Cómo Se Analiza Una Novela I
Cómo Se Analiza Una Novela I
Cómo Se Analiza Una Novela I
1. INTRODUCCIÓN
A pesar de que en nuestro día a día apenas lo percibamos, el hombre es por excelencia un
animal narrativo. Desde la infancia, el niño entra en contacto con una «galaxia» plagada de
narraciones que tendrá que aprender a descifrar: lo que en principio es sólo una mera sucesión
de ilustraciones o palabras (las de las canciones infantiles, los cuentos, los dibujos animados)
se hilvana y convierte en historias con planteamiento, nudo y desenlace. Y ello gracias a la
«competencia narrativa» de nuestra cultura, es decir, a esa capacidad de comprender y crear
narraciones que los hablantes vamos adquiriendo con nuestro aprendizaje cultural (Valles
Calatrava, 2002 p. 266)
Afirma el escritor italiano Claudio Magris que «quien narra una historia, cuenta el
mundo». La narración es un vehículo para entender la realidad y para comunicarnos con los
demás. Sin conciencia de ello, la utilizamos diariamente en nuestras relaciones familiares y
laborales (porque contamos qué tal nos ha ido en el dentista o nuestro fin de semana), y
absorbemos a su vez las narraciones de los anuncios publicitarios, de las noticias y reportajes
de la prensa y televisión, de las películas, de los chistes, de la música de moda y hasta de los
videojuegos.
No nos puede extrañar, pues, que muchas de las manifestaciones artísticas del ser
humano se materialicen en el relato, y que el narrativo se haya convertido en uno de los tres
grandes géneros de la tríada, junto al lírico y al dramático. Ya antes de que la Literatura se
tornara littera (se plasmara en letra, por tanto), la oralidad sostenía un gran cauce de
narraciones, a menudo de carácter mítico o religioso. Leyendas, fábulas, mitos y poemas
épicos cedieron su lugar en la historia a otras manifestaciones narrativas como la novela o el
cuento, pero a pesar de su diferente transmisión (oral, escrita), de su modo de presentación
(verso, prosa) o de su procedencia, todas tienen en común el hecho de contar una historia.
Pero, ¿por qué es narrativo un texto? ¿Cuáles son los rasgos que nos permiten afirmar
que una obra como Don Quijote de La Mancha es una novela? La Teoría Literaria, como
disciplina encargada de reflexionar acerca del carácter literario de los discursos, ha intentado
responder a preguntas semejantes. A este respecto, el siglo XX nos ha deparado un
importante volumen de estudios que han alumbrado el camino, hasta el punto de que hoy
podemos hablar de una ciencia de los relatos a la que se le ha bautizado con el nombre de
Narratología.
En las siguientes páginas intentaremos, pues, ofrecer un compendio de aquellos aspectos
de la teoría del relato que nos permitan acercarnos a la narración literaria con una perspectiva
un tanto más crítica. Se trata de profundizar un poco más en lo que García Márquez ha
llamado, con una metáfora muy ilustradora, los «tornillos del relato», es decir, en aquellos
elementos que ayudan a «armar» una novela. Para ello, se ha recurrido con frecuencia a textos
narrativos que ilustran las reflexiones teóricas. Con el análisis no se pretende ejercitar una
mera disección entomológica: estas páginas son un ejercicio de lectura que se vale de
instrumentos de precisión retóricos. Sin lugar a dudas, profundizar en los textos narrativos
puede ayudarnos en esa labor de enseñar a descodificar mensajes que realizamos los
profesores en las horas de Lengua y Literatura.
Hay un breve relato de Julio Cortázar, «La continuidad de los parques» (recogido en
Juegos. Ritos. Azares), que como otros muchos del escritor argentino refiere un hecho
imposible, que se ha aderezado esta vez con ecos cervantinos y reminiscencias de novela
negra. El protagonista de este cuento se sienta en un sillón, mirando a su jardín, y comienza
a leer la novela por la que se siente fascinado en los últimos tiempos. Inmerso por completo
en la trama, no es consciente de que en ese libro se planea su propio asesinato. Los personajes
de la narración preparan un homicidio, que resulta ser el del lector personaje: éste contempla
absolutamente inconsciente su propio fin. El título del cuento alude a la imposible fusión
entre la vida novelesca y la vida real: el parque que contempla desde su ventana el
protagonista se solapa al otro bosque, al de los seres de papel. Dicho espacio físico, tan
recurrente en la literatura y en el folklore, se torna mágico pasadizo entre la novela y la vida,
y de ahí ese título tan misterioso que recalca la «continuidad». El protagonista del cuento no
ha sabido o no ha podido diferenciar entre la ficción y el mundo real, de la misma manera
que Don Quijote tampoco pudo discernir entre un yelmo y una bacía de barbero.
El cuento de Julio Cortázar resalta un aspecto que es común a toda literatura: en el acto
de leer, nos abandonamos por completo al autor del libro, aceptamos aquello que nos cuenta
como si fuera verdad, y tales condiciones duran hasta el momento de cerrarlo. Cuando
abrimos un relato literario (novela, cuento, poema épico...), hemos de admitir como real
aquello que se nos cuenta. Es decir, como lectores nos entregamos por completo al mundo
que nos ofrece el autor, y de ninguna manera podemos cuestionar las «verdades» que contiene
dicha obra. A nadie se le ocurre, por ejemplo, poner en duda que el padre del niño que concibe
Fortunata sea Juan Santa Cruz (en Fortunata y Jacinta), o que una jovencita se vea obligada
a casarse con un monstruo en el cuento La Bella y la Bestia, o que los extraterrestres invadan
la tierra como detalla George Orwell en La guerra de los mundos. No importa lo apegado a
la realidad, lo fantástico o lo «descabellado» de aquello que se nos refi era: abrimos el libro,
y mientras no lo cerremos y nos olvidemos de él, hemos de suscribir todo lo que se nos relata.
