía que era él quien se iba a comer la fruta. En todo caso,
Root, después de intentar curarse él solo, buscó una tirita y al no encontrarla no supo qué hacer,
porque la herida no paraba de sangrar; y así lo encontró el profesor.
Por desgracia, las clínicas cercanas habían terminado su horario de consulta, y sólo fue posible
comunicarse con la clínica pediátrica que estaba al otro lado de la estación, donde me dijeron que
podían atenderle. A partir de aquel momento, el profesor, tras levantarse con la ayuda de mis manos
y enjugarse la cara, desplegó una actividad sorprendente. Le dije que la herida no estaba en los
pies, pero no me hizo caso y fue hasta la clínica llevando a Root a la espalda. Casi me preocupaba
más que la herida pudiera abrirse por el propio movimiento. No debía de ser nada fácil cargar con
un chico de primaria, por mucho que pesase sólo unos treinta kilos. Pero el profesor, tan ajeno en
principio al ejercicio físico, dio muestras de una energía inesperada. Él sostenía el cuerpo de Root
en la espalda, esa espalda que hasta hacía un momento yo había estado acariciando, y sujetaba
firmemente las piernas de Root, mientras corría con sus zapatos mohosos. Root se encasquetó la
gorra de los Tigers, la cabeza gacha, no porque le doliera la herida sino porque le daban vergüenza
las miradas de los transeúntes. Cuando llegamos a la clínica, el profesor golpeó la puerta cerrada
con gran ímpetu, como si transportara a un herido moribundo:
—¡Por favor! ¡Abran deprisa! El niño lo está pasando mal. ¡Ayúdenle, por favor!
La herida se cerró sólo con un par de puntos de sutura. El profesor y yo estábamos sentados en
un pasillo oscuro, y esperábamos a que terminara el examen para ver si estaba afectado el tendón.
Era una clínica antigua que me deprimía con sólo estar sentada allí. El techo era oscuro, las
zapatillas, mugrientas y pegajosas, y los carteles informativos en las paredes, como el anuncio de
cursos de alimentación para lactantes o de vacunación, estaban todos amarillentos. Sólo la luz de la
sala de radiografía nos alumbraba vagamente. Root estaba tardando mucho en salir de la consulta a
pesar de que era un mero examen de exploración.
—¿Conoces los números triangulares? —preguntó el profesor, señalando con el dedo el
triángulo que indica peligro de radiación, colocado en la puerta de la sala de radiografías.
—No —le contesté.
Aunque el hecho de haber vuelto a los números parecía calmar sus ánimos, me daba la
sensación de estaba todavía angustiado.
—Son números realmente elegantes.
Dibujó unos circulitos negros, poniéndolos en fila y formando un triángulo en el dorso de un
cuestionario que había cogido en recepción:
—¿Qué te parece?
—Bueno, a ver… es como si una persona metódica amontonara leña… o como si alineara
granos de soja negros…
—Bien, lo esencial es lo de la persona metódica. En la primera línea, hay uno; en la segunda
línea, dos; en la tercera, tres… Se crea así un triángulo con una sencillez que es insuperable.
Eché un vistazo al triángulo. Las manos del profesor estaban temblando ligeramente. Parecía
que los circulitos negros resaltaban en la penumbra.
—Y si contamos la cantidad de circulitos negros que incluyen los triángulos, obtenemos 1, 3, 6,
10, 15, 21. Si lo representamos con una fórmula, sería:
1
1+2=3
1+2+3=6
1 + 2 + 3 + 4 = 10
1 + 2 + 3 + 4 + 5 = 15
1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6 = 21
»Es decir, los números triangulares expresan la suma de los números naturales desde el 1 hasta
cierto número, lo quieran ellos mismos o no. Y si juntamos dos triángulos iguales, la cosa va más
allá. Como me cansa dibujar tantos circulitos negros, ¿por qué no lo intentamos con el cuarto
número triangular 10?
Aunque no hacía frío, el temblor de las manos era cada vez más intenso, y los circulitos negros,
ligeramente deformes. Él intentaba con todas sus fuerzas concentrarse en la punta del lápiz. Las
notas de la americana estaban manchadas de sangre y eran casi indescifrables.
—¿De acuerdo? Míralo bien. Al juntar los dos triángulos como la cuarta figura, se ha formado
un rectángulo con cuatro circulitos verticales y cinco circulitos horizontales. La cantidad de los
circulitos negros que están dentro de este rectángulo en total es de 4 × 5 = 20. ¿Me explico? Y al
dividirlo por la mitad sería, 20 ÷ 10, es decir, son la suma de los números naturales del 1 al 4. O
bien, si nos fijamos en cada línea del rectángulo, sería:
»Así, puede encontrarse enseguida tanto el décimo número triangular, que es la suma de los
números naturales del 1 al 10, como el que ocupa la posición número cien de los números
triangulares.
»En el caso del 1 al 10:
(10 × 11) ÷ 2 = 55
»En el caso del 1 al 100:
El día de la paga, uno de mayo, compré tres entradas para el partido de los Hanshin Tigers.
Eran para el 2 de junio, el partido contra los Hiroshima Carps. Sólo un par de veces al año venían
los Tigers de gira a nuestra ciudad, así que no tendríamos otra ocasión de verlos si dejábamos pasar
aquel día.
Nunca había llevado a Root a un partido de béisbol. Ahora que lo pienso, fue una vez al zoo
con su abuela, y no había entrado ni en un museo ni en un cine. Desde que él nació sólo me había
preocupado de ahorrar dinero, y se me había olvidado disfrutar con mi hijo.
En cuanto descubrí aquellos cromos de béisbol metidos en la caja de galletas, se me ocurrió que
merecería la pena invitar a ver un partido de béisbol, un día al menos, a un anciano enfermo que se
pasa todo el día metido en su mundo de números, y a un niño que lo único que había hecho era
esperar cada noche a que llegara su madre del trabajo.
Sinceramente, comprar tres entradas en tribuna fue un buen sacrificio para mí. Y como
coincidió con los gastos médicos para curar la herida, aún más. Pero el dinero podía recuperarse
después, y en cambio probablemente no habría muchas oportunidades para que un anciano y un
niño disfrutaran juntos de un partido de béisbol. Y sobre todo, si podía darle al profesor la ocasión
de ver los uniformes de rayas verticales sudados, o una pelota de home run ovacionada que sólo
podía imaginar en el mundo de los cromos, o la tierra del montículo arañada por los tacos de las
botas, sería toda una bendición que iría más allá del deber de una asistenta. Aunque allí no estuviera
Enatsu.
Aunque viniera de mí, pensé que era una idea estupenda. Sin embargo, Root mostró
bruscamente una reacción contraria a la prevista.
—Puede que diga que no quiere ir… —murmuró Root—. Al profesor no le gustan los lugares
ruidosos, ya lo sabes.
No andaba muy equivocado. Si me había costado tanto llevarlo a la peluquería, un estadio de
béisbol no sería un buen lugar para esa tranquilidad que el profesor tanto amaba.
—Además, ¿cómo vas a hacerlo? El profesor no puede prepararse psicológicamente, ¿lo sabes,
no?
Él siempre mostraba una perspicacia asombrosa en todo lo tocante al profesor.
—Prepararse psicológicamente, dices…
—Para el profesor, cualquier cosa sucede de repente. No puede hacer planes con antelación.
Cada día tiene que concentrarse mucho más que nosotros. Si de repente se produce un
acontecimiento tan grande como ése, se puede morir de un shock.
—¡No exageres! Ah, mira: ¿qué te parece si le colgamos la entrada en la americana?
—Creo que no servirá de nada —cabeceó Root—. ¿Has visto alguna vez que las notas le sirvan
para algo, mamá?
—Pues sí… Parece que cada mañana me identifica con la caricatura que tiene sujeta en la
bocamanga.
—¡Con una caricatura tan infantil como ésa, no podría distinguir siquiera entre tú y yo!
—Es un genio de las matemáticas, pero es cierto que el dibujo no es lo suyo…
—Cuando veo cómo escribe esas notas con un lápiz desgastado y se las pega en el cuerpo,
siempre me entran ganas de llorar.
—¿Por qué?
—Porque parece triste —dijo Root, poniendo a propósito un tono enfurruñado.
Asentí con la cabeza sin poder objetar nada.
—Además, hay otro problema —dijo, cambiando de voz, y levantó el dedo índice—. Ningún
jugador de los Tigers de la época que conoce el profesor juega todavía. Todos se han retirado ya…
Tenía toda razón del mundo. Si no jugaba ni un jugador de la época en la que coleccionaba
cromos de béisbol, se sentiría confuso y decepcionado. El diseño del uniforme no era como el de
antes. El estadio no es silencioso como un teorema matemático. Hay borrachos y también se
abuchea. Es cierto, Root tenía razón en todo lo que le preocupaba.
—Vale, de acuerdo. Te entiendo. Pero he comprado tres entradas. Y no sólo una para el
profesor, aquí también tengo una para ti, Root. Así que por ahora dejemos de lado si el profesor irá
o no, y dime cómo te sientes. ¿No quieres ver el partido de los Tigers?
No sé si fue por vanidad, pero se movió despacio, con la cabeza agachada un rato, pero
enseguida empezó a saltar excitado a mi alrededor sin poder contener la alegría.
—¡Claro que quiero ir! Pase lo que pase, quiero verlo. Claro que iré sin falta.
Siguió saltando durante mucho tiempo, al final me echó los brazos al cuello y me dijo:
—Gracias, mamá.
El mismo día del partido, el 2 de junio, hacía bastante buen tiempo, cosa que nos había
preocupado bastante. Salimos de casa en el autobús de las cuatro cincuenta.
Aún faltaba bastante para el atardecer, por lo que en el cielo había abundante luz. En el autobús
se veían algunas personas que parecían ir también al estadio como nosotros.
Root cogió un megáfono que le había dejado un amigo suyo, llevaba puesta una gorra de los
Tigers, y me preguntaba cada diez minutos si yo tenía las entradas. Yo llevaba en una mano una
cesta con bocadillos y en la otra un termo de té. Sin embargo, como me decía tantas veces lo de las
entradas, no tenía más remedio que comprobarlo metiendo la mano en el bolsillo de la falda una y
otra vez.
El profesor iba vestido como siempre. Su americana llena de notas, los zapatos de cuero
mohosos, un lápiz en el bolsillo pechero. Hasta que el autobús paró delante del parque deportivo
donde está el estadio, permaneció agarrado a los reposabrazos, tenso, igual que había estado en la
peluquería.
Cuando le hablé del partido de béisbol al profesor quedaban justo 80 minutos para la hora del
autobús; eran las tres y media. Root ya había vuelto de la escuela, por lo que abordamos el tema
con toda naturalidad. Al principio parecía no entender muy bien lo que le estábamos diciendo.
Parece mentira, pero el profesor no sabía que los partidos de béisbol profesional tenían lugar en
diversas localidades del país, y que cualquier persona que quisiera, comprando una entrada, podía
asistir a ellos en directo. Pensándolo bien, quizá fuera lógico, pues se había enterado hacía muy
poco de que podían escucharse las retransmisiones de béisbol en la radio. Para él, el béisbol sólo
existía en los resultados publicados en la sección deportiva de los diarios y en los cromos.
—¿Dices que vaya yo a ese sitio? —dijo el profesor, pensativo.
—No le estoy mandando que vaya. Sólo le estoy preguntando si quiere venir con nosotros.
—Hummm. Al estadio de béisbol… cogiendo el autobús…
Se le daba tan bien lo de elucubrar, que parecía ser capaz de seguir así, si se le dejaba, sin
ningún problema incluso hasta el final del partido.
—¿Y podré ver a Enatsu?
Me acobardé durante un instante, pues había puesto el dedo en la llaga; sin embargo, Root le
contestó tal y como habíamos quedado:
—Es una pena, pero como Enatsu salió anteayer en el estadio de Koshien contra los Giants
como primer lanzador, hoy no estará en el banquillo. Lo siento.
—No hace falta que te excuses. Sí, la verdad es que es una pena. ¿Y ganó Enatsu?
—Sí, ganó. La séptima victoria de la temporada.
En 1992, el que llevaba el dorsal número 28 era el lanzador Yoshihiro Nakada, pero como se
había lesionado en el hombro, no se le veía apenas lanzar. Era difícil saber si era una suerte o no
para nosotros el hecho de que no saliera un jugador con el número 28. Si Nakada no era lanzador,
al profesor podía extrañarle, pero si se quedaba ensayando lanzamientos, lejos, en el bullpen, podría
engañar la mirada de una persona anciana. Como el profesor nunca había visto a Enatsu en acción,
tampoco sabía cuál era su forma de lanzar. Pero si Nakada salía al montículo de lanzamiento, no
habría podido engañarlo y aquello le produciría un gran shock. Nakada era diestro, al contrario que
Enatsu. Entonces, quizá fuera mejor desde el principio que no saliera ningún dorsal 28.
—Venga, vamos. Lo pasaremos mejor contigo.
Estas palabras de Root resultaron decisivas, y finalmente el profesor aceptó salir a la calle.
Al bajar del autobús, pasó de agarrar el reposabrazos del asiento a asir la mano de Root.
Apenas se dijeron nada mientras caminábamos por el parque deportivo hasta el estadio, ni tampoco
cuando nos metimos por el túnel de hormigón, empujados por el gentío. El profesor, debido a la
sorpresa de ser traído a un lugar tan alejado de su vida cotidiana, y Root por la excitación de asistir
al partido de los Tigers con el que tanto había soñado durante años. Los dos no hacían más que
mirar alrededor como si se hubieran olvidado de las palabras.
—¿Está bien? —le preguntaba yo al profesor de vez en cuando, y él asentía con la cabeza,
callado, y volvía a agarrar firmemente la mano de Root.
Al terminar de subir la escalera que llevaba a la tribuna especial de la tercera base, los tres
soltamos una exclamación al unísono. Inesperadamente, al fondo del campo visual que se abría ante
nosotros se veía la tierra blanda y negra, las bases que aún no tenían ninguna pisada, la línea blanca
que se prolongaba derecha, y una extensión de césped escrupulosamente cuidado. El cielo, que
empezaba a oscurecerse ligeramente, estaba tan cerca que casi podía tocarse con la mano.
Entonces, como si hubieran estado esperando nuestra llegada, se encendió el alumbrado. El estadio
bañado por los rayos de luz de los focos era como una nave espacial que aterrizara volando desde
el cielo.
No sé si el profesor disfrutó del partido entre los Hiroshima Carps y los Hanshin Tigers del 2 de
junio. Años más tarde, cuando Root y yo hemos hablado de vez en cuando sobre aquel día tan
especial, nunca hemos podido estar muy seguros de si le gustó de veras el béisbol en vivo y en
directo. Muchas veces me he arrepentido un poco, como si hubiera cansado en exceso a un
enfermo bondadoso con aquella idea tomada un tanto a la ligera.
Algunas de aquellas sencillas escenas que compartimos los tres no sólo no se han decolorado
con el tiempo, sino que han ido emergiendo con más viveza y han reconfortado nuestros
sentimientos. Los asientos incómodos con los respaldos agrietados, el hombre que estuvo gritando
constantemente «Kameyama» mientras se agarraba a la alambrada, el sándwich de huevo duro con
demasiada mostaza, la luz del avión que atravesó justo encima del estadio como una estrella
fugaz… Recordábamos con añoranza todas aquellas cosas sin cansarnos. Cuando hablábamos del
día en que fuimos al estadio, podíamos sentir la presencia del profesor a nuestro lado.
Entre los recuerdos de ese día, el que más nos gustaba era el episodio en que el profesor se
encaprichó de la chica que vendía refrescos. Al acabar la segunda entrada, Root se comió deprisa el
sándwich y empezó a decir que quería tomar un refresco. Intenté parar a una vendedora para
comprarle uno, pero el profesor detuvo mi mano y sólo dijo «No». Aunque le pregunté «¿Por qué
no?», se quedó callado sin contestarme. En cuanto intenté parar a otra vendedora que pasaba cerca,
el profesor volvió a pronunciar «No». Como su tono era tan serio, entendí que no quería que Root
bebiera un refresco porque no era bueno para la salud de los niños.
—Aguanta con el té que hemos traído de casa.
—No me gusta. Es amargo.
—Entonces, voy a comprar leche al bar.
—Ni que fuera un bebé. Y además, no es posible que vendan leche en un estadio. Beber
refrescos en un vaso grande de papel es una tradición en los estadios.
Parecía que Root tenía sus propias ideas al respecto. Y como no había nada que hacer, le
pregunté:
—¿Podría dejarle aunque fuera sólo un vaso?
El profesor, sin cambiar su rostro, muy serio, murmuró acercando su cara a mi oído.
—Si queréis comprar un refresco, comprádselo a aquella señorita de allí.
La que señaló el profesor era una vendedora que iba subiendo el pasillo del otro lado.
—¿Por qué? ¿Da lo mismo quién sea, no?
Por muchas veces que se lo preguntara, no me aclaraba el motivo; sin embargo, después de que
Root lo acosara porque no podía más de sed, finalmente confesó:
—Porque aquella señorita es la más hermosa.
Su sentido estético era acertado. Mirando a mi alrededor, ella era la más guapa y tenía la cara
más agradable.
Por culpa de esto, más distraídos por lo que ocurría en la tribuna que por lo que pasaba en el
campo de juego, y muy pendientes de que no se nos escapara el momento en que fuera a acercarse
a nosotros, no pudimos concentrar toda nuestra atención en la jugada en la que los Tigers sumaron
un punto más tras los cuatro hits en ataque de la tercera entrada.
Cuando al final llegó su vendedora favorita, justo debajo del pasillo, el profesor levantó la mano
con brío y dijo «¡Sí, por favor!», y le compró el refresco a Root. Aunque le temblaba la mano con
la que le dio las monedas, y aunque su cuerpo estaba envuelto en notas, a ella no se le ensombreció
el rostro. Root, en cambio, se quejaba de por qué tardaba tanto en comprar un vaso de refresco. Sin
embargo, como cada vez que ella pasaba cerca el profesor le compraba palomitas, helados y un
segundo vaso de refresco, recuperó el buen humor.
A pesar de mostrarnos aquella faceta inesperada, el profesor seguía siendo un matemático. Lo
primero que dijo al ver el estadio fue:
—El diamante interior es un cuadrado perfecto de 27,43 metros de lado.
Al darse cuenta de que el número de su asiento era 7-14 y el de Root era 7-15, empezó a hablar
sobre los dos números, olvidándose de sentarse:
—El 714 es el número del récord de home runs que estableció Babe Ruth en 1935. El 8 de
abril de 1974, Hank Aaron bateó su 715 o home run al lanzador Al Downing de los Dodgers. El
producto de 714 por 715 equivale a la multiplicación de los primeros siete números primos.
714 × 715 = 2 × 3 × 5 × 7 × 11 × 13 × 17 = 510510
»O bien, la suma de los factores primos de 714 es igual a la suma de los factores primos de 715.
714 = 2 × 3 × 7 × 17
715 = 5 × 11 × 13
2 + 3 + 7 + 17 = 5 + 11 + 13 = 29
»Hay muy pocos pares consecutivos de números enteros que tengan esta propiedad. Sólo
existen 26 pares por debajo de 20000. Es la pareja Ruth-Aaron. Igual que con los números primos,
cuanto más altos son los números, menos hay. Por cierto, el más pequeño es el 5 y el 6, sabes…
Demostrar si existen infinitamente o no es bastante complicado. Pero lo más importante es que yo
me siento en el asiento 7-14 y tú te sientas el 7-15. Jamás podrá ser al revés. Son los nuevos
quienes baten el récord antiguo. Es razonable que sea así. ¿No te parece?
—Sí, vale, de acuerdo. Mira, allí está Shinjo.
Root, que normalmente le prestaba mucha atención, en aquel momento estaba en otra cosa, y
no parecía importarle mucho su número de asiento.
Finalmente, el profesor, como siempre, sacó a relucir los números cada vez que se le ocurría
algo, durante todo el partido. Eso quería decir que estaba muy nervioso. Como no quería dejarse
agobiar por el jaleo circundante, aumentaba poco a poco el tono de su voz, y evidentemente eso
hacía que se nos notara entre todos los fans de los Tigers que nos rodeaban. Cuando se anunció que
iba a lanzar Nakagomi como primer lanzador, y mientras éste se dirigía al montículo entre
ovaciones, declaró:
—La altura del montículo es de 10 pulgadas, es decir, 25,4 centímetros. Desde el montículo en
dirección hacia el home desciende una pulgada por cada uno de los seis pies.
Al darse cuenta de que los siete primeros bateadores del Hiroshima Carps eran zurdos, dijo:
—La probabilidad de un lanzador zurdo contra un bateador zurdo es de 0,2568, y la de uno
diestro contra otro diestro es de 0,2649.
Cuando todos chasquearon la lengua tras el robo de base que logró Nishida, de los Hiroshima
Carps, dijo:
—Desde el momento en el que el lanzador comienza el gesto de lanzar hasta que suelta la
pelota pasan 0,8 segundos. Hasta que la pelota llega al guante del receptor, como en este caso ha
sido un lanzamiento curvado, pasan 0,6 segundos. Entonces esto da 1,4 segundos. La distancia por
la que atraviesa el corredor, deduciendo la de la parte que saca de ventaja, es de 24 metros. El
corredor corre 50 metros… para llegar a la segunda base, por lo que el tiempo que le queda al
receptor para intentar un throw out es de 1,9 segundos.
Y así sucesivamente.
El único consuelo era que la gente que estaba sentada a nuestra izquierda se mantuvo bastante
flemática desde el comienzo hasta el fin, y el vecino de la derecha creó hasta un ambiente amistoso,
pues lo jaleaba en los momentos más oportunos.
—Es usted muchísimo más experimentado que algún comentarista, ¿eh?
—Podría ser un anotador perfecto.
—Ya puestos, ¿podría calcular el número mágico de la victoria para los Hanshin Tigers este
año?
No parecía enterarse de todos los cálculos del profesor, pero prestaba oídos a sus comentarios
cuando no le daba por abuchear a los jugadores del Hiroshima Carps. Gracias a esto,
probablemente pudo dar la impresión en nuestro entorno de que los cálculos del profesor no eran
un mero delirio y se ajustaban a alguna teoría determinada. Además aquel hombre compartió con
nosotros su bolsa de cacahuetes con cáscara.
En el partido, en el ataque de la primera entrada, los Tigers sacaron un punto de ventaja con dos
hits, uno de Wada, tras otro de Kuji, y luego en la segunda entrada sumaron cuatro puntos más con
cinco hits. Cuando empezó a refrescar, mientras le puse la cazadora a Root, le coloqué una manta
de viaje al profesor sobre las rodillas, y me limpié las manos con una toallita, fueron cayendo más y
más puntos sin que me diera ni cuenta, y aquello me dejó estupefacta. Root hacía sonar el
megáfono con gran alborozo, y el profesor daba palmadas torpemente sin soltar el sándwich que
tenía en la mano.
El profesor estaba cautivado por el juego. A cada movimiento de pelota mostraba alguna
reacción admirativa, parecía convencido o bien fruncía el entrecejo. A veces, echaba un vistazo a la
comida de la gente que teníamos sentada delante, o levantaba los ojos hacia la luna, que estaba
detrás de la copa de un chopo.
Llamaban más la atención los fans de los Hanshin Tigers, en la tribuna cercana a la tercera
base, que los del Hiroshima Carps. El color amarillo de los Tigers ocupaba más superficie, y sus
hinchas se mostraban más animados. De todos modos, los Hiroshima Carps dependían del lanzador
Nakagomi, que no les daba ninguna oportunidad, y eso hacía que no podían animarse aunque
quisieran.
