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Vivir en Rebelion - Cristian Julia PDF

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Algo le oprime el pecho, no sabe

qué pero no lo deja dormir. Se


despierta cada tanto como
queriéndose adelantar al tic-tac
implacable. Al llegar la mañana
tiene los ojos bien abiertos y algo
en su mirada predice que ese día va
a ser distinto.
Vivir en rebelión es el primero de
una serie, destinados a pensar
nuestra existencia, nuestras
contradicciones. Busca ver más allá
de las apariencias, busca una salida
del laberinto de relaciones sociales
que hemos construido.
Vivir en rebelión es, ante todo, un
grito; un grito entre todos los gritos
que escuchamos a diario, un grito
de enojo y, sobre todo, un grito de
esperanza.
Cristian Juliá

Vivir en rebelión
Parte I - Conociendo las
cadenas

ePub r1.0
gertdelpozo 09.09.15
Cristian Juliá, 2014
Diseño de cubierta: Alberto de Mari
Dibujo: Eduardo Aguilar
Corrección: Alan Santillán

Editor digital: gertdelpozo


ePub base r1.2
Introducción
Este libro se compone de dos
historias: Por un lado se encuentra la
historia de nuestro personaje, alguien
que se levanta un día y no encuentra
sentido a nada de lo que hace. Por el
otro, se encuentra un desarrollo teórico
que intenta desentrañar las falsedades y
lo que se encuentra oculto de nuestra
vida actual; es decir, qué es lo que hace
que hagamos las cosas que hacemos.
Por momentos las historias se
cruzan, y por otros momentos no. Pero sí
hay un hilo que las une: la negación de
la vida que nos niega, la pregunta, la
búsqueda de algo más. ¿Por qué esto?
¿Por qué no mejor otra cosa?
«La rebelión consiste en mirar
una rosa
hasta pulverizarse los ojos».
Alejandra Pizarnik

«La vida debe ser vivida en el


borde.
Hay que ejercitar la rebelión:
negarse a sí mismo la atadura a
las normas,
rechazar su propio éxito,
negarse a repetirse, para ver
cada día, cada año,
cada idea como un verdadero
desafío.
Vivir la vida en la cuerda floja».
Philippe Petit
Capítulo I
Despertar
«¿Miedo al fracaso? ¿Qué
fracaso? Nada es suficiente para
quien lo suficiente es poco, pero
¿qué gloria podría compararse al
goce de charlar con los amigos
en una tarde de sol? ¿Qué poder
puede tanto como la necesidad
que nos empuja a amar, a comer,
a beber?
Hagamos dichosa la
inevitable mortalidad de la
vida».
Epicuro, citado por Galeano en
su libro «Espejos».

Esa noche no podía dormir, di


vueltas sobre la cama, me enredaba
entre las sábanas, por momentos me
despertaba asustado, sintiendo que ya
era tarde, que me había dormido.
Pero no. El reloj me avisaba que aún
quedaba tiempo.
La almohada se encontraba lejos de
mi cabeza y de la cama, en la esquina de
la habitación. Hice un esfuerzo por
alcanzarla estirando el brazo, fue inútil.
Bien entrada la madrugada soñé algo
que me volvió a despertar, algo de terror
debió ser, porque estaba asustado y
busqué encender la luz a manotazos
limpios. Me levanté todavía dormido,
tropezando con la ropa que se
encontraba revuelta en el piso. Entré al
baño con los ojos cerrados, de memoria
me senté y esperé. Debo haber dormido
un buen rato sentado porque cuando me
incorporé del inodoro ya se dejaba ver
nacer el día. Me acosté un rato más.
La noche había sido larguísima, pero
cuando tuve por fin que levantarme,
parecía que hubiera dormido poco y
nada.
Di un buen suspiro y me incorporé.
El reflejo indicaba un día hermoso. Ya
por dentro algo era diferente, algo se
anticipaba a mí decisión.
Puse el agua para el mate y di un
mordisco a una galletita vieja, que no
pude terminar. Abrí la heladera pero no
encontré nada adecuado para el
desayuno. No había nada para untar.
Daba igual, tampoco había nada sobre
que untar. Me hice unos amargos y
estuve por prender la televisión, pero
me arrepentí. Me quedé en silencio,
apoyado sobre la mesa de madera
mirando las plantas. Afuera el mundo ya
andaba, se escuchaba el ruido de autos y
personas alistándose. Abstraído en esos
sonidos, pensé en lo absurdo que era.
Dejé la pava calentado al mínimo,
para tomarme unos últimos antes de
salir. Mientras, me cambiaba. Ya por
dentro sentía algo diferente. No
soportaba la idea de volver a unirme al
mundo, tenía un sentimiento de enojo
mezclado con desesperación. Tardé
mucho en atarme los zapatos, de pasada
me miré al espejo y me di cierta lástima.
Tenía la cara como de muerto vivo.
Me tomé los últimos, impaciente,
pero en absoluto silencio. Siempre que
nos encontramos en el momento previo
de tomar una decisión importante, o en
decir o pensar algo que nos va a
cambiar el rumbo, hay algo en el
ambiente, en los sonidos, que ya está
prediciendo lo que va a suceder. Una
especie de calma previa a la tormenta.
En esos últimos minutos recordaba
cómo eran todos mis días:
Cada día de la semana el
despertador empezaba a hacer su gracia
desde las siete de la mañana, para lograr
su objetivo a las ocho. Me levantaba aún
dormido. Iba al baño, me reconocía
frente espejo (esto era algo que siempre
me costaba).
Me lavaba a penas la cara e iba
siempre directo hacía la cocina. Prendía
el fuego y ponía el agua. Mate o café,
dependiendo del día. Esos siempre eran
los minutos más rápidos de la vida.
Todo pasa rápido cuando deseamos que
pase lento.
A veces prendía la televisión o
ponía algo de música, sólo para acallar
los silencios. Me quedaba por un
instante mirando el vacío. Ya a esa
altura de la mañana empiezo a darme
cuenta que voy a llegar tarde, y entonces
tengo que apurar el trámite.
Esos son los últimos minutos que me
reservaba para terminar de despertar y
unirme al mundo de los vivos que, como
siempre, ya hacía rato que estaba
andando (¿acaso se había detenido en
algún momento?).
Después de todo el ritual de
entrecasa, salía a buscar el auto.
Siempre trataba de no hacer contacto
visual con vecinos que busquen cruzar
palabras de rutina.
Si afuera había un día de sol o de
temperatura agradable, pensaba en todas
las cosas que podía estar haciendo; o
mejor, en lo que no podía estar
haciendo. Si en cambio ese era un día
frio, nublado, me quejaba por tener que
salir de casa con un tiempo así.
Mi trabajo no implicaba gran
esfuerzo, era sobre todo administrativo,
pero el horario hacía que llegue de día y
que salga de noche. Eso me molestaba.
El día pasaba y yo no lo veía.
Lo que hacía, básicamente, era
firmar papeles, algunas cuentas, entregar
informes, cuando podía me escapaba a
tomar un poco de café. Había días más
bien tranquilos, otros más agitados, sea
como sea, cuando por fin me iba,
siempre e inevitablemente, lo hacía
cansado. Durante el trabajo pensaba en
que cuando saldría iba a hacer alguna
actividad, cenar con amigos, visitar a mi
hermana, practicar algún deporte.
Lo pensaba hasta que llegaba la hora
de irme. Porque para ese momento, todo
había perdido interés. Lo único que
deseaba era volver a mi casa sin gente,
sin ruidos, sin papeles, sin jefes. Mis
días transcurren así, sin demasiados
sobresaltos.
Me despertaba, iba al trabajo, salía
pensando en hacer algo distinto y casi
siempre terminaba volviendo a casa,
rápido, para cocinar algo (que
generalmente era algo rápido) y leer un
libro o bien, sólo dejarme en el sillón
con algún programa de televisión hasta
la hora de volver a la cama. Siempre
esperando los fines de semana para
hacer algo más.
Algunas veces cuando me quedaba
despierto mayor tiempo que el
«normal», ya porque me entretenía con
alguna película, ya porque el libro me
estimulaba para continuar, sabía que por
la mañana pagaría por esas horas
desveladas. En este mundo todo se paga,
incluso la lectura nocturna. Ese «saber»
condiciona esos momentos de placer.
Me sentía en falta no durmiendo lo que
me aconsejaban dormir para estar
productivo por la mañana.
Había una voz del orden que me
decía «descansá, recuperá la fuerza de
trabajo, recuperá tu productividad» esa
voz del orden aparecía sin darme cuenta,
pero era bien efectiva.
Ahora, que estaba pensado en mis
días, que los veía como parte de un
conjunto, los imaginaba parte de una
rueda implacable, que giraba y giraba y
yo en el medio, haciéndola funcionar,
sabiendo que no me conducía a ninguna
parte. Era como un hámster enjaulado
con su ruedita del terror.
Ya estaba saliendo, cuando no sé por
qué me detuve frente a la puerta, sólo me
senté y dejé estar un buen rato.
***

¿Cómo diablos puede un ser


humano disfrutar que un reloj
alarma lo despierte a las 5:30
am para brincar de la cama,
sentarse en el excusado, bañarse
y vestirse, comer a la fuerza,
cepillarse los dientes y cabello y
encima luchar con el tráfico para
llegar a un lugar donde usted,
esencialmente hace montañas de
dinero para alguien más, y
encima si le preguntan, debe
mostrarse agradecido por tener
la oportunidad de hacer eso?».
Charles Bukowski

¿Alguna vez se despertaron sintiendo


que nada de lo que hacemos tiene
demasiado sentido? Hoy me desperté de
esa manera, no le encuentro sentido a lo
que hago y sin embargo debo hacerlo,
hay un tiempo de mi vida que se lo debo
dedicar a un fin ajeno. Las actividades
que me gustan, que despiertan algo en
mí, no pagan mi comida, no pagan la luz,
no pagan el alquiler, así que yo, como
millones, debo dedicar una parte
importante de mi día a una actividad
rutinaria, una actividad que no elegí,
pero que, entre otras cosas, me
posibilita seguir respirando.
¿Qué sentido tiene todo esto?
Nosotros los humanos morimos, es así,
nuestra existencia es finita. Nadie sabe
qué tiempo tiene por vivir, pero todos
sabemos que morimos. ¿Tan difícil sería
vivir nuestro tiempo haciendo lo que
deseamos hacer? Por qué no podemos
simplemente dedicarnos a lo que
tenemos ganas, es decir un día a esto,
otro día a aquello, y otro día
simplemente dejarnos bajo el sol,
viendo la vida pasar. Me dirán «el
trabajo, el dinero, avanzar en la vida,
ser alguien» pero ¿qué puede ser más
importante que vivir nuestro tiempo
tranquilos, divertidos?, si un día quien
me dice eso, se levanta con la misma
idea que hoy me levanté yo, podrá ver
que el trabajo, el dinero, incluso el
concepto de ser alguien, son
construcciones y valoraciones humanas,
es decir históricas, transitorias, nosotros
somos los que le damos el valor y
somos quienes que podemos dejar de
dárselo.
El dinero puede ser un dios o ser un
papel sin importancia.
Ser alguien puede ser estudiar una
carrera, formar una empresa o puede ser
una persona que disfruta de pintar, de
escribir o de charlar una tarde con
amigos. Ningún valor es eterno.
«Necesitamos producir, no ves que la
gente muere de hambre» me grita uno.
Pero ¿Que la gente muera de hambre es
un problema de producción realmente?
Recuerdo haber leído por ahí que más
de la mitad de la comida que
producimos en el mundo se tira a la
basura… «necesitamos trabajar mucho
para tal vez un día tener una casa
propia» me alertan al oído. Pero ¿no es
absurda esta idea? Es decir, si nos
ponemos a pensar un instante
abstrayéndonos de la realidad que
conocemos, cuál es el sentido de esta
idea, si lo que sobran son casas y
tierras. Cada vez hay más casas vacías y
gente en las calles, no sería lo más
sensato que cada uno tenga su lugarcito
donde desarrollarse, crecer, vivir…
Y sin embargo, nos levantamos,
andamos…
Ahí estamos, todo los días, la taza
de café o el mate rápido, las caras
todavía nos recuerdan el sueño de la
noche anterior. Apurados salimos,
apurados andamos.
Gritamos, nos cruzamos por la calle
pero no nos reconocemos, no nos
importamos, hay un fin supremo, llegar
razonablemente temprano a nuestros
lugares de trabajo o estudio. Y ahí
nomás también empieza la tragedia, los
grandes centros urbanos se inundan de
autos, no cabemos, por más bocina que
toquemos, no cabemos. Y aunque nos
gritemos, nos odiemos, por más que
todos los días pisemos a alguno de
nosotros, no cabemos.
¡Producimos y compramos,
producimos y compramos!
He ahí nuestras vidas, podemos
resumir nuestro tiempo de esa manera.
Compramos autos, compramos viajes,
adornos, ropas, computadoras,
celulares, comidas. Y no nos alcanza,
siempre estamos corriendo detrás del
último grito de la moda y cuando lo
alcanzamos el deseo de poseer se
traslada inmediatamente a otro objeto. Y
ahí vamos de nuevo, corriendo una
carrera sin fin, que ni siquiera termina
con la muerte. Porque claro, es
importante viajar al «otro mundo» con
estilo.
Todas nuestras vidas se reducen a
eso, esta es la única cuestión: dedicar
nuestro mayor tiempo vital a hacer cosas
que no nos gustan, para consumir cosas
que no necesitamos. Y así llenamos
nuestro vacío interno con cosas externas.
«Hagamos dichosa la inevitable
mortalidad de la vida», esa frase
siempre me da ánimos, ¿por qué no?,
deseo hacer dichoso mi tiempo, quiero
divertirme, jugar, escribir, leer, tomarme
el tiempo que considere necesario para
hacer las cosas, disfrutar de cada
instante, de cada momento, de cada
sonrisa, de cada mirada. Sé que
millones sienten lo mismo ahora. Todos
tenemos miedo de vivir una vida sin
sentido, todos tenemos miedo de
levantarnos un día ya arrugados y no
entender qué fue lo que hicimos, por qué
dedicamos nuestro tiempo a actividades
ajenas, por qué no hicimos más de lo
que nos hacía bien y menos de lo que
nos hacía mal. Por qué no visitamos más
a aquel amigo, por qué no nos detuvimos
más en aquel parque, por qué no
disfrutamos más de esos cafés, por qué
no apreciamos más aquella flor, por qué
no contemplamos más atardeceres, por
qué no vivimos para nosotros.
Millones estamos pensando en este
momento hacer algo distinto, algo que
realmente valga la pena. La vida
rutinaria pende, en realidad, de un hilo,
de que reprimamos nuestro malestar, de
que no sigamos adelante con la idea de
una vida diferente, una vida opuesta a la
dominante, una vida en rebelión.
Hay momentos en que vivimos de
una manera intensa, en que nos
reencontramos con nosotros, en que le
damos tiempo a cada instante. Pero esos
momentos son escasos, están
determinados y cercados en un lugar
particular: el ocio.
El ocio debe existir sólo como una
recompensa, después de dedicar la
mayor parte de nuestro tiempo a un fin
ajeno (y de obviamente estar
agradecidos por ello) podemos utilizar
lo que nos queda del día para hacer algo
recreativo. Tal vez debamos explotar
estos momentos, si el ocio está al
margen, sólo como un lugar de
recompensa, tomemos estos márgenes,
pequeños aún, cercados, pero que deben
esconder, contradictoriamente, la vida
que deseamos hacer. Empecemos
entonces a vivir de otra manera desde
esos lugares: «Seamos perezosos en
todo, excepto en amar y en beber,
excepto en ser perezosos». Nos
aconsejaba uno hace ya tiempo.
Seguramente debimos escucharlo más.
La vida vacía y de consumo que
llevamos destruye el mundo y nos está
destruyendo a nosotros, contaminamos el
agua, la tierra y el aire; desaparecemos
especies; destruimos bosques;
contaminamos nuestros alimentos y todo
¿Para qué? ¿Qué sentido tiene?
Millones mueren de hambre, de frio,
de soledad y no nos importan, no los
reconocemos como parte de nosotros:
son los otros, los que no cuentan, los que
no comen, los que no duermen, los que
no sienten. Tan fácil sería que todos
tuviéramos comida suficiente, un techo,
agua y aire puro. ¿Qué más necesitamos?
¿Realmente este mundo putrefacto vale
la pena? ¿Cuánto tiempo nos queda para
hacer algo más?
Entonces, sí millones queremos
hacer otra cosa, ¿por qué no las hacemos
y ya? Debe existir algo que nos
imposibilite vivir tranquilos, dichosos,
algo que nos imposibilite simplemente
hacer lo que deseamos.
Para poder empezar a ver qué es lo
que se oculta, lo que nos sostiene,
necesitamos encontrar pensamientos,
ideas, sueños, personas, que nos ayuden
a entender. Pero para continuar,
debemos desconfiar de todo lo que hasta
ahora creíamos, pensar que tal vez lo
que pensábamos de la vida, no era tan
así. Si no aparecerán esas voces del
orden que nos dicen que «La vida no es
así muchacho, dejá de soñar». Pero no
le vamos a hacer caso, porque si todo lo
que es, puede dejar de ser, si todo está
en movimiento, si todo cambia y si
además y quizá sobre todo, somos
nosotros los que hacemos el mundo,
¿qué nos impide que las cosas sean de
otra manera? Se me ocurre que debe
haber todo un sistema que nos haga
pensar que la vida no cambia, que lo que
existe, existió siempre y que de alguna
manera nos trasmite sus valores y nos
hace pensar que sus valores son nuestros
valores. Todo un sistema que mantenga
el orden vigente, todo un sistema
encargado de engañarnos, de
encadenarnos.
Yo sé y todos sabemos que no es tan
fácil, por más que veamos que nada de
lo que hacemos tiene demasiado sentido,
igual lo hacemos, igual andamos, ese es
nuestro problema, esa es nuestra
contradicción a explorar.
Aún así todo debe comenzar por
algún lugar, debemos conocer, pues éste
es el primer paso para cambiar. Si
deseamos hacer algo diferente, debemos
buscar en primer lugar qué es lo que
hace particularmente difícil la rebelión,
qué es lo que nos amarra tan fuerte y tan
sutil a la vez que nos hace pensar que
realmente elegimos esto. Por eso en este
libro, empezaremos a buscar lo que se
esconde en las apariencias,
empezaremos a pensar en las amarras.
Desde que nacemos nos han
enseñado una realidad, nos han
enseñado a aceptarla, nos han enseñado
incluso a quererla.
Nos han contado un cuento y nos han
dicho que era nuestro propio cuento.
Nos han presentado un paisaje estable
que abrazamos como propio, que
aceptamos sin condiciones, sin reservas.
Poco fue lo que preguntamos y mucho lo
que callamos.
Nos han contado una historia, una
historia de la que éramos parte, de la
que debíamos estar orgullosos. Una
historia grande, de héroes, de libertad,
de democracia y justicia; y la creímos
con gusto. Nos han inventado unos
valores, y nos dijeron que eran eternos,
universales, que eran los nuestros, que
debíamos estar agradecidos, que eran
los valores de todo lo bueno y justo, de
todo lo sano y lo noble, de todo lo
hermoso y lo fuerte.
Los aceptamos.
Nos han inventado un pasado.
Ese pasado hoy sujeta nuestro
presente.
Nuestro presente nos condiciona el
futuro.
Capítulo II
La realidad como
tensión o el mundo
del espejo
«Que no te duerman con
cuentos de hadas».
Joaquín Sabina

Sentí que un mundo de posibilidades


se abría paso dentro de mí. Todavía no
soltaba la puerta, la tocaba, dudaba.
Observé las paredes de la casa, los
cuadros, la mancha de humedad con
forma de mapa, volví a mirar la nada,
me pregunté ¿Qué tal si hoy no? La
pregunta me emocionaba, la pregunta me
bajaba por un rato de la rueda. Era como
un hámster que lo sacaban de la jaula
para limpiarla y había tenido la
oportunidad de ver que efectivamente
existía otro mundo afuera de esa prisión
de cristal.