Ese contrato tácito que establece el receptor con cada una de las obras que descifra ha
recibido diversas denominaciones. El poeta inglés W. S. Colerigde lo llamó la willing
suspension of disbelief, la «voluntaria suspensión del descreimiento». Darío Villanueva
denomina a esto mismo la epojé literaria, utilizando un término procedente de la filosofía
griega clásica. Según Villanueva, la epojé (que se podría traducir como «suspensión del
juicio») se produce cuando leemos un texto artístico y «aceptamos como aserciones o juicios
auténticos los que se nos cuenta» (Villanueva, 1992, p. 77). José María Pozuelo Yvancos
habla del «pacto narrativo», y es quizá esta expresión la más extendida entre los teóricos
españoles:
En efecto, el discurso de un relato es siempre una organización convencional
que se propone como verdadera. En el mundo de la ficción […] permanecen
en suspenso las condiciones de verdad referidas al mundo real en que se
encuentra el lector antes de abrir el libro. […] Ese pacto es el que define el
objeto —la novela, el cuento, etc.— como verdad y en virtud del mismo el
lector aprehende las condiciones de Enunciación-Recepción que se dan en la
misma […]. No hay novela que no invite al lector a aceptar una retórica, una
ordenación convencional por la que el autor, que nunca está pro-piamente
como persona […], acaba disfrazándose constantemente, cediendo su papel
a personajes que a veces son muy distintos de sí. Entrar en el pacto narrativo
es aceptar una retórica por la que la situación enunciación-recepción que se
ofrece dentro de la novela es distinguible de la situación fuera de la novela
(Pozuelo Yvancos, 1994, p. 228).
Las palabras de Pozuelo profundizan en uno de los aspectos más estudiados por los
teóricos de la ficción literaria. Si por una parte está la literatura, con sus personajes de papel,
y por otro la vida, tendremos que afirmar que el autor «nunca está propiamente como
persona», que «acaba disfrazándose constantemente, cediendo su papel a personajes que a
veces son muy distintos de sí». Así, por poner un ejemplo extremo, el hecho de que
Raskólnikov asesine a una vieja usurera en Crimen y castigo no quiere decir en absoluto que
Dostoievski haya precisado probar tal experiencia para representarla, de la misma forma que
no hace falta haber estado en la Tierra Media para describir a un hobbit como lo hace Tolkien
(aunque en ciertas épocas esto se olvida, recordemos las acusaciones a Flaubert tras la
publicación de Madame Bovary, y el famoso aserto «Madame Bovary, c’est moi»).
Sucede que los escritores, conscientes de la efectividad del pacto narrativo, a menudo
favorecen la exhibición y relevancia de algún aspecto biográfico (aunque sólo sea el nombre)
en sus propios relatos. Con ello se logra un efecto de gran verosimilitud: por ejemplo, en
Pabellón de reposo (1943), de Camilo José Cela, un tal «C.J.C.» firma muchas de las cartas
que conforman esta obra, y el protagonista de El castillo (1926) de Kafka aparece nombrado
siempre como «K»; inevitablemente, pensamos que alguna relación tienen ambas siglas con
estos dos escritores. Hay incluso algunos autores que se convierten en verdaderos seres de
papel: recordemos que «Miguel de Unamuno» es un personaje de Niebla (1914), o que en
La vida exagerada de Martín Romaña (1981), novela de Bryce Echenique, un tal «Alfredo
Bryce Echenique» llama a la puerta de la habitación parisina de Martín y mantiene una larga
conversación con el joven.
El juego llega hasta tal punto que ciertos autores han bautizado con sus propios nombres
a los personajes narradores de sus novelas. En El filo de la navaja (1994), novela del escritor
inglés William Somerset Maugham, el narrador dice llamarse Somerset Maugham, y con
frecuencia se hace alusión a su ofi cio de escritor. Lo mismo sucede en La piel (1949), del
italiano Curzio Malaparte: el narrador, llamado «Curzio Malaparte», acompaña a las tropas
americanas en su viaje por Italia, y detalla la crueldad de los últimos días de la Segunda
Guerra Mundial. La más reciente Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas, está
narrada por un periodista que curiosamente se llama «Javier Cercas», y que investiga un
episodio confuso de la vida del falangista Rafael Sánchez Mazas.
Es verdad que el autor puede servirse de sus vivencias para su material narrativo, pero
en absoluto podemos afirmar que ese ser de papel, ficcionalizado, sea el escritor real, el de
fuera de las páginas.
¿Quien escribe es quien existe?
Para salvar tal escollo, esa línea que separa la vida y la novela, la teoría literaria acuñó
los términos técnicos de «autor» y «narrador». A pesar de que el lector común tienda a
manejarlos como sinónimos, conviene diferenciar ambos vocablos: autor es la persona de
carne y hueso, ser empírico que escribe la obra, su nombre suele aparecer en la portada y
con suerte firma ejemplares en las ferias del libro; el narrador, sin embargo, es aquella
instancia de la propia narración que nos cuenta el relato, se trata de un ente ficticio más o
menos personalizado —ya lo veremos más adelante—, que en ocasiones es bautizado con el
mismo nombre que su creador. Así, por ejemplo, Lázaro de Tormes es el narrador del
Lazarillo, pero la crítica todavía no se ha puesto de acuerdo en ponerle nombre a su anónimo
autor. La diferencia autor/narrador resulta tan vieja como la propia literatura, y conviene
tenerla en cuenta porque llamar «autor» a quien narra (por mucho que coincidan nombres y
hechos biográficos) es hacer un flaco favor a los escritores, es tragar el anzuelo del pacto
narrativo hasta en el propio ejercicio de interpretar un texto.
Ahora bien, sí que es cierto que en ocasiones los autores pueden exponer su ideología
en las obras, y servirse de sus narradores para explicar su propia concepción de mundo. Por
ejemplo, a juzgar por lo expuesto en La cabaña del Tío Tom (1982), tenderemos a pensar
que su autora, Harriet B. Stowe, se muestra a favor de la abolición de la esclavitud, de la
misma manera que tras leer Germinal (1985) de Émile Zola nadie creerá que el naturalista
francés considera justas las formas de vida de los mineros en el siglo XIX: en ambos casos,
percibimos la denuncia de las condiciones de miseria en dos continentes y en dos épocas.
Ello sucede también en otras disciplinas artísticas como el cine: después de haber visto, por
ejemplo, La lista de Schindler (1992) de Steven Spielberg o El pianista (2002) de Roman
Polanski es difícil que un espectador considere que ambos cineastas se muestran a favor, o
siquiera son indiferentes, a la barbarie del nazismo. En estos casos, podríamos afirmar que
las ideas del autor real, ser de carne y hueso, coinciden con lo expuesto en las novelas o en
las películas. Pero, ¿qué sucede, por ejemplo, en las obras por encargo?, ¿qué ocurre cuando
nada sabemos del autor? Pensemos que durante los Siglos de Oro españoles muchos
dramaturgos escribieron textos dramáticos donde se ensalzaba el sistema monárquico y la fi
gura del rey: ¿era ésta la verdadera opinión de sus autores, o tan sólo cumplían con su deber
de asalariados?
