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“Crueldad feroz y antinatural”: Cortés y la conquista de México

Inga Clendinnen

I
La conquista de México nos importa porque nos plantea una pregunta
dolorosa: ¿Cómo pudo ser que un heterogéneo puñado de aventureros españoles,
nunca más de cuatrocientos o acaso poco más, fue capaz de vencer a un poder
militar amerindio en su propio territorio en el término de dos años? ¿Qué había en
los españoles, o en los indios, que hizo tan improbable la posible victoria? La
pregunta no ha perdido su potencia a través del tiempo, y mientras las
consecuencias de la victoria continúan desplegándose, gana en agudeza.
Las respuestas a esa pregunta venían fácilmente a la mente de los
hombres del siglo dieciséis. La conquista ocupó a españoles y otros europeos
porque proveía el primer gran paradigma para los encuentros de europeos con
estados organizados nativos; un paradigma que rápidamente tomó la potencia y la
conveniente flexibilidad del mito. A comienzos de la década de 1540, apenas
veinte años después de la caída de México-Tenochtitlan ante las fuerzas lideradas
por Hernando Cortés, Juan Ginés Sepúlveda, capellán y cronista del emperador
español Carlos V, escribió un trabajo que ha sido descrito como “la más virulenta
e inflexible argumentación sobre la inferioridad de los indios americanos jamás
escrita”. Sepúlveda recitó “la historia de México, contrastando al noble y valiente
Cortés con un temeroso y cobarde Moctezuma, cuyo pueblo debido a la injusta
deserción de su líder natural demostró su indiferencia a las bondades de la
república ”. Hacia 1585 el franciscano Fray Bernardino de Sahagún había revisado
un temprano relato de la Conquista, escrito más desde el punto de vista nativo y
desde las memorias de los nativos mexicas, para producir una versión en la cual el
rol de Cortés fue exaltado, las acciones españolas justificadas y la totalidad de la
conquista presentada como providencial.
La conquista mexicana como modelo para las relaciones europeo- nativas
fue reanimada para el mundo angloparlante a través de la maravillosamente
dramática Historia de la Conquista de México escrita por W. H. Prescott en los
primeros años de la década de 1840, un bestseller en aquellos días gloriosos en
que la Historia todavía enseñaba lecciones. La lección que la gran historia
enseñaba era que los europeos triunfarían sobre los nativos, a pesar de lo
formidable de las diferencias aparentes, debidas a la superioridad cultural, que se
manifestaba visiblemente en el equipamiento pero que residía mucho más
poderosamente en cualidades mentales y morales. Prescott presentó la victoria
española como fluyendo directamente del contraste y la relación entre los dos
líderes: el gobernante mexica Moctezuma, despótico, estéril, y fatalmente indeciso
por la “ mancha” de una religión irracional y Cortés, su adversario infinitamente
fértil en recursos. Prescott encontró en la persona del comandante español el
modelo de hombre europeo: despiadado, pragmático, orientado a una sola idea, y
( dejando de lado el infortunado exceso de catolicismo español) soberbiamente
racional en su inteligencia manipulativa, su flexibilidad estratégica y su capacidad
para decidir un curso de acción y persistir en él.
Los contornos generales de la fábula prescottiana son aún claramente discernibles en el
trabajo sobre la Conquista más reciente e intelectualmente más sofisticado, La Conquista de
América: el problema del otro, de Tzvetan Todorov. Confrontados por el reto europeo, los mexicas
de Todorov son “otros” en un sentido que los condena. Dominados por una forma cíclica de
entender el tiempo, perseguidos por los presagios, eran incapaces de improvisar frente al inaudito
reto español. A pesar de ser “maestros en el arte del discurso ritual”, no pudieron producir
“mensajes apropiados y efectivos”; Moctezuma, por ejemplo, patéticamente envía oro “para
convencer a sus visitantes de abandonar el país”. Todorov está indeciso acerca de la visión de
Moctezuma sobre los españoles, reconocida la opacidad de las fuentes; sin embargo él presenta la
“paralizante creencia de que los españoles eran dioses” como un error fatal. “El error de los indios
no duró mucho, sólo lo suficiente como para que la batalla estuviera definitivamente perdida y
América quedara sujeta a Europa”, lo cual parecería ser lo suficientemente largo.
Por contraste, el Cortés de Todorov se mueve libre y efectivamente, “no
sólo practicando constantemente el arte de la adaptación e improvisación, sino
también estando alerta sobre el mismo y reivindicándolo como el fundamento de
su conducta”. Un “especialista en comunicación humana”, él asegura su control
sobre el imperio mexica (en una conquista que Todorov caracteriza como “fácil”) a
través de su “ dominio de los signos”. Nótese que éste no es un idiosincrático
talento individual, sino una capacidad cultural europea fundada en “la habilidad
para leer y escribir”, en la cual la escritura es considerada “no como herramienta,
sino como índice de evolución de las estructuras mentales”: es esa evolución la
que libera la inteligencia, la flexibilidad estratégica y la sofisticación semiótica a
través de la cual Cortés y sus hombres triunfan.
En lo que sigue quiero hacer una revisión de los fundamentos para este tipo
de pretensiones sobre la naturaleza del contraste entre las maneras de
pensamiento de europeos e indios durante el encuentro de la conquista, y sugerir
un relato bastante diferente de lo que estaba pasando entre los dos pueblos.
Primeramente, una visión general de los principales eventos. Analistas y
participantes acuerdan a la vez en que la Conquista se consigue en dos fases. La
primera comenzó con la llegada a tierra de los españoles en abril de 1519 y la
asunción por parte de Cortés del comando independiente en desafío al
gobernador de Cuba, protector de Cortés y su expedición; la marcha de los
españoles tierra adentro, en compañía de indios de la costa recientemente
conquistados por los mexicas, marcada primeramente por sangrientas batallas y
luego por la alianza con la provincia independiente de Tlaxcala; su entrada sin ser
resistida en Tenochtitlan- Tlatelolco, la ciudad imperial mexica, una magnífica
ciudad lacustre de 200.000 habitantes o más unida a tierra por tres grandes
calzadas; la captura del gobernante mexicano Moctezuma por los españoles, y su
dificultoso gobierno a través de él por espacio de seis meses; el arribo a la costa
de una fuerza española mucho mayor proveniente desde Cuba bajo el mando de
Pánfilo Narváez con el encargo de arrestar a Cortés, su derrota e incorporación en
la propia fuerza de Cortés; un “levantamiento” nativo en Tenochtitlan, disparado en
ausencia de Cortés (por una masacre de desarmados guerreros bailarines durante
un ritual); la expulsión de las fuerzas españolas, con grandes pérdidas, al final de
junio de 1520 en la llamada “Noche Triste” y la muerte de Moctezuma,
probablemente a manos españolas, inmediatamente después de esta expulsión.
Fin de la primera fase. La segunda fase es mucho más corta en el relato, a pesar
de extenderse en un mismo espacio de tiempo: poco más de un año. Los
españoles se refugiaron en la amigable Tlaxcala para recobrar salud y moral.
Luego reemprendieron el ataque, reduciendo a las menos numerosas ciudades de
la costa del lago, reclutando aliados, no todos ellos voluntarios, y colocando a
Tenochtitlan bajo sitio en mayo de 1521. La ciudad cayó bajo la combinación de
las fuerzas de Cortés y de un surtido de indios “aliados” a mediados de agosto de
1521. Final de la segunda fase.
Los analistas de la conquista se han concentrado en la primera fase,
atraídos por la promisoria bocanada de exotismo en las respuestas de Moctezuma
-admitiendo a los españoles en su ciudad, su docilidad en cautiverio- y por el
sentido de que las consecuencias finales eran, de alguna manera, inmanentes a
esa respuesta, a pesar de la remoción de Moctezuma del centro de la escena
debido a la derrota un buen año antes de la caída de la ciudad y a pesar de la
miserable situación de los españoles en los oscurísimos días antes de esa caída,
abandonados en el camino, despojados de refugio y protección, con los mexica
reducidos delante y sus “aliados”, potenciales lobos, detrás. Este desalentador
consenso en cuanto a la invencibilidad hispánica y vulnerabilidad india florece de
la demasiado vehemente aceptación de documentos claves, principalmente
españoles pero también indios, como directa y adecuadamente descriptivos de la
realidad, más que como las construcciones míticas que en gran parte son. Las
cartas de Cortés y los relatos indios más importantes de la derrota de su ciudad
deben tanto a la dirección del impulso de la imaginación como al devoto registro
de los eventos tal como ocurrieron. La manipulación consciente, si bien puede
estar presente, no es el resultado más interesante aquí, pero sí el más sutil,
poderoso, insidioso deseo humano de oficiar una historia coherente y
dramáticamente satisfactoria a partir de la experiencia fragmentaria y ambigua, o
(la tentación del historiador) a partir de la “evidencia” fragmentaria y ambigua con
la que tenemos que trabajar.
Contra el consenso señalo el confortablemente simple examen de Paul
Veyne: “La crítica histórica tiene sólo una función: responder la pregunta que
sobre ella se hace el historiador: ‘Creo que el documento me enseña esto: ¿ Debo
confiar en que lo hace?’” El documento puede contarnos de buena gana acerca de
la proclividad de hacer historias, y esto nos introduce en el mundo cultural del que
hace historias. También puede contarnos acerca de las acciones, sosteniendo así
la promesa de confirmar los patrones de conducta y de ellos poder inferir los
supuestos convencionales de la gente cuyas interacciones estamos tratando de
entender. Puede contarnos acerca de secuencias de acción que arrojan luz sobre
impulsos y motivaciones menos reconocidas por el escritor, o (cuando está
registrando las acciones de otros) que probablemente ni siquiera son conocidas
por él. Las páginas que siguen proveerán ejemplos de todo esto. El desafío está
en ser a la vez acordes a las posibilidades y respetuosos de las limitaciones del
material que tenemos.
La predilección por construir historias está fuertemente presente en la
mayor parte de las fuentes españolas. La desordenada serie de eventos que
comenzó con la llegada a la costa este ha sido modelada en una inolvidable
historia de éxitos libremente tomada de las narraciones de Cortés y Bernal Díaz,
quienes eran parte de la acción; el soberbio e irresistible movimiento hacia atrás
que tanto cautivó a Prescott, una selección y secuenciamiento impuesto por
hombres prácticos en la escritura y en la tradición narrativa europea y, con su
diestramente oculto conocimiento de los resultados, cuando los resultados eran
conocidos. El soldado de infantería Díaz, al completar su “Verdadera Historia” de
la Conquista a edad avanzada, puede hacernos aplaudir con su relato de otro
ataque indio, pero a los ochenta y cuatro años sabía que estaba legando a sus
nietos una “historia verdadera y notable” sobre el triunfo de los valientes. El
comandante Cortés, al escribir sus reportes para el rey español en el momento
mismo de los eventos, había repudiado la autoridad de su protector y superior, el
gobernador de Cuba, y por lo tanto estaba formalmente rebelándose contra la
autoridad real. Estaba por tanto, desesperado por establecer sus credenciales.
Sus cartas son espléndidas ficciones, marcadas por sagaces elisiones, omisiones,
invenciones y un transparente deseo de impresionar a Carlos de España con su
propia indispensabilidad. Uno de los múltiples deleites en su lectura es observar la
creación de algo similar a la figura de Horacio, un soldado ejemplar y
sencillamente leal, irreflexivamente obediente a su rey y a las leyes escritas: todos
atributos implícitamente desmentidos por el perfecto control y cálculo de la
construcción literaria en sí misma.
La elegancia del oficio literario de Cortés está refinadamente indicada por
su manejo de un intimidante problema de presentación. En su “Segunda Carta”,
escrita a fin de octubre de 1520 en la víspera de la segunda acometida contra
Tenochtitlan, de algún modo pudo informar al rey español el asombro ante el
esplendor de la ciudad imperial, los tempranos movimientos, el período de
peligrosa autoridad, la corriente de oro, la acumulación de magníficas riquezas - y
