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Tema 57: Ciencia y Conocimiento en Leibniz

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Pedro Zafrilla Poveda

Tema 57: Ciencia y conocimiento en Leibniz

Tema 57

Ciencia y
conocimiento en
Leibniz

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Pedro Zafrilla Poveda
Tema 57: Ciencia y conocimiento en Leibniz

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Pedro Zafrilla Poveda
Tema 57: Ciencia y conocimiento en Leibniz

1. El conocimiento
Los límites del cartesianismo y la crítica al
empirismo
El innatismo de Leibniz
Teoría del juicio
Verdades de razón. Las matemáticas
Verdades de hecho. La ciencia física.
La unidad cualitativa del conocimiento
Principio de razón suficiente.
Dios unifica el conocimiento

2. La Física
La gran herramienta matemática: el cálculo
La Física es la ciencia de los fenómenos
La crítica al geometrismo cartesiano
El movimiento no es constante, lo constante
es la fuerza
La materia no es sólo extensión

3. La metafísica
La mónada como sustancia
La actividad de la mónada
La ley intrínseca de cada mónada: su esencia
Jerarquía de las mónadas

4. La realidad física y metafísica


La materia dotada de fuerza
Espacio y tiempo no son absolutos
La armonía preestablecida

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Pedro Zafrilla Poveda
Tema 57: Ciencia y conocimiento en Leibniz

1 El conocimiento
1.1 Los límites del cartesianismo y la crítica al empirismo
Como todos los pensadores de fines del XVII, Leibniz se encuentra en
disputa y enfrentamiento con el cartesianismo. Admite la revolución que ha
provocado, pero hay que evitar la precipitación, estrechez y error que se detectan
en la obra cartesiana.
Leibniz creó su sistema como una reacción a las últimas consecuencias a
las que había llegado el racionalismo cartesiano. Descartes defendía que lo que
caracterizaba a la materia no era sino la extensión. La materia había sido
desposeída de todo tipo de cualidades y formas, y el mundo quedaba reducido a
la categoría de un mundo-máquina en el que todo se explicaba por extensión y
movimiento
Así mismo, el dualismo al que había llegado Descartes con su distinción
entre res cogitans y res extensa había escindido la unidad del mundo, unidad que
va a intentar restablecer Leibniz, de una manera muy distinta a como lo hizo
Spinoza. Este ultimo intentó unificar la realidad rota por la escisión dual, a través
de un monismo substancial.
Leibniz, sin embargo, devolverá la unidad al mundo desde la pluralidad y la
multiplicidad substancial. Para hallar las últimas razones explicativas del mundo,
de los cuerpos y de sus relaciones, hay que dirigirse a la metafísica y no a las
matemáticas, como hizo Descartes. En última instancia, es la metafísica la que
debe guiar la investigación del filósofo en busca de los principios que avalen la
unidad de la naturaleza como un todo indisoluble.
"Aunque soy de los que han trabajado mucho en Matemáticas, no por eso he
dejado de meditar, desde la juventud, sobre filosofía, pero siempre me ha parecido
que había medio, en filosofía, de establecer algo solido por demostraciones claras."
(Nuevo sistema de la naturaleza, 2, pag. 41)
Sin embargo, para que haya un todo se necesita un principio, un fundamento
originario que unifique la pluralidad de entes, la multiplicidad de fenómenos; en
definitiva, la pluralidad del ser.
La materia no puede ser meramente extensión en el espacio y en el tiempo,
no puede ser simple inercia y pasividad. Ella ha de poseer un principio motriz y
activo que explique su unicidad.
"Pero después, habiendo intentado profundizar los principios mismos de la
mecánica, para dar razón de las leyes de la naturaleza, cuyo conocimiento nos
brinda a experiencia, me di cuenta de que la sola consideración de una masa
extensa no bastaba, y que era preciso emplear la noción de fuerza, que aunque
pertenece a la metafísica, es muy inteligible." (Op. Cit., 2, pag 41)
Del empirismo inglés sólo conoció la obra de Locke y le bastó para captar
que el error del empirismo consistía en su intento de reducir la razón a los
hechos. Pero en eso, para Leibniz, hay una contradicción: lo fáctico es lo que es
sin razón de ser mientras que lo racional es lo que es racionalmente, es decir, no
pudiendo ser de otra manera. Escribe para refutar a Locke y su libro Ensayos
sobre el entendimiento humano una pequeña obra titulada Nuevos ensayos sobre
el entendimiento humano.

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Pedro Zafrilla Poveda
Tema 57: Ciencia y conocimiento en Leibniz

Contra el empirismo de Locke sostiene que la mente no es una tabula rasa;


y contra el racionalismo mecanicista de Descartes sostiene que las ideas sólo son
virtualmente innatas. No es necesaria la experiencia para la aparición de las ideas
en la mente: el espíritu humano posee la capacidad de “tomar de sí mismo las
verdades necesarias”, si bien la experiencia es la ocasión que las suscita.
Por otra parte, Leibniz fue un matemático y científico de primera clase, y
comparte con Newton el honor de haber descubierto el cálculo infinitesimal y de
haber contribuido a la mecánica con el concepto de energía cinética. Es bien
conocido que, en sus últimos años se vio envuelto en una controversia con los
amigos de Newton sobre la autoría del Cálculo. También parece claro que no es
nada inverosímil que sus descubrimientos fuesen simultáneos e independientes.
Muchos otros matemáticos estaban trabajando en ideas relacionadas con éstas
en aquel tiempo. Además, no hay duda de que la notación de Leibniz era más
conveniente que la de Newton. Sea como fuese, las ideas de Leibniz sobre física
y metafísica no serían posibles sin sus descubrimientos matemáticos.
Las ideas de Leibniz se fueron desarrollando a lo largo de su vida al hilo de
sus avances científicos y métodos lógicos. Su punto de partida, sin embargo, fue
totalmente acorde con el cartesianismo: la intuición del yo, del alma como
sustancia pensante. Heredó también de Descartes la distinción entre ideas claras
y distintas e ideas confusas. Sin embargo, echa de menos en Descartes la
explicación del tránsito de las ideas confusas a las ideas claras: la experiencia
sensible tiene que contener germinativamente en su seno la conclusión racional,
la idea clara.