Sólo el lanzamiento de un strike de Nagakomi logró levantar una salva de gritos de alegría.
Cuando ganaban puntos, resonaban las ovaciones que envolvían al estadio convirtiéndose en un
remolino. Era la primera vez que veía a tanta gente regocijarse a la vez. Incluso el profesor, que casi
nunca había mostrado más que dos expresiones —la de meditar o la de estar enfadado por haber
sido molestado mientras meditaba—, parecía exultante. Aunque era discreto en el modo de
expresarlo, era sin duda un miembro más en todo aquel remolino de alegría.
Pero quien se regocijaba allí de la manera más original era el hincha de Kameyama que estaba
agarrado a la alambrada. Era un jovencito de unos veinte años y que llevaba el uniforme de
Kameyama encima de su mono de trabajo, con una radio portátil colgada del cinturón, y que no
quiso aflojar sus diez dedos enredados a la alambrada ni un instante. Durante las entradas de ataque
de los Hiroshima Carps, miraba a Kameyama que estaba de exterior izquierdo, y se excitaba con su
aparición en el círculo de espera, gritando el nombre de Kameyama durante todo el tiempo que
estaba en el rectángulo de los bateadores. Cambiaba el registro de voz, a veces con tono de ánimo,
a veces de súplica, y apretaba su cara a la red de alambre sin preocuparse porque le dejara marcas
en la frente, como si quisiera acercarse a él aunque fuera un milímetro más. Nunca abucheaba a los
contrincantes, ni se quejaba ni suspiraba aunque Kameyama fuese eliminado. La única palabra que
emitía aquel chico no era otra que «Kameyama». Ponía toda el alma en aquella palabra.
Por eso, cuando Kameyama bateó un timely hit, toda la gente se preocupó pues se había
emocionado tanto que pareció desmayarse, hasta el punto de que alguien que estaba sentado detrás
de él intentó instintivamente sostenerle la espalda. La pelota atravesó las bases vigorosamente, se
fue deslizando sobre el césped, el exterior ya no era más que una sombra negra y pequeña, y sólo la
pelota bateada por Kameyama lucía como bendecida por la luz de los focos. El hombre hacía
resonar su grito todo lo que podía aguantar su respiración, y aún seguía dejando salir una especie de
sollozo, aunque sus pulmones se hubieran quedado vacíos, y se desgreñaba el cabello y se retorcía.
Ya estaba Paciorek en el rectángulo de los bateadores desde hacía mucho rato y él seguía en su
éxtasis. Comparada con él, la manera de animar del profesor era mucho más seria.
El profesor no parecía muy preocupado por no encontrar a ningún jugador de los cromos que
había coleccionado. Estaba tan ocupado pensando en cómo relacionar sus conocimientos sobre las
anotaciones o las reglas del béisbol que había ido acumulando durante el encuentro, que no podía
pensar en los nombres de los jugadores.
—¿Qué llevan dentro de esa bolsa pequeña?
—Es la bolsa de resina. Resina de pino. Se utiliza para que no resbalen las manos.
—¿Por qué el receptor corre siempre hacia la primera base?
—Es por precaución. Para poder recuperarla aunque se le escape la pelota.
—Parece que se ha colado algún fan en el banquillo…
—No. Creo que es el intérprete de los jugadores extranjeros.
El profesor preguntaba a Root todo aquello que no entendía. Si bien era capaz de explicar la
energía cinética que tiene la pelota a 150 km por hora y la relación entre la temperatura de la pelota
y la distancia recorrida, no sabía lo que era la bolsa de resina. El profesor contaba con Root, aunque
ya no lo tuviera agarrado por la mano. Habló de números, hacía preguntas a Root, compró
refrescos a una hermosa muchacha y comió cacahuetes. Entretanto, contemplaba a veces hacia la
zona de calentamiento. El dorsal 28 no estaba, en efecto.
El partido se desarrollaba con rapidez, ganaban los Hanshin Tigers 6 a 0. A medida que se
sucedían las entradas, la atención se centraba en los lanzamientos de Nakagomi. Al terminar la
octava entrada, Nakagomi aún no había dejado hacer ningún hit a nadie.
Pese a que íbamos ganando, el aire sofocante fue adueñándose de la tribuna de la tercera base.
Tras acabar el ataque, al empezar la entrada de defensa, se escuchaban aquí y allí unos suspiros de
los que se sueltan cuando se arrostra una situación insoportable. Si los Hanshin Tigers hubieran
anotado puntos constantemente, habríamos podido estar más tranquilos. Sin embargo, a partir de la
tercera entrada, en que marcaron 6 puntos, no habían anotado ni uno más, por lo que habíamos
caído en una situación en la que no teníamos más remedio que concentrarnos en la defensa.
En la defensa de la novena entrada, alguien no pudo aguantarse y dejó escapar un gemido
dirigido a la espalda de Nakagome, que salía del banquillo e iba caminando hacia el montículo:
—Tres más…
Poco a poco se extendió el murmullo entre los espectadores, que no querían oír tal cosa. Quien
respondió a aquel murmullo fue el profesor:
—La probabilidad de que consiga el no hit no run es del 0,18%.
Los Hiroshima Carps enviaron a un suplente como primer bateador. Era un jugador que no me
sonaba en absoluto, pero nadie se fijaba en el bateador. Nakagome lanzó la primera pelota.
Desde el bate que acababa de golpearla se alzó la pelota hasta el cielo nocturno describiendo
una elegante trayectoria parabólica. Era una trayectoria como las dibujadas en los viejos cuadernos
del profesor. La pelota era más blanca que la luna, más hermosa que las estrellas, flotando en la
cima de la bóveda azul ultramarino. Todos miraban hacia arriba aquel punto, extasiados.
En el momento en que empezó a caer la pelota, me di cuenta de que no era una pelota elegante
en absoluto. Cobraba más y más velocidad, sin que pudiera detenerse, desprendía el calor de algo
que procede del espacio tras un largo viaje.
Alguien dio un alarido.
—¡Cuidado! —dijo el profesor junto a mi oído.
La pelota rozó la rodilla de Root, tocó el hormigón que estaba a sus pies, y fue dando botes a
sus espaldas.
El profesor había cubierto a Root con su cuerpo. Extendió el cuello y los brazos al máximo, y
envolvió a Root, con total decisión, para que nada hiciera daño a un niño tan frágil.
Mientras seguía allí la pelota, los dos permanecieron inmóviles. Aunque Root, en realidad, no
tuvo más remedio que quedarse en aquella postura, pues el profesor no se retiraba.
—Atención, por favor: tengan mucho cuidado con la pelota fallida —se anunció por
megafonía.
—Creo que ya no pasa nada… —le dije.
Las cáscaras de los cacahuetes que se habían caído de la mano del profesor estaban dispersas
por allí.
—La pelota dura pesa 141,7 gramos… En caso de caer desde una altura de 15 metros… una
pelota de hierro que pesara 12,1 kilogramos… el impacto se vuelve 85,39 veces más…
Se oía la voz lejana del profesor. Las cifras 714 y 715 estaban grabadas en el respaldo de sus
respectivos asientos. Igual que el profesor y yo estamos conectados a través del 220 y 284, ellos
también estaban ligados a través de unos números que comparten un secreto especial. Era un
vínculo que nadie podría disolver.
De repente se produjo un revuelo entre los espectadores. Vi que la segunda pelota de
Nakagome iba directa al exterior derecho. La pelota estaba rodando sobre el césped.
—¡Kameyama! —volvió a gritar el hombre de la alambrada.
6
ERAN CERCA DE LAS DIEZ DE LA NOCHE cuando llegamos al pabellón. Aún no nos habíamos
calmado de la excitación, y sin embargo Root contenía un bostezo. Aunque había pensado volver
al apartamento en cuanto acompañáramos al profesor, como éste estaba mucho más cansado de lo
previsto, decidimos quedarnos hasta que se metiera en la cama. Parece que se había agotado en el
autobús, lleno de la gente que volvía del estadio. Cada vez que el autobús traqueteaba, la
muchedumbre le daba empujones, y él se ponía nervioso por si alguien le movía las notas.
—Ya llegamos —le animaba yo, repetidamente, pero mi voz no parecía llegarle a sus oídos.
Durante el rato que pasó en el autobús, retorcía su cuerpo de una forma extraña para evitar en lo
posible todo contacto con los otros pasajeros.
Quizá no fuera sólo por el cansancio, y siempre lo hiciese así, pero el profesor fue quitándose y
tirando al suelo sucesivamente todo cuanto llevaba puesto: los calcetines, la americana, la corbata,
los pantalones, y al final se quedó en paños menores y se metió en la cama sin lavarse los dientes.
Quise pensar que se los había cepillado rápidamente sin que nadie se diera cuenta, cuando entró al
lavabo un momento antes.
—Muchas gracias por lo de hoy —dijo el profesor antes de cerrar los ojos—. Lo he pasado
muy bien gracias a vosotros. Pero un no hit no run no es eso…
Root se puso de rodillas en la cabecera y le arregló la cama.
—Enatsu también hizo un no hit no run. Además en una prórroga. Fue el 30 de agosto de
1973, el año en el que se jugó la victoria con los Giants en el último partido. En el ataque de la
undécima entrada de la prórroga del partido con los Chunichi Dragons, se logró el 1 a 0 con el
game-ending home run que bateó el propio Enatsu. Es decir, Enatsu se encargó tanto del ataque
como de la defensa… Pero al final hoy Enatsu no ha lanzado…
—Bueno, la próxima vez compraré los billetes después de comprobar bien la rotación.
—De todos modos, está bien que hayan ganado, ¿no? —intervine yo.
—Tienes razón. 6 a 1. Es un resultado bastante bueno.
—Los Tigers han subido al segundo puesto. Además, los Giants han perdido posiciones tras
perder ante los Taiyo Whales. No hay muchos días tan afortunados, ¿a que no, profesor?
—Claro. Todo esto gracias a que Root me ha llevado al estadio. Venga, y ten mucho cuidado al
volver a casa. Tienes que acostarte temprano y obedecer a mamá. Mañana vas a la escuela, ¿no?
Antes de escuchar la respuesta de Root, el profesor cerró los ojos con una sonrisa en los labios.
Los párpados estaban enrojecidos, los labios se le habían agrietado, y vi que en el nacimiento del
pelo se le había acumulado sudor. Le puse la mano en la frente.
—¡Dios mío!
El profesor tenía fiebre. Y además bastante alta.
Root y yo, después de pensarlo mucho, decidimos quedarnos en el pabellón en vez de volver a
nuestro piso. No se puede dejar solo a un enfermo, y si es al profesor, menos aún. Para mí también
era mucho más fácil quedarme allí y cuidarlo que empezar a preocuparme por los reglamentos
laborales o las cláusulas contractuales.
Como ya me había imaginado, no pude encontrar nada que sirviera para estas situaciones:
bolsas de hielo, un termómetro, un antipirético, un colutorio o una receta. Dado lo que podía verse
desde la ventana, la luz de la casa principal aún no se había apagado. Detrás del seto que lindaba
con el pabellón creí ver una figura humana. Podía haber pedido ayuda a la viuda, pero me acordé
de la promesa de no llevar allí los problemas del pabellón. Corrí la cortina de la ventana.
De todas maneras, no tenía más remedio que arreglármelas sola, así que metí hielo triturado en
unas bolsas de plástico, que envolví con una toalla, y con ello enfrié por detrás del cuello, la nuca,
las axilas y las ingles; le puse una manta de invierno que había sacado, y herví té para hidratarlo.
Era el mismo procedimiento que seguía cuando le subía la fiebre a Root.
Acosté a Root en el sofá que estaba en el rincón del estudio. Estaba ocupado por libros y no
cumplía su función original, pero al despejarlo resultó ser un sofá inesperadamente bueno y no
parecía nada incómodo. Aunque Root estaba preocupado por el profesor, enseguida se quedó
dormido como un bendito. Había puesto la gorra de los Tigers encima de una pila de libros de
matemáticas.
—¿Cómo está usted? ¿Se encuentra mal? Cuando tenga sed, haga el favor de decírmelo, ¿eh?
No reaccionaba a mis palabras. A pesar de mi ignorancia, entendí que no estaba inconsciente
por la fiebre, sino que dormía profundamente. Simplemente respiraba un poco fuerte y no parecía
sufrir, y su rostro con los párpados cerrados resultaba incluso sosegado, parecía como si estuviera
vagando por el mundo de los sueños profundos. Cuando le cambiaba el hielo, o cuando le enjugaba
el sudor, nunca se despertaba, confiándome dócilmente su cuerpo.
Su cuerpo, libre de la americana llena de notas, era delgado y endeble aun dejando aparte el
hecho de que era un anciano. La carne de la barriga, de los muslos o de los brazos estaba fláccida,
con arrugas persistentes. Al tocar cualquier parte del cuerpo, la piel descolorida se hundía y no tenía
elasticidad. A pesar de que lo miré con atención para poder percibir un poco de vitalidad escondida,
o algo parecido, aunque fuera sólo en la punta de las uñas, todo fue inútil. Recordé la frase de un
matemático de nombre complicado que el profesor me comentó un día:
«Dios existe. Porque la matemática no tiene contradicción. Y el diablo también existe. Porque no es
posible demostrarlo».
De ser así, sólo cabía pensar que los elementos nutritivos de su cuerpo habían sido absorbidos
por el diablo.
A medida que avanzaba la noche, podía percibirse al tocarle la piel que la fiebre iba subiendo.
Su aliento era caliente, el sudor manaba sin cesar, y el hielo se derretía con más velocidad que
antes. ¿Quizá fuera mejor ir corriendo a la farmacia? ¿El hecho de haberlo llevado a la fuerza a un
lugar con tanta gente podía ser el origen de todos estos problemas? ¿Qué hacer si empeoraba el
estado de su cerebro…? Todas estas preocupaciones me torturaban. Sin embargo, me dije que, al
fin y al cabo, si estaba durmiendo tan profundamente, no debía de pasar nada.
Me tumbé al pie de la cama, envuelta en la manta de viaje que había llevado al estadio. La luz
de la luna que entraba por las rendijas de la cortina se extendía sobre el suelo entarimado. Tuve la
sensación de que el partido de béisbol era ya un suceso de un pasado muy lejano.
El profesor estaba durmiendo a mi izquierda, y Root a mi derecha. Al cerrar los ojos oía varios
sonidos. El ronquido del profesor, el roce de la manta, el derretirse del hielo, Root hablando en
sueños, el sofá chirriando. Los sonidos que ambos producían me hacían olvidar el incidente del
ataque de fiebre, me tranquilizaban conduciéndome al sueño.
A la mañana siguiente, Root se levantó antes de que se despertara el profesor, pasó por nuestro
apartamento a recoger los libros de texto, y se fue a la escuela con el megáfono de los Tigers que
debía devolverle a su amigo. El rubor en la cara del profesor se había atenuado ligeramente y
parecía que la respiración era sosegada. Pero seguía durmiendo profundamente y no tenía aspecto
de ir a despertarse. En ese momento empecé a preocuparme de que estuviera dormido tan
profundamente. Toqueteé su frente con el dedo. Levanté la manta e intenté apretar y cosquillear
sucesivamente la nuez de Adán, el hueco de la clavícula, las axilas y el ombligo. También probé a
soplarle en el oído. Sin embargo, no surtió efecto; no hacía más que mover el globo ocular
ligeramente debajo de los párpados.
Cuando por fin entendí que el profesor no padecía la enfermedad del sueño fue ya cerca del
mediodía, mientras estaba yo haciendo las tareas en la cocina. Escuché un ruido en el estudio, y al
ir a ver lo que pasaba vi que el profesor se había puesto la americana como siempre y estaba
cabizbajo sentado en la cama.
—Ni se le ocurra levantarse. Tiene fiebre. Debe quedarse tranquilo.
Me miró alzando la cabeza sin decir nada y luego la cabeza volvió a su anterior postura. Tenía
los ojos llenos de legañas, estaba despeinado y llevaba la corbata mal anudada colgándole del
cuello descuidadamente.
—Venga, quítese la ropa y póngase ropa interior limpia. Anoche estaba todo empapado de
sudor. Después iré a comprarle un pijama nuevo. Si cambiamos la sábana y se asea, se sentirá
mejor. Quizá sea por el cansancio. Porque estuvo usted mirando el partido de béisbol durante tres
horas. Perdóneme por haberle forzado a venir con nosotros. Pero no se preocupe. Si se queda
calentito aquí, come bien y descansa, se pondrá mejor pronto. A Root también le pasa lo mismo
siempre. Vamos, primero debe llevarse algo a la boca. ¿Le parece bien si le traigo un zumo de
manzana?
El profesor empujó mi hombro y volvió la cara.
Entonces me di cuenta de que había cometido un craso error. Él ya no se acordaba de haber
asistido al partido de béisbol ayer, ni de mí.
El profesor bajó la mirada hacia su pecho sin moverse. La espalda, encorvada, parecía haberse
encogido más aún durante la noche. Su cuerpo dolorido no podía moverse de tan extenuado que
estaba, y parecía que su corazón, extraviado, anduviera errando hacia algún lugar equivocado. Ya
no tenía el fervor que mostraba cuando resolvía secretos matemáticos, nada le quedaba de la ternura
con que trataba a Root, y parecía por completo falto de vigor.
Pronto comenzó a oírse un sollozo. Al principio no me di cuenta de que salía de su boca, e
incluso tuve la sensación de que procedía de una caja de música estropeada en algún rincón de la
habitación. Era un sollozo solitario, que no era para nadie sino para sí mismo, diferente al que
escuché cuando Root se cortó la mano.
Se puso a leer la nota más importante, la que estaba pegada en el lugar que llamaba más la
atención y que saltaba a la vista aunque no quisiera al ponerse la americana.
«Mi memoria sólo dura 80 minutos».
Me senté en el borde de la cama. No encontré nada más que yo pudiera hacer. Había cometido
un craso error, más bien un fatídico error.
Cada mañana al despertarse y vestirse, le sentenciaban la enfermedad que padecía a través de
las notas escritas por él mismo. Le obligaban a enterarse de que el sueño que había tenido no era el
de la noche anterior sino el de la última noche que podía recordar, hace muchos años. Lo
anonadaba el hecho de saber que su yo del día anterior había caído en el abismo del tiempo, del que
no podría recuperarse nunca más. El profesor que había protegido a Root de la pelota fallida estaba
ya muerto en el fondo de sí mismo. Yo nunca había pensado que el profesor recibía tal sentencia
cruel cada día, solo en su cama.
—Soy la asistenta de la casa —le dije después de esperar un rato a que cesara el sollozo—. Soy
la asistenta contratada para ayudarle.
El profesor me dirigió sus pupilas mojadas.
—Por las tardes viene mi hijo. Como tiene la cabeza muy plana, le llamamos Root. Fue usted
quien le puso el nombre.
Le señalé la nota dibujada con una caricatura que estaba sujeta en la bocamanga de la
americana. Pensé que afortunadamente no se había caído en el autobús el día anterior.
—¿Cuándo es tu cumpleaños?
Tenía la voz debilitada a causa de la fiebre, y sin embargo me sentí tranquila, de alguna manera,
al oírle algo que no fuera un sollozo.
—Es el 20 de febrero —le contesté—. Es el 220. El 220 que tiene un pacto de fraternidad con
el 284.
La fiebre duró tres días. Prácticamente pasó todo ese tiempo durmiendo. Durmió todo el rato sin
quejarse y sin tener ningún capricho.
Como no se despertaba al llegar la hora de comer, ni tocaba siquiera las comidas ligeras que le
dejaba en la mesita al lado de la cama, no tuve más remedio que hacerle tragar una cucharada tras
otra. Le incorporaba la parte superior del cuerpo, le daba un pellizco en la mejilla, y le metía la
cuchara aprovechando el instante en que abría la boca distraídamente. A pesar de todo, no
aguantaba como para acabarse una sopa, y se quedaba dormido a medias.
Al final no fuimos al hospital. Me parecía que quedarse en casa tranquilo sería la mejor manera
de recuperarse si la causa de la fiebre era haber salido a la calle. Mi diagnóstico era que sufría esa
especie de fiebre infantil que tienen los bebés cuando comienzan a crecer, por haberse expuesto al
aire de repente. De todos modos, era imposible despertarle, calzarle y hacerle ir caminando hasta el
hospital.
Root, tan pronto como volvió de la escuela, entró en el estudio y se quedó de pie al lado de la
cama sin hacer nada. Contemplaba la cara del profesor dormido hasta que yo le dije que fuera al
comedor e hiciera los deberes porque el profesor si no, no podría descansar tranquilamente.
A partir de la mañana del cuarto día, después de que le bajara la fiebre, fue recuperándose
favorablemente. Le volvió el apetito en proporción inversa a la reducción de sus horas de sueño.
Recuperó las fuerzas como para salir de la cama y sentarse en la mesa del comedor, y ya podía
hacerse el nudo de la corbata y hasta empezó a abrir los libros de matemáticas sentado en el
butacón del comedor. Empezó también a contestar a las preguntas de los premios de las revistas de
matemáticas. Se ponía de mal humor y decía que yo le molestaba mientras él estaba pensando, pero
recuperaba el buen humor por la tarde a la hora de recibir a Root, al abrazarlo. Hacía los ejercicios
de matemáticas con Root, y le acariciaba la cabeza todo cuanto deseaba. Todo volvía a ser como
antes.
Poco después de que el profesor se recuperara, recibí una orden de mi jefe para comparecer en
la oficina. Citar a un trabajador al margen del informe laboral periódico era sin duda mala señal.
Podría tratarse de una advertencia seria, o del requerimiento de unas disculpas, o de una multa, tras
una queja por parte de un cliente. De cualquier modo, sería algo que me deprimiría. Sin embargo, el
profesor no podía reclamar nada, ya que estaba impedido por una pared de 80 minutos, y además
yo había cumplido la promesa de no pisar la casa principal. Así que pensé que a lo mejor el jefe
querría saber cómo me iba con un cliente complicado que había acumulado nueve estrellas azules.
—Has metido la pata a base de bien.
Con las primeras palabras de mi jefe, me di cuenta de lo optimista que era mi conjetura.
—Ha habido una queja.
Me lo dijo con una cara realmente desconcertada, acariciando su frente con entradas.
—Qué clase de… —balbuceé.
Hasta entonces había tenido algunas quejas. Sin embargo, todas eran fruto de malentendidos o
del egocentrismo de los clientes, por lo que el jefe comprendía que yo no tenía la culpa y arreglaba
la cosa diciéndome simplemente: «Bueno, ingéniatelas, ¿vale?». Pero esta vez la situación era
diferente.
—No te hagas la inocente. Me han dicho que has cometido un error muy grave. ¿Dormiste en
la habitación de ese profesor de matemáticas, verdad?
—No he cometido ningún error. ¿Quién puede insinuar maliciosamente algo tan grosero? Es
realmente ridículo. ¡Qué desagradable! —protesté.
—Nadie insinúa nada maliciosamente. Es verdad que dormiste allí, ¿sí o no?
No tuve más remedio que asentir con la cabeza.
—En el caso de que surja la necesidad de prolongar las horas de trabajo, esto debe comunicarse
a la agencia con antelación; incluso en un caso causado por una situación de emergencia, hay que
presentar una solicitud de horas extra con la firma del cliente y un informe posterior. Así consta en
el reglamento laboral.
—Sí, lo sé muy bien.
—El hecho de haber infringido la regla significa que has cometido un error. Entonces, ¿por qué
dices que es grosero y ridículo?