la espectacular debacle de la expulsión, con los tropiezos en el agua, el pánico, la
pérdida de oro, caballos, artillería, reputación y demasiadas vidas españolas. La
solución de Cortés fue la más devota dedicación a un estricto despliegue narrativo
de los hechos, entonces la ciudad está sorprendida; Moctezuma habla, pone
malas caras; el mercado palpita y zumba; canoas cargadas se deslizan a través
de los canales; y más hasta la oscura catástrofe. Y en todo momento continúa la
construcción de su persona como líder: infinitamente flexible, a pesar de eso
irreflexivamente leal; infinitamente lleno de recursos, con todo fastidioso en
refinamientos legales; magníficamente osado en estrategia y actuación, con todo
imbuido de una fina precaución en el cálculo de costos.
J. H. Elliot y Anthony Pagden han rastreado los filamentos de la trama de
ficciones de Cortés hasta las hebras de la cultura política española y hasta su
particular y agudo brete dentro de ella, explicando el tema del “ retorno de los
legítimos herederos” demostrando su necesidad funcional en la estrategia legalista
de Cortés, la cual en cambio giraba en torno a la cesión voluntaria por parte de
Moctezuma de su imperio y su autoridad a Carlos de España - una noción
espléndidamente poco plausible, a pesar de que muchos la han creído -. Dada la
necesidad de demostrar su propia indispensabilidad, no es sorprendente que a lo
largo del camino Cortés pueda reivindicar “el arte de la adaptación y la
improvisación” como “el verdadero principio de su conducta”, y que nosotros,
como su audiencia real, podamos ser impresionados por su comando de hombres
y eventos: dominando y engañando a Moctezuma; neutralizando la desafección
española apelando al deber, la ley y la fe; manejando a los indios con palabras
amables, severa justicia y muestras de superioridad de las armas españolas y la
prioridad del dios español.
La teoría del “retorno del gobernante- dios” fue fuertemente reforzada por
el Códice Florentino de Sahagún, un recuento enciclopédico de la vida nativa
antes del contacto compilado a partir de las memorias de informantes nativos
sobrevivientes. El libro 12 trata sobre la Conquista. Introduce un Moctezuma
paralizado por el terror, primero debido a los presagios y luego por la convicción
de que Cortés era el dios Quetzalcoatl, Padre serpiente, retornado. Nos son dadas
vívidas descripciones de las vacilaciones de Moctezuma, sus trémulas decisiones,
el derrumbamiento de su voluntad, mientras espera la llegada de los españoles, y
luego de su aquiescencia en sus depredaciones, mientras sus amos lo abandonan
en disgusto. La historia de Sahagún es de aparición muy tardía, haciendo su
primera aparición más de treinta años después de la Conquista, y a la luz del
examen de Veyne falla conspicuamente. Dentro de las cerradas políticas de la
tradicional Tenochtitlan, donde edad y rango daban status, pocos hombres podían
haber tenido acceso a la persona de Moctezuma, mucho menos a sus
pensamientos, y los informantes de Sahagún, hombres jóvenes y de poca
importancia en 1520, no podrían haber estado entre esos pocos. En la primera
fase ellos pueden informar sobre ciertos incidentes (la entrada de los españoles en
la ciudad, la masacre de los guerreros-bailarines) que eran de público
conocimiento, y de los cuales fueron tal vez, testigos a pesar de que su reporte, es
valioso recordar, estará construido de acuerdo con nociones de significación
mexicas. Ellos hablan con autoridad y precisión sobre la batalla, especialmente la
de la segunda fase, en la cual al menos algunos parecen haber estado envueltos.
Pero la dramática descripción de la desintegración de Moctezuma, compatible
como es con los relatos “oficiales” españoles, carga con el sello de chivo
expiatorio a un líder que ha verdaderamente admitido a los españoles en su
ciudad en vida, y por lo tanto está obligado a afrontar el peso de las indeseables
consecuencias una vez muerto. Lo que los informantes ofrecen para la mayor
parte de la primera fase es una desvergonzada y mítica historia, un relato de lo
que “debió” haber sucedido (mezclado con un poco de lo que realmente sucedió)
en una satisfactoria mezcla de tiempo colapsado, episodios suprimidos, y
encuentros referidos dramáticamente como si vinieran a ser entendidos en los
amargos años posteriores a la Conquista. Con la fina economía del mito, a
Moctezuma se lo representa como tomado prisionero por los españoles en su
encuentro inicial, de allí en adelante para ser su desamparado juguete, guiándolos
hacia sus tesoros, “cada uno sosteniéndolo, cada uno agarrándolo”, en tanto
saqueaban y rapiñaban a voluntad. En el relato del dominico Diego Durán,
terminado sesenta años después de la Conquista, construido en parte sobre
crónicas nativas pintadas desconocidas para nosotros, en parte sobre las
memorias de los conquistadores, este proceso de destilación de la “verdad”
esencial es llevado más lejos aún, con Moctezuma descrito en el relato nativo
como siendo llevado ya prisionero por sus señores luego de su primer encuentro
con Cortés, con sus pies encadenados. Es probable que Durán haya realizado una
interpretación literal de una representación simbólica: en el retrospectivo
entendimiento nativo Moctezuma fue realmente un prisionero de los españoles, un
icono encadenado, desde los primeros momentos.
A lo largo de la primera fase de la Conquista podemos íntimamente “leer”
las intenciones de Cortés, asumiendo su perspectiva y por tanto, asumiendo su
eficacia. El comandante español vigorosamente le promete a su rey “ llevar (a
Moctezuma) vivo y encadenado o hacerlo súbdito de su Majestad Real”. Él
continúa “con ese propósito me puse en camino desde el pueblo de Cempoalla, a
la que rebauticé Sevilla, el dieciséis de agosto con quince hombres de caballería y
trescientos soldados de infantería, tan bien equipados para la guerra como las
condiciones me permitieron hacerlo.” Ahí lo tenemos: intenciones de guerra claras,
ciudades nativas rebautizadas como posesiones en una nueva forma de gobierno,
un ejército en movimiento. Acostumbrado al doble lenguaje de la diplomacia,
tomamos la persistente prédica de amistad de Cortés y la inocencia de sus
intenciones hacia los emisarios de Moctezuma como transparentes engaños, y
culpamos a Moctezuma por no reconocerlos o, si los reconoció, por haber dejado
de actuar. Pero Cortés declaró que había llegado como embajador, y como
embajador él parece haber sido recibido. Aún si Moctezuma de algún modo
hubiera adivinado la intención hostil de los españoles, atacar sin advertencia
formal no era opción para un gobernante de su magnificencia. Nosotros leemos la
conducta de Moctezuma confiadamente, pero aquí nuestra confianza (como la de
Cortés) deriva de la ignorancia. Cortés interpretó los primeros “regalos” de
Moctezuma como gestos de sumisión o ingenuos intentos de soborno. Pero
Moctezuma, como otros líderes amerindios, se comunicaba tanto a través del
esplendor y status de sus emisarios, sus gestos y sobre todo por sus regalos,
como por las delicadas diferencias de sentido en la mayor parte de su discurso
convencional. Cortés no pudo leer ninguno de aquellos mensajes no verbales,
tampoco está claro que su intérprete Náhuatl, Doña Marina, una mujer y una
esclava, quisiera o pudiera informarlo de los protocolos en los cuales estaban
entramados: éstos eran los altos y públicos asuntos de los hombres. Los regalos
de Moctezuma eran las declaraciones de dominio, soberbios gestos de riqueza y
liberalidad vueltos más gloriosos por la arrogante humildad de su cesión:
declaraciones para las cuales los españoles carecían tanto del ingenio como de
los medios con que responder. ( A la siguiente ostentación de regalos,
transportado por más de cien hombres e incluyendo las famosas “ruedas de carro”
de oro y plata, la respuesta de Cortés fue una copa de cristal Florentino y tres
camisas de fino lienzo) Los intercambios verbales para toda la primera fase no
eran mucho menos esforzados. Y a pesar de aquellas comillas que reafirman el
discurso directo, de todos aquellos fluidos discursos transmitidos a través de una
cadena de intérpretes, con una abducción a un diferente sistema de significados a
cada paso, una lucha por aproximarse a conceptos no familiares. No podemos
conocer en qué punto se produjo la tergiversación de la noción india de “aquel que
paga tributo”, usualmente bajo compulsión y sin acarrear sentido de obligación, a
la noción española de “vasallo”, con su connotación de lealtad, pero sí sabemos
que fue una tergiversación grave. La identificable confusión, la cual debía ser sólo
una fracción del total, corrió a ambos lados. Por ejemplo, Cortés, aplicado en
transmitir, inocente curiosidad, honestidad y adulación, repetidamente informaba a
los embajadores mexicanos que deseaba llegar a Tenochtitlan “para mirar a
Moctezuma a la cara”. Esa determinación destinada a un hombre cuya aura era tal
que nadie podía mirar a su cara salvo selectos parientes de sangre debe haber
parecido maravillosamente misteriosa y muy posiblemente siniestra.
Ejemplos de comunicación errónea se multiplicaron. En este enredo de
apuntes perdidos y mensajes equivocados, el “control de las comunicaciones”
parece haber evadido a ambas partes por igual. Allí hay otra casualidad. Nuestros
más cuidadosos interrogantes sobre los documentos supervivientes no pueden
satisfacer nuestra curiosidad sobre el sentido de la conducta de Moctezuma. Los
historiadores son los compañeros de campamento de los imperialistas: como
siempre en este tipo de historia europea-y-nativa, parte de nuestro problema es la
disrupción de la práctica “normal”, efectuada por la brecha a través de la cual
hemos entrado. Para Cortés, el agudo respeto que mostraba Moctezuma lo
establecía como la suprema autoridad de la ciudad y el imperio, y él modeló su
estrategia en conformidad a ello. De hecho no conocemos la naturaleza y
extensión de la autoridad de Moctezuma dentro y más allá de Tenochtitlan, ni
tampoco (dadas las exuberantes discrepancias entre los relatos de Cortés y Díaz)
el real grado de coerción y control físico impuesto sobre él durante su cautiverio.
De los fugitivos reflejos que tenemos sobre las actitudes de algunos de los otros
gobernantes del valle, y de sus propios adversarios, podemos inferir algo de la
complicada política de la metrópoli y las ciudades-estado circundantes, pero
vemos demasiado poco como para ser capaces de decodificar el rango de normal
autoridad de Moctezuma, mucho menos sus particulares fluctuaciones bajo el
impacto de la intrusión extranjera. Contra esta incierta base no podemos esperar
captar los vacilantes indicadores de una posible idiosincrasia personal. Podemos
adivinar, en tanto vemos las pragmáticas respuestas de otros grupos indios a la
presencia española, que como tlatoani o “Gran Orador” del poder dominante en
México, Moctezuma llevaba la especial responsabilidad para clasificar y enfrentar
a los recién llegados. Desde el momento de su captura pensamos que
vislumbramos la desafección de los señores menores aliados, e inferimos que esa
desafección procede de su docilidad. Lo vemos depuesto mientras aún está vivo, y
denigrado en muerte: cuando Cortés entró en Tenochtitlan en su campaña para
reducir la ciudad, los defensores pudieron irónicamente pretender abrir un camino
para él, “diciendo ‘entren, entren y diviértanse!’ O, en otro momento, ‘ Creen
ustedes que hay ahora otro Moctezuma que haga lo que ustedes quieren?’” Pero
pienso que debemos resignarnos a un heroico acto de renunciación, reconociendo
que gran parte de la conducta de Moctezuma permanece aún enigmática. No
podemos saber cómo categorizó a los recién llegados, o qué intentó con su
aparentemente determinada y ciertamente impopular cooperación con sus
captores: sea salvar su imperio, su ciudad, su posición, o meramente su propio
pellejo. Podría ser posible, con tiempo y paciencia, aclarar algunos de los velos del
mito y el error que envuelven los encuentros de la primera fase, o al menos reducir
nuestras áreas de ignorancia. Pero la historia convencional de dioses que retornan
y autócratas privados de firmeza, de un exótico mundo paralizado por su
encuentro con Europa, por toda su coherencia y su inevitabilidad, es en vista de la
evidencia como la progresión de Elisa a través del hielo: un problema de
momentáneos equilibrios para no hundirse unidos a desesperados saltos hacia
adelante.

