Verdu Vicente - Yo Y Tu Objetos de Lujo
Verdu Vicente - Yo Y Tu Objetos de Lujo
Verdu Vicente - Yo Y Tu Objetos de Lujo
Nuestra época tiene mala prensa.Y no sólo en sentido literal, sino también
en sentido audiovisual: está mal visto y suena peor referirse positivamente a ella.
Lo correcto y lo ilustrado es despotricar contra lo que compone el panorama de la
actualidad. Sentirse a gusto en el mundo actual nos igualaría a los necios, mientras
que declarar nuestro desprecio nos ayuda, por lo menos, a ser dignos.
No importa de qué se trate, desde el sistema económico a los videojuegos,
desde las artes a la democracia de baja calidad, desde el cine de Hollywood a la
detestable calidad del pan. Las cosas van mal. Van mal respecto a lo bien que
fueron o pudieran ir, y rematadamente mal puesto que no hay indicios de que
puedan corregirse.
Vista sumariamente pero también particularizadamente, la crítica culta cree
estar detectando una colosal marea de productos basura, copias pirata, mentiras
políticas y corrupción a granel. Todo parece degradado y los más veteranos de los
ilustrados sienten náuseas ante el atufante alrededor. O sólo tristeza, cuando no
cuentan ya, estos provectos detractores, con fuerzas suficientes para vomitar.
A juicio de la generación adulta, la sociedad aparece vencida por la
complacencia del consumo y la trivialidad de los medios de comunicación,
mientras la juventud ha perdido el sentido del esfuerzo y se ha volcado en la
incesante melodía de los iPods. En definitiva, torturados o amargados, los
supervivientes de la última generación educada en el culto al libro observan que su
vida discurre entre la escombrera de lo que respetaron y sin la esperanza de un
Estado que intervenga contra la ruina del porvenir.
La primera parte del siglo XX creyó en la realización de utopías para bien (y
para mal) de la condición humana, pero el siglo XXI es descreído, cínico y
superficial. El mundo se ha colmado de tantos objetos superfluos, de perfumerías,
karaokes y tiendas de ropa, de chats mal escritos, de teléfonos que hacen fotos, de
parques temáticos, centros comerciales y oscars al efecto especial, que considerado
en conjunto hace pensar en un paso de lo importante a lo distraído, de lo
trascendente a un presente sin más horizonte que su propio bazar.
Pero, con todo, aceptando que las manifestaciones culturales han perdido
calado, ¿cómo no preguntarse sobre la posibilidad de que la ebullición de los
numerosos fenómenos en la comunicación, en los deseos y en el valor, no estén
conformando un nuevo sistema?
Porque ¿y si nosotros, «los ilustrados», estuviéramos ofuscados y lo que
llamamos inepcia y descomposición fuera, en realidad, un panorama tan listo que
no llegamos a ver? ¿Y si la sociedad de consumo no significara el cataclismo del
espíritu absoluto sino el nacimiento de otro que todavía no conocemos? ¿Y si el
ciudadano, en suma, por quien pugnó la Ilustración se hubiera carcomido y sólo su
mortaja, engalanada por la melancolía, impidiera verificar su defunción?
Estas preguntas no fueron capaces de inquietarnos hasta ahora pero,
fatigados de nuestra propia salmodia, ¿cómo no asegurarse de que las censuras al
videojuego, el asco al marketing, la abominación de las marcas no sean un discurso
de clase? Clase social, cultural, élites desesperadas de intelectuales con problemas
de adaptación. Porque ¿son más ignorantes, en general, los jóvenes actuales que los
de hace un siglo, cuando la mitad no sabía leer? ¿Puede compararse la tosquedad
de nuestros juegos infantiles, desde las canicas al escondite, con la complejidad de
sus entretenimientos dentro y fuera de la red? Apenas leen pero ¿cuántas otras
opciones de ocio no les ocupan su tiempo? No leen, pero ¿piensan peor que
nosotros? ¿Contribuyen negligentemente a deteriorar el mundo o nuestro mundo?
¿Se quejan ellos, inconsolablemente, del nivel cultural?
Entonces, ¿a qué sollozar? Los ineptos seríamos nosotros, y ellos, gracias a
una óptica más avanzada, quienes alcanzarían a divisar el más allá. Porque ¿no
será que si la cultura de hoy nos parece tan flaca es efecto no de que objetivamente
se muere sino la consecuencia de que, a nuestra distancia cronológica, su extraño
bulto se distingue mal?
En definitiva, ¿cómo será posible seguir valorando de la misma manera las
obras de la contemporaneidad si los modos de vivir, de gozar y de saber han sido
trastornados por las nuevas tecnologías, los mass media, la mutación del modelo
femenino, del modelo del niño, del modelo del animal, del modelo del objeto, de la
manera de amar y de comer?
