La Comunicación Narrativa
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HUMANIDADES
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ISBN: 84-96359-99-9
THESAURUS:
narración; relato; historia; escritor; autor; narrador; narratario; impersonalidad narrativa;
narrador homodiegético; narrador heterodiegético.
ESQUEMA:
15.1: Escritor y autor.
15.2: Presencia y ausencia del autor.
15.2.1: Autor y narración.
15.2.2: Autor y relato.
15.2.3: Autor e historia.
15.3: Narrador y narratario.
15.3.1: Distancia entre autor y narrador.
15.3.2: El narratario.
15.4: Puntos de vista de la narración.
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15.4.1: Función del narrador.
15.4.2: La impersonalidad narrativa.
15.4.3: La personalización del relato.
15.4.3.1: Del «yo» al «él». Modalidades.
15.4.3.2: Del «yo» al «tú». Perspectivas.
15.5: Bibliografía sobre «la comunicación narrativa».
OBJETIVOS.
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15.1: Escritor y autor.
Quien habla (en el relato) no es quien escribe (en la vida) y quien escribe no es
quien existe («Introducción...», p. 34).
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capaz de reconocer a la figura que él mismo era en esos años anteriores, y con esa
irónica perspectiva cabe entender la reflexión final que apunta en el «Prólogo» de 1965:
La colmena me dio algún dinero (...) el suficiente para poder seguir viviendo
cuando, a raíz de su publicación, me expulsaron de la Asociación de la Prensa
de Madrid y prohibieron mi nombre en los periódicos españoles. ¡Qué lejano
parece ya todo esto! La verdad es que las situaciones artificiales envejecen más
bien de prisa.
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controla todos los actos lingüísticos y las manifestaciones expresivas de la novela, pero
no interviene en ningún momento en el desarrollo de la trama argumental (historia) ni en
el planteamiento de la organización textual (relato), que son planos que se ceden por
entero al narrador. El autor deja, pues, en completa libertad al lector para que descifre y
reconstruya, según sus habilidades, el mundo de lo real que le ofrece en la novela. Que
el autor sólo esté presente en el proceso de narración, significa que desdobla su ser en
el resto de voces que dan vida al texto, creando, sobre todo, la figura del narrador, en el
que se disuelve por medio del proceso de ‘ficcionalidad’; este hecho es el que permite
que aunque un autor no participe ni en el relato ni en la historia los lectores puedan
sentir su ser en el universo ideológico, en el ámbito de la ficción que construye la novela.
¿Cómo no sentir a los Delibes que laten detrás de El camino (1950), La hoja roja (1959),
Cinco horas con Mario (1966) o Las guerras de nuestros antepasados (1975), por citar
sólo títulos señeros de su carrera literaria? En ninguna de estas novelas, Delibes asoma
como personaje ni se adivina su visión del mundo en ninguno de los entramados
textuales que sostienen esas ficciones particulares; y, sin embargo, al final de cada
lectura, el pensamiento de Miguel Delibes aparece, claro y nítido, en la formulación de
unos temas que siempre son los mismos: autenticidad de lo individual, la riqueza de la
vida rural, el vocabulario castellano, la idea de la muerte. Bien que esto ocurre sólo en
contadas ocasiones, cuando el escritor llega ya a una etapa de maduración tan completa
que el conocimiento que sobre él se tiene puede proyectarse para adivinar los perfiles de
autoría con que se han configurado sus novelas. Es lo mismo que sucede cuando se lee
a un escritor clásico, reuniendo toda suerte de informaciones sobre su vida y sobre la
época que ha definido su ser; cuando el lector penetra en el mundo de la ficción que él
ha construido, lo hace mediatizado por esa serie de informaciones, y si es posible
reconocer a Quevedo en El Buscón o a Lope en las Novelas a Marcia Leonarda, no es
porque ellos lo hayan querido así, sino porque se ha proyectado su imagen (ya pasada)
de escritor en los signos que la obra propone. Por las mismas razones, aunque una obra
haya pasado a la posteridad envuelta en la anonimia, ello no significa que no sea posible