De Cortés sabemos mucho más. No era notable como líder de combate:


valiente, una indispensable cualidad en un hombre que liderara españoles, carecía
del despliegue de su capitán Alvarado o de la solidez y frialdad de Sandoval. Él
prefería hablar al uso de la fuerza tanto con españoles como indios, una
preferencia sin duda pensada para preservar el número de hombres, pero también
indicadora de un estilo personal. Él sabía a quién pagar con lisonjas, a quién con
oro, y los hombres que él compraba usualmente permanecían de su lado. Él sabía
como montar un evento teatral para lograr el máximo efecto, como en las obras
urdidas para aterrorizar a los enviados de Moctezuma - un caballo garañón,
resoplando y dando coces como si olfateara una yegua en celo; un cañón
disparado para derribar un árbol-. Cuando usó la fuerza él tuvo un instinto para
hacerlo teatralmente, amplificando el efecto: cortando las manos de cincuenta o
más emisarios de Tlaxcala admitidos libremente en el campo español, luego
mutilados como “espías”; una masacre en Cholula; el encadenamiento de
Moctezuma mientras jefes “rebeldes” eran quemados frente a su palacio en
Tenochtitlan. Era cuidadoso con cada vida española, con todo capaz de concebir
estrategias heroicas -asediar una ciudad lacustre requiriendo la prefabricación de
bergantines en las lejanas laderas de las montañas, ochocientos arrieros para
transportar las piezas, su rearmado en Texcoco, el cavado de un canal y la
profundización del lago para una exitosa botadura de las naves-. Y él fue capaz no
sólo del gran diseño sino también de la construcción y mantenimiento de precarias
alianzas, intimidaciones, y de las promesas necesarias para implementarlas. En
esa extraordinaria capacidad para sostener una compleja visión a través del
constante examen y valoración de factores inestables, como en su pasión y talento
para el control de la propia persona y de los otros, Cortés fue incomparable. ( Ese
interés por el control podría explicar su inadecuación para el combate: en el
radicalmente incontrolable ambiente de batalla, él tenía una tendencia a perder la
cabeza.)
Él también se distinguía por una particular indiferencia hacia su fe.
Sabemos que los españoles se tomaron el trabajo de mantener los signos de su fe
aún en el desierto de México; que aquellas campanas marcaban los días con las
oraciones obligatorias tal como lo hacían en los poblados de España; que las
pequeñas provisiones de vino y hostias para la masa eran preservadas; que a lo
largo de las extensas noches en tiempo de batalla los hombres se mantuvieron
pacientes, aguardando a que los sacerdotes escucharan sus confesiones,
mientras el médico no oficial “Juan Catalán” se movía suavemente, haciendo la
señal de la cruz y murmurando sus oraciones sobre las heridas. Sabemos que su
fe identificaba los ídolos y los cuerpos desmembrados que encontraban en los
templos como el despiadado trabajo de un Diablo familiar. Sabemos que, en las
peores circunstancias de desastre individual o grupal, se confortaban desde el
amplio espacio para la desgracia presente en la cosmología Cristiana: mientras
Dios se asienta en Su cielo, todo tipo de cosas pueden estar equivocadas en Su
mundo. Aquellos miserables hombres destinados al sacrificio en Texcoco después
de la expulsión española que dejaron sus desesperados mensajes garrapateados
en una pared blanca (“Aquí fue hecho prisionero el infeliz Juan Yuste”) esperaban
que su miseria fuera elevada a martirio.
Aún contra todo esto, la fe de Cortés era notablemente ardiente, en especial
en su reacción agresiva frente a las manifestaciones públicas de la religión
enemiga. En Cempoalla, con los nativos intimidados, destruyó los ídolos
existentes, blanqueó el templo, lavó a los servidores y cortó sus cabellos, los vistió
de blanco y enseñó a estos rápidamente acicalados sacerdotes a ofrecer flores y
velas ante la imagen de la Virgen. Hay aquí una intrigante supresión de signos.
Mientras los sirvientes paganos pueden haber sido vestidos como clérigos, en
túnicas negras y largas como sotanas, algunos hasta con la capucha de los
Dominicos, también tenían el pelo largo hasta la cintura embadurnado con sangre
humana y oliendo a piel humana en descomposición. De todos modos él los
declaró “sacerdotes” y aptos para confiarles el templo de la Virgen. Luego de
haber predicado la doctrina “tan bien como cualquier sacerdote” según la leal
opinión de Díaz (filtrada a través de las vacilantes palabras de dos intérpretes),
dejó la supervisión diaria de los sacerdotes a un viejo soldado asignado como
eremita al nuevo templo y Cortés se retiró.
El asalto a Cempoalla fue un acto menos que político, siendo ejecutado a
punta de espada contra el pueblo sobre cuya clientela el pequeño fuerte costero
de Vera Cruz dependería. Cortés no iba a ser tan atrevido nuevamente, siendo
refrenado en una acción demasiado agresiva por su capellán y sus capitanes, pero
igualmente él aparece movido por el interés de defender el “honor” del dios
Cristiano. Es importante recordar que en el entero proceso de la Conquista, Cortés
no tenía noción acerca de la réplica del rey español a sus acciones. Sólo en
septiembre de 1523, más de dos años después de la caída de Tenochtitlan, y
cuatro años después de la llegada de los españoles a tierra, él finalmente supo
que había sido designado capitán general de Nueva España. Resulta difícil
imaginar el efecto de tan prolongada incertidumbre, y (especialmente para un
hombre del temperamento de Cortés) de su crucial dependencia de las
maquinaciones de los hombres que se encontraban lejos en España, más allá de
su control. A lo largo de las desesperantes vicisitudes de la campaña, y en la
heroica soledad de su equívoco liderazgo, Dios fue tal vez su aliado menos
ambiguo. Esa alianza requirió la remoción de los ídolos paganos y su reemplazo
por María y la Cruz, y a lo último el culto público de los españoles de sus
imágenes Cristianas, la pública declaración de los principios de la fe Cristiana y la
pública denuncia del sacrificio humano, esas declaraciones y denuncias eran
preferentemente hechas en los sitios indios más sagrados. La ineptitud de Cortés
para dejar hacer en materia religiosa parece haber provocado la alienación de los
sacerdotes mexicas y su demanda por la muerte o expulsión de los españoles de
su incómodo asentamiento en Tenochtitlan. La pretensión de Cortés de su
temprana, total e irresistida transformación de la vida religiosa mexicana a través
de la destrucción de la mayor parte de sus ídolos fue ciertamente una mentira. (Él
tuvo que suprimir toda mención de la masacre de los guerreros que hizo Alvarado
en el templo principal como el factor que precipitó la “revuelta” mexica por ser
demasiado dañina para su historia, porque los celebrantes mexicas podrían haber
estado danzando bajo la serena mirada de la Virgen). Pero la mentira, como su
acomodación al canibalismo de sus aliados de Tlaxcala, era una necesidad
estratégica. Con la victoria todas las obligaciones serían aliviadas, y el honor de
Dios vindicado. Aquel elevado sentido del deber hacia su Señor divino y su coraje
en su persecución debe haber impresionado y confortado a sus hombres aún
cuando procuraron contenerlo.
Ninguno de sus indudables instintos hace de Cortés el modelo de cálculo,
racionalidad y control por el que comúnmente se lo toma. Puede haber alguna
duda en cuanto a la eficacia de sus actos de terror. Es verdad que después del
episodio de la “mutilación de los espías” los habitantes de Tlaxcala suplicaron por
paz y alianza, pero como argumentaré, los actos de guerra al estilo europeo
fueron probablemente tan destructivos de la confianza india en su habilidad para
predecir el comportamiento de los españoles como las más deliberadas tácticas.
El ataque de los españoles sobre la gente de Cholula, la llamada “masacre de
Cholula” es un asunto turbio. Cortés seguramente conoció los efectos terapéuticos
de una masacre sobre hombres que habían vivido con miedo, de su golpeado
sentido de la invencibilidad por los choques con los de Tlaxcala, y con los
legendarios guerreros de Tenochtitlan, agrandándose en su imaginación, aún en
perspectiva. Como otros líderes habían descubierto en otros tiempos, la confianza
retorna cuando el enemigo invisible se revela como una masa que grita, sangra y
huye. Pero Cortés era, probablemente sin saberlo, el agente de los intereses de
Tlaxcala. En la primera fase, la mutua manipulación entre españoles e indios
parece estar presente. El jefe de Cempoalla al que Cortés engañó para que
capturara a los recaudadores de impuestos de Moctezuma permaneció más
asustado de un Moctezuma que estaba en su lejano palacio que de los españoles
que estaban muy cerca. Engañado para provocar a Moctezuma, inmediatamente
engañó a Cortés para que lidere un grupo de cuatrocientos españoles en una
calurosa y fútil marcha de quince millas en la persecución de guerreros mexicas
fantasmas en su propia persecución de un feudo privado, un fraude que ha sido
poco remarcado. Hay otros indicadores que insinúan una extensa manipulación
india, el engaño era admirado entre los indios tanto como lo era entre los
españoles, y la dependencia española de los informantes y traductores indios era
total. Pero sólo son indicadores, dada la relativa opacidad e ignorancia de las
fuentes españolas así como de lo que las indias eran capaces de mostrar. No
estoy interesada en demostrar que los nativos eran tan impostores como los
españoles, sino simplemente sugerir que no tenemos un serio basamento para
indicar que no lo eran.
La situación política de Cortés fue, paradójicamente, facilitada por su status
de rebelde. Esto lo salvó de valoraciones agonizantes de diferentes cursos de
acción: cuando se fue de Cuba, desafiando al gobernador, sabía que no podría
retornar, salvo a riesgo de cierto deshonor y de una probable muerte. Entonces
tenemos el avance del jugador, con líneas inseguras de llegada a la costa, sin
provisiones, sin refuerzos, con barcos en la costa deliberadamente inhabilitados
para liberar a los soldados de sus servicios y para persuadir de la retirada a los
cobardes. Más allá de las serenas playas de Cuba, y del implacable enemigo. La
inexorable marcha hacia México nos impresiona, hasta preguntarnos que
intentaría Cortés cuando estuviera allí. Tenemos la conducción hacia la ciudad, el
secuestro de Moctezuma -y la agonizante espera por ese desafortunado
Micawber* de que “algo” sucediera, mientras los españoles, inciertamente
tolerados como huéspedes, asentados en la ciudad, utilizando como única arma el
saqueo de los escasos recursos del prestigioso Moctezuma. Ese “algo” demostró
ser la expedición punitiva española, con un par de barcos providenciales cargados
de pólvora y algunos refuerzos y por lo tanto una peligrosa salida del impasse.
Posiblemente Cortés tenía en mente un gigantesco y seguro fraude: un lento
proceso para asegurar y fortificar postas a lo largo del camino a Veracruz y, luego,
con suficiente oro acumulado, pedir a las autoridades en La Española (evitando a
Velásquez y a Cuba) barcos, caballos y armas; estrategia que de hecho siguió
después de la retirada de Tenochtitlan. Es sin embargo difícil (salvo en el magistral
relato que hace Cortés del suceso) leer su actuación como racional.
Es siempre tentador otorgar a las personas del pasado el tener políticas
excepcionalmente claras y resueltas: como los campesinos de Clifford Geertz,
vemos los agujeros de bala en una empalizada y procedemos a dibujar los
blancos de tiro en torno a ellos. La tentación es maximizada con Cortés, un
hombre de singular energía y decisión, intentando proyectar una auto-imagen de
formidable control de sí mismo y de las circunstancias que lo rodean. Hasta ese
control ha tenido sus límites abruptos. Su tenso carácter autodidacto sostenido
frente a otros en acciones peligrosas, pudo haber colapsado entre lágrimas o
furores cuando alguna parte de su propio análisis controlado era expuesto a algún
defecto, como ser su furia contra Moctezuma por su “rechazo” a sofocar la
sublevación en la ciudad luego del ataque de Alvarado a los bailarines
desarmados. Cortés tenía absoluta confianza en que Moctezuma era el
gobernante absoluto que decía ser. Lo secuestró, lo amenazó, y lo encadenó para
establecer su dominación personal sobre él. Pero a pesar de sus posesiones y
envergadura, la capacidad de Moctezuma para dominar, que era su capacidad
para dominar con respeto, había comenzado a debilitarse desde el primer
encuentro con los españoles y la barbarie con que ellos contemplaron y hablaron
locuazmente al sacro líder. Se debilitó más rápido aún cuando lo secuestraron. El
relato de Durán sobre Moctezuma retratado en las crónicas nativas, emergiendo
encadenado de su primer encuentro con Cortés, es “objetivamente” incorrecto,
pero desde la perspectiva india correcto: el Gran Orador en poder de los extraños,
brutal y despreocupadamente manejado, no sería el Gran Orador por mucho
tiempo. Forzado a intentar calmar a su enardecido pueblo, Moctezuma supo que
no podría hacer nada; que su desacralización había sido consumada, primero e
inconscientemente por Cortés, luego, presumiblemente, por una acción ritual que
permanece oculta para nosotros; y que un nuevo Gran Orador había sido elegido
mientras el viejo todavía vivía: según mi conocimiento, éste es un paso sin
precedentes en la historia mexicana.
Cortés no pudo reconocer la impotencia de Moctezuma.
Retrospectivamente insistió en que su política había sido saludable y que había
fracasado sólo a través de la imprevista imposibilidad de confiar en el gobernante
mexica. Ciertamente su persistencia en su defensa luego del colapso apunta a
una alta investidura personal: La inteligencia no excluye el auto engaño. Nadie
debe haber logrado advertir el explosivo final de una situación profundamente
extraña, donde la experiencia no ofrecía una guía de acción para un mundo de
espejos de reyes que se rinden y subordinados arrogantes; de discursos
enigmáticos, incomprensibles miradas, silencios opacos. El súbito colapso del
juego de esperas le liberó para avanzar hacia el mundo de las decisiones, la
violencia calculada, el enérgico pragmatismo de la guerra - la ficción apasionante
de un mundo maleable a las decisiones personales.
Su esencial genio descansaba en la profundidad de sus convicciones, y su
capacidad para conducir a otros a compartirlas: engatusar, intimidar y sobornar a
sus hombres, sueño realizado, sueño alimentado, para hacer su propio tiro de
jugador; participar de su propio y desesperado destino. Bernal Díaz escribió uno
de los discursos de Cortés en un punto singularmente inicial de su primera marcha
a la ciudad. Con un número peligrosamente reducido de hombres heridos, con frío,
atemorizados, por feroces nativos, Cortés había prometido a sus hombres que no
tendrían salud, ni salvación, pero sí reconocimiento más allá de la muerte. En
cada momento vemos a Cortés atreviéndose a engañar a sus seguidores en la
distribución del botín y de “bellas mujeres indias”, pero nunca desestimar la gloria
de sus esfuerzos. No fue el factor menos importante para el dominio de Cortés
sobre sus hombres, su regalo notarial para ubicar su situación y aspiraciones en
términos firmemente resonantes y legales: términos necesarios para complacer a
los legalistas en casa, que finalmente juzgarían su actuación, pero también
esencial para su construcción de una narrativa aceptable a partir de acciones
problemáticas y experiencias equívocas. También los inducía a reconocer sus más
extremas fantasías; luego los persuadía, por sus pronunciamientos, de que sus
fantasías eran realizables.
Así Cortés, con sus hombres reagrupados y sus estrategias evolucionadas,
estuvo listo para la segunda fase del ataque. Lo que experimentaría en la lucha
por venir, fue su percepción sobre sí mismo y sus capacidades, sobre los indios
mexicas y su relación especial con su Dios.