1.1.1 El innatismo de Leibniz


Estas verdades no pueden derivar de la experiencia y son, por tanto,
innatas. Ciertamente, las ideas innatas no son ideas claras y distintas, esto es,
plenamente conscientes: son, más bien, ideas confusas y oscuras, pequeñas
percepciones, posibilidades o tendencias. La experiencia hace actuales,
plenamente claras y distintas, las ideas que en el alma eran simples posibilidades
o tendencias. Pero las ideas innatas no pueden originarse en la experiencia,
porque tienen una necesidad absoluta que los conocimientos empíricos no tienen.
El principal ejemplo serían las matemáticas: las matemáticas surgen, nacen en el
espíritu por puro desenvolvimiento de los gérmenes racionales que hay en él.
El innatismo virtual de Leibniz consiste en afirmar que las ideas innatas no
se hallan en acto, esto es, pensadas y conscientes, en la mente, sino que están
presentes en ella sólo como está presente un hábito o una disposición: «nada hay
en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos (como afirma
Locke), a excepción del mismo entendimiento (como afirma Leibniz)». Leibniz
afirma que el alma lleva ya desde el principio impresa “ciertas razones originarias
de diversos conceptos y principios, que los objetos externos no hacen más que
excitar de nuevo en ocasión oportuna”, escribe en el Prefacio a los Nuevos
ensayos.
La alusión al diálogo platónico Menón hay que encuadrarla en esta misma
concepción de la anámnesis:
Tenemos en el espíritu todas esas formas, e incluso desde siempre, porque el
espíritu expresa siempre todos sus pensamientos futuros, y piensa ya
confusamente en todo lo que pensará alguna vez distintamente. Y no se nos podría
enseñar nada cuya idea no tengamos ya en la mente, pues esa idea es como la
materia de que se forma ese pensamiento. Esto es lo que Platón consideró de un

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modo excelente cuando expuso su reminiscencia, que tiene mucha solidez, con tal
que se la entienda bien (Discurso de metafísica, § 26)
En su discusión con Locke, da Leibniz una significación distinta de los
contenidos inteligibles. Esas verdades no se hallarían en nuestro espíritu
“independientes entre sí, unas al lado de las otras”, como los edictos que se
pegan a un tablero; se trata, más bien, de inclinaciones, disposiciones y aptitudes
o potencias naturales.
Con este concepto de fuerzas y potencias naturales quiere Leibniz salir al
paso de la objeción que tanto Aristóteles como Locke habían lanzado contra la
existencia de las ideas innatas, diciendo que de existir en nuestra alma
deberíamos tener noticia de ellas. Aún de aptitudes y hábitos y otros contenidos
espirituales conscientemente adquiridos no tenemos muchas veces advertencia,
pero ahí están y de pronto aparecen de nuevo. Estas disposiciones, aptitudes y
potencias naturales no son en realidad otra cosa que el entendimiento mismo, que
conoce la sustancia, lo uno, lo mismo, la causa, la percepción y otra multitud de
cosas que no pueden darnos los sentidos. Puede concederse a Locke que nada
hay en el alma que no haya pasado por los sentidos, pero a esto añade Leibniz:
“a no ser el entendimiento mismo”.
El alma entraña al ser, la sustancia, lo uno, lo mismo, la causa, la percepción, el
razonamiento, y otras muchas nociones que los sentidos no pueden proporcionar
(Nuevos ensayos, pp. 114-115)
Esto significa que el alma es innata a sí misma, que el intelecto y su
actividad son algo a priori, y que preceden a la experiencia. Por esto, Leibniz no
es, sin más, un innatista al modo de Descartes; ni es, por supuesto, un empirista
como Locke.
Los sentidos sólo son la ocasión de que las ideas (innatas) que se hallan
potencialmente en entendimiento lleguen a ser conocidas de un modo actual.
Pero ni siquiera el conocimiento sensible puede propiamente decirse que proviene
“del exterior”; supuesta la noción que Leibniz tiene de las sustancias –o de las
mónadas–, que no pueden actuar unas sobre otras, y del alma, que expresa todo
el universo, ha de afirmar que todas las ideas, incluidas las que proceden de la
sensación, de alguna manera están “ya en la mente”. La distinción de
conocimiento no es, pues, de origen, sino de naturaleza: uno es acerca de lo
necesario; el otro, acerca de lo contingente.

1.2 Teoría del juicio


Puede indicarse que el pensamiento de Leibniz encierra un panlogismo:
lógica, epistemología y ontología no son facetas de un mismo núcleo, sino que
componen una red en la que se entremezclan todas las perspectivas. En este
panlogismo puede adoptarse como primaria su teoría del juicio.
De modo clásico, el juicio supone la atribución de unos predicados a un
sujeto. Atribución que puede ser simplemente nominal, incluso arbitraria. Por ello
hay que precisar el criterio de verdad de un juicio. El enfoque de Leibniz es
puramente intensional:
es menester que el término del sujeto encierre siempre el del predicado, de suerte
que el que entendiera perfectamente la noción del sujeto juzgaría también que el
predicado le pertenece (Discurso de metafísica, 8)
Y si no está comprendido expresamente lo ha de estar virtualmente. El
criterio es, por tanto, el de identidad o inclusión de los predicados en la noción

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del sujeto. Bastará analizar esta noción para juzgar de la verdad del juicio. La
verdad no se presenta como adecuación o no a la realidad exterior o como
relación entre ideas, sino en la identidad o inclusión de las nociones respectivas
entre sí.
Si el predicado no sólo está incluido en el sujeto, sino que es idéntico a él, lo
que se tiene es la definición completa, paradigma del juicio. La función de las
definiciones no es conectar los términos entre sí, sino manifestar su identidad.
Para Leibniz, toda proposición posee la forma sujeto-predicado, o puede ser
analizada en una proposición o serie de proposiciones de esa forma. La forma
sujeto-predicado de la proposición es, pues, fundamental. Pero las proposiciones
no son todas de la misma especie, y hay que hacer una distinción entre verdades
de razón y verdades de hecho.

