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33 - Jesús y La Mujer Sirofenicia

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XXXIII

Jesús y la mujer sirofenicia


Mateo 15:21-28; Marcos 7:24-30
El propósito de Cristo de retirar a sus discípulos de la efervescencia de Galilea, y de lo que
podía seguir a la ejecución del Bautista, había sido interrumpido por los sucesos de
Betsaida-Julias, pero no había cambiado. Al contrario, tenía que ser intensificado.
Este estallido popular disparatado, que quería forzar sobre él, el título de Rey Mesías judío; la
discusión con los escribas de Jerusalén sobre el lavamiento de manos el día siguiente; los
discursos del sábado, y el contagio de la insatisfacción, defección y oposición que
fue su resultado, todo ello indicaba más que nunca la necesidad de una interrupción en la
publicidad de su obra, y a que se retirara de aquella parte de Galilea.

La proximidad del sábado, y la circunstancia de que la barca de Capernaum estaba amarrada


en la playa de Betsaida, le obligó, cuando se retiró de aquella vecindad, a regresar a
Capernaum. y allí el sábado había transcurrido de la manera que sabemos. Pero tan pronto
como hubo pasado el reposo sagrado volvió a emprender el viaje. Por las razones ya
explicadas, se extendió mucho más allá que ningún otro, y llegó a regiones que,
nos atrevemos a sugerir, no habrían sido cruzadas de no ser por las circunstancias peculiares
del momento.

Un viaje relativamente corto llevaría a Jesús y a sus compañeros de Capernaum «a las


partes», o, como Marcos dice de modo más específico, «a las cercanías de Tiro». En aquel
tiempo, este distrito se extendía, al norte de Galilea (Jos. Guerra, iii. 3. 1), desde el
Mediterráneo al Jordán. Pero el suceso que vamos a relatar, como muestran todas las
circunstancias, no ocurrió dentro del territorio de Tiro y de Sidón, sino en los bordes y dentro
de los límites de la tierra de Israel.

Si pudiera haber alguna duda sobre el objetivo que decidió el viaje de Cristo a aquellos
territorios, lo resolvería la circunstancia de que Mateo (15:21) nos dice que se «apartó» allí,
mientras que Marcos dice que «entró en una casa, y deseaba que nadie lo supiese». Esta casa
en la cual Jesús buscó abrigo y soledad, sería, naturalmente, una casa judía; y que se hallaba
dentro de los límites de Israel lo prueba la noticia de Mateo de que «la mujer cananea » que
fue en busca de su ayuda «había salido de aquellos confines », esto es, del distrito de Tiro y
Sidón, y había entrado en el territorio de Galilea, donde se hallaba Jesús.

Todas las circunstancias parecen indicar que pasó más de una noche de reposo en aquella
casa distante. Es posible que los dos primeros días de la Pascua los pasara allí. Si el Salvador
había partido de Capernaum el sábado por la noche, o el domingo por la mañana,
habría llegado a esta casa en los límites fronterizos antes de la víspera de la Pascua, y el lunes
y el martes I pueden haber sido los días festivos pascuales, en los cuales había que guardar
reposo. Esto daría también un motivo adecuado para la estancia en esta casa, como parece
requerir el relato de Marcos. Según este evangelista: «Jesús deseaba que nadie lo supiese,
pero no pudo quedar oculto.»

Evidentemente, esto no podría aplicarse al reposo de una noche en una casa. Según el mismo
evangelista, la fama de su presencia se había esparcido en el distrito vecino de Tiro y Sidón y
llegado a la madre de una niña demonizada, por lo que esta madre fue desde su
casa a Galilea a pedir ayuda a Jesús. Todo esto implica una estancia de dos o tres días. Y con
esto está de acuerdo la queja ulterior de los discípulos: «Dile que se vaya, porque viene
gritando detrás de nosotros» (Mateo 15:23). Como el Salvador, por lo visto, recibió a la mujer
en su casa (Marcos 7:24, 25), parece que la mujer tiene que haber seguido a algunos de los
discípulos, rogandoles que intercediera por ella y pidiéndoles ayuda en una forma que
llamaría la atención, lo cual, según Jesús quería, ellos procuraban evitar, antes de que, en su
desesperación, la mujer se atreviera a presentarse ante Cristo, dentro de la casa.

