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La Comunicación Narrativa

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BIBLIOTECA DE RECURSOS ELECTRÓNICOS DE

HUMANIDADES

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ÁREA: Teoría de la literatura.

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TEMA 15 : LA COMUNICACIÓN NARRATIVA.

ISBN: 84-96359-99-9

FERNANDO GÓMEZ REDONDO


fernando.gomez@uah.es

THESAURUS:
narración; relato; historia; escritor; autor; narrador; narratario; impersonalidad narrativa;
narrador homodiegético; narrador heterodiegético.

OTROS ARTÍCULOS RELACIONADOS CON EL TEMA:


- El lenguaje literario
- La comunicación literaria
- La elocución retórica
- La construcción del lenguaje narrativo
- El proceso de la construcción narrativa
- La categoría del personaje
- El tiempo narrativo
- El espacio narrativo
- Sistemas narrativos: desarrollos genéricos

ESQUEMA:
15.1: Escritor y autor.
15.2: Presencia y ausencia del autor.
15.2.1: Autor y narración.
15.2.2: Autor y relato.
15.2.3: Autor e historia.
15.3: Narrador y narratario.
15.3.1: Distancia entre autor y narrador.
15.3.2: El narratario.
15.4: Puntos de vista de la narración.
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15.4.1: Función del narrador.
15.4.2: La impersonalidad narrativa.
15.4.3: La personalización del relato.
15.4.3.1: Del «yo» al «él». Modalidades.
15.4.3.2: Del «yo» al «tú». Perspectivas.
15.5: Bibliografía sobre «la comunicación narrativa».

OBJETIVOS.

Como se ha visto en los anteriores temas, una novela constituye una


representación de la realidad (discurso ficticio) que pone en contacto dos visiones del
mundo: la del autor (ficción 1) y la del lector (ficción 2). La novela es, por tanto, una
comunicación de ficciones, proceso del que emerge la sustancia real de su naturaleza
literaria. Ésta es la distancia que existe entre el emisor y el receptor de esta especial
forma comunicativa que plantea la novela: en ella, el autor se inmiscuye (a través de la
narración) en la dimensión textual que está configurando: participa de ella hasta el punto
de convertirse en elemento integrante de esa realidad narrativa, preservado así a las
limitaciones temporales y espaciales en las que habita. Al lector, en cambio, no le cabe
más papel que formar parte de un «horizonte de expectativas», que condiciona los
asuntos y temas que van a formar parte del entramado argumental (historia). Tales son
los asuntos de que se va a ocupar este tema.

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15.1: Escritor y autor.

Tal y como se ha indicado, el autor se incorpora, como un factor más, al universo


textual que está construyendo, se hace parte del mismo, por medio de la selección y
combinación de los materiales lingüísticos, por medio, también, de la graduación de los
rasgos estilísticos, y por medio, sobre todo, del proceso de ‘ficcionalidad’ que le permite
convertirse en narrador.
Esto implica una distinción fundamental: cada novela es fruto de las
circunstancias que envuelven al escritor, en un momento determinado de su vida, y que
lo convierten en una concreción de autoría, en un ser único y singular, que va a volcar
todo el cúmulo de experiencias y de saberes, reunidos hasta entonces, en la creación a
que va a dar vida: el escritor, entonces, no es el autor no guarda más relación con él que
la de prestarle los conocimientos con los que va a montar ese universo de referencias
que es una novela. O dicho en términos de Roland Barthes:

Quien habla (en el relato) no es quien escribe (en la vida) y quien escribe no es
quien existe («Introducción...», p. 34).

Distinción que se adecua a los diferentes puntos de vista con que se ha


organizado, aquí, la comunicación narrativa: quien habla en el relato, lógicamente, es el
narrador, cuya voz y disposición organizativa es la que recibe el lector; quien escribe en
la vida es el autor, responsable material del proceso de narración que da existencia a la
novela, es decir, parte constituyente y elemento constitutivo del discurso ficticio; por
último, quien existe es el escritor, la persona que permanece al margen de la novela
creada, sigue viviendo y pensando su existencia, proyectándola en tantos «autores»
como necesidades comunicativas tenga de referir las imágenes de la ficción (o sea, de lo
real) que conoce y en las que habita.
De esta manera, cada novela tiene detrás de sí a un autor preciso y sólo un
conjunto de novelas puede referirse a la noción de escritor. Por ejemplo, Camilo José
Cela es un escritor, cuya vida se ha desarrollado en unos tramos temporales en los que
ha definido distintas voluntades de autoría de las que han surgido cada una de las
novelas que, hasta ahora, ha escrito; no es lo mismo el autor que, en 1942, publica La
familia de Pascual Duarte, que el que, tras largos cinco años, logra, en Buenos Aires,
publicar La colmena (1951). De uno a otro, hay tal distancia que ni el propio Cela es

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capaz de reconocer a la figura que él mismo era en esos años anteriores, y con esa
irónica perspectiva cabe entender la reflexión final que apunta en el «Prólogo» de 1965:

La colmena me dio algún dinero (...) el suficiente para poder seguir viviendo
cuando, a raíz de su publicación, me expulsaron de la Asociación de la Prensa
de Madrid y prohibieron mi nombre en los periódicos españoles. ¡Qué lejano
parece ya todo esto! La verdad es que las situaciones artificiales envejecen más
bien de prisa.

Cela-escritor, en 1965, cercano a los cincuenta años, académico entonces y


creador de otras dos novelas [Mrs. Cadwell habla con su hijo (1953) y La catira (1955)]
recuerda al Cela-autor, que desde 1945 anduvo luchando por lograr publicar La
colmena, obra surgida de unas determinadas vicisitudes que terminan en ella misma y
que nada tienen que ver con las siguientes conciencias de autoría que asoman en 1953
y 1955; igual que el Cela que redacta ese prólogo de 1965, tampoco tiene nada que ver
con el Cela-autor que da vida a San Camilo 1936 (1969) o a Oficio de tinieblas (1973).
Un último ejemplo: con este convencimiento finaliza A. Bioy Casares el prólogo de la
edición de 1967 de La trama celeste:

Ahora basta. El autor se aleja, como fatalmente ha de suceder, y el libro


enfrenta su destino.