1.3 Verdades de razón. Las matemáticas


Las verdades de razón son proposiciones necesarias, en el sentido de que
son o proposiciones evidentes por sí mismas o reducibles a otras que lo son. Si
sabemos realmente lo que una de esas proposiciones significa, vemos que su
contradictoria no puede concebirse como verdadera. Todas las verdades de razón
son necesariamente verdaderas, y su verdad descansa en el principio de
contradicción.
Entre las verdades de razón están aquellas verdades primitivas que Leibniz
llama “idénticas”. Son conocidas por intuición, y su verdad es evidente por sí
misma. Se llaman “idénticas” porque parecen limitarse a repetir la misma cosa, sin
darnos información alguna.
Si se consideran los ejemplos leibnizianos de verdades primitivas de razón,
enseguida se advierte que algunas de éstas son tautologías. Por ejemplo, la
proposición de que un rectángulo equilátero es rectángulo, la de que un animal
racional es animal, o la de que A es A, son claramente tautológicas. Ésa es, por
supuesto, la razón de que Leibniz diga que las proposiciones idénticas parecen
repetir la misma cosa sin proporcionarnos información alguna. La opinión de
Leibniz parece haber sido que la lógica y las matemáticas puras son sistemas de
proposiciones de la clase que ahora se llaman a veces “tautologías”.
Cuando una verdad es necesaria, se puede hallar su razón por medio del
análisis, resolviéndola en ideas y verdades más simples hasta llegar a las
primitivas. Es de este modo como, entre los matemáticos, los Teoremas de
especulación y los Cánones de práctica son reducidos por medio del Análisis a las
Definiciones, Axiomas y Postulados. (Monadología, §§ 32-34)
Las verdades de razón se refieren a la esfera de la posibilidad es decir que
no son juicios existenciales. Las verdades de razón enuncian lo que sería verdad
en todo caso, mientras que los juicios existenciales verdaderos dependen de la
elección divina de un mundo particular posible.

1.4 Verdades de hecho. La ciencia física.


Las verdades de hecho, por el contrario, no son proposiciones necesarias.
Sus opuestas son concebibles; y es posible negarlas sin contradicción lógica.
Las verdades de razón son necesarias y su opuesto es imposible; las
verdades de hecho son contingentes y su opuesto es posible (Monadología, 33, G.,
6, 612).

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Las verdades de hecho sí se originan en la experiencia y son


contingentes pero no por eso carecen de cierta objetividad, enuncian también lo
que es el objeto, nos dicen su consistencia. Constituyen no obstante, un
conocimiento de segundo orden. El conocimiento ideal es el conocimiento
necesario, el que proviene de las verdades de razón.
Las verdades de hecho se apoyan, pues, en el principio de razón
suficiente, pero no se apoyan en el principio de contradicción, puesto que su
verdad no es necesaria y sus opuestos son concebibles.
La conexión entre las verdades de razón es necesaria, pero la conexión
entre verdades de hecho no siempre es necesaria. La serie de existentes no es
necesaria, y así, toda proposición que afirme la existencia, bien de la serie como
un todo, es decir, el mundo, o bien de un miembro cualquiera de la serie, es una
proposición contingente, en el sentido de que su contraria no implica contradicción
lógica. (El único caso de proposición existencial que es necesaria es la
proposición que afirma la existencia de Dios, único ser necesario.)
Así pues, la ciencia física no puede ser una ciencia deductiva en el mismo
sentido en que es ciencia deductiva la geometría.
Las leyes del movimiento que actualmente hay en la naturaleza y que son
verificadas por los experimentos, no son en verdad absolutamente demostrables
como lo serían las proposiciones geométricas (Teodicea).

1.5 La unidad cualitativa del conocimiento

1.5.1 Principio de razón suficiente.


Para Leibniz la diferencia entre verdades de razón y verdades de hecho,
esto es, entre proposiciones necesarias y contingentes, es esencialmente relativa
al conocimiento humano. En ese caso, todas las proposiciones verdaderas
serían necesarias en sí mismas, y serían reconocidas como tales por Dios,
aunque la mente humana, debido a su carácter limitado y finito, solamente es
capaz de ver la necesidad de aquellas proposiciones que pueden ser reducidas
por un proceso finito a las llamadas por Leibniz “idénticas”.
Hay una diferencia entre el análisis de lo necesario y el análisis de lo contingente.
El análisis de lo necesario, que es análisis de esencias, va de lo que es posterior
por naturaleza a lo que es anterior por naturaleza, y termina en nociones primitivas,
y es así como los números son resueltos en unidades. Pero en los contingentes o
existentes, ese análisis de lo subsiguiente por naturaleza a lo anterior por
naturaleza procede hasta el infinito, sin que sea nunca posible una reducción a
elementos primitivos.
Esa cierta objetividad que tienen las verdades de hecho proviene de un
principio de la razón: el principio de razón suficiente. Una verdad de hecho está
fundada en tanto en cuanto podemos buscar y dar la razón de por qué es así.
Cada verdad de hecho está fundada en una razón suficiente y si prolongásemos
la serie de razones suficientes a cada una de las causas de las verdades de
hechos, cada prolongación será un afianzamiento de la objetividad de esas
verdades.

1.5.2 Dios unifica el conocimiento


El fundamento y última razón suficiente de la certeza de una verdad de
hecho ha de buscarse en Dios, y se requeriría un análisis infinito para conocerla