—No, no es eso. Yo no recuerdo haber trabajado horas extras. Simplemente, me extralimité un
poco, con buena voluntad…
—Si no es trabajo, ¿entonces qué hiciste? Si no era trabajo y pasaste la noche en la habitación
de un hombre, entonces ¿no será natural que se den estas insinuaciones?
—Estaba enfermo. Le subió de repente la fiebre y por eso no podía dejarlo solo. Fue un error
por mi parte ignorar la regla. Lo siento mucho. Pero no creo haber tenido una conducta impropia
como asistenta, más bien pienso haber cumplido con lo que tenía la obligación de hacer.
—En cuanto a tu hijo… —el jefe tocó el borde de la tarjeta de cliente del profesor con el dedo
índice—. Pienso haberte dado un permiso muy especial. Es una medida sin precedentes lo de poder
llevarse a un hijo al lugar de trabajo. Pero fue lo que propuso el propio cliente y, además, como es
una persona un poco difícil, cedimos. Hay otras asistentas que se quejan de este agravio
comparativo. Precisamente por eso no sé qué hacer si no te comportas de una manera decente que
nadie pueda malinterpretar.
—Lo siento mucho de verdad. He cometido una imprudencia. Le estoy agradecida mucho por
lo de mi hijo. No sabe cuánto le agradezco que me hubiera autorizado a…
—Bueno, ya no tienes que ocuparte de él.
—¿Cómo? —reaccioné.
—A partir de hoy ya no tienes que ir a trabajar allí. Te contamos el día como de ausencia y
mañana irás a hacer una entrevista con tu nuevo cliente.
El jefe puso la ficha de cliente del profesor al revés, y le estampó un sello azul. Era la décima
estrella.
—Espere un momento, por favor. No se me puede decir eso de un modo tan repentino. ¿Quién
diablos quiere que me vaya? ¿Es el profesor? ¿Es usted?
—Ha sido la cuñada.
Negué con la cabeza:
—Pero yo no he visto a la cuñada desde la entrevista. No recuerdo haberla molestado ni una
vez. He sido fiel a la orden de no llevar los problemas del pabellón a la casa principal. Aquella
señora es la persona que me paga, pero no tiene nada que ver con mi trabajo. Entonces, ¿cómo
puede despedirme?
—La cuñada sabe perfectamente que pasaste varias noches en el estudio.
—¿Espiaba el pabellón, es eso?
—Ella tiene derecho a vigilarte.
Me acordé de aquella noche en que una figura humana se había movido junto a la puerta
pequeña, al lado de la valla.
—El profesor está enfermo. Además, necesita un tratamiento más cuidadoso que un paciente
normal. No sirve una mera asistenta. Si hoy no voy, no entenderá nada. Quizá ahora mismo esté
levantándose de la cama y esté leyendo las notas de la americana, y estará solo…
—Hay tantas asistentas como sea necesario para reemplazarte.
El jefe me interrumpió, abrió el cajón de la mesa de la oficina, e introdujo la ficha de cliente del
profesor en un fichero.
—Nada más. Eso es todo. Es una decisión definitiva.
El cajón se cerró de golpe. Era un sonido vigoroso, todo lo contrario que mi estado de ánimo.
Así es cómo me despidieron como asistenta del profesor.
El siguiente cliente resultó ser un matrimonio que tenía una asesoría fiscal. Desde mi
apartamento tardaba más de una hora en ir, haciendo transbordo de tren y autobús. La jornada era
larga, pues duraba hasta las nueve de la noche, y me mandaban indiscriminadamente trabajos tanto
en el domicilio como en la oficina, y además, la señora era mala. Quizá el jefe me mandó allí como
castigo. Root volvió a ser un niño con la llave de la casa puesta alrededor del cuello.
Dejar atrás clientes es lo habitual en este trabajo. Aun más si se trabaja para una agencia como
Akebono. Las circunstancias de los clientes a menudo cambian, y apenas se encuentra algún cliente
con quien sea posible congeniar. Aparte de que cuánto más tiempo se queda una en un sitio, tanto
más fácil es que surjan inconvenientes.
Hubo una vez una casa donde se celebró una fiesta de despedida en mi honor, y también hubo
niños que me hacían regalos con los ojos llenos de lágrimas. En el otro extremo, había clientes que
sólo me pasaban facturas por la vajilla, los muebles o la ropa que se habían estropeado sin dirigirme
ni una palabra de despedida.
Cada vez que me sucedían estas cosas, me decía que no debía reaccionar en exceso. No había
que ponerse triste o sentirse herida en demasía. Yo, para ellos, era algo transitorio, y es normal que
no se acordaran de mi nombre. Y yo también olvidaba sus nombres, uno tras otro. De hecho, se me
va el sentimentalismo enseguida cuando cambio de cliente porque estoy muy ocupada aprendiendo
las nuevas reglas.
Sin embargo, esta vez no fui capaz de asimilarlo. Lo que más me atormentaba era que el
profesor no nos iba a recordar nunca más. El profesor jamás preguntaría a su cuñada la razón por la
que yo dejé de trabajar allí ni dónde estaba Root. Cuando contemplase el lucero de la tarde sentado
en la butaca del comedor, o bien mientras resolvía las preguntas matemáticas en su estudio, ni
siquiera tendría la libertad de sumergirse en sus recuerdos de nosotros.
Pensando en ello, se me partía el corazón. Me avergoncé y me enfadé conmigo misma por
haber cometido un error irreversible. Naturalmente, no me podía concentrar en mi nuevo trabajo. A
pesar de que la mayoría de las tareas que me encargaban eran de puro trabajo físico (lavar cinco
coches de marca extranjera, limpiar las escaleras de un edificio de cuatro pisos, o preparar cenas
ligeras para diez personas, etc.), me perseguía la estampa del profesor, que anidaba en un rincón de
mi cabeza, y mi tensión era más bien psíquica. La imagen del profesor que me acompañaba durante
el trabajo, siempre cabizbajo en la cama. Mientras me obsesionaba con esta figura, cometí algunos
pequeños errores y la señora acabó regañándome.
No sabía quién me había reemplazado. Deseé que no fuera demasiado diferente a la caricatura
de la nota. ¿Estaría preguntando también a la nueva asistenta su número de teléfono o de calzado y
descifrando las claves escondidas en ellos? No me gustaba demasiado imaginar que el profesor
compartía el secreto de las matemáticas con alguien desconocido. Me daba la sensación de que los
encantos de la matemática que me había enseñado sólo a mí se iban diluyendo; aunque los números
no cambiasen pese a lo que ocurriera en el mundo, y simplemente seguían existiendo allí.
¿A lo mejor la nueva asistenta se rendiría ante el mal genio del profesor y el jefe estaba
pensando que nadie podría hacer frente a aquello excepto yo? De vez en cuando imaginaba cosas
tan ilusas como ésta. Sin embargo, enseguida las negaba con una sacudida de cabeza y olvidaba
todo aquello: ¡qué engreída pensar que no se podían hacer las cosas sin mí! Los demás no me
necesitan tanto como yo pensaba. Hay mucha gente que podía sustituirme. Era cierto lo que dijo el
jefe.
—¿Por qué ya no vas a casa del profesor?
Root me hacía esta pregunta una y otra vez. Lo único que podía contestarle cada vez era:
—Las circunstancias han cambiado.
—¿Qué circunstancias?
—Son muchas cosas, complicadas.
Hacía sonar la nariz con un pequeño suspiro y metía la cabeza entre los hombros.
El domingo 14 de junio, Yufune de los Tigers marcó un no hit no run en el estadio Koshien.
Root y yo, después de la cena, estuvimos escuchando la radio todo el tiempo, y ni siquiera nos
duchamos. Mayumi había bateado un home run de tres puntos, y Shinjo un home run en solitario.
Tras la octava entrada iban 6-1. Tanto el marcador como los Carps, el rival, eran los mismos que
con Nakagome.
Cada vez que salían los bateadores de los Carps, subía tanto el tono del locutor como la
atmósfera eléctrica en el estadio. Por el contrario, nosotros nos íbamos quedando más callados. En
la novena entrada, cuando el primer bateador se retiró con una pelota rodada hacia la segunda base,
Root dio un suspiro. Sabíamos lo que nos recordaba y qué estaba pensando el otro. Por eso no
hablábamos apenas.
En el preciso instante en el que volaba por los aires la pelota que golpeó el último bateador,
Shoda, la transmisión en directo dejó de escucharse y sólo se oyeron las ovaciones que sumergían
la retransmisión de radio. Pronto nos llegó el grito de «¡Out, out!» del locutor.
—Lo ha conseguido, ¿eh? —dijo Root con tono sereno, y yo asentí con la cabeza.
«… es el 58° lanzador en la historia del béisbol profesional en los Tigers, desde Yutaka Enatsu
en el año 48 de Showa… 19 años después…»
La voz del locutor se escuchaba con interrupciones.
No sabíamos cómo expresar la alegría. Tampoco sabíamos si debíamos alegrarnos o no.
Aunque habían ganado los Tigers, y se había alcanzado un gran récord, habíamos caído en un
sentimiento más bien de tristeza. La excitación que se transmitía a través de la radio resucitaba la
memoria del día que fuimos a ver el partido de béisbol, el 2 de junio, y me recordó que el profesor,
sentado en el asiento 7-14, estaba ya muy lejos. Estaba obsesionada con la idea de que, quizás la
pelota fallida que golpeó el primer bateador reserva aquel día, un jugador desconocido, y que le dio
a Root, había sido un mal presagio para los tres.
—Venga, a dormir que mañana también hay que madrugar, ¿no? —dije.
—Sí.
Root apagó la radio.
La primera maldición de la pelota fallida era el hit que cayó en el área cuadrada derecha y que
arruinó el no hit no run de Nakagomi, y a partir de entonces ocurrieron sucesivamente los sucesos
siniestros de la fiebre, lo de mi despido, y todo siguió en cadena. Puede que no fuera razonable
concluir que todo aquello podía ser fruto de la maldición de una pelota fallida, pero era suficiente
como para perturbarme.
Un día, una mujer desconocida, justo en la parada de autobuses donde yo estaba esperando
para ir al trabajo, me robó dinero. No es que me robara como un carterista, ni que me diera un tirón,
sino que yo misma le entregué el dinero a la mujer, así que no tenía derecho a denunciarla a la
policía; si se trataba de un nuevo tipo de robo, era admirable. La mujer se acercó directamente y de
pronto me tendió la mano sin saludos ni preámbulos y me dijo únicamente: «Dinero». Era una
mujer de veintitantos, grandota y de tez blanca, y no había nada extraño en su apariencia salvo que
llevaba puesto un abrigo ligero aunque estábamos a principios de verano. Estaba bien arreglada,
por lo que no parecía una vagabunda, ni tenía aspecto de estar sin blanca. Estaba tan tranquila
como si me estuviera preguntando por una calle. Más bien al revés, parecía incluso que era ella la
que me indicaba una calle.
—Dinero —repitió la mujer.
Puse un billete en la palma de su mano. Fue una conducta inesperada incluso para mí. Era
inexplicable que una persona pobre como yo hiciera tal cosa, pues tampoco me había amenazado
con un cuchillo. La mujer se metió el billete en el bolsillo del abrigo y se fue alejando sin decir
nada, igual que cuando se acercó. Apenas se fue, llegó el autobús.
De camino a casa del asesor fiscal, estuve intentando imaginar qué importancia podía tener mi
dinero para esa mujer. Podría servir para comprar pan para su hijo pequeño, o para comprarle un
medicamento a su padre enfermo, o bien para evitar el suicidio de una familia entera… Sin
embargo, nada de lo que imaginaba me reconfortaba. No porque me doliera el dinero, sino porque
sentí una humillación, como si yo hubiera recibido limosna de alguien.
Por otro lado, algo sucedió cuando fuimos a visitar la tumba de mi madre el día del aniversario
de su muerte. En un matorral de detrás de la lápida yacía el cadáver de un cervatillo. Aún se veían
los huesos y la piel, que tenía manchas por el lomo; las cuatro patas, largas, estaban aún unidas al
cuerpo, justo en la postura que debían de tener cuando había intentado ponerse en pie en el
momento de exhalar su último suspiro. Las vísceras se habían licuado, en los ojos habían quedado
unos huecos oscuros, y en la boca medio abierta podían verse unos dientes pequeños que aún no
habían crecido suficientemente.
Fue Root quien lo encontró.
—¡Cielos!
Señalaba hacia él con el dedo sin llamarme ni desviar los ojos de aquello.
Probablemente el bicho había bajado corriendo de la montaña, y se había estrellado contra la
lápida, y murió tal y como estaba. Al mirar bien la lápida vi que quedaban cosas parecidas a un
trozo de carne y una mancha de sangre.
—¿Qué hacemos? ¿Qué debemos hacer?
—No te preocupes. Está bien que lo dejemos así tal cual.
Rezamos un buen rato juntando las manos, más por el cervatillo que por mi madre. Recé para
que aquella pequeña muerte le hiciera compañía al espíritu de mi madre.
Al día siguiente de ir a la tumba de mi madre, me topé con una foto del padre de Root en la
edición regional del periódico. Parece que le habían dado el premio de una fundación que concedía
galardones a jóvenes investigadores técnicos. Era un pequeño artículo en una esquina. La foto se
veía borrosa, pero sin duda era él. Había envejecido exactamente lo que corresponde a diez años.
Cerré el periódico, hice una bola arrugándolo, y lo tiré a la papelera. Tras un rato, después de
pensarlo bien, lo fui a buscar, lo desarrugué y recorté el artículo con unas tijeras. Estaba ya tan
arrugado que no podía distinguirse de un papel viejo.
—¿Y a mí qué más me da? No es nada —me dije—. El padre de Root que ha sido premiado.
Es una buena cosa. Sólo eso.
Doblé el artículo y lo guardé en la cajita junto al cordón umbilical de Root.
7
CADA VEZ QUE VEÍA NÚMEROS PRIMOS me acordaba del profesor. Aparecían con disimulo en
cualquier lugar del paisaje cotidiano. En las etiquetas del supermercado, en los números de las
placas de las casas, las tablas de los horarios de autobuses, la fecha de caducidad del jamón en
dulce, las puntuaciones de los exámenes de Root… Aunque todos ellos cumplieran fielmente su
misión oficial, a la vez amparaban con firmeza su recóndito significado originario.
No me daba cuenta enseguida, claro está, si se trataba de un número primo o no. Gracias a las
prácticas que había recibido del profesor, podía distinguir a ojo, sin tener que calcularlos, los
números primos inferiores a 100, por el halo que desprendían. Si superaban el 100, en cuanto el
número me parecía dudoso, tenía que probar a dividirlo. A menudo había casos en que, aunque me
parecía un número compuesto, resultaba ser un número primo. Y otras veces, aunque mi primera
impresión era que se trataba de un número primo, al final conseguía encontrar un divisor.
Siguiendo el ejemplo del profesor, me acostumbré a llevar en el bolsillo del delantal lápiz y
papel para apuntar. De esta manera podía hacer cálculos en cualquier momento que se me
ocurriera. Por ejemplo, mientras limpiaba el frigorífico en la cocina de la casa del asesor fiscal, el
2311, número de serie grabado en el interior de la puerta, me entró por los ojos. Tuve el
presentimiento de que sería un número bastante interesante, por lo que saqué el papel de notas y
probé a dividirlo, dejando a un lado de momento el detergente y el paño. Primero por 3, después
por 7, luego por 11. Fue inútil. Daba siempre un resto igual a 1. Seguí pues intentándolo con el 13,
el 17 y el 19. Tampoco eran divisores. Además, esa indivisibilidad era realmente ingeniosa. En el
momento en que me daba la impresión de que por fin había dado con la solución, se me escabullía
entre los dedos y mi esfuerzo resultaba una vez más inútil al tiempo que me dejaba un poso de
expectativas para un nuevo desarrollo del planteamiento. Los números primos seguían siempre esta
pauta.
En cuanto hube comprobado que el 2311 era un número primo, guardé el papel de los apuntes
en el bolsillo y volví a las tareas de limpieza. El hecho de saber que el frigorífico tenía un número
primo como número de serie, suscitó en mí gran cariño por el aparato: valiente, insobornable,
desapegado del bajo mundo. Así me lo parecía a mí.
Puliendo el suelo de la oficina me topé con el 341. Debajo de la mesa había un impreso de
declaración de renta, de color azul, con el número 341.
A lo mejor era número primo. Paré de darle a la fregona al instante. El formulario estaba
cubierto de polvo, parecía llevar en el suelo mucho tiempo, pero el número 341 no había perdido el
vigor de la señal que me emitía. Su atractivo era innegable, digno de recibir los favores del
profesor.
La luz de la oficina estaba ya medio apagada, y en cuanto no quedó ningún empleado comencé
las comprobaciones. Yo no había establecido aún mi propio sistema de reconocimiento, procedía
improvisando, basándome únicamente en la intuición. Una vez el profesor me había enseñado el
método que inventó un director de la biblioteca de Alejandría llamado Eratóstenes o algo parecido,
pero se me olvidó porque era complicado. De todas maneras, dado que el profesor confería
importancia a la intuición matemática, sin duda habría aprobado aquella manera mía de proceder
tan libre y personal.
El 341 no era un número primo.
—¡Vaya…!
Lo intenté de nuevo: 341 ÷ 11.
Dio 31.
La división arrojó un resultado exacto.
Por supuesto que me sentía bien cuando encontraba un número primo. Pero tampoco me
decepcionaba si resultaba no serlo. Aun cuando mi presentimiento de número primo fracasara, de
alguna manera también sacaba algún fruto. El hecho de crear un falso número primo tan ambiguo
multiplicando 11 por 31 fue un descubrimiento que me señaló inesperadamente una nueva
dirección, ya que me pregunté si habría alguna regla para crear el falso número primo más parecido
a determinado número primo.
Coloqué sobre la mesa los formularios de hacienda, aclaré el mocho en el agua sucia del cubo y
lo escurrí con fuerza. Que encontrara un número primo, o bien que descubriera que un número no
era primo, no cambiaba nada. Ante mí seguía amontonándose una pila de tareas por realizar. Fuera
cual fuese su número de serie, el frigorífico sólo cumplía con su deber, y la persona que había
rellenado la declaración de renta número 341 seguiría sin duda sujeta a problemas fiscales. Todo
aquello no sólo no servía de gran cosa sino que incluso me causaba perjuicio. El helado del
congelador se había derretido, el suelo no se veía limpio, lo cual pondría de los nervios al asesor
fiscal. Con todo, brillaba una realidad, a saber que el 2311 era un número primo y el 341 un
número compuesto.
Me vino entonces a la mente lo que decía el profesor:
—El orden de los números, precisamente porque no sirve para la vida real, es hermoso.
A lo que añadía:
—Aun cuando se aclare la naturaleza de los números primos, no digo que la vida se vuelva más
fácil o agradable ni que se gane más dinero. Por supuesto, por más que nos empecinemos en
volverle la espalda al mundo, muchos son los casos en los que un descubrimiento matemático acaba
por aplicarse, en la práctica, a la realidad. Del estudio de la elipse resultó la órbita planetaria, y de la
geometría no euclidiana, la forma del universo mostrada por Einstein. Los números primos fueron
incluso cómplices de la guerra pues sirvieron de base para los mensajes en clave. Resulta horrendo.
Pero ése no es el propósito de las matemáticas. Su objetivo es únicamente desvelar la verdad.
El profesor valoraba el concepto de «verdad» igual que el de número primo.
—Venga, intenta trazar aquí una línea recta.
No recuerdo cuándo, pero me lo dijo una tarde, sentado a la mesa del comedor. La tracé con un
lápiz, al dorso de un folleto publicitario (nuestros apuntes iban siempre en el reverso de las hojas de
propaganda) utilizando como regla un palillo de cocina.
—Eso es. Es una línea recta. Entiendes correctamente la definición de línea recta. Pero piensa
un poco. La línea que has trazado tiene un comienzo y un final, ¿verdad? En tal caso, pues, es un
segmento lineal, el camino más corto entre dos puntos. En la definición de línea recta,
originariamente, ésta no tiene ningún extremo. Debe extenderse infinitamente. Sin embargo, tanto
la hoja como tu fuerza física tienen un límite, por lo que nos conformaremos con considerar el
segmento lineal como si fuera verdaderamente una línea recta. Además, la punta del lápiz, por
mucho que la afilemos con un cuchillo punzante, tiene un grosor determinado. Por lo tanto, esta
línea recta tiene una anchura. Tiene superficie. Es decir, es imposible trazar la verdadera línea recta
en un papel real.
Contemplé la punta del lápiz con cierta emoción.
—¿Dónde está la verdadera línea recta? Solamente está aquí.
El profesor se golpeó el pecho con la mano. Igual que cuando me enseñó los números
imaginarios.
—La verdad eterna que no se deja influir ni por la materia, ni por los fenómenos naturales, ni
por los sentimientos, no puede verse con los ojos. Las matemáticas pueden esclarecerla y
expresarla. Nadie puede impedirlo.
Yo, con el estómago vacío, fregando el suelo de la oficina y preocupada únicamente por Root,
necesitaba la existencia de aquella verdad eternamente correcta, tal y como la llamaba el profesor.
Necesitaba sentir que, en verdad, había un mundo invisible que sostenía al mundo visible. Una
línea recta que se abriera paso con solemnidad entre las tinieblas, exenta de anchura y superficie,
que se extendiera sin límite hasta el infinito. Esa línea recta me sumía en un sentimiento casi
imperceptible de paz.
—Abre bien tus inteligentes pupilas.
Mientras recordaba aquella frase del profesor, agucé la vista en la oscuridad.
—Ve ahora mismo a la casa del profesor de matemáticas. Parece que tu hijo se ha metido en un
lío. No sabemos exactamente qué está ocurriendo, pero ve de inmediato. Es una orden del jefe.
La administrativa de la Agencia Akebono me llamó a la sede del asesor fiscal cuando me
disponía a preparar la cena, una vez regresada de la compra. No me dejó ni tiempo para preguntarle
«¿Qué ha hecho mi hijo?», y colgó el teléfono.
Lo primero que me pasó por la mente fue la maldición de la pelota fallida. ¿Acaso aquella
relación de causa a efecto no había aún terminado? ¿Habría caído de nuevo sobre la cabeza de
Root aquella pelota errática, que ya no parecía entrañar peligro? El consejo del profesor era por
tanto correcto:
«No se puede dejar solo a un niño».
Tal vez Root se había atragantado y estaba ahogándose con los donuts de la merienda. O bien
se había electrocutado por un cortocircuito con el enchufe de la radio. Me embargaron todo tipo de
ideas sin sentido. Temblando de miedo, sin poder explicar a mi empleador lo que sucedía, salí
pitando hacia la casa del profesor, presa de un mal presentimiento, entre los sarcasmos del asesor.
En tan sólo un mes el pabellón había ido recuperando su distanciamiento. El timbre de la
entrada estaba estropeado, los muebles languidecían, el jardín se veía completamente abandonado,
nada había cambiado desde entonces, y sin embargo al poner los pies en el pabellón sentí un
profundo malestar. A pesar de todo, al percatarme de inmediato de que mi desasosiego no había
sido causado por Root, de momento me tranquilicé. No se había asfixiado ni electrocutado ya que
estaba sentado a la mesa del comedor, al lado del profesor, con la mochila a sus pies.
La razón por la que me sentía incómoda era que, frente a ellos dos, se erguía la figura de la
viuda de la casa principal. A su lado había una mujer desconocida de mediana edad. Probablemente
se trataba de la nueva asistenta, la que se hizo cargo de la casa después de mí. La visión de nuevos
personajes en un lugar donde, en mi recuerdo, no debíamos estar más que el profesor, Root y yo,
me creaba una gran confusión.