15.2: Presencia y ausencia del autor.

Una vez distinguidas las categorías de escritor-autor, conviene apuntar alguna de


las particularidades que cumplen al autor, como elemento básico del proceso de
construcción textual. Habría que distinguir dos perspectivas a la hora de determinar sus
funciones según el autor sea ajeno o participe en el discurso ficticio que conforma la
novela.

15.2.1: Autor y narración.

Ésta es la dimensión lógica de la novela que construye su objetividad en función


del alejamiento consciente que el autor se impone con respecto a los materiales con que
va construyendo y ordenando la realidad narrativa. Por supuesto, que el autor es quien

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controla todos los actos lingüísticos y las manifestaciones expresivas de la novela, pero
no interviene en ningún momento en el desarrollo de la trama argumental (historia) ni en
el planteamiento de la organización textual (relato), que son planos que se ceden por
entero al narrador. El autor deja, pues, en completa libertad al lector para que descifre y
reconstruya, según sus habilidades, el mundo de lo real que le ofrece en la novela. Que
el autor sólo esté presente en el proceso de narración, significa que desdobla su ser en
el resto de voces que dan vida al texto, creando, sobre todo, la figura del narrador, en el
que se disuelve por medio del proceso de ‘ficcionalidad’; este hecho es el que permite
que aunque un autor no participe ni en el relato ni en la historia los lectores puedan
sentir su ser en el universo ideológico, en el ámbito de la ficción que construye la novela.
¿Cómo no sentir a los Delibes que laten detrás de El camino (1950), La hoja roja (1959),
Cinco horas con Mario (1966) o Las guerras de nuestros antepasados (1975), por citar
sólo títulos señeros de su carrera literaria? En ninguna de estas novelas, Delibes asoma
como personaje ni se adivina su visión del mundo en ninguno de los entramados
textuales que sostienen esas ficciones particulares; y, sin embargo, al final de cada
lectura, el pensamiento de Miguel Delibes aparece, claro y nítido, en la formulación de
unos temas que siempre son los mismos: autenticidad de lo individual, la riqueza de la
vida rural, el vocabulario castellano, la idea de la muerte. Bien que esto ocurre sólo en
contadas ocasiones, cuando el escritor llega ya a una etapa de maduración tan completa
que el conocimiento que sobre él se tiene puede proyectarse para adivinar los perfiles de
autoría con que se han configurado sus novelas. Es lo mismo que sucede cuando se lee
a un escritor clásico, reuniendo toda suerte de informaciones sobre su vida y sobre la
época que ha definido su ser; cuando el lector penetra en el mundo de la ficción que él
ha construido, lo hace mediatizado por esa serie de informaciones, y si es posible
reconocer a Quevedo en El Buscón o a Lope en las Novelas a Marcia Leonarda, no es
porque ellos lo hayan querido así, sino porque se ha proyectado su imagen (ya pasada)
de escritor en los signos que la obra propone. Por las mismas razones, aunque una obra
haya pasado a la posteridad envuelta en la anonimia, ello no significa que no sea posible
percibir rasgos socioculturales o ideas conceptuales del autor que, en un momento
determinado, dio ser a esa producción textual; del autor del Libro de Apolonio, por
ejemplo, se sabe más que de Juan Ruiz, que se cuidó muy bien de disfrazar su
presencia, con notables ambigüedades, en el Libro de buen amor (y eso que participa en
su entramado como personaje y organiza su disposición textual constantemente); del
autor, por último, del Lazarillo de Tormes se entrevén rasgos que permiten adscribirlo a
la clase social más culta e intelectual de la primera mitad del s. XVI: tendría que ser un

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humanista, de avezado erasmismo y posiblemente una alta dignidad eclesiástica. Por
tanto, el autor aunque no lo quiera, ya sea por ser un personaje conocido, ya porque de
él se han reunido informaciones ajenas a su capacidad creadora, siempre está presente
porque siempre deja discurrir su mundo por el cauce de ideas y de expresiones que
constituye la narración. En cierta forma, su vida no interesa por los hechos que a él le
hayan acontecido, cuanto por las significaciones (personales) que puede incorporar al
curso de la creación y entremeter en la identidad de los personajes y, por supuesto, en la
realidad del narrador.

15.2.2: Autor y relato.

Se agrupan, aquí, los casos excepcionales en que el autor no duda en saltarse la


frontera de los límites textuales impuestos por la narración para asomarse al interior del
mundo narrativo (relato-historia) que la novela pone en pie. Ello podría alterar la
verosimilitud textual, puesto que la presencia del autor lleva, implícita, la subjetividad de
su ser y, con ello, la mediatización de la lectura: el receptor siempre tenderá a desconfiar
de las opiniones del que sabe creador de lo que está leyendo; ésta es la distancia, por
ejemplo, entre el prerrealismo (F. Caballero y P.A. de Alarcón: «novelas de tesis»,
recuérdese) y las líneas maestras del realismo o naturalismo, tendencias en las que el
autor sabe escapar de la tentación de juzgar las vidas de los seres que ha creado y deja
esa atribución a la conciencia del lector.
Sin embargo, muchas veces el autor se hace presente en el en el nivel del relato
precisamente para afirmar la objetividad narrativa. Se trata de construir una ficción
externa a la obra, que la abrace y que revele que la ficción interna, desarrollada en el
texto, nada tiene que ver con la realidad en que se encuentra el autor. Es posible que
éste sea el más antiguo procedimiento de fingir la verosimilitud, de ilusionar al receptor
con que la historia no ha sido inventada por el autor, al que sólo le cumple la función de
intermediario. Se alinean aquí, por tanto, todas las novelas en las que aparece el autor
afirmando, en unas palabras preliminares, que él se ha encontrado el texto, en las
condiciones más extraordinarias que se le puedan ocurrir, que lo ha juzgado de cierto
interés y que, por eso, se anima a darlo a la luz (lo que Ó. Tacca llama «autor-
transcriptor»). Como se comprueba, el autor puede llegar a montar otra ficción, tan
compleja -o quizá superior- como la que luego va a disponer, en su propósito de
«engañar» al receptor para convencerle de que él nada tiene que ver con esa historia.
Recuérdense los «historiadores» de los libros de caballerías, modelo en el que se