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a priori. Ninguna mente finita puede llevar a cabo ese análisis; y, en ese sentido,
Leibniz habla de las verdades de hecho como “inanalizables”. Solamente Dios
puede poseer aquella idea completa y perfecta de la individualidad de Cesar que
seria necesaria para conocer a priori todo cuanto alguna vez será predicado del
mismo.
El ideal sería llegar a una causa que no necesitase una causa distinta de sí
misma, que fuese a la vez un hecho y una verdad de razón, tal cosa es Dios. Por
consiguiente, en Dios no hay verdades de hecho y verdades de razón, todas son
verdades de razón porque Dios conoce la serie infinita de razones suficiente que
han hecho que cada cosa sea lo que es. Lo contingente para él no existe.
El principio de razón suficiente significa que nada se verifica sin una razón
suficiente, esto es, sin que sea posible al que conozca suficientemente las cosas,
dar una razón que baste para determinar por qué es así y no de otro modo. Pero
esta razón no es una causa necesaria: es un principio de orden, de
concatenación, por medio del cual las cosas que suceden se enlazan unas con
otras sin formar, sin embargo, una cadena necesaria. Es un principio de
inteligibilidad que garantiza la libertad o contingencia de las cosas reales.
Este principio postula inmediatamente una causa libre del universo. En
efecto, hace legítimo preguntarse: ¿por qué hay algo y no nada? Y desde el
momento en que las cosas contingentes no tienen en sí mismas razón de ser, es
menester que esta razón esté fuera de ellas y se encuentre en una sustancia que
no sea a su vez contingente sino necesaria, esto es, que tenga en sí la razón de
su existencia. Y esta sustancia es Dios. Pero, si además se nos pregunta por qué
Dios ha creado, entre todos los mundos posibles, éste que es así y determinado
de esta manera, será menester encontrar la razón suficiente de la realidad del
mundo en la elección que Dios ha hecho de él, y la razón de esta elección será
que es el mejor de todos los mundos posibles y que Dios debía escoger éste.
Pero decir que debía no significa aquí una necesidad absoluta, sino el acto de la
voluntad de Dios que ha elegido libremente en conformidad con su naturaleza
perfecta. La razón suficiente, dice Leibniz, inclina sin suponer necesidad; explica
lo que sucede de un modo infalible y cierto, pero sin necesidad, porque lo
contrario de lo que sucede siempre es posible.

2 La Física
2.1 La gran herramienta matemática: el cálculo
El ideal de conocimiento consiste en acercarnos lo máximo posible a ese
conocimiento divino, en acumular tal cantidad de series de conocimiento en los
principios de razón suficiente de cada cosa de forma que la cosa vaya deviniendo
cada vez más una verdad necesaria, una verdad de razón suficiente en vez de
una verdad de hecho. No hay por tanto una diferencia cualitativa entre ambos
conocimientos que signifique un abismo. El esfuerzo del conocimiento debe
dirigirse a convertir cada vez más amplios territorios de verdades de hecho en
verdades de razón. En este proceso el papel principal es de las matemáticas: hay
que meter las matemáticas en la realidad: El conocimiento será más
profundamente racional cuanto más matemático.
Leibniz contribuye en gran medida a esta matematización de la realidad
aportando el cálculo infinitesimal, que hace dar un gran salto al conocimiento de

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hechos de la naturaleza al convertir grandes sectores de la física en conocimiento


racional puro.
Precisamente Leibniz descubre el cálculo infinitesimal por aplicación de
esta idea de una continuidad entre lo real y lo ideal, de la continuidad entre
verdades de hecho y verdades de razón. Igual que no hay abismos entre estas
verdades, no los hay tampoco entre el punto, la curva y la recta. Una recta no es
más que una curva de radio infinito. Y un punto es un círculo de radio
infinitamente pequeño. Ese tránsito puede expresarse en una función matemática,
en una función de cálculo integral y diferencial (infinitesimal).
Estas consideraciones fueron las que llevaron a Leibniz a pensar que
un mismo punto, ya se considere como perteneciente a la curva o a la tangente
de esa curva, tiene definiciones geométricas diferentes. Entonces lo único que
hace falta será encontrar la fórmula que defina cada punto en función del todo.
La búsqueda de esa fórmula llevó a Leibniz al descubrimiento del cálculo
infinitesimal.

2.2 La Física es la ciencia de los fenómenos


Pese a que en Leibniz se da una importante mezcla de teología y mecánica,
en el dominio de la física es un mecanicista. Leibniz pensaba que el universo
tenía una estructura mecánica y señalaba que el mundo entero podía entenderse
metafóricamente como un mecanismo compuesto de fuerzas. La ciencia de la
mecánica, según Leibniz, sólo se aplicaba a fenómenos, a entes formados por
agregación. En la medida en que esto no era toda la realidad, los fenómenos
existían por convención y no por naturaleza; no obstante, los fenómenos podían
ser reales.
La materia es un agregado, no una sustancia sino un substantum como lo
sería un ejército o una parvada de pájaros; y en la medida que se la considera
como constitutiva de una cosa, es un fenómeno, muy real, de hecho, pero una cosa
cuya unidad se construye en nuestra concepción (Carta a Samuel Masson de 1716)
Leibniz no está negando la irremplazable utilidad de la explicación
mecánica, pues no hay otro modo de conocer las causas de las cosas materiales,
tampoco pretende negar su universalidad, ya que todo los fenómenos particulares
de la naturaleza podrían ser explicados mecánicamente. No cabe hablar de la
física, sin hablar de leyes generales de la naturaleza, es decir, sin principios
mecánicos.
Para Leibniz la descripción del mundo en términos mecánicos era una
descripción real en el nivel fenomenológico. Esto significa que, en cierto
sentido, esta descripción era autónoma; que no era necesario recurrir a niveles
metafísicos más profundos para explicar el mundo mecánicamente. Sólo si
quisiéramos una explicación de los aspectos no mecánicos del mundo,
tendríamos que recurrir a la metafísica y, en especial, a las causas finales. Así,
para hacer física no es necesario hacer ni teología, ni metafísica ni fundamentos
de la matemática.
Esta es la única manera de escapar a las ilusiones contenidas en las
explicaciones puramente formales que hasta entonces ofrecieron, mediante
diversas cualidades ocultas, los antiguos, los escolásticos e, incluso, los
newtonianos.

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2.3 La crítica al geometrismo cartesiano


Leibniz formuló contra la física cartesiana grandes reproches, que, en
esencia, se reducían a uno solo: los principios admitidos por Descartes, la
extensión sustancia, la conservación del movimiento y las leyes de la naturaleza
que de ahí se derivan no son, en ningún grado, principios de unidad, capaces de
explicar la diversidad infinita de las cosas.
La cuestión de la crítica de Leibniz a la mecánica cartesiana se centra pues
en torno al problema de la causalidad, no en cuanto a su desarrollo –esto ya lo
explicaba Descartes- sino en cuanto a su inicio, su eficacia.
El gran error de la física cartesiana, para Leibniz, es el geometrismo. Para
Descartes, la sustancia extensa es el correlato objetivo de nuestras ideas
geométricas, de forma que la materia es pura extensión, pura figura geométrica.
Desde sus primeros trabajos científicos, Leibniz encuentra que este geometrismo
cartesiano ressulta inadecuado para abordar dos de los temas principales de la
fïsica: el problema del movimiento y el problema de la materia.