En el momento en que suspiraba aliviada, me asaltó la pregunta de por qué Root estaba allí. La
viuda se encontraba sentada, en el centro. Vestía muy elegantemente, como en la entrevista que
tuvimos en su día. Sostenía el bastón, también como entonces, con la mano izquierda.
Root parecía muy serio y procuraba no dirigir sus ojos hacia mí. El profesor, a su lado, tenía un
aire pensativo. Estaba concentrado, y su mirada se perdía en punto en el que no se cruzaba con la
de nadie.
—Perdone por haberla llamado sabiendo que está ocupada. Acérquese aquí, por favor.
La viuda me ofreció asiento. Yo, como había venido corriendo desde la estación, aún jadeaba,
y no tenía casi voz.
—Venga, siéntese. Sírvele un té, por favor, a nuestra visita.
No supe si era una asistenta enviada por la Agencia Akebono, pero el caso es que la mujer se
retiró y se encaminó hacia la cocina. Por mucho que usara palabras educadas, se notaba la
turbación de la viuda, pues se lamía constantemente los labios y daba golpecitos sobre la mesa con
las uñas. Yo, sin saber muy bien cómo saludarla, me senté tal y como me había ordenado.
El silencio se prolongó durante unos instantes.
—Ustedes… —abordó el asunto la viuda, mientras rasgaba la mesa con las uñas—. ¿Qué se
traen entre manos?
En cuanto logré calmar mi respiración, dije:
—Eh… ¿Ha hecho mi hijo algo inconveniente?
Root estaba con la cabeza gacha, manoseando la gorra sobre sus rodillas.
—Déjeme preguntar a mí. ¿Qué necesidad hay de que venga a esta casa de mi cuñado el hijo
de una asistenta a la que se despidió?
El esmalte de uñas de la viuda se había desconchado y un polvillo se esparció sobre la mesa.
—Yo no he hecho nada malo —murmuró Root sin levantar la cabeza.
—Es lo que dice el hijo de la asistenta que dejó de trabajar aquí hace tiempo —dijo la viuda
interrumpiendo a Root.
Hacía lo imposible por no mirar a Root, mientras iba repitiendo «El hijo, el hijo…». Tampoco
dirigió su mirada al profesor. Se comportó desde el principio como si ellos no hubieran estado
nunca allí.
—Bueno, yo diría más bien que no es una cuestión de necesidad… —le contesté sin haber sido
capaz de comprender la situación—. Me parece que ha venido tan sólo a jugar y a estar un rato en
su compañía.
—Quería leer con él La historia de Lou Gehrig, que he sacado de la biblioteca —dijo Root
levantando por fin la cara.
—¿A qué dice usted que juegan un hombre con más de sesenta años y un niño de diez?
Volvió a ignorar las palabras de Root.
—No tengo palabras para lamentar que mi hijo haya venido aquí, sin haberme pedido permiso
ni pensar en las circunstancias, a causarle molestias. No he sabido vigilarlo de más cerca. Lo siento
mucho.
—No. No estoy hablando de esto. Lo que me pregunto es cuáles son sus propósitos al enviar a
su hijo a casa de mi hermano político a pesar de haber sido usted despedida.
Los ruiditos de las uñas sobre la mesa empezaban a resultarme desagradables.
—¿Propósitos? Me parece que se equivoca en este asunto. Es un niño, sólo tiene diez años.
Habrá venido a jugar porque querría jugar. Encontró un libro interesante, que quería que también
leyera el profesor. ¿No le parece suficiente?
—Sí, claro que sí. Los niños no suelen tener mala intención. Por eso precisamente le pregunto a
usted qué pretende.
—No deseo otra cosa sino que mi hijo sea feliz.
—Así pues, ¿por qué mete en medio a mi hermano político? Salieron de noche, los tres, y se
quedaron ustedes a dormir para cuidarlo. No recuerdo haberle pedido que hiciera tal cosa.
La asistenta sirvió el té. Cumplía fielmente con su trabajo. Fue llenando las tazas sin un ruido y
no dijo palabra. Era evidente que no se pondría de mi parte. Se retiró a la cocina rápidamente,
dando a entender que no tenía intenciones de complicarse la existencia.
—Reconozco que me he extralimitado en mi deber. Pero no ha habido mala intención ni
propósito oculto. La cosa es más simple.
—¿Dinero?
—¿Dinero? —repliqué con voz aguda, sorprendida ante una palabra tan inesperada—. Eso sí
que no puedo pasárselo. Además, delante del niño. Retire por favor lo que acaba de decir.
—Pues otra cosa no resulta imaginable. Quiere congraciarse con mi cuñado y engatusarlo.
—Qué absurdo…
—Tengo entendido que, en teoría, usted ya ha sido despedida. No debería tener nada que ver
con nosotros.
—Un poco de calma, por favor.
—Oiga… —volvió a aparecer la asistenta. Se había quitado el delantal y llevaba el bolso
colgado del brazo—. Ya es la hora, así que me voy.
Se marchó sin hacer ningún ruido, igual que cuando había servido el té. La seguimos con la
mirada.
El pensamiento del profesor se fue haciendo cada vez más denso, y la gorra de Root estaba tan
arrugada que parecía deforme. Suspiré hondamente.
—¿Y si se debiera a que somos amigos? —dije—. ¿No se puede ir a jugar a casa de un amigo?
—¿A qué amigos se refiere?
—A Root, a mí misma y al profesor.
La viuda ladeó la cabeza en señal de negación.
—Puede que usted se haya equivocado en sus cálculos. Mi hermano político no tiene fortuna.
La que heredó de sus padres la invirtió por completo en las matemáticas, y desde entonces no ha
recibido ni un solo yen.
—Eso no me incumbe.
—Mi hermano político no tiene amigos. Perdone que le diga que nunca ha venido a visitarle
ninguno.
—En tal caso, Root y yo somos sus primeros amigos.
En ese momento el profesor se levantó de repente.
—¡No, no es posible! ¡No es tolerable herir los sentimientos de un niño!
Y mientras lo decía, sacó un papel de apuntes del bolsillo, garabateó algo en él, lo puso en el
centro de la mesa y se marchó de la habitación. Fue un gesto resuelto, como preparado con
antelación. No había en él ni ira ni confusión, sólo un silencio envolvente.
Nosotros tres, callados y abandonados por el profesor, clavamos los ojos en el papel de apuntes.
Permanecimos así durante un rato, sin movernos. Allí había escrita, en sólo una línea, una fórmula.
« eπi + 1 = 0 »
Nadie decía nada. La viuda había dejado de hacer ruido con las uñas. Entendí que poco a poco
iban desapareciendo de sus pupilas la turbación, la frialdad y la duda. Pensé que tenía la mirada de
alguien que entiende perfectamente la belleza de una fórmula matemática.
Poco tiempo después me avisaron de la agencia para que volviera a trabajar en la casa del
profesor. El motivo no estaba claro: si era porque la viuda había cambiado de idea tras el
intercambio de opiniones que mantuvimos, o simplemente porque la nueva asistenta no había
podido acostumbrarse y tal vez la agencia no supo apañárselas de otra manera. Sea como fuera,
aquello significó que el profesor cosechó la undécima estrella azul. Yo no tenía manera de saber si
aquel absurdo malentendido que me concernía se había disipado o no.
Por más vueltas que le daba, el motivo de queja de la viuda seguía siendo extraño. Era
incomprensible que me hubiera despedido delatándome a la agencia y que hubiera mostrado una
reacción tan exagerada con la visita de Root.
Aquella noche, después del partido de béisbol, probablemente fue ella quien estaba espiando el
pabellón desde el patio. A pesar de que hubiera sospechado de mí sin razón alguna, me daba pena
imaginármela arrastrando la pierna paralizada, escondiéndose en la espesura, agarrada a su bastón.
A veces me preguntaba si lo del dinero no habría sido un simple pretexto, y que en realidad la
viuda había tenido celos de mí. Tal vez ella, a su manera, sintiera gran cariño por el profesor, y
precisamente por eso yo era un estorbo; y la razón por la que me había prohibido acceder a la casa
principal fuera para poder guardar en secreto la relación con su cuñado sin que yo les molestara.
El primer día de mi vuelta al trabajo fue el 7 de julio, día de la fiesta de Tanabata. Cuando la
figura del profesor apareció en la entrada, con la americana llena de notas revoloteando, me pareció
que con aquellos papelillos iba engalanado a la manera de los adornos conmemorativos de los
árboles de bambú. Entre aquéllos, permanecía pegada en la bocamanga la nota acerca de mí y de
Root.
—¿Cuál fue tu peso al nacer?
Se repitió una vez más, en la entrada, la sesión de preguntas y respuestas numéricas; sin
embargo, cuál había sido mi peso al nacer era una pregunta nueva.
—3217 gramos.
Como ya se me había olvidado el mío, contesté dando el de Root.
—La 3217a potencia de 2 menos 1 es un número primo de Mersenne —murmuró el profesor
mientras se daba la vuelta y se encaminaba hacia su estudio.
Durante aquel mes, los Tigers habían ido ganando y luchaban por lograr el primer puesto.
Después del no hit no run de Yufune, los lanzadores seguían aupando al equipo a los puestos de
cabeza. Sin embargo, a finales de junio la cosa empezó a fastidiarse. Hasta el día anterior habían
perdido seis partidos consecutivos, y tras ser adelantados por los Giants, que fueron escalando
posiciones poco a poco pero con firmeza, descendieron hasta el tercer puesto.
La asistenta que me había reemplazado parecía haber sido escrupulosa; había guardado en las
estanterías todos los libros de matemáticas del estudio que yo no me había atrevido a tocar por
temor a perturbar las investigaciones del profesor, y los demás, los había colocado en los escasos
espacios que quedaban sobre el armario o debajo del sofá. Además, como su criterio de
clasificación había sido exclusivamente el del tamaño, no cabe duda de que visualmente parecía
todo mucho más ordenado, pero el orden que subyacía tras el caos, y que había estado cultivándose
durante largos años, había sido destruido por completo.
De repente, empecé a preocuparme por la lata de galletas donde estaban los cromos de béisbol,
y me puse a buscarla. Servía de sujetalibros para igualar la altura de los volúmenes, no muy lejos de
su ubicación originaria. En su interior, Enatsu permanecía indemne.
De todos modos, por más que oscilara la clasificación de los Tigers o por muy limpio que
estuviera el estudio, la vida del profesor seguía igual. Además, en menos de dos días el esfuerzo de
la anterior asistenta se fue al garete, y surgió de nuevo el agradable paisaje de antes.
Yo había guardado con cuidado la nota que el profesor había colocado el día del altercado en el
centro de la mesa del comedor. Fue una suerte que la viuda consintiera tácitamente que mi mano se
hiciera con ella. La doblé cuidadosamente y la guardé dentro de la funda del bono de transportes
donde llevaba la foto de Root.
Fui a la biblioteca municipal para indagar el significado de la fórmula allí escrita. Si le hubiera
preguntado al profesor, me lo habría explicado enseguida; pero no lo hice porque tuve el
presentimiento de que sería capaz de comprender más profundamente lo que significaba si me
enfrentaba cara a cara con ella, con calma. Era un simple presentimiento, por lo que carecía de
fundamento. Durante el breve trato que tuve con el profesor, me había acostumbrado a usar para los
números o signos matemáticos una imaginación parecida a la empleada para la música o los
cuentos. Aquella fórmula tan simple y breve entrañaba una solidez que no podía dejar abandonada.
Desde que había ido a tomar prestado un libro de dinosaurios para el trabajo de libre
investigación de Root, el verano pasado, no había vuelto a pisar la biblioteca. La sección de
matemáticas estaba situada al fondo del ala este, en la segunda planta. No había nadie excepto yo, y
reinaba un silencio sepulcral.
Los libros del estudio del profesor tenían, todos ellos, trazas de haber sido manoseados por él,
estaban grasientos, tenían páginas dobladas o restos de comida entre las páginas; sin embargo, los
libros de la biblioteca estaban tan impolutos que resultaban aún más inaccesibles. Pensé que muy
probablemente algunos de ellos acabarían su vida sin ser abiertos por nadie.
Saqué la nota de la funda del pase de transporte.
« eπi + 1 = 0 »
Era su letra de siempre. Más bien redondeada, el trazo del lápiz en algún punto borroso, pero no
era una letra apresurada o despreocupada; denotaba lo escrupuloso de la forma de los signos o de la
manera de cerrar el 0. La fórmula era algo pequeña en comparación con la superficie del papel,
estaba escrita un poco más arriba del centro de la hoja, y con comedimiento.
Al mirarla de nuevo detenidamente, me pareció una fórmula extraña. Parecía un tanto
desequilibrada en comparación con las pocas fórmulas que yo conocía, como por ejemplo la de la
superficie de un rectángulo, que era la multiplicación de la longitud por la anchura, o la segunda
potencia de la hipotenusa, que era equivalente a la suma de la segunda potencia de los catetos. Los
únicos números que tenía la fórmula eran el 1 y el 0. En cuanto al cálculo, era muy simple, sólo una
suma, pero el primer término era algo arrogante. Y esa arrogancia, al final, se saldaba con un 0.
Aunque quería investigar, no tenía ni la menor idea de por dónde empezar. Al no quedarme
otro remedio, empecé a hojear las páginas de algunos libros que tenía al alcance de la mano.
Todos los volúmenes eran de matemáticas. No daba crédito a que fuera algo que también
pudiera compartir con otros seres humanos. ¿Sería cada una de aquellas páginas una clave para
resolver el secreto del universo? ¿Serían acaso extractos copiados del cuaderno de Dios?
Me imaginaba al creador del universo tejiendo un encaje en lo más recóndito del cielo. Con un
hilo tan fino y excelso que permitía el paso de la luz más tenue. El dibujo estaba sólo en la mente
del creador, de manera que nadie podría robarle el patrón ni prever cuál sería el siguiente dibujo en
aparecer. El encaje avanzaría sin cesar, se extendería infinitamente, y ondearía al viento. Nadie
resistiría a la tentación de tocarlo con la mano y examinarlo a la luz; de rozar tiernamente la mejilla
contra él, con los ojos embelesados y humedecidos. Y todos desearían vivamente volver a tejer el
dibujo allí labrado con las propias palabras. Un pedacito bastaría, si se pudiera traer de vuelta a la
tierra para adueñarse uno de él.
De repente me topé con un libro sobre el último teorema de Fermat. Se trataba de un relato más
bien histórico, que no de pura teoría matemática, lo cual facilitaba para mí su comprensión. Sabía
que el último teorema de Fermat era un problema difícil que aún no había sido resuelto; sin
embargo, fue una sorpresa para mí que el contenido del teorema pudiera expresarse tan fácilmente.
«Para todos los números naturales n superiores a 3 no existen números naturales X, Y, Z que
verifiquen la ecuación: Xn + Yn = Zn»
¿Eh, eso es todo?, estuve a punto exclamar. Me daba la sensación de que encontraría cuantos
números naturales quisiera capaces de cumplir con aquella fórmula. Mientras que si «n» era igual a
2, y se convertía en la maravilla que es el teorema de Pitágoras, ¿cómo se entendía que con sólo ser
una unidad mayor, pudiera destruirse el orden? Según pude saber, hojeando de pie el libro, aquella
proposición no había nacido de una tesis notoria sino que procedía de un apunte apresurado de
Fermat. Al parecer omitió la demostración por falta de espacio suficiente en la página. A partir de
entonces, muchos genios de las matemáticas intentaron dar con aquella demostración, la gran meta
del mundo matemático, pero fracasaron. Me dio pena por ellos que el capricho de un hombre les
hubiera estado atormentando a lo largo de tres siglos.
Me puse a pensar en lo grueso que sería el cuaderno de Dios y en la finura del encaje del
creador del mundo. Por mucho esfuerzo que se dedicara en seguir la labor punto a punto, un
pequeño descuido podía hacer perder de vista el enlace con el siguiente paso. Tan pronto uno se
regocijaba pensando que ya había alcanzado la meta como aparecería otro dibujo más complicado.
El profesor, por su parte, también debía de haber tenido entre sus manos varios trozos de
encaje. ¿Qué maravillosos dibujos labrados vería él? Recé para que permanecieran todavía
grabados en su memoria. Hacia la mitad del capítulo 3, que explicaba que el último teorema de
Fermat no era un simple rompecabezas para satisfacer la curiosidad de los aficionados a las
matemáticas sino algo profundamente relacionado con el principio de la teoría matemática, encontré
la misma fórmula que había escrito el profesor. No se me escapó aquella línea, que apareció en un
rincón de mi campo de visión mientras pasaba páginas sin rumbo fijo. Miré la nota y el libro para
compararlos cuidadosamente. No cabía duda. Se llamaba Fórmula de Euler.
Aunque supe enseguida su denominación, no se disipó mi dificultad para comprender el
significado de la fórmula. Permaneciendo de pie entre las estanterías, volví a leer las páginas
relacionadas con la fórmula una y otra vez. Sobre todo las partes difíciles, que intenté leer en voz
alta, como me había enseñado el profesor. Como seguía sin haber nadie excepto yo en la sección de
matemáticas, no molestaba a nadie. Presté atención a mi propia voz, que iba siendo engullida por
los huecos que había entre los libros de matemáticas.
Sabía qué era π. El cociente entre la longitud de la circunferencia y su diámetro. También «i»,
me lo había enseñado el profesor. Es la raíz cuadrada de –1, un número imaginario. Lo complicado
era «e». Era, al igual que π, un número irracional no algebraico y, al parecer, una de las constantes
más importantes de las matemáticas.
Primero, había que empezar por saber qué era un logaritmo. El logaritmo de un número
determinado es el exponente al cual se ha de elevar una constante para que la potencia resulte el
número dado. Dicho sea de paso, a la constante se le llama «base». Por ejemplo, si la base es 10, el
logaritmo de 100 (o sea, log10 100) es 2, ya que 100 = 102 .
En la numeración decimal que utilizamos normalmente es conveniente emplear el logaritmo de
base 10, al que llamamos logaritmo común; sin embargo, en las teorías matemáticas, el logaritmo en
base «e» cumple también un papel muy importante con frecuencia, por lo que recibe el nombre de
logaritmo natural. Dado un número determinado, este logaritmo es el exponente al que debemos
elevar el número «e» para obtener ese número. Es decir que «e» es la «base de los logaritmos
naturales».
En cuanto a esa base «e», que como hemos dicho resulta relevante, Euler realizó el cálculo:
e = 2,71828182845904523536028…
Sin embargo, cuanto más explícito era, más profundo me parecía el enigma de «e».
De entrada, ¿dónde se encontraba lo natural del llamado precisamente logaritmo natural? ¿No
era en verdad sumamente antinatural el hecho de utilizar como base un número que sólo podía
expresarse por escrito mediante una fórmula, que acabaría por salirse de cualquier papel por grande
que éste pudiera ser, y para el cual, de usar su expresión decimal, ésta no acabaría nunca ni
presentaría ninguna realidad?
Puesto que aquella enumeración aleatoria de números, confusos e incoherentes, como hormigas
procesionando a su antojo, o como un bebé que apilara cubiletes de madera con torpeza, respondía
en realidad a un deseo de lógica razonable, ¿qué podía yo hacer? La intercesión de Dios era
insondable. Pero había hombres que habían sido capaces de captar esa mediación correctamente.
Aunque la mayoría de la gente, incluida yo, no éramos capaces de demostrarles nuestro
agradecimiento por su voluntarioso trabajo.
Descansé la mano, que estaba entumeciéndose por el peso del libro, volví a hojear las páginas
pensando en Leonhard Euler, el matemático más grande del siglo XVIII. Yo no sabía nada de él,
pero por el simple hecho de tener su fórmula entre mis manos, me dio la sensación de percibir la
temperatura de su cuerpo. Euler había acuñado aquella fórmula empleando un concepto de lo más
irracional. Descubrió una conexión natural entre números que aparentemente no tenían nada que
ver entre sí.
Si sumamos 1 a «e» elevado a la potencia del producto de π por i, eso da 0.
Volví a mirar la nota del profesor. Unos números que circularían periódicamente hasta el final y
otros números extraviados que nunca mostrarían su verdadera naturaleza, aterrizaban en un punto
tras haber dado una voltereta. No aparecía ningún círculo en ningún lugar, y sin embargo π caía
volando desde el cielo, inesperado, a los pies de «e», y estrechaba la mano del tímido «i». Se
apretujaban unos con otros y contenían la respiración, pero bastaba con que un hombre añadiera
sólo un 1 para que el mundo cambiase totalmente, sin previo aviso. El 0 era la madre del cordero.
La fórmula de Euler era como una estrella fugaz centelleando en la oscuridad. Era un verso
grabado en una cueva tenebrosa. Impresionada por toda la belleza que contenía la fórmula, la
guardé en la funda del pase de transporte.
Mientras bajaba por las escaleras de la biblioteca, giré un momento la cabeza pero la sección de
matemáticas seguía desierta, reinaba el silencio, sin que nadie supiera qué cosas tan hermosas había
allí escondidas.
Al día siguiente volví otra vez a la biblioteca. Era para comprobar algo que me daba que pensar
desde hacía tiempo. Saqué una edición de formato reducido de un periódico regional del año 1975,
y fui hojeando página por página, con paciencia, la gruesa encuadernación. El artículo que estaba
buscando había sido publicado en la edición local del 24 de septiembre de 1975.
«El día 23, sobre las 16 h 10, en la carretera nacional II, bloque 3 del distrito xx, el
conductor xx (28) que conducía una furgoneta de la compañía de transporte xx, tras rebasar
la línea continua e invadir el carril contrario, chocó con el turismo que conducía xx (47),
catedrático del instituto matemático de la universidad xx. xx, tras sufrir un fuerte impacto
craneal, se encuentra en estado crítico, xx (55), su cuñada, que viajaba en el asiento
delantero junto al conductor, tiene una grave fractura en la pierna izquierda. El conductor de
la furgoneta tan sólo sufrió una herida leve en la frente. La policía investiga la posibilidad
de que la somnolencia fuera la causa del accidente, y está interrogando al conductor acerca
de las circunstancias…»
Terminada la temporada de lluvias, habían comenzado las vacaciones de verano en los colegios
y se habían inaugurado los Juegos Olímpicos de Barcelona; sin embargo, el profesor seguía
luchando. Yo esperaba que me pidiera que enviara por correo la demostración ya acabada al
Journal of Mathematics, pero ese día no llegaba.
Los días bochornosos se sucedían. En el pabellón no había aire acondicionado ni estaba bien
ventilado, pero lo aguantábamos sin queja. Y no había nadie que pudiera ganar al profesor en
paciencia. Aunque por la tarde la temperatura superara los 35 grados, él cerraba bien cerrada la
puerta del estudio, seguía sentado ante el escritorio y no quería quitarse la americana en todo el día.
Es como si, una vez quitada, temiera que todas las demostraciones matemáticas que había
acumulado hasta entonces se fuesen a desmoronar. Los cuadernos se deformaban mojados por el
sudor, y tenía tantos sarpullidos en las articulaciones que daba pena verlo. Le fastidiaba mucho que
le llevara el ventilador al estudio, o que le aconsejara que se diera un baño y que bebiera más té frío
de cebada tostada, y al final me acababa echando del estudio.
Cuando empezaron las vacaciones escolares, Root también venía conmigo al pabellón por las
mañanas. Pensé que no era demasiado conveniente dejar a Root mucho tiempo allí, después del
incidente, y sin embargo el profesor no cedió. Pese a que se supone que sólo tenía conocimientos
matemáticos, sabía perfectamente que los estudiantes tenían vacaciones largas en verano, por lo que
persistió en su argumentación de siempre, a saber: que un niño debe estar a la vista de su madre en
cualquier momento. A pesar de todo, Root no hacía sino jugar al béisbol con sus amigos en el
parque, sin realizar los deberes, y por la tarde iba a la piscina a nadar. Apenas se estaba quieto en
casa.