***

«Los cuentos de hadas son


bien ciertos, pero no porque nos
digan que los dragones existen,
sino porque nos dicen que
podemos vencerlos».
Chesterton.

Desde que nacemos nos han


enseñado un idioma, nos han enseñado
que pertenecemos a un país determinado
y que dentro de ese país pertenecemos a
un sector particular o clase.
Nos han ensañado que el hecho de
pertenecer a un país, nos diferencia, a su
vez, radicalmente de las personas que
nacen en otros países.
Nos han enseñado que a determinada
edad debíamos asistir a la escuela, y que
la escuela es la preparación para la
vida, o la antesala del trabajo.
Un día nos mostraron el reloj y nos
dijeron que un minuto es igual a otro,
que debíamos dividirlos y aprender a
separar ciertos tiempos, encerrarlos. De
esta manera fuimos aprendiendo, que
todo tiene su tiempo. Hay tiempo para
jugar y tanto otro que no; un tiempo para
dormir y tiempo para trabajar; tiempo
para aprender y tiempo para obedecer.
Tiempo para ser graciosos y tiempo para
ser serios. Nos fueron fraccionando, nos
delimitaron.
Nos han enseñado valores. Nos han
enseñado a distinguir lo bueno de lo
malo, lo bello de lo feo, lo que se dice y
en qué lugares se dice y lo que no se
debe decir nunca. Lo que se debe creer,
lo que no se debe creer. Lo que debemos
amar y lo que debemos odiar.
Básicamente todo un universo de
conceptos que nos definían y que nos
decían qué es lo que debemos ser.
Y sobre todo qué es lo que no
debemos ser.
Y así entendimos que en la escuela
íbamos a aprender y a obedecer, que nos
convenían ciertos tipos de amigos, que
los profesores siempre tenían razón.
Aprendimos que la policía es buena,
que nos defiende de todo lo oscuro y lo
malo. Sobre todo de aquella gente
envidiosa y peligrosa, es decir las
personas negras (ojo, negras de alma).
Que el Estado somos todos y que
vela por todos. Que el trabajo dignifica
y que, por lo tanto, siempre es mejor
trabajar que no hacerlo, sin importar las
condiciones ni las forma. Aprendimos
qué ropa es adecuada para cada
momento, que ella como todo pasa de
moda y que no está bueno pasar de
moda. Que debíamos crecer rápido,
preguntar poco, obedecer mucho y ser
alguien (alguien, es decir un título),
alguien, para que el mundo esté
orgulloso de nosotros.
Y así fuimos creciendo,
formándonos con ciertas ideas, ciertos
conceptos, cierta forma de relacionarnos
y de ver el mundo y a través de esta
forma de entenderlo, conocimos la
realidad y lo que la realidad esperaba
de nosotros.
Entonces, el mundo se nos hizo
carne. Creciendo aceptamos todo lo que
nos iban diciendo. A través de estos
conceptos, que íbamos internalizando,
pudimos tener una mirada particular de
la vida y la realidad. Una realidad que
se nos presentaba como estable, eterna,
armónica.
Lo que nosotros no sabíamos,
(aunque debo decir que siempre de
alguna manera sospechamos) es que
debajo de esa realidad estable se
esconden otras realidades, otros
valores, otras historias, otros mundos en
lucha por salir a la superficie, mundos
que se encuentran en lucha por abrir el
aparente mundo cerrado de la realidad
impuesta.
A través de nuestras dudas, esas que
aparecían a veces, desordenadas,
contradictorias. De nuestras
frustraciones, de nuestros cansancios, de
nuestros deseos. Pudimos empezar a ver
que existían otras historias, otras
personas, lugares, momentos,
fragmentos, ojos, tierras, experiencias,
que no encajaban, que no entraban
dentro de lo que nos habían enseñado.
Entonces nos preguntamos ¿Por qué
estos otros mundos no aparecen, no son
opciones, no los nombramos, no los
conocemos? Y nos dimos cuenta que hay
toda una intencionalidad para que estos
mundos no aparezcan, no cuenten.
Si la sociedad se muestra estable y
unitaria (como única realidad posible)
forma parte de su lucha por subordinar
otras realidades. Pues, como veremos
más adelante, cualquier sociedad que se
base en la explotación, en la
subordinación de realidades otras, es
decir cualquier sociedad de clases es
inevitablemente inestable, cualquier
sociedad antagónicamente divida genera
lucha constante. Entonces como parte de
esa lucha, necesariamente la dominante
debe subordinar y hacer desaparecer
otras posibilidades. Pero no nos
adelantemos.
Preguntándonos nos fuimos dando
cuenta que nosotros también éramos
parte activa en esa lucha. Todo lo que
habíamos aprendido, la forma de vivir y
de hacer era lo dominante, así que
inevitablemente éramos parte. Todos los
días debíamos aceptar de forma
explícita o implícita, vivir a la manera
que habíamos aprendido. Trabajar,
comprar cosas, pagar. Pero esas
condiciones que se nos aparecían como
naturales eran impuestas, aparecían
como resultado de nuestra elección libre
¿Pero qué elección podía haber, si no
nos daban más que una alternativa?
Todos los días debíamos reproducir
esa forma de vida que no habíamos
decidido elegir y sin embargo debíamos
hacerlo.
Pero por otro lado, el hecho de
dudar, el preguntarnos ¿Ya no abría la
posibilidad de cambio? ¿Ya no estaba
abriendo las puertas de una realidad
otra? Entendimos que todo momento
estaba atravesado por la incertidumbre,
por la posibilidad de hacer algo
diferente, por preguntarse, y que si nos
estábamos preguntando era porque
cuestionábamos y si cuestionábamos era
porque también estábamos participando
de la lucha del otro lado. Es decir,
negándonos o preguntándonos,
empezábamos a abrir posibilidades o
mundos muy otros.
Entonces toda nuestra sociedad
estaba atravesada por una constate lucha
subterránea, una lucha entre realidades
posibles. La vida estaba tensionada y
nosotros participábamos.
Preguntarnos, entonces, era la forma
primerísima de resistir.
A través de esta forma primera de
resistencia, fuimos desconfiando de la
realidad, de su naturalidad, y fuimos
conociendo los engaños a los que
habíamos sido sometidos, pero aún todo
era muy desordenado.
Para lograr unir esos avances,
necesitamos algún tipo de concepto,
para poder nombrar nuestro caminar,
nuestro cuestionar.
Como dijimos entonces, la realidad
así como nos la presentaron, para
sostenerse, para mantenerse como única
y eterna, necesita de conceptos
armoniosos entre sí que den cuenta de
ella.
Vamos a llamarle al conjunto de
estos conceptos discurso dominante.
Los discursos dominantes son, entonces,
aquellos que niegan otras realidades,
que nos muestran sólo una posibilidad,
la actual. Estos discursos actúan como
una compleja red de protección que
aparecen en todas las instituciones de la
sociedad. Estos pueden aparecer de
forma explícita en ciertos sectores
estratégicos para mantener el orden
social como en el Estado a través de las
normas, de leyes que nos dicen qué
podemos hacer y qué no, de forma aún
más directa cuando la policía reprime
cualquier actividad que no encaje dentro
de esta lógica. Pero también de manera
implícita aparecen en lo que llamamos
sentido común, formas de pensar que las
personas van adquiriendo (como dijimos
desde que nos vamos formando) que
aparecen como naturales, desordenadas,
contradictorias, pero que no lo son, más
bien estos son fundamentales en la lucha
por cerrar el mundo, pues nos
imposibilitan pensar de otra forma.
Estos se van introduciendo poco a poco
por medio de las instituciones de la
sociedad. Los discursos dominantes son
parte de todas nuestras prácticas, todos
nuestros pensamientos, de todas nuestras
acciones, incluso de las que parecen
más críticas. Es nuestra forma de ver y
comprender el mundo.
Por otro lado sabemos que esto no
es perfecto. Que si nosotros dudamos, es
porque existe la posibilidad de cambio y
también sabemos que no sólo nosotros
empezamos a dudar. Sabemos que
muchos, millones, no están contentos con
esta forma de sociedad, que el
descontento crece en las calles y en
todos los rincones. Nosotros mismos
fuimos sintiendo ese descontento.
Toda esa frustración, a veces es
canalizada en prácticas que no encajan,
en esos otros mundos que forman
alternativas, que buscan una salida.
Entonces a estas formas alternativas de
hacer y de vivir podemos llamarle
discursos subalternos.
Los discursos subalternos, como
dijimos, son: todos esos sueños, todas
esas prácticas, todas esas ideas, todos
esos proyectos que intentan generar otra
realidad y que ya son en sí mismas una
realidad en proyección diferente. Toda
esas personas que prefieren hacer las
cosas de otra forma.
Estos dos conceptos se encuentran
en lucha constante.
Discursos dominantes y discursos
subalternos se enfrentan todos los días y
en todo lugar, como vimos, en nosotros a
través de aceptar y criticar también,
unos para seguir reproduciendo las
relaciones sociales (las formas en que
nos relacionamos entre nosotros, las
formas en que pensamos y la forma en
que nos relacionamos con el mundo) y
otros para cuestionarlas y potenciar
otras relaciones sociales y realidades
posibles.
Es decir si los discursos dominantes
luchan por negar cualquier realidad
alternativa, los subalternos luchan contra
esa negación. Generan conceptos
alternativos que dan cuenta de otras
posibilidades que ante los ojos del
mundo dominante aparecen invisibles.
Estos conceptos descubren un mundo
potencial, un mundo que existe en los
márgenes del sistema, y existen en
nosotros como sueños, esperanzas,
momentos, como una promesa que
todavía no se cumplió. Pero que ya
existe.

***

«El volcán es una belleza. Su


belleza se encuentra no sólo en
lo que se ve (la cumbre nevada,
el humo elevándose de la nieve),
sino en lo que no se ve: el
corazón reprimido pero rebelde.
Es el contraste que nos atrae,
el contraste entre lo frio y lo
ardiente, entre la nieve por fuera
y el horno por dentro, la
pasividad tranquila del exterior
y la actividad frenética interna,
la previsibilidad aparente por
fuera y la imprevisibilidad total
por dentro. Sobre todo, el volcán
es testigo constante de la fuerza
de lo reprimido».
John Holloway
Pudimos nombrar lo que hasta ahora
se nos aparecía sin nombre, mezclado.
Ahora bien, continuando en nuestro
viaje, esas luchas de las que hablamos,
muchas veces no las vemos, o las vemos
de manera contradictoria.
«Muy lindo todo, pero si mañana no
ganas lo suficiente, te vamos a cortar la
luz» nos dice otra vez la voz del orden.
Y en ese momento se acaba todo
pensamiento. Pero tal vez esas mismas
palabras podemos entenderlas como
lucha. Pues como a nosotros nos dicen
eso a muchos campesinos les dijeron
«esta tierra ya no es tuya, ándate a morir
por ahí». Esto es lo terrible. Es tan dura,
tan concreta la realidad contra la que
nos chocamos, que nos parece que
existiera sólo ella y lo demás es un
desvarío trasnochado. Lindo, pero pura
fantasía.
Podríamos pensar, entonces, que
hasta ahora todo lo que relatamos está
muy bien, pero que es irreal.
Que cuando uno se levanta todos los
días, no ve ningún tipo de lucha, sólo
eventualmente algún conflicto aislado.
Pero si aceptamos esto, tenemos que
aceptar las muertes, la pobreza, la
contaminación, la rutina, el encierro
físico y mental, la vida que se nos pasa.
Estaríamos dándole las espaldas a
millones que como nosotros empiezan a
preguntarse, a millones de luchas que
ahora mismo están construyendo otra
forma de vida.
Están ahí afuera, escondidas en las
sombras, en pequeños proyectos, en
grandes manifestaciones, en sueño, en
andares y deseares. No tenemos los
conceptos, las palabras, pues nosotros
usamos los conceptos de los discursos
dominantes, que se esfuerzan por
invisibilizar, por no nombrar. Nuestra
lucha, esa lucha, se encuentra muchas
veces por dentro de las apariencias,
dentro de los volcanes, potencialmente
explosivos.
Tenemos que aprender a ver sin
mirar.
Estas existen en todos los rincones
del mundo, sólo hay que aprender a
verlas, aprender un nuevo lenguaje de
lucha que las potencie, que extienda
redes de comunicación, de apoyo, de
resistencia.
En este momento es difícil pensar en
hacer algo diferente, el camino se
empieza a oscurecer, pero no podemos
más que seguir en nuestra búsqueda, la
esperanza de una vida que realmente
valga la pena depende de este camino.
Entonces lo que estamos
aprendiendo, es que la sociedad existe
de manera bidimensional. Es decir por
un lado la dimensión que conocemos, la
que aprendimos, la forma en que se nos
presenta a través del discurso y las
prácticas dominantes. Pero también
existen los otros mundos que estamos
empezando a ver, todas las prácticas
alternativas que componen los discursos
subalternos, la realidad de lo que puede
ser. Ese «poder ser», dijimos, son
experiencias, espacios, sueños, personas
que viven otra realidad. Una realidad
posible que existe subordinada pero en
rebeldía contra la subordinación,
nosotros mismos, entonces, existimos
(en la medida en que nos preguntamos)
bidimensionalmente.
La sociedad es bidimensional, los
dos lugares existen, pero no existen
armónicamente, existen
antagónicamente.
Y nosotros también existimos
divididos, antagónicos entre lo que
somos y lo que lucha contra lo que
somos.
Los discursos subalternos, existen en
el «lado oscuro de la luna», en el lugar
de lo posible. Lo subalterno trata de
hacerse visible, intenta hacer estallar
esa tensión y abrir el mundo dominante.
El hecho de que no podamos ver las
luchas, implica que vivimos dominados.
Pero esto mismo nos sugiere otras
preguntas, ¿dónde está la dominación?
¿De qué manera se ejerce?

***
La dominación
invisible
«Un obrero es un esclavo
buscando a su amo».
Marx

El celular llevaba un rato sonando.


No mire quien llamaba, ya sabía.
El primer rato lo pasé sin saber qué
hacer. Era extraña la sensación de tener
todo el día para mí. Mis días caminaban
siempre igual. Un detalle, una palabra,
una buena película, eran suficientes para
cambiar algo de la rutina. Pero la
sensación que tenía ahora, era diferente,
podía hacer las cosas sin apuros, sin
tiempos, nadie esperaba nada, nadie me
obligaba a nada.
Lo primero que hice fue liberarme
de esa ropa odiosa y calurosa que usaba
siempre. Los zapatos volaron por el aire
y uno dio sobre unos peones de ajedrez
enterrados por el polvo. Una vez que
mis pies pudieron sentir el vientito de la
libertad, me saqué la camisa y los
pantalones. La camisa se acomodó sola
sobre el sillón y los pantalones
resistieron un rato mis tirones, hasta que
por fin cedieron y ahí quedaron,
derrotados sobre la entrada. Pensé que
hacía tiempo que no desayunaba en
serio. Me exprimí unas naranjas, que no
llegaban a cubrir medio vaso. Mientras
esperaba que el agua se caliente, puse
unos panes viejos a tostar. Batí un poco
de café fuerte. Al rato estaba listo para
disfrutar de un buen desayuno. Me
abalancé sobre las tostadas como si
nunca hubiera comido. El café estaba
demasiado caliente y un par de veces me
quemé. Al rato me relajé y me hundí
sobre la silla.
Pensé que estaba solo. Es decir,
frecuentaba a ciertas personas. Los
jueves los compañeros de oficina me
invitaban a cenar, era una rutina que a la
vez los hacia cortar con la otra rutina.
No sé por qué casi nunca aceptaba
participar. A los amigos de la vida hacía
tiempo que no los veía y cuando nos
encontrábamos, generalmente encuentros
programados por meses y postergados
varias veces hasta que lográbamos ceder
a nuestras excusas, terminaba
defraudado. Nuestro tiempo había sido
hermoso, pero había pasado. Ahora
forzábamos temas de conversación,
siempre tocábamos lugares comunes,
nada era auténtico. Todos nos
felicitábamos por los logros
conseguidos a través de los años, pero
todos sabíamos que nos mentíamos. Los
veía y me veía y me daba pena. No
éramos nosotros, éramos el reflejo de lo
que habíamos sido alguna vez. Malas
copias de los originales.
De vez en cuando llegaba a casa
alguna visitante nocturna que con suerte
dormía hasta la mañana siguiente. No me
importaba cruzar palabra, sólo
necesitaba calmar las ansias. Las
palabras que salían de mi boca, eran de
un horrible manual de instrucciones.
Siempre iguales. Alguna vez podía
salirme del libreto, pero debía estar
bien ebrio. Cuando la noche moría,
deseaba estar solo, odiaba esa sombra
recostada del lado izquierdo de la cama.
Tenía a mi hermana. Siempre fuimos
juntos a todos lados, era mi verdadera
compañera, aunque en los últimos
tiempos también nos fuimos soltando. La
vida es así, pensé.
Pero estaba solo, realmente solo.
Las charlas no me estimulaban, sentía
que siempre decía lo mismo, me repetía
a mí mismo.
De antemano sabía lo que las
personas querían escuchar de mi boca y
no las defraudaba. Era una farsa. Me
lamenté por las pérdidas, es decir, todo
era un gran circo que nosotros mismos
habíamos montado, pero que ahora
andaba solo.
Mis amigos habían cambiado, nos
fuimos adaptando, se habían convertido
en algo que no me gustaba. Yo era una
mentira de mí mismo, todo era una gran
farsa. Un par de años atrás teníamos
muchos mundos posibles por recorrer,
pero se nos fueron cerrando, se nos
fueron negando. Ahora me sentía un
poco patético.
Pasé sobre el espejo sin mirar lo que
se reflejaba, agarré el tablero, corrí el
zapato y lo traje sobre la mesa, soplé
para sacarle un poco el polvo. Y ahí me
quedé, pensado alguna jugada.

***

¿Cómo llegamos a esta situación?


¿Cómo naturalizamos las vidas de
miserias, las vidas vacías, las vidas
tristes? ¿Cómo puede ser que pensemos
que vivimos en el reino de la libertad, la
democracia, en la mejor situación
posible? ¿Cómo creemos que lo mejor
es dedicar nuestro mejor y mayor tiempo
a otros a los que no les importamos? En
palabras de Bukowski.

¿Cómo diablos puede un ser


humano disfrutar que un reloj
alarma lo despierte a las 5:30
am para brincar de la cama,
sentarse en el excusado, bañarse
y vestirse, comer a la fuerza,
cepillarse los dientes y cabello y
encima luchar con el tráfico para
llegar a un lugar donde usted,
esencialmente hace montañas de
dinero para alguien más, y
encima si le preguntan, debe
mostrarse agradecido por tener
la oportunidad de hacer eso?».