En el festival de teatro de Aviñón 2005, por primera vez en sus cincuenta y
tantos años de existencia, más de la mitad de las obras carecían de texto. De modo
que se introdujo una sección especial titulada, como un pleonasmo, «théatre de
texte» para referirse a lo que era el teatro de toda la vida. Efectivamente, la mayoría
de los espectáculos presentados no pronunciaban palabra, sino que consistían en
comunicaciones plasticas y sonoras. Como consecuen cia, los espectadores de
tradición protestaron rabiosamente y los mismos críticos no supieron cómo
calificar el fenómeno. ¿Cambio de paradigma? ¿Transformación del género?
¿Sensacionalismo pasajero? ¿Consumismo? ¿Simple afán comercial?
La cuestión es decisiva porque o bien aquellos ancianos de Catuli Carmina
tienen la razón y el mundo se descompone circularmente o bien no la tienen y lo
apremiante sería corregir nuestras posturas para asistir apropiadamente al cambio
de época. Desfallecer de melancolía es propio de los asilos, reales o imaginarios.
«Permanecer en la nostalgia envejece la mente», ha dicho Sarita Montiel.
¿Cómo no ensayar, pues, buscando la misma vida, la aventura de la
novedad, el conocimiento en un sistema inédito y, quién sabe si, al cabo, más
ameno? Toda sociedad ha devastado la cultura precedente, no importa que se
llamara cristiana y cruzada, humanista y universal, progresista y revolucionaria.
Ahora la cultura del consumo se encuentra a punto de exterminar la cultura
ilustrada dentro del ascendente capitalismo de ficción (Vicente Verdú, El estilo del
mundo. La vida en el capitalismo de ficción, Anagrama, Barcelona, 2003). Se perfila,
pues, actualmente un poderoso sujeto protagonista: el sujeto consumidor que ha
iniciado su propia liberación tan espectacular como eficiente. Para bien o para mal,
para su mutación antropológica y para el cumplimiento de una extraña utopía que
nadie pudo llegar a enunciar.
¿El proyecto del mundo del consumo? Precisamente lo que este libro
pretende mostrar es que la energía del consumo, la energía del placer, ha ido
conformando un tipo de hombre/mujer, sujeto/objeto, un sobjeto que sin poseer un
destino inscrito actúa en búsqueda de una felicidad especialmente relacionada con
los múltiples nexos con los demás, por superficiales y efímeros que sean los
contactos. Al superindividualismo de los años noventa sigue ahora un personismo
que supera el repetido deseo de los objetos y busca el trato con los demás como
sobjetos, sujetos y objetos a la vez, nuevos objetos de lujo.
Contrariamente a los agoreros, nuestro mejor porvenir de seres humanos se
decide en este sistema de extroversión que es la cultura del consumo, de la
conversación, la conversión y la traducción.
No atender esta revolución por atípica denotaría tanto xenofobia cultural
como instinto de muerte. Porque ¿cómo creerse vivo intelectualmente sin sentir
curiosidad por los cientos de millones de blogs que han crecido en la red en apenas
tres años o por los ochocientos millones de personas enganchadas a los foros
románticos, o por el fenómeno de los más de dos mil millones de mensajes diarios
que se cruzan los móviles?
Efectivamente, el mundo no es lo que era, y menos todavía el mundo
surgido de la relación liberadora entre el sujeto y el objeto. Porque tal como la
mujer en la liberación sexual ha logrado su emancipación disponiéndose —y
disponiendo al hombre— como sujeto y objeto a la vez, el otro será, cuando lo
deseemos, el máximo objeto de nuestra degustación: no ya un elemento utilitario ni
instrumental, como lo fuera en el último capitalismo de producción, sino una pieza
de disfrute que ha crecido de una humanidad reunida y planetaria, menos racional
y política, pero más afectiva, moral y compleja. Más extrovertida o consumista que
abroquelada y reprimida.
Hasta hace relativamente poco se concebía lo mejor de lo humano como
efecto del ahorro o de la represión: el cielo tras la penitencia, el premio después del
denuedo, la creatividad tras la contención seminal. Existe, sin embargo, otra
energía, menos ensayada productivamente, que procede del placer y no del dolor.
Una energía que llega incluso «más allá del principio del placer» y que ha ido
abriendo vías a la imaginación, la invención y la creatividad contemporáneas.
Ciudadanos fueron los tipos vestidos de marrón que liberó individualmente
la modernidad, ciudadanos fueron los burgueses calados de negro, pero
consumidores son aquellos que ahora los sustituyen al fin de la modernidad:
gentes de todos los colores y orígenes que buscan el placer aquí y no en los
indeterminados tiempos de una Revolución futura, ni atravesando, auxiliados por
el confesor, el abismo de la muerte.
Se trata de nuevos sujetos cuya cultura ha ido alejándose tanto de la
axiología burguesa como de la profecía para proletarios. Una nueva cultura
correspondiente a la etapa del capitalismo de ficción que ha producido el
fenómeno estrella del personismo. O lo que es lo mismo: a los sujetos y objetos
permutándose en una masiva demanda de lujo.
