Relaciones Franco Alemanas
Relaciones Franco Alemanas
Relaciones Franco Alemanas
43
CLAUDE MARTÍN
44
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
45
CLALIDE MARTÍN
16
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
47
CLAUDE MARTÍN
48
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
se extendió más allá del Rin. ¿Por qué una Alemania así afrancesada no
hubiera tenido un soberano de sangre francesa?
Este razonamiento, válido en París, lo era mucho menos en Franc-
furt. Felipe el Hermoso presentó así la candidatura de su hermano Car-
los de Valois, luego la de su hijo Felipe el Largo. Su hijo Carlos íl
Hermoso, a su vez, probó la suerte. En todas las ocasiones, los electores
germánicos los hicieron fracasar. Sin duda lofs animaban menos los
motivos patrióticos que la preocupación de preservar su independencia y
evitar caer bajo la ruda férula de los Capetos. Un poder débil e inesta-
ble convenía a sus intereses. Los grandes feudatarios alemanes temían
que los reyes de Francia tratasen de implantar el sistema hereditario
que habían hecho triunfar en su reino, en tanto que el juego de los
electores era mantener el carácter electivo del Estado. Su negativa no
acarreó, por lo demás, ninguna tensión entre Francia y el Imperio. Tal
vez los soberanos de París hubieran reiterado su tentativa si un nuevo
conflicto con Inglaterra—«la guerra de los cien años»—no hubiese que-
brantado sus sueños de dominación, forzándolos a una terrible lucha
por su misma existencia.
Durante esta guerra sin cuartel, el Imperio tenía ocasión de resta-
blecer el equilibrio continental y de reconquistar los territorios reco-
brados por Francia en perjuicio del Imperio. No lo hizo. En los tiem-
pos sombríos del cautiverio de Juan II en Londres, de los disturbios de
París y de la «jacquerie» *, la presencia de un príncipe amigo en el
trono imperial, Carlos IV, permitió a los Valois no abrigar temor alguno
en su frontera oriental. Incluso se vio al Emperador hacer una visita
de buena vecindad al rey Carlos V. Su hijo Segismundo, unos años
más tarde, había de volver a París para intentar reconciliar Francia
e Inglaterra. Habiendo fracasado su mediación y la caballería francesa
resultando aplastada en Azincourt, fingió tomar las armas contra el rey
de Francia, pero tropezó con la negativa general de la feudalidad germá-
nica. Así se disipó la tormenta. El Emperador sin fuerzas, Segismundo,
hubo de renunciar a su empresa, fácil en apariencia, pero que con todo
rebasaba sus posibilidades.
Por lo demás, un nuevo peligro iba a aproximar nuevamente los
Valois a los soberanos alemanes: el renacimiento de la Lotaringia bajo
* Nombre dado a la guerra de los campesinos franceses contra los señores en el si-
glo xiv, después de la batalla de Poitiers. (N. del T.)
49
CLAUDE MARTÍ.N
50
LAS RLLACIGNES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
brar actualidad y abrir una larga era de lucha entre los Valois y los
Habsburgo.
51
CLAUDE MARTÍN
52
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
ficios a los que se resignaba habían de ser aceptados, puesto que per-
mitían el triunfo de la revolución. El cálculo de los hugonotes era exacto,
por lo demás. El fracaso de Carlos V ante Metz condujo al viejo Empe-
rador a abandonar una carga demasiado pesada y a abdicar. Su her-
mano Fernando, el alumno -del Rey Católico, comprendía que era pre-
ciso hacer concesiones a los protestantes y a su aliado francés para que
la paz volviera en el Imperio. En tanto que la paz de Augsburgo admitía
el cisma en Alemania, el Emperador renunciaba a reconquistar los tres
obispados. El Habsburgo de Viena no trató de reconquistar sus ciu-
dades perdidas cuando la guerra volvió a encenderse entre Enrique II
y Felipe II. No se aprovechó tampoco de las guerras de religión fran-
cesas. De la tregua de Vaucelles (1556) a la intervención francesa en la.
guerra de los Treinta Años (1635) de nuevo nos hallamos ante un larga
período de paz: ochenta años.
Bien es verdad que a partir de la subida al trono de Francia de
Enrique IV, una cierta tensión reapareció entre París y Viena. El anti-
guo convertido no inspiraba una confianza, absoluta a los católicos. Su
manera de estrechar la vieja alianza con los protestantes alemanes sus-
citaba en aquéllos motivos de inquietud. En el momento en que la Con-
trarreforma católica partía con vigor al asalto de los territorios cismá-
ticos, era curioso ver al Rey Muy Cristiano hacerle el juego a los pro-
testantes del Imperio. ¿Sólo obedecía el bearnés a motivos políticos? Es
muy posible. Pero se disponía a llevar la guerra más allá del Rin, con
motivo de la cuestión de Cleves y de Juliers, cuando Ravaillac lo ase-
sinó. Ese asesinato político, del que nunca se descubrieron los instiga-
dores—tal vez porque existía el temor de tener que culpar a personajes
situados a demasiada altura-—aplazó la crisis europea. La minoría del
nuevo rey vedaba a Francia lanzarse en aventuras. El partido católico
predicaba la reconciliación con los Habsburgo de Madrid y de Viena.