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informa Cervantes para crear a ese supuesto Cide Hamete Benengeli, historiador árabe
y verdadero artífice de la historia de don Quijote, que él sólo se preocupa de transcribir
en un nuevo lenguaje.
Este proceso de verosimilitud se apoya, sobre todo, en la ilusión de que la
novela, que tiene entre las manos el lector, en principio carecía de toda intención
«novelesca», por cuanto eran materiales muy heterogéneos que han sobrevivido a la
destrucción del tiempo por circunstancias extraordinarias. Se trata de dotar de vida
propia a esa «textualidad» y las posibilidades para lograrlo son muy diversas, tanta es la
libertad con que actúa el autor en este pórtico de su novela; véanse, como muestra,
alguna de ellas:
a) Puede fingirse que el libro se trata de unos diarios o de unas memorias,
redactadas por el testigo de unos hechos o por el protagonista de la historia, caso de La
familia de Pascual Duarte (1942), en cuyo comienzo Cela asume plenamente el papel de
«transcriptor» determinando, eso sí, unas precisas pautas de recepción:

Me parece que ha llegado la ocasión de dar a la imprenta las memorias


de Pascual Duarte. Haberlas dado antes hubiera sido quizás un poco precipitado;
no quise acelerarme en su preparación, porque todas las cosas quieren su
tiempo, incluso la corrección de la errada ortografía de un manuscrito...

Precisamente, esa función de «transcribir» es la que le permite distanciarse del


estilo (por lo general, desmañado) de la novela y aparentar unas supuestas
correcciones:

Quiero dejar bien patente desde el primer momento, que en la obra que
hoy presento al curioso lector no me pertenece sino la transcripción; no he
corregido ni añadido ni una tilde, porque he querido respetar el relato hasta en su
estilo. He preferido, en algunos pasajes demasiado crudos de la obra, usar de la
tijera y cortar por lo sano...

b) Sigue siendo usual, por las particularidades que implica, fingir el hallazgo de
un manuscrito, que, incluso, ha podido ser perseguido con notorio ahínco, hasta
encontrado y vuelto a perder, como relata U. Eco en el comienzo de El nombre de la
rosa, determinando las diversas fases por las que ha llegado hasta él la historia que
presenta, junto a las perplejidades a que su investigación le ha conducido:

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En conclusión: estoy lleno de dudas. No sé, en realidad, por qué me he
decidido a tomar el toro por las astas y presentar el manuscrito de Adso de Melk
como si fuese auténtico. Quizá se trate de un gesto de enamoramiento. O, si se
prefiere, de una manera de liberarme de viejas, y múltiples, obsesiones.

c) El manuscrito que refiere la historia se complementa, también fingidamente,


con otros documentos para ofrecer una narración más objetiva todavía: es el caso de
Volavérunt (1980), del uruguayo A. Larreta, donde no sólo se aparentan raras
condiciones de supervivencia de unas «confesiones» escritas por Godoy (relativas al
asesinato de la duquesa de Alba en 1802), sino que se añaden otros testimonios como
informes policiales y cartas con los personajes que intervinieron en los hechos. La
complejidad puede llegar a su colmo, cuando los transcriptores resultan ser dos
personas bien distintas: una, la que primero se encuentra las Memorias de Godoy y las
traduce del francés al español (1939) y otra, la que se encuentra esos materiales
preparados ya para su publicación, a los que incorpora nuevos detalles; así, se cierra
esta primera noticia:

Me documenté como pude (en su medida ya lo había hecho mi


antecesor) y decidí finalmente darlo a publicación, complementando con mis
propias notas, relativas al material, las previas y más extensas del Marqués [el
primer transcriptor], por lo cual las suyas y las mías aparecen en el libro
confundidas, con excepción de alguna obligada, rara y señalada salvedad.
Y ahora dejo la palabra al Marqués. La que he llamado «Segunda
advertencia» es, por supuesto, cronológicamente la primera; aunque vuelve a ser
segunda, si tenemos en cuenta la que abre la Memoria de Manuel Godoy.
Imposible no pensar en las muñecas rusas.

d) El manuscrito que se ofrece es continuamente interpelado por el autor, que da


su parecer sobre lo que está transcribiendo, ya sea porque juzgue de poco interés
alguna de sus noticias y quiera ir hacia lo que él considera crucial (El Hechizado de
Francisco Ayala) o ya sea porque parte de ese documento ha sido destruido y ello
permite al autor conjeturar sobre un posible desenlace (Exposición de la carta del
canónigo Lizardi, por ejemplo, de Bernardo Atxaga, cuento integrado en la extraña y
sorprendente ficción de Obabakoak [1989]). Aunque en este caso el autor no revele su

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identidad de una forma directa, el lector siente su presencia, precisamente, porque no se
le afirma lo contrario.
e) La transcripción puede referirse a una grabación magnetofónica, obtenida
siempre de forma muy singular; ésta es la base de la ficción verosímil que se ofrece en
Las guerras de nuestros antepasados (1975) de Miguel Delibes: el texto pretende ser la
transcripción de una semana de conversaciones entre el Dr. Burgueño López y Pacífico
Pérez (del que se ocultan datos esenciales en el inicio de la novela), ofrecidas
transcurrido cierto tiempo de haberse celebrado:

Así es como pude llevar a cabo las grabaciones que a continuación transcribo.
Los textos son fieles, prácticamente literales. Apenas he suprimido de ellos
algunas reiteraciones -pocas- y ciertos enrevesados circunloquios que
perjudicaban a la claridad del relato.