2.3.1 El movimiento no es constante, lo constante es la fuerza


La cuestión que se centra en torno al movimiento es cómo explicar que
pueda nacer el movimiento de la materia y que del movimiento puedan también
nacer todas las diferencias que constituyan las particularidades de los fenómenos.
Se trata, precisamente, de ir al fondo de las cosas, poner en evidencia el exterior
de los fenómenos a partir del interior de las sustancias (ello exige que
consideremos a estas últimas como el preámbulo de toda física).
El problema del movimiento. Lo que a Leibniz le interesa no es tanto la
trayectoria del movimiento como su inicio, ¿qué tiene que haber en un cuerpo
para que se ponga en movimiento? Y ¿qué hay en la esencia misma del punto en
movimiento para que siga una y no otra trayectoria? Si pensamos en un punto
que pertenezca a una curva y a su tangente, ¿por qué un cuerpo situado en él se
mueve y por qué lo hace siguiendo una trayectoria curva o una trayectoria recta?
Las leyes de choque cartesianas suponían frecuentemente que en el
choque hay un cambio instantáneo, ya sea en la cantidad o en la dirección del
movimiento de los cuerpos, en el momento mismo del encuentro. El principio de
continuidad debería haberle advertido que en la naturaleza no puede haber más
que cuerpos elásticos, que, si rebotan, por ejemplo al contacto con otro cuerpo,
primero pierden gradualmente su movimiento (sin perder por eso nada de su
fuerza) y después vuelven a adquirirlo en dirección opuesta, en virtud de su
elasticidad, debida a la agitación interna de sus partes.
La elasticidad expresa, por tanto, una fuerza interior, intrínseca a cada
cuerpo y que está determinada en su modo de acción por los cuerpos exteriores
pero que no es, en modo alguno, producida por ellos. Leibniz no podía admitir, por
tanto, esos cuerpos perfectamente homogéneos que eran los elementos de
Descartes, como tampoco los átomos; la existencia de la elasticidad y de las
fuerzas interiores supone la divisibilidad hasta el infinito de los cuerpos, que no
podrían tener, por tanto, ninguna figura exacta y fija. En la naturaleza no hay,
pues, ninguna parte de la materia, por pequeña que sea, que no esté compuesta
de partes aún más pequeñas, cada una de las cuales está en continua agitación;
y un cuerpo difiere de otro, no por el tamaño o la figura, sino por la fuerza interior
que manifiesta.
Leibniz postula el concepto de conatus (esfuerzo, fuerza). Aquí puede
apreciarse la correlación entre metafísica y ciencia en Leibniz: tratará de ir

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buscando por debajo de la pura espacialidad, de la pura extensión y del


mecanicismo de figuras geométricas, los puntos de energía, la fuerza, lo no
espacial, lo dinámico que hay en la realidad. Para Leibniz, Descartes cometió el
gran error de no considerar lo dinámico de la realidad. Descartes eliminó de su
física las nociones de fuerza por considerarlas oscuras y confusas. Sin embargo
Leibniz tiene e su disposición el instrumental matemático para hacerlas claras y
racionales: el cálculo infinitesimal.
A la búsqueda de este instrumento dedicó varios años de su vida y lo dejó
establecido en dos ramas: el cálculo diferencial que busca la formulación exacta
de lo que diferencia el punto de la recta y al punto de la curva, y el cálculo integral
que trata de encontrar la formulación matemática que permite, en la definición del
punto mismo, ver ya incluida la dirección que va a tomar, recta, curva, elipse,
parábola, hipérbole. Esta rama de la matemática permite pues a Leibniz definir un
punto cualquiera, no sólo como cruce de dos rectas o de dos curvas o como
tangente –como en la geometría- sino además, como una función de una o dos o
tres variables que nos indica de forma previa la trayectoria que el punto va a
seguir.

2.3.2 La materia no es sólo extensión


El problema de la materia. Este éxito matemático se documentó
inmediatamente en la física, en el problema de la materia. La física cartesiana,
geométrica, consideraba al cuerpo como pura extensión, por ello cuando
Descartes considera un sistema cerrado de cuerpos, encuentra que la cantidad
de movimientos es constante. La cantidad de movimiento, es decir, el producto
de la masa y la velocidad, sería también constante en el mundo si consideramos
el universo en su totalidad.
Leibniz examina esta tesis y la encuentra falsa porque no considera que los
cuerpos son algo más que figuras geométricas, son algo que tienen la figura
geométrica. Leibniz encuentra que lo constante en un sistema cerrado no es el
movimiento, sino el producto de la masa por el cuadrado de la velocidad, es decir,
la fuerza. Leibniz descubre la constancia de la fuerza viva (¿energía?) en un
sistema cerrado.
Ante todo, la extensión no puede ser una sustancia, porque es un
ser por agregación, y todo ser de este género supone unos seres simples de
los que toma su realidad, de suerte que no habría absolutamente ninguno si cada
ser de los que lo componen fuera también un ser por agregación;
y ese es el caso de la extensión, infinitamente divisible. La extensión no es
diferente del vacío; no contiene, por tanto, ninguna razón de la resistencia ni de la
movilidad, ni explica de ningún modo la variedad, de las cosas que la llenan.
Por tanto concluye que lo material no es geométrico, no es sólo definible
por las coordenadas analíticas cartesianas sino que ese punto, si es material, si
es real, contiene materialmente una fuerza viva, que es la que determina su
trayectoria y su cantidad de movimiento; y esa fuerza viva que contiene el punto
material es, en un momento determinado, la resultante exacta de todo el pasado
de la trayectoria que la masa de ese punto ha recorrido y contiene ya, en germen,
la ley de la trayectoria futura.
La razón y la experiencia, pues, llevan a Leibniz a postular como inherente
a la materia, la fuerza misma de actuar que define como “la fuerza motriz
primitiva que se añade a la extensión y a la masa y que es siempre activa”. Esta
fuerza imprimida a las mónadas, sustancias, por “decreto divino” no requiere la

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intervención constante de Dios para explicar lo ordinario de la naturaleza. Así, la


fuerza permite el paso de la metafísica a la naturaleza.