Antes de nuestra actual forma de


organización social existían otras
formas. Todos más o menos sabemos
que en estas otras formas existían
personas que no eran dueñas de sí
mismas.
En las sociedades esclavistas y las
feudales un grupo mayoritario de
personas trabajan, producen para sus
amos o dueños. El otro pequeño grupo
vive sin producir, viven de lo que
producen sus esclavos. Viven entre otras
cosas, de mantener esa subordinación
por medio de la cohesión, pero sobre
todo de la fuerza.
Entonces, las dos formas de
organización dividían la sociedad en
dos grupos, unos los que producían,
otros los que se beneficiaban de esa
producción. En las sociedades
esclavistas, la explotación, la
subordinación es directa. Los esclavos
pertenecen de manera directa al amo, si
estos desobedecen las órdenes es
probable que se los castigue físicamente
incluso hasta matarlos. Estos castigos
corporales eran ejercidos por los
propios amos.
Los que producen son los esclavos
pero su producto es apropiado por los
amos. De hecho ellos mismos son
reducidos a la categoría de cosa, no son
dueños de si, le pertenecen a alguien
más.
En este tipo de relación la
dominación de una clase por otra se da
sobre la base de que unas personas le
pertenecen a otras. Es decir es una
relación personal.
Otra vez, por un lado los esclavos
son los productores, es decir quienes se
encargan que la sociedad logre
sobrevivir, quienes hacen andar al
mundo, los otros los amos, no pueden
sobrevivir sin éstos, su supervivencia
depende de que aquellos les sigan
creyendo su potestad (obviamente esto
no fue fácil).
Los amos son los dueños de los
esclavos y son quienes reducen a estos
al estado de cosa y quienes se apropian
de su producto.
En las sociedades feudales la
relación de dominación se ejerce por
medio de la idea de que las personas se
ordenan en base a una jerarquía divina.
La relación en este caso también es
personal y se reproducen más o menos
las mismas relaciones de dominio de
unos sobre otros.
Para los dos tipos de sociedades, la
violencia o la amenaza de ella como
dijimos, es ejercida de manera directa.
Los actos entonces de insubordinación,
es decir la negación a producir lo que se
les pedía, es una rebelión personal,
contra el amo o el señor feudal. La
insoportable situación de no ser dueños
de sí mismos, hicieron que se gestaran
rebeliones de todo tipo, fugas, hasta
suicidios colectivos. No soportaban así
sin más la explotación y odiaban a sus
opresores.
Ahora bien, paulatinamente esta
relación se hizo insostenible, las grietas
sobre las dominación se hicieron cada
vez más fuertes y la cadena que los
ataba a unos y a otros se rompió y la
antigua relación fue cediendo a otro tipo
de relación social, la nuestra.
Los antiguos siervos del sistema
feudal, quedan en libertad.
Es decir nadie puede ahora decir
que les pertenecen, nadie puede
adjudicar un derecho divino sobre su
persona, nadie puede adjudicarse la
posesión de otra persona. Pero los
siervos que vivían de la tierra, de la
parcela de tierra que les quedaba para
su supervivencia física, ahora se
encuentran en libertad, pero en libertad
también de tierras para producir, pues
las tierras tienen dueños. Las tierras han
sido cercadas, los antiguos siervos se
encuentran acorralados. Libres de la
tiranía de sus amos, pero también libres
de cualquier posesión, de cualquier
medio para reproducir su vida y la de su
familia.
¿Qué debieron hacer para
sobrevivir?
Pues no tuvieron más remedio que
vender su capacidad de producir, no
tuvieron más remedio que vender su
capacidad de trabajar (fuerza de
trabajo). Los dueños de la tierra y de
las nuevas fábricas que estaban
naciendo y que necesitaban de brazos
fuertes y desesperados los recibieron
con una sonrisa de oreja a oreja,
retribuyéndoles un salario de hambre, se
aseguraron que sus tierras y fábricas se
llenen de personas que las hagan
funcionar.
¿Y el producto del trabajo quien se
lo quedaba?
El producto del trabajo se los
quedan, los dueños de las fábricas y
tierras. Los productores, llamados ahora
trabajadores, reciben una retribución
por el tiempo que están trabajando.
Entonces pienso que acá hay algo,
una trampa en el origen de nuestra forma
de organizarnos. Veamos pues los
siervos consiguieron una libertad, pero
una libertad a medias, ilusoria. ¿La
relación de dominación no se sigue
ejerciendo, entonces, pero por otros
medios?:
En nuestra sociedad a diferencia de
las otras, la dominación no se ejerce de
manera directa (esta es una de las causas
por las cuales se hace difícil poder
verla), la dominación se ejerce en base
a la propiedad del producto de los
dominados. La relación social moderna
se basa en la propiedad de la
producción.
Volvamos a pensar la situación: Para
producir, se necesita algún tipo de
producción previa. El producto pasado,
se congela en manos de los señores,
tienen dueños las tierras y esta tenencia
se convierte en el medio para producir
los nuevos productos.
Es decir, medios de producción.
Entonces los siervos son liberados pero
esta libertad es falsa. Son libres de las
viejas ataduras que los relacionaba de
manera directa con los señores, pero
también son liberados de toda posesión,
de cualquier medio para poder
reproducir su vida, no teniendo más
remedio que vender su fuerza de trabajo
a quienes detentan la capacidad de
producir, los dueños de los medios de
producción.
Así las cosas: por un lado quienes
detentan los medios a través de la
posesión de dinero, tienen las
herramientas para producir, pero no son
productores. Por el otro, quienes son
productores, no tienen los medios para
producir.
Vemos como se produce una nueva
forma de subordinación, sólo que esta
vez, hay un ocultamiento de la misma.
Mientras que unos se han apropiado de
los medios necesarios para producir, los
otros son librados a su suerte,
despojados de toda posibilidad de
supervivencia. Los dos van al naciente
mercado de trabajo.
En primer lugar parece un trato
justo; unos tienen medios de producción
y les dicen a los otros «ven a trabajar
para nosotros, te pagaremos el tiempo
que estén aquí para que puedas vivir»,
los otros sin demasiadas opciones,
aceptan.
Pero no van a este encuentro de
forma simétrica, en igualdad de
condiciones, sino que es una relación
asimétrica, los productores se
encuentran en una relación de
desigualdad frente a los capitalistas
(quienes acumulan el capital). Esta es
una mentira, un robo fenomenal que
genera una grieta en toda nuestra
existencia. El robo es mayor porque se
oculta, aparece como una relación justa,
entre iguales. A los productores se los
arroja al mercado sin tierra, sin
productos, sin posibilidad de
negociación y entonces no les queda otra
opción que aceptar producir un producto
que no les va a pertenecer, que será
nuevamente despojado, que se lo
apropiarán y todo esto justificado, a
través del flamante Derecho, como una
relación entre «iguales y libres».
En principio uno puede dejar de
hacer un determinado trabajo y no
recibir un castigo de forma directa, ya
que es libre de su persona, el uso de la
fuerza o la amenaza de ella no corre por
cuenta de los capitalistas. El centro de
la protección es lo hecho, los medios de
producción, el producto convertido en
propiedad. Pero esta protección
tampoco la ejerce el capitalista
individual, es necesariamente otro
agente que vela por fuera, pues que los
capitalistas pudieran ejercer la fuerza y
la protección de manera directa atentaría
contra la nueva forma de organización
«libre». Esta instancia que se erige para
proteger la propiedad es el Estado. Así
se genera lo político, como un lugar por
fuera de la sociedad; escindido de lo
económico, el lugar donde mandan los
capitalistas individuales.
Si la propiedad como dijimos es un
robo, un robo a los productores de la
sociedad, un robo a mano armada por
cierto, lo característico de nuestra
sociedad (le llamaremos sociedad
capitalista) es que quien detenta las
armas no es aquél que comete el robo.
Quien detenta las armas (el Estado), se
escinde y sólo se asegura que se
produzca el robo a través de la ley.
Para que sea posible el robo del
producto, a diferencia de las sociedades
feudales o esclavistas, en la sociedad
capitalista es el Estado quien posea el
monopolio de la violencia o amenaza de
ella. El Estado a través de la policía, de
sus aparatos ideológicos como las
escuelas, los medios de comunicación, a
través de las cárceles, de los
manicomios y a través del Derecho, que
genera una igualdad abstracta, una
aparente igualdad que esconde el robo y
las clases y hace aparecer a la sociedad
como una comunidad de iguales, es
quien asegura la reproducción de las
relaciones sociales capitalistas.
Entonces la formación del Estado y su
existencia es constitutiva de las
relaciones capitalistas de producción.

***

Salí a caminar sin un rumbo fijo,


necesitaba despejarme.
Afuera todo seguía igual, ya el sol
empezaba su implacable descenso. Las
viejas del barrio se amontonaban en la
verdulería, tocaban los tomates, elegían
unos y después otros.
Se comentaban alguna cosa al oído.
Hacía calor, las luces del barrio se
encendían y las de los locales se
apagaban.
Caminé unas cuadras zigzagueando,
todo seguía igual, pero al mismo tiempo
todo era diferente. Mi perspectiva había
cambiado, de alguna manera todo me
parecía una obra de teatro, pensé que en
cualquier momento el telón tenía que
bajar. Fui hasta el almacén de un viejo
como de mil años. Parecía que el
almacén había ido envejeciendo con él.
Compré una botella de whisky llena
de polvo. La marca no la conocía, pero
era la única que había. Empecé a
caminar en sentido contrario. Doblé en
una esquina; fijando el rumbo de vuelta
a casa, me crucé con unos ojos extraños,
profundos, rojos como el fuego. Era un
chico sucio, que andaba por ahí
vendiendo naranjas. Le compré una
bolsa. No dijo nada, siguió su camino
tocando puertas negadas. Pero cuando
nos íbamos alejando, nos volvimos a
mirar, existió, pienso, alguna especie de
comunicación subterránea.
Ya estaba subiendo las escaleras y
entrando en casa. Pasé la puerta y
destapé el whisky, me serví un buen
vaso(sin hielo) y me dejé caer sobre el
sillón, corrí la camisa que yacía
arrugada sobre el respaldo.
Me había quedado dormido. Cuando
desperté, supuse que era bastante tarde,
porque la noche estaba muy espesa.
Había soñado con esos ojos intensos.
Serví otro trago y fui hacia la cama.

***

Recapitulando: Nuestra existencia es


una existencia en tensión. Desde que
nacimos pensamos la vida de una
manera, la manera en que los discursos
dominantes nos hicieron pensar.
Nuestro pensamiento tendía a tornar
natural la sociedad y con ella, la
violencia, la obediencia, el hambre, la
miseria.
Sobre nuestra vida misma sea cual
fuere, no ejercíamos demasiada
reflexión, existíamos de esta manera y
ya. Pero ahora decimos que nuestro
tiempo vive en tensión permanente,
porque lo que aparece como natural y
estable, lejos está de serlo.
Nos introducimos por debajo de esa
aparente calma y vimos que existe una
lucha, porque aunque velada, aún existe
la dominación, la explotación, y que
como en toda relación de dominio, los
dominados desean liberarse. También
vimos que existen ciertas características
específicas de las relaciones sociales
capitalistas que generan un ocultamiento
del dominio. Los productores van al
mercado de manera desigual, pero
aparece como una justa relación. A estos
se le roba su producto y el proceso de
hacer ese producto tampoco le
pertenece. Y todo esto se manifiesta
todos los días, sobre todo en las calles.

***

¿Humanidad?
«A esta hora exactamente,
hay un niño en la calle».
Mercedes Sosa y Calle 13
¿Qué relación tenemos los hombres
entre nosotros? ¿Hay algo que nos una?
¿Ese pasado que trajimos a la vida hoy,
esas frustraciones, esas tragedias, cómo
influye en nosotros?
¿Hay algún encuentro entre nosotros
y los siervos liberados?

«¿Quién no echa una mirada


al sol cuando atardece? ¿Quién
quita sus ojos del cometa cuando
estalla? ¿Quién no presta oídos a
una campana cuando por algún
hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa
campana cuya música lo traslada
fuera de este mundo?
Ningún hombre es una isla
entera por sí mismo. Cada
hombre es una pieza del
continente, una parte del todo. Si
el mar se lleva una porción de
tierra, toda Europa queda
disminuida, como si fuera un
promontorio, o la casa de uno de
tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla;
la muerte de cualquiera me
afecta, porque me encuentro
unido a toda la humanidad; por
eso, nunca preguntes por quién
doblan las campanas; doblan por
ti».
John Donne

Ninguna persona es una isla; la


muerte de cualquiera me afecta. ¿La
muerte de cualquiera me afecta?
Si hay algo que nos comunica, nos
une, nos entrelaza, es la producción en
sentido amplio. Veamos: los productos,
los objetos que producimos, que
creamos a través de la modificación de
la naturaleza, siempre implica sociedad.
Es decir siempre implica un
entrelazamiento de saberes y de oficios,
el pasado y el presente se comunican en
el resultado de la producción.
Todo lo que hacemos es social.
Cualquier tipo de producción, cualquier
tipo de trabajo, cualquier acto creativo,
es un proceso colectivo, donde
inevitablemente cualquier producción
esta entrelazada por una incontable
cantidad de producciones previas.
Desde el objeto más pequeño, hasta el
mismo acto de pensar algo, es un
proceso colectivo, donde influyen y son
parte necesaria otros haceres previos. Si
un carpintero hace una silla, necesita
previamente que alguien le enseñe la
forma correcta de hacerla, también
necesita que alguien modifique un árbol
y que lo convierta en madera y que
alguien también a su vez le proporcione
las herramientas necesarias para
trabajar.
Un escritor, necesita aprender una
forma de escribir, algún cuaderno o
computadora. Para empezar a hablar, a
entender el mundo a través de los
símbolos, necesitamos de nuestras
familias. Pensemos por ejemplo en
cualquier oficio, cualquier actividad
creadora o cualquier cosa que hagamos
y nos vamos a dar cuenta de la cantidad
de haceres y saberes, de procesos que
previos que se necesitan para llegar al
acto que estamos pensando, la red es
infinita, todos los haceres y saberes
están entrelazados y no se podría definir
en donde empieza uno y termina el otro.
A este proceso le llamaremos red
colectiva de hacer o flujo del hacer,
término que retomamos de Holloway.
El hacer o producción pasada se
convierten en medios de producción
presentes. Este proceso puede ser visto
como la relación profunda entre un
hombre y otro, como el entrelazarnos
como comunidad, es decir la humanidad
en nosotros, donde no se puede
diferenciar claramente mí hacer
individual del colectivo. Es decir que
más allá de las fronteras que nos
pongamos los unos a los otros, más allá
de los diques que se levanten contra
nuestro fluir, la verdad es que estamos
entrelazados, que vivimos como
humanidad más que como hombres
enteros e individuales.
Ahora bien en nuestro momento
histórico, este proceso no es reconocido
como tal, no somos para nada
conscientes de la profunda cercanía, de
la red que nos mezcla y confunde.
¿Por qué se produce este olvido?
¿Por qué no me importa el otro, si el
otro soy yo?
La apropiación del objeto producido
socialmente y convertido en propiedad
privada por parte de unos pocos,
quiebra la humanidad entendida como el
reconocimiento mutuo.
La apropiación de un objeto que es
por esencia social, quiebra la
sociabilidad del hacer. Es decir cuando
unos reclaman la propiedad privada de
los medios de producción (la
producción o hacer pasado) y a su vez
se adueñan del producto que sale como
resultado del proceso productivo, niegan
el carácter colectivo del objeto
producido. Quienes producen no son
dueños de su producto y no deciden las
características ni los modos de
producirlo, sólo aceptan, porque no
tienen alternativas.
Los que se apropian del producto
colectivo son quienes deciden lo que se
va a producir, son quienes dirigen el
proceso y quienes se apropian de sus
beneficios.
La colectividad, el nosotros
colectivo, se rompe, ahora existe la
colectividad de manera antagónica: por
un lado quienes dominan se erigen como
los sujetos creadores y por otro los
dominados, son sujetos invisibles,
negados, desubjetivados.
Los productos no aparecen como el
resultado de la comunidad social y los
hombres también divididos, tampoco
aparecen como miembros de una
humanidad. Los productores en
apariencia libres, pierden el producto,
ya que éste los niega como quienes lo
produjeron. Este producto les pertenece
a otros y son arrojados a la invisibilidad
de la historia. Quienes no hacen,
paradójicamente, son quienes aparecen
como los hacedores. Los trabajadores
quedan separados del objeto y
separados de los otros sujetos. La
humanidad es letra muerta.
La sociedad está organizada en base
al robo, en base a la fractura de la
sociedad como comunidad. Todos
corremos una carrera individual, la
fractura de ayer sigue existiendo hoy. No
hay respeto por el otro, porque no me
identifico con el otro.
No entiendo, no entendemos que el
otro, somos nosotros.
Capítulo III
El trabajo en tensión
«Traficamos con inmundicias
y podredumbre.
Nuestra entera vida social,
tan floreciente,
se basa en una mentira».
Henrik Ibsen

Lo que restó de la noche, la dormí


sin interrupciones. Fue una noche
tranquila, soy de los que despiertan
varias veces de madrugada para
comprobar que todavía no es hora de
levantarse, pero esa noche no.
Me levanté de la cama ya bien
despierto y fui directo hacia la cocina,
puse el agua, volví a la habitación y
revisé el tercer cajón de la mesita de
luz. Saqué una vieja caja, que parecía el
cofre de un tesoro pirata, donde
guardaba mis ahorros. Los conté rápido.
Sí, había más que suficiente.
Me tiré sobre el sillón con la taza de
café bien caliente. Tenía que pensar en
lo que iba a hacer. Recién ahí busqué el
celular, que no había visto desde el día
anterior, tenía varias llamadas y
mensajes de compañeros de trabajo,
preocupados porque había faltado y no
respondía. Me quedé un rato observando
sus mensajes, pero no respondí. ¿Qué
podía responder?, no sabía que
responder.
Volvieron a atraparme esos
sentimientos de soledad. Estaba solo.
Sentía cierto desprecio por la vida en
general. Pero más me despreciaba a mí
mismo. Despreciaba lo que era ahora, en
lo que me había convertido. «¿Mirá lo
que hacés, qué sentido tiene todo lo que
hacés?» me decía. Irme sería lo mejor,
mandar todo al carajo y ver qué podría
hacer para encontrarme.

***
El trabajo es como
decir dos cosas…
Me matan si no trabajo,
y si trabajo me matan.
Siempre me matan, me
matan, ay,
siempre me matan.
Ayer vi a un hombre
mirando,
mirando el sol que salía.
El hombre estaba muy serio
porque el hombre no veía.
Ay, los ciegos viven sin ver
cuando sale el sol.
Ayer vi a un niño jugando
a que mataba a otro niño.
Hay niños que se parecen
a los hombres trabajando.
Ay, quién le dirá cuando
crezcan
que los hombres no son
niños,
que no lo son.
Daniel Viglietti

Decir trabajo es decir dos cosas.