Cuanto más se insiste en la «fidelidad» de la transcripción, más «real» resulta la


historia que se va a contar.
f) Con todo, la novela epistolar es la que utiliza con mayor eficacia este
procedimiento de afirmar la verosimilitud en escritos ajenos a la voluntad del autor. En
este extremo, intervienen además otras circunstancias como la irresistible curiosidad de
cualquier lector ante una carta, que es siempre un documento privado, donde la
intimidad de unos seres va a quedar al descubierto. Pepita Jiménez (1875) evidencia
este uso; Juan Valera aparece en el prólogo para confesar que, a sus manos, ha llegado
un legajo, en el que nadie había reparado por la sentencia latina que lo rotulaba:

...y tal vez este rótulo haya contribuido a que los papeles se conserven, pues
creyéndolos cosa de sermón o de teología, nadie se movió antes que yo a
desatar el balduque ni a leer una sola página.
Contiene el legajo tres partes. La primera dice: Cartas de mi sobrino; la
segunda, Paralipómenos; y la tercera, Epílogo.-Cartas de mi hermano.

No sólo Valera demuestra que nada tiene que ver con lo que se va a contar a
continuación, sino que, y esto es lo más importante, monta ya la estructura que dará
sentido a la obra entera: es decir, dispone el relato que ordenará la historia (los hecho
que se van a referir).

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15.2.3: Autor e historia.

Más difícil es que el autor atraviese la siguiente frontera de las instancias


narrativas y se cuele en la trama argumental, convirtiéndose en personaje que se ve
afectado por los hechos que se refieren. Aquí habría que salvar el caso de la
autobiografía, por supuesto; sobre todo, las ficticias (novela picaresca y demás
desarrollos de la primera persona, en donde el autor es narrador). La entrada del autor
en la materia argumental puede deberse a cuatro hechos:
a) El autor quiere mostrar la relatividad de los límites entre ficción y realidad; si él
está dentro de la historia es porque esa historia es lo «real», lo que permite que el lector
se incorpore plenamente a la disposición narrativa; el ejemplo supremo, por supuesto, lo
ofrece el Quijote: Cervantes, como personaje, aparece deambulando por el Zocodover
toledano (I,8) en busca del manuscrito que le permita continuar la historia de don
Quijote, interrumpida bruscamente en pleno duelo del caballero con el bravo vizcaíno;
pero si él puede descender al interior de la ficción, también pueden hacerlo receptores
del texto: y eso es lo que ocurre en la segunda parte cuando aparecen personajes que
han leído las aventuras de la primera y conocen, por tanto, una serie de datos que, hasta
los mismos protagonistas, ignoran: los duques, por ejemplo, saben que Sancho Panza
no ha ido realmente a ver a Dulcinea y que ha mentido a su amo, lo que éste ignora; y lo
saben porque han leído la historia en la que ellos mismos aparecen: ¿cuál es la realidad
y cuál la ficción, entonces?
b) El autor puede verse arrastrado al interior de la ficción, absorbido por las
imágenes de la realidad creadas. En cierto modo, el autor busca prender su tiempo y las
circunstancias de ese presente en el que escribe (y en el que existe con una
determinada identidad) en los límites intemporales de la novela. Es lo que le ocurre a
Gabriel García Márquez en Cien años de soledad [1967]: no sólo recupera historias de
su infancia para entretejer algunas peripecias, sino que transporta a Macondo al «grupo
de Barranquilla», círculo de intelectuales que él frecuentaba en su juventud; esta
circunstancia le permite revivir esos años y convertirlos en materia argumental: la que
luego será su mujer, Mercedes Barcha, aparece también en la ficción, así como sus dos
hijos; véase un pasaje de esta novela:

Aquel fatalismo enciclopédico fue el principio de una gran amistad.


Aureliano siguió reuniéndose todas las tardes con los cuatro discutidores, que se

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llamaban Álvaro, Germán, Alfonso y Gabriel [que no es otro que el autor], los
primeros y últimos amigos que tuvo en la vida.

c) El autor puede atreverse, incluso, a involucrarse de una forma activa en el


desarrollo de las líneas argumentales; puede ser amigo ocasional del protagonista y
ofrecer así una valiosa perspectiva de observación (en Los trabajos del infatigable
creador Pío Cid (1898) de Ángel Ganivet, asoma un «Ángel» que acompaña al héroe en
alguno de sus periplos), o puede hasta cambiar la conducta de los personajes:
recuérdese el caso extraordinario que Unamuno plantea en Niebla (1914): el personaje
que ha creado, Augusto Pérez, decide suicidarse, pero antes de hacerlo gira una visita a
don Miguel de Unamuno, porque ha leído alguno de sus ensayos y siente curiosidad por
conversar con él; ese diálogo es una de las páginas maestras que demuestra cómo la
ficción es más real que la misma realidad, no sólo porque el autor se introduzca en esos
límites, disolviendo su ser en la textualidad a la que está dando existencia, sino, sobre
todo, porque los lectores (sin ser advertidos de ello) de repente son transportados al
interior de la novela, sacados del «sueño» en que se encuentran y convertidos también
en seres de ficción:

-¿Conque no, eh? -me dijo-. ¿Conque no? No quiere usted dejarme ser
yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme,
serme. ¿Conque no lo quiere? ¿Conque he de morir ente de ficción? Pues bien,
mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se
volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se
morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi
historia, todos, todos, sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que
yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio
como vosotros, nivolesco, lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi
don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco y entes nivolescos sus
lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...

Al enfrentarse el yo del autor con el yo del personaje que ha sacado de sí, se han
quebrado, por completo, los límites de la realidad y la ficción y, por esa hendidura, la
conciencia de los lectores (esa segunda persona plural: vosotros) se ve absorbida por el
proceso narrativo. Esto es lo que ocurre cuando el autor se pone a enredar con los
componentes de la ficción: nada ni nadie puede quedar a salvo.

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d) Por último, podría destacarse el proceso por el que el autor analiza su
conciencia, ingresando en el territorio de su ficción, tal y como hace, por ejemplo,
Marcos Ordóñez en Una vuelta por el Rialto (1994) o había hecho ya con anterioridad
J.Mª Guelbenzu en El mercurio, dialogando con uno de sus personajes.

15.3: Narrador y narratario.

Salvo casos excepcionales, el autor es consciente de que debe quedar al


margen del relato y de la historia, a fin de que el lector se encuentre en total libertad de
reconstruir la trama argumental y de apropiarse de las perspectivas (siempre, estructuras
de pensamiento) con que debe hacerlo. Ahora bien, el lector, cuando penetra en ese
universo narrativo, en ningún momento se encuentra solo; recibe unos materiales
(temáticos y lingüísticos) que han sido organizados de una manera específica para que
sean entendidos en función de unos significados concretos.