percibir rasgos socioculturales o ideas conceptuales del autor que, en un momento
determinado, dio ser a esa producción textual; del autor del Libro de Apolonio, por
ejemplo, se sabe más que de Juan Ruiz, que se cuidó muy bien de disfrazar su
presencia, con notables ambigüedades, en el Libro de buen amor (y eso que participa en
su entramado como personaje y organiza su disposición textual constantemente); del
autor, por último, del Lazarillo de Tormes se entrevén rasgos que permiten adscribirlo a
la clase social más culta e intelectual de la primera mitad del s. XVI: tendría que ser un
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humanista, de avezado erasmismo y posiblemente una alta dignidad eclesiástica. Por
tanto, el autor aunque no lo quiera, ya sea por ser un personaje conocido, ya porque de
él se han reunido informaciones ajenas a su capacidad creadora, siempre está presente
porque siempre deja discurrir su mundo por el cauce de ideas y de expresiones que
constituye la narración. En cierta forma, su vida no interesa por los hechos que a él le
hayan acontecido, cuanto por las significaciones (personales) que puede incorporar al
curso de la creación y entremeter en la identidad de los personajes y, por supuesto, en la
realidad del narrador.
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informa Cervantes para crear a ese supuesto Cide Hamete Benengeli, historiador árabe
y verdadero artífice de la historia de don Quijote, que él sólo se preocupa de transcribir
en un nuevo lenguaje.
Este proceso de verosimilitud se apoya, sobre todo, en la ilusión de que la
novela, que tiene entre las manos el lector, en principio carecía de toda intención
«novelesca», por cuanto eran materiales muy heterogéneos que han sobrevivido a la
destrucción del tiempo por circunstancias extraordinarias. Se trata de dotar de vida
propia a esa «textualidad» y las posibilidades para lograrlo son muy diversas, tanta es la
libertad con que actúa el autor en este pórtico de su novela; véanse, como muestra,
alguna de ellas:
a) Puede fingirse que el libro se trata de unos diarios o de unas memorias,
redactadas por el testigo de unos hechos o por el protagonista de la historia, caso de La
familia de Pascual Duarte (1942), en cuyo comienzo Cela asume plenamente el papel de
«transcriptor» determinando, eso sí, unas precisas pautas de recepción:
Quiero dejar bien patente desde el primer momento, que en la obra que
hoy presento al curioso lector no me pertenece sino la transcripción; no he
corregido ni añadido ni una tilde, porque he querido respetar el relato hasta en su
estilo. He preferido, en algunos pasajes demasiado crudos de la obra, usar de la
tijera y cortar por lo sano...
b) Sigue siendo usual, por las particularidades que implica, fingir el hallazgo de
un manuscrito, que, incluso, ha podido ser perseguido con notorio ahínco, hasta
encontrado y vuelto a perder, como relata U. Eco en el comienzo de El nombre de la
rosa, determinando las diversas fases por las que ha llegado hasta él la historia que
presenta, junto a las perplejidades a que su investigación le ha conducido:
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En conclusión: estoy lleno de dudas. No sé, en realidad, por qué me he
decidido a tomar el toro por las astas y presentar el manuscrito de Adso de Melk
como si fuese auténtico. Quizá se trate de un gesto de enamoramiento. O, si se
prefiere, de una manera de liberarme de viejas, y múltiples, obsesiones.
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identidad de una forma directa, el lector siente su presencia, precisamente, porque no se
le afirma lo contrario.
e) La transcripción puede referirse a una grabación magnetofónica, obtenida
siempre de forma muy singular; ésta es la base de la ficción verosímil que se ofrece en
Las guerras de nuestros antepasados (1975) de Miguel Delibes: el texto pretende ser la
transcripción de una semana de conversaciones entre el Dr. Burgueño López y Pacífico
Pérez (del que se ocultan datos esenciales en el inicio de la novela), ofrecidas
transcurrido cierto tiempo de haberse celebrado:
Así es como pude llevar a cabo las grabaciones que a continuación transcribo.