Precisamente porque no siempre las ideas del autor real han de coincidir con las del
narrador, la teoría del relato emplea otro vocablo al aludir a la representación del autor en la
novela. En 1961, el crítico inglés Wayne Booth utilizó en su libro La retórica de la ficción
el sintagma «autor implícito» para referirse a la imagen del autor, a la idea del autor que nos
queda después de la lectura:
Por tanto, y de modo general, las ideas del autor implícito suelen coincidir con las del
autor real, aunque hay numerosos ejemplos donde no sólo no armonizan sino que son
plenamente contradictorias. El caso de Fernán Caballero es ilustrativo a este respecto:
Cecilia Böhl de Faber, autora absolutamente liberal en su vida real, defendió siempre
posturas reaccionarias en sus novelas (y así lo demostró Montes Doncel, en una monografía
de 2001).
No todos los teóricos del relato se muestran a favor de esta noción de autor implícito (es
un ejemplo relevante el de Gérard Genette, de él hablaremos más adelante), pero lo cierto es
que se trata de un concepto que ayuda a entender de qué forma la vida y la literatura tienen
nexos en común, a pesar de que los separe la frontera del papel:
Afirma Roland Barthes, y es un aserto que se repite mucho entre los teóricos de la ficción,
que «quien escribe no es quien existe»: como acabamos de ver, el narrador puede llegar a
ser una entidad muy diferente al autor, aunque también es posible que las líneas del relato se
conviertan en resquicios de la ideología de este último. He aquí una de las grandezas del
pacto narrativo.
3 . HISTORIA Y DISCURSO, DE ARISTÓTELES A LA NARRATOLOGÍA
Un breve paseo por la reflexión sobre el relato
Como puede suponerse, existen múltiples y muy diferentes acepciones de «relato», casi
tantas como escuelas y autores se han acercado a él, de forma que resulta muy difícil
conformar una definición que satisfaga plenamente (un intento loable es la entrada
«narración» del Diccionario de términos literarios de D. Estébanez Calderón). Ahora bien,
en Occidente la primera reflexión sobre el hecho de narrar corresponde a los clásicos, en
concreto a Aristóteles. Tanto en la Poética como en la Retórica, el filósofo griego formuló
algunas propuestas que han cimentado las deliberaciones posteriores sobre el texto narrativo.
Esa larga cadena de reflexión sobre la narratio (que continuaron Quintiliano, Cicerón,
las retóricas y poéticas medievales y renacentistas...) es recogida por las distintas escuelas
del siglo XX; especial relevancia han adquirido para el análisis narrativo las propuestas del
Formalismo Ruso.
Movidos por la pretensión de buscar la literariedad (es decir, aquello que más allá del
tema dota a un texto de carácter literario), los formalistas rusos inauguraron un modelo de
análisis inmanente, ajeno por tanto a todo aquello que no estuviera en el «texto». A los
formalistas rusos les preocupaba la «forma» del relato y no tanto el contenido o los aspectos
biográficos que se cuelan tras la palabra artística, y con ello se alejaron enormemente de los
modos de la crítica decimonónica. Son un resultado de tales planteamientos la famosa
Morfología del cuento del folclorista Vladimir Propp, así como las investigaciones de
Tomachevki, Tinianov, Sklovski, Eichenbaum... Todos estos estudios se consideran hoy un
referente para los narratólogos.
A pesar de que el Formalismo Ruso se consolida como escuela teórico-literaria en la
década de los veinte, sus aportaciones se conocieron muy tarde en Europa, en torno a los
años sesenta. Resultaron determinantes el tratado de Víctor Erlich (El formalismo ruso, de
1969) y la recopilación y traducción que hizo Tzvetan Todorov de algunos de estos estudios
(Teoría de la literatura de los formalistas rusos, de 1970). Sucede que la difusión de tales
ideas no es ajena al auge del Estructuralismo, y que esta corriente lingüística, bajo el
magisterio de Jakobson (quien ya había pronunciado su famosa conferencia Lingüística y
Poética), absorberá muchos de los fundamentos de los formalistas rusos.
El Estructuralismo, especialmente en su rama francesa, se afana en configurar una
«gramática del relato», un modelo descriptivo y teórico de validez general: ha nacido la
Narratología. Autores como Greimas, Brémond, Barthes, Todorov, Genette publicarán a lo
largo de los setenta estudios donde se combinaban las propuestas teóricas y su aplicación
práctica en obras como el Decamerón, Las amistades peligrosas, En busca del tiempo
perdido, el noveau roman... Hoy en día, muchos de estos estudios han sido criticados porque
su excesivo apego al texto y su estructura impediría ver la complejidad de ese fenómeno
comunicativo que es la literatura, pero lo cierto es que abrieron una brecha en las
investigaciones sobre la narrativa. Tampoco podemos olvidar que el mundo anglosajón, con
los escritores Henry James y E. M. Forster en la vanguardia, ha originado una interesante
producción de la mano de Wayne Booth, Norman Friedman, Seymour Chatman, cuyas
monografías se han convertido ya en clásicos del relato. En el ámbito hispánico, cabe
destacar trabajos como los de Mario Baquero Goyanes (Estructuras de la novela actual) y
M.ª del Carmen Bobes Naves (Teoría general de la novela), ambos con una perspectiva
semiótica muy enriquecedora.
Tras la explosión estructuralista de los años 60 y 70, no podemos olvidar la importancia
que para los estudios del relato posee la reflexión de otras escuelas teórico-literarias como
la Estética de la Recepción, la Lingüística del Texto o la Pragmática Literaria. Y todavía
falta por ver, en los próximos años, las aportaciones de las teorías feministas, del
postcolonialismo o de los estudios del canon (para una explicación de todas estas corrientes,
es muy recomendable la monografía coordinada por D. Villanueva, Curso de Teoría de la
Literatura, 1994).
En su Poética, Aristóteles estableció una distinción que ha cimentado gran parte de las
especulaciones posteriores sobre el hecho narrativo: el filósofo griego advertía ya de que una
cosa son los hechos, los sucesos de una historia, y otra un tanto diferente el modo en que se
organizan tales acciones, la «estructuración», la «composición de los hechos» (Poética:
1450ª8 y ss). Dicho de otra forma, para Aristóteles convenía distinguir entre qué se cuenta y
cómo se cuenta, entre el suceso en sí y la fábula (mythós es el vocablo que emplea). Por
ejemplo, la conocidísima «Caperucita Roja» resultaría un tanto divergente si convertimos en
narradora de su aventura a la propia niña, si se cuenta desde la perspectiva de un lobo
hambriento que se topa con un exquisito manjar, o si comenzamos la historia por el final. En
cualquiera de los tres casos, el argumento —la historia— es el mismo, pero variaría
notablemente el discurso, la forma en que se exponen y organizan las acciones del cuento.