15.3.1: Distancia entre autor y narrador.

La ficción (o sea, la realidad) se comunica siempre mediatizada por unas


perspectivas, que han de ser descubiertas en el curso de la lectura. El autor desaparece,
es cierto, pero, de alguna manera, sigue presente en el entramado textual a través de la
figura del narrador, en la que proyecta todas las funciones que él no quiere realizar para
que no se perciban sus opiniones y juicios a la hora de descifrar la realidad argumental
de la novela.
Se genera, así, una ilusión necesaria para sostener la verosimilitud narrativa: el
autor no tiene nada que ver con el narrador, a pesar de que nadie más que él lo haya
creado; ahora bien, si así lo ha hecho ha sido para cederle su voz y para que sea él
quien interpele al lector y le guíe por los laberintos interiores de la narración. Por eso,
como ya se ha señalado, el autor se caracteriza por el «saber», mientras que el narrador
se define por el «decir»; de este modo, el autor siempre mantiene el dominio sobre la
realidad que ha de incorporarse al texto y la distribuye por el cauce de la ‘ficcionalidad’,
justo en el momento en que crea la figura del narrador.
Nótese que el autor canaliza todos los registros lingüísticos con que se configura
la novela, ya que él es el responsable, en todo momento, de la narración, es decir de la
adecuación expresiva entre situaciones, personajes y asuntos; por ello, al autor le cabe
siempre la tarea de diseñar los moldes estilísticos, plano en el que puede desarrollar por

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completo sus habilidades como escritor. Frente a él, el narrador es el que cuenta y el
que habla, dependiendo de él la distribución del material temático (las líneas
argumentales) por medio de una serie de componentes textuales (enunciaciones,
descripciones, diálogos) y de elementos estructuradores (tiempo y espacio).
El narrador, por tanto, encauza la narración que recibe del autor y organiza el
relato, pero también regula el modo en que ha de ser entendida la historia. Piénsese que
el narrador habla o cuenta («decir»), pero en función de las informaciones que el autor
(«saber») le ha conferido.

15.3.2: El narratario.

Ahora bien, el narrador no habla sólo al lector; en ocasiones, la estructuración del


relato depende de una perspectiva interior, una segunda persona, a la que se dirige el
narrador, refiriéndole, con precisas intenciones, los hechos que conforman la trama
argumental; a esta figura, G. Prince le ha dado el nombre de «narratario» y es capital en
la construcción de numerosos discursos ficticios, que se cierran y se abren en sí mismos
con esta doble polaridad, con esta tensión que generan «narrador» y «narratario». Es un
punto de vista que permite la inclusión de una realidad receptora en el universo de la
ficción que conforma la novela; por ejemplo, en el Lazarillo de Tormes el «narratario» es
el «Vuesa Merced» que le ha escrito a Lázaro pidiéndole aclaraciones sobre cierto
«caso» del que le han llegado rumores; es fundamental la continua apelación a ese
«Vuesa Merced» que determina un mundo de lo real, paralelo a la realidad que se
cuenta en el Lazarillo, pero sin inmiscuirse en su interior; ese «Vuesa Merced» está
siempre fuera de la historia, situado en el relato, descifrando los hechos que va relatando
Lázaro de Tormes desde una expectativa que sólo se revela al final, cuando vuelve a
aparecer ya en el Tratado VII, donde se aclaran qué rumores (el amancebamiento de la
mujer de Lázaro con el Arcipreste) son los que han provocado su intervención. O en El
manuscrito carmesí (1990) de A. Gala, que descubre en sus primeras páginas a los
destinatarios de las dispersas memorias de Boabdil:

Los personajes que pueblan todos estos papeles, menos Amín y Amina,
han muerto ya; acaso yo también. Y acaso también vosotros dos, de quienes
ignoro casi todo, o uno de vosotros. Sólo tengo noticias vagas, probablemente
inciertas. Lo último que supe del mayor de vosotros, hijos míos, es que había
estado en Tremecén (...) Procuraré que alguien con mayores bríos que yo -no

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con mayor interés- os busque y os encuentre, y lleve a vuestras manos este
manuscrito carmesí...

Por tanto, el narratario es un punto de vista privilegiado para que cualquier lector
asuma la perspectiva con que debe descodificar la realidad argumental que se le
presenta. En buena medida, es un apoyo para la recepción textual porque de él
dependen las informaciones que el narrador va a ir emitiendo; por ejemplo, en Pepita
Jiménez, en la primera sección, el narrador es don Luis quien, en sus cartas, va a
explicar al narratario, su tío, el deán, todas las impresiones y experiencias con que se
enfrenta al regresar a su pueblo paterno; los datos que transmitirá en las epístolas
estarán siempre contados en función de ese narratario que los va a interpretar desde sus
personales opiniones; como es sabido, en ningún momento aparece el deán, pero el
lector lo siente a través de las prevenciones con que don Luis se defiende de lo que
pueda pensar su tío.
No es necesario que el narratario aparezca revestido con la identidad de un
personaje; desde el momento, en que el narrador habla, aunque sea en tercera persona,
se está dirigiendo ya a alguien, con el que acaba compartiendo unas perspectivas
configuradoras de lo real, unos conocimientos que generan una cierta complicidad al
decidirle a contar un hecho de una manera o de otra.
En última instancia, la dualidad «narrador»-«narratario» lo que hace es
reproducir, en el interior de la trama textual de la novela, la oposición «autor»-«lector»,
situada en el plano exterior de la obra. Es un doble proceso de comunicación, cuyos
niveles remiten el uno al otro, respectivamente.

15.4: Puntos de vista de la narración.