II
Los analistas, excepto los historiadores militares, se han concentrado
exhaustivamente en la primera fase de la Conquista, suponendo que la
consumación de la victoria española era exclusivamente una cuestión de
aplicación de tecnología superior: hombres a caballo contra guerreros a pie,
fuertes espadas contra garrotes de madera, fusiles y ballestas contra arcos y
flechas, cañones contra feroces corajes. Podría argumentar que es sólo para la
segunda fase que tenemos evidencias suficientemente sólidas que permitan un
análisis detallado sobre cómo españoles e indios se percibieron el uno al otro, y
cómo entonces lograron el éxito que debemos otorgar a ese puñado en la primera
fase. Podría también argumentar que el final de la conquista fue una cuestión muy
delicada: una descripción en la que los combatientes de ambos lados, como
sucede, estarían de acuerdo. Luego de la expulsión de los españoles de
Tenochtitlan los mexicas quedaron fuertemente favorecidos en términos
materiales, más particularmente por el poder de sus hombres, con el que
compensaron el desequilibro en equipamiento. La tecnología española tenía sus
problemas: la miseria de las quebraduras, enfriamiento o cansancio de los
caballos, el fango, el brutal peso de los cañones, la siempre desesperada cuestión
del abastecimiento. La viruela, introducida en México por uno de los hombres de
Narváez, arrasó con la población nativa, pero ese estrago afectó,
presumiblemente tanto a los “aliados” españoles como a los mexicas. Los dos
lados estaban aproximadamente emparejados en el conocimiento: si Cortés tomó
provecho de su familiaridad con las fortificaciones y el funcionamiento de la ciudad
del lago, los mexicas al menos conocían a los españoles como enemigos, y
estuvieron bajo la dirección del gobernante liberado de las ambigüedades que
habrían logrado develar antes.
Tendemos a tener una visión de la batalla propia de El Señor de las
Moscas* según la cual en una batalla mortal los velos de la “cultura” son
arrancados y hombres naturales se enfrentan a sí mismos. Pero si el combate no
es tan cultural como el críquet, sus brutalidades no están menos limitadas por
normas. Como el críquet, el combate requiere un sustancial acto de cooperación,
en el que cada lado construye las condiciones en las que ambos van a operar, y
por tanto, donde la lucha es entre extraños, obligando a una mutua “transmisión
de cultura” a través del uso de escopetas. Y a causa de su alta intensidad, esa
transmisión de cultura promete exponer cómo cada modo de actuar y pensar es
entendido y respondido en condiciones críticas, y qué lecciones sobre el otro y
sobre uno mismo pueden ser aprendidas en esa comunicación íntima, involuntaria
y enormemente importante.
Las fuentes para la segunda fase son suficientemente sólidas. Dado que
estudiamos asunciones culturales, las equivocaciones en la recolección y los
recuerdos poco importan. Cortés marcó la debacle en la calzada de Tacuba,
donde más de cincuenta españoles fueron muriendo por su propia impetuosidad
en el triunfo de un liderazgo en crisis; Díaz admiró la bravura de los españoles en
los infatigables asaltos a los salvajes; ambos estaban de acuerdo en el
vocabulario con el que entendían, valoraban y recordaban la conducta en las
batallas. Los informantes de Sahagún, capacitados para reportar sólo rumores
amargos, recibieron mitos sobre las oscuras luchas políticas de la primera fase,
motivados por detalles confidenciales en sus relatos sobre la lucha por la ciudad,
en los que al menos algunos de ellos parecen haber luchado, mencionando
localizaciones precisas y proezas de guerreros; revelando la estructura y la
descripción de los resultados sobre sus principios de batalla. Estos puntos de vista
pueden ser comparados con crónicas admitidas como fragmentarias para dar un
perfil general de la conducta de los indios en las batallas.
Aquí debemos tener en cuenta la usual advertencia contra la sobre
idealización. Si todas las normas sociales son ficciones hechas realidad al ser
contestadas, negadas, evadidas y desechadas, así como también obedecidas, “las
normas de la guerra”, siendo la guerra lo que es, son honradas con más
sinceridad cuando son quebrantadas. Pero en las sociedades guerreras de México
Central, donde el campo de batalla ocupa un lugar central en la imaginación, con
sus protocolos repetidos y enseñados en las rutinas ordinarias de la vida, la
brecha entre norma y práctica era estrecha. La guerra, al menos la guerra como
enfrentamiento entre sectores dominantes de México, idealmente, era una
contienda sagrada de resultado desconocido pero preestablecido, que revelaba
qué ciudad, qué deidad local, dominaría legítimamente a los otros. Algo similar
una igualdad entre las dos partes contendientes era entonces requerido:
prevalecer por número o como parte de una traición habría corrompido el
significado de la contienda. Tan importante era esta noción de examen justo, que
se solía enviar alimentos y armas a la ciudad elegida como parte del desafío, no
existiendo virtud alguna en la derrota de un enemigo debilitado.
Generalmente los guerreros se encontraban en las afueras de la ciudad de
los defensores. Si el bando atacante prevalecía, los defensores abandonaban el
campo y huían, y los vencedores pasaban sin resistencia alguna a la ciudad para
incendiar el templo donde estaba la deidad local. Esta acción marcó la victoria en
los hechos y en su registro: el signo formal de la conquista en las historias
pintadas era el templo quemado. El pillaje continuaba hasta que se escucharan las
súplicas del interlocutor de los vencidos y se establecieran los términos del tributo.
Luego los vencedores se retiraban a su ciudad con su botín y sus cautivos,
incluyendo no sólo a los guerreros tomados en la batalla formal, sino a los civiles
secuestrados durante el período de saqueo. Su cautivo más significativo era la
imagen de la deidad que tutelaba a la ciudad derrotada, que era llevada a “la casa
del dios cautivo” en Tenochtilan. La derrota era amarga porque se establecía una
sentencia sobre la inferioridad de los guerreros que habían sido vencidos y que
habían huido; una sentencia que los guerreros vencedores estaban listos para
reforzar a través de una burla salvaje que era institucionalizada con la imposición
del tributo.
La duración de esta decisión se volvía problemática. Los pueblos
derrotados pagaban su tributo como una decisión ordinaria frente a futuras
hostilidades, pero conservaban su independencia, y a veces quedaban
notablemente descontentos, a pesar de la convicción de la ciudad conquistadora
sobre la legitimidad de su supremacía. Muchos pueblos en el valle, fueran aliados
o vencidos o intimidados por los Mexicas pagaban su tributo establecido, luchando
junto a ellos en sus campañas, y se repartían los despojos, pero recordaban
perfectamente su humillación y no aceptaban su subordinación. Más allá del valle,
los beneficios del imperio eran frecuentemente menores, los costos mayores y la
desafección crónica. El monolítico “Imperio Azteca” es una alucinación europea:
en esa atomizada unidad política, las uniones eran logradas por la tensión de la
repulsión mutua. (De ahí la facilidad con que Cortés pudo reclutar “aliados”, con
frecuencia entendida en tributo a su brillante discurso, y de ahí la profunda
confusión con relación a su constante utilización del término vasallo para describir
las relaciones entre las ciudades sujetas primero a Tenochtitlan, y más tarde a la
corona española.)
Si la guerra era un duelo sagrado entre pueblos, y sobre los dioses
“tribales” de estos, la batalla idealmente sería un duelo sagrado entre guerreros
enfrentados: una contienda en la que el obtener un cautivo adecuado para
presentar ante su deidad era la medida precisa de su propio valor, y de su propio
destino. Cada uno se preparaba para ese combate individual con canciones y
adornos con la insignia de guerra sagrada. (Ir “siempre preparado para la batalla”
al estilo español era incomprensible: Un hombre cargando armas era sólo
potencialmente un guerrero.) El gran guerrero, con cicatrices, pintado, con plumas,
vistiendo los recuerdos de sus victorias en sus insignias, emergiendo de su
escondite o apareciendo súbitamente de las cenizas, luego exclamando su grito
de guerra, puede hacer que hombres menores escapen por terror a su presencia:
los guerreros estaban entrenados para proyectar su ferocidad. Su legítimo y
destinado oponente era aquel que podía vencer su terror para permanecer y
luchar. Había maniobras para “sorprender” al enemigo, y una fascinación por las
emboscadas, pero sólo como una forma de confrontación más dramática; golpear
por la espalda era impensable. En el campo de batalla flechas y lanzas indias eran
densamente lanzadas, pero para debilitar y derramar sangre, no para acribillar
fatalmente. La estaca de guerra con obsidianas incrustadas señalaba el blanco del
combate: la sumisión de prestigiosos cautivos en combate individual para
presentar ante su deidad.
En la desesperación de las últimas etapas de la batalla por Tenochtitlán, la
inhibición de los mexicas para matar en el campo de batalla se fue reduciendo en
cierto modo: los indios “aliados” murieron, y lo españoles que no lograron ser
rápidamente sometidos fueron asesinados, más frecuentemente, golpeados por la
espalda, como los mexicas especificaron cuidadosamente, y por razones que se
fueron tornando más claras. Pero la prioridad de la captura de antagonistas
significativos subsistió. En otras palabras, los mexicas respondieron con
flexibilidad a los desafíos de la guerra de sitio. “Leían” las tácticas de los
españoles con razonable exactitud: un asalto español a las aguas dulces del
acueducto de Chapultepec fue previsto y furiosa, aunque inútilmente, resistido.
Los bergantines, irresistibles en su primera aparición en el lago, fueron luego
utilizados en una emboscada cuidadosamente concebida, en la que dos fueron
atrapados. La vulnerabilidad de los caballos para atacar en un terreno
desconocido y, su pánico ante una lluvia de armas arrojadas, eran explotados con
eficacia. Los mexicas tomaron prestadas las armas de los españoles: las espadas
o las lanzas españolas eran empleadas para inutilizar a los caballos; incluso
tomaron una ballesta española, luego de capturar a quien la llevaba y obligarlo a
mostrarles cómo funcionaba la máquina. Fueron su inventiva y tenacidad las que
llevaron a Cortés a la desesperada solución de elevar estructuras a lo largo de las
calzadas y dentro de la ciudad para suministrar el terreno seguro que necesitaban
los españoles para ser efectivos. Y estuvieron alertas a las posibilidades de un
combate psicológico, capitalizando el peculiar miedo de los españoles a la muerte
por sacrificio y a la canibalización del cadáver. Lograron ser innovadores en
muchos aspectos. Pero, la medida más básica para medir el precio de un hombre,
tomar vivos a los prestigiosos cautivos, no pudo ser quebrantada.
Aquella pasión por tomar cautivos mostraba que en el momento en que la
fortaleza del oponente se quebraba, y se inducía su debilidad, el enemigo que
huía era un señuelo irresistible. Ese reflejo persuasivo era explotado a veces por
los oponentes nativos como un engaño ligeramente miserable. Esto proporcionó a
Cortés una táctica común para una rápida y segura cosecha de muertos.
Indiferente a las razones, él sin embargo notó y explotó la indocilidad de los
mexicas: “A veces, cuando estábamos separándonos y ellos nos perseguían
ansiosamente, los hombres a caballo simulaban estar huyendo y de pronto se
ponían en marcha contra ellos; siempre tomábamos una docena o más de los más
valientes. Por esos medios y por las trampas que les colocábamos, siempre
quedaban muy lastimados; y ciertamente era una imagen interesante aún cuando
ellos sabían el daño que podrían recibir de nosotros mientras nos retirábamos; de
todas formas nos perseguían hasta que hubiéramos dejado la ciudad.” Esta
modalidad de los mexicas tuvo enorme peso a la hora de los resultados. Si los
indios hubieran sido tan desinhibidos como los españoles en sus asesinatos, el
pequeño grupo español, con recursos inseguros y escasos, se habría reduciendo
rápidamente. En cada batalla los españoles registraban la muerte de muchos
indios, con sus propios hombres sufriendo heridas leves de rápida cicatrización:
esas piedras y puntas de lanza de obsidiana rebanaban con limpieza. Esto
preservó la vida de Cortés: en algunas ocasiones el líder español luchaba en las
manos de los indios, siendo el premio mayor en una desordenada lucha guerrera,
con hombres agonizantes en cada bando en una furiosa lucha por dominar, y en
cada momento los españoles prevalecían. Si Cortés hubiera estado en nuestras
manos, lo habríamos acuchillado. Los guerreros mexicas no podían asesinar al
líder enemigo en forma casual: si moría, debía hacerlo en el templo de
Huitzilopochtli frente a su santuario.
Si las consecuencias calculables de esa insistencia eran obvias y
peligrosas, había otras menos obvias, pero quizás más significativas. Ya hemos
notado la predilección de los españoles por las emboscadas como parte de una
vasta preferencia por matar con menos riesgos. Los españoles valoraban sus
ballestas y fusiles por su capacidad para matar uno a uno a los enemigos
seleccionados detrás de la línea de combate: como un francotirador diríamos
nosotros. La desmoralización psicológica por esas rápidas y trivializadas muertes
de hombres importantes pintados para la guerra, pero todavía no envueltos en el
combate, debió haber sido formidable. (Si la víctima hubiera estado activamente