Todo esto resuelve en una armonía más elevada las pequeñas discrepancias aparentes, que el
criticismo negativo ha intentado magnificar en contradicciones. También da detalles gráficos
añadidos a la historia. La que buscaba la ayuda de Jesús era, como dice Mateo, desde el punto
de vista judío, «una mujer cananea» (Esdras 9: 1), término con el cual un judío designaría a
un nativo de Fenicia, o, como la llama Marcos, una mujer sirofenicia (para distinguir su país
de Libo-Fenicia), y «griega», esto es, pagana.

Pero podemos entender que aquella que, como dice Bengel, hacía suya la desgracia de su
hijita, buscará la ayuda de Cristo, al oír hablar de Él y de sus grandes hechos, con la mayor
intensidad, y al hacerlo, se acercó a él con la máxima reverencia, postrándose a sus pies
(Marcos 7:25).

Pero lo que en estas circunstancias parece peculiar, y que, a nuestro modo de ver, nos
proporciona la explicación de la conducta del Señor hacia esta mujer, es el modo en que se le
dirige: «¡Señor, Hijo de David!» Esta era la apelación más distintivamente judía del Mesías;
y, con todo, la expresa de modo enfático, ella, que era una mujer pagana. La tradición ha
preservado algunos dichos que atribuye a Cristo, entre los cuales, el que citaremos, que es,
por lo menos, apropiado y podría ser de Cristo. Se dice que, «habiendo visto a un hombre que
trabajaba en el día de sábado, él le dijo: "Oh hombre, si realmente sabes lo que haces, eres
bendito; pero si no lo sabes, eres maldito y un transgresor de la Ley".»

El mismo principio se aplica a las palabras dirigidas a esta mujer, sólo que, en lo que siguió,
Cristo le impartió el conocimiento necesario para hacerla bienaventurada. Dichas por un
pagano, estas palabras eran una apelación, no al Mesías de Israel, sino a un Mesías israelita,
porque David no había reinado nunca sobre ella ni sobre su pueblo. El título podría ser
utilizado de modo legítimo si las promesas de David fueran captadas de modo pleno y
espiritual, pero no de otro modo. Si se usaban sin este conocimiento, eran dirigidas por un
extranjero al Mesías judío, cuyas obras eran sólo milagros, y no señales también y de modo
primario.

Ahora bien, éste era exactamente el error de los judíos que Jesús había encontrado y
combatido, tanto como cuando resistió el intento de ellos de hacerle Rey, en su respuesta a
los escribas de Jerusalén y en sus discursos en Capernaum. El haber concedido a esta mujer la
ayuda que solicitaba, habría sido, por decirlo así, el invertir toda su enseñanza y hacer de sus
obras de curación meramente obras de poder o portentos. Porque no se puede defender que
esta mujer pagana tuviera un pleno conocimiento espiritual de la aplicación mundial de las
promesas davídicas, o de la amplitud mundial de la designación del Mesías como el Hijo de
David.

En su boca, pues., significaban algo a lo cual Cristo no podía acceder. Y, con todo, él no
podía denegar su petición. Y, así, primero le enseñó, de una forma que ella pudiera entender,
lo que ella necesitaba saber antes de poder acercársele de esta manera: la relación del mundo
pagano al mundo judío, y la de ambos al Mesías, y luego El le dio lo que ella pedía.

Estamos convencidos de que esto lo explica todo. No cabe pensar que él, desde su punto de
vista humano, hubiera primero guardado silencio («no le respondía palabra»), porque su
profunda ternura y afecto le impedían hablar, mientras la limitación normal de su misión le
prohibía actuar en la forma que ella lo solicitaba. Una limitación así no podía existir en su
mente; ni podemos suponer una separación tan extrema en su consciencia divina de la
humana, en su actividad mesiánica. Nos resistimos a la explicación opuesta, que supone que
Cristo estaba poniendo a prueba la fe de la mujer, o bien que habló con miras a obtenerla.
Nos resistimos a la idea de algo que pareciera una segunda intención, aun para un buen
propósito, por parte del Salvador divino.

Todas estas segundas intenciones son, a nuestro modo de ver, incompatibles con la rectitud
absoluta de su pureza divina. Dios no nos hace buenos por medio de subterfugios o trucos, y
éste es un modo de ver muy equivocado de las tribulaciones, o las respuestas diferidas a la
oración, que los hombres adoptan a veces. Ni podemos imaginar que el Señor hubiera
hecho una prueba cruel a la pobre mujer angustiada, o jugado con sus sentimientos, cuando el
resultado habría sido tan terrible que no se puede expresar, si ella hubiera fallado. No hay
nada análogo entre el caso de esta pobre pagana que viene a pedir algo y se le dice que no se
la puede atender porque pertenecía a los perros y no a los hijos, y la prueba de Abraham, que
era un héroe de fe y había andado desde hacía mucho tiempo con Dios.