3 La metafísica
La metafísica desde este planteamiento debe considerar como una
investigación preliminar que no es general más que en tanto se dirige sobre los
principios y asume la tarea de distinguirlos, jerarquizarlos, subordinarlos y unirlos
en una razón perfecta. Así, la filosofía primera se erige en una investigación de la
razón última de las cosas y su razón completa.

3.1 La mónada como sustancia


Leibniz desarrolló una monadología con el propósito de superar el dualismo
psico-físico cartesiano y explicar el carácter dinámico de lo real, lo cual,
considerando la materia como extensión, según él, no es posible. En el contexto
de la explicación de los fenómenos de la naturaleza juega un papel primordial el
nuevo concepto físico de inercia; pero, en contra del cartesianismo, Leibniz
sostenía que dicho principio no puede ser explicado recurriendo a la mera
extensión, sino que requiere el concepto de fuerza (vis). Además, la misma
noción de extensión supone su divisibilidad, y lo que es divisible supone que está
constituido por partes, reales o potenciales. Pero, si estas partes son susceptibles
de ser divididas, esto nos conduciría a una regresión infinita, a menos que
llegásemos a partes indivisibles. Definía a la mónada como una “sustancia
simple”, una “unidad”, que son los “elementos de las cosas” y los “verdaderos
átomos de la naturaleza”.
Pero, por definición, lo que es indivisible es inextenso. De esta manera
concibe Leibniz las mónadas: unidades indivisibles e inextensas. Pero si la
materia se caracteriza por la extensión, y las mónadas son inextensas, entonces,
las mónadas son también inmateriales e incorpóreas (así como inmutables,
inalterables e inmortales); las mónadas sólo pueden comenzara existir por
creación de Dios y sólo pueden acabar por aniquilación. Las mónadas
leibnizianas son puntos de fuerza espirituales.
La mónada leibniziana es un concepto metafísico que nace unido
indisolublemente a las aportaciones científicas de su autor. De un lado, la mónada
asume la idea de lo infinitamente pequeño en su carácter inmaterial e inextenso,
idea a la que mediante el cálculo infinitesimal, Leibniz podía acercarse de forma
racional.
Por otro lado es el origen de ese conatus, esa fuerza o energía viva que la
física lleva a postular en la materia como explicación de la eficacia causal y como
definitoria de la materia en lugar de la espacialidad extensa.
La extensión es el orden de las sustancias, en el que se da la simultaneidad
de las sustancias, es por tanto, una idea previa, pero no un objeto sustancial, no
es real metafísicamente. El único objeto sustancial, la mónada, no puede ser
extenso. Por tanto, además, la mónada es simple, es decir, indivisible y
unitaria.
Las mónadas son las sustancias de la realidad, es decir, realidadades en sí y
por sí. Una substancia no es simplemente el sujeto de predicados: también
pertenece a la noción de substancia el que ésta es un sujeto duradero, del cual
se predican sucesivamente atributos diferentes. Ahora bien, nuestra idea de una
substancia que dura se deriva primariamente de la experiencia interna, esto es,

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de un yo permanente. Pero tiene que haber también, según Leibniz, una razón a
priori para la persistencia de una substancia, además de la razón a posteriori
suministrada por nuestra experiencia de nuestra auto-continuidad duradera.
Ahora bien, es imposible encontrar otra (razón a priori) excepto que mis
atributos del momento y estado anterior, y mis atributos del momento y estado
posterior, son predicados del mismo sujeto. Pero, ¿qué significa que el predicado
está en el sujeto, sino que la noción del predicado se encuentra en algún modo en
la noción del sujeto?.
Una substancia es un sujeto que virtualmente contiene todos los atributos
que pueden ser predicados del mismo. Todas las acciones de una substancia
están virtualmente contenidas en ésta. Del mismo modo en que, en el análisis
matemático, en las características de un punto geométrico está determinada la
trayectoria que el desarrollo de ese punto ve a tener.
Una substancia es, pues, un sujeto que contiene virtualmente todos los
predicados que puede tener. Pero no podría desarrollar sus potencialidades, es
decir, no podría pasar de un estado a otro sin dejar de ser el mismo sujeto, a no
ser porque posea una tendencia interna a su autodesarrollo o auto-despliegue. La
actividad es, pues, una característica esencial de la substancia.
Leibniz reintrodujo de ese modo la idea de entelequia o “forma
substancial”. Esa entelequia no tiene que concebirse como una mera
potencialidad para obrar, que requiera un estímulo externo que la haga activa:
contiene lo que Leibniz llama un conatus o tendencia positiva a la acción, que
se cumple por sí misma inevitablemente, a menos que sea obstaculizada.
Aunque cada mónada contiene un principio de actividad o forma substancial,
ninguna mónada creada está sin un componente pasivo al que Leibniz llama
“materia prima” o “primera”. La materia prima, tal como es atribuida a toda
mónada creada, no ha de entenderse como conteniendo corporeidad. “Porque la
materia prima no consiste en masa o impenetrabilidad y extensión, aunque tenga
exigencia de ello”. Pertenece a la esencia de la substancia creada, y es más afín
a la “potencia” o “potencialidad” escolástica que a la materia en sentido ordinario.
La similitud con el vocabulario aristotélico, a la hora de concebir la naturaleza de
la mónada fue algo reconocido por el propio Leibniz:
No me avergüenzo, por lo tanto, de afirmar que encuentro en los libros de
Aristóteles más cosas acertadas que en las meditaciones de Descartes. Hasta me
atrevería a decir que la filosofía renovada podría aceptar sin ningún prejuicio los
ocho libros de Aristóteles en su totalidad. (...) Sólo se trata de comprobar una cosa:
si lo que Aristóteles enunció de forma abstracta sobre la materia, la forma y el
cambio, hay que explicarlo a través de la magnitud, la figura y el movimiento (Carta
a Thomasius)

3.1.1 La actividad de la mónada


La mónada consiste, pues, en energía, en fuerza. Esa fuerza no puede ser
otra cosa que la capacidad de obrar, de actuar. Pero ese obrar se refiere en
Leibniz a la intuición de acción, la intuición dinámica que tenemos de nosotros
mismo (nuevamente Leibniz se mueve en el terreno del cógito cartesiano). Nos
captamos a nosotros mismo como fuerza, como energía; esa capacidad íntima de
sucederse unas a otras las vivencias eso es lo que constituye para Leibniz la
consistencia de la mónada.
Las mónadas, además de indivisibles, son: individuales, no puede haber dos
iguales; además, esa individualidad es simplicidad. Sin embargo, como hay que