Primera parte
LA SUPERFICIALIDAD DEL SABER,
EL SABER DE LA SUPERFICIE
1
La cultura sin culto
Han desaparecido los horarios, pero persiste el tiempo que acaso nos mata.
Se dice que la globalización ha abatido el tiempo y el espacio. El espacio quizá sí.
Pero el tiempo es central y personal. «El tiempo es un tigre que me devora; pero yo
soy el tigre», decía Borges.Yo soy el tiempo que acosa y desengaña, ¿cómo
podríamos prescindir de él? La muerte nos mira y nos calibra para establecerse. La
fe religiosa se cita con ella, pero la cultura de consumo trata, por todos los medios,
de expulsarla o deshacer su identidad.
Según la mitología religiosa, la muerte propicia el paso a una entidad
superior, más poderosa y rica que la identidad humana. Sin muerte habríamos de
conformarnos con la condición de seres humanos, pero la muerte nos coloca, según
la fe, ante la oportunidad de llegar a ser ángeles, santos, condenados, criaturas
inmortales. ¿Qué hace, sin embargo, la cultura de consumo, hedonista y
neopagana, para sustituir esta gran oferta religiosa para los duros momentos de
expirar? ¿Qué clase de superoferta ha preparado el capitalismo de ficción para
hacernos eternamente felices?
El proyecto que el capitalismo de ficción ha emprendido contra la muerte
constituye la operación de mayor envergadura que haya conocido la humanidad
en conjunto y desde sus balbuceos en el Paraíso. La religión buscó la conversión de
la muerte en «tránsito excelso» y todas las civilizaciones han repetido su pilar
consolatorio en la grandilocuencia del más allá. Con esta idea, el imperio trasponía
a sus súbitos el impulso de perpetuidad y se consolidaba como poder divino en
permanente diálogo con las alturas. El aquí y el allá se vivían y se padecían o
gozaban conjuntamente, y el tránsito, la transacción, la transparencia entre uno y
otro paraje conferían a la muerte una característica pasajera, ni trágica ni capital.
El más allá se encontraba abierto de par en par y, en consecuencia, la muerte
física era una especie de ficción indolora, un rito para lograr el ascenso a lo
verdadero y supervital. Los muertos resucitaban, los cadáveres se incorporaban
con agilidad, los desaparecidos se reunían con amigos y familiares en los recintos
celestiales antes y después del Juicio Final. La mortalidad absoluta era una
cuestión reservada a los brutos y a las plantas, así como a los muchos objetos no
sagrados. Los seres humanos no morían nunca. Más bien nacían y se reproducían
para dar ocasión a que se realizara el garantizado milagro de la eternidad.
Los hombres, y más tarde las mujeres provistas de alma, aparecían con un
principio discreto, un nacimiento corriente, pero llegaban a un desenlace
extraordinario. En el tramo intermedio, la divinidad o las divinidades se hacían
presentes, y con su intervención, devorando o mimando sin tasa, convertían a las
criaturas carnales más comunes en un picadillo inmortal.
La muerte individualizada no existió, por otra parte, hasta entrada la Edad
Media. Hasta entonces se moría principalmente en masa, epidemiológicamente,
catastróficamente, como una fatalidad nauseabunda e inherente a un mundo que
se comportaba arbitrariamente y a granel. Con todo, se trataba siempre de muertes
materiales que más tarde se reciclaban en espíritus exornados de virtud.
Sólo los animales y los objetos carentes de espacio adecuado para hospedar
un alma morían miserablemente, se desintegraban y desaparecían en el polvo,
mientras el sujeto, criatura teológica, se hallaba eximido de esa sevicia cruel. Con
este discurso, halagador y persuasivo, emotivo y gratificador, el marketing
religioso se hacía más prometedor que ninguna droga, más embaucador que
cualquier hechizo.Y así ha venido triunfando hasta nuestros días. La religión
provee de jaculatorias o soportes inspirados en el miedo a morir o ver morir a
quienes amamos, y con la finalidad de mitigar el terror de un vacío absoluto donde
se desintegraría nuestra identidad y la de todos aquellos que la amparan.
La cultura de consumo no niega la mortalidad de las personas, no propaga
la historia de una vida posterior. Para la cultura de consumo todo se desarrolla
aquí y ahora, pero paradójicamente es la cultura de consumo quien procura, en su
extremo consumista, la alternativa gemela de la inmortalidad. Una alternativa
simétrica pero servida a través de un estilo procedimental radicalmente inverso.
Porque si la religión trata de superar la muerte concediéndole el valor de tránsito
excelso, el consumo trata de borrar la muerte allanándola como un dato más; como
un paso tan insignificante que no se ve ni debe llamar a la reflexión.
Los religiosos viven consolados mediante la creencia de que morir es el
hecho consternador gracias al cual se ingresará en un ámbito prodigioso, bañado
de felicidad. Contrariamente, los consumistas viven consolados respecto a la
muerte negando su excepcionalidad o, más aún, reduciendo su relieve hasta
alcanzar una consideración nula.