Esta divergencia entre el qué (historia) y el cómo (discurso) ha sido mantenida por
quienes se han ocupado de la narración a lo largo del siglo XX. Es cierto que los narratólogos
han recurrido a diferentes designaciones —a veces con esquemas un poco más complicados,
es el caso del de G. Genette (1989)—, pero todas fomentan una dicotomía que recuerda a la
del significante/significado, enunciación/enunciado, verba/res empleada por la Lingüística
(vid. Chatman, 1990, pp. 23–27). La siguiente tabla recoge las denominaciones más
empleadas; como se observa, algunas de ellas se citan en sus lenguas de origen pues así se
las encontrará el lector en las monografías especializadas. En cualquier caso, utilizaremos
para estas páginas la última de ellas, perteneciente a la Narratología estructural (recogida por
Bal, 1985, y Chatman, 1990):
QUÉ CÓMO
Aristóteles suceso fábula (mythós)
Formalismo trama argumento (sjuzet)
Crítica anglosajona story plot
Nouvelle critique récit raconté récit racontant
Narratología historia discurso
Resulta muy interesante comprobar cuáles son los procedimientos que tornan una historia
más o menos conocida, más o menos previsible, en discurso novelesco. Por ejemplo, un tema
muy recurrente en el siglo XIX, el adulterio femenino, propi-ció varias novelas —varios
discursos— bastante disparejos entre sí (Madame Bovary de Flaubert, Ana Karenina de
Tolstoi, La Regenta de Clarín, El primo Basilio de Eça de Queirós), y así lo ha advertido la
crítica. Los escritores son muy conscientes de que la literatura se hace, sobre todo,
cincelando la forma, convirtiendo una historia en una «estructuración», en una
«composición» única y peculiar. El principio de Crónica de una muerte anunciada de García
Márquez nos ofrece una sencilla muestra de qué tipo de operaciones puede realizar un
novelista para transformar la materia narrativa (las cursivas son nuestras):
El fragmento refiere las últimas horas de vida de Santiago Nasar: el asesinado había
tenido diferentes sueños a lo largo de la semana que precedió a su fi n, ha asistido a una boda
la noche anterior, sueña con «un bosque de higuerones», se despierta con dolor de cabeza,
se levanta a las 5.30 de la mañana, sale de su casa a las 6.30, y es asesinado «como un cerdo»
una hora después. Toda esta información, además, es recogida por el narrador veintisiete
años después en boca de su madre. El resumen que se acaba de esbozar (es decir, la historia)
nada tiene que ver con la forma en que se ha dispuesto, con el discurso final.
Se podrá comprobar por los subrayados que tales referencias no aparecen en el orden en
que han sido enunciadas: el narrador se ha encargado de romper por completo la linealidad
cronológica, de modo que el pasaje transmite un absoluto caos temporal. Evidentemente,
esta operación sobre la historia posee una intención, significa algo: un poco más adelante
averiguaremos que quien narra pretende reconstruir el crimen de este amigo de la juventud
bastantes años después, y para ello ha regresado al pueblo con el propósito de entrevistar a
todos aquellos que lo vivieron. Como sabrán quienes hayan leído la obra, el trasfondo
policíaco de la novela no está descubrir la identidad del asesino (la muerte se nos anuncia
desde el título), sino en la dificultosa reconstrucción de la secuencia de los hechos, en la
maraña de datos y versiones a que se enfrenta el lector. En este sentido, el desorden de este
principio inaugura un proceder retórico que se convierte en la pauta estructural de todo el
texto.
Pensemos, por otra parte, en el tipo de narrador que García Márquez ha elegido para esta
novela: quien cuenta aparece como un personaje de la historia, por lo que deducimos de esa
entrevista con la madre a la que hace referencia («me dijo Plácida Linero, su madre,
evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato»). La novela está contada,
por tanto, en primera persona: el autor necesitaba de un personaje «de carne y hueso» que
fuera recogiendo las diferentes interpretaciones. Este tipo de cronistas aporta al relato una
buena dosis de verosimilitud, porque quien cuenta tiene nombre, «presencia corporal» en el
texto, y posee también las mismas limitaciones cognitivas y físicas que los seres humanos.
Así sucede, por ejemplo, en las novelas policíacas del escritor americano Raymond Chandler
(El sueño eterno, La dama del lago, El largo adiós), en las que el investigador privado Philip
Marlowe narra en primera persona sus avatares detectivescos. Veremos más adelante que en
casos como el citado el mundo novelesco queda enmarcado en la propia percepción sensorial
y cognitiva del narrador-personaje, y así sucede también en Crónica de una muerte
anunciada.
Resulta también significativo que la primera versión de la reconstrucción del crimen
pertenezca a un familiar muy directo de Santiago Nasar. El hecho de que se privilegie la
perspectiva de la mujer nos obliga a empatizar de una forma muy sutil con el entorno de la
víctima. Sin saberlo, se ha inducido al lector a ponerse del lado de esta familia en el drama
de honor que desencadena la tragedia, y que el narrador descubrirá poco después. Las
palabras de Plácida Linero nos instan a compartir el sufrimiento de madre, acentuado además
porque en este caso no ha servido su facultad de interpretar sueños: curiosamente, fue
incapaz de descifrar el presagio oculto tras los de su hijo («pero no había advertido ningún
augurio aciago de esos dos sueños de su hijo»), con lo que ya desde aquí advertimos el signo
de fatalidad recogido en el propio título (si la muerte es anunciada, ¿por qué no se pudo
evitar?). Piénsese, en todo caso, cuán diferente habría sido la novela si el narrador hubiera
dado voz a los asesinos de Santiago Nasar.
Obsérvese además que se ha empleado el estilo directo, que se citan textualmente las
palabras de los personajes: «me dijo», «me dijo». Todo ello dota de credibilidad a lo que se
cuenta, porque se simula exponer sin ningún tipo de filtro los comentarios de la mujer. Este
estilo directo está vinculado también al remedo del lenguaje periodístico que posee la obra
(es una «crónica»), y que se puede observar también en las precisiones numéricas («a las
5.30», «27 años después», «a las 6.05»), tan gratas a García Márquez.