Por un lado está íntimamente
relacionado a lo social, a lo que somos,
a nuestra conexión con los demás seres
humanos y a nuestra reproducción como
especie. Por otro, es un engaño, una
prisión y un robo del pasado que
continúa en el presente. ¿Cómo pensar el
trabajo en dos sentidos tan opuestos?
Deben existir dos tipos de trabajo.
Uno el que nos es propio como especie,
el que nos caracteriza como humanos.
Pues algún tipo de actividad que
modifique el entorno siempre existió.
Recolectar la comida, hacer fuego,
construir refugios, cazar y pescar son
actividades de las primerísimas horas
sociales.
También podríamos pensar en
cultivar la tierra o incluso los primeros
cuentos, historias y saberes tallados en
piedras.
Son todas formas que entran en
nuestra descripción del trabajo. Pero
hoy sólo le llamamos trabajo a esa
cantidad de horas por días en las cual
obedecemos los mandatos de otros y que
a cambio te dan algunos de esos
papelitos que mueven el mundo. El
trabajo en nuestra cabeza está
íntimamente relacionado al esfuerzo, al
cansancio. Es más: tendemos a
dignificar a los que más esfuerzos
hacen: “Ese sí era un hombre, mirá el
sacrificio que hacía”. Todo lo que es
parte de un disfrute o bien no es
remunerado lo encasillamos en
“actividad extra”. Una actividad que no
cuenta más que como complemento, sólo
sirve si lo hacés además del trabajo
verdadero: el pago. “—¿Vos de qué
trabajás? —Yo no trabajo, soy ama de
casa» o “—yo no trabajo, soy
estudiante».
¿Cómo se produce este cambio?
El trabajo entonces existe de dos
maneras. Por un lado existe el trabajo
como actividad creadora, una actividad
consciente de modificación del entorno.
Este trabajo es común a todo tipo
sociedad, la forma de relacionarse del
hombre con la naturaleza y con los
demás hombres. Pero en el momento
histórico en el que vivimos, en nuestra
sociedad, esta forma de trabajo existe
atrapada bajo otro tipo de trabajo. Es
decir, existe subordinado. La otra forma
de trabajo, la dominante, es el trabajo
que nos mantiene prisioneros, es el
trabajo impuesto, el trabajo que les
impusieron a los siervos liberados, el
que nos imponen todos los días, el
trabajo que no nos pertenece, el trabajo
donde nos encontramos alienados.
Para desarrollar más este tema,
tendremos que apoyarnos en Marx, quien
en los Manuscritos económicos-
filosóficos de 1844 se centra en esta
cuestión.
El trabajo, es la forma que tiene el
hombre de relacionarse con sí mismo y
con la sociedad toda, es su
característica como especie, la
capacidad de producir universalmente.
Esta forma de hacer es creativa y libre.
Crear o hacer es lo que uno podría
llamar lo esencial del hombre, un
hombre es en cuanto crea, en cuanto
produce algo. Marx identifica este
proceso como la actividad vital
consciente.
La actividad vital consciente es un
proceso consciente de modificación de
la naturaleza, un proceso por el cual no
sólo modificamos la naturaleza, sino que
también nos modificamos a nosotros
mismos en cuanto género:
El hombre es un ser genérico, no
sólo porque práctica y teóricamente
convierte en objeto suyo al género,
tanto al propio como al de las restantes
cosas, sino también —y esto es sólo
otra expresión para la misma idea—
porque se relaciona consigo mismo
como con el género actual y vivo,
porque se relaciona consigo mismo
como con un ser universal y, por ello,
libre.(Marx).
Es una actividad que nos hace
humanos, que nos reconoce como tales y
que nos diferencia de los animales. Esta
es una actividad libre.
El trabajo, la actividad vital, la
vida productiva misma, se le aparece al
hombre sólo como un medio para la
satisfacción de una necesidad, la
necesidad de conservación de la
existencia física.
Pero la vida productiva es la vida
genérica. Es la vida que genera vida.
En el tipo de actividad vital reside todo
el carácter de una especie, su carácter
genérico, y la libre actividad
consciente es el carácter genérico del
hombre.
Sin duda, también el animal
produce. Se construye un nido,
viviendas, como la abeja, el castor, la
hormiga, etc., sólo que únicamente
produce lo que necesita
inmediatamente para sí o para su cría;
produce unilateralmente, mientras que
el hombre produce de modo universal;
el animal produce sólo bajo la
coacción de la necesidad física
inmediata, mientras que el hombre
produce también libre de necesidad
física, y sólo produce verdaderamente
cuando está libre de esa necesidad; el
animal se produce sólo a sí mismo,
mientras que el hombre reproduce la
naturaleza toda; el producto del animal
pertenece inmediatamente a su cuerpo
físico, mientras que el hombre se
enfrenta libremente a su producto.
Es decir, la actividad vital
consciente es la producción del hombre
mismo en cuanto género. El objeto que
crea le pertenece y lo introduce dentro
del mundo humano. El objeto es la
realización del sujeto.
El hombre convierte su actividad
vital misma en objeto de su voluntad y
de su conciencia. Tiene una actividad
vital consciente. No es una
determinación con la que coincide
inmediatamente.
La actividad vital consciente
diferencia inmediatamente al hombre
de la actividad vital animal.
Precisamente por ello es un ser
genérico. O es sólo un ser consciente
—es decir, su propia vida es, para él,
objeto—, precisamente porque es un
ser genérico.
Sólo por eso su actividad es
actividad libre.
Bien, pensemos. Lo que me está
diciendo Marx o lo que nos está
diciendo, es que trabajar no es en
principio una actividad separada de las
otras, trabajar no tiene y no siempre
tuvo, un momento fijo donde le
dedicábamos exclusividad. No era el
centro de la organización de la vida, en
la medida en que no existía como tal.
Pues si es una actividad que no está
separada, que es parte de nuestro pasar
un día al sol, de nuestro jugar, de nuestro
recolectar, de nuestro amar, es sólo
nuestra relación con el mundo, el estar
en él, donde en un momento producimos
algo para la sociedad, alimentos o
abrigo y al otro, e intercaladamente,
estamos saltando, jugando o
simplemente descansando.
Sabemos que esta forma, la más
primera, la que deseamos, la digna, no
es y no ha sido la predominante. Las
relaciones de trabajo y de vida que se
instauran, generan una particular
concepción del mundo donde el trabajo
se erige como el centro, separado de
otras actividades, cerrado durante una
cantidad de tiempo y comandado por los
señores dueños de los medios para
producir. El trabajo-para-otros
predomina y subordina al primero.
Para poder diferenciar el uno del
otro y no cometer el error de darlos por
igual, tenemos que encontrar una
denominación diferente: Podemos hablar
de trabajo libre, o de hacer social
cuando hablemos del primero y de
trabajo a secas cuando hablemos del
segundo.
Repensemos la situación en la que
nos encontramos.
Una actividad inherente a la historia
del hombre, en cierto momento le es
arrancada todo lo que aquella actividad
tiene de goce, de creador. Las relaciones
de producción impuestas generan en el
hombre lo opuesto. Al apropiarse del
producto y del proceso de hacer el
producto, imponen cierta forma de
producir que le es ajena al productor, lo
reducen al nivel animal, lo enjaulan.
Esta inversión es lo que Marx llama la
alienación del hombre.
El trabajo ya no es más trabajo libre,
ahora es trabajo alienado. Este invierte
la relación, y hace que el hombre,
precisamente porque es un ser
consciente, convierta su actividad vital,
su ser, en mero medio para su
existencia.
El productor se ve separado de su
producto y éste cobra vida propia, se le
enfrenta y lo niega como productor.
El objeto que produce el trabajo, su
producto, se enfrenta al trabajo como un
ser ajeno, como una fuerza
independiente del productor.
La enajenación del trabajador en
su producto significa no sólo que el
trabajo de aquél se convierte en un
objeto, en una existencia externa, sino
también que el trabajo existe fuera de
él, como algo independiente, ajeno a
él; se convierte en una fuerza
autónoma de él; significa que aquella
vida que el trabajador ha concedido al
objeto se le enfrenta como algo hostil y
ajeno.
La fractura histórica que el
productor ha sufrido, es decir la
separación de su producto y la vuelta en
contra de éste, es la alienación del
trabajador en su producto. Mas el
proceso de trabajo mismo se le vuelve
ajeno. La actividad vital consciente, el
trabajo libre, ahora es comandado por
otros, de modo que el productor no
decide lo que va a hacer, sino que sólo
ejecuta lo que otros deciden, y los que
deciden no ejecutan. Es decir la
actividad que Marx identifica como la
actividad humana característica (el
proceso de decidir, de proyección y
ejecución) se fractura: unos deciden
pero no ejecutan mientras que otros
ejecutan pero no deciden. El hombre se
vuelve animal, el hombre se aliena. El
proceso de trabajo, en cuanto actividad
que no le pertenece, es la alienación
activa.
La alienación se muestra no sólo en
el resultado, sino en el acto de
producción, dentro de la propia
actividad productora.
¿Cómo podría enfrentarse el
trabajador al producto de su actividad
como a algo ajeno, si él mismo no se
alienara de sí mismo en el propio acto
de producción? El producto es sólo el
resumen de la actividad, de la
producción. Si, pues, él producto del
trabajo es la enajenación, la
producción misma debe ser la
enajenación activa, la enajenación de
la actividad, la actividad de la
enajenación.
El hombre ahora está desgarrado,
alienado en su producto y en su proceso
de producción; ni uno ni el otro le
pertenecen, este mismo proceso genera
la alienación del hombre respecto del
hombre.
Si el hombre se enfrenta consigo
mismo, también se le enfrenta el otro
hombre. Lo que vale para la relación
del hombre con su trabajo, con el
producto de su trabajo y consigo
mismo, vale para la relación del
hombre con el otro hombre, como
también con el trabajo y el objeto del
trabajo del otro hombre.
La humanidad, entendida como el
reconocimiento de uno en el otro y
viceversa a través de la producción
libre, se quiebra, ese reconocimiento
desaparece, el trabajo alienado produce
un hombre preso de su propia actividad
y de su propio producto.
La alienación del hombre es la
separación violenta del nosotros
colectivo. Pero este desgarramiento no
se queda en el lugar de trabajo, es
llevado a cada aspecto de nuestra
existencia, más se produce y reproduce
el sujeto dañado. Es decir hay una
subordinación perversa, lo creativo se
convierte en algo rutinario y sin sentido,
la libertad en jaula, el hacernos, el
recrearnos en alienación, en prisión.
Si el trabajo no es libre, si es un
trabajo alienado, produce un sujeto
alienado, dividido, fragmentado, y no
sólo eso, todo su mundo, todo lo
creado por él, es vuelto contra suyo,
crea un mundo ajeno, un mundo que lo
domina.
Lo que Marx llama actividad vital
consciente, en su mayor obra, El
Capital, la denomina trabajo útil. Es otra
forma de expresar lo mismo, pero el
término nos puede ayudar para seguir
avanzando. Cualquier tipo de sociedad,
en cualquier momento histórico (ya lo
dijimos), necesita de alguna actividad
que medie con la naturaleza, ya sea
recolección de frutas, leña, o lana, es
condición necesaria de la existencia
humana. Es decir el trabajo útil viene
arraigado al hombre y no se puede
separar uno del otro, existió siempre.
Ahora bien, esto no quiere decir que
siempre, en toda época y lugar haya
existido de la misma manera.
En cada momento existió de alguna
manera determinada; en nuestra
sociedad, que es la que nos importa,
existe en la forma de trabajo alienado.
En El Capital, Marx lo va a llamar
trabajo abstracto: es decir trabajo que es
indiferente a su contenido.
El trabajo concreto o útil produce
valores de uso, produce cosas para la
humanidad, para hacer mejor la vida en
comunidad.
La chaqueta es un valor de uso que
satisface una necesidad específica.
Para producirla, se requiere
determinado tipo de actividad
productiva. Esta se halla determinada
por su finalidad, modo de operar,
objeto, medio y resultado.
Llamamos sucintamente trabajo útil
al trabajo cuya actividad se representa
así en el valor de uso de su producto o
en que su producto sea un valor de uso.
Como dijimos este tipo de trabajo es
común a todo tipo de sociedad, es una
forma de trabajo que no se puede abolir
sin abolir al mismo tiempo al hombre
mismo.
Ahora bien, cuando se imponen las
relaciones sociales capitalistas, los
productos se convierten en propiedad, la
propiedad es ajena del hombre social, la
propiedad es arrancada de quienes la
producen, los productos cobran
autonomía.
Que estos cobren autonomía de los
productores quiere decir que los
productos los niegan como los
creadores. Algunos los toman como
propios y si algo es de la propiedad de
alguien significa que ese algo se puede
acumular. Quienes se apropian del
producto ajeno y lo convierten en
propiedad, ya no desean producir para
la sociedad, es decir necesariamente
deben producir para la sociedad, pero el
fin no es social, no es mejorar la calidad
de vida, el fin es que se venda. No
importa que se produzca con tal que se
venda. El trabajo abstracto es la
producción para el mercado.
«El sastre produce una chaqueta, no
porque quiera usarla, sino porque quiere
cambiarla». (Marx).
Para que un producto concreto,
pueda cambiarse por otro, es necesario
abstraer a los dos productos de sus
cualidades específicas, lo que se mide
es la cantidad, el trabajo incorporado
considerado como la cantidad de tiempo
que lleva producir tal mercancía. Lo que
se conoce como tiempo socialmente
necesario incorporado al producto
ahora convertido en mercancía. Se
abstrae de sus características
particulares cuando entra al mundo del
mercado. El trabajo concreto es
subordinado al trabajo abstracto, al
trabajo que no le importa sus
características particulares, sino su
cantidad.
Este es el trabajo que produce valor
de cambio, o valor.
Ya tampoco es producto del trabajo
del ebanista o del albañil o del
hilandero o de cualquier otro trabajo
productivo determinado.
Con el carácter útil de los
productos del trabajo, se desvanece el
carácter útil representados en ellos y,
por ende, se desvanece también las
diversas formas concretas de esos
trabajos; estos dejan de distinguirse,
reduciéndose en su totalidad a trabajo
humano indiferenciado, a trabajo
abstractamente humano. (Marx, El
capital).
El trabajo útil continúa existiendo,
pero está subordinado. Cuando se
produce, ya en el momento de
producción, el trabajo y su producto se
consideran abstraídos de sus cualidades
específicas: se lo considera
cuantitativamente, según la cantidad de
trabajo incorporado en la mercancía.
Pongamos un ejemplo. Supongamos
que al terminar la escuela con nuestro
grupo de amigos empezamos a pensar
qué es lo que vamos a hacer de nosotros.
Algunos dicen que van a intentar entrar
en alguna fábrica, otros que intentaran
estudiar una carrera que luego les
retribuya económicamente, y un tercer
grupo que no está interesado en trabajar
en fábrica, ni mide sus gustos en base al
dinero que pueda ganar en el futuro. Este
tercer grupo busca una carrera u oficio
que se identifiquen con sus gustos, sin
importar otras variables. Desean pasar
su tiempo haciendo lo que les guste.
Luego de pasar un tiempo pensando
sobre sus actividades, llegan a la
conclusión que lo que más les gusta
hacer es juntarse a cocinar, disfrutar de
un buen plato de comida y acompañarlas
con largas charlas y algún buen vino.
La respuesta cae por si sola. Lo que
harán será, invertir en una casa de
comida donde poder extender al ámbito
laboral, sus mejores momentos. Al
principio todo va bien, se divierten,
cocinan sus mejores platos, el negocio
rinde. Pero con el transcurrir del tiempo
los problemas empiezan a llegar. Se dan
cuenta que pasan demasiado tiempo en
preparar las comidas.
Y que a causa de los ingredientes
que utilizan, sus precios son demasiados
altos. Existen otras casas donde un buen
plato se consigue a mitad de precio.
Tampoco las ganancias son las que
esperaban. Empiezan a cambiar los
ingredientes, por unos menos costosos,
trabajan lo más rápido posible, para
poder cubrir las demandas y no perder
clientes. El negocio avanza, pero a su
vez, este avance les atrae más gente.
Necesitan incorporar personal en la
cocina y en la administración. La rueda
sigue y ya no pueden bajarse. Los
objetivos han cambiado. En un primer
momento deseaban realizarse en su
trabajo, hacer lo mismo que hacían antes
por puro placer. Pero a lo último, se
encontraron que lo debían hacer
demasiado rápido y continuamente, que
debían dejar de hacer las recetas como a
ellos les gustaban, para poder ganar
dinero y sobrevivir en el mercado. Que
ni siquiera ellos ya eran los que
preparaban la comida, ahora sólo
llegaban a controlar y a administrar el
lugar. Su producto no decía nada de
ellos, sus características particulares, se
habían esfumado. Importaba hacer algo
rápido y eficiente, para poder
sobrevivir, ya no importaba lo que se
hacía, lo que importaba era que se
vendiese. ¿Por qué sucedió esto? Porque
el mercado domina.
En este ejemplo vemos la tensión
permanente en los conceptos que
veníamos aprendiendo. Un trabajo
placentero, hecho con amor,
subordinado al trabajo abstracto, el
resultado de este es un producto con el
fin de venderse. El plato de comida,
ahora debía venderse, debía cambiarse,
este era el fin, el plato de comida por
exclusivo placer había quedado
subordinado. El tiempo de trabajo
socialmente necesario es el mercado
degustando el producto. Es decir, a
través de la competencia, se espera que
en determinado tiempo, un producto de
características parecidas y aun precio
también parecido. Si el producto en
cuestión, no es lo que se espera,
perecerá, dándole paso a otro que sí se
adapta a la carrera constante. Hasta que
este sea sacudido por otro que produzca
lo mismo en menor tiempo.
Hemos utilizado este ejemplo de la
casa de comida y los sueños en tensión.
Lo mismo sucede si lo vemos desde
otros ejemplos, como un escritor
lidiando con las grandes editoriales, un
músico con las discotecas y claro el
mercado, diciendo si lo que hacés vale o
debe hundirse en el olvido. Con todo y
por suerte, sino el título de este libro y
su contenido no tendrían sentido;
siempre y en todos los ámbitos, existe la
resistencia, un músico que no se copia y
no cede a las presiones, aunque esto le
repercuta en su bolsillo; unos cocineros,
que no desean adaptarse a las exigencias
impuestas; un grupo de personas que
cosechan sus vegetales sin
agroquímicos. Claro que estos proyectos
están amenazados, cercados y sólo
existen como rebelión, como tensión.
Como mundos en proyección. Sigamos:
«En el proceso de
intercambio entre la chaqueta y
el lino, dos trabajos útiles y
concretos, cualitativamente
diferentes son puestos en
contacto y se establece una
medida proporcional entre ellos,
de modo que una chaqueta es
igual a veinte yardas de lino, por
ejemplo. Lo que se mide en la
ecuación no es una relación
cualitativa entre dos tipos
diferentes de actividad, sino una
relación cuantitativa entre dos
trabajos que son considerados
abstrayendo sus cualidades
específicas. Desde el punto de
vista del intercambio, o sea,
desde el punto de vista del valor,
lo único que importa sobre el
trabajo es su cantidad, no su
cualidad o características
particulares.
El trabajo que produce valor
no es trabajo útil o concreto,
sino trabajo abstracto, trabajo
visto abstrayendo sus
características concretas. La
mercancía».
Holloway

Lo que determina qué es lo que se


produce, a qué ritmo, costos, es el
mercado. Por más que produzca algo
con mucha dedicación, invirtiendo tal
vez años de mi vida, si el producto no se
vende, tendré que hacer otra cosa: algo
que se venda y aun cierto tiempo, que
también es determinado por el mercado.
El producto que salga de mí, no será ni
en lo más mínimo algo que tenga
relación conmigo, no podré moldearlo
según mi amor y dedicación, no dirá
nada de mí, no será mi objetivación, mi
realización, no importa lo que sea, lo
que importa es que se venda. En este
sentido el mercado comanda nuestra
actividad, subordina nuestra capacidad
de hacer, hacia sus exigencias, es la
negación de la autodeterminación, la
negación del hombre en tanto productor
libre. Volveremos sobre este tema.
Mientras existan las sociedades,
existirá alguna actividad que modifique
la naturaleza y que por este medio se
relacionen entre si las personas. Casas,
comida, arte, libros, ropa, y tantas otras
cosas, seguirán siendo producidas. Pero
el trabajo como actividad que produce
para el mercado, que no le importa lo
que se produzca con tal de que se venda,
ajena a las verdaderas necesidades de
las personas, es un proceso histórico
que está siempre en cuestión y que por
lo tanto es transitorio y no eterno.