El autor, desde las primeras líneas que escribe, analiza las formas posibles para
quedar fuera del discurso ficticio, para construirlo como totalidad ajena a su existencia,
para proponerlo, en suma, con esa ilusión de objetividad, necesaria para que el lector
ingrese en la realidad de la novela. Ésta es la razón primordial que exige la presencia
del narrador, como figura intermediaria entre los datos que sabe el autor y lo que debe
ser dicho al lector. Las diferentes graduaciones que pueden establecerse entre estos

15
dos planos (saber/decir) delimitan los puntos de vista con que la novela se construye.
Por eso, el narrador es el responsable de la organización del relato, estructura que surge
no tanto de lo que cuenta (líneas argumentales que conforman la historia) sino del modo
en que lo cuenta.

15.4.1: Función del narrador.

La función básica del narrador, por tanto, es la de contar, operación que lleva
implícita la selección de las diversas perspectivas con que se ha de configurar toda la
trama textual. Además, debe pensarse que el narrador, cuando «cuenta» no sólo está
dirigiéndose al lector (muchas veces por medio de la figura del narratario, recuérdese),
sino que está hablando, al mismo tiempo, con el autor, en un intercambio de
informaciones que, en la mayor parte de los casos, suele sorprender hasta al mismo
autor, que se ve forzado a pensar cosas en las que en un principio no había caído o a
escribir hechos con los que, de repente, se topa sin haberlos planeado. Si ocurre este
fenómeno, si la novela comienza a cobrar existencia por sí misma, es porque el proceso
de «ficcionalidad» está propiciando esa conversión del autor en otra instancia que no es
él mismo, aunque, en el fondo, haya salido de sí: justo en el momento en que el narrador
se independiza y encuentra su voz propia, el autor puede ya limitarse al cometido
exclusivo de la narración, o lo que es lo mismo, a concebir una sustancia lingüística y a
conformar una identidad estilística que permita existir a la novela como texto.
Pero el narrador, sobre todo, habla con el lector, organizando el diseño
estructural que le permita acceder al conocimiento de las líneas argumentales que
forman la historia. Por ello, el primer esfuerzo de la lectura debe orientarse a la
identificación del sistema de voces que articula el entramado textual. Es fundamental
saber quién habla en cada momento, para saber qué es lo que dice, por qué lo enfoca
de esa manera y a quién se está dirigiendo ese «emisor» de informaciones.
Saber quién habla implica asumir la persona verbal que caracteriza el ser de ese
informador. En principio, caben dos opciones según se organice el relato desde la
tercera o desde la primera persona, desde un él que plantea ya una indeterminación
personal, una objetividad implícita en su falta de identidad caracterológica, o desde un yo
que impone al relato una conciencia subjetiva, cuyos pliegues interiores irán
entremetiéndose en el desarrollo de la historia.

15.4.2: La impersonalidad narrativa.

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El narrador en tercera persona se sitúa, por tanto, fuera del relato (es narrador
heterodiegético) y no interviene más que como punto de referencia para situar los
principales hitos que marcan el desarrollo argumental. Al reducirse su presencia a un
grado cero, el autor mantiene el control sobre todos los planos de la narración, cediendo
sólo a esta voz impersonal la misión de referirle al lector las pautas con que ha de
construir su visión del mundo (la del autor, casi siempre); por ello, a este narrador se le
llama omnisciente, porque mantiene intacta la capacidad de «saberlo todo» que
corresponde, en puridad, al autor. En la novela tradicional (en la decimonónica por
supuesto), a través de esta instancia del narrador en tercera persona, el autor podía
transparentar sus opiniones con toda tranquilidad, interpretando las numerosas
circunstancias que está poniendo en juego. véase, como ejemplo, el siguiente pasaje de
Fortunata y Jacinta que corresponde a la escena en que Juanito de Santa Cruz va a
conocer a Fortunata, yendo de visita a casa de Estupiñá:

[1] Juanito reconoció el número 11 en la puerta de una tienda de aves y


huevos. [2] Por allí se había de entrar sin duda, pisando plumas y apartando
cascarones. [3] Preguntó a dos mujeres que pelaban gallinas y pollos, y le
contestaron, señalando una mampara, que aquella era la entrada de la escalera
del 11. [4] Portal y tienda eran una misma cosa en aquel edificio característico del
Madrid primitivo. [5] Y entonces se explicó Juanito por qué llevaba muchos días
Estupiñá, pegadas a las botas, plumas de diferentes aves. [6] Las cogía al salir,
como las había cogido él, por más cuidado que tuvo de evitar al paso los sitios en
que había plumas y algo de sangre. [7] Daba dolor ver las anatomías de aquellos
pobres animales, que apenas desplumados eran suspendidos por la cabeza,
conservando la cola como un sarcasmo de su mísero destino. [8] A la izquierda
de la entrada vio el Delfín cajones llenos de huevos, acopio de aquel comercio.
[9] La voracidad del hombre no tiene límites, y sacrifica a su apetito no sólo las
presentes sino las futuras generaciones gallináceas.

El dominio de Galdós sobre este narrador impersonal es tan absoluto, que no le


deja hablar una sola frase (por eso, se han numerado) sin que él la interprete; en efecto,
aquí el narrador dice, pero para que el autor exhiba (a través de él) lo que sabe. La
riqueza de perspectivas es tan compleja que el lector se siente, también, dueño y artífice
del mundo narrativo que se le está presentando: [1] traslada a lector y personaje hasta el