Parece evidente, pues, que el autor ha realizado maniobras de selección narrativa al
menos en cuatro aspectos: en el tiempo (desorden cronológico), en quién cuenta la historia
(un narrador en primera persona), en el punto de vista que privilegia (el de la madre), y en
el modo de exponer los acontecimientos (estilo directo). Pues bien, veremos en las siguientes
páginas que éstas son cuatro de las distinciones con las que la narratología explica ese
proceso mediante el cual una historia se convierte en discurso.
Advertimos, ya desde aquí, que este breve compendio sobre cómo se analiza una novela
se centrará en lo que algún teórico ha denominado la «narratología del discurso»: nos
detendremos en aquellos conceptos narratológicos más estrechamente ligados a la elocutio
verbal. Dejaremos a un lado el estudio de la manera en que se secuencian los acontecimientos
(conceptos de motivo, función, núcleos y catálisis...), y el análisis del espacio y de los
personajes. Son todos ellos aspectos muy interesantes y profundamente tratados por la
crítica, tal y como puede comprobar el lector en la bibliografía adjunta.
4 . EL DISCURSO NARRATIVO
Lo acabamos de ver: la historia se hace discurso a través de palabras. De la misma
manera que la retórica clásica sistematizó y clasificó las figuras como fórmulas «que se
apartan de las más habituales confines expresivos o estilísticos» (DRAE), podemos hablar
de «fi guras de la narración» (Pozuelo Yvancos), es decir, de aquellos procedimientos con
los que cuenta el autor para armar una narración. Nos detendremos en cuatro categorías que,
al igual que las fi guras retóricas, se hallan íntimamente ligadas a la propia elocutio, a la
forma elegida por el autor para construir su narración. De ellas se ha ocupado especialmente
la crítica francesa (Todorov, Genette):
a) la voz, es decir, aquella instancia que nos cuenta el relato.
b) la focalización, el punto de vista desde el que se nos cuenta el relato.
c) el tiempo, la disposición cronológica de la narración.
d) el modo, la forma en que se reproduce lo contado.
a) LA VOZ
La palabra «narrador» procede en última instancia del vocablo latino gnarus (adjetivo
derivado del verbo gnosco o nosco, «conocer»), que se suele traducir al español como
«sabedor». La etimología prueba la enorme importancia que tiene esta categoría narrativa:
el narrador es el puente que el autor nos tiende hacia la ficción; la narración nos llega a través
de sus palabras, y precisamente de su sabiduría (aunque como precisa Chatman saberlo todo
no significa contarlo todo) dependemos los lectores. Los estudios sobre el narrador han
insistido siempre en su doble papel de hablante y de organizador de toda la información, el
narrador maneja los hilos del relato pero a su vez da forma al discurso a través de sus
palabras. Lo explica con claridad M.ª del Carmen Bobes Naves:
El narrador, esa persona ficta, situada entre el mundo empírico del autor y de los lectores
y el mundo ficcional de la novela, y que a veces se pasa al mundo de la ficción como un
personaje observador, es el centro hacia el que convergen todos los sentidos que podemos
encontrar en una novela, y del que par ten todas las manipulaciones que se pueden señalar
en ella, pues es quien dispone de la voz en el discurso y de los conocimientos del mundo
narrado; él es quien da cuenta de los hechos, el que elige el orden, el que usa las palabras en
la forma que cree más conveniente, y a partir de aquí construye con un discurso verbal un
relato novelesco, dotado de sentido propio que procede del conjunto de las unidades
textuales y de sus relaciones. Toda la materia, todas las funciones y relaciones que generan
sentido en una no-vela tienen su centro en la figura del narrador (Bobes Naves, 1998, p.
197).
No parece posible, pues, que exista una narración sin una voz que la cuente, tal y como
sostuvo durante una parte del siglo XX cierta crítica angloamericana (Percy Lubbock,
Norman Friedman o Émile Benveniste). El ya citado Wayne Booth, junto con los
narratólogos franceses (Roland Barthes, Tzvetan Todorov, Gérard Genette) han venido
proclamando en sus estudios la imposibilidad de una enunciación sin enunciador, pues como
afirma Todorov, los acontecimientos no se cuentan a sí mismos, «no hay relato sin narrador»
(apud Garrido Domínguez, 1996, pp. 110–111). Es cierto que los narradores pueden ser más
o menos visibles (los de Hemingway, por ejemplo, son casi imperceptibles), pero el hecho
de que la voz esté solapada y apenas quiera dejarse percibir no significa en absoluto que la
historia se cuente sola, tal y como veremos más adelante.
En las clasificaciones tradicionales de las voces narrativas, se suele hablar de que existen
dos tipos de narradores, los narradores «en 3.ª persona», y los narradores «en1.ª persona».
En el primer caso, el relato nos es transmitido desde una 3.ª persona gramatical (así, el
narrador de El Quijote); por el contrario, el otro tipo de narrador se revela en esa primera
persona gramatical de los verbos (y es característico, por ejemplo, de la picaresca española).
Sin embargo, Gérard Genette ha cuestionado esta identificación entre voz narrativa y persona
gramatical, y propone una nueva terminología que poco a poco se va imponiendo en los
estudios sobre la novela. Partiendo del cultismo diégesis (término de origen griego que
significa «narración, relato, desarrollo narrativo de los hechos»), el narratólogo establece
una oposición entre relato heterodiegético y relato homodiegético:
El relato heterodiegético
En los relatos heterodiegéticos abundan los narradores omniscientes, es decir, aquellos
«que lo saben todo», y que poseen el don de la ubicuidad. Se trata del narrador más propio
de la novela decimonónica: es la voz de las obras de Galdós, de Clarín, de Tolstoi, de Víctor
Hugo, de Stendhal, de Balzac, de Flaubert. Este narrador se pasea por la ficción sin ningún
tipo de trabas: es capaz de introducirse en la conciencia de los personajes y reproducir sus
pensamientos (por ejemplo, sabe lo que piensan Ana Ozores, el Magistral, Álvaro Mesía),
puede cambiar de lugares sin problema (y de lo más recóndito de la habitación de la mujer
conducirnos a la sacristía de la catedral), conoce el pasado de sus fi guras y a veces se
retrotrae a él (sabemos, así, de la triste infancia de Anita, con el famoso episodio de la barca
que tanto le marcará); es, por tanto, un pequeño «dios» dueño absoluto de su propia creación.