«En las antiguas sociedades


agrarias había todo tipo de
formas de dominio y de
relaciones de dependencia
personal, pero ninguna dictadura
de la abstracción trabajo.
Las actividades de
transformación de la naturaleza y
de las relaciones sociales no
tenían, desde luego, un carácter
autodeterminado, pero tampoco
estaban subordinadas a la “venta
de fuerza de trabajo”, sino que
más bien estaban imbricadas en
complejos sistemas de reglas de
prescripciones religiosas, de
tradiciones sociales y culturales
de obligaciones recíprocas.
Cada actividad tenía su momento
y su lugar especial; no había una
forma de actividad general-
abstracta».
Krisis

***
Capítulo IV
Las cadenas son
invisibles
Casi como si alguien me empujara,
me levanté del sillón, me arreglé un
poco, me mojé la cara y salí apurado,
medio tropezando con los muebles de la
casa. Cuando andamos apurados
perdemos percepción del espacio y de
las cosas que lo componen, como si todo
estuviera destinado a estorbarnos.
Antes de salir, agarré una mochila y
la llené con algunos libros (nunca fui un
gran lector, pero ahora sentía que debía
llevarlos conmigo), un cuaderno, una
lapicera y el equipo de mate.
En el cierre del costado, envuelto en
una bolsa, deposité los ahorros. En esos
momentos me sentía alegre, era la
sensación de volver a algún lugar al que
hacía tiempo deseaba volver, aunque no
sabía dónde.
Empecé a caminar rápido, corriendo
incluso, pero pasadas las primeras
cuadras, me detuve por completo. Ahí
me di cuenta que no sabía a dónde
estaba yendo, cada vez estaba más
perdido, y por lo tanto cada vez estaba
más cerca de encontrarme.
Estuve caminando, paseando cerca
del río, un grupo de perros corrían a
tranco firme, totalmente seducidos por
los encantos de una perra que iba unos
metros adelante.
Hacía calor, aunque había viento, el
aire era caliente. Miré a unos chicos
jugando a algún tipo de guerra, tarareé
una canción «ayer vi a un niño jugando a
que mataba a otro niño. Hay niños que
se parecen a los hombres trabajando…».
Pensé en qué sentido tenía todo, en
última instancia, lo que importa era
vivir nuestro tiempo lo mejor posible, y
no necesitábamos mucho para eso, ¿por
qué estaba viviendo de una manera que
no deseaba? Tenía 35 años, pero daba la
impresión de ser mayor, hacía mucho
tiempo que daba la impresión de ser
mayor. En ese momento una pareja
pasaba al lado mío a paso acelerado, me
miraron por un momento.
Me dio vergüenza por mis
pensamientos, como si aquella pareja
podría escuchar lo que pensaba. Sentía
como si estuviera partido a la mitad.
Cuando desperté por la mañana,
había estado decidido a hacer un cambio
radical, pero ahora comenzaba a dudar,
cierta inseguridad me amenazaba. La
pareja, los perros, esos chicos. Todo era
irreal, yo mismo era irreal. Lo único
bien real era el sol que me daba en la
cara.
En mi interior se libraba una
verdadera batalla, una parte estaba
segura de no querer seguir viviendo de
esa manera, como pasando. Era el
impulso del cambio. Me estimulaba para
buscar algo nuevo, diferente, vivir de
otra manera. Pero del otro lado, se
encontraba el ejército del orden, y traía
toda su artillería de costumbres, de
miedos, de inseguridades y estaban
decididos a dar muerte a la resistencia.
Querían que volvamos a la oficina
mañana bien temprano. Y a la rutina
tranquila que habíamos sabido
conseguir.
Compré unas galletitas con chips de
chocolate y me senté en el pasto con los
mates medio tibios y un libro que me
habían regalado hacía mucho. En la
primera hoja había una dedicación para
mí que nunca había leído: «espero que te
encuentres y no te olvides nunca que, a
veces, la resistencia no se compone más
que de pequeños actos». La extraño.
El día se movía de otra manera, su
danza tenía otro ritmo, más lento.
Anduve caminando sin abandonar nunca
el lugar donde había acampado. La tarde
me encontró mirando el agua intercalada
con las nubes. En una mano tenía la
última galletita, en la otra el celular, no
esperaba ningún llamado ni mensaje.
¿Por qué lo custodiaba
demencialmente? Había un número
agendado que me interesaba, ya varias
veces antes había pensado en llamarlo.
Volví a mi paisaje pero no me podía
olvidar de sus últimas palabras.
Recordaba perfectamente el día que se
fue. Cristian me saludó con un gran
abrazo, esos del corazón, antes de
despedirnos, me dijo «Cuando
despertés, vení a buscarme». Seguía
mirando su número, el tiempo había
pasado, ¿sería el mismo que se fue? ¿Su
invitación seguiría en pie?
¿O como todos nosotros, también él
se habría convertido en una sombra? No
importa el tiempo que pase, toda
despedida, es una despedida de uno
mismo, algo nuestro se va con el otro y
siempre intentamos recuperar eso que se
fue.
Creo que dormité por un rato.
Algunos de los perros que habían
perdido la carrera, se encontraban
cerca, disfrutando el último rincón de
sol. De los niños sólo quedaba uno, el
que llevaba el arma de juguete, me
pregunté si no era una profecía.
Me levanté, no sin algún esfuerzo y
emprendí el camino de regreso, todavía
dudando. Antes pasé por lo de mi
hermana que hacía mucho no visitaba.
Nos miramos con amor, me invitó a
pasar, improvisamos un «picnic» en el
patio. Lo único que llevaba en el
estómago era el paquete de galletitas,
así que la propuesta hizo brillar mis
ojos de alegría. Hablamos por medio
del mate caliente y el pan tostado untado
con manteca y dulce de leche, como
cuando éramos chicos. Me contó cómo
iba su vida, las ganas de viajar que
siempre la invadían.
La casa era grande y estaba bien
ordenada, pero el patio estaba bastante
descuidado, las paredes estaban
despintadas, no tenía nada de verde,
alguna planta agonizando en un cantero
de cemento. Le conté de mis problemas,
le conté de mis contradicciones y le
pregunté qué pensaba. «No le des tantas
vueltas, a todos nos pasa, yo también me
iría a la mierda; pero bueno, disfrutá de
lo que tenés, te va a hacer mal si seguís
así». «Vamos, vámonos a la mierda» le
respondí y aunque lo dije con una
sonrisa, nunca había dicho nada más
serio. Se rió.
Salí con cierta tristeza. Pasé por la
terminal de ómnibus, miré de reojo,
desaceleré el paso casi hasta detenerme,
dudé un instante y luego seguí mi camino
con la mirada perdida.
Llegué a casa en absoluto silencio,
me bañé y junté los zapatos y la ropa
que todavía estaban desparramadas por
el comedor. Intenté pensar en la jugada
de peones, pero se me había borrado.
Puse el despertador a las 7 de la
mañana y me fui a dormir temprano,
estaba más tranquilo.
A través de la ventana de la
habitación se dejaba ver las primeras
señales de que el día estaba naciendo.
Adentro, mis ojos hacia rato que estaban
investigando celosamente el techo de
madera.
A la hora indicada, obediente, sonó
el despertador, yo lo esperaba, quizá
para ver si cumplía con la orden.
Siempre fue un trabajador puntual,
impecable, se me antojó.
Aunque faltaba bastante tiempo para
empezar el día, de un salto me levanté,
estaba listo para reintegrarme. Sentí
cierta emoción y un poco de alivio
también.
El sol brillaba y yo cerraba la puerta
de casa, estaba tranquilo, incluso, quizá,
feliz.

***

Este es un dibujo de Quino. Lo


rescató Néstor Lopez para un artículo
publicado en la revista herramienta.
Veamos la secuencia de imágenes.
En ella se observa a un mismo hombre
en situaciones diferentes. En el primer
cuadro se lo muestra encarcelado, el
hombre está haciendo trabajos forzados
y esta encadenado de una pierna, en su
cara se expresa el sentimiento de
frustración por su situación. Luego se lo
muestra feliz porque cumplió la condena
y se lo ve saliendo de la cárcel
victorioso. En el tercer cuadro decidido
a cambiar su situación, hace lo que le
corresponde, se «reintegra a la
sociedad» buscando un trabajo, camina
con una expresión de orgullo, confiado
en que está haciendo lo correcto. En el
final de la secuencia, el último cuadro
muestra que el personaje efectivamente
consiguió el trabajo y ya está
trabajando, pero vuelve a expresar el
sentimiento de angustia, de frustración al
igual que en el primer cuadro, pero esta
vez no está encerrado, no lleva ninguna
cadena atada a los pies, no violó
ninguna ley, no fue atrapado ni obligado
a cumplir condena. Él sólo fue a buscar
trabajo como todos esperaban que haga
y consiguió su objetivo. ¿Y entonces?
¿Después de la condena, después de la
opresión de la cárcel, no debería estar
tranquilo y alegre en el reino de la
libertad y la democracia?
Le sucede tanto al personaje de la
historieta, como a nosotros, el cambio
de forma de dominio no implica que no
exista tal.
Sino que se ha complejizado y
ocultado. El hecho de que el dominio
sea impersonal, como vimos, hace
particularmente difícil ver las cadenas, y
por lo tanto poder rebelarse contra
aquellas. En este sentido opera la idea
de doble libertad en la que vivimos: Por
un lado los productores quedan libres de
las ataduras del antiguo régimen de
servidumbre, pero por otro lado también
de todo medio de subsistencia, sin
quedarle más opción que vender su
fuerza de trabajo. Pero esta segunda
libertad (la de no poseer) queda oculta y
subordinada a la primera, según la que
todos somos formalmente libres. El
trabajo libre queda subordinado al
trabajo alienado, la libertad negativa
subordinada a la positiva.
En el capitalismo el hombre es libre
y de eso no hay dudas.
Claro, hay problemas (nada es
perfecto) pero con esfuerzo todos
podemos llegar a avanzar, el que no lo
hace es porque no quiere o se conforma
con poco. «Trabajo hay, lo que falta es
gente que quiera trabajar» dos
problemas con esta frase. El primero,
que todos tenemos posibilidades de
trabajar; el segundo, que el trabajo
pareciera ser el reino de la libertad.
El ocultamiento no es un proceso
que se dio de la noche a la mañana,
como veremos en el siguiente capítulo,
no ha sido fácil convencernos, no es
fácil aun hoy convencernos, se necesita
un ejército multicolor a tiempo completo
y aun así…
El capitalismo es una amnesia
generalizada. El productor convertido en
trabajador, es expulsado de la tierra,
encerrado, expropiado de su producto y
del proceso de hacer su producto, es
arrojado a un mundo violento, pero ese
mismo acto de encierro es considerado
un acto de liberación. Las cadenas no
desaparecen, pero se olvidan y se
ocultan.

Cuando la relación de
hegemonía y de subordinación
[capitalista] reemplaza a la
esclavitud, la servidumbre, el
vasallaje, las formas patriarcales
etcétera, etcétera, tan sólo se
opera una mudanza de forma. La
forma se vuelve más libre
porque es ahora de naturaleza
meramente material, formalmente
voluntaria, puramente económica
Marx

Y el pobre personaje de la historieta


de Quino, no entiende lo que pasa.
Había conseguido la libertad y ahora
sentía la misma frustración. En la cárcel
la cadena era visible, era una
consecuencia por no haber respetado
una ley; sentía todos los días a los
policías custodiándolo, es decir era
consciente de su prisión. Pero en el
trabajo, no ve ninguna cadena, nadie lo
está obligando directamente a quedarse.
Todo le indica que eso es lo que tiene
que hacer para ser feliz, y sin embargo
la frustración está ahí, la cárcel sigue
existiendo. Más sutil es cierto, pero no
menos efectiva. «Condenado sin
condena, encadenado, sin cadenas».

***
Las cadenas las
llevamos adentro
«En el fondo, ahora se siente
[…] que semejante trabajo es la
mejor policía, que mantiene a
todo el mundo a raya y que sabe
cómo evitar con firmeza el
desarrollo de la razón, la
concupiscencia y el deseo de
independencia. Puesto que
emplea una cantidad enorme de
energía nerviosa, la cual sustrae
a las actividades de meditar,
ensimismarse, soñar,
preocuparse, amar, odiar».
Friedrich Nietzsche, los
aduladores del trabajo, 1881

Había decidido subir otra vez a la


gran rueda. No sabía realmente por qué.
Miedo, supuse. En las primeras
semanas, todo volvió a ser normal, y eso
me daba tranquilidad. Falté dos días a la
oficina y cuando volví, alegando una
gripe, era como haber faltado una
eternidad. Me sentía renovado,
apreciaba más a mis compañeros y a las
cosas que hacía. Era la sensación de
volver a un lugar seguro, un reparo
después de haber andado bajo una gran
tormenta. Mis compañeros habían
notado mi buen humor repentino. Todo
lo que hacía era exactamente igual, pero
lo vivía de otra manera. Era lo que me
tocaba, no necesariamente era malo, era
lo que había conseguido. Nada me
impedía, más adelante, cambiar por
otras actividades.
Algunos noches cuando llegaba a
casa y no tenía mucho para hacer ni para
ver en la televisión (que era lo que
generalmente pasaba) me servía media
vaso de whisky barato, ese que le
compraba al viejo del almacén, y me
recostaba a pensar en otros tiempos, en
lo que fuimos y ya no seremos. Pensé en
el barrio, recordaba que no hacía mucho
que había pasado por ahí, no sé si por
confundir el camino, o porque
necesitaba volver. El «campito» ahora
era un edificio de 15 pisos. Las casas
fueron muriendo con los viejos que las
habían construido y habitado, en su lugar
florecieron otras imponentes, con
personas nuevas y autos también nuevos.
Las calles ya no cedían a la primera
lluvia de verano, ni se veían chicos
corriendo a salvar a otros o pateando
una pelota improvisada. Los lugares que
guardaban nuestras mayores hazañas, los
rincones de los primeros besos, los
escondites perfectos, ya no existían y
nosotros ya no éramos.
No quedaba nada. Un recuerdo
borroso de algún rostro desdibujado.
Pensaba en mis amigos y en las
noches de juegos. A muchos había
dejado de ver al poco tiempo y nunca
más los crucé. Estarían muertos,
perdidos por ahí o atrapados en otros
cuerpos, se me ocurrió. Recordaba a
Rocío, la primera chica de la que me
había enamorado. Siempre intentaba
destacarme en las escondidas o
manchas, para que me reconociera. A
veces dejaba que la atrapen siendo
ladrona o que la encuentren escondida,
luego me las ingeniaba para salvarla y
recibir las correspondientes miradas
admiradoras. En algún momento pensé,
fugazmente, en Cristian.
Tal vez el recuerdo me traía
nostalgia, nostalgia de todo lo que no
pudo ser. Siempre que recordamos
también nostalgiamos, porque nos
acordamos de todos los mundos
posibles, que pudieron ser y no fueron.
Al rato me dormía en el sillón unas
cuantas horas y bien entrada la
madrugaba me pasaba a la cama, con la
boca con sabor a alcohol.
No podía decir que era una persona
más alegre, más optimista o más segura
de sí. Pasaba sin demasiados
sobresaltos y eso me alcanzaba. La
frustración se había apagado, no vivía
una vida gozosa, placentera, pero
¿Quién lo hacía? Seguramente algunos,
pero muchos otros no, la mayoría vivía
peor, tenía que estar conforme con mi
situación. No era idílica, pero tampoco
era mala. Tenía los suficientes ahorros
como para irme unos cuantos días de
vacaciones cuando llegara el momento,
un sueldo que no me hacía pasar
sobresaltos, la gente que me rodeaba no
me molestaba demasiado, una casa
modesta pero respetable, ¿qué más
podía querer?
Cada vez que me daba cuenta que
estaba malhumorado, o que había tenido
ganas de golpear a algún compañero
porque me irritaba, o bien sentía que
todo alrededor empezaba a fastidiarme,
intentaba calmarme diciéndome que no
me podía quejar, que estaba exagerando,
que después de todo llevaba una buena
vida.
Así fui andando, calmándome o
reprimiéndome. De día utilizando
frasecitas hechas, de noche a través de
los recuerdos y el whisky barato.

***

Justo cuando creíamos en el cambio,


justo cuando pensamos en que se podía
hacer otra cosa, y estamos por dar el
paso, nosotros mismos nos asustamos,
nos auto-boicoteamos. Nacimos de esta
manera y nos es difícil imaginarnos de
otra. Tan fuerte y tan arraigados se
encuentran dentro de nosotros los
discursos dominantes, que la fuerza más
certera que nos detiene, proviene de
nuestro interior.
Más allá de las páginas de este
libro, realmente se nos hace difícil
pensar si quiera en un mundo muy otro.
Podemos argumentar cuanto queramos
contra los males de la sociedad,
podemos intentar mostrar la historicidad
y transitoriedad de los conceptos y las
relaciones sociales que ellos
representan. Pero caminamos dos pasos
y volvemos a caer en los mismos
lugares, y ¿cómo no hacerlo?
En este libro estamos recién dando
nuestro primeros pasitos hacía una
comprensión y mirada diferente de las
cosas. Todavía queda mucho por andar.
Pero todos estos mundos que se abren
chocan siempre contra el mundo que
intentamos criticar y nos es tan difícil
porque nosotros mismos somos parte de
lo que criticamos. No vivimos por fuera,
estamos, somos y pensamos como nos
enseñaron que había que hacerlo. Sólo
que hay algo que presentimos que podría
ser de otra manera y hacía allá vamos en
la oscuridad de la larga noche, porque
francamente la realidad se nos hace
insoportable.
Aun así, pensar, por ejemplo, en el
trabajo como la prisión del hombre es
lugar para este libro, pero eso no lo
vamos a encontrar en ningún análisis de
diarios, programa de televisión o
revistas, ni siquiera en la prensa
considerada progresista o de
«izquierda». Tampoco la vamos a
encontrar en nosotros, pues nosotros
estamos hechos de realidad dominante.
Normalmente entendemos al trabajo
como una actividad que nos dignifica,
concentramos nuestra energía en
conseguir buenos trabajos, nos
preparamos a través de las escuelas y de
las universidades para trabajar. Cuando
hablamos sobre los problemas sociales
identificamos la falta de trabajo como
uno de los ejes en cual giran todas las
respuestas.
Los «analistas y expertos sociales»
hacen grandes estudios, publican
voluminosos tomos de libros hablando
sobre la falta de trabajo y como
combatirla. Hablan de la miseria como
un problema de fábricas cerradas o falta
de oportunidades. Aunque son muy
importantes esos análisis, en este lugar
no vamos a hablar de esa manera. Si
hablamos de la miseria, hablamos de la
propiedad privada, si hablamos de
trabajo, hablamos de explotación, si
hablamos de consumo, hablamos de
capitalismo.
Pero por dentro todos sabemos que
el trabajo dignifica, que el trabajo nos
hace libres, que necesitamos más
trabajos y que todo lo que argumentos,
puedo sonar muy bello, deseable, pero
que luego de la lectura, nada será real. Y
este es el antagonismo social e
individual por el que atravesamos. La
realidad, como dijimos, existe en lucha.
Sabemos que se lo considera algo
natural, un concepto unitario y esto vale
tanto para los sectores más
conservadores de la sociedad pero
también para quienes quieren cambiarla.
En este momento tomamos el trabajo
como categoría a desnaturalizar, pero
también existen otras igual de
abigarradas e impregnadas en nosotros,
de las que nos ocuparemos en otro
momento.
La sociedad necesita mantener cierto
orden, límites donde se erigen sus
saberes últimos, sus leyes, sus bastiones
de realidad. Por eso se despliegan todo
el tiempo y en todo lugar los discursos
necesarios para mantener las cosos de
una manera.
Este discurso sale de las
instituciones de la sociedad, sobre todo
de las familias, las escuelas, las
constituciones, las leyes, los medios de
comunicación, las universidades, los
partidos, la industria cultural, etc…
Pero si sale de ellos, es fundamental que
se introduzca en las personas, que
llevemos dentro todo un marco de saber
y de hacer común, lo que podemos hacer
y lo que no podemos hacer, lo que se
debe hacer y lo que no.