Los textos son fieles, prácticamente literales. Apenas he suprimido de ellos
algunas reiteraciones -pocas- y ciertos enrevesados circunloquios que
perjudicaban a la claridad del relato.
...y tal vez este rótulo haya contribuido a que los papeles se conserven, pues
creyéndolos cosa de sermón o de teología, nadie se movió antes que yo a
desatar el balduque ni a leer una sola página.
Contiene el legajo tres partes. La primera dice: Cartas de mi sobrino; la
segunda, Paralipómenos; y la tercera, Epílogo.-Cartas de mi hermano.
No sólo Valera demuestra que nada tiene que ver con lo que se va a contar a
continuación, sino que, y esto es lo más importante, monta ya la estructura que dará
sentido a la obra entera: es decir, dispone el relato que ordenará la historia (los hecho
que se van a referir).
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15.2.3: Autor e historia.
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llamaban Álvaro, Germán, Alfonso y Gabriel [que no es otro que el autor], los
primeros y últimos amigos que tuvo en la vida.
-¿Conque no, eh? -me dijo-. ¿Conque no? No quiere usted dejarme ser
yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme,
serme. ¿Conque no lo quiere? ¿Conque he de morir ente de ficción? Pues bien,
mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se
volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se
morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi
historia, todos, todos, sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que
yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio
como vosotros, nivolesco, lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi
don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco y entes nivolescos sus
lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...
Al enfrentarse el yo del autor con el yo del personaje que ha sacado de sí, se han
quebrado, por completo, los límites de la realidad y la ficción y, por esa hendidura, la
conciencia de los lectores (esa segunda persona plural: vosotros) se ve absorbida por el
proceso narrativo. Esto es lo que ocurre cuando el autor se pone a enredar con los
componentes de la ficción: nada ni nadie puede quedar a salvo.
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d) Por último, podría destacarse el proceso por el que el autor analiza su
conciencia, ingresando en el territorio de su ficción, tal y como hace, por ejemplo,
Marcos Ordóñez en Una vuelta por el Rialto (1994) o había hecho ya con anterioridad
J.Mª Guelbenzu en El mercurio, dialogando con uno de sus personajes.
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completo sus habilidades como escritor. Frente a él, el narrador es el que cuenta y el
que habla, dependiendo de él la distribución del material temático (las líneas
argumentales) por medio de una serie de componentes textuales (enunciaciones,
descripciones, diálogos) y de elementos estructuradores (tiempo y espacio).
El narrador, por tanto, encauza la narración que recibe del autor y organiza el
relato, pero también regula el modo en que ha de ser entendida la historia. Piénsese que
el narrador habla o cuenta («decir»), pero en función de las informaciones que el autor
(«saber») le ha conferido.
15.3.2: El narratario.
Los personajes que pueblan todos estos papeles, menos Amín y Amina,
han muerto ya; acaso yo también. Y acaso también vosotros dos, de quienes
ignoro casi todo, o uno de vosotros. Sólo tengo noticias vagas, probablemente
inciertas. Lo último que supe del mayor de vosotros, hijos míos, es que había
estado en Tremecén (...) Procuraré que alguien con mayores bríos que yo -no
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con mayor interés- os busque y os encuentre, y lleve a vuestras manos este
manuscrito carmesí...