Ahora bien, este tipo de voz omnisciente puede manifestarse en distintos grados. Hay
veces en las que los lectores advierten al narrador detrás de cada línea, en otras pasa casi
desapercibido. Norman Friedman habla de «omnisciencia editorial» en los casos en los que
el narrador es absolutamente explícito, y de «omnisciencia neutral» cuando éste se afana en
parecer imparcial y oculto. Vamos a detenernos en el principio de El callejón de los milagros
(1966), del egipcio Naguib Mahfuz; se trata de un buen ejemplo de narrador heterodiegético
con abundante presencia, nos hallamos por tanto ante una clara omnisciencia editorial:
Cuando el receptor ha leído estas dos primeras páginas de la novela, ha de tener ya claro que
quien cuenta es un narrador heterodiegético. Los verbos en 3.ª persona se tornan el signo
más claro: «proclaman», «fue», «brilló», «se anunciaba», «se entraba», «subía», «tenía».
Ahora bien, como explicamos antes, el hecho de que estemos ante una heterodiégesis no
obsta para que el narrador se haga notar desde el principio. A este respecto, resulta curioso
comprobar cómo ya en las primeras líneas la voz, que como hemos dicho habla de los demás
y no de sí misma, aparece representada en el texto a través de la primera persona y mediante
una interrogación retórica: «¿A qué Cairo me refiero?» Un poco más adelante, esta primera
persona del singular utiliza un plural de modestia: «A nosotros nos basta con constatar...»
Aquí el cambio en el número posee un cierto carácter inclusivo, como si el narrador
representado nos invitara a los lectores a abrir con él la puerta de la ficción.
El hecho de que en un relato heterodiegético la instancia vocal se muestre de forma tan
ostensible mediante la primera persona del singular, o mediante otros índices lingüísticos
como los posesivos (en sintagmas del tipo «nuestro héroe», que tanto gustaban a Galdós) es
característico de la novela europea hasta el siglo XIX: Cervantes, por ejemplo, hace un
magistral uso de este recurso en el famosísimo «de cuyo nombre no quiero acordarme» del
Quijote. Este procedimiento narrativo supone en realidad un salto de nivel diegético, de una
heterodiégesis a un instante de homodiégesis (de «hablar de él» a «hablar de mí»), y recibe
el nombre de metalepsis. El vocablo procede de la tradición retórica y en el análisis del relato
Gérard Genette ha rescatado el término con su originario sentido de «transposición». Para
los narratólogos, la metalepsis resulta en un texto heterodiegético el grado más elocuente de
la presencia del narrador, pues se trata de un comentario que no tiene que ver con el universo
narrativo, sino que alude a la enunciación, a la materia textual, al acto discursivo en sí. De
hecho en el ejemplo de El callejón de los milagros el narrador menciona su propia alocución,
se señala a sí mismo («me refiero»). La metalepsis provoca, pues, «una transgresión o
cambio de unos elementos pertenecientes a un nivel narrativo […] a otro distinto» (Valles
Calatrava, 2002, p. 435).
En realidad, la metalepsis de El callejón de los milagros confiere a la novela una hechura
netamente clásica: ese primer fragmento, separado del resto del capítulo por un espacio en
blanco (como en la lírica, también los blancos son semióticamente re-levantes en narrativa),
tiene visos de pequeño prólogo, de introducción de la historia. Al igual que en los libros de
caballería europeos, el narrador se presenta como un «cronista» que va a contar una historia
—verídica, por supuesto, de ahí la referencia a los «muchos testimonios» en la primera
línea—, y que nos muestra en presente el espacio donde se va a desarrollar la narración.
Obsérvense la abundancia de pinceladas descriptivas con verbos en dicho tiempo verbal, a
modo de fotografías: «el callejón es una preciosa reliquia del pasado», «hermoso empedrado
que lleva a la histórica calle Sanadiqiya», «tiene el café que todos conocen como el Café de
Kirsha», «tiene una vida propia». Para la retórica clásica, los verbos en presente son indicio
de evidentia, es decir, de que el narrador quiere señalarnos con el dedo la realidad de ese
lugar de El Cairo, que aparece no como una creación de un demiurgo sino como un espacio
físico real. Esta pequeña introducción tendría su equivalente en el lenguaje cinematográfico
en los planos panorámicos que abren muchas películas, y en las que, a menudo desde el aire,
se nos muestra el lugar donde va a acontecer la historia. Así lo hacen, por ejemplo, Woody
Allen al comienzo de Manhattan (1979), Wim Wenders en Cielo sobre Berlín (1984), o Clint
Eastwood en Mystic River (2003).
Pero además de esta clara metalepsis, la voz de El callejón de los milagros se deja
traslucir en otros aspectos: según S. Chatman, «la presencia manifiesta de un narrador está
indicada por la descripción explícita» (1990, p. 236). Describir supone recrear un espacio u
objeto con palabras, y las palabras, evidentemente, las dice alguien, por eso la descripción
es, como afirma Philippe Hamon, «la conciencia lexicográfica del enunciado» (1991, p. 51).
La extensa descripción que hay en el fragmento queda apuntalada por dos aspectos
lingüísticos: las formas verbales y la adjetivación. Respecto a las formas verbales, además
de ese tiempo presente que nos pone ante los ojos el lugar, el narrador hace uso del
imperfecto del indicativo, un tiempo muy adecuado para esta tipología textual por su
ausencia de demarcación aspectual en la línea temporal. Son muchos los imperfectos, y todos
perpetúan el aspecto durativo de esa «fotografía» de la que hablábamos antes, como si el
tiempo permaneciera en suspenso: «se anunciaba la puesta de sol», «se entraba a él»,
«comenzaban a oírse los del atardecer», «continuaban abiertas»... Obsérvese además la
ingente cantidad de adjetivos calificativos ante-puestos que acumula este narrador: «rutilante
estrella», «preciosa reliquia», «hermoso empedrado», «histórica calle», «abigarrados
arabescos», «fuertes efluvios». Tampoco escasean cuando el heterodiegético describe al
primer personaje sobre el que se centra tras su paseo por el callejón, el tío Kamil, en una
clara perspectiva de abajo arriba digna de un cuadro expresionista: «hombre corpulento»,
«enorme trasero redondo», «pechos abultados», «rostro redondo, hinchado e inyectado en
sangre», «rasgos desdibujados». A la descripción ayudan, además, las continuas
comparaciones de las que se sirve la voz para dibujarnos más claramente tanto el callejón
como el vendedor de dulces: «como una ratonera», «como troncos», «como una cúpula»,
«como un tonel». La descriptio es tan evidente que está marcada incluso por índices
espaciales: «a un lado», «al otro», «a la derecha», «enfrente». Por ello no podemos decir que
el narrador se oculte, puesto que ha paladeado su propio entramado textual, se ha detenido
en sus palabras sin importarle aparecer detrás.