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compatibilizar la individualidad, la indivisibilidad y la simplicidad con los cambios


en el interior de la mónada, hay que dotarla de percepción. La percepción es
justamente el acto de tener lo múltiple en lo simple. Cada mónada refleja en sí
misma la totalidad del universo con sus cambios, desde su propio punto de vista
finito. Eso equivale a decir que cada mónada goza de percepción. Leibniz define
la percepción como “el estado interno de las mónadas que representa cosas
externas”. Cada mónada tendrá percepciones sucesivas que correspondan a los
cambios del medio. No se necesita que esa representación del medio vaya
acompañada de consciencia de la representación.
Pero, debido a la falta de interacción entre las mónadas, el paso de una
percepción a otra tiene que deberse a un principio interno. Y la acción de ese
principio es llamada por Leibniz “apetición”. Y cuando Leibniz dice que cada
mónada tiene apetito, quiere decir fundamentalmente que el cambio de una
representación a otra es debido a un principio interno en la mónada misma. La
mónada ha sido creada según el principio de perfección, y tiene una tendencia
natural a reflejar el sistema infinito del cual es miembro.

3.1.2 La ley intrínseca de cada mónada: su esencia


La ley que rige el tránsito de una percepción a otra es una ley espontánea,
ya que las mónadas no tienen ventanas ni les entra nada del mundo exterior. Es
por tanto, una ley íntima que rige esa sucesión, lo mismo que la ley íntima de una
función, de una variable, está íntegramente contenida en el seno del punto de esa
variable. La mónada así contiene su pasado, y todo su porvenir puesto que la
serie de percepciones que la mónada va teniendo viene determinada por una ley
íntima que es la definición de esa individualidad metafísica sustancial.
De este modo, cada mónada es un reflejo del universo entero, si bien lo
es desde cierto punto de vista: el punto de vista donde se halla situada.

3.1.3 Jerarquía de las mónadas


Leibniz distingue entre “percepción” y “apercepción”. La primera es
simplemente “la condición interna de la mónada que representa cosas externas”,
mientras que la apercepción es “consciencia, o conocimiento reflexivo de ese
estado interno”. No todas las mónadas gozan de apercepción, ni la misma
mónada en todo tiempo.
Leibniz opuso la teoría de los diversos grados de percepción a la tajante
distinción cartesiana entre espíritu y materia. En cierto sentido, para Leibniz, todas
las cosas son vivientes, puesto que todas las cosas están últimamente
compuestas de mónadas inmateriales. Al mismo tiempo, hay lugar para
distinciones entre distintos niveles de realidad, en términos de grados de claridad
de percepción. Si preguntamos por qué una mónada goza de un grado inferior y
otra de un grado superior de percepción, la única respuesta posible es que Dios
ha ordenado así las cosas.
Las mónadas que tienen percepción inconsciente y percepción consciente
(apercepción) y capacidad de recordar (memoria) son denominadas por Leibniz
almas. (Los animales, a diferencia de Descartes que los consideraba
mecanismos poseen alma según Leibniz porque son consciente y recuerdan).
Otro tramo superior serían los espíritus que, además de todo lo anterior,
poseen la posibilidad de conocer verdades racionales, las verdades de razón.

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Por último, tendríamos a Dios, que es una mónada perfecta, o sea, donde
todas las percepciones son apercibidas; donde todas las ideas son claras y donde
el universo está reflejado, no desde un punto de vista, sino desde todos.

4 La realidad física y metafísica


Las realidades últimas son las mónadas, substancias simples concebidas
según una analogía con las almas. Leibniz fue un pluralista convencido. La
experiencia nos enseña, decía, que hay almas o yoes individuales; y esa
experiencia es incompatible con la aceptación del spinozismo. No hay dos de
esas mónadas que sean exactamente semejantes. Cada una de ellas tiene sus
propias características peculiares. Además, cada mónada constituye un mundo
aparte, en el sentido de que desarrolla sus potencialidades desde su interior.
Leibniz no negaba, desde luego, que, en el ámbito fenoménico, hay lo que
llamamos causalidad eficiente o mecánica; por ejemplo, no negaba que sea
verdad que la puerta se ha cerrado de golpe porque un golpe de viento la ha
empujado. Pero tenemos que distinguir entre el nivel físico en el que tal
enunciado es verdadero y el nivel metafísico, en el que hablamos de mónadas.
Cada mónada es como un sujeto que virtualmente contiene todos sus
predicados, y la entelequia o fuerza primitiva de la mónada es, por así decir, la ley
de sus variaciones y cambios. Las mónadas, para utilizar la expresión de Leibniz,
“no tienen ventanas”. Leibniz ha taladrado el fenómeno, la apariencia de lo
geométrico , de lo mecánico, de lo físico, de lo natural y por debajo de esa
apariencia ha descubierto, como soporte real metafísico de esa apariencia
extensa, la mónada que no es extensa, que no es movimiento, sino que es pura
actividad, o sea percepción y apetición.

4.1 La materia dotada de fuerza


La realidad consta de mónadas, cada una de las cuales es un punto
metafísico inextenso. Pero esas mónadas se combinan para formar substancias
compuestas. Pero, ¿cómo es que el cuerpo extenso resulta de una unión de
mónadas inextensas?. La extensión es una noción reducible y relativa: es
reducible a “pluralidad, continuidad y coexistencia de partes a un mismo tiempo”.
La extensión es, pues, una noción derivada, y no primitiva: no puede ser un
atributo de la substancia.
La extensión es más el modo en que percibimos las cosas que un atributo de las
cosas mismas. Pertenece al orden fenoménico.
Si partimos de la concepción de muchas substancias o mónadas, podemos
considerar simplemente el elemento pasivo en las mismas, o lo que Leibniz
llama “materia prima”, consistente en impenetrabilidad e inercia. Al considerar
solamente esa cualidad, consideramos las substancias en la medida en que son
indiscernibles; consideramos la cualidad como repetida. Y la extensión es la
repetición indefinida de cosas en la medida en que son similares las unas a las
otras o indiscernibles.
La idea de materia prima no es lo mismo que la idea de cuerpo. La materia
prima es pasividad, pero el cuerpo comprende fuerza activa además de pasividad.
Si ambas cosas, es decir, los principios activo y pasivo, se toman juntas, tenemos
“la materia considerada como un ser completo”. La “materia secundaria” es,
pues, la materia considerada en tanto que dotada de fuerza activa; es también
equivalente a “cuerpo”. La materia es aquello que se resiste a la penetración, y,