La cultura de consumo no incorpora el producto muerte en su repertorio de
bienes y servicios, no censa el artículo muerte ni lo etiqueta, y no poseyendo
reconocimiento ni precio desaparece del registro general. ¿Para qué serviría la
muerte al consumidor? Ni aporta valor de uso ni tampoco valor de cambio. Al
revés de lo que ocurre con el mismo elemento en el interior del sistema religioso,
donde la muerte posee un valor de uso cabal y un valor de cambio portentoso.
La muerte se magnifica en los ceremoniales funerarios de las iglesias, se
enaltece en las tumbas de los faraones, de los emperadores o de los Papas, se
solemniza siempre entre los rezos más fervorosos del feligrés. Los panteones de
hombres ilustres son monumentos históricos porque contienen el cuerpo y la
extinción imprescindibles para transformar a los seres humanos en personajes
eternos. Pero ¿dónde se encuentran esos panteones productivos en el sistema de
consumo? ¿Cuándo se ha fundado un edificio comercial destinado a glorificar la
defunción? Los tanatorios son, en todo caso, como estaciones de cercanías, lugares
de tránsito hacia la inhumación sin restos de materia prima consumible.
Igualmente, los ritos funerarios se han reducido en tiempo y significación con la
finalidad acaso de que los cadáveres sean abandonados pronto en su encierro y
hacer sentir que no ha pasado nada.
El cadáver incomoda como un objeto desbaratado e inservible. La muerte no
es de este mundo eficiente, donde la vitalidad, la estimulación, el cambio incesante,
el presente continuo, conforman sus factores de progreso. Frente a ellos, la
mortalidad, la inanición, la inmovilidad, la trascendencia son elementos
mostrencos y retardadores.
El sistema de consumo progresa gracias a la expulsión de la muerte porque
se haría mal favor a sí mismo si se rozara con la consumación y sus síntomas. La
filosofía central de la cultura consumidora establece que seguiremos asistiendo a
novedades y ofertas sin fin, a cambios de vida y oportunidades inagotables, a
temporadas sucesivas que reciclan el pretérito y garantizan su regreso en la nueva
colección. Vivimos sin meta, envejecemos sin perder la juventud, enfermamos sin
que, en ningún caso, signifique que podamos morir. En la etapa religiosa nos
sacrificábamos con la esperanza de que los efectos especiales llegaran después.
Ahora debemos atender sólo a las escenas del presente real o virtual. Aquí está
todo lo que hay y lo que no hay, y el fatalismo de esta constatación redunda,
necesariamente, en seres implicados en una experiencia intensa y surtida, propensa
a la curiosidad, la aventura y el flirt.Y no sólo por la codicia de recibir más sino por
el vicio mismo de probar y experimentar en los bordes, el fulgor de la muerte
denegada y transformada en adrenalina pura.Vida al cien por cien.
La vida es aquí, extremadamente, todo a lo que se puede aspirar. Se trata
del supremo objeto de consumo, el superartefacto especial, gracias a cuya acertada
utilización obtenemos las máximas respuestas, aunque no todas benévolas. Nunca
el vitalismo se halló, pues, tan requerido ni las condiciones (mercantiles,
existenciales, imaginarias) fueron tan reclamadas para crear, siempre en vivo, la
ficción de su reproducción sin defunción.
De hecho, la muerte que llega suele ser considerada como una disfunción,
un defecto de la organización personal, un golpe que debe asumirse como
consecuencia de algunos problemas todavía sin resolver. Y la vida seguirá,
indemne y encuadrada en la corriente que, por su exigencia de celeridad y
movimiento, prohíbe cargar con los muertos.
Los muertos apenas siguen representados en nuestras casas a la manera de
la etapa del capitalismo de producción, apenas se les deja apoyarse en nuestro
recuerdo, y las ayudas terapéuticas o farmacológicas tratan de aliviar tanto su peso
como nuestro pesar. La superficialidad, la ligereza, la velocidad, aprendidas en la
instrucción consumista, se oponen a la profundidad, la pesantez y el estatismo
doloroso del difunto.
La persona fallecida no está pero parece que su recuerdo tampoco debe
permanecer demasiado tiempo, tanto por su efecto doloroso como por su espesura.
Los lutos de la muerte religiosa se prolongaban durante años puesto que la muerte
constituía un gran suceso y los parientes permanecían como deudos, subordinados
o dependientes, del desaparecido. Le debían todo el respeto a causa de haber
ingresado en el más allá y le rendían culto como se hace con los santos, puesto que,
efectivamente, su naturaleza había mejorado extraordinariamente. El muerto,
desde el cielo, se convertía en objeto de invocación, susceptible de conceder favores
imposibles, capaz de obrar milagros o de orientarnos mágicamente en los
conflictos más impensados. El muerto era implorado por sus seres queridos como
si el difunto, gracias a dejar la existencia, hubiera ganado poder y no, por el
contrario, hubiera pasado a transmutarse en nada como parece ocurrir hoy.