Fue un viernes 31 de julio cuando dio por acabada la demostración. El profesor, sin demostrar
excitación alguna, ni cansancio especial, me entregó el manuscrito. Como al día siguiente era
sábado, y yo quería que llegara a tiempo para el correo del día, fui corriendo a la oficina de correos.
Después de comprobar que el sello urgente estaba estampado y que el sobre se mandaba
correctamente, exploté de alegría, y me detuve en varios sitios por el camino. Compré ropa interior
para el profesor, jabones perfumados, helados, gelatinas y pasta cuajada de judías endulzadas.
Al llegar al pabellón, el profesor había vuelto al punto de partida. Se había convertido en el
profesor que no me reconocía. Miré el reloj de pulsera. Hacía una hora y diez minutos desde que
había salido.
Nunca hasta entonces habían fallado los ochenta minutos. Los ochenta minutos que
contabilizaba su cerebro eran más estrictos e implacables que cualquier reloj.
Agité el reloj de pulsera y me lo pegué a la oreja para comprobar si funcionaba bien.
—¿Cuál fue tu peso al nacer? —preguntó el profesor.
Poco después de comenzar el mes de agosto, Root se fue cinco días de acampada. Root estaba
deseando ir a aquel campamento donde podían acudir niños a partir de los diez años. Aunque era la
primera vez que se separaba de mí, no tenía una cara triste. En la parada de autocares, que era el
lugar de encuentro, muchos padres e hijos se despedían cariacontecidos, si bien unas madres
exultantes intentaban dar indicaciones minuciosas a sus hijos hasta el último momento. Yo, sin ser
la excepción, hubiera querido decirle muchas cosas, como que se pusiera la cazadora cuando
hiciera fresco, o que no perdiera la tarjeta de asistencia sanitaria, pero Root, sin prestarme atención,
al llegar el autocar se subió de un salto antes que nadie. Al final, sólo me hizo una señal de adiós
con la mano, medio protocolaria, desde la ventanilla.
La primera noche después de que se fuera Root, como me daba pereza volver al apartamento
sola, tardé mucho en salir después de haber terminado de quitar la mesa y de fregar los platos.
—¿Le apetece que le corte alguna fruta? —al oírme, el profesor volvió la cabeza sin levantarse
de la butaca.
—Gracias.
Debía de quedar aún un rato para el atardecer, pero las nubes se hicieron espesas sin darnos
cuenta, el patio parecía estar envuelto con celofán de color violeta tras mezclarse la oscuridad con el
sol del ocaso. Había empezado a hacer un poco de viento. Serví el melón cortado al profesor, y me
senté al lado de su butaca.
—Come tú también.
—Muchas gracias, pero no se preocupe.
El profesor machacaba la pulpa del melón con el dorso del tenedor, y se lo comía salpicando
todo y haciendo ruidos con la boca.
Como no estaba Root y no había nadie que encendiera la radio, todo estaba silencioso. No
llegaba ningún sonido desde la casa principal. Tan pronto pensé que las cigarras estaban cantando,
les dio por callarse.
—¿No quieres de verdad un poquito? —el profesor intentó ofrecerme la última raja.
—No, no, gracias. Pero no se preocupe, tómeselo usted —le dije limpiándole la boca mojada
con el pañuelo—. Hoy también ha hecho mucho calor.
—Es verdad.
—Aplique bien el ungüento para sarpullidos que está en el baño.
—Así lo haré, si no se me olvida…
—Dicen que mañana va a hacer aún más calor.
—El verano pasa mientras decimos «¡qué calor!», «¡qué calor!»…
Los árboles de repente empezaron a susurrar mecidos por el viento y a su alrededor todo se
volvió oscuro en un instante. Al arrebol de la tarde, que hasta hacía poco permanecía en la cresta
del horizonte, se lo estaba tragando la oscuridad. El rugir de un trueno se escuchó en alguna parte.
—¡Un trueno! —dijimos el profesor y yo a un tiempo.
Enseguida empezó a llover. Las gotas eran tan grandes que se podían distinguir una por una. Su
sonido golpeando el tejado resonaba en toda la habitación. Iba a cerrar la ventana cuando el
profesor me dijo:
—¿No está bien así? Estaremos mejor si la dejas abierta.
Cada vez que la cortina se ahuecaba por el viento, la lluvia entraba y nos mojaba los pies
descalzados. Como él decía, era refrescante y agradable. Ya no había ni rastro de sol en ninguna
parte, sólo la lámpara del fregadero, que había olvidado apagar, iluminaba vagamente el patio
interior. Los pajarillos que parecían escondidos entre los árboles salieron volando, las ramas
enredadas cedieron, y pronto todo cuanto veíamos se fue quedando cubierto por la lluvia. Olía a
tierra mojada. Los truenos poco a poco iban acercándose.
Pensé en Root. ¿Habría encontrado el impermeable? Debería haberse llevado otro par de
zapatillas de repuesto. ¿No estaría comiendo demasiado, dejándose llevar por la euforia? Ojalá no
coja frío al acostarse con el pelo mojado.
—¿Estará también lloviendo en la montaña? —dije.
—Hum… ya está oscuro y la montaña no se ve —contestó el profesor con los ojos medio
cerrados—. Quizá vaya siendo hora de hacerme unas nuevas gafas para la presbicia.
—¿Aquel rayo ha caído en la montaña?
—¿Por qué te preocupa tanto la montaña?
—Mi hijo se ha ido allí de campamento.
—¿Tu hijo?
—Sí. Tiene 10 años. Le gusta el béisbol y es un niño travieso. Usted le puso el apodo de Root.
Porque su coronilla es plana.
Le di la explicación que tantas veces le había repetido. Por muchas veces que el profesor nos
preguntara, aunque hubiera que contestarle muchas veces, habíamos acordado con Root que nunca
pondríamos cara de aburridos.
—Vaya. Así que tienes un hijo. Eso está bien.
Y al salir el tema de Root su rostro fue cobrando vida. Era algo que siempre se repetía.
—Un niño que va de campamento de verano. Maravilloso. Es símbolo de paz y salud.
El profesor se apoyó en el cojín, bostezó y se estiró. El aliento del profesor aún olía a melón.
Caían relámpagos y los truenos sonaban más fuerte que antes. La luz atravesó el cielo sin que lo
impidieran ni la lluvia ni la oscuridad. Fue un relámpago que casi se me queda grabado, aun
después de haber desaparecido.
—Ahora seguro que ha caído, ¿verdad? —le dije.
El profesor sólo murmuró una especie de «hummm» sin contestarme. Las salpicaduras de la
lluvia llegaban también hasta el suelo entarimado. Para que no se mojaran los pantalones del
profesor, le doblé los bajos. El profesor movió las piernas inquieto, como sintiendo cosquillas.
—Si los rayos caen en alto, entonces será más peligroso en la montaña que en el llano,
¿verdad?
Pensé que el profesor tendría más conocimientos acerca de los relámpagos que yo, ya que las
matemáticas son ciencias, y sin embargo parece que no acerté.
—El lucero de la tarde de hoy tenía el contorno borroso. Los días así, por lo general, el tiempo
empeora.
La respuesta del profesor estaba muy lejos de la precisión matemática.
Mientras tanto, llovía torrencialmente, caían rayos sin cesar, uno tras otro, y los truenos hacían
temblar el cristal de las ventanas.
—Me preocupa Root.
—Preocuparse por los hijos es la prueba más importante a la que se ven sometidos los padres;
así estaba escrito en un libro de alguien.
—A lo mejor sus cosas están empapadas y no sabe qué hacer. Le quedan aún cuatro días de
campamento.
—De todos modos, es sólo un chubasco. Mañana, al amanecer, cuando haga calor, se secará
todo.
—¿Y si le cae encima un rayo?
—La probabilidad es muy baja.
—Si le da por caer directamente en su gorra de los Tigers… Es que Root tiene la cabeza tan
especial. Usted lo sabe. Se parece mucho al signo de la raíz cuadrada. Es una cabeza que nadie
podría imitar, que Dios le dio sólo a él. No sería nada extraño que atrajese a un relámpago…
—No, las cabezas en forma de cono son mucho más peligrosas. Pueden confundirse con un
pararrayos.
El profesor, que era tan aprensivo en todo lo referente a Root, aquella vez se mostraba
consolador conmigo. Soplaba un fuerte viento y la arboleda se ondulaba. Cuanto más se enfurecía
la tempestad, más se llenaba de silencio el pabellón. En una habitación del primer piso de la casa
principal la luz estaba encendida.
—Cuando no está Root, siento que mi corazón está vacío —dije.
—¿Vacío significa que se reduce a 0? —murmuró el profesor, a pesar de que yo no le había
preguntado nada en concreto—. Es decir, ahora existe un 0 dentro de ti, ¿es eso?
—Sí, creo que sí, bueno, casi… —asentí con la cabeza, vagamente.
—¿No te parece que el hombre que descubrió el 0 era grandioso?
—¿No existía el 0 desde siempre?
—¿A qué te refieres con desde siempre?
—Pues… quizás desde que nació el ser humano ha existido el 0…
—Entonces, ¿tú crees que ya existía el 0 cuando apareció la especie humana, como las flores o
estrellas? ¿Crees que pudo conseguirse tal belleza sin hacer ningún esfuerzo? ¡Qué clase de idea es
ésa! Deberías estar todavía más agradecida a la grandeza del progreso humano. Por mucho que lo
agradecieras, nunca sería suficiente. No es un castigo de Dios, sabes…
El profesor incorporó la parte superior del cuerpo y se rascó el pelo. Aquello le parecía
lamentable de verdad. Como la caspa estaba a punto de caer en el plato del melón, lo deslicé
deprisa debajo de mi silla.
—¿Y quién lo descubrió?
—Fue un matemático indio desconocido. Fue él quien salvó a las matemáticas griegas de ser
quemadas en las revueltas de los paganos, fue él quien resucitó los teoremas perdidos y además
descubrió nuevos teoremas. Todos los matemáticos de la Grecia antigua pensaban que era
innecesario calcular la nada. Como no existe la nada, tampoco es posible expresarla con números.
Pero hubo personas que dieron la vuelta a esa lógica tan razonable. Él fue capaz de expresar la
nada con un número. Hizo existir la no existencia. ¿No te parece maravilloso?
—Sí, lo es.
Estaba de acuerdo con él, pero no sabía por qué aquel matemático indio desplazaba a Root en
sus preocupaciones. Yo ya había aprendido por experiencia que cualquier cosa que el profesor
exponía apasionadamente resultaba, sin falta, magnífica.
—Así que gracias a que ese gran maestro indio descubrió el 0 en el cuaderno de Dios se
pudieron hojear páginas que nunca habían sido abiertas hasta entonces.
—Eso es. Fue exactamente tal como acabas de decirlo. Eres realmente inteligente. Te falta el
sentimiento de agradecimiento, pero tienes suficiente audacia para entender el conjunto de las
matemáticas. Mira esto, míralo sólo un momento.
Sacó un lápiz y un papel de bloc del bolsillo pechero. Era un gesto que le había visto muchas
veces. También era el momento en el que parecía más elegante.
—El poder distinguir entre estos dos números se debe al 0.
Los números que escribió, utilizando el reposabrazos como soporte, fueron el 38 y el 308. El 0
estaba subrayado con dos líneas.
—El 38 está formado por tres 10 y ocho 1. El 308, por tres 100, cero 10 y ocho 1. La columna
de las decenas está vacía. El 0 expresa como signo ese asiento vacío. ¿Me explico?
—Sí.
—Muy bien. Entonces, supongamos que aquí tenemos una regla. Es una regla de 30
centímetros, de madera, graduada en milímetros. Las divisiones grandes están marcadas cada
centímetro y cada cinco centímetros. ¿Qué tenemos en el extremo izquierdo?
—El 0.
—Correcto. Vas cogiéndolo. La graduación del extremo izquierdo es el 0. Una regla empieza
en el 0. Al poner el extremo de lo que quieres medir sobre el 0, ya puedes saber automáticamente
su longitud. Si hubiera empezado en el 1, se complicarían las cosas. El hecho de que podamos
utilizar la regla sin preocupaciones se lo debemos al 0.
Aún seguía lloviendo. Unas sirenas resonaban en alguna parte, pero enseguida fueron
desapareciendo entre los truenos.
—De todas maneras, lo más maravilloso del 0 no es sólo que sea un signo o un criterio, sino
que es un número en sí mismo. El único número natural que sólo es menos que 1 es el 0. Pese a la
existencia del 0, la unidad de las reglas del cálculo no se ve afectada. Más bien, el 0 refuerza aún
más su coherencia, hace más sólido su orden. Venga, imagínatelo: un pajarillo está parado en la
copa de un árbol. Es un pájaro que canta con voz clara. Tiene el pico precioso y unas alas con
dibujos hermosos. Antes de que se nos escape un suspiro de fascinación, el pajarillo sale volando.
En la copa, ya no queda ni su sombra. Únicamente las hojas secas estremecidas.
El profesor señaló con el dedo la oscuridad del patio, como si el pajarillo acabara de salir
volando en aquel mismo instante. Las tinieblas, mojadas, se hicieron aún más oscuras.
—1 – 1 = 0. ¿No te parece hermoso?
El profesor se volvió hacia mí. Sonó un trueno aún más fuerte y tembló la tierra. Parpadeó la
luz de la casa principal y no se vio nada durante un instante. Yo agarré con fuerza la bocamanga de
su americana.
—No te preocupes. No pasa nada. El signo de la raíz cuadrada es muy fuerte. Protege a
cualquier tipo de número —me dijo acariciando mi mano.
Root volvió a casa según lo previsto. Trajo una figura que representaba a un conejo dormido,
hecha con ramitas y bellotas, como recuerdo del viaje. El profesor la colocó encima del escritorio.
Y pegó a sus pies una nota escrita:
Pregunté a Root si el primer día de campamento les había cogido una tormenta tremenda, pero
me contestó que no había caído ni una gota. Al final, parece ser que el rayo cayó en el árbol gingko
del templo sintoísta cercano. En el pabellón volvía el calor y el canto de las cigarras, y se secaron
enseguida tanto la cortina como el suelo mojado.
Lo que más le preocupaba a Root eran los Tigers. Parece que tenía esperanzas de que se
hicieran con el primer puesto durante su ausencia, pero las cosas no habían ido demasiado bien,
pues cosecharon más derrotas que victorias contra los Swallows, que estaban en cabeza, y habían
caído por tanto hasta el cuarto puesto.
—¿Los has animado mientras yo no estaba?
—Sí, claro que sí… —contestó el profesor.
Root tenía la sospecha de que los Tigers no marchaban bien porque el profesor había
descuidado animarlos.
—Pero no sabes encender la radio.
—Tu madre me enseñó.
—¿De verdad?
—Claro que sí. Tu mamá me la sintonizó para que escuchara el béisbol.
—Sabes que no podemos ganar sólo con escuchar distraídamente.
—Lo sé. Los animé con toda mi alma. Estuve suplicando ante la radio durante todo el tiempo
para que Enatsu consiguiera muchas eliminaciones de bateadores —se justificaba el profesor como
para disipar las sospechas.
Así fue cómo volvimos a las veladas en las que se escuchaba la radio en el comedor.
La radio estaba encima del aparador del comedor. Desde que la arreglaron en la tienda de
electrodomésticos como premio a que Root resolvió correctamente sus deberes, funcionaba
estupendamente. El hecho de que a veces se escucharan ruidos parásitos espantosos no era culpa
del aparato, sino que se debía a la deficiente recepción de la señal en el pabellón.
Hasta que empezaba la retransmisión nocturna, el volumen de la radio permanecía bajo. Hasta
el punto de que, camuflada por los ruidos que yo hacía preparando la cena en la cocina, o por el
motor de una moto que pasaba por la calle principal, o el profesor hablando solo o un estornudo de
Root, no se sabía incluso si estaba realmente encendida. Sólo cuando todo se quedaba en silencio
se escuchaba la música. Pese a que debía tratarse de varias canciones, no era capaz de recordar los
títulos de las canciones, y sólo recordaba haberlas escuchado hacía mucho tiempo.
El profesor, sentado en su butaca, su sitio reservado junto a la ventana, estaba leyendo un libro.
Root, con un cuaderno abierto en la mesa del comedor, escribía. El título «Formas cúbicas de
coeficiente entero n° 11» estaba tachado con dos rayas, y debajo se leía «Cuaderno de los Tigers»,
escrito con la letra de Root. El profesor le había regalado algunos cuadernos que ya no necesitaba,
para que Root resumiera los datos de los Tigers a su manera. Por lo tanto, en las primeras tres
páginas había una serie de fórmulas indescifrables, y a partir de la siguiente estaban escritas las
medias de lanzamientos victoriosos sobre el lanzador de Nakada o los porcentajes de bateo de
Shinjo.
Yo estaba amasando masa cruda de pan. Entre los tres, después de mucho debatir, habíamos
decidido cenar panecillos, cosa que no habíamos hecho últimamente, y comer el pan recién hecho
poniéndole encima las cosas que nos gustaban: queso, jamón o verduras.
El calor no parecía aflojar pese a que el sol había empezado a declinar hacia el oeste. Quizá
porque las hojas de los árboles que habían recibido un baño de sol durante todo el día ahora emitían
ese calor, no entraba ni pizca de viento por la ventana, que se había quedado abierta, sino aire
caliente. El dondiego cerraba sus pétalos en una maceta que Root había traído de la escuela, y
estaba ya preparándose para dormir. A la sombra de las hojas del tronco de la paulonia azul, que
era el árbol más alto del patio, se veían muchas cigarras con las alas en posición de descanso.
La masa de pan recién fermentada estaba muy blanda. Siempre me entraban ganas de meter los
dedos y dejarlos dentro indefinidamente. Tanto la encimera como el suelo entarimado estaban
blancos de harina. Cada vez que me enjugaba el sudor de la frente, mi cara también se llenaba de
harina.
—Oye, Profesor —dijo Root, con el lápiz agarrado en la mano y contemplando el cuaderno.
Hacía tanto calor que no podía aguantarlo, sólo llevaba una camiseta sin mangas y unos
calzoncillos. Como acababa de volver de la piscina hacía un momento, su pelo aún estaba mojado.
—¿Qué pasa? —contestó el profesor levantando la cabeza.
Tenía las gafas para la presbicia medio caídas sobre la punta de la nariz.
—¿Qué son las bases totales?
—Es el número de bases que se logran con un hit. Si es el hit de la primera base, es 1, si es de
la segunda base, son 2, y si es de la tercera base, son 3. Por lo tanto, si es un home run serán…
—Serán 4.
—Correcto.
Al profesor se le puso auténtica cara de felicidad.
—No hay que molestar al profesor… —dije.
Corté la masa de pan en pedazos y les di una forma redondeada del mismo tamaño.
—Lo sé —contestó Root.
En el cielo no se veía ni un atisbo de nube, el verde de las ramas era deslumbrante, y en el suelo
oscilaba la luz que penetraba entre los árboles. Root estaba contando los números de las bases
totales con los dedos. Yo encendí el horno. La música de la radio se interrumpía por culpa de las
interferencias, pero al poco rato volvía a estar como antes.
—Oye, oye… —volvió a decir Root.
—¿Qué quieres? —contesté yo.
—No, tú no, mamá —dijo Root—. ¿Cómo se calcula el coeficiente acumulado de bateo de la
liga?
—Será el número de partidos multiplicado por 3,1. Y quitas los decimales.
—¿No hay que redondear la cifra?
—No, no hace falta. A ver, déjame ver…
El profesor cerró el libro, lo puso en la silla y se acercó a Root. Las notas produjeron un
susurro. El profesor apoyó una mano en la mesa del comedor y puso la otra encima del hombro de
Root. Las sombras de ambos se sobrepusieron. Root balanceaba los pies debajo de la silla. Yo metí
el pan en el horno.
Pronto se escuchó la música que anunciaba el comienzo de la retransmisión del partido de
béisbol. Root alargó la mano para subir el volumen.
—Pase lo que pase, hoy no podemos perder —decía Root.
—A ver, ¿saldrá Enatsu como primer lanzador? —preguntó el profesor quitándose las gafas
para la presbicia.
Nosotros imaginábamos el montículo aún virgen de pisadas. La tierra húmeda, de un negro
vivo y allanada tan cuidadosamente que parecía estar fría.
—Defendiendo, los Hanshin Tigers. El lanzador…
Los gritos de alegría del público y los parásitos interfirieron en la presentación que se realizaba
en el estadio. Imaginábamos las huellas de las botas del primer lanzador que se dirigía al montículo.
El olor a pan horneado llenaba todo el comedor.
9
UN DÍA, CUANDO YA SE ACERCABA EL FINAL de las vacaciones de verano, al profesor le salió un
flemón de tal manera que era imposible disimularlo. Fue el día en el que los Tigers acababan de
regresar a su estadio Koshien, y ocupaban la segunda posición a sólo 2,5 puntos de diferencia de
los Yakult Swallows, tras haber cosechado en la temporada de verano diez victorias a domicilio y
seis derrotas.
Había estado aguantándose el dolor él solo, sin decir nada a nadie. Si hubiera dedicado una
parte de la atención que prestaba a Root a sí mismo, la cosa no habría empeorado tanto; sin
embargo, cuando me di cuenta, ya tenía una hinchazón enorme en el moflete izquierdo, y ni
siquiera podía abrir completamente la boca.
Me fue más fácil llevarlo al dentista que a la peluquería, o a ver el partido de béisbol. A causa
del dolor insoportable, no tenía fuerzas para oponerse, ni siquiera hubiera podido exponer sus
argumentos porque se le habían inmovilizado los labios. El profesor se cambió la camisa, se puso
los zapatos, y caminó obedientemente camino del dentista. Con la espalda encorvada como si
quisiera proteger el diente que le dolía, se cobijaba bajo la sombra del parasol que yo le sostenía.
—Si no te quedas aquí esperándome, no sé qué hacer —me decía, sentado en el sillón de la sala
de espera, repitiéndolo muchas veces con la lengua trabada.
No sé si era porque le preocupaba que no entendiese lo que me decía, o porque no se fiaba de
mí, pero en cualquier caso repetía la misma frase cada cinco minutos.
—No salgas por ahí mientras me atienden dentro. Quédate esperándome, sentada aquí, en este
sillón. ¿De acuerdo?
—No se preocupe. No iré a ningún sitio. No lo dejaré solo.
Acaricié su espalda deseando que se le apaciguara el dolor, aunque sólo fuera un poco. Otros
pacientes, cabizbajos, se esforzaban en disimular. Yo sabía cómo comportarme en situaciones
incómodas como aquélla. Sólo debía mostrarme resuelta como con el teorema de Pitágoras o la
fórmula de Euler.
—¿De verdad?
—Sí. Usted no tiene que preocuparse por nada. Estaré esperándole durante todo el tiempo que
necesite.
Aunque sabía que no podría tranquilizarle que le dijera aquellas cosas, le repetí muchas veces lo
mismo. Hasta el último momento en el que se cerró la puerta que daba a la sala de consulta, el
profesor se volvió para asegurarse de mi presencia.
La consulta tardaba más de lo previsto. Aun después de que los pacientes que habían entrado
más tarde que el profesor se hubieran marchado y hasta pagado los honorarios, el profesor no
aparecía. No cuidaba su dentadura, ni se lavaba los dientes, y yo pensé que no estaría mostrando
una actitud muy cooperativa, por lo que pensé que el doctor estaría teniendo muchas dificultades
con él. De vez en cuando intentaba echar un vistazo, a través de la ventanilla de recepción,
levantando levemente el trasero del sillón, pero sólo alcanzaba a ver la cabeza del profesor por
detrás.