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así, la materia es meramente pasiva. El cuerpo, en cambio, además de materia,


posee también fuerza activa.
Materia secundaria, masa y cuerpo significan la misma cosa, a saber, un
agregado de substancias o mónadas. Leibniz llama también a eso “cuerpo
orgánico”. Lo que le hace un cuerpo orgánico, es decir, un cuerpo
verdaderamente unificado en lugar de un mero agregado o colección accidental
de mónadas, es la posesión de una mónada dominante que obra como la
entelequia o forma substancial de su cuerpo orgánico. Ese compuesto de la
mónada dominante y el cuerpo orgánico es llamado por Leibniz substancia
corpórea.

4.2 Espacio y tiempo no son absolutos


El espacio y el tiempo son relativos y no forman parte de la realidad
metafísica, sino de la fenoménica. El espacio es un orden de coexistencias,
como el tiempo es un orden de sucesiones. Porque ‘espacio’ denota, en
términos de posibilidad, un orden de cosas que existen al mismo tiempo,
consideradas como existiendo juntas, sin inquirir en su modo de existir. Y cuando
uno ver varias cosas juntas, percibe ese orden de cosas entre las mismas.
Dos cosas existentes, A y B, están en una relación de situación, y, en
verdad, todas las cosas coexistentes están en relaciones de situación. Si
consideramos ahora las cosas simplemente como coexistiendo, esto es, como
estando en relaciones mutuas de situación, tenemos la idea de espacio como la
idea de un orden de coexistencia. Y si, además, no dirigimos la atención a
ninguna cosa realmente existente, sino que, simplemente concebimos el orden de
posibles relaciones de situación, tenemos la idea abstracta de espacio. El
espacio abstracto, pues, no es nada real: es simplemente la idea de un orden
relacional posible.
También el tiempo es relacional. Si dos acontecimientos, A y B, no son
simultáneos, sino sucesivos, hay entre ellos una cierta relación que expresamos
diciendo que A es antes que B, y B después que A. Y si concebimos el orden de
relaciones posibles de esa especie tenemos la idea abstracta de tiempo. El
tiempo abstracto no es más real de lo que lo es el espacio abstracto. No hay
ningún espacio abstracto real en el que las cosas estén situadas, ni hay un tiempo
real abstracto y homogéneo en el que se den las sucesiones.

4.3 La armonía preestablecida


Aunque cada mónada es un mundo aparte, cambia en correspondencia
armoniosa con los cambios de todas las demás mónadas, según una ley o
armonía preestablecida por Dios. El universo es un sistema ordenado en el que
cada mónada tiene su función particular. Las mónadas están de tal modo
relacionadas unas a otras en la armonía preestablecida que cada una de ellas
refleja la totalidad del sistema infinito de un modo particular. Dios es el creador de
todas las mónadas y al crearlas pone dentro de ellas la ley de la evolución
interna de sus percepciones, su esencia individual, su definición funcional e
infinitesimal. De este modo, cada mónada desenvolviendo su propia esencia, sin
necesidad de que haya entre ellas ninguna comunicación, coincide con todas las
demás en una organización armónica preestablecida. Leibniz resuelve así el
problema de la comunicación entre sustancias.
El universo es, así, un sistema en el sentido de que si una cosa “fuera
excluida o considerada diferente, todas las cosas del mundo tendrían que haber

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sido diferentes de como ahora son”. Cada mónada o substancia expresa el


universo entero, aunque algunas lo expresan más distintamente que otras, porque
gozan de un grado más alto de percepción. Pero no hay interacción causal directa
entre las mónadas.
Según Leibniz, la doctrina de la armonía preestablecida entre los cambios y
variaciones de mónadas sin interacción es la única teoría que es “al mismo tiempo
inteligible y natural”, e incluso puede ser probada a priori, mostrando que la
noción del predicado está contenida en la del sujeto.
Leibniz compara a Dios con un relojero que ha construido dos relojes de tal
modo que desde entonces marchan siempre al unísono, sin que haya necesidad
alguna de repararlos o ajustarlos para sincronizarlos. La filosofía común supone
que una cosa ejerce una influencia sobre otra; pero eso es imposible en el caso
de mónadas inmateriales. Uno podría sentirse inclinado a inferir de ahí que Dios
pone en marcha, por así decirlo, el universo, y luego no tiene nada más que ver
con él, sin embargo Leibniz sostiene el mundo necesita ser conservado por
Dios, y depende de Éste para continuar en la existencia; pero es un reloj que
marcha sin necesidad de que se le enmiende.
En la doctrina de la armonía preestablecida, Leibniz encuentra una
conciliación de la causalidad mecánica y la causalidad final. Encuentra los
medios de subordinar la primera a la segunda. Las cosas materiales actúan de
acuerdo con leyes fijas y averiguables; y, en el lenguaje ordinario, tenemos
derecho a decir que actúan unas sobre otras de acuerdo con leyes mecánicas.
Pero todas esas actividades forman parte del sistema armonioso preestablecido
por Dios según el principio de perfección.
Así el mundo creado por Dios resulta el mejor de los mundos posible.
Dado que el orden establecido por Él entre las mónadas era un orden libre en su
origen, Dios no pudo menos que elegir el mejor orden posible. El mal que existe
en el mundo es, por ello, el menor mal necesario.

Bibliografía
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— ---- y Clarke, La polémica Leibniz-Clarke, Barcelona, Taurus, 1980
— Martínez Marzoa, Felipe. Cálculo y ser. Aproximación a Leibniz. Madrid: Visor
Libros, 1991.
— Murillo, Ildefonso. Leibniz (1646-1716). Madrid: Ediciones del Orto, 1994.
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— Reale, G., y Antiseri, D., Historia del pensamiento filosófico y científico,
Barcelona, Herder, 1988

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