La muerte, en fin, vale ya muy poca cosa. La posible inmortalidad se ha
instalado culturalmente y el más allá del muerto no puntúa. Todo aquello que no
se muestra a la vista o no reposa en los anaqueles, todo aquello que no puede
adquirirse ni utilizarse es difícil de tener en cuenta. Más aún: es patológico,
esquizofrénico, tenerlo en demasiada consideración.
En la antigua sociedad religiosa, la muerte habitaba en su interior, formaba
parte de las vidas y las fiestas, se encarnaba en objetos y detalles del hogar, residía
en las oraciones, las conversaciones y las costumbres. Hoy, por el contrario, en una
sociedad laica y consumidora, la vivencia de la muerte genera una anomia que
peijudica la integración con el conjunto de los demás.
Los muertos no existen. Ni para bien ni para mal. Han desaparecido casi por
entero, y lo que de ellos queda, en creciente mengua, es la traumática huella de
haberles contemplado como injustas víctimas de un virus o de un azar. Así, cada
día más, la muerte, como el resto de los fenómenos en la cultura del cambio súbito,
no acaece como efecto de un proceso y mucho menos de un proceso «vital». Lo
vital es lo vital, no la finalidad de nada sino el motor de la vida. De este modo, sin
ninguna articulación histórica o biográfica, la muerte nos explota como un acto
terrorista, sin significación, sin convalidación, sin prestigio. Morirse es tan sólo una
calamidad.
Así como el mundo entero ha sido culturizado y los espasmos de la
naturaleza se viven como bárbaros retazos de una civilización que se niega
desesperadamente a fenecer, la muerte individual se comporta como un vestigio
anticultural dentro de un sistema que, aun hallándose controlado, presenta, de vez
en cuando, averías importantes que la ciencia médica ya está tratando de corregir.
No llegamos a creernos absolutamente inmortales debido a estas
deficiencias, pero creemos, ciegamente, en que lo seremos en cuestión de años. Los
que ahora viven morirán pero la especie empieza a creer seriamente en un futuro
sin término. Los que vayan naciendo vivirán cada vez más y se llegará a vivir tanto
en un momento dado que, entonces, la muerte, bajo cualquier consideración
económica, simbólica o biológica, será como un residuo insignificante. Un resto de
tan ínfimo valor que ni siquiera importará a uno mismo, puesto que ya el sí mismo
habrá podido dar todo de sí. En consecuencia, plenamente obsoleto, fuera de
servicio, admitirá mediante el paradigma general aprendido de los sobjetos su
correspondiente sustitución. Con lo cual, tampoco simbólicamente moriremos sino
que seremos reemplazados y recordados como útiles de otra época e inútiles años
después.
La muerte, en fin, que antes servía para aspirar a lo más alto y celestial, se
habrá revelado, al cabo, dentro de nuestro sistema consumista, un episodio sin
enjundia ni dinamismo. Es decir, algo molesto o residual, incompatible con la
circulación, la levedad y la fiesta. Incompatible con nuestra vida al ras, horizontal
(sin cielo ni infierno), superficial, parpadeando sobre una inmensa pantalla sin
destino, para bien y para mal.
4
La feminidad sin la mujer
Hasta hace poco se admitía que la mayor parte de lo que realmente la gente
desea —amor, amistad, respeto, familia, protección, diversión— no era valorado
económicamente y, en consecuencia, no existiría en el mercado. Pero ahora en el
mercado se encuentra de todo y la economía, tradicionalmente conocida como
«ciencia lúgubre», ha prestado atención a la felicidad. Según Expansión (24 de enero
de 2005), un equipo de investigación norteamericano de la Universidad de
Princeton dirigido por Daniel Kahneman —Nobel de Economía en 2002— y Alan
Krueger, profesor de economía en esa institución, está elaborando un medidor del
bienestar nacional menos dependiente de los ingresos y más ajustado a los
diversos parámetros que proporcionan felicidad personal. No son además los
únicos que han introducido o ensayado valoraciones semejantes según ha
estudiado Vidal Beneyto.
Watslawick cuenta en unos de sus libros una historia ocurrida en una
familia de clase media judía donde el hijo dice: «Pienso casarme con la señorita
Katz». «Pero la señorita Katz no tiene dinero para la dote», dice el padre. «Sólo con
ella podré ser feliz», replica el hijo. «¿Ser feliz? —concluye el padre—, ¿y qué ganas
con ello?»
Ser feliz ha sido, durante mucho tiempo, un asunto de poco relieve para el
hombre. Tan sólo las mujeres y los niños tenían derecho a entretenerse en buscar
felicidad. Los hombres en cuanto productores bragados no se empeñaban en la
felicidad propiamente dicha sino en la prosperidad. No se detenían, por tanto, con
el cuento de casarse y ser felices al modo de la típica mujer burguesa. Todo aquello
constituía un mundo demasiado delicado e ineficiente para un varón a quien
correspondían otras metas de mayor sustancia.