Otras de las huellas discursivas de los narradores representados son las generalizaciones,
es decir, aquellas observaciones o comentarios que se presentan como verdades generales
(Chatman, 1990, p. 262). Justamente el pacto narrativo, el contrato tácito que aceptamos al
abrir un libro, nos obliga a asumir las sentencias y afirmaciones que hagan los narradores,
aunque no tengan que ver exactamente con la trama de su obra, con su universo narrativo.
Se ponen siempre como ejemplo de este tipo de generalizaciones la primera frase de Ana
Karenina de Leon Tolstoi: «Si bien todas las felicidades suelen parecerse, cada desgracia
suele tener un sello peculiar». Evidentemente, no tenemos por qué estar de acuerdo con dicho
aserto, pero si queremos seguir leyendo el libro hemos de aceptarlo. En dichas
generalizaciones se trasluce claramente un narrador (alguien tiene que decir la frase) y
además con mucho poder, precisamente por la carga categórica con la que son enunciadas.
Pues bien, en este fragmento de El callejón de los milagros hay al menos una
generalización, aderezada además con lo que parece un matiz irónico: después de
preguntarse a través de metalepsis en qué época se sitúa la historia que va a contar, enuncia
el decisivo aserto: «La respuesta sólo la saben Dios y los arqueólogos». Evidentemente, un
gnarus, un sabedor omnisciente, conoce perfectamente en qué momento se sitúa la acción,
pues como «pequeño dios» también decreta sobre la cronología. Con la afirmación sobre
Dios y a los arqueólogos (pensemos en la importancia de este oficio en la sociedad egipcia)
aprovecha su simulada condición de cronista para omitir adrede el dato, de forma que se
recalca su omnisciencia y su presencia. En una lectura profunda, el lector ha de percatarse
de esta jugada irónica: ¿cómo que la respuesta sólo la saben Dios y los arqueólogos? ¿Y ese
narrador omnisciente que poco después nos revelará lo más recóndito de la mente de los
personajes? Por un instante, quien cuenta ha decidido no compartir con los lectores toda su
sabiduría, y se guarda el dato amparándose en dos entidades intocables (¿o quizá discutidas?)
en dicho país.
Otro de los índices de la presencia del narrador de El callejón de los milagros se halla
en un pequeño paréntesis que seguramente pasa desapercibido en una primera lectura.
Cuando el narrador describe el espacio del tío Kamil, asegura que se sienta «a la puerta de
su tienda», afirmación que es precisada enseguida con un paréntesis gráfico: «—mejor dicho,
su covacha—». El procedimiento es una fi gura retórica de larga tradición, y recibe el nombre
de «corrección» ( correctio). La corrección es una enmienda sobre lo dicho, pero lo que
interesa aquí es que el recurso revela el «ente» que hay detrás del texto, ya que reflexiona
sobre su propio enunciado y precisa su primera versión. Es otra explícita e intencionada
marca de la presencia del narrador, porque el autor no tiene ninguna necesidad de trasladar
sus dudas lingüísticas a la versión definitiva de la novela. El paréntesis con el que se perfila
el vocablo revela una vez más el trabajo del narrador sobre el discurso, el esmero sobre su
propio texto creativo.
a) las metalepsis, o aparición de una primera persona (ya sea en desinencias verbales,
en posesivos...) en textos heterodiegéticos.
b) las descripciones explícitas (adjetivaciones, índices espaciales y deícticos).
c) los comentarios sobre el universo narrativo, y en especial las generalizaciones, u
«observaciones filosóficas que saliéndose del mundo de la ficción llegan hasta el
universo real» (Chatman, 1990, p. 262).
d) figuras retóricas como la correctio, o enmienda que hace el narrador a su propio
tejido discursivo.
Por supuesto, no todos los narradores son tan explícitos como el que acabamos de
comentar. La heterodiégesis y la omnisciencia no suponen necesariamente la presencia
explícita de las marcas del narrador. La historia de la novela cuenta con excelentes ejemplos
de narradores solapados, de instancias vocales que parecen desaparecer como si la narración
se contara a sí misma. En este sentido, parece obligado citar un fragmento de Gustave
Flaubert, a quien siempre se pone como ejemplo de objetividad narrativa. Los narradores de
este creador se caracterizan porque, a pesar de la omnisciencia, quieren pasar desapercibidos:
El relato homodiegético
Un tanto diferentes a lo hasta ahora visto son los narradores homodiegéticos, aquellos
que participan (bien como protagonistas, bien como meros espectadores) de la histo-ria que
cuentan. El principio de otra gran novela francesa, El extranjero (1942) del ya citado Albert
Camus, constituye uno de los ejemplos más llamativos de las múltiples homodiégesis que
podamos encontrar en la novela del siglo XX:
Hoy, mamá ha muer to. O tal vez ayer, no sé. He recibido un telegrama del
asilo: «Madre fallecida. Entierro mañana. Sentido pésame». Nada quiere decir.
Tal vez fue ayer.
El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel.
Tomaré el autobús de las dos y llegaré por la tarde, así podré velarla y
regresaré mañana por la noche. He pedido a mi patrón dos días de per miso
que no me podía negar con una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho.
Llegué incluso a decirle: «No es culpa mía». No respondió. Pensé entonces
que no debía habérselo dicho. Por supuesto, no tenía por qué disculpar me.
Era a él, más bien, a quien correspondía dar me el pésame. Pero lo hará sin
duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por el momento, es un poco
como si mamá no hubiese muer to. Después del entierro, por el contrario, será
un asunto resuelto y todo habrá revestido un aire más oficial.
Salí en el autobús de las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante
de Celeste, como de costumbre. Todos estaban muy apenados por mí, y Ce-
leste me dijo: «Sólo hay una madre». Cuando salí me acompañaron hacia la
puerta. Yo estaba un poco aturdido, porque fue necesario que subiera a casa
de Emmanuel para que me prestase una corbata negra y un brazalete. Perdió
a su tío hace algunos meses.