«Qué, para qué y con qué


consecuencias se produce le
importa tan poco al vendedor de
la mercancía fuerza de trabajo,
en última instancia, como al
comprador. Los obreros de las
centrales atómicas y de las
fábricas químicas cuando más
airadamente protestan es cuando
se habla de desactivar sus
bombas de relojería. Y los
“empleados” de Volkswagen,
Ford o Toyota son los más
fanáticos partidarios de los
programas de suicidio
automovilístico. Y no meramente
porque se tengan que vender
obligatoriamente para que se les
“permita” vivir, sino porque se
identifican ciertamente con esta
existencia estúpida. Para
sociólogos, sindicalistas,
sacerdotes y otros teólogos
profesionales de la “cuestión
social”, todo esto sirve de
demostración del valor ético-
moral del trabajo. El trabajo
forma la personalidad, dicen.
Tienen razón. La
personalidad de zombis de la
producción de mercancías que
no son capaces ya de imaginarse
una vida fuera de su “calandria”
tan amada, para la que se
preparan cada día».
Grupo Krisis

Se necesita que nosotros sintamos


ese discurso como propio. Que lo
internalicemos. Todos por el hecho de
vivir en este tiempo, llevamos esos
discursos, esas formas de sentir y pensar
bien adentro. Y quizá quienes más lo
sienten como propio son al mismo
tiempo quienes más lo padecen.
Particularmente interesante es ver como
también los sectores radicales, esos que
componen lo que en la primera parte del
libro llamamos discursos subalternos,
muchas veces dejan intactas categorías
que son impuestas y pretenden logran un
cambio radical reproduciendo en su
interior lo que piensan combatir.
Estas pocas páginas no pretenden
convencer ni alentar a nadie a que deje
su trabajo, la escuela o que ataque
alguna fuerza del orden. Lo único que
intenta hacer es desnaturalizar
conceptos, formas de ver y de hacer que
consideramos naturales. Naturalidad que
nos está llevando a la catástrofe.
Entender que las cosas que pensamos
salen de algún lado y que algunos se
benefician con eso. Por lo demás, sólo
intenta hacer visible algo que todos
pensamos y vivimos por dentro, tal vez
de forma desordenada, contradictoria,
pero aun así todos llevamos latente, ese
¿Qué tal si fuera de otro modo?
La categoría trabajo como no
conflictiva, es parte de la internalización
a través de las prácticas de los
discursos dominantes, de una realidad
que se pretende única y eterna.
La internalización de esta práctica y
de otras es, tal vez, la forma de lucha
más importante que despliega el ejército
del orden, del capital, por mantener
invisible la opresión, por mantener la
sociedad de clases vigente, pero todo
dentro de este marco de aparente
libertad. ¡Qué se sufra, pero qué no se
sientan las cadenas!
Producir en los hombres, a
diferencia de los animales, implica una
proyección más allá de uno mismo.
Nosotros nos proyectamos, antes de
hacer, el objeto creado ya existía de
manera potencial e ideal en nuestras
cabezas. En base a esa idea que
proyecto en su cabeza modifican su
entorno o se realizan pinturas o se hace
una hermosa canción o lo que sea.
El acto creativo entonces es un
salirse de uno, negar lo que es, y crear
algo diferente, un movimiento.
El hacer, entonces, implica una unión
entre proyección y ejecución. Entre el
pensamiento y la acción. Esta unidad
entre pensar algo y luego llevarlo a la
práctica, nos diferencia de otras
especies, constituye parte de nuestra
característica en tanto humanos.
Pero esta forma de producir, ¿nos es
permitida? ¿Podemos, por ejemplo, ir a
nuestros trabajos reunirnos con los
demás trabajadores y empezar juntos a
decidir qué es lo que vamos a producir,
la forma en que vamos a hacerlo, el
tiempo que deseamos aplicarle? ¿Se
cumple en nuestra sociedad, en nosotros
la unidad de proyección y ejecución?
Supongamos por ejemplo que un día
nos levantamos y vamos hacía nuestros
lugares de trabajo. No importa que sea
una fábrica o una oficina o una escuela.
Para todos rige la misma norma, llegar y
hacer lo que te dijeron que debés hacer.
Pero supongamos que no.
Supongamos que esta vez decidimos que
mejor vamos a hacer otra cosa y de otra
manera. Entonces en vez de sentarnos en
nuestro puesto, o de dictar la misma y
aburrida clase que a nadie le importa,
llamamos a nuestros compañeros y
hacemos una reunión y en esa reunión
también decidimos incluir a los vecinos
y afectados por nuestro producto, o a los
estudiantes según el caso. Nos juntamos
para discutir la producción según las
ganas, lo que necesitamos, según los
tiempos que queramos dedicarle y según
los objetivos que deseemos alcanzar.
Luego de un rato de discusiones, de
puntos de encuentro y desencuentro,
todos llegamos a un acuerdo.
En todos los casos, ya sea oficina,
fabrica o escuela, el objetivo, tomando
en cuenta todas las variables, parece que
no nos llevaría más que dos horas de
tiempo de trabajo. Así que hemos hecho
planes para el resto del día.
Uno de nosotros va a comunicarle la
decisión al superior.
¿Qué ocurre? El superior
probablemente se ría de un buen chiste
que le acaban de hacer. O si el
compañero persiste y el supervisor se
da cuenta de que no es un chiste,
probablemente llame al sindicato o a la
policía para que enseguida nos pongan a
raya o más probablemente, pida camisas
de fuerza en grandes cantidades.
Aun así lo más probable que pueda
pasar, si un día llegamos con tales
pretensiones a nuestro lugar de trabajo,
es que nuestros propios compañeros
piensen que es un chiste o nos delaten
como a un loco o ni siquiera nos
escuchen, pues necesariamente para
aceptar tales condiciones de alienación,
debemos estar nosotros mismos bien
alienados, o como les gusta decir:
«educados».
Lo que se conoce como normal está
tan internalizado, que quienes más
padecemos las consecuencias de esa
normalidad, somos quienes más la
sostenemos.
Entonces el proceso de hacer algo,
entendido como la unión entre
pensamiento y acción o hacer y
proyección está quebrado.
La forma de producción y de vida
capitalista nos roba esa unión, y nos
aleja de esa condición propia de los
humanos, nos arranca nuestra libertad de
hacer. Unos conciben pero no ejecutan,
mientras que otros ejecutan pero no
deciden. La clase dominante son quienes
deciden directa o indirectamente qué se
va a producir y la forma en que se lo va
a hacer (en realidad ni siquiera ellas,
pero esto lo dejamos para más
adelante), mientras que los subordinados
producen lo que los otros pensaron, pero
no pueden producir lo que desean ni de
la forma en que lo desean.
Nosotros los creadores del mundo,
los sujetos que hacemos girar la rueda,
nos encontramos reducidos a objetos, a
sujetos desubjetivados. Somos
hormigas, abejas o robots que se mueven
casi automáticamente.
Suena el despertador y nosotros y el
mundo nos levantamos.
Nos lavamos los dientes, nos
ponemos «presentables» según el
escalón social que habitemos, y salimos.
Y ese proceso automático y normal nos
condiciona la existencia. Su repetición y
duración nos convence aún más que es
eso lo que debemos hacer.
Ni los tiempos, ni el producto de
nuestro hacer nos pertenecen, somos las
hormigas trabajadores destinadas por
los siglos de los siglos a caminar con
enormes pedazos de hojas caídas sobre
nuestros cuerpos, no sabiendo muy bien
por qué ni para qué.
Como desarrollaremos en el
próximo capítulo, la imposición del
trabajo como hábito social, como un
proceso natural y positivo, no fue algo
de la noche a la mañana. Fue una derrota
de años de luchas, de marchas y contra
marchas. Al fin terminaron siendo
derrotados, quienes se oponían a la idea
de dedicar su tiempo vital a un fin ajeno.
La lucha se desplazó, con el tiempo, de
un rechazo total a la imposición, a otra
lucha, que acepta las ideas
fundamentales de la producción, pero
que busca controlar el proceso de esa
producción. Los grupos que antes
luchaban contra el trabajo pasaron a
internalizarlo como propio, empezaron a
luchar por el trabajo. El problema no
era ahora la imposición del trabajo sino
que otros lo controlaran. Los partidos de
izquierda, piden trabajo para todos; o en
el caso de los más radicales, luchan por
liberar al trabajo de los capitalistas,
pero no por liberar al trabajador del
trabajo.
La internalización del trabajo no es
sólo una cuestión de las clases
dominadas. No es sólo una cuestión de
engaño de unas por otras. Es cierto que
en el proceso, unas se benefician más
que otras, pero aun así ellas también son
prisioneras. El proceso de producción
de mercancía se independiza también de
quienes detentan los medios para
producirlas.

«Ninguna casta dominante de


la historia ha llevado una vida
tan esclava y deplorable como
los acosados directivos de
Microsoft, Daimler-Chrysler o
Sony. Cualquier noble medieval
los hubiese menospreciado
profundamente. Porque mientras
éste se podía entregar al ocio y
dilapidar más o menos
orgiásticamente su fortuna, las
élites de la sociedad del trabajo
no se pueden permitir ni una
pausa. Fuera de la calandria,
tampoco ellos saben qué hacer
con sus vidas aparte de
comportarse como niños; el
ocio, el amor al conocimiento y
el placer de los sentidos les son
a ellos tan ajenos como a su
material humano. Sólo son
siervos asimismo del ídolo
trabajo, meras élites funcionales
del fin absoluto irracional de la
sociedad.
El ídolo dominante sabe
imponer su voluntad sin sujeto
sobre la “coacción sorda” de la
competencia, ante la que también
los poderosos se tienen que
arrodillar, justamente aunque
estén dirigiendo cientos de
fábricas y moviendo sumas
millonarias por todo el planeta.
Y si no lo hacen, se les quita de
en medio con tan pocos
miramientos como a la “mano de
obra” sobrante. Pero es
justamente su propia falta de
poder de decisión la que
convierte a los funcionarios del
capital en inmensamente
peligrosos, no su voluntad
subjetiva de explotación. Ellos
son los que menos pueden
permitirse preguntarse por el fin
y las consecuencias de su hacer
infatigable; no se pueden
permitir sentimientos ni
consideraciones. Por eso le
llaman realismo cuando
desertizan el mundo, afean las
ciudades y hacen que la gente
empobrezca en medio de la
riqueza».
Grupo Krisis

Por lo que nos queda debemos decir,


que no es fácil, como vimos, el proceso
es complejo. Nosotros mismos fuimos
paridos en esta contradicción y los
intentos de escape, siempre se
encuentran amenazados, cercados
exteriormente, pero sobretodo
interiormente. Nuestros propios
discursos subalternos están impregnados
de discursos dominantes. Nos es
particularmente difícil vislumbrar
siquiera una salida, por eso debemos
andar zigzagueando, retrocediendo y
avanzando y siempre desconfiando de
cualquiera que nos diga «aquí está, salta
aquí».

***

El proceso histórico
de imponer o
aprender a trabajar
«El trabajo reúne cada vez
más buena conciencia de su
parte: la inclinación por la
alegría ya se llama “necesidad
de descansar” y empieza a
avergonzarse de sí misma. “Cada
uno es responsable de su propia
salud”, se dice cuando se nos
sorprende en una excursión
campestre. Pronto se podría
llegar al punto en el que uno no
pueda ceder a la inclinación por
una vida contemplativa (es decir,
irse de paseo con pensamientos y
amigos) sin despreciarse a sí
mismo y sin remordimientos de
conciencia».
Friedrich Nietzsche, El ocio y la
ociosidad, 1882

Fue una tarde que hizo calor. La


tierra parecía el mismo infierno. Y yo
andaba ahí, con mi mejor máscara, era
noche de juntada después del trabajo.
Había prometido que esta vez
participaría, desde temprano me lo
estaban recordando. Estaba sentado en
mi escritorio, haciendo como que leía,
algo me incomodaba.
Al rato empecé a sentir una presión
en el pecho que no me dejaba respirar,
traté de sostenerme de la mesita porque
me estaba desvaneciendo, pero atontado
tiré computadora, lapiceras, hojas
sueltas y un café a medio tomar, alguien
me sostuvo y me hablaba con algún
gesto de desesperación, pero yo no
podía entender las palabras que
pronunciaba, era como un idioma
extraño.
Según dicen estuve muerto por un
rato, o en realidad, me gusta contarlo de
esa manera. No sé cuánto tiempo
transcurrió entre que me desvanecí y
luego cuando me desperté en el hospital.
Pero lo que sí recuerdo a la perfección,
fue lo que sentí, no sé si consciente o
dormido:
Estaba en una habitación grande,
llena de muebles. En el centro una mesa
redonda con muchas personas que
hablaban entre sí, pero no les podía
reconocerles el rostro. Adivinaba que
algunos eran más viejos, otros pequeños
niños y otros de mediana edad. Más bien
eran sombras de personas.
Las paredes eran bibliotecas llenas
de libros enormes, libros viejos. El piso
estaba recubierto por una alfombra de
colores oscuros. Había una sola luz, un
foco que colgaba, que intermitentemente
se apagaba y se prendía. Quería
sentarme pero no había donde. Me sentía
triste. Cuando el foco se apagaba la
habitación no sólo se oscurecía,
desaparecía y yo también. En su lugar
quedaba la nada. Polvo y nada. Cuando
se prendía, la habitación se encontraba
igual y yo desesperado intentaba hablar,
quería que me escuchen las personas que
rodeaban la mesa, pero no lograba
acercarme ni tocarlos, me ignoraban
completamente, parecía un fantasma.
Hasta que uno cambió de forma, me
miró fijo, tenía la mirada de color rojo,
como de fuego.
«No nos reconocés, porque ya no
somos. No podes ver nuestros rostros
porque sólo somos potencia,
indefinidos. Somos los mundos posibles
que pudiste ser, pero que no fuiste.
Hasta ahora vivimos como promesa,
ocultos en la oscuridad, apareciendo
algunos, desapareciendo otros, según tus
caminos. Cuando la luz termine por
apagarse por completo, tú desaparecerás
y nosotros también, ya estás muerto».
La sombra volvió a sentarse y dejo
de mirarme. Ahora entendía. Me estaba
muriendo en algún hospital, agonizando,
quizá.
La tristeza había desaparecido. Ya
no me sentía angustiado y el cuerpo se
volvía más liviano, como de aire.
Conseguí un rincón donde sentarme.
Solamente podía pensar en el final.
Me sentía decepcionado. Me había
muerto en el lugar que siempre odié,
pero que por temor volví. Las últimas
semanas habían sido tranquilas, había
vuelto a adaptarme, pero lo que me
hacía adaptar en realidad, era la idea de
que en algún momento iba a hacer algo
más. No sabía cuándo ni cómo, pero esa
promesa me hacía funcionar. Pero no lo
hice y todo se terminaba.
Era un teatro de lo absurdo, nada
tenía sentido y no podía contener la risa,
había desperdiciado lo único que tenía:
mi tiempo. Toda mi vida había dejado el
placer para el mañana, y mañana nunca
llegaba, ya no había mañana. Sólo podía
reír, como un niño pequeño que se
descubre cayendo en la broma de su
padre, sintiéndose tonto, sabiéndose
niño a pesar de fingir no serlo. Había
vivido en una ilusión, una muy real, pero
ilusión al fin.
Ya no había mañana.
Me dormía y volvía a despertar.
Sentía el cuerpo cada vez más débil. Ya
no había mañana. Y sin embargo, de
alguna forma, me sentía aliviado.

***

«La historia de la
Modernidad es la historia de la
imposición del trabajo, que ha
dejado tras de sí una inmensa
huella de destrucción y horror en
todo el planeta; puesto que no
siempre ha estado tan
interiorizada como en el presente
la exigencia de empeñar la
mayor parte de la energía vital
en un fin absoluto ajeno. Han
hecho falta varios siglos de
violencia pura en grandes
cantidades para que la gente,
literalmente bajo tortura, acepte
ponerse al servicio
incondicional del ídolo trabajo».
Grupo Krisis

Las tierras se cercan y en el mundo


impera una nueva lógica: Acumular. Hay
una clase que no paró de crecer durante
los últimos siglos y de juntar fuerzas, la
de los comerciantes.
No nos detendremos en los
pormenores de esta parte de la historia,
porque escapa a los objetivos del libro.
Basta decir, que todo empieza a ser
susceptible de comprar y vender. Todo
lo que hacemos, empieza a estar
mediado por el mercado. La búsqueda
de riquezas y la producción comienzan
una carrera feroz.
Los Estados buscan oro, plata, mano
de obra barata.
El almirante Colón le promete a la
reina «oro, oro y más oro».
En Europa el sol nunca deja de
brillar, pero en cambio, comienza la
larga noche de América. Al pisar las
«nuevas» tierras, muchos de nuestros
asesinos no entienden lo que ven:
infinidad de pueblos se organizan y
viven de una manera radicalmente
diferente. «No les importa el oro»
«bestias, no son humanos». Cometen el
terrible pecado de no conocer la
propiedad privada, ni las armas de
fuego. Los pre-humanos, merecen la
muerte, porque no saben de destrucción
de la naturaleza, no entienden de dinero,
de poder o riquezas materiales.
En la conquista de Nuestra América
por parte de los grandes gobiernos
europeos, lo que se jugaba, era la
acumulación de capital, es decir, se
estaba formando la nueva organización
de la explotación del ser humano. Como
dijimos los blancos no entendían y se
sorprendían de la forma de vida de estos
pueblos. Existen documentos de viaje en
donde los colonizadores se sorprendían
de las formas en que los «salvajes» se
relacionaban entre sí y con su entorno,
de cómo vivían y morían.
Néstor López rescata alguno de estos
documentos:

Hace quinientos años


América fue colonizada por los
europeos, que se sorprendían de
encontrar «Gente sin fe, sin ley,
sin rey».
En América, exceptuando a
las grandes sociedades, inca y
azteca: Todas [las sociedades
indígenas] o casi todas son
dirigidas por líderes, jefes y,
como característica decisiva,
digna de observarse, ninguno de
estos caciques posee poder. Uno
se encuentra confrontando con un
enorme conjunto de sociedades
donde los depositarios de lo que
en otra parte se llamaría poder,
de hecho carecen de poder,
donde lo político se determina
como campo fuera de toda
coerción y de toda violencia,
fuera de toda subordinación
jerárquica, donde en una palabra
no se da ninguna relación de
orden-poder (Clastres, 1978:
10).