Pero ser feliz, aprender a ser feliz (algo tan propiamente de las mujeres), es
una de las grandes llamadas mediáticas de la cultura de consumo. Esta satisfacción
coincide unas veces con la sofisticación, como sería el caso de hacerse servir café
cuyos granos se los comen las civetas y se recogen después entre sus excrementos
(33,5 euros los 100 gramos en París), y otras con la máxima simpleza, el
minimalismo radical.
De esta última manera es como el espíritu ha ido transformándose en un
condimento exquisito. No basta con comer o beber bien, hay que hacerlo además
en un restaurante histórico, poético o estrafalario. El vino, las setas, la perdiz o las
lentejas han adquirido, en algunos casos, el tratamiento de bienes sagrados,
propios de un estadio donde tras haberse saciado de materiales tangibles se codicia
el aura, donde tras abastecerse de la cantidad importa la calidad. El primer
consumidor, de condición macho, se mostraba arrobado por la abundancia y
seguía desarbolado por el portento de poseer mucho de todo. El nuevo
consumidor, en cambio, más femenino, ama y distingue la calidad tanto como se
ama a sí mismo. Se cuida de sí como nunca lo hizo antes, y blande ante el
productor, la publicidad y la oficina de marketing una exigencia que está
desconcertando a los profesionales de la venta, puesto que el objetivo de la
solicitud no termina ya en la cosa, ni tampoco en la calidad de la cosa sino que
llega hasta la calidad de vida y, con ella, a asuntos de la ética, la política y la
sensibilidad.
Paradójicamente, mientras los obispos claman contra el materialismo del
mundo, el mundo se reconvierte, ahíto de sí mismo, en una factoría de depuración
espiritual. De la misma manera que «el efecto Baubourg» que describió Baudrillard
conseguiría que la cultura de masas acabara con la cultura de masas, el consumo
de masas acabará con el consumo de masa. No con el consumo en general pero sí
con su aspecto más bárbaro. Y como ya está ocurriendo, girará hacia el consumo
también de caridad local, de piedad por el tercer mundo, o de televisión mejor.
Este paladar más fino y sentimental, propio de la «feminidad femenina», es
un signo de la actualidad. Ahora es realmente inconveniente cualquier cosa que no
contenga una adición neofemenina y sentimental, sea en porciones ínfimas de
perfume caro, sea en cucharadas gay. La maternidad ha tapado a la paternidad y
hoy todos los padres de verdad desean parecerse a sus madres. De esa forma creen
llegar a ser más personas.
Llegar a ser persona parece, en teoría, un objetivo tan cerca de un sexo como
de otro, pero efectivamente más próximo a las mujeres. No a todas, evidentemente,
pero sí a una proporción notable, y ello por su peculiar relación con la sexualidad,
porque mientras el hombre ha aparecido en la historia subyugado por el sexo al
extremo de convertirse en maltratador y criminal, las mujeres han podido utilizarlo
en su provecho (maternal, económico, recreativo) con incomparable dominio. Así,
mientras que el hombre ha asesinado, se ha arruinado, se ha suicidado por pasión,
las mujeres sólo sucumbieron excepcionalmente.
A lo largo de la historia, la mujer ha debido controlar su sexo para conseguir
estimación social y contraer matrimonio, ha debido aprender a administrarlo con
tino antes de los anticonceptivos y a enfocarlo utilitariamente en su vocación de
madre. Como consecuencia, mientras que los hombres han sido tironeados
infatigablemente por las hormonas, las mujeres fueron instruidas (y diseñadas
biológicamente) para llevar las riendas.
La mujer era el pecado (gracias a los hombres), pero ella no necesitaba
alocadamente pecar. Los sujetos cometían los pecados y ellas, en cuanto objetos, se
dejaban, o no, acometer. Las mujeres provocaban (pretendiéndolo o no) que los
hombres perdieran la cabeza y era así como les privaban temporalmente de ser
sujetos. Los decapitaban en cuanto tales sujetos y los convertían en objetos para sí.
No objetos para disfrute sexual principal o exclusivamente, como se ha imputado a
los varones, sino para otros fines más rentables, sean la procreación, la protección o
la alimentación.
Hasta hace muy poco, mientras duró este machismo, el hombre necesitaba
radicalmente a la mujer para afianzar su identidad sexual, mientras la mujer no
necesitaba al hombre para eso. He aquí la tremenda asimetría fundamental. Pero
ahora, por añadidura, no lo necesita ni para la maternidad.
Durante siglos y siglos, los hombres se han aplicado con denuedo a la tarea
de redactar poemas, pintar cuadros de amantes o componer melodías que
derrochaban pasión, melancolía o desesperación, pero las mujeres no.Toda la carga
de la prueba sobre la calidad de una relación sexual ha venido recayendo sobre el
macho, mientras ellas podían ocuparse en otros menesteres. La frigidez femenina,
contrariamente a la calumnia común, no es prueba de la inepcia masculina sino
acaso el indicio de la ventaja de que ha disfrutado la mujer, protegida contra los
delirios del sexo y estratégicamente acomodada en la pasividad.