Cuando salió de la sala al terminar por fin el tratamiento, estaba evidentemente de peor humor
que cuando se aguantaba el dolor. Tenía cara de agotamiento, el sudor le rezumaba por la frente.
Aspiraba entrecortadamente por la nariz y se pellizcaba exasperadamente los labios que parecían
estar anestesiados.
—¿Está bien? Debe de estar muy cansado. Vamos…
Me levanté e intenté alargar mi mano, pero el profesor pasó indiferente a mi lado. No sólo es
que no me mirara, sino es que incluso rechazó mi mano.
—¿Qué le pasa…?
Mi voz no llegaba a los oídos del profesor. Se quitó las zapatillas, se puso sus zapatos,
tambaleante, y salió fuera. Pagué los honorarios en recepción, atolondradamente, y le seguí, sin
darme tiempo a pedir hora para la siguiente consulta.
El profesor estaba ya cerca del primer cruce. No se equivocaba de dirección y, sin embargo, iba
caminando por la acera sin hacer caso de nadie ni de la circulación de los coches, a un ritmo de
marcha tan vigoroso que cruzaba sin respetar los semáforos. Fue una sorpresa ver que era capaz de
caminar con un paso tan rápido. Aun de espaldas, se notaba que estaba de muy mal humor.
—¡Espere un momento, por favor! —intenté pararlo gritando a voces, pero sólo los transeúntes
me miraron con extrañeza.
El sol de pleno verano abrasaba, y hacía tanto calor que casi estaba mareada.
Me fui exasperando poco a poco. ¿Por qué tiene que enfadarse tanto, sólo porque le haya
dolido un poco el tratamiento? Habría empeorado si no se hubiera intervenido. Tarde o temprano
hubiera debido ir al dentista. Incluso Root podía entenderlo. Claro que debía haber traído a Root
con nosotros. Así el profesor se habría comportado como una persona adulta. Siguiendo sus
indicaciones, yo le había estado esperando sin hacer otra cosa…
Me entraron ganas maliciosas de dejarle actuar a su antojo, por lo que aflojé el paso a propósito
y dejé de seguirlo. El profesor aún continuó un rato, fijando la vista sólo hacia adelante, sin
retroceder por mucho que le pitaran los conductores o se topara con los postes de electricidad.
Parecía que sólo quería llegar a casa lo antes posible. El cabello, que debió de peinar en el
momento de salir, se había desmelenado, y la americana estaba llena de arrugas. Su espalda parecía
aún más pequeña que lo que sugería la distancia. Había momentos en los que, debido a la
luminosidad, su figura se confundía con los rayos del sol, pero gracias a las notas que resplandecían
reflejando la luz no lo perdí de vista. Emitían una luz compleja, como si fuera una clave que nos iba
mostrando su paradero.
De repente, me asusté y agarré con fuerza el mango del parasol. Y miré la hora en el reloj de
pulsera. Intenté recordar el tiempo desde que el profesor entró en la sala de consulta hasta que hubo
salido. Calculé diez minutos, veinte minutos, treinta minutos…, poniendo en dedo en las marcas del
reloj.
Eché a correr en pos de la espalda del profesor. Corría tomando como referencia el reflejo de
las notas, sin preocuparme siquiera por las sandalias que se me iban cayendo. El profesor ya había
doblado en la siguiente esquina y estaba a punto de ser tragado por la sombra de la ciudad.
Mientras el profesor se daba un baño ligero, estuve arreglando los ejemplares del Journal of
Mathematics. A pesar de que se dedicaba con toda su alma a los problemas premiados, no le daba
importancia alguna a las revistas, por lo que estaban tiradas por todas partes, sin haber sido abiertas
por ninguna página excepto por la de los concursos. Las recogí, y tras colocarlas por orden de
antigüedad, comprobé los índices y fui dejando sólo los números en los que estaban publicadas las
demostraciones del profesor como ganador del premio.
La probabilidad de dar con el nombre del profesor era alta. Los apartados sobre el ganador del
premio me llamaban la atención enseguida, ya que sus caracteres eran más grandes y estaban
enmarcados con un diseño especial. El nombre del profesor estaba impreso de una manera
realmente majestuosa; llenaba de orgullo. Las demostraciones que se habían convertido en letra
tipográfica, en lugar de desaparecer en la humanidad del manuscrito, parecían haber alcanzado una
rotundidad sublime, y según yo podía ver, transmitían toda la firmeza de su lógica.
Quizás porque había estado rodeada por las paredes silenciosas durante mucho rato, sentí aún
más calor en el estudio. Mientras metía las revistas en las que no salían sus demostraciones en una
caja de cartón, recordé de nuevo lo acontecido en el dentista, y volví a calcular el tiempo que había
transcurrido en la consulta. Aunque habíamos estado en el mismo edificio, no debí haber
descuidado que nos encontrábamos en salas distintas, la de espera y la de consulta. En todo caso,
cuando estaba con el profesor siempre debía ser consciente de los ochenta minutos.
Sin embargo, por muchas veces que volvía a calcularlo, el tiempo durante el que habíamos
estado separados debía haber sido menos de sesenta minutos.
Me convencí de que no siempre tenía por qué mantener el ciclo de los ochenta minutos exactos,
ya que un matemático también es un ser de carne y hueso. Cada día cambian tanto las condiciones
meteorológicas como las personas que viven con éstas. Hay momentos en los que uno se siente en
baja forma. Especialmente en aquel momento al profesor le dolían los dientes. No era extraño que
le hubiera producido un trastorno en la cinta magnética de los ochenta minutos el que le hubiera
manipulado la boca un desconocido, poniéndolo nervioso.
Al apilar en el entarimado las revistas con demostraciones del profesor, el montón resultó ser
más alto que mi cintura. Les tenía cariño a esas demostraciones del profesor, incrustadas como si
fueran piedras preciosas dentro de revistas normales y corrientes. Fui poniendo las revistas
amontonadas por orden, una tras otra. Era como una sedimentación de la energía que el profesor
había ido consumiendo con las matemáticas, y a la vez, era una demostración de la realidad de que
sus capacidades matemáticas no habían sido dañadas por aquel triste accidente.
—¿Qué haces?
El profesor ya había salido del baño, sin que me diera cuenta, y asomaba la cabeza. Quizás aún
estaba bajo los efectos de la anestesia, pues los labios estaban aún torcidos, y sin embargo la
hinchazón del moflete ya había bajado. Parece que el baño le había sentado bien y ya no le dolían
los dientes. Eché una mirada rápida al reloj, sin que lo notara, y comprobé que llevaba menos de
treinta minutos en el cuarto de baño.
—Estoy ordenando las revistas.
—Vaya, gracias por tu trabajo. Pero vaya montaña. Si no es molestia y si no pesan demasiado,
¿podrías ir a tirarlas a algún sitio?
—¡Qué dice! No se pueden tirar de ninguna manera.
—¿Por qué?
—Porque quien hizo todo esto fue usted, profesor. Usted lo solucionó todo solo —dije.
El profesor me contempló con una mirada de vacilación, sin contestarme nada. Las gotas que
caían de su pelo mojaban las hojas.
Las cigarras, que habían cantado exageradamente por la mañana, se iban tranquilizando, y lo
único que llenaba el patio era el sol del verano, que lo bañaba con su luz. Sin embargo, si se
alargaba la vista, se veían las nubes finas que nos hacía sentir la cercanía del otoño en el cielo
lejano, más allá de la cresta del horizonte. Precisamente era el cielo por donde aparecía el lucero de
la tarde.
En cuanto comenzó el nuevo curso de Root, llegó la noticia de que el profesor había ganado el
problema premiado en el Journal of Mathematics. Era aquel problema al que se había enfrentado
durante todo el verano.
Sin embargo, como supuse, no se alegró. No hizo sino tirar la postal de la revista en la mesa del
comedor, sin acabar siquiera de leerla, sin decir nada y sin siquiera mostrar ni un solo instante un
gesto de alegría.
—Es el premio en metálico más alto desde la fundación del Journalof —dije, insistiendo.
Como no estaba muy segura de pronunciar correctamente el nombre de la revista, siempre la
llamaba, abreviando, el Journalof.
—Ah… —dejó escapar un suspiro como si no le interesara en absoluto.
—¿Sabe cuánto esfuerzo dedicó a solucionar el problema? Estuvo errando en el mundo de los
números desde la mañana hasta la noche, sin comer ni dormir lo suficiente. ¿No recuerda que tuvo
un sarpullido en todo el cuerpo, y le salieron cercos de sudor en la americana?
Quise mencionar todo aquello aun a sabiendas de que ya había perdido el recuerdo de haber
solucionado el problema.
—Yo no me olvidaré del grosor y del peso de la demostración que me encargó. Del orgullo que
sentí cuando la entregué en la ventanilla de correos.
—Ah, sí, bueno…
Dijera lo que dijese, la reacción del profesor era apática, como para ponerme nerviosa.
¿Acaso infravalorar la influencia de las cosas que han creado ellos mismos es una tendencia que
se manifiesta en los matemáticos en general? ¿O procedía de la personalidad del propio profesor?
Los matemáticos también tendrán sus ambiciones y sus deseos de atraer el interés de muchas
personas ajenas a las matemáticas. Precisamente por eso ha ido evolucionando el estudio científico,
así que en el caso del profesor, después de todo, el problema puede que se debiera al mecanismo de
la memoria.
De todos modos, era sorprendente su indiferencia hacia la demostración una vez acabada ésta.
En cuanto el objeto al que había dirigido todo su cariño mostraba su figura verdadera y aparecía
ante él, se volvía callado y discreto. Nunca hacía alarde de toda la pasión que había derrochado, ni
exigía ninguna recompensa. Y después de comprobar si en verdad era perfecta la demostración, no
hacía más que seguir su camino tranquilamente.
Y esto no sólo ocurría con las matemáticas. Tampoco fue capaz de aceptar nuestro
agradecimiento cuando Root se hirió y él lo llevó a la clínica, o cuando con su cuerpo lo protegió
de la pelota fallida. Y no es porque fuera obstinado, ni retorcido, sino simplemente se debía a que él
no entendía por qué se le agradecían las cosas hasta ese punto.
«Lo que yo puedo hacer no es sino insignificante. Si puedo hacerlo yo, cualquiera puede
hacerlo». De esta manera murmuraba siempre el profesor dentro de su corazón.
—Vamos a celebrarlo.
—No creo que haga falta ninguna celebración.
—Si felicitamos entre todos al que trabajó duro y ganó el primer premio, se multiplica la alegría,
¿no?
—No tengo por qué sentirme especialmente feliz. Lo que hice fue sólo mirar a hurtadillas en el
cuaderno de Dios y copiar…
—No. Celebrémoslo. Aunque usted no quiera alegrarse, Root y yo queremos alegrarnos.
En cuanto salió a relucir el nombre de Root, mostró un cambio en su actitud.
—Ah, mire… Vamos a celebrar entonces juntos el cumpleaños de Root. Es el 11 de
septiembre. Si está usted también, Root seguro que se pondrá contento.
—¿Cuántos años cumplirá?
—Once años.
—Once…
El profesor se levantó, parpadeó varias veces, y dejó caer un poco de caspa en la mesa del
comedor al rascarse el pelo.
—Sí. Once años…
—Es un número primo hermoso. Es especialmente hermoso entre los números primos. Y
además es el número del dorsal de Murayama. Qué maravilla, ¿verdad que sí?
El cumpleaños nos visita a todos una vez al año, por lo que pensé que no sería ninguna
maravilla en comparación con el primer premio de una demostración matemática, aunque por
supuesto no se lo dije y le di la razón dócilmente.
—Bueno, celebrémoslo. Los niños necesitan ser felicitados. Nunca es demasiado por mucho
que se les felicite. Los niños están contentos con sólo una buena comida, velas y un aplauso. Es
muy fácil, ¿verdad que sí?
—Sí, tiene razón.
Cogí un rotulador y marqué el día 11 de septiembre en el calendario del comedor con un círculo
tan grande que no se le escaparía a nadie por muy despistado que fuera. El profesor, escribió una
nueva nota «El viernes 11 de septiembre, celebración de 11° cumpleaños de Root», y forzó un
poco para hacerse un espacio en la zona de las notas más importante, junto a su pecho.
—Bueno, así está bien.
Contempló la nota recién añadida, mientras asentía con aire de satisfacción.
Después de haberlo hablado y pensado mucho con Root, decidimos regalar al profesor un
cromo de béisbol de Enatsu para celebrar su premio. Aprovechando que el profesor dormitaba en el
comedor, le enseñé a Root la lata de galletas de la estantería, lo que despertó bastante su interés. Se
sentó en el suelo, olvidando que lo estábamos haciendo a escondidas del profesor, y cada vez que
sacaba un cromo lo observaba por el anverso y el reverso, de cabo a rabo, y lanzaba
exclamaciones.
—Ten mucho cuidado en no doblarlos ni ensuciarlos, son como tesoros para el profesor.
Por mucho que le advirtiese no me escuchaba.
Era la primera vez en su vida que Root se encontraba frente a unos cromos de béisbol.
Probablemente sabía vagamente de su existencia, quizá a través de los que le enseñaban sus
amigos, pero parecía que inconscientemente había evitado relacionarse con ellos. Porque no era un
niño que pidiera dinero a su madre para un simple juego, ni mucho menos para su propia diversión.
Sin embargo, al contemplar la colección del profesor, ya no podía dar marcha atrás. Root se
había dado cuenta de que allí, en realidad, había otra parte del universo del béisbol, y que estaba
lleno de otro tipo de encantos diferentes a los del verdadero béisbol. Acababa de entrar en contacto
con esos pequeños cromos que miraban con cariño y protegían al béisbol que se desarrollaba en la
radio o en el estadio, como si fueran su ángel de la guarda. La sutileza de las fotos que captan el
momento preciso, los grandes registros descritos con orgullo, las anécdotas que nos hacen suspirar,
la forma rectangular noble y proporcionada que cabe en la palma de la mano, la funda de plástico
transparente que brilla reflejando la luz del sol… Todo lo que rodeaba a los cromos cautivó a Root.
Además, imaginar el esfuerzo pleno de alegría del profesor al completar una colección como
aquélla, lo dejaba embelesado.
—Oye, ¡mira este Enatsu! Sale muy bien, hasta el sudor salpicando.
—Guau… ¡es Bacque! ¡Qué brazos más largos tiene!
—Éste es increíble. Es especial. Está hecho de manera que la figura de Enatsu tiene relieve.
Root me contaba sus impresiones y me pedía complicidad con cada cromo.
—De acuerdo, está bien. Pero guárdalos ya.
Se escuchó el crujir de la butaca del comedor. Ya iba siendo hora de levantarse.
—La próxima vez le pediremos permiso al profesor para verlos tranquilamente. No te has
equivocado en el orden, ¿verdad? Están clasificados muy estrictamente…
Antes de que hubiera terminado de decirlo, acaso porque pesaba más de lo que él creía, o bien
porque estaba excitado, a Root se le cayó la lata de galletas. Se produjo un ruido escandaloso.
Gracias a que estaba atiborrada de cromos, sin ningún hueco, la caja no sufrió muchos daños por el
impacto, pero se desparramaron una parte de los cromos (la mayoría eran jugadores de segunda
base).
Nos pusimos a arreglar aquello atropelladamente. Por suerte, no había ningún cromo cuya
funda transparente se hubiera roto o agrietado. Sin embargo, parecía haberse producido un daño
irreparable por el mero hecho de haberse caído unos pocos cromos, pues la colección siempre se
había mantenido impecablemente junta dentro de la lata de galletas. Perdimos un poco los nervios.
Y no sería extraño que el profesor se fuera a despertar en cualquier momento. Pensándolo bien,
no habría hecho falta actuar a escondidas, ya que el profesor nos habría enseñado su colección de
buena gana si se lo hubiese pedido Root. Sin embargo, sin saber por qué, yo tenía reparos al
respecto. Y ahora el resultado era mucho peor que todos mis reparos juntos. Estaba convencida de
que a él no le gustaría que otras personas mirasen sus cromos, igual que a los niños les gusta
esconder un secreto en algún lugar.
—Éste se llama Shirasaka, empieza con «Shi», así que colócalo después de Minoru Kamata.
—¿Cómo se lee el nombre?
—Su pronunciación está en silabario. Yasuji Hondo. Así que habrá que ponerlo un poco más
atrás.
—¿Lo conoces tú, mamá?
—No lo conozco, pero habrá sido un jugador muy bueno porque está en un cromo de éstos.
Venga, esto ahora no tiene importancia. Date prisa, rápido.
De todas maneras, nos concentramos sólo en guardar los cromos uno a uno como el profesor
los había ordenado. Entonces me di cuenta de que la lata tenía un doble fondo. Fue justo cuando
tenía en la mano el cromo de Kingo Motoyashiki. El fondo de la lata era más profundo que la altura
del rectángulo.
—Espera un momento.
Paré a Root y metí los dedos en el espacio que había junto al bloque de los jugadores de la
segunda base. Era obvio que había un doble fondo.
—Oye, ¿pasa algo? —me preguntó Root con extrañeza.
—No te preocupes. Déjamelo hacer a mí.
Mi discreción de hasta entonces había desaparecido, y me había vuelto atrevida sin darme
cuenta. Pedí a Root que me trajera una regla del cajón del escritorio y la metí para levantar el fondo
haciendo palanca, teniendo cuidado de que no salieran disparados los cromos.
—Mira. Ves que hay algo debajo de los cromos. Mientras yo lo sujeto así, ¿podrás sacarlo con
la mano?
—Vale, de acuerdo. Creo que podré.
Sus dedos pequeños se deslizaron por aquel intersticio tan estrecho, y consiguió sacar
adecuadamente lo que había dentro.
Era una tesis sobre matemáticas. Era una demostración de unas cien páginas, mecanografiada
en inglés y encuadernada con una tapa que lucía un dibujo que parecía una insignia de universidad.
El nombre del profesor estaba impreso con caracteres góticos. La fecha era del año 1957.
—¿Es el problema que solucionó el profesor?
—Sí, eso parece.
—Pero ¿por qué está escondido ahí? —preguntó Root con extrañeza.
Hice la cuenta, 1992 menos 1957. El profesor tenía entonces 29 años. Sin darme cuenta, la
sensación de que el profesor estaba en el comedor había cesado, ya no se escuchaba el crujido de la
butaca.
Con el cromo de Kingo Motoyashiki en la mano, hojeé la tesis. Me di cuenta enseguida de que
había sido guardada igual de bien que los cromos de béisbol. Los papeles y las letras
mecanográficas daban una impresión algo anticuada, correspondiente a su fecha, y sin embargo no
tenían huellas de ningún daño causado por la mano humana. Igual que en los cromos de béisbol, no
había ni pliegues, ni arrugas, ni manchas. Además, quizás porque lo había transcrito un excelente
mecanógrafo, no había ninguna errata. Estaba encuadernado con precisión, las esquinas mantenían
un ángulo de 90 grados, y el papel tenía una buena consistencia al tacto. Incluso pensé que ni
siquiera el legado de un rey noble habría sido enterrado con tantos honores.
Tomando como ejemplo a quienes lo debían de haber manipulado en el pasado, y también
como lección aprendida por el error que acababa de cometer Root, puse todo mi cuidado en ello.
La tesis matemática del profesor no había cambiado su apariencia sublime pese a haber sido
molestada en su largo sueño. No había sido penetrada por el peso de los cromos ni por el olor de
galletas.
La única cosa que pude descifrar en la primera página fue [Chapter 1], en la primera línea.
Según fui hojeando las páginas durante un rato, me topé varias veces con la palabra Artin. Recordé
la conjetura de Artin, que él me había enseñado dibujando en el suelo del parque con una ramita, al
regresar de la peluquería. También me acordé de que a continuación de aquella explicación había
añadido una fórmula acerca del número perfecto 28, que yo le había comentado, y de aquellas
fórmulas dibujadas en el suelo sobre las que revoloteaban los pétalos de cerezo.
Entonces, una fotografía en blanco y negro se cayó deslizándose de entre las páginas. La
recogió Root. Parecía haber sido tomada en una orilla del río. El profesor estaba sentado en una
ladera cubierta de tréboles. Alargaba las piernas con un aire realmente relajado y miraba con los
ojos medio cerrados por el fulgor del sol. Era muy joven y guapo. Llevaba puesta una americana,
como ahora, pero parecía que su cuerpo rebosaba inteligencia. Por supuesto, en su americana no
había ninguna nota enganchada.
Y a su lado había una mujer. Se extendía el ruedo de su falda ligeramente, debajo sólo se veían
las puntas de los zapatos, e inclinaba la cabeza hacia el profesor, tímidamente. No había ningún
contacto físico en ninguna parte, y sin embargo, daba la sensación de que entre ellos existía algún
afecto. Por mucho tiempo que hubiera transcurrido, no había duda de que ella era la viuda de la
casa principal.
Había otra línea más que yo pude entender, aparte del nombre del profesor y [Chapter 1]. En la
parte de arriba de la portada, un encabezamiento que adornaba el comienzo de la demostración.
Sólo aquella parte no estaba mecanografiada sino escrita a mano, en japonés.
Aunque habíamos decidido regalarle un cromo de Enatsu, llegado el momento, nos dimos
cuenta de que no era tan fácil como pensábamos. El profesor tenía casi todos los cromos de Enatsu
de la época de los Tigers, es decir, anteriores a 1975. Las nuevas versiones que se pusieron a la
venta a partir de entonces, normalmente mencionaban el hecho del fichaje, y si Enatsu llevaba el
uniforme de los Nankai Hawks o de los Hiroshima Carps, entonces no nos convenía por nada del
mundo.
Primero, Root y yo compramos las revistas especializadas en cromos de béisbol (fue un
descubrimiento el hecho de que se vendieran esas cosas en las librerías), y estudiamos qué tipo de
cromos había, cuánto valían aproximadamente, y a dónde debíamos ir para conseguirlos. De paso,
aprendimos mucho acerca de la historia de los cromos de béisbol, acerca de los coleccionistas o las
condiciones de conservación, etc. Los fines de semana recorríamos todas las tiendas posibles con
ayuda de la lista de tiendas de cromos que venía al final de una revista. A pesar de todo, no
obtuvimos ningún fruto.
Las tiendas de cromos siempre se situaban en algún piso de edificios comerciales viejos,
ocupados por usureros, agencias de detectives privados o consultas de videntes. Todos esos
edificios nos deprimían con sólo subir al ascensor, y sin embargo, una vez entrábamos en las
tiendas de cromos, eran verdaderos paraísos para Root. Se nos abría un mundo en el que se
congregaban innumerables latas de galletas como las del profesor.
Una vez Root se quedaba tranquilo tras echar una buena ojeada a todos los cromos, nos
dedicábamos únicamente a los de Yutaka Enatsu. La sección dedicada a Enatsu estaba muy
nutrida. La clasificación de la lata de galletas del profesor se reproducía en cualquier tienda.
Siempre había un espacio reservado para él, aparte de cualquier otro tipo de clasificación por
equipos, por épocas, o por posiciones. Estaba colocada al lado de Nagashima y del jugador O.