Se hizo oír a medias. Cuando la guerra de los Treinta Años enzarzó de
nuevo a los católicos y a los hugonotes alemanes, al Emperador y a
los príncipes protestantes, los franceses dejaron los ejércitos católicos
aplastar al Elector palatino y a los rebeldes de Bohemia. Incluso se aplau-
dió ante esa victoria de la Contrarreforma. Hubo que esperar la lle-
gada al poder del Cardenal de Richelieu para que la política de gran-
deza de los Borbones tuviera paradójicamente más fuerza que los inte-
reses de la Europa católica.
Con todo, hay que cuidarse de interpretar las concepciones de Richelieu
53
CLAUDE MARTÍN
54
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
55
CLAÜDE MARTÍN
56
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
57
CLAUDE MARTÍN
58
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
59
CLAUDE MARTÍN
Sin embargo, la Revolución había sido acogida con agrado por la bur-
guesía alemana. Las sonoras palabras de Libertad y de Fraternidad con-
movían a gente sensible al ejemplo de París. Si Kant manifestó su emo-
ción ante la noticia del 14 de julio, intelectuales de menor envergadura iban
a visitar «... al país de la libertad)) y dirigían a sus compatriotas unos rela-
tos entusiastas.
Por su parte, los constituyentes franceses se mostraban muy pacíficos y
condenaban solemnemente las conquistas. Los políticos, cuales el viejo
canciller Kaimitz, se felicitaban al ver disturbios internos que «en el fm'uro
desviarían la energía de la formidable monarquía de las empresas extran-
jeras». Pero a medida que la Revolución francesa rebajaba la monarquía,
la inquietud del Emperador y de los príncipes alemanes se acrecentó. ¿Po-
día consentirse que se estableciese en París un foco de subversión? Los emi-
grados, cada vez más numerosos, se instalaban a orillas del Rin, predicaban
la cruzada antirrevolucionaria y constituían ellos mismos un pequeño ejército
que proclamaba su deseo de ir a salvar a Luis XVI. Instaban, sin gran éxito,
a los príncipes alemanes a la cruzada monárquica. Pero el alboroto que ar-
maban indignaba a los hombres de Estado francés y daba un arma a los
agitadores revolucionarios contra la Corte y el partido austríaco dirigido
—según decían—por María Antonieta.
Los teóricos de la izquierda revolucionaria como Brissot, repitiendo la
tesis de los escritores prusófilos de la guerra de los Siete Años, pedían a voz
en cuello que se rompiera la alianza con los Habsburgo y que se reanudara
la lucha contra la Casa de Austria. En la Corte, los partidarios de la política
de lo peor los apoyaban, con la esperanza de que una guerra perdida permi-
tiría devolver al rey sus prerrogativas. Así se constituyó un potente partido
de la guerra que arrastró al país, pese a las advertencias de Robespierre,
que veía en un conflicto una vía que llevaba a la dictadura militar. Pero
«el incorruptible» no fue oído y la Asamblea Legislativa, al votar la decla-
60
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
61
CLAUDE MARTÍN
62
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
su ejército en los hielos rusos, y una explosión de furor nacional iba a alzar
contra él a los militares y a los intelectuales alemanes, y más tarde a los
soberanos que habían tratado de contemporizar. Los prusianos, los más hu-
nrllados después de lena, iban a ser los más encarnizados en tomarse la
revancha. Blücher, el vencedor de Waterloo con Wellington, encarna el ar-
dor prusiano por abatir a Napoleón. Pero el viejo zorro también reclamaba
el retorno de Alsacia a Alemania, y constantes medidas de vigilancia contra
Francia. La moderación del tratado de Viena lo decepcionó.
Un foso se había abierto entre Francia y Alemania. Ambas naciones ha-
bían conocido los horrores de la invasión, la amargura de la ocupación mi-
litar, los excesos de los soldados. Sus pueblos no podían olvidarlo. Al volver
la paz, la desconfianza permaneció.
De ello resultó un estado de espíritu complejo. Algunos liberales, como
Heine, seguían mostrándose francófilos y vibraban por las revoluciones pa-
risinas. En la misma Francia, el romanticismo hacía que se admirase a la
«soñadora Germania». Desde Mme. de Sfae], la élite francesa concedía una
gran consideración al pueblo alemán, honesto, trabajador, amante de la cul-
tura y de las artes. Hugo, en su Rin o sus Burgravos; Lamartine, Michelet,
Quinet, expresaban su amistad admirativa por el pueblo vecino. Pero, al
mismo tiempo, la leyenda napoleónica llevaba a soñar con la revancha. La iz-
quierda profesaba que había que romper los tratados de 1815. La idea de
nuevas guerras no desagradaba.