En el sexo, las mujeres —salvo anomalías documentadas— han disfrutado
un benéfico enfriamiento desde el que contemplar los halagadores espectáculos de
inmolaciones, desbarramientos y hechos ridículos de los varones.
La crecida del feminismo propagó el descrédito de los hombres y su fama
de insoportables brutos. No consideraban, obviamente, que si el sexo los
embrutecía, los enloquecía o no les dejaba pensar en otra cosa, era debido a la
extrema represión de la mujer y por la mujer, como ha enseñado Castilla del Pino.
No reprimían, efectivamente, en nombre propio, no para su exclusivo provecho
personal, sino en cuanto obligados baluartes de los valores en el capitalismo de
producción, cuando el ahorro era clave para el progreso. O bien, cuando la
acumulación del capital y la contención del deseo constituían la potencia del
crecimiento.
Ahora, no obstante, cuando la industria lleva a una producción masiva y la
demanda debe ser masiva, el derroche se hace indispensable y se alza en regla
extensible a todo: a la sexualidad sin excepciones de sexo, al consumo de bienes sin
excepciones de estatus, al consumo del otro sin excepción del yo.Y día a día,
efectivamente, requiriendo una mejor relación calidad/precio.
El consumidor que exige calidad no es sólo melindre para la leche del bebé,
sino que acaba siendo también aprensivo para la democracia barata, el timo de la
crema adelgazante o la incompetencia del concejal. El consumo supone aprendizaje
de lo social, pericia para dirimir, confianza para demandar, firmeza contra el
estafador, de manera que la comunidad se vuelve vigilante y vindicante en un
grado superlativo. En este sentido, un gran ejemplo es la exigencia consumidora de
una oferta de trabajo que sea compatible con la vida familiar, una vida laboral que
sea acorde con la calidad de vida. Por el momento no sólo las mujeres son las que
mayor interés muestran en ello sino que han empezado a organizarse para hacer
efectiva su petición.
A finales de 2004, Financial Times informaba de que «Un creciente número
de mujeres triunfadoras, que hace diez o quince años habían consagrado todo su
tiempo a la profesión, están cuestionando sus propias ambiciones y las exigencias
de la profesión elegida para buscar otros modelos de vida y de trabajo. De hecho,
en 2003, la London School of Economics concluyó que entre el 60 y el 70 por ciento
de las madres en Gran Bretaña son lo que se conoce como «adaptive women»,
mujeres que preferirían en el caso de tener niños, alterar sus modelos de trabajo
para acomodarlos a las necesidades familiares».
A la «interrupción voluntaria del embarazo», que facilitó la píldora en los
años sesenta, está sucediendo ahora lo que los franceses llaman la «interrupción
voluntaria de la carrera». Las mujeres, y no precisamente las peor preparadas,
abandonan crecientemente sus puestos en la empresa para volver al hogar y cuidar
de sus hijos. ¿Cuál es la verdadera causa? ¿Se han decepcionado de la profesión?
¿Están hartas de los jefes? ¿Prefieren las cargas familiares en lugar del mobbing o el
burning? De todo hay, pero, relevantemente, tanto para ejecutivas como para
ejecutivos la tensión laboral está provocando una desafección profesional que no se
conocía hace diez años. «Masificados y banalizados, los profesionales
dependientes, ejecutivos de nivel medio, se encuentran cada vez más cerca de los
trabajadores manuales de otro tiempo: explotados, resentidos, deseando lo peor
para el capitalismo», dice Frangois Dupuy en La fatigue des élites. Le capitalisme et ses
cadres (Seuil, París, 2005).
Los hombres no abandonan todavía sus puestos, pero las mujeres sí.
Cuarenta años después de la revolución feminista, el mercado laboral de Estados
Unidos y el área más rica de Europa refleja un fenómeno paradójico: pese a que las
mujeres constituyen el segmento mejor formado de las clases profesionales, tanto
en número de licenciaturas como en másters, son las que demuestran un interés
cada vez menor por consagrarse a sus carreras.
Una primera razón tiene que ver con la maternidad y la otra con el talante
empresarial. La atracción que una madre siente por criar a sus hijos no necesita
explicación. Es cierto que las feministas de los sesenta gritaban
«maternidad/alienación», pero cualquiera podía distinguir de más cerca la calidad
de esos personajes estridentes. Las hijas de aquellas activistas, ahora en la
treintena, han asistido a la desarticulación de demasiados hogares, y ser madre,
hacer de madre, les parece todo menos alienarse. «Pensaba encontrar mujeres que
se quedaban en casa por tradición o por imposibilidad de hacer otra cosa —declara
la socióloga Dominique Maison—. Pero he visto diplomadas que llevan esta vida
por elección y consideran su rol de madre como un verdadero trabajo» (Grandeur et
servitudes domestiques: expérience sociale defemmes au foyer, CNAF, 2005).