Nos poníamos en la sección de Enatsu, e íbamos comprobando un cromo tras otro, yo desde el
principio y Root desde el final. Podía ser que un cromo desconocido estuviera escondido tras el
siguiente y que apareciera Enatsu, como un fantasma. Seguir inspeccionándolos, teniendo aquellas
expectativas, era una operación físicamente dura. Era como explorar sin brújula un bosque en el
que no entra la luz del sol. Sin embargo, no nos desanimamos, más bien le fuimos cogiendo el truco
poco a poco, aprendimos la técnica y fuimos acelerando la velocidad de las inspecciones.
Primero, extraíamos un cromo con el dedo índice y el pulgar, y si era del tipo de los que estaban
dentro de la lata de galletas, lo reponíamos inmediatamente; si no nos era familiar, comprobamos si
satisfacía las condiciones requeridas con cuidado. Así lo íbamos repitiendo con todos, uno tras otro,
con un criterio casi instantáneo.
Todos los cromos o nos sonaban o lo mostraban con uniformes extraños, o contaban los
detalles de su fichaje. Además, entendí que los de Enatsu en blanco y negro, cuando acababa de
debutar, y que había coleccionado el profesor, eran de gran valor porque eran muy caros. Así,
tratando de buscar un cromo apropiado para ser seleccionado, nos percatamos de que no sería cosa
fácil. Entonces, me topaba con los dedos de Root en medio de la sección, y daba un suspiro al
darme cuenta de que con eso había desaparecido una posibilidad más.
Los dependientes nunca ponían mala cara, aunque no gastáramos ni un solo yen y nos
pasáramos largos ratos en sus locales. Al decirles que buscábamos un Yutaka Enatsu, nos traían
todos los que tenían en la tienda, y al vernos desilusionados, sin haber podido encontrar nuestro
codiciado objeto, nos decían palabras de ánimo. En la última tienda que visitamos, después de
atendernos sobre lo que estábamos buscando, incluso nos dieron un consejo.
En resumidas cuentas, nos dijeron que podíamos buscar unos cromos que fueron vendidos
como regalos de unas chocolatinas por un fabricante de dulces en el año 1985. Ese fabricante
siempre añadía cromos de regalo con sus dulces, pero en 1985, con motivo de la conmemoración
del cincuentenario de la fundación de la fábrica, habían encargado una serie especial de cromos.
Además, ese año los Tigers ganaron la liga y debía de haber muchos cromos del equipo.
—¿Qué son estos cromos especiales? —preguntó Root.
—Son cromos con los autógrafos de jugadores, o fotos elaboradas con técnica holográfica, o
incluso los hay con raspaduras de bate insertadas dentro. Si hablamos de Enatsu, como en 1985 ya
se había retirado, creo que debe de haber un cromo con sus guantes reproducidos. Aquí también lo
tuvimos una vez, pero se vendió enseguida. Van muy buscados.
—¿Qué son cromos con guantes? —preguntó de nuevo Root.
—Se recorta el guante en trozos pequeños y se insertan los trozos de cuero en el cromo.
—¿El guante que Enatsu utilizó de verdad?
—Claro que sí. No puede haber engaño, porque son cromos oficiales de la Asociación de
Cromos Deportivos de Japón. Pero no se encuentran a menudo. Pero no debes rendirte. Existen en
algún rincón del mundo. Si llega uno aquí, enseguida te llamaré. A mí también me gusta Enatsu.
El hombre levantó la visera de la gorra de los Tigers y acarició la cabeza de Root. Se semejaba
mucho al gesto del profesor.
El 11 de septiembre estaba ya al caer. Propuse a Root que no habría ningún problema si
cambiábamos a otro tipo de regalo, pero no lo aceptó. Se obstinó con el cromo de béisbol.
—Si lo dejamos a medio camino, nunca llegaremos a nada.
Aquélla era su opinión.
Por supuesto, su primer propósito era que el profesor se alegrara, pero, para ser sincera, creo
que también es indudable que él mismo disfrutaba con la experiencia de inspeccionar las
colecciones de cromos. Se sentía como un aventurero buscando un cromo que se dice que existe en
algún lugar del mundo.
El profesor, cuando estaba en el comedor, miraba el calendario una y otra vez. De vez en
cuando, se acercaba a la pared y acariciaba con el dedo el círculo que yo había puesto alrededor del
día 11 de septiembre. Llevaba la nota bien sujeta en el pecho. Él se esforzaba, a su manera, en no
olvidarse del día del cumpleaños de Root. Aunque seguramente ya se había olvidado de lo del
Journalof.
Al final, el incidente de la lata de galletas no se descubrió. Ese día yo no podía apartar la mirada
de la portada de la tesis. Tenía los ojos clavados en las letras «a N, a quien amaré eternamente…».
Era la letra del profesor, sin duda. La eternidad para el profesor tenía un significado diferente al
habitual. Era una eternidad igual a la de los teoremas matemáticos.
Root me apremió para que lo guardáramos todo inmediatamente:
—Venga, mamá. Mete la regla dejando espacio.
Root cogió la tesis de mi mano y la guardó en el fondo de la lata. Aunque teníamos prisa, fue
cuidadoso. Era como si me estuviera diciendo que jamás debía mancillarse un secreto que había
sido protegido.
Los cromos fueron colocados en su sitio, y ya no se notaba nada extraño en ningún lado. Los
cromos formaban una superficie lisa que daba gusto ver, y la lata no tenía ninguna abolladura por la
caída, y el orden alfabético estaba correcto. Sin embargo, algo parecía diferente. Una vez que se
sabía que una demostración dedicada a N se hallaba escondida en un oscuro falso fondo, ya no se
trataba de una mera y excelente colección de cromos sino que se había convertido en un ataúd
donde estaba enterrada la memoria del profesor. Instalé el ataúd en el fondo de la estantería.
Albergábamos una pequeña esperanza, pero el chico de la tienda no llamaba. Root continuaba
haciendo esfuerzos, escribió una carta a la sección de lectores de varias revistas, o preguntaba a sus
amigos y a sus hermanos mayores. Yo iba ya pensando en el regalo de recambio que podíamos
hacerle si no lográbamos el cromo en cuestión. Me sentí indecisa sobre qué regalarle hasta el último
momento. Lápices del 4B, cuadernos de apuntes, imperdibles, papelitos, camisas… Las cosas que
el profesor necesitaba eran pocas. Como no podía consultar a Root, me resultaba aún más difícil.
¡Eso es! ¡Le regalaré unos zapatos!, pensé. El profesor necesita unos zapatos. Unos zapatos
nuevos sin moho, con los que pueda salir cuando y donde quiera.
Como hacía cuando Root aún era pequeño, escondí el regalo al fondo del rincón del armario
empotrado. Pensé que si el cromo dichoso llegaba a tiempo, siempre podría colocar los zapatos, sin
decir nada, en el mueble-zapatero.
La luz de la esperanza llegó de donde menos lo habíamos imaginado. Cuando fui a cobrar la
nómina a la agencia, una compañera de Akebono me dijo que recordaba que en el almacén de una
tienda de ultramarinos que en su día había llevado su madre debían de quedar algo parecido a esos
cromos de béisbol que se regalaban con los dulces. Como estaba escuchándonos el jefe, le dije que
mi hijo buscaba cromos de esa clase, sin decirle nada de la fiesta en honor del profesor, ni de la
celebración del cumpleaños de Root. Entonces fue cuando la compañera empezó a darme más
detalles sobre esos regalos que andaban por el almacén, aunque no parecía estar demasiado segura.
Lo que me dio esperanzas fue que me dijo que la madre cerró la tienda de ultramarinos en
1985, porque se había hecho mayor. Entre los dulces que compró en noviembre de 1985, para la
merienda de un viaje en grupo de ancianos, estaban aquellos chocolates. Su madre, pensando que a
los ancianos no les haría falta, despegó las bolsitas de plástico negras con los sobres que estaban
pegadas en la tapa de las cajas de chocolate. Pensó aprovecharlos para cuando le pidieran dulces
para un viaje de niños en primavera. Era evidente que los niños se alegrarían más que los ancianos
al recibir aquellos regalos. No sabía si eran cromos de béisbol, pero, de todos modos, la madre de
mi compañera hizo bien. Sin embargo, nunca recibió el pedido para un viaje de niños porque se
puso enferma en diciembre y decidió cerrar la tienda. De esta manera, unos cien cromos de béisbol
acabaron durmiendo durante largo tiempo en un almacén de una tienda de ultramarinos.
Pasé por su casa directamente desde la oficina, donde me dio una caja de cartón llena de polvo,
que pesaba mucho, aun sujetándola con dos manos, y volví con ella. Le ofrecí una pequeña
cantidad de dinero, pero lo rechazó en redondo. Acepté agradecida sin atreverme a decirle que se
vendían a mayor precio que el chocolate en las tiendas de cromos.
Tan pronto como llegué al apartamento, Root y yo comenzamos la operación de inmediato.
Primero yo cortaba los sobres con las tijeras, y Root comprobaba el contenido. Era algo simple,
podíamos avanzar a buen ritmo, coordinando nuestras respiraciones, evitando lo innecesario, con
total precisión. En poco tiempo, nos habíamos hecho unos expertos en el arte de tratar cromos de
béisbol. Root incluso podía distinguirlos por el tacto.
Oshita, Hiramatsu, Nakanishi, Kinugasa, Boomer, Oishi, Kakefu, Harimoto, Nagaike,
Horiuchi, Arito, Bass, Akiyama, Kadota, Inao, Kobayashi, Fukumoto… los jugadores aparecían
uno tras otro. Como nos había indicado el chico de la tienda, había algunos que tenían relieve, o
llevaban el autógrafo del jugador, y los había también que tenían un brillo dorado. Root ya no
soltaba frases de admiración cada vez, ni chasqueaba la lengua con rabia. Parecía estar pensando
que cuanto más se concentrase, más rápido podría llegar a la meta. A mi alrededor se congregaban
las bolsitas de plástico negro y en las manos de Root se amontonaban los cromos, que pronto se
fueron desparramando suavemente entre los dos.
Cada vez que alargaba la mano hacia la caja de cartón, olía a moho. Puede que el chocolate que
había impregnado los cromos se hubiera corrompido. Francamente, cuando íbamos por la mitad, la
esperanza ya casi se había esfumado. No podía entender para qué estaba haciendo aquello, ni qué
era lo que yo misma pretendía, y poco a poco aquello fue volviéndose cada vez más absurdo. Al
menos, yo lo sentía así.
Había demasiados jugadores de béisbol. No era extraño, porque juegan nueve jugadores por
equipo y además hay dos ligas; la Liga Central y la Liga del Pacífico, y todo ello durante más de
cincuenta años de historia. Por supuesto, sabía que Enatsu era un jugador muy destacado. Sin
embargo, otros jugadores también célebres, como por ejemplo, Sawamura, Kaneda o Egawa
tendrían sus fans, y ellos también necesitarían sus cromos. Por eso, aunque no pudiéramos
encontrar el cromo que buscábamos, dado que teníamos tantos cromos delante de los ojos, no
podíamos enfadarnos. No hacía falta ponerse nervioso, bastaba aceptarlo, y que Root se
convenciera de ello. En el armario estaba bien escondido un regalo. No se podía decir que fuera un
artículo de lujo, pero era más caro que un cromo de béisbol, y el diseño era simple y además los
zapatos parecían cómodos. Seguro que al profesor también le gustarían…
—¡Ah!
Fue entonces cuando a Root se le escapó esta breve exclamación. Era una voz madura, como si
se le hubiera ocurrido una fórmula que condujera a la solución de un problema de matemáticas
complicado, o como si hubiera encontrado una línea auxiliar que soluciona instantáneamente un
problema gráfico en el que no se ve ninguna pista. Su tono de voz era tan sereno y pausado, que no
me di cuenta durante un rato de que el cromo que estaba en la mano de Root era el que
buscábamos.
Root no saltó excitado dando gritos de alegría, ni vino a abrazarme. Simplemente clavó la
mirada en el cromo que tenía en la palma de su mano. Parecía querer seguir contemplando a
Enatsu, solo, durante un rato. Por eso, no le dirigí la palabra.
Era uno de una serie especial de 1985, que llevaba insertado un trozo del guante de Enatsu.
Faltaban dos noches para la fiesta.
10
FUE UNA FIESTA MARAVILLOSA . De todas las fiestas que había vivido hasta entonces, era la que
más me había impresionado. No fue ni suntuosa ni esplendorosa, en eso fue igual que el primer
cumpleaños de Root, que celebramos en una habitación de la residencia para familias sin padre, o la
de su Shichigosan, que celebramos los dos solos, o la de Navidad con su abuela. A pesar de todo,
aunque no sé bien si sería adecuado llamar fiesta a aquel evento, la razón por la que el undécimo
cumpleaños de Root fue tan especial es que el profesor estuvo con nosotros. Y además resultó ser
la última noche que pasamos junto al profesor.
Esperamos a que Root llegara a casa, y los tres colaboramos en los preparativos de la
celebración. Yo preparé la comida, Root, tras pulir el suelo del comedor, despachó los pequeños
quehaceres que yo le indicaba, y el profesor planchó el mantel.
El profesor no había olvidado su promesa. Tan pronto como me reconoció como la madre de
Root y su asistenta, me dijo: «Hoy es día 11, ¿verdad?» y señaló el círculo del calendario. Cogió la
nota del pecho y la agitó como si quisiera que lo elogiara por haberse acordado.
Al principio no había previsto pedirle al profesor que planchara. Considerando su torpeza,
hubiera sido más seguro pedírselo incluso a Root. Pensaba que era mejor que se quedase tranquilo
en la butaca, pero él insistió en que también debía colaborar en algo.
—Si un niño pequeño está ayudando tan bien, ¿cómo puede quedarse sin hacer nada un
hombre hecho y derecho?
Su objeción entraba dentro de lo previsto, pero lo imprevisto fue que sacara la plancha y el
mantel diciendo que lo iba a planchar él. Ya era sorprendente de por sí que el profesor supiera el
lugar donde estaba guardada la plancha en el aparador, y cuando apareció con el mantel, que había
sacado también de allí, fue como si yo estuviera viendo un juego de manos. Después de más de
medio año, me enteraba de que en aquella casa había un mantel.
—Lo que debería hacerse antes de nada, para preparar la fiesta, es poner un mantel limpio. ¿No
te parece? A mí se me da bien planchar.
¿Cuánto tiempo llevaría allí olvidado? El mantel estaba lleno de arrugas.
Los últimos calores del verano se habían ido, el aire era seco y limpio, y tanto la sombra de la
casa principal, que entraba en el patio interior, como el tono de las hojas de los árboles, eran
diferentes a los del pleno verano. Aunque la luz aún lo inundaba todo, el lucero de la tarde y la luna
se dejaban ver discretamente junto a unas nubes cambiantes. La oscuridad se iba colando a los pies
de los árboles, pero su velocidad aún era tenue, y aún quedaba algo para la llegada de la noche. Era
el atardecer, el momento que más nos gustaba.
El profesor instaló la tabla de planchar al lado de la butaca y se puso manos a la obra.
Inesperadamente, resultó que sabía cómo sacar el cable, cómo encenderla y hasta cómo regular la
temperatura. Desplegó el mantel, lo dividió en dieciséis partes iguales, como buen matemático que
era, y planchó un trozo tras otro.
Primero aplicó dos veces el agua del vaporizador, acercó la mano para ver si no estaba
demasiado caliente la plancha, y planchó el primer trozo. Agarraba el asa firmemente, con mucha
prudencia para no deteriorar el tejido, pero deslizaba la plancha con cierto ritmo. Fruncía el
entrecejo con fuerza y arrugaba la nariz fijando la mirada para ver si eliminaba las arrugas
satisfactoriamente. Había escrupulosidad, convicción e incluso amor en esa manera de comportarse.
La plancha efectuaba un movimiento razonable. Se mantenían el ángulo y la velocidad con los que
podía conseguir el mayor efecto con el menor movimiento. La demostración elegante que hoy nos
ofrecía el profesor se estaba llevando a cabo encima de una vieja tabla de planchar.
Tanto Root como yo tuvimos que reconocer que no había otra persona más adecuada para
aquella tarea que el profesor. Y más aún porque era un mantel de encaje.
Cada uno de los tres tenía su cometido. El hecho de poder sentir el aliento de los otros muy
cerca, y presenciar el proceso de ir acabando poco a poco las modestas tareas, nos aportó una
alegría inesperada. El olor de la carne asada en el horno, el agua que chorreaba de la bayeta, el
vapor que subía de la plancha, todo se fundía en uno y nos envolvía.
—Hoy juegan los Yakult Swallows en Koshien —dijo Root, que era el que más hablaba, como
siempre—. Si ganan hoy, los Tigers se ponen líderes.
—¿Y podrán ganar la liga?
Después de probar la sopa, eché un vistazo al horno.
—Claro que podrán —contestó el profesor con un tono más decidido que de costumbre—.
Mira allí. Los días en los que se ve el lucero de la tarde con la parte inferior menguante, significa
buena suerte. Es una prueba de que hoy van a ganar, y también la liga.
—Anda, no lo has calculado con una fórmula. Es una simple conjetura infundada.
—Dadafunin ratujecon plesim nau es.
—Es trampa, disimulas con capicúas.
No importaba lo que dijese Root, el ritmo de la plancha no sufrió ningún trastorno, y el profesor
completó su planchado hasta el último trozo. Root estaba metido debajo de la mesa del comedor, y
limpiaba las partes que no se alcanzan en la limpieza diaria, como las patas de las sillas o la parte de
abajo de la mesa. Yo buscaba en el aparador algún plato para servir el roast beef. Cada vez que
miraba el patio, me daba cuenta de que se hacía más de noche.
Al llegar el último momento, cuando íbamos a empezar la fiesta, una vez ya sentados,
descubrimos un pequeño error. Era un problema menor, sobre el que no hacía falta montar un
drama. Ninguno de los tres teníamos la culpa. Si alguien era responsable de aquello sería la
dependiente de la pastelería del centro comercial. La cuestión es que no había velas en la caja del
pastel.
Como no era un pastel tan importante como para poderle poner once velas, yo había pedido una
vela grande y otra pequeña; pero al sacar la caja del frigorífico, no estaban.
—Un pastel sin velas es demasiado triste para Root. Sólo si se apagan las velas de un soplido,
se pueden recibir las felicitaciones.
El profesor, preocupado por las velas más que el propio Root, que era quien debía apagar la
llama de un soplido, se había puesto algo nervioso, pero en aquel momento nada relacionado con la
fiesta había sufrido daño alguno. Los tres estábamos sumergidos en la satisfacción del trabajo
efectuado para preparar la fiesta, y también esperábamos con alegría los platos y los regalos.
—Voy corriendo a la pastelería a buscar las velas.
Estaba ya quitándome el delantal cuando Root me interrumpió:
—No, iré yo. Yo soy más rápido corriendo que tú.
Antes de que terminara de decirlo, Root ya había salido precipitadamente por la puerta de
entrada.
La zona comercial no estaba lejos, y aún nos quedaba un poco de luz. No habría ningún
problema. Cerré la caja del pastel y, de momento, la metí en la nevera. El profesor y yo nos
sentamos en la mesa del comedor y esperamos a que volviera Root.
El mantel lucía admirable. Las arrugas que lo cubrían por entero habían desaparecido, sin
quedar ni una sola, y cada detalle del encaje ayudaba a transformar una mesa normal y corriente de
comedor en una mesa elegante. Unas flores silvestres (no sabía ni su nombre) que había cogido en
el patio colocadas en un bote de yogur servían para dar colorido a la mesa. Los cuchillos, los
tenedores y las cucharas, que formaban una hilera cuidadosamente alineada, a pesar de estar
desparejados, causaban mucho efecto si uno entrecerraba los ojos.
Comparado con todo ello, la comida era bastante corriente. Cóctel de gambas, roast beef, puré
de patatas, ensalada de espinacas y beicon, crema de guisantes, macedonia de frutas. Eran los platos
favoritos de Root, y ninguno llevaba zanahoria, pues al profesor no le gustaba. No había ninguna
salsa especial, ni adornos complicados, eran platos sencillos. Pero desprendían un olor muy
agradable.
El profesor y yo nos miramos, sin saber qué hacer, simplemente sonreíamos. El profesor
carraspeaba y se erguía dando tirones a las solapas de la americana, como dando a entender que en
cualquier momento podía empezar la fiesta.
En el centro de la mesa sólo había un pequeño espacio, justo delante del sitio donde Root iba a
sentarse. El lugar destinado al pastel. Teníamos la mirada clavada allí.
—¿Está tardando mucho, no? —murmuró el profesor con vacilación.
—No, nada de eso —contesté.
Sin embargo, me sorprendió que el profesor hubiera hablado sobre la hora mirando el reloj.
—Aún no han pasado ni diez minutos.
—Ah…
Encendí la radio para que se distrajera. Acababa de empezar la transmisión en directo del
partido entre los Tigers y los Yakult Swallows. Volvimos la mirada de nuevo al espacio que
hubiera debido ocupar el pastel.
—¿Cuántos minutos han pasado ya?
—Doce minutos.
—¿No te parece que está tardando demasiado?
—No pasa nada. No se preocupe.
¿Cuántas veces habré utilizado estas mismas palabras desde que lo conozco?, pensé. «No pasa
nada, no se preocupe…». En la peluquería, frente a la sala de radiografía de la clínica, dentro del
autobús en el que íbamos de vuelta a casa desde el estadio. A veces pasándole la mano por la
espalda, a veces sobre la mano. Sin embargo, ¿acaso hubo al menos una vez en que pude
consolarle de verdad? Tuve la sensación de que yo siempre le pasaba la mano por el sitio que no
tocaba y que su dolor estaba en un lugar muy distinto.
—Pronto llegará. No pasa nada.
Sólo podía decirle cosas así.
A medida que se hacía de noche, la intranquilidad del profesor fue en aumento. Miraba el reloj
cada treinta segundos y tiraba de las solapas repetidamente. Incluso no se dio cuenta de que, con
tanto tirón, se le habían caído algunas notas.
Se oyó un grito de júbilo en la radio. Parecía que los Tigers habían marcado el primer punto
con un oportuno hit de Paciorek.
—¿Cuántos minutos han pasado? —el intervalo entre pregunta y pregunta se iba haciendo más
corto—. Debe de haberle pasado algo. Tarda demasiado.
El profesor hacía temblar la silla con su impaciencia.
—De acuerdo. Iré a buscarlo. No pasa nada. No se preocupe.
Me levanté y puse la mano sobre su hombro.
Encontré a Root en la entrada de la zona comercial. Ciertamente, tenía razón en preocuparse el
profesor: había surgido un problema. La pastelería estaba cerrada. Pero Root, muy avispado, había
dado con otra pastelería, al otro lado de la estación, les había explicado la situación y le habían
dado unas velas. Volvimos corriendo a donde el profesor.
Al llegar, nos dimos cuenta de que la mesa del comedor había cambiado de aspecto. Las flores
en el bote de yogur aún estaban lozanas, la radio seguía transmitiendo el partido, que iban ganando
los Tigres, y los platos, pendientes de ser servidos, estaban amontonados correctamente, y sin
embargo ya no era la misma mesa de antes. El mero hecho de salir a buscar un par de velas había
estropeado algo. El pastel estaba aplastado en el pequeño espacio donde hacía un ratito el profesor
y yo habíamos estado mirando.
El profesor estaba de pie, inmóvil, con la caja del pastel vacía en las manos. Su espalda estaba a
punto de quedar sumida en la oscuridad.
—Quería prepararlo. Para que pudiéramos comerlo enseguida —murmuró como si hablara a la
caja vacía—. Lo siento mucho. No sé cómo disculparme… Es irreparable. Es un daño tan…
Nos acercamos enseguida al profesor, e hicimos aquello que nos pareció más apropiado para
consolarlo. Root cogió la caja vacía de las manos del profesor y la echó encima de la silla,
secamente, como dando a entender que lo que estaba dentro no era tan importante. Yo bajé el
volumen de la radio y encendí la luz del comedor.