Cuando, bajo Luis Felipe, estalló la crisis egipcia, en la que se enfren-
taban Inglaterra y Francia, por ambas partes se puso de manifiesto una
efervescencia belicosa señalada por las invectivas de los poetas. Signo de
los tiempos: en tanto que hasta la Revolución las guerras habían sido asunto
de los Estados, los pueblos se dejaban arrastrar por la pasión y eran los
jefes de Estado quienes conservaban la cabeza fría. Pero los pueblos no se
lo agradecían. Luis Felipe, el «Napoleón de la paz», como lo motejaba iró-
nicamente Heine, vio menguar con ello parte de su popularidad. Años más
tarde, según la predicción del Duque de Orleans a su padre, el rey de los
franceses perdía su corona en el arroyo de la calle de Saint-Denis, por no
haberla querido arriesgar en el Rin.
No obstante, ni la II República ni el II Imperio adoptaron una posición
antialemana. Por su parte, las cortes alemanas tenían demasiado que hacer
resistienda al empuje nacional-liberal de sus subditos para mezclarse en los
asuntos internos franceses. Napoleón III, que presumía de ser el albacea de
su tío, se proponía destruir el estatuto de 1815. Era favorable a la unidad ita-
63
CLAÜDE MARTÍN
64
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
65
CLAÜDE MARTÍN
66
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
67
CLAUDE MARTÍN
68
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
69
CLAUDE MARTÍN
70
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
71
CLAUDE MARTÍN
ministro de traición, aunque les hiciera saber, mezzo voce, que era preciso*
«trapacear». No obstante, la mayoría de los dos pueblos creía en «el espíritu
de Locarno», en el Pacto Briand-Kellog y en las elocuentes condenas de la
guerra. El retorno de la prosperidad engendraba el optimismo. Se hablaba
con admiración del renacer económico alemán. Tal vez la política de Thoiry
hubiese tenido éxito de haber durado esa prosperidad. Por desgracia, la
crisis de 1930 provocó la parálisis de gran parte de la industria alemana
y condenó al paro a millones de obreros y de empleados. Desesperados, éstos
se volvieron hacia las soluciones de la desesperación. Adolfo Hitler, profeta,
de un nacionalismo con tendencias socialistas, convertido en jefe del mayor
partido alemán, fue llamado por el presidente Hindenburg para ocupar el
cargo de canciller.
La marejada nacional-socialista había preocupado a los franceses. Estos
se vieron sorprendidos, a raíz de la victoria de Hitler, al oírle hablar cuma
un hombre de Estado y afirmar que respetaría los compromisos de Lo-
carno. Los franceses, aún desconfiando, pese a esas seguridades, se pre-
guntaban, sin embargo, si, después de todo, no .se podría llegar a un en-
tendimiento con ese antiguo combatiente que había conocido el horror de
las trincheras. Se vio, pues, a dirigentes de asociaciones de antiguos com-
batientes o a hombres políticos que se avinieron a trasladarse a Alemania y
hablar con él. Pero los actos del canciller no siempre coincidían con sus
palabras. La forma en que abandonó la conferencia del desarme y, luego, la
Sociedad de las Naciones daba motivos de inquietud. El rearme que practi-
caba, pese al tratado de Versalles, y posteriormente el restablecimiento del
servicio militar obligatorio, no dejaban apenas dudas respecto a sus inten-
ciones. Un gobierno francés fuerte, sin duda, hubiera reaccionado y tal
vez cortado el mal en su raíz. Pero el parlamentarismo decadente de la
III República temía las aventuras. Era más cómodo dejar hacer sin pro-
vocar escándalos. Fue, sin duda, en 1936 cuando más crudamente se pus»
de manifiesto semejante mentalidad. En víspera de las elecciones francesas,
Hifler procedió a la reocupación de la zona desmilitarizada de Renania, vio-
lando el tratado. El presidente del Consejo francés, Albert Sarraut, pronun-
ció un enérgico discurso, pero no desplazó un solo soldado. En París, la
llegada al poder del Frente Popular dirigido por León Blum acentuó la
tensión entre el nacional-socialismo antisemita de Berlín y el Gobierno demó-
crata de París. Pero la política exterior de León Blum se preocupó más de
la ayuda a prestar al Frente Popular español, que de la cuestión renana.
El Fuhrer lo aprovechó para pasar a la acción y proceder al Anschluss..
72
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
74
LAS RELACIONES FRANCO-ALEMANAS EN LA HISTORIA
75