Las mujeres que regresan al hogar no son timoratas ni reaccionarias, sino
una vanguardia que denuncia clamorosamente las malas condiciones del presente
mundo laboral. Especialmente para ellas. Un factor general se refiere a las
dificultades insufribles que siguen imperando en los empleos para compatibilizar
la familia y la profesión. Otro, más particular y sexista, tiene que ver con los
obstáculos que encuentran las mujeres para ocupar puestos de interés y poder
máximos. Porque si bien parece cierto que las mujeres son menos competitivas que
los hombres para los cargos de responsabilidad media, no les falta ambición y
compromiso para ostentar los puestos más altos.
Hace veinte años que The Wall Street Journal introdujo la expresión «glass
ceiling» («techo de cristal») para describir el tope que encontraban las mujeres en
su ascenso, y las condiciones objetivas no han variado mucho. El techo de cristal
determina que entre diez altos ejecutivos de las grandes empresas multinacionales
sólo uno es mujer.
Para investigar esta desigualdad pertinaz se han creado comisiones
gubernamentales y empresariales en varios países occidentales, y en Noruega, tan
proclives a la discriminación positiva a favor de la mujer, se aprobó por decreto
que, a partir de finales de 2006, todas las empresas deberán contar al menos con
dos mujeres en sus consejos directivos. ¿Valgan o no valgan? Sí. Pero ya valen. Y no
poco, precisamente.
La Universidad de Harvard, los departamentos de IBM, de Alean o de
Hewlett-Packard han coincidido en que un mayor número de mujeres en la
dirección contribuye decisivamente al incremento de los beneficios. Las empresas
de entretenimiento y comunicación, la banca y los seguros, las compañías de
servicios, en general obtienen más provecho del prototipo femenino que del
masculino, pero la inmensa mayoría de otras clases de empresa se beneficiarían de
su eficaz disposición para trabajar en grupo, de sus habilidades para crear nexos
internos y externos, de su demostrada superioridad para mejorar los ambientes
afectivos dentro de la compañía.
Siendo así, ¿qué razón impide que las mujeres presidan en mayor
proporción las grandes empresas? The Economist enunciaba, en julio de 2005, tres
importantes motivos. Uno se refiere a que para ocupar los puestos más elevados es
preciso demostrar no sólo un alto nivel de competencia, sino también mangonería
política, noches de copas y complicidades con los amigotes. Otro motivo es que los
hombres en general no suelen ser partidarios de recomendar a las mujeres para
puestos de enjundia porque todavía les parecen frágiles, caprichosas o débiles para
desenvolverse en el medio empresarial. Y, finalmente, por si faltaba poco, las
empresas se inclinan ahora menos por estructurarse jerárquicamente. Tienden,
según el estilo del mundo, a trabajar en red y se encuentra en boga la moda flat, no
los dibujos piramidales del organigrama. ¿Conclusión? Que el techo permanece
hasta en compañías intrínsecamente afeminadas, como Procter & Gamble, matriz
de Tampax o de MaxFactor.
¿Deprime esto a las mujeres? Deprime, pero no tanto a ellas como a las
auditorías que insisten en los potenciales beneficios que están perdiendo sus
clientes. Los headhunters se encuentran hoy con problemas para seleccionar
hombres apropiados a las funciones de la nueva economía, y cuando tratan de
buscar mujeres, tropiezan con que su disponibilidad no suele ser absoluta, y
mucho menos en los entornos de su maternidad.
Uno de los peores efectos de estos recientes años neoliberales ha sido la
interminable ampliación de la jornada de trabajo, que, explotando los medios de
telecomunicación, no respeta espacios ni tiempos privados. El trabajo, seña de
identidad pública, ha venido a ocupar la privacidad, y no precisamente para
mejorarla. En una serie de charlas en la London School of Economics, Richard
Layard exponía, en marzo de 2003, los pequicios empresariales de esta absurda
penitencia recalcando que, a pesar del progreso material de los últimos cincuenta
años, no se registran signos de una mejora en la felicidad. Más bien, la primera
causa de que la depresión haya crecido espectacularmente en los últimos treinta
años se atribuye a la creciente insatisfacción de grupos sociales que, trabajando
más que nunca, no encuentran la recompensa personal de los años cincuenta y
sesenta. ¿Solución? Las mejores publicaciones económicas recomiendan sin cesar
medidas urgentes y eficaces para acabar con la rigidez laboral, las largas jornadas y
su presión insoportable. Pero la dinámica de la cultura de consumo será, con todo,
quien termine con esta opresión tan diacrónica como inconsecuente con la
demanda de calidad, porque el consumidor/trabajador actual no es ya el sumiso y
fiel empleado de otros tiempos.
6
La infidelidad sin fe
Segunda parte
EL PLACER DEL CONSUMO,
LA ENERGÍA DEL PLACER
7
El Imperio del Mal
Tercera parte
LA IDEOLOGÍA DE LA PIEL,
LA PIEL DEL MUNDO
12
El cutis de la política