envuelta en el combate, la cuestión habría sido diferente. En ese caso moría
noblemente; a pesar de haber sido atravesado por una flecha o un tiro a distancia,
su sangre fluía con fuerza para nutrir la tierra como debía hacerlo la sangre de un
guerrero.) Pero se efectuaba mucho más que la muerte de indios y la
desmoralización a través de esas transacciones. La realización de semejantes
muertes - a esa distancia, sin poner sus propias vidas en juego - desarrolló una
lectura en los indios sobre el carácter del guerrero español.
Consideren este episodio, contado por un conquistador. Dos indios
campeones, ascendiendo sobre la masa de guerreros, ofrecieron su desafío
formal frente a la fuerza española. Cortés respondió ordenando a dos hombres a
caballo que fueran a la carga con sus lanzas en alto. Uno de los guerreros, contra
todo lo imaginable, tuvo la idea de sacar las pezuñas de uno de los caballos, y
luego, cuando se estrellaba contra la tierra, cortó su cuello. Cortés viendo el riesgo
en el que se encontraba su jinete sin su caballo, tenía un cañón listo para disparar,
para que “todos los indios en las líneas de frente fueran asesinados, y los otros
dispersados. Los dos españoles se pusieron a seguro bajo el fuego que cubría los
mosquetes, las ballestas y el cañón.
Para Cortés el desafío individual había sido un histriónico alarde preliminar:
luego procedió con el serio trabajo de utilización de armas de fuego para matar
guerreros y controlar más territorio, para él de esto se trataba la guerra. Por todo
esto, los españoles medían éxito en términos de un conteo de cuerpos, territorio
controlado, y evidencia de la decadencia en la moral del “enemigo”, que incluía a
todos los guerreros, activamente comprometidos con la batalla o no, y a los
“civiles” también. Cortés informó casualmente al rey de sus incursiones en pueblos
que estaban durmiendo y las matanzas de los habitantes, hombres, mujeres y
niños, mientras ellos tropezaban en las calles: esos eran pasos necesarios y
convencionales en el control progresivo del terreno, y de la progresiva
desmoralización del opositor. Para un guerrero indio, la respuesta de Cortés al
desafío triunfal de los indios era vergonzosa (sólo con los caballos situándose al
alcance de las armas de los oponentes), surgiendo sin crédito alguno. La llegada
de Cortés a los pueblos era relatada en tonos de desalentada incredulidad.
Hay en el Códice Florentino una exhaustiva y detallada descripción del
ataque español sobre los guerreros bailarines desarmados en un festejo ritual, la
matanza que provocó el “levantamiento” mexica de Mayo de 1520. La primera
víctima fue un tamborilero: sus manos fueron deshechas, luego su cuello. El relato
continúa: “En algunos de ellos tajearon sus espaldas: luego sus entrañas
quedaron expuestas. En algunos de ellos cortaron sus cabezas en partes...
Algunos golpes en los hombros; sus heridas abiertas. Dejaron aperturas en sus
cuerpos.” Y así continúa. ¿Cómo debemos interpretar esto? No fue, pienso,
registrado como un cuento de terror, o al menos no sólo como eso. El relato es
suficientemente cuidadoso en lo que concierne a los detalles y secuencias lo cual
sugiere una construcción fiel, próxima al evento, para intentar identificar el modelo,
y así descubrir el sentido de los descuartizamientos de los españoles. (Esa fue la
primera imagen que tuvieron los mexicas de las espadas españolas en acción.)
Los mexicas tenían reglas muy precisas sobre los asaltos violentos en el cuerpo,
que estaban claras en las normas de sus sacrificios rituales, pero la noción de
“masacre preventiva” de guerreros no estaba dentro de su vocabulario.
Cada acción prohibida, mucho más que una política de destrucción,
colocaba a los indios en desventaja. Retomemos un momento de su mistificación
celebrado tempranamente por Cortés, el despliegue de los cañones para
impresionar en la costa al mensajero mexica, con el poder mortal de las armas
españolas: los hombres que llevaron el relato, contaron el estruendoso sonido, el
humo, el fuego, el olor desagradable- y que la bala había “disuelto” una montaña
y “pulverizado” un árbol. Es altamente dudoso que los observadores nativos hayan
captado el objetivo de este despliegue, de que ésa era un arma de guerra para
utilizar contra seres humanos. No era un arma concebible para los guerreros. Por
lo tanto, debe haber aparecido (como es de hecho recordado) como un asalto
gratuito a la naturaleza: una verdadera lección del modo de hacer la guerra. Los
guerreros mexicas aprendieron de la experiencia a no atacar, ni gritar ni disparar
frente a un cañón de fuego y ballestas, pero sí a rebuscárselas y a zambullirse,
mientras las canoas-escudo aprendían a zigzaguear para eludir el tiro del cañón
de los bergantines. Por lo cual con el tiempo la carnicería era menor. Pero también
aprendieron a tener compasión por los hombres que estaban preparados para
matar indiscriminadamente, a combatientes y no combatientes por igual, y a
asegurar una distancia que les permitía no poner sus propias vidas en juego.
¿Qué decir sobre los caballos españoles, ese otro elemento clave en el
programa de mistificación de Cortés? Tenemos evidencias tempranas sobre las
rápidas y efectivas respuestas de los guerreros a estos exóticos seres, y sobre la
delicada actitud experimental para verificar su naturaleza. Un pequeño grupo de
guerreros tlaxcalas teniendo su primera percepción de los caballos y de los jinetes,
se las arreglaron para matar dos caballos y para herir tres más, antes de que los
españoles dieran la orden de atacar. En el siguiente encuentro una escuadra de
indios hizo un planeado y claramente deliberado ataque a un caballo, permitiendo
al jinete escapar, a pesar de que estaba herido, mientras ellos destruían su
montura y levantaban el cuerpo del suelo. Más tarde, Bernal Díaz, registraba que
el cuerpo del caballo muerto fue cortado en piezas y distribuido entre los pueblos
de Tlaxcala, para demostrar, presumiblemente, la naturaleza carnal del caballo.
(Reservaron las pezuñas, como amargamente recordó, para ofrecer a sus ídolos,
junto con “el sombrero flamenco y las dos cartas que les enviamos ofreciéndoles
la paz.”)
La distribución de las piezas de la carne de caballo tuvo implicaciones
adicionales. Los indios no tenían dudas de que los caballos eran animales. Pero
eso no los redujo, como fue para los españoles, a bestias brutales, inconscientes,
sirvientes irracionales del señor de la creación. Los indios tuvieron diferentes
interpretaciones sobre el significado de los animales. No fue una vaga inclinación
estética lo que indujo las órdenes del gran guerrero a imitar al águila y al jaguar en
sus vestimentas y conductas: ambas eran criaturas poderosas ejemplares de la
pureza del espíritu guerrero. El águila lentamente se acercaba al sol; luego el grito,
el descenso, el golpe final; el jaguar, anunciando su presencia con un rugido
estruendoso, emergiendo abruptamente de la oscuridad para hacer matanzas:
estos suministraron modelos únicos para la imitación humana. Que los caballos
aparecían preparados para matar no parecía algo extraordinario. La ferocidad y el
coraje de esas criaturas, que corrían hasta la zona cercana al combate,
enfrentándose a las espadas y las estacas; que embestían y gritaban, con los ojos
en blanco, cuya saliva fluía (para los mexicas la saliva significaba ira), los
señalaba como actores en la batalla, como había sucedido cuando los dos
caballos cargaron contra los desafiantes indios. En el vocabulario mexica de
batalla los caballos eran superiores a sus amos. Como ofrendas no eran tan
valiosos - las espadas españolas capturadas, sujetadas a largas lanzas solían ser
utilizadas contra los caballos para destriparlos o debilitarlos, pero no eran
utilizadas contra los jinetes quienes eran considerados demasiado valiosos como
para infligirles daños tan severos - pero su valor era reconocido. Cuando los
mexicas sitiados obtuvieron la victoria más importante sobre los hombres de
Cortés, en la calzada de Tacuba, expusieron en una plataforma las cabezas de los
españoles sacrificados, según su costumbre, y debajo atravesaron las cabezas de
los cuatro caballos capturados en la misma contienda.
Existe un instante en el que vemos que esas concepciones opuestas,
logran contrapesarse. Durante una escaramuza en la ciudad algunos jinetes
españoles que emergían en una emboscada sorpresa chocaron y un español se
cayó de su yegua. Envuelto en pánico, el caballo sin su jinete “se lanzó contra el
enemigo, que lo atacó y lastimó con sus flechas; con lo cual viendo cuan mal
estaba siendo tratada, retornó hacia nosotros,” Cortés afirmó, pero “estaba tan
malherida que murió esa noche.” Continuó: “A pesar de nuestro gran dolor por su
pérdida, dado que nuestras vidas de pendían de los caballos, estábamos
agradecidos que no hubiese perecido en manos enemigas, dado que su alegría
por haberla capturado, habría sido mayor que el dolor causado por la muerte de
sus compañeros.”
Para Cortés la yegua era un animal, que actuaba como un animal:
desorientada, escapándose del dolor. Su destino tenía una importancia simbólica
sólo por su asociación con los españoles. Para los indios, la reacción de la yegua
conducida por el grupo de españoles, lanzándose directamente y en soledad hacia
los guerreros enemigos - con los ojos en blanco, la ferocidad encarnada - era
acorde al recibimiento de los guerreros con un ataque de flechas. Su revés, su
retorno hacia sus compañeros, probablemente significó una victoria pequeña de
los indios, como su captura y muerte entre los enemigos habría señalado, en un
nivel muy remoto, una pequeña derrota para los españoles. Esa yegua
sentenciada, girando y volviendo en un desesperado margen entre ejércitos
diferentes y sistemas diferentes de conocimiento provee una metáfora
suficientemente adecuada para los temas de los que nos hemos estado ocupando.
La “diferencia” española encuentra su más clara expresión en su estrategia
final para la reducción de la ciudad imperial. Cortés había esperado intimidar lo
suficiente a los mexicas con su reducción rápida de los pueblos que rodeaban el
lago, con sus histriónicos actos de violencia, y con la ejemplar crueldad con que
era penada la resistencia, para conducirlos a un acuerdo. La acción
ejemplificadora a la distancia, en ese mosaico de ciudades rivales, no podía tener
relevancia para los mexicas - si todos los otros se atemorizaban, ellos no lo harían
- entonces los españoles recurrieron, como Díaz escribió, a “un nuevo modo de
hacer la guerra.” El sitio fue la quintaesencia de la estrategia europea: un plan
económico para ejercer la máxima presión en toda la población sin un compromiso
activo, delegando el control sobre las personas y el lugar al menor costo. Si la
precaria posición de Cortés lo había llevado a incrementar su presión con
incursiones militares, su arma crucial era la necesidad.
Para los mexicas el sitio era la antítesis de la guerra. Conocían la estrategia
de rodear ciudades para persuadir a los guerreros no dispuestos a salir, y también
la destrucción cuando un insulto lo requería. Ellos habían pretendido quemar los
barrios de Tenochtitlán en los que estaban los españoles para que salieran, para
forzarlos a combatir luego de la masacre de sus guerreros bailarines. Pero el
deliberado y sistemático debilitamiento de la oposición antes de la entrada en
batalla, y la deliberada implicación de los no combatientes en la contienda, no
tenían lugar en su experiencia.
Mientras el sitio continuaba, los signos de desprecio de los mexicas se
multiplicaban. Los guerreros mexicas continuaron buscando un combate cara a
cara, con su insatisfactorio oponente que se escondía y rechazaba la batalla, que
se juntaba en estrechas bandas detrás de su cañón, y huía sin avergonzarse.
Cuando la elite de guerreros, siguiéndolos en sus canoas, tenía la remota suerte
de alcanzar a los españoles más cercanos, los españoles “se daban vuelta y
huían”, con los mexicas persiguiéndolos. Ellos abandonaron un cañón en una de
sus luchas expuestas, posicionados con una ironía inconsciente en la piedra
gladiatoria sobre la cual los mejores guerreros enemigos les habían ofrecido el
despliegue final de su aguerrida proeza; los mexicas se preocuparon y arrastraron
el cañón a través del canal y lo hundieron en el agua. Los guerreros indios eran
más cuidadosos cuando tenían que matar que cuando tenían que capturar un
español en una batalla, al negarse a una honorable muerte por un guerrero, los
eliminaban golpeándolos en la parte posterior de sus cabezas, la muerte
reservada a los criminales en Tenochtitlán. Y los españoles capturados luego de la
derrota en la calzada de Tacuba eran despojados de todo su equipo de batalla, su
armadura, sus ropas: sólo luego, cuando eran desnudados, y reducidos a
“esclavos”, los mexicas los mataban.
¿Qué importa si a largo plazo, los guerreros mexicas admiraron los caballos
y despreciaron a los guerreros españoles? Para descubrir cómo influyó en los
hechos necesitamos ver brevemente la noción india de “destino” y de tiempo.
Podemos comparar la estructura de los relatos de los españoles y de los indios
sobre las batallas finales, para descubrir las estrategias explicativas implícitas en
esa construcción. La versión española presenta el forcejeo en las calzadas, las
victorias ganadas por estrechos márgenes, las estratagemas, los golpes de suerte,
los actos de audacia de cada lado. A través del trazado de una intrincada
secuencia de acción seguimos el movimiento de la ventaja, primero de una forma,