Por tanto, el narratario es un punto de vista privilegiado para que cualquier lector
asuma la perspectiva con que debe descodificar la realidad argumental que se le
presenta. En buena medida, es un apoyo para la recepción textual porque de él
dependen las informaciones que el narrador va a ir emitiendo; por ejemplo, en Pepita
Jiménez, en la primera sección, el narrador es don Luis quien, en sus cartas, va a
explicar al narratario, su tío, el deán, todas las impresiones y experiencias con que se
enfrenta al regresar a su pueblo paterno; los datos que transmitirá en las epístolas
estarán siempre contados en función de ese narratario que los va a interpretar desde sus
personales opiniones; como es sabido, en ningún momento aparece el deán, pero el
lector lo siente a través de las prevenciones con que don Luis se defiende de lo que
pueda pensar su tío.
No es necesario que el narratario aparezca revestido con la identidad de un
personaje; desde el momento, en que el narrador habla, aunque sea en tercera persona,
se está dirigiendo ya a alguien, con el que acaba compartiendo unas perspectivas
configuradoras de lo real, unos conocimientos que generan una cierta complicidad al
decidirle a contar un hecho de una manera o de otra.
En última instancia, la dualidad «narrador»-«narratario» lo que hace es
reproducir, en el interior de la trama textual de la novela, la oposición «autor»-«lector»,
situada en el plano exterior de la obra. Es un doble proceso de comunicación, cuyos
niveles remiten el uno al otro, respectivamente.
El autor, desde las primeras líneas que escribe, analiza las formas posibles para
quedar fuera del discurso ficticio, para construirlo como totalidad ajena a su existencia,
para proponerlo, en suma, con esa ilusión de objetividad, necesaria para que el lector
ingrese en la realidad de la novela. Ésta es la razón primordial que exige la presencia
del narrador, como figura intermediaria entre los datos que sabe el autor y lo que debe
ser dicho al lector. Las diferentes graduaciones que pueden establecerse entre estos
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dos planos (saber/decir) delimitan los puntos de vista con que la novela se construye.
Por eso, el narrador es el responsable de la organización del relato, estructura que surge
no tanto de lo que cuenta (líneas argumentales que conforman la historia) sino del modo
en que lo cuenta.
La función básica del narrador, por tanto, es la de contar, operación que lleva
implícita la selección de las diversas perspectivas con que se ha de configurar toda la
trama textual. Además, debe pensarse que el narrador, cuando «cuenta» no sólo está
dirigiéndose al lector (muchas veces por medio de la figura del narratario, recuérdese),
sino que está hablando, al mismo tiempo, con el autor, en un intercambio de
informaciones que, en la mayor parte de los casos, suele sorprender hasta al mismo
autor, que se ve forzado a pensar cosas en las que en un principio no había caído o a
escribir hechos con los que, de repente, se topa sin haberlos planeado. Si ocurre este
fenómeno, si la novela comienza a cobrar existencia por sí misma, es porque el proceso
de «ficcionalidad» está propiciando esa conversión del autor en otra instancia que no es
él mismo, aunque, en el fondo, haya salido de sí: justo en el momento en que el narrador
se independiza y encuentra su voz propia, el autor puede ya limitarse al cometido
exclusivo de la narración, o lo que es lo mismo, a concebir una sustancia lingüística y a
conformar una identidad estilística que permita existir a la novela como texto.
Pero el narrador, sobre todo, habla con el lector, organizando el diseño
estructural que le permita acceder al conocimiento de las líneas argumentales que
forman la historia. Por ello, el primer esfuerzo de la lectura debe orientarse a la
identificación del sistema de voces que articula el entramado textual. Es fundamental
saber quién habla en cada momento, para saber qué es lo que dice, por qué lo enfoca
de esa manera y a quién se está dirigiendo ese «emisor» de informaciones.
Saber quién habla implica asumir la persona verbal que caracteriza el ser de ese
informador. En principio, caben dos opciones según se organice el relato desde la
tercera o desde la primera persona, desde un él que plantea ya una indeterminación
personal, una objetividad implícita en su falta de identidad caracterológica, o desde un yo
que impone al relato una conciencia subjetiva, cuyos pliegues interiores irán
entremetiéndose en el desarrollo de la historia.