Esto no ocurre solamente en


América:

El abanico de las sociedades


consideradas es impresionante;
en todo caso, lo suficientemente
abierto como para disipar
cualquier duda eventual al lector
más exigente en cuanto al
carácter exhaustivo de las
muestras presentadas, porque el
análisis se efectúa con ejemplos
tomados en África, en las tres
Américas, en Oceanía, en
Siberia, etcétera. (Clastres,
1978: 9)

Poco les duró el asombro. Venían a


buscar riquezas y tras esa lógica
impusieron un verdadero reino de terror
donde asesinaron a millones de
personas. Quemaron, mataron, violaron
y esclavizaron. Los civilizados vinieron
a «civilizar»; claro todo esto en nombre
dios y del cuello de perlas de la reina.
Los pueblos autóctonos resistieron
con bravura, a pesar de las diferencias
tecnológicas. Los que quedaban vivos,
eran convertidos en esclavos para sacar
metales preciosos de las minas o para
las plantaciones o para lo que se les
ocurriese productivo.
Una vez las colonias europeas se
fueron asentando, los esclavos fueron
aprendiendo, a fuerza de espada, los
distintos quehaceres del reino de dios. Y
los que no se adaptaron, desaparecieron
completamente. Así es el caso de los
Yámanas.
López en otro texto nos cuenta la
historia de los Yámanas y su hermoso
encuentro con los blancos y el dios
trabajo:

«Tierra del Fuego, la Isla del


Fin del Mundo, hasta el siglo
XVIII estaba habitada por miles
de aborígenes llamados
yámanas.
Las investigaciones
antropológicas descubren que
ellos habitaban estas tierras
desde hace algo unos 10 000
años. Las extremas condiciones
meteorológicas, su proximidad
con la Antártida los llevó a
sobrevivir y a progresar en base
a distintos actos laborativos
básicos. Se organizaban en
familias para la caza de la foca y
del guanaco, y en tribus que se
reunían una vez al año (Rossi,
2006). Hicieron sus herramientas
para pescar, se untaban con grasa
de foca para sumergirse
desnudos y extraer de las
heladas aguas los moluscos con
los que completaban su dieta. De
este acto laborativo básico
emanaron determinadas
relaciones sociales específicas
que se fueron desenvolviendo
durante miles y miles de años en
las que no existió la propiedad
privada y por consecuencia no
había trabajo, trabajo bajo las
condiciones de la producción
capitalista, es decir no existía el
trabajo alienado, que es lo que
comúnmente se conoce como
trabajo, trabajo a secas. La vida
de esa comunidad trascurría en
relativa armonía y en completa
armonía con su hábitat. Pero
apareció el trabajo y el trabajo
los mató.
Durante los 10 000 años en
que vivieron de actos
laborativos básicos, los yámanas
se reprodujeron y aumentaron la
población de un puñadito que
llegó del norte, hasta ser unos
12 000 seres humanos. Pero en
apenas unos 150 años después
habían desaparecido
completamente. La última
indígena, llamada la India Varela
murió en la segunda mitad del
siglo XX. ¿Qué pasó?
El genocidio se llevó a cabo
por la lógica del mercado
mundial, en nombre de la
propiedad privada, y del trabajo,
obviamente trabajo asalariado,
trabajo alienado. En este tiempo
llegó el capitalismo y su modo
de producción basado en el
trabajo asalariado.
Los primeros pobladores
europeos, en realidad los
primeros despobladores de los
miles de indígenas, casi
extinguieron las focas y lo
complementaron con la
importación de la oveja sin
importarles que fuera un animal
completamente depredador y
extraño en ese paisaje ya que el
mercado mundial requería lana
para la industria textil inglesa.
Los yámanas desarrollaban
su poder hacer, es decir sus
actos laborativos básicos, al
nivel que les era permitido por
el desarrollo en ese momento de
sus fuerzas productivas.
Construyeron sus primitivas
herramientas y desarrollaron la
técnica de construcción de
canoas hechas de una sola pieza
con la corteza de lenga con la
cual se internaban en el mar
constituyendo el único pueblo
autóctono de tradición marítima
en el atlántico sur.
Se organizaban para el acto
laborativo básico y socialmente
necesario para su supervivencia,
reproducción y lento avance
económico social. El acto
laborativo básico consistía en la
caza de guanacos y focas y frutos
del mar. Pero ante la casi
extinción de las segundas por los
barcos pesqueros que les
extraían la piel y aceite y por la
merma de guanacos desplazados
por la oveja, emprendieron la
caza de éstas últimas (el guanaco
blanco, como lo llamaron)
“violando” la propiedad privada
de los primeros pobladores
(despobladores). Los colonos
europeos defendieron a tiros su
trabajo, el de cuidar ovejas, y la
naciente propiedad privada,
violada en su más tierna infancia
por estos yámanas “pre-
humanos” que se apropiaban de
las inocentes ovejitas. Empezó
entonces la matanza en masa de
indefensos yámanas.
El nuevo sistema de
producción y de reproducción
capitalista, legitimó el genocidio
contra los que no sólo no querían
trabajar, sino que desafiaban el
nuevo modo de producción
persistiendo en realizar su poder
hacer mediante actos laborativos
básicos.
Su pecado mortal: usurpar
(sic) la propiedad privada, razón
de ser y de existencia del trabajo
asalariado. Los yámanas no
entendían por qué su acto
laborativo básico era respondido
a fuego de carabinas. Los
sobrevivientes pasaron a
trabajar obligadamente, igual
que en la Inglaterra de la Ley de
Pobres, bajo las normales
condiciones del modo de
producción capitalista en las
estancias del Sur y en el
frigorífico de Río Grande
propiedad del tal Menéndez
Bethy quien dirigía a los
genocidas legales. Bethy pagaba
por cada cabeza de los
hacedores de actos laborativos
básicos o por el par de orejas
que atestiguaban que los
yámanas estaban bien muertos.
Fue la Ley que protege la
propiedad privada y el trabajo
“honrado” [el llamado
comúnmente trabajo digno] la
que garantizó que la matanza de
miles de seres que reproducían
la existencia humana, que se
estaban desenvolviendo de
forma histórico-social quedara
eternamente impune y no sufriera
pena legal alguna».

Los Yámanas resistieron como todos


los pueblos de esta tierra multicolor.
Desaparecieron en lucha. Los que se
vieron obligados a las nuevas exigencias
de la violencia opresora, tenían otra
escapatoria: El suicidio. Suicidios
colectivos se produjeron a lo largo y
ancho de estas tierras. Prefirieron
esperar a renacer, prefirieron esperar el
retorno de la lucha, a doblegarse a la
violencia blanca. Otros se rebelaron con
hachas y machetes y organizaron
rebeliones en gran escala como las de
Túpac Amaru y Túpac Katari. Otros
simplemente esperaron la oportunidad
para matar al vigilante de turno y
escapar hacia las montañas o espesuras
de la selva, donde se fundaron los
territorios de los libres. Lugares donde
podían vivir y producir como desearan.
Por toda América, nacen estos
territorios en resistencia, alternativos,
rodeados de tierra espesa. Viven en las
sombras, ven sin ser vistos, atacan si es
necesario y desaparecen, cosechan y
comen mejor que sus antiguos amos.
La rebelión está en nuestra sangre.
Para los propios habitantes de
Europa, cuna de la explotación, la
imposición del capitalismo y su centro,
el trabajo, es una historia de sufrimiento,
de muerte y de lucha.
El hombre no se acostumbró de la
noche a la mañana a empeñar la mayor
parte de su vida en una actividad ajena.
La historia del capitalismo se la puede
ver como el intento constante de
imponer el trabajo y sus leyes.
Para que la nueva forma de
producción fuera aceptada, se necesitó
arrancarles a las personas toda forma de
vida que tenga relación con el pasado.
Los campesinos que vivían en los
campos fueron expulsados por medios
violentos. Se abolieron los derechos de
caza libre, de pesca, de recolección de
leña.
Se impusieron una serie de leyes
contra la vagancia, las llamadas leyes de
pobres, los campos de los campesinos
expulsados fueron cercados y se impuso
la cría de ovejas para las manufacturas
de lana. Los productores que habían
sido expulsados de la antigua relación
feudal y los que se habían escapado de
esa relación, se encontraron en la calle,
sin medios de subsistencia, sin
posibilidad de recurrir a ningún recurso
natural para sobrevivir y reproducir su
vida, como podía ser la pesca o la caza,
sin posibilidad de encontrar un lugar
para vivir, quedaban afuera de todo. Ni
siquiera se les permitía ser vagabundos
y morir de hambre por ahí, porque las
leyes contra el «vagabundeo» se los
prohibía. Los que iban siendo
expulsados, fueron cazados como fieras
salvajes y luego fueron encerrados en
las llamadas casas de trabajo y
manufactura. En estas casas se los
torturaba física y psicológicamente, para
imponerles los modos, los ritmos, la
conciencia del trabajo como hábito.
Entonces el cercamiento de la tierra y la
expropiación de los medios de
subsistencia fue al mismo tiempo el
cercamiento de los cuerpos en las casas
de trabajo devenidas fábricas. El
cercamiento de las mentes.
Las revoluciones burguesas, lo
sabemos, no hicieron nada para la
emancipación social, aunque incontables
movimientos de esos momentos así lo
esperaban y luchaban por una vida
distinta, los resultados fueron lo
contrario.
La rebeliones contra el trabajo,
contra la nueva relación de producción,
se dieron una tras otra, todo el proceso,
debemos decir, de imposición fue
sangriento. Quienes se negaban a
trabajar no aceptaron sin luchar el nuevo
dominio, la prisión del trabajo. Aunque
estas rebeliones en pocos libros de
historia se encuentren.
«Los productores de las
antiguas sociedades agrarias,
que nunca aceptaron tampoco sin
roces las relaciones de dominio
feudales, no se querían resignar,
con mucho más motivo, a que se
hiciese de ellos la “clase
obrera” de un sistema de
relaciones ajeno a ellos. Desde
las guerras campesinas de los
siglos XV y XVI hasta las
revueltas de los movimientos
luego denunciados como “los
destructores de máquinas”, en
Inglaterra, y el levantamiento de
los obreros textiles de Silesia,
en 1844, sólo se sigue una única
cadena de amargas luchas de
resistencia contra el trabajo. La
imposición de la sociedad del
trabajo y una guerra civil,
abierta a veces y latente otras,
han ido durante siglos unidas».
Grupo Krisis

Esto fue vivido como un «tiempo de


desesperación», no porque las
relaciones agrarias eran un paraíso, pero
la irrupción en la vida, de las relaciones
de producción capitalistas, fue en
muchos aspectos un empeoramiento.

«Lo que en la falsa


conciencia del mundo moderno
se presenta como tinieblas y
plagas de una Edad Media
ficticia eran, en realidad, los
horrores de su propia historia.
En las culturas precapitalistas y
no capitalistas, tanto dentro
como fuera de Europa, el tiempo
diario y anual de actividad
productiva era muy inferior
incluso al actual de los
“empleados” modernos de
fábricas y oficinas. Y esta
producción no era ni mucho
menos tan condensada como en
la sociedad del trabajo, sino que
estaba impregnada por una
marcada cultura del ocio y de
una relativa “lentitud”. Dejando
de lado las catástrofes naturales,
las necesidades materiales
primarias estaban mucho mejor
cubiertas para la mayoría que en
largos periodos de la historia de
la modernización; y, en cualquier
caso, mejor que en los suburbios
espantosos del mundo en crisis
actual. Tampoco el poder se
podía hacer tan presente hasta el
último rincón como en la
sociedad del trabajo
completamente burocratizada».
Grupo Krisis
Las leyes que reglamentan el trabajo;
las casas de trabajo donde les enseñaba
a fuerza de palos los nuevos y buenos
hábitos; la policía y el ejército como
guardianes del orden y sofocadores de
rebeliones; las nueva forma de encierro
que hoy conocemos como cárcel; la
expansión de la ideas de moralidad y
buen vivir a través de los aparatos
ideológicas de las escuelas y la religión;
la sofisticación de las estrategias
gerenciales y de división del trabajo;
fueron parte de la creación del
trabajador y del trabajo como hábito
social. Los siervos aprendieron a
trabajar.
¿Qué conexión existe entre los
«indios rebeldes», los campesinos sin
tierra, y nosotros? Las frustraciones del
pasado.
¿Son frustraciones del pasado? ¿No
existe acaso un mundo que espera en la
sombra su oportunidad de revancha?
¿No existe en nuestros corazones?
Túpac Amaru nació al menos dos veces
¿cuándo será la próxima?
¿Los muertos, están bien muertos?
¿Aquellos derrotados, están realmente
derrotados? Tal vez, esperan el momento
para levantarse.
No alcanza con lamentarse del
pasado, de lamentarse por un mundo
perdido. La historia que nos parió fue y
es de sufrimiento, si leemos estas hojas
diciendo «pobres campesinos, mirá lo
que les pasó» o «pobres indios,
perdieron sus tierras» no hemos
aprendido nada. Tenemos que aprender a
ver y sentir de otro modo, entender que
si decimos «pobre campesino, pobre
indio» estamos diciendo «pobre de
nosotros». La explotación y la
subordinación no es un tema del pasado,
es sobre todo un tema presente.
Capítulo V
El mercado
Estaba despierto sobre la cama del
hospital, un manto de blancura me
lastimaba los ojos. Los tenía bien
abiertos. Todo era blanco, las paredes,
las sábanas, una mesa destartalada al
lado de la cama, pero era un blanco
viejo, destruido por el tiempo y el dolor
que se respiraba en el aire. La tristeza
era el decorado principal. Estas
paredes, esta cama, este paisaje sombrío
debe ser, para muchos, el punto de
llegada. Tantos ojos deben haber
observado, antes de apagarse, esa grieta
profunda en el techo descascarado. La
antesala de la nada, se me ocurrió.
Me consumían los pensamientos, el
cuerpo respondía casi moribundo, por
suerte no había ningún espejo que me
ofreciera mi reflejo de muerto. Pude
asirme unos centímetros sobre la
almohada, en posición de pensador
trasnochado.
Me observé los dedos y me
parecieron viejos, gastados.
Los llevé hacía tras de la cabeza. El
silencio era absoluto, por un momento
dudé de mi existencia, ¿acaso había
muerto? Al rato creí ver pasar alguien
atrás de la puerta; una enfermera, y para
mí fue como si me estuvieran
respondiendo que seguía vivo. Supuse
que en algún momento más vendría
alguna persona a preguntarme algo.
Esperé, pero no apareció nadie. Me
perdí en el techo venido a menos. Una
grieta se iniciaba en la esquina derecha
y continuaba firme hasta el centro, luego
se bifurcaba, y esa bifurcación se perdía
en tantas otras. También yo, pensé, pude
elegir, en cierto momento haber hecho
las cosas de otra manera. No me di
cuenta, sino hasta ahora, que mi sendero
se había bifurcado como las grietas del
techo. No sé si me quería parecer al
sobreviviente de una mala película
hollywoodense o el hecho real de sentir
la muerte tan cerca había hecho que la
cabeza se me llenara de imágenes del
pasado, de mi vida, de lo que fui.
Tuve la suerte de crecer en un barrio
alejado. Uno de esos barrios donde
podíamos andar pateando la pelota un
buen rato en el medio de la calle, sin
autos amenazantes. A un par de cuadras
lejos de casa, uno se adentraba en un
campo arbolado y sin dueño, o eso
queríamos creer. Uno de esos árboles,
gracias a su peculiar ramificación, que
nos brindaba un cómodo lugar a cada
uno, era el elegido para ser nuestro
punto de reunión, nuestro lugar en el
mundo. Ese era el centro de todas
nuestras aventuras, lo que nos unía,
nuestro secreto. Ahí nos juntábamos
para hablar, ahí resolvíamos nuestros
problemas, ahí nos escondíamos.
El grupo estaba conformado por
Luciano, Alexis, Cristian y yo. Luciano y
Alexis eran hermanos y vivían
exactamente frente a mi casa. Eran los
chicos raros del barrio. Nadie los
invitaba a jugar. Yo les observaba de
lejos, no sin cierta curiosidad.
Se la pasaban en cuatro patas
enterrados hasta las orejas en el barro,
en el baldío descuidado que tenían por
jardín. Cristian por su parte vivía un par
de casas alejadas. Se vislumbraba cierto
lujo en el frente de su casa. Algunas
tardes cuando pasaba por su casa,
camino al almacén de la vieja Amanda,
lo veía sentado a la sombra, leyendo. Lo
miraba de reojo y un par de veces vi que
él también me miraba. Una noche que
hizo calor, mis papás me mandaron a
comprar unas gaseosas antes que el
almacén cierre. Estaba llegando a la
puerta del negocio de la vieja, cuando vi
una luz que se movía entre la arboleda
del campo. Caminé hasta ahí con
curiosidad y miedo, estaba listo para
echarme un pique, pero ya cerca vi que
alguien me sonreía, me acerqué. Era
Cristian arriba de un árbol, con una
linterna y uno de sus libros. Me tendió
una mano para subir, pero negué con la
cabeza.
—Tengo que comprar unas cosas
para mis papás, antes de que cierre —
dije por fin, señalando con la mano el
almacén.
Asintió sin decir nada, ya se estaba
volviendo a su lectura.
—¿Y vos que haces ahí? —
Improvisé.
—Este es mi refugio. —Contestó.
Vi que las luces se apagaban, tuve
que echarme el pique igual e implorarle
que me deje comprar lo que me habían
encargado.
Al rato me escabullí otra vez hacia
el campo que creíamos sin dueño.
Cristian seguía ahí, me acerqué y me
miró con cara de que sabía que iba a
volver, sin decirme nada, me ayudó a
subir.
Yo no era lo que se dice un gran
trepador, asique estuve un rato hasta que
logré ganarme entre las ramas. Me
acomodé en lo que me pareció un tronco
seguro. Cristian empezó a leer en voz
alta, como si ya nos conociéramos.
Desde ese día no nos volvimos a
separar hasta mucho después.
No tardamos en hacernos amigos, su
refugio también fue el mío. Lo habíamos
acomodado con todo lo que nos
encontrábamos por ahí, con lo que
muchos consideraban basura; a nosotros
nos parecían unas excelentes piezas de
arte contemporáneo.
Cierta vez, a los hermanos
revoltosos, por su parte, los rescatamos
en una huida desprolija. Los estaban
apaleando como de costumbre, no
sabíamos que habían hecho, pero corrían
como galgos y traían cara de haber visto
al diablo. Cristian les chifló desde el
árbol y yo les tiré la escalera que
habíamos hecho de soga vieja. Se
miraron y no se detuvieron a pensar
demasiado, enfilaron su escape hacia
donde estábamos. Subieron casi de un
salto. Estaban agitados y no decían nada.
Al instante vimos que se acercaba un
grupo de chicos del barrio que siempre
disfrutaban de darnos una buena tunda
mañanera, nos hicieron señas exigiendo
que bajemos. Pero la artillería ya estaba
lista y no se hizo esperar. Teníamos una
buena cantidad de piedras en un balde y
unas maderas anchas que nos protegían
del contraataque. Pegamos unos cuantos
piedrazosy después nos tuvimos que
acurrucar mientras nos tiraban con lo
que tenían. A la fuerza nos conocimos,
porque teníamos tanto miedo de bajar
que tuvimos que agilizar las palabras
para entretenernos. Pareció como si
hubiéramos estado una semana
escondidos.
Ya estaba bien oscuro, sabíamos que
teníamos que volver a nuestras casas,
antes de que nuestras familias
empezaran a preocuparse, si es que ya
no lo estaban. Todo estaba calmo y
despejado, bajamos y empezamos a
caminar despacio, como pisando
huevos. Nos tranquilizamos al ver que
no había nadie. Empezamos a reír, no sin
ciertos nervios escondidos.
Estábamos llegando a la última
esquina, cuando los vimos salir detrás
de unos autos. Cuando intenté escaparme
ya los tenía encima. Nos dieron
tremenda paliza. Mientras uno me
revolcaba por la tierra haciéndome
olvidar hasta mi nombre, como si yo
fuera un muñeco de trapo, vi como los
hermanos se las habían ingeniado para
escapar de las garras de sus verdugos y
con un buen pedazo de madera, que
encontraron por el camino, me liberaron
y echamos a correr sin mirar atrás.
Teníamos miedo, pero no podíamos
borrar la sonrisa que nos dibujaba la
cara.
Desde esa tarde, sabíamos que nos
iría mejor juntos que separados. Nos
movíamos en bloque, no tardamos en ser
buenos amigos y empezar a vivir
nuestros mejores momentos de la
infancia. Siempre nos juntábamos en el
árbol, jugábamos a ser piratas,
detectives o algún tipo de aventureros
que se enfrentaban a los mil peligros
escondidos. A veces también nos
invitaban a los juegos comunes donde
participaban todo los chicosdel barrio.
Las escondidas era uno de los
preferidos, en el cual casi siempre me
destacaba sólo para me vean aquellos
ojos negros. Cuando caía la tarde,
volvíamos a nuestro refugio, donde
Cristian nos leía historias que siempre
estaban cubiertas de intrigas y secretos.
Cuando no tenía nada que leernos, las
inventaba. Las inventadas eran siempre
de fantasmas, o de algún muerto que se
levantaba de la tumba, o de algo
espantoso que se escondía en placares o
debajo de la cama. Detallaba tan bien
los argumentos, que de una u otra
manera siempre terminábamos con un
buen susto y los ojos bien abiertos toda
la noche.
Fuimos creciendo a través de esos
juegos, de esas historias, bien reales
para nosotros. Y estas historias que
conocimos, estos libros, esta amistad
forjada, fueron determinantes para los
años que siguieron.