En todo caso, en cualquiera de las interpretaciones combatidas, la palabra de Jesús


habría sido de una dureza innecesaria e inconcebible que hiere nuestros sentimientos respecto
a él. El Señor no aflige a sabiendas, ni pone a prueba sin necesidad, ni disimula sus
pensamientos y propósitos de amor con miras a obtener un efecto determinado de nosotros.
El no necesita estos medios; y con toda reverencia sea dicho, no podemos creer que los usará
nunca. Pero, visto como la enseñanza de Cristo a esta pagana concerniente al Mesías de
Israel, todo se vuelve claro, incluso en los breves relatos de los evangelistas, de los cuales, el
de Mateo produce la impresión de ser narrado por un testigo de vista, mientras que el de
Marcos da la impresión de que lo escucha relatado por otro (Pedro). Ella habló, pero Jesús no
le contestó palabra. Cuando los discípulos -hasta cierto punto, probablemente, participando
en el modo de ver de esta pagana de que El era un Mesías judío-, sin interceder,
verdaderamente, por el!a, le pidieron que la despidiera porque era un estorbo para ellos, él
contestó que su misión era sólo para las ovejas perdidas de la casa de Israel.

Esto era absolutamente cierto si consideramos su obra en tanto que estuvo sobre la tierra; y
verdadero, en todo sentido, si tenemos a la vista la amplitud mundial y el mundo. Esto la
desconcertó, por así decirlo, y ella ya no dijo más «Hijo de David», sino «Señor, ayúdame».
Fue entonces que vino la enseñanza especial de forma que ella la pudiera entender.

Si fuera, tal como ella había rogado, «el Hijo de David»; si la mujer pagana había solicitado
como tal lo que pedía del Mesías judío, ¿qué eran los paganos, desde el punto de vista judío,
sino «perros», y qué habría sido el comunicar con ellos, sino «echar a los perros » perros
caseros, por así decirlo-- el pan que estaba destinado para los hijos? Y, ciertamente, no había
expresión más común en boca de los judíos que la que designaba a los paganos como perros
(Midr. sobre el Salmo 4:8; Meg.7 b) Por más que era brutal, como el resultado del orgullo
nacional y el engreimiento judío, con todo, en cierto sentido, era verdad que los de dentro
eran los hijos y los de fuera <dos perros» (Apocalipsis 22:15).

Sólo que ¿quiénes eran los que estaban dentro y quiénes fuera? ¿Qué es lo que hacía
a uno «un hijo», a quien pertenecía el pan, y lo que caracterizaba al «perro», que estaba
fuera? Ella aprendió dos lecciones con aquella rapidez instintiva que la presencia personal de
Cristo -y sólo ella- parece haber provocado una y otra vez, tal como el fuego que cayó del
cielo y consumió el sacrificio de Elías. «Sí, Señor», es tal como Tú dices: el paganismo
se halla en relación al Judaísmo como los perros de la casa a los hijos, y no sería bueno quitar
a los hijos el pan para darlo a los perros.

Pero tus propias palabras muestran que aquí no se trataría de esto. Si ellos son perros caseros,
entonces son del amo, y están bajo su mesa, y cuando él, parte el pan para los hijos, al hacerlo
caen migajas de la mesa por necesidad. Como dice Mateo: «Los perrillos comen de las
migajas que caen de la mesa de sus amos.» Y como dice Marcos: «También los perrillos,
debajo de la mesa, comen las migajas de los hijos.» Ambas versiones presentan diferentes
aspectos de la verdad. El paganismo puede ser como los perrillos cuando se compara con el
lugar y privilegios de los hijos;, pero él es su amo todavía, y ellos están bajo su mesa; y
cuando él, parte el pan hay bastante y sobra para ellos; aunque están bajo la mesa, comen de
las migajas de los hijos. Pero al decir esto ella ya no estaba «bajo la mesa», sino que se había
sentado a la mesa con ,Abraham, Isaac y Jacob, y era participante del pan de los hijos.