luego de otra. Dios está en los hombros de los españoles, pero sólo para prestar
su poder a sus fuertes brazos, o para desestabilizar un equilibrio ya precario. En la
selección y la secuencia de los eventos significativos, tenemos la familiar,
poderosa y acumulativa explicación a través de la forma narrativa.
Los resultados indios se ven superficialmente similares. Hay episodios, y
están ofrecidos en forma sucesiva: descripciones de grupos o proezas
individuales, de acciones desdeñables de los españoles. Pero esos son eventos
separados, momentos para ser recordados, sin ningún otro tiempo que el del
cordel en el que están hilados: no hay efectos acumulativos, ni significaciones en
secuencia. Tampoco hay ninguna implicación de que las acciones humanas
descriptas pesen sobre resultados. El hecho de que la derrota fue sufrida, la
declara inevitable.
Los mexicas, como los mesoamericanos en general, concebían el tiempo
en múltiples dimensiones y eternamente recurrente, y los hombres intentaban
comprender esos movimientos complejos mediante la utilización de recuentos de
tiempos superpuestos, que se engranaban unos con otros y completaban sus
complejas permutaciones de cincuenta y dos años, un Xiumolpilli o “Apilamiento
de Años”* (Nótese cómo el concepto de apilamiento niega toda significación a la
mera adyacencia.) Debajo de cada sistema, cada “día” no era el resultado de los
días que lo precedían: tiene su propio carácter, indicado por su complejo nombre
derivado de los cálculos de tiempo, y era único en ese Apilamiento de Años.
También estaba más estrechamente conectado con los nombres similares de los
días que habían ocurrido en todos los Apilamientos de Años precedentes que con
aquellos días agrupados en el mismo amontonamiento. Así, el particular evento
contingente sería entendido en su desenvolvimiento en el proceso dinámico
modelado por alguna situación pasada. Pero así como aquellos eventos anómalos
presumiblemente notados antes del advenimiento español podían ser
categorizados como “profecías” y sólo retrospectivamente podía ser identificado su
portento, la identificación de lo recurrente en lo aparentemente contingente era
más un diagnóstico posterior que una certeza anterior paralizante. El carácter
esencial del control del tiempo se manifiesta en sí mismo en sutiles modos,
profundamente ocultos a los ojos humanos. Los eventos permanecían
problemáticos en su experimentación, sin ser la innovación y el esfuerzo
desesperado prevenido ni inhibido. En la experiencia humana, los resultados
permanecen contingentes hasta manifestarse.
Sin embargo, a unos pocos acontecimientos les era concedido un status
especial, siendo reconocidos como signos de lo que había sido presagiado. En un
lugar llamado Otumba, los españoles, que huían renqueando de Tenochtitlan
luego de la expulsión de la Noche Triste, fueron enfrentados por un mar de
guerreros mexicas: un mar evaporado de pronto cuando Cortés y sus hombres de
a caballo lo atravesaron, abatiendo a su líder y apoderándose del estandarte
caído. La batalla de Otumba es importante para nosotros porque, desde nuestra
perspectiva, fue la mejor oportunidad que tuvieron los mexicas de acabar con los
españoles en su momento más vulnerable. Los relatos de los españoles identifican
el abatimiento del líder como un hecho decisivo, pero mientras que la caída del
líder resultaba ominosa (y el ataque sobre un comandante no involucrado
activamente en la batalla, deshonroso), era la captura del estandarte lo que
importaba a los mexicas. Nuestra tentación inicial es la de anular esta evidencia
mencionando el familiar apego emocional de un cuerpo de hombres combatientes
por sus colores: recordar las desesperadas luchas por jirones de seda en
Waterloo; La obstinada pasión de una legión romana en persecución de su
perdido estandarte y de su honor. Puede haber habido algo de todo esto en el
caso que nos ocupa. Pero la captura del estandarte era para los indios menos un
golpe al orgullo colectivo que una declaración: un signo de que la batalla iba a
volverse, en realidad se había vuelto, contra ellos.
Cortés relató su determinado ataque sobre “el gran Taco”, la pirámide de
Huitzilopochtli, durante el primer combate en Tenochtitlán, sosteniendo que tras
tres horas de lucha logró limpiar el templo de indios y prenderle fuego. También
notó que la captura de la pirámide “dañó tanto su confianza que comenzaron a
debilitarse enormemente por todos los costados”: el signo había sido percibido. Si
la captura hubiese sido tan decisiva como Cortés sostiene, podríamos esperar
más que “debilitamiento”, pero cuán completo fue éste es algo problemático: en el
relato de Díaz, los españoles eran rechazados luego de haber prendido fuego al
templo. El suceso claramente era importante para los indios y Díaz subraya la
frecuencia con la que ha visto esa batalla particular representada en los relatos
indios más tardíos. Explicó esta fijación diciendo que los indios tomaron este
asalto como una cosa muy heroica, dado que los españoles eran representados
“malheridos y corriendo ensangrentados, con muchos muertos, en las pinturas que
hicieron de la quema del templo, con los numerosos guardianes custodiándolo”.
Pienso en cambio que lo que las representaciones querían dejar en claro era que
a pesar del incendio del templo, los españoles no habían obtenido el dominio
absoluto de la situación que de hecho hubiera implicado una victoria. El vigor del
ataque debe haber hecho incluso más urgente la reparación del templo luego de la
expulsión de los españoles- ese período en el cual nosotros, con nuestras
nociones de estrategia, esperamos en vano que los mexicas atacaran a los
debilitados españoles y los terminaran, mientras que ellos en cambio se
prepararon para la batalla de Otumba, leyeron el mensaje de la captura del
estandarte e hicieron de ese día uno provechoso.
Bien entrada la segunda fase de la conquista, los porta estandartes
españoles siguieron siendo objetivos especiales, siendo objeto de tan feroces
ataques que “uno nuevo era necesario cada día.” Pero los mexicas habían
comenzado a prestarle menos atención a los signos, porque habían descubierto
que los españoles los ignoraban. En el curso de la victoria, un importante
estandarte español había sido de hecho capturado: “Los guerreros de Tlatelolco
capturaron el estandarte en el lugar hoy conocido como San Martín.” Pero
mientras el guerrero que había tomado el estandarte era cuidadosamente
conmemorado, “Ellos se burlaban de su valor y lo consideraban de poca
importancia”. Los informantes de Sahagún simplemente registran que los
españoles “sólo siguieron luchando.” Ignorando los signos de la derrota, los
españoles eran igualmente descuidados respecto de los signos de la victoria.
Cuando un contingente español penetró el mercado de Tlatelolco, donde los
mexicas habían instalado su último refugio, los soldados se las arreglaron para
alcanzar la punta de la pirámide principal, para prender fuego los templos y para
instalar sus estandartes antes de ser obligados a replegarse. (“La gente del común
empezó a lamentarse, esperando el comienzo del saqueo”, pero los guerreros,
acostumbrados a los métodos españoles, no tenían tal expectativa. Ellos sabían
que la lucha continuaría: estos enemigos eran tan ciegos ante los signos como
sordos ante la decencia). Al día siguiente, desde su propio campamento Cortés se
quedó perplejo al ver que las llamas todavía no habían sido apagadas, y los
estandartes seguían en su lugar. Los mexicas respetaban los signos y los dejaban
permanecer, incluso si los bárbaros no lo hacían, incluso si los signos habían
perdido su eficacia, incluso si las reglas de la guerra estaban suspendidas.
John Keegan ha caracterizado a la batalla como “un conflicto esencialmente
moral, que requiere un acto de voluntad recíproco y sostenido entre dos partes
enfrentadas, y que, si tiene que tener una definición, implica el colapso moral de
una de ellas.” Paradójicamente, esta reciprocidad es más esencial en el momento
del quiebre del contrato. Rendirse, aceptar la derrota y conceder la victoria, es un
asunto complejo, a la vez una redefinición del propio ser y de la propia capacidad
de acción efectiva, y una redefinición de la relación que se mantiene con el
enemigo. Estas redefiniciones deben ser reconocidas por el oponente. Cuando los
indicadores que señalan la derrota y permiten que el “colapso moral” ocurra no
son reconocidos, ni la victoria ni la derrota son posibles, y nos acercamos a una
zona siniestra en la que no puede haber otra resolución que la muerte.
Esto, pienso, es lo que sucedió en México. Los "signos" son signos
equívocos, especialmente cuando apuntan no a una temporaria sumisión de
duración incierta, sino al fin de la dominación imperial de un pueblo. El precario
edificio del "imperio" no había sobrevivido a la intromisión de los españoles-
hombres sin ciudad, y por eso fuera de los juegos centrales del poder y el castigo.
Su colapso había sido proclamado por Quauhtemoc, "Él que cae como un águila",
que había reemplazado al difunto Cuitlahuac como Gran Orador, cuando ofreció
una remesa general de tributo por un año a cambio de ayuda contra los
españoles: el tributo es producto del poder de extraerlo. En las batallas finales, los
mexicas luchaban por la integridad de su ciudad, como tantos otros habían
luchado anteriormente. Ellos conocían el asentado odio de los Tlaxcala y la
envidia de otros pueblos. Tal vez incluso contra estos enemigos indios podrían
haber continuado peleando, atacando, a pesar de los signos de la derrota. En
cambio, contra los españoles, oportunistas cobardes, en los que no se podía
confiar, que despreciaban los signos de la victoria y la derrota, no había
alternativas: los mexicas debían limitarse a resistir.
Las crónicas registran historias de hechos heroicos: de guerreros
dispersando a los españoles delante de ellos, de la gran victoria sobre la tropa de
Cortés, con aterrorizados españoles dando vueltas "como hombres borrachos", y
cincuenta y tres capturados para ser sacrificados. Los relatos españoles nos
cuentan que la victoria que había dado tantos cautivos al Dios de la Guerra de los
mexicas había sido ganada en ese momento para indicar la probabilidad de una
victoria final de los mexicas, esperanzadamente profetizada por los sacerdotes
como llegando dentro de los siguientes ocho días. (Los registros indios no pierden
el tiempo con falsas inferencias ni con augurios mal entendidos). Los aliados de
Cortés, respetuosos de los signos, se alejaron del escenario durante ese lapso.
Pero los días pasaban, la victoria decisiva no llegaba, y la danza macabra seguía
su curso.
Y todo este tiempo, mientras guerreros individuales hallaban su gloria
individual, la ciudad moría: hambrienta y sedienta, se ahogaba en su propia
muerte. Este lento estrangulamiento es contado como si fuera algo separado de la
batalla, y así debía ser en la mentalidad de los mexicas. Otra corta gloria fue
obtenida, cuando los guerreros Águila y Ocelote, hombres de las dos más altas
órdenes militares, fueron silenciosamente empujados en canoas disimuladas hacia
donde les fuera posible colarse entre los aliados nativos del saqueo, para que
desparramaran un miedo letal entre ellos. Sin embargo, el estrangulamiento
seguía sin compasión: “Ellos de verdad herían todo a nuestro alrededor, nos
rodeaban, nadie podía ir a ningún lado… De hecho, muchos murieron en el
apiñamiento.”
Los mexicas hicieron su jugada final. Aquí el componente simbólico, siempre
presente en el combate, es evidente. Quauhtemoc y sus principales consejeros
seleccionaron un gran guerrero, lo vistieron con los atavíos del Búho Quetzal,
los atuendos de combate del gran Ahuitzol, que había gobernado antes que el
despreciado Moctezuma, y lo armaron con los dardos de punta de piedra de
Huitzilopochtli; así él se convertía, como decían, en “uno de los numerosos
gobernantes mexicas.” Fue enviado a arrojar sus dardos contra el enemigo: si
los dardos daban en el blanco dos veces, los mexicas vencerían. Magnífico con
sus plumas de quetzal desplegadas, con sus cuatro sirvientes, el Búho Quetzal
entró a la batalla. Durante un tiempo pudieron seguir sus movimientos entre los
enemigos: reclamando el oro robado y las plumas de quetzal, tomando tres
cautivos, o eso pensaron. Luego se tiró de una terraza y quedó fuera de vista.
Los españoles no registran nada de este combate ejemplar.
Luego de este signo ambiguo, pasó otro día libre de acción: los españoles,
inescrupulosos hasta el final, "sólo permanecían quietos; se echaban y miraban al
pueblo común." Al día siguiente un gran heliotropo, un carbón llameante de luz,
brilló a través de los cielos, para girar alrededor de la ciudad devastada y
desvanecerse más tarde en medio del lago. Ningún español vio el cometa de
fuego que marcó el fin de la Tenochtitlán imperial. Tal vez ningún indio lo vio. Pero
sabían por los signos que grandes sucesos debían ser esperados, y que tenía que
haber habido un signo. Por la mañana Quauhtemoc, habiendo escuchado el
consejo de sus señores, abandonó la ciudad. Fue capturado en medio de su
huida, para ser llevado ante Cortés. Sólo entonces su pueblo abandonó la
arruinada ciudad.
Así fue que los mexicas se subordinaron a su destino, cuando éste se hizo
evidente. Un cierto orden de las cosas había sido declarado finalizado: el período
de la dominación mexica y la primacía de Tenochtitlán se había terminado.
Una particular sección de los Anales de Tlatelolco es frecuentemente citada
para demostrar lo completa que fue esta obliteración de un modo de vida y un
modo de pensamiento. Dice así:

Lanzas quebradas yacen en los caminos;


nos hemos arrancado los cabellos en nuestra pena.
Las casas no tienen techos ahora, y sus paredes
están rojas de sangre.

Los gusanos pululan en las calles y plazas


y las paredes están salpicadas con sangre.
El agua se ha vuelto roja, como si estuviera teñida,
y cuando la tomamos,
tiene el sabor de las lágrimas.

Hemos golpeado nuestras manos en la desesperación


contra las paredes de adobe,
porque nuestro patrimonio, nuestra ciudad, está perdida y muerta.
Los escudos de nuestros guerreros eran su defensa,
Pero ellos no pudieron salvarla.

Y así continúa. Pero lo que es notable aquí (además del poder poético del
fragmento) es que el "lamento" era una forma tradicional, manteniéndose como tal
tras la derrota, que permitía localizarla y volverla inteligible, analizándola bajo la
forma tradicional. Si la visión mexica del imperio estaba finalizada, su pueblo, y su
sentido de distinción en tanto pueblo, no lo estaban. Los grandes ídolos de los
templos habían sido "contrabandeados" fuera de la ciudad por sus custodios antes
de su caída, y enviados a Tula, retrazando así su antigua ruta migratoria. Una
visión cíclica del tiempo tiene sus comodidades. Y si la historia del retorno de
Quetzacoatl tal como fue presentada en el Códice Florentino es una imposición
posterior a la conquista, como es probable, y si de verdad esa historia se aparta
de los modos nativos tradicionales de dar cuenta del accionar humano, con la
conducta de Moctezuma descripta no sólo para memorizar su vergüenza, sino
también para explicar la derrota, como creo que hace; si todo esto así, entonces,
la fabricación de esta historia alude a la preocupación por construir una historia
pública viable y satisfactoria para los conquistados, un mito emoliente, generado
en parte desde una matriz epistemológica europea para acompañar la catástrofe
de la derrota mexica.

III

Y ahora, finalmente, las consecuencias.