Hube de correr para no perder el autobús. Esa prisa, esa carrera, todo ello
sin duda, añadido al traqueteo, al olor de la gasolina, a la reverberación de la
carretera y el cielo, hizo que me ador meciera. Dormí durante casi todo el
trayecto. Cuando desperté, estaba echado contra un militar, que me sonrió y
me preguntó si venía de lejos. Contesté «sí» para no hablar más (El extranjero,
pp. 9 – 10).
El extranjero de Albert Camus es una muestra de relato homodiegético cuyo narrador
es protagonista, y no sólo mero espectador, de los hechos. Estamos, pues, ante lo que Gérard
Genette ha bautizado como relato autodiegético. Los verbos en 1.ª persona del singular
apuntan a dicha diégesis: «tomaré», «llegaré», «he pedido», «llegué», «pensé», «salí».
Además de este signo tan notorio, hay otros indicios de la coherente construcción
homodiegética: por un lado, el personaje-narrador no puede acceder a lo que piensan los
personajes, de modo que ha de utilizar verbos que reflejan esa percepción semánticamente.
Así, al comentar la reacción de su jefe respecto a la noticia de la muerte de la madre, precisa:
«Pero no parecía satisfecho», efectivamente tan sólo puede anotar sus impresiones
(«parecía»), porque al contrario de los omniscientes una voz homodiegética posee
limitaciones cognitivas y perceptivas.
Estas restricciones también se observan en la pequeña elipsis originada por el sueño del
personaje. Al estudiar el tiempo veremos que la narratología denomina elipsis a los
frecuentísimos saltos en el tiempo de la historia, muchas veces con gran relevancia en el
discurso. Esta elipsis a la que nos referimos ahora apuntala la coherencia de esta voz: «Dormí
durante casi todo el trayecto. Cuando desperté, estaba echado contra un militar».
Evidentemente, quien narra no puede contar qué ha sucedido mientras está durmiendo, de
modo que el discurso ha de prescindir de ese período de tiempo inaccesible al narrador.
Ahora bien, ¿cómo es este personaje-narrador que descubrimos los lectores al comienzo
de El extranjero? Indudablemente, estamos ante un inicio in medias res verdaderamente
llamativo. Parece claro que Camus ha pretendido epatarnos (permítasenos el galicismo) con
un principio sorprendente, que revalida la teoría del extrañamiento expresada por los
formalistas rusos, para quienes la principal característica de la literatura era extrañar al
receptor. Se trata de un comienzo inquietante, que en alguna medida anuncia la cierta
sensación de zozobra que puede llegar a tener un receptor durante la lectura de esta novela.
Porque ya desde aquí llaman la atención los signos de duda («O tal vez ayer, no sé», «tal
vez») que manifiesta el narrador. El personaje parece estar desorientado respecto a la
cronología, y ello se refleja en la mezcla de tiempos verbales (pasados, presentes y futuros)
que condensan estas pocas líneas: «he recibido», «tomaré el autobús», «lo hará sin duda
pasado mañana», «es un poco como si mamá no hubiese muerto», «salí en el autobús», «hube
de correr», «hizo que me adormeciera», «dormí». ¿En qué momento se sitúa el tiempo de la
enunciación respecto a lo enunciado, es decir, cuánto lapso ha transcurrido desde que
suceden los hechos (la historia) hasta que el narrador los plasma en el discurso? En un
principio, tendemos a atribuir estas manifestaciones de incertidumbre cronológica al estado
de conmoción por la noticia recibida («yo estaba un poco aturdido», dirá más adelante), pero
lo curioso es que este tipo de exhibiciones se perpetúan a lo largo de la novela. Meursault,
que así se llama el narrador y protagonista de El extranjero, es un ser desubicado; quien se
halle interesado puede comprobar que sintagmas del tipo «yo no comprendía», «yo no sabía»
son muy frecuentes a lo largo de sus páginas (así, en las veinticinco primeras: «Como yo no
entendía»; «Sin embargo, no los oía»; «De vez en cuando solamente, oía un ruido singular
y no podía comprender de qué se trataba»; «No oí el nombre de la señora y comprendí tan
sólo que era la enfermera delegada»).
Adviértase además que el narrador no muestra en ningún momento signos de dolor, y de
hecho un poco después del fragmento reproducido reconocerá el escaso contacto con su
madre: «durante el último año apenas vine aquí [se refiere al asilo]. Y también porque venir
anulaba mi domingo, sin contar con el esfuerzo de ir al autobús, de tomar los billetes y de
hacer dos horas de viaje». Es sorprendente la crudeza con que se nos manifiesta el poco
apego a la progenitora, pero es que pensemos que en el segundo párrafo de la novela nos
percatamos de que la mujer está en un asilo (con todo lo que puede significar un asilo de
ancianos en una colonia francesa de los años cuarenta), que su intención es velarla y regresar
pronto, califica de «excusa» el viaje, habla de «asunto resuelto» después del entierro, y
parece preocuparle tan sólo «el aire oficial» que revista todo.
Por otra parte, este narrador no parece asumir en ningún momento las palabras de los
otros, hasta el punto de que recoge siempre en estilo directo las intervenciones de los demás,
y las suyas propias. Se nos reproducen literalmente el telegrama, sus respuestas al patrón y
al soldado del autobús («Llegué incluso a decirle: “no es culpa mía”»; «Contesté “sí” para
no hablar más»), y el pésame de la mujer del restaurante («Celeste me dijo: “Sólo hay una
madre”»). Veremos al analizar el modo que la verosimilitud determina, en muchos casos, la
fiel reproducción de las conversaciones; sin embargo, parece que en este caso el narrador ha
buscado a su vez el alejamiento de todo y todos, como si el personaje no quisiera implicarse
en aquello que está diciendo, como si quisiera permanecer ajeno a su propia historia.
Reproducir en estilo directo los diálogos de los demás personajes es establecer una
separación —también tipográfica— entre las palabras del narrador y las de los interlocutores.
De todo lo expuesto hasta aquí, podemos reflexionar acerca de cuál es la impresión que
tiene el lector del personaje tras la lectura de estas líneas. Pensemos que no se ha dudado en
determinar todos aquellos aspectos que dibujan a Meursault como un ser egoísta, que vive
ajeno a la propia madre, y al que de su muerte sólo parecen preocuparle las incomodidades
que le acarrea. Desde luego, al menos hasta este punto parece claro que este autor implícito
no se muestra muy de acuerdo con la actitud de su narrador.
5 . BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
Estudios