El ya no era para ella el Mesías judío, sino el verdadero «Hijo de David», Ella entendía ahora
lo que pedía, y era una hija de Abraham. Y lo que le había enseñado todo esto era fe en su
persona y obras, lo cual no sólo bastaba para los judíos, sino que es bastante, y de sobra, para
todos: los hijos a la mesa y los perrillos debajo; que en Abraham, Isaac, Jacob y David,
y con ellos, todas las naciones de la tierra fueron bendecidas en el Rey y Mesías de Israel. Y,
así, el Señor le dijo: «Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres.» O como dice
Marcos, sin citar las mismas palabras del Señor, sino la impresión que produjeron en Pedro:
«Por lo que has dicho, vete; el demonio ha salido de tu hija. Y la hija quedó sana desde aquel
momento. Y ella se marchó a su casa, y encontró a la niña echada en la cama, y que el
demonio había salido.»

Para nosotros, en esta historia hay aún más que el interés solemne de la compasión de Cristo
y la poderosa obra mesiánica, o las lecciones de su enseñanza. La vemos en conexión con las
escenas de los días previos recientes, y vemos de qué modo tan integral está de acuerdo con
ellos en espíritu, por lo que reconocemos la profunda unidad interna en las palabras y obras
de Cristo en donde quizá menos podríamos haber esperado hallar armonía. Y de nuevo lo
vemos en su relación más profunda, y en sus lecciones para todos los tiempos. A cuántos, no
sólo de todas las naciones y condiciones, sino en todo estado de corazón y mente, es más, en
las mismas profundidades de una culpa consciente y de alienación de Dios, tiene que haberles
producido un alivio indecible el consuelo de la verdad, y el consuelo de su enseñanza.

Que sea así, un perro, un paria; no a la mesa, sino debajo de ,la mesa. Con todo, estamos a sus
pies; es la mesa de nuestro Amo; él es nuestro Amo, nuestro dueño; y cuando él, parte el pan
de los hijos, por necesidad, hay migajas de los hijos que caen sobre nosotros, bastantes, y aun
de sobra. Nunca podemos estar fuera de su alcance, ni de su cuidado misericordioso y de la
provisión suficiente para la vida eterna. Con todo, hemos de aprender también esta lección:
que como «paganos» no podemos llamarle «Hijo de David» hasta que sepamos por qué le
llamamos así. Si no tiene por qué haber desesperanza, no es posible que el nos eche, no hay
una distancia absoluta que irremisiblemente nos separe de su persona y su provisión, no tiene
que haber presunción, ni descuido de la relación correcta, ni expectativa de milagros mágicos,
ni ver a Cristo como un Mesías judío.

Hemos de aprenderlo,y penosamente, primero con su silencio; luego, sabiendo que él sólo ha
sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel, lo que somos y donde estamos, para
que podamos ser y estar preparados para la gracia de Dios y el don de gracia. Todos
los hombres -judíos y gentiles, «hijos» o «perros»- son indignos delante de Cristo y de Dios
de modo igual, unos y otros pecadores, pero los que han caído profundo sólo pueden darse
cuenta de que son pecadores aprendiendo que son grandes pecadores, y sólo saborearán
el pan de los hijos cuando hayan sentido el «Sí, Señor», «porque aun los perros», «bajo la
mesa comen de las migajas de los hijos», «que caen de la mesa de su amo».

l. O bien la víspera de la Pascua puede haber sido el lunes por la noche. 


 
2. Comp. canón. Westcott, Introduction to the Study of the Gospels, Appendix C. 
 
3. Este modo de ver es defendido por el decano Plumptre con notable ternura, 
reverencia y hermosura. Es también el de Meyer y de Ewald. Este último hace notar 
que nuestro Señor mostró una doble grandeza. Primero. en su limitación sosegada a 
su misión especial, y luego en su tranquilo acto de sobrepasarla, cuando apareció la 
oportunidad para hacerlo en un plano más elevado. 
 
4. El término significa «perritos" o «perros caseros". 
 
5. Se podrían citar muchos pasajes con un modo de ver a los gentiles igual, o similar. 
 
6. El canón. Cook (Speaker's Comm. sobre Marcos 7:26) considera esto «como 
uno de los pocos casos en que las palabras de nuestro Señor difieren en dos relatos». 
Con toda deferencia, me permito insistir que no es así, sino que Marcos da lo que Pedro 
había recibido como impresión en su mente de las palabras de Cristo. 

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