Hay algo seductor para nuestro sentido de la ironía en la teoría que
sostiene que los hechos heroicos españoles, tal como ellos los veían, eran
juzgados vergonzosos por los guerreros mexicas. Pero claro, las actitudes de
quienes perdieron tienen poca resonancia histórica. Las actitudes de los
vencedores tienen una resonancia mayor. Aquí quiero perseguir una impresión.
Cualquiera que haya trabajado en la historia de México- sospecho que lo mismo
puede decirse del resto de Latinoamérica, pero no puedo decir nada al respecto-
se sorprende dolorosamente por la visible e incorregible división entre los
habitantes aborígenes y los venidos de Europa, a pesar de la proximidad
doméstica de sus vidas y por la duración cronológica de la sistemática injusticia
social basada en esa división, cualquiera sea la forma de gobierno, cualquiera sea
la retórica pública. Estoy persuadida de que en México los términos de la relación
entre los aborígenes y los recién llegados de fuera fueron establecidos muy
tempranamente. Un grupo de misioneros reformistas y jueces rectos en el siglo
XVI estaba sorprendido y escandalizado por lo que veía como crueldad en el
maltrato de los españoles hacia los indios; crueldades perdonadas apelando al
propio interés. Los españoles habían sido tremendamente brutales en el Caribe,
donde los indios estaban en un nivel tan simple de organización social que no
pudieron sobrevivir a los esfuerzos españoles por explotarlos. Sin embargo, en
sus primeros encuentros con los pueblos de México los españoles se habían
declarado profundamente impresionados. La alianza de Cortés con los tlaxcala
parece haber implicado cooperación genuina, una razonablemente desarrollada
noción de reciprocidad, y (sin ser sentimentales) cierto afecto entre los individuos.
Luego algo sucedió, un quiebre crucial en la simpatía. Siempre es difícil
argumentar que las cosas podrían haber sido distintas de como fueron, sobre todo
en el remolino político del México de después de la conquista. Pero a pesar de la
persistente destreza de sus maniobras políticas en medio de los resultados de la
conquista, tengo la sensación de que Cortés renunció tanto a su control sobre la
formación de las relaciones entre españoles e indios como a sus políticas
naturalmente conservadoras- un proteccionismo basado en el pragmatismo antes
que en la humanidad, pero igualmente efectivo- más temprano y más fácilmente
de lo que su conducta previa nos hubiera hecho esperar. Su mudanza a Honduras
en octubre de 1524 fue una extraordinaria abdicación de la autoridad oficial que
había buscado durante tanto tiempo y que había ejercido sólo por un año, y que
marcó el fin de su rol efectivo en Nueva España. Tendemos a querer a nuestros
héroes, ya sean villanos, santos o maquiavelos, de una sola pieza: inmodificables,
inmaculados emblemas de las cualidades que les asignamos, impermeables a la
experiencia. Pero hay indicadores, tanto en sus escritos como en sus acciones, de
que Cortés fue modificado por su experiencia en México, y que ese cambio tuvo
que ver con el obstinado, y, a ojos de los españoles profundamente “irracional”
rechazo o incapacidad de los mexicas para rendirse.
Cortés era sensible a la belleza física y a la complejidad social de la gran
ciudad de Tenochtitlán. Era el sueño de la ciudad el que había encendido su
admiración y provisto el foco para todas sus acciones. Debemos recordar que
Tenochtitlán era una maravilla, eclipsando a las otras ciudades de Mesoamérica (y
Europa) en tamaño, elegancia, orden y magnificencia para el espectáculo. Cortés
había maquinado la compleja y difícil estrategia del bloqueo, y había llevado
adelante la tarea titánica de implementarla, para preservar la ciudad demostrando
lo inútil de toda resistencia. Luego contempló las lentas idas y vueltas de la lucha
en las calzadas, mientras los defensores, sin cuidado por sus propias vidas,
retomaban por la noche lo que dolorosamente había sido obtenido durante el día.
Condujo a sus hombres hacia las calzadas, en miseria física y peligro constante, y
luego se vio forzado a llevar a cabo la sistemática destrucción de las estructuras a
lo largo de las calzadas para asegurar los metros ganados, una arriesgada
prolongación de una tarea ya suficientemente larga.
Así, con paciencia, el acceso a la ciudad fue ganado, y el lazo del hambre
estrechado. Desde ese punto, la victoria era en los términos de los españoles (y
en los nuestros) inevitable. Sin embargo, aún la resistencia continuaba, tomando
ventaja de cada esquina y cada azotea. Así, la tarea de demolición siguió su
curso. Por fin, desde la punta de una gran pirámide Cortés pudo ver que los
españoles habían ganado siete octavos de lo que una vez había sido la ciudad,
con la gente restante apretujada en un rincón en el que las casas se habían
construido sobre el agua. El hambre era tan extrema que incluso las raíces y la
corteza habían sido mordisqueadas; los sobrevivientes eran ya sombras
tambaleantes, pero sombras que todavía resistían.
La frustración de Cortés al verse forzado a destruir la ciudad que tanto
había deseado capturar intacta es evidente, tanto como su perplejidad ante la
tenacidad de una resistencia tan inútil: “Como nosotros habíamos entrado a la
ciudad desde nuestro campamento dos o tres días seguidos, además de los tres o
cuatro ataques previos, y como habíamos sido siempre victoriosos, matando con
arcos, arcabuces y escopetas un infinito número de enemigos, nosotros
esperábamos cada día que ellos demandaran la paz, la cual deseábamos tanto
como nuestra propia salvación; pero nada de lo que hiciéramos podía inducirlos a
ello”. Luego de otro ataque que prácticamente no halló resistencia, “Nosotros no
podíamos sino entristecernos por su determinación de morir”.
Cortés no tenía estómago para atacar nuevamente. En cambio, apeló como
último recurso al terror. No el terror de las matanzas masivas: esa arma había
perdido su eficacia tiempo atrás. Construyó una máquina de guerra, una
intimidatoria pieza de tecnología europea que presentaba la ventaja de no requerir
pólvora: la maravillosa catapulta. Era un trabajo de tres o cuatro días, de cal,
piedra y madera, luego las enormes cuerdas, y las piedras grandes como
damajuanas. Estaba designado, como un relato nativo fríamente registra, “para
apedrear a la gente del común”. No funcionó como se esperaba, las piedras
goteaban débilmente desde la honda. La labor de forzar la rendición permanecía
en pie.
Cuatro días esperando pacientes, cuatro días que acercaban a la muerte
por hambre, y los españoles ingresaron a la ciudad nuevamente. Nuevamente
encontraron figuras fantasmales, de mujeres y niños demacrados, y vieron a los
guerreros aún situados en las azoteas, pero silenciosos ahora y desarmados,
envueltos en sus capas. Y todavía la pretensión infructuosa a la hora de negociar,
la estúpida, obstinada resistencia.
Cortés atacó, matando “más de doce mil”, como estimó. Otro encuentro con
algunos señores, y otra vez ellos rechazaron todos los términos que no fueran una
muerte rápida. Cortés agotó su famosa elocuencia: “Dije muchas cosas para
persuadirlos de rendirse pero todas sin ningún provecho, aunque les mostramos
más signos de paz que los que han sido mostrados alguna vez a un pueblo
vencido, porque nosotros, por la gracia de nuestro señor, éramos ahora los
vencedores”. Liberó a un noble capturado, encargándole que urgiera a los suyos a
la rendición: la única respuesta fue un repentino y desesperado ataque, y más
indios murieron. Cortés tenía preparada una plataforma en la plaza del mercado
de Tlatelolco, lista para la ceremonia de rendición, con comida preparada para el
festejo que debería marcar ese momento: todavía se aferraba a la ficción europea
de los dos gobernantes encontrándose de acuerdo con un mutuo entendimiento
para la transferencia de un imperio. No hubo respuesta.
Dos días más, y Cortés desató a los aliados. Lo que siguió fue una masacre
de hombres que no tenían flechas, lanzas ni piedras; de mujeres y niños
tropezándose y cayendo en los cuerpos de sus propios muertos. Cortés pensó que
cuarenta mil pudieron haber sido los tomados prisioneros y muertos en ese día. Al
día siguiente se hizo traer tres pesados cañones a la ciudad. Tal como lo explicó a
su distante rey, el enemigo, estando ahora “tan apiñado que no tiene espacio para
volverse, podría aplastarnos mientras atacamos, sin ni siquiera pelear. Quisiera
entonces hacerles algún daño con los cañones, y así inducirlos a salir a nuestro
encuentro”. También había apostado los bergantines para penetrar por entre las
casas al interior del lago, donde las últimas de las canoas mexicas estaban
apiñadas. Con el disparo de los cañones la acción final comenzó. La ciudad era
ahora una hedionda desolación de cuerpos podridos y amontonados, de hombres
muertos de hambre, con niños y mujeres arrastrándose entre ellos o luchando
entre las aguas. Quauhtemoc fue capturado en su canoa, y finalmente llevado
ante Cortés, para hacer su pedido de muerte, y los sobrevivientes comenzaron a
salir en fila, esta gente una vez inmaculada, ahora “tan flaca, pálida, sucia y
hedionda que daba pena verlos”.
Cortés había invocado una razón pragmática para contener su mano en la
toma de Tenochtitlán: si los españoles intentaban tomar por asalto la ciudad los
mexicas tirarían todas sus riquezas al agua, o serían saqueados por los aliados, y
así parte del beneficio sería perdido. Creo que su perturbación iba más lejos. Sus
más tempranas narrativas de batalla ejemplifican aquellas espléndidas
simplificaciones cesarianas identificadas por John Keegan: movimiento disyuntivo,
uniformidad en el comportamiento, descripción simplificada, motivación
simplificada. Ese estilo de alto control, de apresamiento autoritario, vacila cuando
debe justificar su propia derrota en las calzadas, que costó tantas vidas a los
españoles. Luego se recupera brevemente, para quebrarse, definitiva y
permanentemente en los últimos tramos de su relato de la batalla de Tenochtitlán.
La narrativa soldadesca pierde su dirección cuando despliega más y más detalles
para demostrar el sentido pleno de su propio accionar, y disertar más y más sobre
los estados y las intenciones de los nativos.
La estrategia de Cortés en el mundo había consistido en tratar a todos los
hombres, indios o españoles, como seres manipulables. Esta obstinada negación
del problema de la "otredad", usualmente tan beneficiosa, había llevado en este
caso a la bancarrota. Había sido forzado a parodiar sus anteriores y alguna vez
exitosas estrategias. Su uso del equipamiento europeo para aterrorizar había
producido la elaborada amenaza de la catapulta, y luego su ridículo fracaso. Los
procedimientos usuales en una batalla - provocar terror entre los poblados,
masacres ejemplificadoras- tomaron un aspecto no familiar cuando los fines para
los que esos medios estaban pensados demostraron ser fantasmales, cuando la
matanza no conducía al pánico o a los ruegos de paz, sino a un lento conducirse
hacia la muerte. Incluso el asunto de disparar un cañón debe haber tomado un
nuevo significado: usar el cañón para limpiar una calle en disputa o una calzada o
para dispersar guerreros amasados era una cosa; usarlo para quebrar una masa
amontonada de exhausta miseria humana era otra muy distinta. Es posible que
mientras atravesaba su degradada rutina de estratagemas en esos últimos días,
Cortés fuera llevado a entrever parte de la visión que los indios tenían de la
naturaleza y la cualidad del guerrero español.
Su privilegio en tanto vencedor era poder inspeccionar la irreal devastación
de la ciudad que había sido el precio brillante y la justificación magnífica para su
insubordinación, y para las desesperadas luchas y sufrimientos a lo largo de dos
largos años, ahora reducida por una perversa y obstinada resistencia a ser un
grupo de cascotes sucios, mientras sus antes magníficos señores, su entera
espléndida jerarquía, se veían convertidos en un montón de despojos humanos
indiferenciados. Esta resistencia había sido sin duda "irracional", pero
estremecedoramente deliberada.
Había visto también la crueldad fóbica de los aliados, muy especialmente la
de los tlaxcala. Cortés había conocido esa crueldad anteriormente y había hecho
uso y sacado provecho de ella. Pero en ese último día de matanza, los tlaxcala
habían matado y matado entre un lamento de mujeres y niños tan terriblemente
"que no había ni un solo hombre entre nosotros cuyo corazón no sangrara ante el
sonido."
Esas matanzas lujuriosas se oponen totalmente a lo que he llamado los
"protocolos del combate indio". La actuación tlaxcala de guerrero contra guerrero
había sido lo suficientemente convencional: los vemos intercambiando insultos y
retándose a duelo con los guerreros mexicas; discutiendo sobre el lugar del peligro
mientras escoltaban a los bergantines por sobre las montañas. Es posible que
hayan llegado a juzgar las inadecuaciones del modo español de batallar con la
indulgencia del conocimiento adquirido, o (más probablemente) que pensaran que
los delitos de los españoles no eran de su incumbencia. Durante la conquista se
desempeñaron como aliados de los españoles, asociados de ninguna manera
subordinados y, dado lo enorme de su inversión, probablemente se consideraran
los socios más importantes de la asociación. Es en su actitud hacia Tenochtitlán y
sus habitantes que su comportamiento se vuelve anómalo. Cortés recuerda que
cuando él tomó la decisión de arrasar los edificios de la ciudad, un proyecto
laborioso e intimidante, los tlaxcala estaban felices. Todos los que no eran
mexicas habrían deseado saquear Tenochtitlán, si se hubieran atrevido, y todos
tenían descargos que hacer contra la arrogancia mexica. Ningún vencedor hubiera
dejado la ciudad intacta, construida como estaba como testamento del derecho de
los mexicas a gobernar. Sin embargo, el gusto tlaxcala por la destrucción era
extravagante. Sólo los tlaxcala eran incansables en su odio por los mexicas: otras
ciudades esperaron y miraron a lo largo de la larga batalla por las calzadas,
"leyendo los signos" en la decadencia de lo que llamaríamos las fortunas de la
batalla, entrando y saliendo de las alianzas, hábiles como bailarines. Sólo los
tlaxcala no buscaban ni saqueo ni cautivos mientras estuvieron en Tenochtitlán;
ellos buscaban matar ¿Dónde está la exención para los no guerreros, la pasión
por las capturas personales, por los objetivos limitados de la extracción de tributo,
en esas matanzas? ¿Es esto un entregarse a la violencia extática luego de una
lucha frustrante y dolorosamente llevada adelante?
Las masacres permitidas son infelizmente ordinarias, pero existen
explicaciones más peculiares. Los tlaxcala habían señalado su particular odio por
los mexicas anteriormente: en la primera partida de los españoles hacia la ciudad
mexica los tlaxcala, advirtiendo a los españoles de la deslealtad crónica de los
mexica, ofrecieron consejos estremecedoramente explícitos: “Al pelear contra los
mexicas, dijeron, deberíamos matar a todos los que sea posible, no dejando ni uno
vivo: ni a los jóvenes, no sea que empuñen las armas de nuevo, ni a los ancianos,
no sea que den consejo”. Su exclusión de larga data del juego de las alianzas
políticas de los mexicas, junto con el enorme poder de los mexicas, los había
liberado como a los más excluidos de las restricciones “normales”. Mientras otras
formidables ciudades y provincias nahua parlantes eran anexadas al imperio, los
tlaxcala fueron dejados afuera. He llegado a ver su exclusión, su rol como
marginados, no como un desvío infortunado sino como un requerimiento
estructural, un corolario necesario del tipo de imperio que era el mexica. Cuando le
preguntaron si podía derrotar a los tlaxcala si así lo quería, Moctezuma respondió
que podía, pero que prefería tener un enemigo contra el cual probar a sus
guerreros y que le permitiera asegurarse víctimas de alta calidad. Yo le
creo¿Cómo si no, con campañas guerreras que llegaban cada vez más lejos,
hacer real la retórica, el encanto, la autenticidad de los riesgos de la guerra? La
extralimitada metáfora de la vida mexica era desafiada y la fantasía política de
dominar el destino requería un antagonista / víctima plausible. Ese rol esencial
había derivado en los tlaxcala. Ellos no guardaban ningún respeto por la visión
que los mexicas tenían de ellos mismos, y eran enemigos próximos, encerrados
como gallos de riña en un gallinero- hasta que llegaron los españoles. Aquellos
hombres descarriados, sin una ciudad no podían ser perseguidos, sometidos o
incorporados: sólo podían ser destruidos, y los talentos proteccionistas de Cortés y
la predilección cultural mexica por capturar enemigos importantes vivos se
combinaba para evitarlo. El castillo de naipes del extenso imperio se había vuelto
inestable por la mera presencia de los tlaxcala, luego ellos desafiaron la
reciprocidad de intereses que unía las ciudades estado del valle, y abriendo así a
Tenochtitlán para un ataque, en el que los tlaxcala tuvieron su oportunidad de
destruir a un mismo tiempo a la ciudad y su gente.
Escribiendo más tarde sobre ese día de matanza, y sobre lo que vio a sus
“amigos” indios hacer allí, Cortés fue llevado a producir una de sus extrañas
afirmaciones generales: “Ninguna raza, no importa cuan salvaje fuera, ha
practicado alguna vez la crueldad feroz y anti-natural de los nativos de estas
partes”. Crueldad “anti-natural”. Contra natura. Un término pesadamente cargado
en la España del temprano siglo XVI. Cortés había descrito a Moctezuma como un
"señor bárbaro" en sus tempranas cartas, pero había hecho eso en el curso de
una elaborada descripción de la ciudad mexica, cuyas obras complejas
demostraban que el gobernante mexica era un “bárbaro” de la clase más extraña y
civilizada. Creo que su visión fue transformada por la experiencia del sitio. Allí
Cortés vio “la crueldad feroz y anti-natural”, una indiferencia contra natura hacia el
sufrimiento, una indiferencia contra natura hacia la muerte: una terrorífica y
terminal demostración de "otredad", y de la imposibilidad cognitiva y práctica de
manejarlos. Todorov ha llamado a Cortés un maestro en la comunicación humana.
Aquí el maestro ha encontrado sus límites.
En lo que siguió a la caída de la ciudad, los españoles expresaron sus
propias crueldades. Había un costado perverso en algunas de las cosas que
hicieron, especialmente en aquellas hechas contra los hombres más obviamente
relacionados con la custodia de la cultura india. Había un tipo especial de muerte
para los sacerdotes como el Guardián de la Casa Negra de Tenochtitlán, y otros
hombres sabios que venían de Texcoco de su propia voluntad, trayendo con ellos
sus libros pintados. Ellos eran despedazados por los perros.
No estoy sugiriendo que se requiera alguna explicación especial para las brutalidades de los

españoles o de cualquier otro conquistador. Todo lo que voy a sostener al final es que en la

larga y terrible conversación de la guerra, a pesar de la aparente comprensión mutua del ataque

y el contraataque, como en el juego de trampas y emboscadas construido alrededor de los

bergantines, esa no-traducibilidad final del vocabulario de la batalla y los modos de concluirla

dividieron a los españoles de los indios en nuevas y decisivas maneras. Si los guerreros indios

aprendieron tempranamente que sus oponentes eran bárbaros, para los españoles y para

Cortés, esa lección fue aprendida más profundamente recién en la última etapa donde los

mexicas revelaron no estar sujetos a la razón “natural” como tampoco a las rutinas del manejo

del prójimo. Una vez que el sentido de una otredad imposible de atemperar fue establecido, el

resultado fue verdaderamente desolador.

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