—Es una exageración decir que es irreparable. No pasa nada. No es para ponerse tan triste…
Actué con vivacidad. En aquellas situaciones, había que hacerlo así. Urgía que la situación
volviera a ser como antes, lo más rápido y naturalmente posible, sin dejarle al profesor tiempo para
pensar demasiado.
Parecía que el pastel se había resbalado, pues una mitad estaba aplastada pero la otra
conservaba aún su forma. Del mensaje escrito con chocolate líquido se podía leer más de la mitad:
«Profesor & Root, felici—». Lo corté en tres pedazos, recoloqué la nata con el cuchillo, y lo adorné
con las fresas, la figurita del conejo de gelatina y un angelito de azúcar que se habían caído.
Recompuse bastante bien el pastel. Y puse las velas en el trozo que sería para Root.
—¿Veis? Hasta se han podido poner las velas.
Root miró la cara del profesor.
—Así podré apagar las velas de un soplido.
—Y el sabor es el mismo.
—Es verdad, no pasa nada.
Root y yo le hablamos por turnos. Le decíamos que no había proporción alguna entre el
pequeño desliz que había cometido y el sentimiento de culpabilidad que lo embargaba. Sin
embargo, él no contestaba, permanecía callado.
Lo que me preocupó, más que el pastel, fue el mantel. Trocitos de bizcocho o de nata se habían
metido en el encaje y no podían quitarse por mucho que los limpiara con un paño. Cada vez que
frotaba, subía del mantel un olor dulzón. El encaje que el profesor había resucitado, ese diseño
entretejido con las claves que descifran la formación del universo, se había echado a perder. No era
el pastel lo que se había dañado de modo irreparable, sino el mantel de encaje.
Oculté la mancha en el encaje con la bandeja del roast beef, recalenté la sopa y preparé las
cerillas para encender las velas. La radio se refería vagamente a que los Yakult Swallows le habían
dado la vuelta al marcador en la tercera entrada.
Root se escondió en el bolsillo el cromo de béisbol de Enatsu adornado con un lazo amarillo,
para poder entregárselo cuando fuera el momento.
—Mire, ya ve, está todo como antes. Profesor, por favor, siéntese.
Lo cogí de la mano. Por fin el profesor levantó la cabeza, y al dirigir la mirada a Root que
estaba al lado, le dijo con la voz ronca:
—¿Cuántos años tienes? —y empezó a acariciarle la cabeza—. ¿Cómo te llamas? Vaya, vaya,
parece que ahí dentro hay un cerebro bastante inteligente. Es como la raíz cuadrada, que puede dar
refugio a cualquier número sin decirle nunca que no a ninguno.
11
EL PERIÓDICO DEL 24 DE JUNIO DE 1993 publicó un artículo que decía que el Último Teorema de
Fermat había sido demostrado por Andrew Wiles, nacido en Gran Bretaña, catedrático de la
Universidad de Princeton. En portada, la foto de Wiles, vestido con un jersey informal y un pelo
rizado con entradas y un grabado representando a Pierre de Fermat, vestido con una indumentaria
propia del siglo XVII. Ambas figuras, tan dispares hasta parecer cómicas, daban fe del largo tiempo
transcurrido para resolver este último teorema. El artículo alababa la proeza diciendo que el hecho
de que el enigma clásico de las matemáticas hubiera sido por fin resuelto significaba la victoria de la
inteligencia humana y un nuevo paso adelante en la historia de las matemáticas. También
mencionaba, aunque incidentalmente, que el núcleo de la demostración de Wiles procedía del
teorema de Taniyama-Shimura, establecido por dos matemáticos japoneses, Yutaka Taniyama y
Goro Shimura.
Después de leer el artículo, saqué el recorte que llevaba en la cartera del pase de transportes
públicos, como solía hacer cuando recordaba al profesor. Era la fórmula de Euler que él había
anotado a mano.
« eπi + 1 = 0 »
Siempre estará allí. Sin cambiar sus trazos, elogio de la tranquilidad, en un lugar en que puedo
tocarla con sólo alargar la mano.
En 1992, los Tigers no pudieron ganar la liga. De haber ganado los dos últimos partidos
consecutivos contra los Yakult Swallows, aún habría existido alguna posibilidad; sin embargo,
acabaron en segundo puesto tras perder por 2 a 5 el 10 de octubre. La diferencia de puntos con los
Yakult Swallows, que ganaron la liga, fue sólo de 2.
Root lloró despechado por la derrota, pero según fueron pasando los años comenzó a entender
que ya había sido mucho el poder luchar por el primer puesto de la liga. Pues a partir del año 1993,
los Tigers cayeron en una larga crisis, la enésima desde la fundación del club. Y ya en el siglo XXI,
nunca salieron de los puestos de cola. De los 6 equipos de la categoría, fueron sextos, sextos,
quintos, sextos… Se cambió mucho de entrenador, Shinjo se fue a la Major League y murió
Minoru Murayama.
Ahora pienso que tal vez aquel partido contra los Yakult Swallows del 11 de septiembre fue el
punto de inflexión. Sólo que hubieran ganado aquel partido, habrían sido capaces de ganar la liga,
y no habrían caído luego en ese largo bache.
Después de recoger todo lo de la fiesta y llegar al apartamento desde la casa del profesor, lo
primero que hicimos fue poner la radio. El partido se aproximaba al final, e iban 3 a 3. Root pronto
se acostó, y el partido no había terminado aún bien avanzada la noche. Yo estuve escuchando la
radio hasta el final.
En la novena entrada, en el ataque de los Tigers, con un corredor en la 1 a base, Yagi, con dos
outs, bateó un game ending home run hacia la izquierda. El árbitro de la tercera base levantó una
vez el brazo indicando home run, y el marcador digital se encendió con 2x, y sin embargo, el home
run fue anulado tras rectificarse como hit de 2a base, pues había entrado en las gradas tras chocar la
pelota con la valla. Los Tigers protestaron al árbitro y el partido fue interrumpido durante 37
minutos. Cuando volvió a comenzar el partido a dos outs, con dos corredores en las 2a y 3a bases,
eran ya las diez y media. Al final, los Tigers, sin poder aprovechar la ocasión de concluir el partido,
llegaron a la prórroga en mala tesitura.
Seguía el partido, pero yo volvía a ver al profesor, de quien acabábamos de despedirnos,
cuando les dábamos las buenas noches. Extendí el papel de la fórmula de Euler en la palma de la
mano, y me concentré en esa línea.
Había dejado la puerta de la habitación entornada, para poder oír la respiración de Root. Se veía
el guante que le había regalado el profesor delicadamente colocado junto a la cabecera. No era un
guante de juguete para niños, sino uno de cuero, de verdad, aprobado por la Asociación de Béisbol
Juvenil.
Una vez Root hubo apagado las velas de un soplido y cesó el aplauso de los tres, y volvió a
encenderse la luz del comedor, el profesor se dio cuenta de una nota que estaba tirada debajo de la
mesa. Teniendo en cuenta la situación tan confusa en la que se encontraba en aquel momento, fue
muy oportuno, tanto para él como para Root, pues en la nota estaba escrito el lugar donde estaba
guardado el regalo de cumpleaños de Root. Gracias a esto, el profesor fue comprendiendo poco a
poco la situación en la que se encontraba, y Root pudo recibir el regalo del guante.
Pronto me di cuenta de que el profesor era una persona que no estaba acostumbrada a hacer
regalos a nadie. Así, como si quisiera decir que le dolía mucho regalarle algo tan modesto, le dio el
paquete. Y cuando Root, lleno de alegría, fue a abrazarle, haciendo un gesto como si estuviera a
punto de besarlo en la mejilla, el profesor se movió nerviosamente, con aire de no saber qué hacer.
Root no quiso quitarse el guante y si no lo hubiera regañado, habría seguido hasta el final de la
cena sin quitarse el guante de la mano izquierda, que tocaba de vez en cuando con la derecha para
comprobar su tacto.
Me enteré días después de que la viuda se había encargado de comprar el guante en una tienda
de artículos deportivos. Parece ser que el profesor le había pedido que comprara un bonito guante
que pudiera recibir cualquier pelota bateada.
Root y yo nos comportamos con naturalidad. No hacía falta perder la serenidad a pesar de
haber caído en el olvido en menos de diez minutos. Simplemente se trataba de empezar la fiesta de
nuevo, tal como habíamos acordado antes. Nosotros ya teníamos suficiente entrenamiento acerca de
los problemas de memoria del profesor. Y entre los dos habíamos decidido algunas reglas; es decir,
siempre actuar según las circunstancias para no ofender al profesor con una actitud descuidada. Por
lo tanto, debíamos restaurar la situación, siguiendo el procedimiento al que estábamos
acostumbrados.
A pesar de todo, aquella noche nos embargaba una desazón que no se podía ignorar, era como
la mancha en el mantel de encaje. Daba la sensación de que incluso Root, que acababa de recibir el
guante, se daba cuenta, y desviaba instintivamente la mirada, con naturalidad. Era como lo del
pastel, pues, por muy bien que arreglé la nata, el pastel no volvió a ser el de antes. Cuanto más
quería creer que no era preocupante, más crecía la inquietud.
Sin embargo, no por eso la fiesta se estropeó. La admiración que sentíamos por el profesor, que
nos había presentado la mejor demostración, no disminuyó en lo más mínimo, ni tampoco el
enorme cariño que el profesor mostraba hacia Root, pese al pequeño incidente. Comimos, reímos y
hablamos encantados de números primos, de Enatsu y de la victoria de los Tigers.
El profesor rebosaba de alegría por poder celebrar el cumpleaños de un niño de once años.
Trató un mero cumpleaños de la manera más atenta que pudo. La conducta del profesor me hizo
pensar nuevamente lo importante que había sido el día que nació Root.
Acaricié la fórmula de Euler suavemente con los dedos, teniendo cuidado en no rozarla con la
mina del lápiz 4B. Con la yema de los dedos sentía las patas cariñosamente curvadas de π, el vigor
inesperado del punto sobre la i, y el acabado decidido del círculo del 0. Los Tigers dejaron escapar
en la prórroga todas las ocasiones para poder concluir el partido. A medida que se desarrollaban las
entradas 12a, 13a, 14a, me venía a la cabeza la idea de que podrían haber resuelto el partido en la 9a,
y aquello me producía un cansancio aún mayor. A pesar de todo lo que hicieron, no pudieron
marcar ni un solo punto. Por la ventana se veía la luna llena. Estábamos a punto de cambiar de
fecha del día.
El profesor, aunque no estaba acostumbrado a hacer regalos a nadie, tenía un talento
extraordinario para recibirlos. Nunca olvidaremos la cara que puso cuando Root le regaló el cromo
de Enatsu. Comparado con el pequeño esfuerzo que hicimos para conseguirlo, el agradecimiento
que nos dedicó era demasiado grande. En el fondo de su corazón, siempre había un sentimiento de
«Cómo puedo merecerlo si mi existencia es tan insignificante…». Igual que se postraba ante los
números, dobló las piernas, bajó la cabeza y juntó las manos cerrando los ojos ante mí y ante Root.
Pudimos sentir que estábamos recibiendo algo más de lo que le habíamos ofrecido.
El profesor desató el lazo del paquetito, y contempló el cromo durante un buen rato. Levantó la
cara como queriendo decir algo pero sin lograrlo, sólo le temblaron los labios, acercó el cromo
contra sí cariñosamente, como si fuera Root, o bien como si fueran los mismísimos números
primos.
Los Tigers no pudieron ganar. Empataron 3 a 3 en la 15 a entrada de la prórroga. El partido
había durado 6 horas y 26 minutos en total.
El profesor entró en un centro médico especializado un domingo, dos días después de la fiesta.
Fue la viuda quien llamó para avisarme.
—Ha sido muy repentino, ¿no? —dije yo.
—Ya lo había estado preparando desde hace tiempo. Estaba esperando que nos dieran una
plaza —contestó la viuda.
—¿Acaso fue porque violé el horario de trabajo pese a que me lo había advertido la última vez?
—le pregunté.
—No —su tono de voz era sereno—. No pienso acusarte de aquello. Yo lo sabía. Sabía que iba
a ser la última noche que mi cuñado podía pasar con su único amigo. Tú también lo notaste
¿verdad?
Yo, sin saber qué contestarle, permanecí callada.
—La cinta de ochenta minutos se ha estropeado. La memoria de mi cuñado ya no puede
avanzar, ni un minuto, a partir del año 1975.
—No me importaría ir a atenderle al centro.
—No hace falta. Allí le atenderán en todo. Y además… —titubeó una vez, pero continuó—.
Estoy yo. Mi cuñado no podrá recordarte nunca en su vida. Sin embargo, de mí nunca se olvidará.
El centro se situaba en un lugar a cuarenta minutos en autobús desde el centro de la ciudad en
dirección hacia la costa. Se situaba en la parte de atrás del antiguo aeródromo que estaba en lo alto
de una colina relativamente elevada, tras desviarse de la carretera provincial que seguía la costa.
Desde las ventanas de la sala se veía la pista de despegue y aterrizaje agrietada, un hangar cuyo
tejado tenía malas hierbas, y más allá, a lo lejos, una franja de mar. Durante los días que hacía buen
tiempo, tanto las olas como el horizonte estaban envueltos por el esplendor del sol, y se convertían
en un cinturón de luz.
Root y yo íbamos a visitar al profesor una vez cada mes o cada dos. Los domingos por la
mañana, preparaba unos bocadillos, los metía en una cesta, y nos subíamos al autobús. Hablábamos
un buen rato en la sala y salíamos a la terraza para comer juntos. Los días apacibles, el profesor y
Root peloteaban en el césped del jardín delantero. Después, tomábamos el té, charlábamos, y nos
despedíamos de él para llegar a tiempo para el autobús de las 13 h 50.
A menudo la viuda estaba allí. Normalmente salía discretamente a hacer compras, pero a veces
tomaba parte en la charla o nos ofrecía dulces. Parecía estar haciendo modestamente el papel de
única persona que el profesor podía recordar.
De tal manera y durante varios años continuaron nuestras visitas hasta que el profesor murió.
Root cursó la secundaría y siguió jugando al béisbol como segunda base hasta que se lesionó la
rodilla en la universidad. Durante ese tiempo yo siempre seguí siendo asistenta en la Agencia
Akebono. Root, para el profesor, siempre era el niño al que debía proteger, incluso cuando llegó a
la edad de llevar la barba descuidada y medía un palmo más que yo. Root le ofrecía la cabeza,
medio inclinado, para que el profesor, que ya no podía llegar a la gorra de los Tigers por mucho
que alargara el brazo, pudiera despeinarle el pelo a su gusto.
El estilo de la americana del profesor no cambió. Simplemente, las notas que cubrían la
americana fueron volviéndose inútiles y se fueron cayendo una tras otra. La nota que había escrito
y vuelto a sujetar tantas veces: «Mi memoria sólo dura 80 minutos» ya se había caído no sé cuándo,
quedaba sólo el imperdible, y la nota con mi caricatura dibujada y el signo de la raíz cuadrada se
había decolorado, secado y caído a pedacitos.
El símbolo que las sustituía era el cromo de béisbol que colgaba de su cuello. Era el cromo
especial de Enatsu que le habíamos regalado. Fue la viuda quien hizo un pequeño agujero en el
borde de la funda transparente y pasó un cordel para que pudiera llevarlo siempre consigo. Cuando
lo vi por primera vez pensé que era una tarjeta de identidad necesaria para entrar y salir del centro.
Y en el fondo podría decirse que era exactamente una tarjeta de identidad, pues identificaba
realmente al profesor. En el pasillo que quedaba a contraluz, era la oscilación del cromo que llevaba
en el cuello lo que me indicaba que era el profesor quien venía caminando hacia la sala de visitas.
Por otro lado, también Root llevaba sin falta el guante que le había regalado el profesor.
Pelotear con el profesor era como un torpe juego infantil, y sin embargo los dos lo pasaban
estupendamente. Root lanzaba allí donde el profesor era capaz de recibir más fácilmente y podía
capturar cualquier pelota, hasta las más sorprendentes. La viuda y yo nos sentábamos en el césped
una al lado de la otra y aplaudíamos las jugadas más bonitas. Aunque llegó el momento en que el
guante se le quedó demasiado pequeño, Root siguió utilizándolo, diciendo que, para un segunda
base, era mejor algo ajustado porque permitía pasar la pelota rápidamente. Ya había perdido su
color, el borde se había gastado y se había borrado la marca de la etiqueta, pero aguantaba todavía
sin desmerecer. Sólo pasándole la punta de los dedos se dibujaba en él el perfil de la mano
izquierda de Root. El cuero desgastado, que había recibido innumerables pelotas, inspiraba hasta
algo de respeto.
La última visita fue el otoño en que Root cumplió 22 años.
—¿Sabes que todos los números primos excepto el 2 se pueden clasificar en dos grupos?
El profesor, sentado en un sillón donde daba bien el sol, tenía agarrado el lápiz del 4B. No
había nadie excepto nosotros en la sala y se percibían lejanos los pasos de las personas que pasaban
por el pasillo de cuando en cuando. Sólo me llegaba distintamente al oído la voz del profesor.
—Tomando «n» como número natural, pertenece a uno de los dos tipos; 4n + 1 o bien 4n – 1.
—¿Se pueden dividir la infinitud de números primos existente en sólo dos grupos?
Estaba completamente admirada. Las fórmulas que nacían del lápiz 4B eran siempre sencillas, y
sin embargo lo que significaban era enorme.
—Por ejemplo, el 13…
—Es 4 × 3 + 1 —contestó Root.
—Correcto. ¿Y si es el 19?
—Es 4 × 5 – 1.
—Realmente estupendo —asintió muy feliz el profesor con la cabeza—. Ahora añadiré una
cosa más. El número primo de la primera serie puede expresarse como la suma de dos cuadrados.
Sin embargo, la segunda serie nunca puede expresarse.
—Es 13 = 22 + 32 .
—Con la sencillez que posee Root, la belleza del teorema de los números primos luce con más
brillo todavía.
La felicidad del profesor no era nunca proporcional a la dificultad del cálculo. Por muy sencillo
que fuera el cálculo, la alegría venía del hecho de poder compartirlo.
—Root ha aprobado unas oposiciones para profesores de escuela secundaria. Será profesor de
matemáticas a partir de la primavera del año siguiente.
Se lo comuniqué al profesor con orgullo. El profesor se levantó e intentó abrazarle. Sus brazos
eran frágiles y temblaban. Root cogió aquellos brazos y los acercó a sus hombros. En el pecho del
profesor se agitaba el cromo de Enatsu.
El fondo era oscuro, los espectadores y también el marcador estaban sumidos en la oscuridad,
sólo se veía surgir entre la luz a Enatsu. Era el momento en el que justamente bajaba la mano
izquierda tras lanzar. El pie derecho plantado firmemente en tierra, los ojos bajo la visera
contemplaban la pelota que iba a ser absorbida por el guante receptor. La nube de polvo que flotaba
levemente aún sobre el montículo revelaba la fuerza con que había sido lanzada la pelota. Era
Enatsu lanzando la pelota más rápida de su vida. A través del hombro del uniforme con rayas
verticales se veía el dorsal. El número perfecto: el 28.
*
Platón y Ramanujan en la cabaña de un ocioso
Como en broma, que así se dicen las cosas muy serias, los matemáticos suelen hablar de El
Libro, en el que Dios tiene escritos los teoremas más relevantes, con pruebas perfectas, y del cual
los humanos, en los momentos más inspirados, pueden atisbar, escribiendo con sus
descubrimientos, modestas aproximaciones al texto ideal que expresa el lenguaje en que se cifra la
realidad. En Él no hay sitio para la fealdad.
Tampoco lo hay en este relato de Yoko Ogawa, tersa narración de la sólo en apariencia
inverosímil epifanía, en la que la modesta asistenta y su hijo Root, de cabeza plana, son agitados
por el desvalido profesor, Quirón, inmovilizado, que con sus flechas señala y a ratos consigue que
“la luz atraviese el cielo, sin que lo impida la lluvia ni la oscuridad”.
Japón es el Extremo Oriente, casi nuestro antípoda. En la literatura tiene sus tradiciones y
géneros propios. Una de ellas es la de las grandes escritoras. Otro el de la vida retirada y
meditabunda. Ecos de ambas, de Sikibu, Shoganon y Kemko pueden encontrarse en este relato
iniciático.
En él asistimos al emocionado ajetreo, de venerable filiación platónica, entre la anónima
doméstica, el también ¿innombrable? Profesor y el pupilo Root. Entre idas y venidas, tareas caseras
y cuidados piadosos a su muy especial cliente, éste va desvelando las arcanas relaciones numéricas
que los datos cotidianos más anodinos pueden encerrar. El mundo transcurre frenético en derredor,
pero al interior de la destartalada vivienda, cruce de la choza del Tsurezuregusa kemkiano con la
caverna de La República, sólo llegan ecos radiofónicos y sombras fotográficas que, desvelados
como signos permitirán, tras la plegaria de la atención, el conocimiento.
Los signos primeros son los números. La teoría de Números es reputada como la parte más
hermosa y enigmática de las Matemáticas. El a primera vista poco verosímil proceso descrito en la
novela ha ocurrido realmente. Si en nuestro país, azucarado en la prensa rosa, se leyeran biografías
como la de Ramanujan, sus escenas en el Cambridge del atónito Hardy parecerían más improbables
que el argumento de nuestra autora. La teoría trata de los números naturales, los que aprende cada
niño en su aurora escolar. Sus enunciados pueden entenderse por cualquiera. Sus demostraciones
pueden requerir las mejores mentes durante siglos. Sus premios son celebrados en los países
civilizados por el público general, como no hace mucho mostró el caso del Último Teorema de
Fermat. Últimamente, los afanes de sus protagonistas ocupan las pantallas de cine. Esta teoría es el
cuarto protagonista que en el relato ocupa compulsivamente a los personajes.
En el proceso, madura el carácter que en potencia yace en Root. Como el Newton que “… cual
niño que jugando en la playa de tarde en tarde encontraba un guijarro más fino o una concha más
hermosa de lo normal, ante el océano inexplorado de la verdad…”, la reflexión está al alcance de
todos, agamenones o porqueros, asistentas o huérfanos y, ejerciéndola, el niño sin raíz se sitúa
mediante el descubrimiento autónomo e inopinable. El huérfano sin origen llega a estar “con el pie
derecho plantado firmemente en tierra”. Cualquier adolescente en el doloroso trance de edad de la
maduración puede captar, si le dejan, la diferencia entre la formación matemática, que promulgaba
la educación clásica y la acusmática, con que los partidarios de la ingeniería social quieren
moldearlo en la actualidad.
A todo ello se alude elegantemente en esta obra, con la elusividad precisa que cumple a lo
japonés. Alguno de sus renglones (El verano pasa / mientras decimos / qué calor, qué calor ) no
hubieran sido desdeñados por Bashô o Buson.
Japón tiene sus tradiciones, nosotros las nuestras. La desatención de lo mucho que sus letras
importan, doblada con el desdén de la cultura matemática, están entre las más asentadas en estos
pagos. En los años recientes hemos comenzado a tener ediciones dignas de los grandes clásicos
japoneses, ampliando precedentes beneméritos de ilustres enamorados de los mismos, tales Antonio
Colinas u Octavio Paz. También se está publicando ensayo divulgativo de calidad sobre las
matemáticas, que intenta estimular la curiosidad general.
Tenga este libro más fortuna que sus predecesores en ambas vertientes. La merece.