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El narrador en tercera persona se sitúa, por tanto, fuera del relato (es narrador
heterodiegético) y no interviene más que como punto de referencia para situar los
principales hitos que marcan el desarrollo argumental. Al reducirse su presencia a un
grado cero, el autor mantiene el control sobre todos los planos de la narración, cediendo
sólo a esta voz impersonal la misión de referirle al lector las pautas con que ha de
construir su visión del mundo (la del autor, casi siempre); por ello, a este narrador se le
llama omnisciente, porque mantiene intacta la capacidad de «saberlo todo» que
corresponde, en puridad, al autor. En la novela tradicional (en la decimonónica por
supuesto), a través de esta instancia del narrador en tercera persona, el autor podía
transparentar sus opiniones con toda tranquilidad, interpretando las numerosas
circunstancias que está poniendo en juego. véase, como ejemplo, el siguiente pasaje de
Fortunata y Jacinta que corresponde a la escena en que Juanito de Santa Cruz va a
conocer a Fortunata, yendo de visita a casa de Estupiñá:
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marco espacial nuevo (la entrada a la casa de Estupiñá, donde vive también Fortunata);
[2] de inmediato (en un uso similar al del estilo indirecto libre), el narrador ya no informa
de lo que ocurre, sino que muestra la reflexión que el personaje se debe de hacer (y el
lector con él) ante la visión de ese determinado lugar; [3] devuelve al narrador su función
informativa, ampliando la perspectiva de la escena con nuevos personajes, que añaden
una pincelada de color en este cuadro de costumbres que Galdós recrea, no sólo para
enmarcar la escena de la fascinación que Fortunata ejercerá sobre Juanito, sino, sobre
todo, para analizar la configuración social del Madrid en que transcurre la acción: por eso
[4] corresponde a una libre consideración del autor, sobre la que montará luego una de
las múltiples reflexiones que la novela ofrece y que ya, en parte, deja evidenciar en los
pensamientos que tiene el personaje, es decir, ideas que remiten al pasado narrativo [5]
o que vuelven al presente [6] en que se encuentran personaje y lector, codo a codo con
el autor, que, ante la mención de las «plumas» y la «sangre», emitirá ya [7] una opinión
totalmente particular (de rasgos naturalistas: las «anatomías» de los animales se
convierten en metáfora de su «mísero destino» que es el mismo al que están
condenados los habitantes de ese inmueble), de la que sólo sale para dejar al narrador
que haga girar la cabeza del personaje, [8], a fin de que su nueva observación, le
permita sostener otro juicio, [9], lleno de fina ironía, ahora de carácter general, en una
aplicación del pensamiento de Galdós a toda la naturaleza humana. Obsérvese que
Galdós no habla únicamente desde su voluntad de autoría; por eso, mantiene la
narración el aire de objetividad que le permite al lector salir y entrar de la escena en
función de esas perspectivas; es decir, Galdós no mediatiza las informaciones que
presenta, aunque no desaprovecha las ocasiones (que él mismo establece) para sugerir
al lector ideas y opiniones sobre la realidad que le está describiendo.
Éste es un caso extremo, pero orienta esa posibilidad virtual de que el autor, por
medio del narrador en tercera persona, pueda delimitar las pautas de recepción que el
lector habrá de asumir necesariamente. En la novela actual, se vuelve a recuperar esta
«conciencia narrativa» que surge de esta fusión entre el decir del narrador y el saber del
autor en un solo plano; ocurre en las obras que pretenden, sobre todo, conformar un
análisis sobre los individuos o los grupos sociales que dan pie al desarrollo argumental,
como ocurre en Tiempo de silencio (1961) de Luis Martín-Santos, en donde no hay una
sola descripción (o enunciación narrativa) que no aparezca constituida como base de
posteriores reflexiones; cualquier frase se sesga, enseguida. con los sentidos a que el
lector debe acceder; esto ocurre hasta en los detalles más nimios:
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La mañana era hermosa, en todo idéntica a tantas mañanas madrileñas
en las que la cínica candidez del cielo pretende hacer ignorar las lacras
estruendosas de la tierra.