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marco espacial nuevo (la entrada a la casa de Estupiñá, donde vive también Fortunata);
[2] de inmediato (en un uso similar al del estilo indirecto libre), el narrador ya no informa
de lo que ocurre, sino que muestra la reflexión que el personaje se debe de hacer (y el
lector con él) ante la visión de ese determinado lugar; [3] devuelve al narrador su función
informativa, ampliando la perspectiva de la escena con nuevos personajes, que añaden
una pincelada de color en este cuadro de costumbres que Galdós recrea, no sólo para
enmarcar la escena de la fascinación que Fortunata ejercerá sobre Juanito, sino, sobre
todo, para analizar la configuración social del Madrid en que transcurre la acción: por eso
[4] corresponde a una libre consideración del autor, sobre la que montará luego una de
las múltiples reflexiones que la novela ofrece y que ya, en parte, deja evidenciar en los
pensamientos que tiene el personaje, es decir, ideas que remiten al pasado narrativo [5]
o que vuelven al presente [6] en que se encuentran personaje y lector, codo a codo con
el autor, que, ante la mención de las «plumas» y la «sangre», emitirá ya [7] una opinión
totalmente particular (de rasgos naturalistas: las «anatomías» de los animales se
convierten en metáfora de su «mísero destino» que es el mismo al que están
condenados los habitantes de ese inmueble), de la que sólo sale para dejar al narrador
que haga girar la cabeza del personaje, [8], a fin de que su nueva observación, le
permita sostener otro juicio, [9], lleno de fina ironía, ahora de carácter general, en una
aplicación del pensamiento de Galdós a toda la naturaleza humana. Obsérvese que
Galdós no habla únicamente desde su voluntad de autoría; por eso, mantiene la
narración el aire de objetividad que le permite al lector salir y entrar de la escena en
función de esas perspectivas; es decir, Galdós no mediatiza las informaciones que
presenta, aunque no desaprovecha las ocasiones (que él mismo establece) para sugerir
al lector ideas y opiniones sobre la realidad que le está describiendo.
Éste es un caso extremo, pero orienta esa posibilidad virtual de que el autor, por
medio del narrador en tercera persona, pueda delimitar las pautas de recepción que el
lector habrá de asumir necesariamente. En la novela actual, se vuelve a recuperar esta
«conciencia narrativa» que surge de esta fusión entre el decir del narrador y el saber del
autor en un solo plano; ocurre en las obras que pretenden, sobre todo, conformar un
análisis sobre los individuos o los grupos sociales que dan pie al desarrollo argumental,
como ocurre en Tiempo de silencio (1961) de Luis Martín-Santos, en donde no hay una
sola descripción (o enunciación narrativa) que no aparezca constituida como base de
posteriores reflexiones; cualquier frase se sesga, enseguida. con los sentidos a que el
lector debe acceder; esto ocurre hasta en los detalles más nimios:

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La mañana era hermosa, en todo idéntica a tantas mañanas madrileñas
en las que la cínica candidez del cielo pretende hacer ignorar las lacras
estruendosas de la tierra.

Obsérvese cómo la simple descripción de un amanecer pone ya en juego esa


antítesis entre el idealismo (mundo en el que se mueve el joven investigador, Pedro) y la
sórdida realidad (que acabará por vencerle de una forma implacable), sobre la que gira
toda la novela.

15.4.3: La personalización del relato.

Cuando el narrador organiza la dimensión del relato desde la primera persona


(es narrador homodiegético), la narración pierde en objetividad, pero en cambio la
historia gana en verosimilitud. Esta aparente contradicción ocurre porque el autor cede la
función del «saber», que lo caracteriza, al narrador, quien la asume desde su operación
de «decir»; de ahí, la desconfianza que siente un lector en cuanto tropieza con un relato
(recuérdese, una estructura de pensamiento) enfocado desde la primera persona; el
lector es consciente de que todo cuanto se le diga estará mediatizado por la realidad
interior y personal de alguien que puede engañarle si quiere o puede silenciar algún dato
de interés. Cualquier comienzo de novela en primera persona invita a tomar unas lógicas
precauciones.
El narrador que reconoce de una forma explícita que lo que está «diciendo» es lo
que él piensa, acaba por apropiarse de un modo más absoluto de la conciencia de
recepción de los lectores. Por ello, parecen más «reales» las novelas contadas en
primera persona que en tercera; el lector siente que, frente a sí, vive y existe un ser
similar a él mismo, y no una voz anónima, vacía de vida, que le «dice» lo que tiene que
entender y saber.
En este juego de informaciones, que impone un relato enfocado en primera
persona, caben, al menos, seis variantes, que conviene distinguir según A) el yo del
narrador se dirija a un él (personaje o lector) o B) el yo del narrador interpele a un tú (que
puede ser él mismo, o un personaje o el lector).

15.4.3.1: Del «yo» al «él». Modalidades.

Con tres posibles regulaciones de la información del texto:

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a) El narrador es el protagonista de la historia y la refiere desde un presente que
le permite exhibir una cierta omnisciencia, con la que puede juzgar hechos y
comportamientos, instalado, como lo está, en otra perspectiva temporal; recuérdese el
comienzo de Nada (1944) de Carmen Laforet:

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a


Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me
esperaba nadie.
Era la primera noche que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el
contrario, no parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda
libertad en la noche (...)

Dos ideas se ponen en juego: a) primer párrafo: el detallismo de los recuerdos


que se van a ofrecer, b) segundo párrafo: los juicios de valor que se van a emitir (Andrea
la protagonista, dos años después de los sucesos que va a referir, considera que aquella
era una noche de «profunda libertad», y sin embargo, la Andrea recordada, en ese
momento, no tuvo la misma sensación).
La omnisciencia es la característica esencial de los relatos que configuran una
historia de carácter memorístico, en donde el protagonista de los hechos recuerda su
vida desde una lejana perspectiva que le permite ofrecer reflexiones de todo tipo; éste es
el modelo, por supuesto, de la novela picaresca, pero su peculiar verosimilitud y la
facilidad con que el yo del protagonista puede absorber al yo del lector, permiten que,
continuamente, esta estructura vuelva a aparecer en novelas de todo tipo, no sólo de
carácter histórico, sino, también, costumbrista. Lo importante, en estos casos, es que el
autor sea capaz de crear a un personaje lo suficientemente verosímil como para que el
lector se identifique con él y «consienta» en oír lo que tiene que decirle; por ello, los
novelistas suelen acumular, en estos arranques narrativos, sorpresas que atraigan, por
entero, la curiosidad del lector; esta extrañeza puede, incluso, revelarse ya en el título de
la novela, como ocurre en Filomeno, a mi pesar (1988) de Gonzalo Torrente Ballester:

Filomeno, ni más ni menos, así como suena, con todo derecho, uno de
esos nombres que no se pueden rechazar salvo si se renuncia a uno mismo;
impepinable por la ley del bautismo y la del Registro Civil, también por la
herencia, porque mi abuelo paterno se llamaba así, Filomeno (...).