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a) El narrador es el protagonista de la historia y la refiere desde un presente que
le permite exhibir una cierta omnisciencia, con la que puede juzgar hechos y
comportamientos, instalado, como lo está, en otra perspectiva temporal; recuérdese el
comienzo de Nada (1944) de Carmen Laforet:
Filomeno, ni más ni menos, así como suena, con todo derecho, uno de
esos nombres que no se pueden rechazar salvo si se renuncia a uno mismo;
impepinable por la ley del bautismo y la del Registro Civil, también por la
herencia, porque mi abuelo paterno se llamaba así, Filomeno (...).
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Es evidente la conformación caracterológica del personaje como un dechado de
voluntad, un individuo que no está dispuesto a renunciar a sí mismo y que es capaz de
asumir enfrentarse a todos los problemas (que serán muchos) que la vida (tal y como él
la va a recordar) le había puesto por delante.
b) El narrador es un personaje de carácter secundario, que cuenta lo que sabe
(con más limitaciones que en el caso anterior) porque ha conocido al protagonista de la
historia o le han confiado una serie de informaciones que decide revelar en un momento
determinado; es indudable que a mayor complejidad en el relato, la historia gana en
verosimilitud, sobre todo porque este personaje secundario acaba asumiendo
plenamente las funciones que cumplen al lector; puede servir de ejemplo el comienzo de
la que es, sin duda, la mejor novela de Torrente Ballester, Don Juan (1963):
Acaso exista, en Roma, algún lugar tan atractivo para cierta clase de
personas como en París los alrededores de San Sulpicio; pero yo no he estado
nunca en Roma.
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incursión por los territorios de su atormentada memoria. Quiere decirse con esto que ese
«yo» narrador, cuando «dice» Vine a Madrid para... «sabe» muy bien qué es lo que
ocurrió después, pero no lo revela para que el lector lo descubra de la insólita manera en
que él lo descubrió.
Lo que ocurre es que odias a la policía, a los guardias, los odias a todos y
a muchos más que te pusieran por delante, quisieras tenerlos a tus pies, que
rodaran por la cuesta sus pistolas, sus consejos, sus familiares y también tu
padre. No es que les tengas miedo, simplemente te excitan, apuestas contra
ellos, eres un perro de presa que necesita seguir sus rastros, los olfateas a
distancia y no pueden escapársete conociéndolos como los conoces.
«Sic Transit Gloria Mundi, Delia. ¡Qué lejos quedaron los invictos días de
nuestros desafueros! Me faltó sólo conquistar el penúltimo reducto de tu pudor y
llevarte un anochecer al naranjal vestida con el uniforme de las Irlandesas
manchado de yeso de encerados, salpicado de lágrimas, uncido de avemarías,
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recamado de atriciones, sudoroso de axilas, tembloroso de veniales rencores;
pero tú y yo sabemos que...
¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de
diciembre tenía pensado (...)
Cómo podía yo sospechar que aquello que parecía tan mentira era
verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras lívidas, con
hambre y golpes en los rincones.
c) El «yo» del narrador, por último, puede interpelar tranquilamente al lector para
llevárselo, con toda desfachatez, por los corredores de la historia que le está mostrando
y, lo que es más, puede hasta alardear de ello sin el menor pudor; ésta era una de las
técnicas narrativas preferidas por José Mª de Pereda, como lo demuestra su uso en
Sotileza (1888):
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15.5: Bibliografía sobre «la comunicación narrativa».
Bal, M. (1977): «Narration et focalisation. Pour une théorie des instances du récit», en
Poétique 29, 107-127.
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