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Es evidente la conformación caracterológica del personaje como un dechado de
voluntad, un individuo que no está dispuesto a renunciar a sí mismo y que es capaz de
asumir enfrentarse a todos los problemas (que serán muchos) que la vida (tal y como él
la va a recordar) le había puesto por delante.
b) El narrador es un personaje de carácter secundario, que cuenta lo que sabe
(con más limitaciones que en el caso anterior) porque ha conocido al protagonista de la
historia o le han confiado una serie de informaciones que decide revelar en un momento
determinado; es indudable que a mayor complejidad en el relato, la historia gana en
verosimilitud, sobre todo porque este personaje secundario acaba asumiendo
plenamente las funciones que cumplen al lector; puede servir de ejemplo el comienzo de
la que es, sin duda, la mejor novela de Torrente Ballester, Don Juan (1963):

Acaso exista, en Roma, algún lugar tan atractivo para cierta clase de
personas como en París los alrededores de San Sulpicio; pero yo no he estado
nunca en Roma.

c) El narrador en primera persona, incluso siendo protagonista de los hechos que


cuenta, puede dejar de lado su omnisciencia (lógica si escribe desde un presente algo
que ha ocurrido en pasado) y «decir» no en función de «lo que sabe» ahora, sino de la
manera en que lo ha ido sabiendo; se trata de que el lector descubra los resortes que
anudan los hechos argumentales, del mismo modo que el personaje-narrador los
descubrió; éste se limita a segmentar una lógica temporal, a fin de que el lector vaya
imbricando los datos que él conoció entonces; vale de ejemplo el modo en que comienza
Beltenebros (1989) de Antonio Muñoz Molina:

Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca. Me


dijeron su nombre, el auténtico, y también algunos de los nombres falsos que
había usado a lo largo de su vida secreta, nombres en general irreales, como de
novela, de cualquiera de esas novelas sentimentales que leía para matar el
tiempo en aquella especie de helado almacén, una torre de ladrillo próxima a los
raíles de la estación de Atocha donde pasó algunos días esperándome, porque
yo era el hombre que le dijeron que vendría...

El personaje-narrador hace un esfuerzo por adecuar sus informaciones al tiempo


en que las obtuvo y en que comenzó para él la que sería, después, una laberíntica

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incursión por los territorios de su atormentada memoria. Quiere decirse con esto que ese
«yo» narrador, cuando «dice» Vine a Madrid para... «sabe» muy bien qué es lo que
ocurrió después, pero no lo revela para que el lector lo descubra de la insólita manera en
que él lo descubrió.

15.4.3.2: Del «yo» al «tú». Perspectivas.

Pueden también distinguirse tres modos de plantear el ingreso en la ficción:


a) Una de las formas más ambiciosas de alcanzar una omnisciencia verosímil es
la de interpelar desde el «yo» del narrador al «tú» del personaje, cuyos hechos se
presentan con la seguridad que otorga el conocer los más mínimos pensamientos de
ese individuo; al lector se le desvelan rasgos de la conciencia de ese ser, que le serán
de útil ayuda en la interpretación de los hechos; éste es el procedimiento que sigue, por
ejemplo, J.A. Gabriel y Galán en A salto de mata (1981), como puede verse por su
comienzo:

Lo que ocurre es que odias a la policía, a los guardias, los odias a todos y
a muchos más que te pusieran por delante, quisieras tenerlos a tus pies, que
rodaran por la cuesta sus pistolas, sus consejos, sus familiares y también tu
padre. No es que les tengas miedo, simplemente te excitan, apuestas contra
ellos, eres un perro de presa que necesita seguir sus rastros, los olfateas a
distancia y no pueden escapársete conociéndolos como los conoces.

Quien habla permanece oculto en el relato (porque no va a adquirir una identidad


como personaje) posibilitando una intencionada interpretación del argumento, porque si
accede al nivel de la historia, la omnisciencia se quiebra; en cuanto el lector descubre
que el narrador sí posee una corporeidad como personaje y que, en condición de tal, se
dirige a otro habitante de esa ficción, de inmediato asume la previsible subjetividad de
sus razonamientos; como se puede ver en el comienzo de Florido mayo (1973) de
Alfonso Grosso:

«Sic Transit Gloria Mundi, Delia. ¡Qué lejos quedaron los invictos días de
nuestros desafueros! Me faltó sólo conquistar el penúltimo reducto de tu pudor y
llevarte un anochecer al naranjal vestida con el uniforme de las Irlandesas
manchado de yeso de encerados, salpicado de lágrimas, uncido de avemarías,

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recamado de atriciones, sudoroso de axilas, tembloroso de veniales rencores;
pero tú y yo sabemos que...

b) El «yo» del narrador puede interpelarse a sí mismo, saltando desde el «relato»


a la «historia», convertido en organizador de una trama estructural que posibilita su
existencia como personaje, situado como lo está en un tiempo de escritura que le presta
respuestas que, en el tiempo de esa vida anterior, no conocía; es frecuente este uso en
Rayuela (1963) de Julio Cortázar:

¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de
diciembre tenía pensado (...)
Cómo podía yo sospechar que aquello que parecía tan mentira era
verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras lívidas, con
hambre y golpes en los rincones.

c) El «yo» del narrador, por último, puede interpelar tranquilamente al lector para
llevárselo, con toda desfachatez, por los corredores de la historia que le está mostrando
y, lo que es más, puede hasta alardear de ello sin el menor pudor; ésta era una de las
técnicas narrativas preferidas por José Mª de Pereda, como lo demuestra su uso en
Sotileza (1888):

El lector y yo llegamos en el momento en que el capitán largaba los


guantes y la cacimba sobre una cómoda (...)
Y perdone otra vez el lector, que me marcho por los trigos nuevamente;
puede más que mi propósito de no extraviarme con el relato la fuerza de los
recuerdos que vienen enredados a cada detalle que apunto de aquellas gentes y
de aquellos tiempos que se grabaron en las tablas vírgenes de la memoria.

En fin, como ha podido comprobarse el análisis de los puntos de vista de la


narración obliga a reparar en las funciones que el «autor» cede a esa figura
intermediaria del «narrador»: funciones del «saber» desde las que se regula el «decir».

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15.5: Bibliografía sobre «la comunicación narrativa».

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