***

—¿Y para qué te sirve ser


rico?
—Para comprar otras
estrellas, si alguien las
encuentra.
—¿Cómo se puede poseer
estrellas?
—¿De quién son?
—No sé. De nadie.
—Entonces son mías.
—¿Y qué haces tú con las
estrellas?
—Las administro, las cuento
y las recuento.
El principito

Los productores aprendieron a


trabajar. Se fueron, nos fuimos
acostumbrando. Ahora sabemos cómo
son las reglas, debemos ser inteligentes
y buscar un buen trabajo, ganar lo
suficiente para, en el mejor de los casos,
ir ascendiendo en la escala social o, en
el peor, sobrevivir. A través del trabajo
realizado, nos dan un salario. Con ese
salario vamos al mercado a comprar
todo lo que nosotros, como sociedad,
producimos. Es así de simple.
Lo que producimos socialmente, los
objetos creado por nosotros, el producto
de nuestra intervención en la naturaleza,
son, en principio, algo que introducimos
a nuestro mundo humano para hacernos
la vida más cómoda o más bella. En esto
no hay misterio alguno. Desde el
principio de los tiempos fuimos
haciendo pequeñas modificaciones para
permitirnos sobrevivir: un palo afilado
para cazar o fuego para calentarnos.
Estas cosas tienen un valor social, el
valor que le damos como sociedad, por
su utilidad, por su saber, por el
conocimiento adquirido a través del
tiempo. A través del producto nos
unimos, pasado y presente. Un día nos
aprendemos una canción de la guerra
civil española, la empezamos a cantar y
de pronto nos trasladamos hasta esos
días. Sus pasiones, deseos y
frustraciones viven ahora en nosotros y
nosotros vivimos en el pasado con ellos.
A su vez, quien creó esa canción se basó
en otras canciones, en otras luchas, en
otro tiempo. Entramos a nuestra casa,
prendemos la luz y ponemos algo de
música; no sabemos cómo funciona, tal
vez nunca nos lo preguntamos. A
nosotros nos parece muy normal, pero
ese proceso necesariamente nos lleva al
pasado, a quienes hicieron posible la
manipulación de la electricidad. Al
mismo tiempo, si deseamos hacer una
innovación en este campo, necesitamos
de los conocimientos previos que otros
han introducido. En todos estos aspectos
existe una conexión que no vemos pero
está, que se puede sentir.
Nosotros mismos como personas,
somos esencialmente sociales, todo lo
que aprendemos, nuestros saberes,
pasiones, deseos, están marcados por
nuestro lugar en el mundo, por las
personas con quienes nos relacionamos
desde la primera hora. Somos cambio,
movimiento, simplemente porque
estamos todo el tiempo relacionándonos.
Desde este punto de vista, el resultado
de lo que producimos, y lo que somos
como personas es puramente social y no
hay forma de encasillar, de definir. En
otras palabras, no hay posibilidad de
propiedad.
El Yo puro, no existe. Somos
relaciones sociales, somos muchos yoes
a la vez. Vamos cambiando en la medida
que nos relacionamos. Fluimos y parte
de lo que somos existe en las otras
personas, como también dentro de
nosotros existen partes de otras
personas. De la misma manera, en tanto
que los objetos nos pertenecen como
sociedad, y son creados por una red que
comunica el pasado con el presente, no
existe un objeto que pertenezca a una
persona en su totalidad. Es parte del
fluir, al igual que nosotros.
Hacer algo, generar algo nuevo,
implica un poder. Podemos hacer tal
cosa, tenemos la capacidad de hacerlo.
Este poder también implica sociedad,
porque implica conocimiento,
interrelación. (Sobre el poder,
hablaremos específicamente en el
próximo libro).
La base de la sociedad en la que
vivimos, implica, ademásdel robo, el
ocultamiento de lo social, el
ocultamiento del fluir inherente a lo que
somos y hacemos.

1) El valor:
Los capitalistas dicen «esto es mío»,
«yo te pago por lo que hacés, y tú
obtienes una recompensa por ello; por lo
tanto, tu producto, me pertenece». Y
nosotros aceptamos, aceptamos, porque
olvidamos, porque es la forma de vida
que aprendimos y porque hay toda una
estructura represiva que nos obliga a
aceptar.
El carácter social del producto
queda reducido a un carácter individual:
el de los capitalistas. Los capitalistas
producen este robo, y el valor social que
tiene el producto queda oculto. Tienen,
obviamente, las armas para hacerlo.
Ellos ahora van a decidir qué es lo que
se produce y se van a apropiar de sus
resultados. Producen porque quieren
vender, no importa qué es lo que se
produce, en la medida que logre
venderse. El objeto producido, entonces,
lleva dos tipos de valores
antagónicamente opuestos. Por un lado,
está el valor social, que no puede ser
eliminado, pero que está subordinado al
valor de cambio del producto.
El valor que lleva para ser
cambiado.
De nuevo, el valor primario queda
reducido y subordinado.
El producto social queda en manos
privadas, las manos de los capitalistas.
Estos no tienen interés en mejorar la
sociedad, lo que buscan es vender ese
producto con el objetivo de acumular
más y más. Ese producto ya no es sólo
un producto ,es una mercancía. Es
decir es un producto pensado para
venderse en el mercado.
El valor de cambio es la producción
para el mercado. El producto ahora se
produce con el fin de cambiarse en el
mercado. Es decir, para venderse.
Supongamos por ejemplo la
existencia de una comunidad donde los
productos sólo poseen valor de uso.
Producimos colectivamente, no para el
intercambio, sino para satisfacer
nuestras necesidades o deseos.
Supongamos también que nosotros
somos parte de esa comunidad. Un día
nos juntamos en asamblea para discutir
qué es lo que nos está haciendo falta.
Después de un rato llegamos a la
conclusión de que nos faltan sillas. Junto
con otras personas, nos agrupamos para
producir la cantidad de sillas
necesarias. La existencia de esas sillas
que producimos, como sillas, depende
de que la utilicemos como tal. Es decir
si nuestra comunidad no necesita esas
sillas que nosotros producimos, la silla
deja de existir como tal.
Pero sabemos que sí, que hacían
falta, entonces las producimos.
Y no producimos más de lo que
necesitamos porque no tendría ningún
rédito para nosotros. Así que
producimos lo que nos hacía falta y
ahora todos nos podemos sentar en
cómodas sillas.
Pero, supongamos que por un error
de cálculos, produjimos de más. ¿Qué
pasa con esas sillas que sobran? La
acumulación de algo que no tiene
utilidad no tiene sentido para nosotros
porque sería ocupar espacio en nuestras
casas con algo que, no sólo no
necesitamos, sino que tampoco podemos
cambiar. La existencia del producto
depende de los creadores. Nosotros,
como comunidad, la producimos; y si la
dejamos de usar, deja de tener valor
puesto que su único valor es el valor
social. De esta manera comprobamos
que, si no tienen utilidad como sillas,
dejarán de tener valor como tal.
Probablemente en asamblea decidiremos
el valor que poseen: podremos decidir
usarlas como leña para el próximo
invierno o como materia prima para
hacer alguna otra cosa que necesitemos.
Ahora bien, cuando el valor de
cambio domina al valor de uso, no
importa que la silla se use o no, lo que
importa es generar la necesidad de
comprarla. Si no se compra, la silla
seguirá existiendo. ¿Por qué? Porque su
creación no tiene como fin (o es un fin
secundario, subordinado) que la
comunidad se siente, no se realiza su
valor de uso; su fin es venderse. Su
existencia, entonces, no depende de la
validación social como útil o no útil.
Ahora la silla nos dice «no importa si
me usan o no, mi existencia no depende
de ustedes». Probablemente si un
vendedor de sillas ya ha vendido todas
las sillas que una comunidad necesita y
ha producido de más, lo que hará con las
que le sobran será introducirles alguna
pequeña modificación y, con una hábil
campaña de mercado, nos dirá que son
«las nuevas y mejores sillas», que
cuando nos sentamos descansamos y
relajamos todo el cuerpo y que son la
última moda, que deja a nuestro hogar
mucho más elegante y que sé yo cuantas
cosas más. El resultado: todos vamos en
busca de las nuevas sillas. Vamos para
cambiar las buenas sillas que teníamos
(pero horriblemente pasadas de moda).

2) La mercantilización de la sociedad:
Los capitalistas dicen «esto es mío».
«Tu tiempo y tu saber me pertenecen».
Obligado a producir para otros, y
aceptar un salario a cambio, el
trabajador se compromete a ceder una
parte de su tiempo a los capitalistas.
Esta puede ser doce, nueve u ocho
horas, dependiendo del momento y del
lugar. Este proceso es general.
El trabajador se levanta y se pasa su
día, o buena parte de él, produciendo.
No produce lo que él desea, sino lo que
le dicen que debe producir. Los
capitalistas por su parte necesitan que
estos sean rápidos y eficientes, necesitan
producir y vender lo más rápido y
barato posible para que la competencia
no los desplace. Para mejorar la
producción se va generando una división
del trabajo, donde cada trabajador no
hace más que una pequeña parte del
proceso total; de esta manera se agiliza
y se acortan los tiempos de producción,
pero también se le quita al trabajador el
saber completo de su producto. Los
trabajadores fueron poco a poco
perdiendo su capacidad y su
conocimiento de las diversas
actividades que antes poseían.
Las industrias nacientes y el avance
rápido de las nuevas tecnologías, como
dijimos, consecuencia de la competencia
entre los capitalistas, hicieron que se
necesite acelerar la producción y
empezar a introducir una división del
trabajo cada vez más marcada.
La mercantilización de la sociedad
conlleva la competencia entre los
capitalistas para que sus productos se
vendan. El capitalista que consiga
producir con menores costos el mismo
producto, será el que sobreviva; el que
no, será desplazado sin demasiados
problemas. A través de una constante
renovación tecnológica y estrategias
gerenciales de todo tipo, los capitalistas
buscan adaptarse al continuo cambio del
mercado. Lo que se necesita es vender,
que la gente viva su vida consumiendo.
No hay lugar para otra cosa, es un
proceso voraz que demanda una
expansión permanente.
Con las largas jornadas de trabajo,
el trabajador no tiene los recursos, ni el
tiempo, ni la forma para poder producir
sus alimentos o su ropa. Incluso ha
perdido la posibilidad de cortar leña (a
causa de la ley promulgada en contra de
esta práctica) para protegerse del frio.
Conforme el proceso de producción va
avanzando, penetra cada vez más en el
conjunto de nuestras prácticas,
actividades, haceres. Con los salarios
de hambre que recibe por su jornada de
trabajo, debe ir al mercado y conseguir
ahí lo que necesita (o lo que le alcance).
Este proceso empieza a dominar. Se
genera la mercantilización de todos los
aspectos de la sociedad.
Una vez cumplido el tiempo en que
nuestro tiempo no nos pertenece,
salimos, y deseamos descansar luego de
una larga jornada; deseamos que
nuestros cuerpos se relajen, esperando
al próximo día y la próxima jornada de
desgaste. Estamos extenuados, ya no
vamos a nuestras huertas, que por otro
lado, no poseemos ya que no tenemos
tierras para producir. Ya no vamos a
confeccionar nuestras ropas,
ahoravamos a reproducir nuestra vida a
través del dinero, relación social que
aceptamos como medio. Es decir,
nuestra vida toda, se convierte en
mercado. Todo lo que podemos o no
podemos hacer va a pasar por el
mercado, tenemos que ir a comprar y a
vender (a vendernos).
No tenemos tiempo, ni tierras, ni
poder para hacer otra cosa. Ahora hay
ramas productivas especializadas que
producen y venden todo lo que haga
falta.
3) El poder
Los capitalistas dicen «esto es mío».
«El poder lo ejercemos nosotros,
ustedes sólo aceptan».
Nuestra capacidad de producir,
nuestro «ser capaces», es entregado
junto con nuestro producto, nuestro
tiempo, y nuestras tierras.
Como dijimos, el poder tiene su
origen en lo social. Pero esta capacidad
se nos escapa junto con la
autodeterminación de nuestras vidas.
Cuando los capitalistas dicen «esto
es mío», niegan nuestra capacidad,
niegan el hecho de que somos nosotros
los que hacemos andar el mundo. Las
cosas llevan nombre y apellido, el
origen social se barre de un escobazo.
Entregamos nuestro producto a los
capitalistas. Entregamos nuestra
capacidad de decisión al Estado,
entregamos nuestras vidas a otros que
piensan, hacen y deciden por nosotros.
Olvidamos que ese poder que tienen
sobre nosotros, tiene su origen en
nosotros.
¿Quién construyó Tebas, la
de las siete Puertas?
En los libros aparecen los
nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los
bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas
veces,
¿quién la volvió siempre a
construir?
¿En qué casas de la dorada
Lima vivían los constructores?
¿A dónde fueron los
albañiles la noche en que fue
terminada la Muralla China?
La gran Roma está llena de
arcos de triunfo. ¿Quién los
erigió?
¿Sobre quiénes triunfaron los
Césares?
¿Es que Bizancio, la tan
cantada, sólo tenía palacios para
sus habitantes?
Hasta en la legendaria
Atlántida, la noche en que el mar
se la tragaba, los que se hundían,
gritaban llamando a sus
esclavos.
El joven Alejandro conquistó
la India.
¿Él solo?
César derrotó a los galos.
¿No llevaba siquiera
cocinero?
Felipe de España lloró
cuando su flota
Fue hundida. ¿No lloró nadie
más?
Federico II venció en la
Guerra de los Siete Años
¿Quién venció además de él?
Cada página, una victoria.
¿Quién cocinó el banquete de
la victoria?
Cada diez años, un gran
hombre.
¿Quién pagó los gastos?
A tantas historias.
Tantas preguntas.
Bertolt Brecht
Este poema nos sirve como ejemplo
de que hemos sido borrados de la
historia. Los sujetos son las personas
individuales, el sujeto social
indeterminado no existe. Aunque ningún
político mueve un ladrillo para construir
nada, son ellos quienes hacen todas las
obras. Aunque ningún capitalista
interviene en el proceso productivo, son
ellos quienes hacen el producto.

4) El yo como ser individual.


Los capitalistas dicen «esto es mío».
Y nos arrojan a una sociedad como suma
de individuos autónomos,
independientes entre sí.
Así como el producto de nuestro
hacer pierde sus características
sociales, nosotros como sujetos sociales
que nos comunicamos a través de
nuestros productos, perdemos nuestra
sociabilidad, nos convertimos en
personas aisladas, en individuos, en un
Yo puro.
El Yo puro no existe, nosotros somos
todas las personas con las que nos
hemos relacionado, de las que hemos
aprendido y a las que hemos enseñado,
las que hemos amado y las que hemos
perdido, las que conocemos
directamente y las que no. Es por eso
que somos movimiento, estamos
continuamente cambiando,
evolucionando, aprendiendo. Vivimos en
un constante fluir.
Pero nuestra sociedad niega este
fluir. Crea divisiones en base a sus
pretensiones de poder. Crea fronteras
ficticias. Como dijimos al principio,
nacionalidades, sectores, clases. Todos
diques de contención de nuestro fluir.
Nos crean la ilusión de ser personas
completas en sí mismas y nos separan de
las demás. Caminamos por una calle y
vemos a unos chicos medio moribundos
pidiendo una moneda. Prendemos la
televisión y vemos que en un país de
medio oriente mataron en un bombardeo
a no séqué cantidad de personas.
Leemos el diario y una cifra nos dice
que cada segundo muere una persona de
hambre. Y nosotros seguimos, seguimos
porque creemos que no nos afecta, que
son el otro, si no nos duele cuando
mueren personas de nuestra propia
nacionalidad, mucho menos el otro
extranjero, cuasi salvaje. Y este hecho
es lo que nos posibilita vivir en un
mundo tan violento. El hecho de negar
nuestra humanidad.
Detrás del todo, estamos nosotros.

***

Una tristeza me invadió. Sentía el


cuerpo débil, quería llorar pero no
podía. He vivido engañado. Nunca volví
a ser feliz como en esos años.
Con el tiempo iniciábamos largos
debates sobre los libros y los temas que
de ellos aprendíamos. Habíamos
crecido y el futuro, ese al que a uno le
enseñan desde bien pequeño y para el
cual debe ir preparándose, se acercaba.
Nos acechaba con sus garras de realidad
y su olor a podredumbre. Y a nosotros
nos preocupaba.
Todos teníamos en claro una cosa:
no encajábamos. No sólo nosotros
cuatro lo teníamos en claro, todas las
personas que nos rodeaban sabían que
no encajábamos.
Habíamos construido nuestro propio
mundo, con nuestras formas de hacer las
cosas, nuestros valores, nuestras ideas,
nuestros sueños. Pero al mismo tiempo
este mundo tan nuestro, se debía batir a
duelo todos los días con el mundo de la
falsedad impuesta o del desencanto,
como nos gustaba llamarlo. Vivíamos
bifurcadamente.
Estábamos en ese momento crucial
donde o trabajábamos o estudiábamos, o
posiblemente las dos a la vez.
Entre nosotros me había convertido
en el más crítico del mundo del
desencanto. Había empezado a leer por
mi cuenta libros de anarquistas y de
marxistas. Había conseguido, también,
unos libros de la guerra civil española y
estaba fascinado. Adoptaba el semblante
de todo un renegado social. Cuando nos
juntábamos daba unos largos discursos
que aprendía de memoria.
Por su parte, los hermanos
batallaban para no entrar a trabajar en la
zapatería familiar como deseaban sus
padres. Cualquier propuesta que los
alejara, les venía bien. Aceptaban, a esa
altura, hasta trabajar en fábrica si es que
eso los salvaba del destino. Cosa que en
otro momento no hubiéramos siquiera
pensado. Cristian se había vuelto más
oscuro, reservado, en las charlas
participaba poco y no pocas veces
faltaba a nuestros encuentros. Su familia
siempre fue un misterio para nosotros.
Él se negaba a hablar y por comentarios
supimos que el padre había decidido
que debía estudiar Derecho.
El fin del último verano fue el fin de
nosotros. Alexis y Luciano consiguieron
unas entrevistas para trabajar en la
fábrica importante del pueblo y por
mucho que había intentado convencerlos
de que vinieran a estudiar con nosotros
dos a la capital, no habían aceptado.
Necesitaban el olor a pueblo.
Yo me había anotado a filosofía
convencido que debía seguir
profundizando mis estudios y empezar a
juntarme con personas que compartieran
mis pensamientos. Un amigo de mi viejo
me había conseguido un puesto en una
oficina para poder ayudar con los
gastos. Cristian se iba a estudiar
Derecho; supe que le había implorado al
padre, que fue una discusión fuerte, y
que no fue escuchado su lamento. Él
sabía que el padre ya había comprado su
futuro.
No pude despedirme de él. Hacía
días que no lo veía, que no respondía
mis mensajes. Uno de esos días en que
ya me estaba preocupando y enojando a
la vez, me llegó un paquete a casa.
El paquete contenía un libro y una
carta. El primer libro que leímos juntos,
el que habíamos releído varias veces,
nuestro favorito. La carta decía: «Mi
querido compañero.
Las alternativas son excluyentes,
por cada sí, hay que decir un no. Ya no
estoy.
He decidido que no me quiero
adaptar; no te lo he contado antes porque
sabía que intentarías detenerme, me
dirías que más adelante me
acompañarías y los dos sabemos que no
existe mañana. Sé, que aunque te lo
hubiese pedido, te lo hubiese rogado, no
hubieras venido conmigo. Sé que debajo
de todo ese disfraz de rebelde que te
gusta tanto, sos una persona que pide a
gritos adaptarse, que no busca otro
camino, sino la ilusión; que no busca el
contenido, sino la forma. Tal vez no
estés preparado aún, no lo sé. Tampoco
sé si yo lo estoy. De lo único que estoy
seguro es que deseo encontrarme, deseo
ser fiel a mí mismo y de quedarme,
terminaría por perderme.
«Cuando despiertes, ven a
buscarme».
Debajo me dejaba dos nuevos
números, pero me pedía que no le
escriba ni lo llame ni le diga a nadie de
la carta. Por último, decía que sólo los
use para encontrarlo si es que alguna vez
decidía buscarlo.
¿De todos los mundos posibles, no
había elegido acaso el peor, el menos
fiel a mí mismo?
Cuando la enfermera entró en la
habitación, ya me había incorporado y
estaba listo para irme.

***

«El valor no lleva escrito en


la frente lo que es. Por el
contrario, transforma todo
producto del trabajo en un
jeroglífico social. Más adelante,
los hombres procuran descifrar
el sentido del jeroglífico,
desentrañar el misterio de su
propio producto social, ya que la
determinación de los objetos
para el uso como valores es
producto social suyo a igual
título que el lenguaje».
Marx, (El Capital).

La mercancía tiene su origen en el


hacer humano, pero al ser robada y su
utilidad reducida al valor de
intercambio, se sitúa ante sus creadores,
es decir, los trabajadores que la
produjeron, por fuera. El producto no
les pertenece porque el título de
propiedad lo lleva el propietario de los
medios de producción.
La mercancía se desprende de sus
creadores. Su existencia, como dijimos
anteriormente, no depende de su
utilidad: cobra vida.
La relación social que le dio vida
queda subordina.
Los capitalistas deben producir y
vender. La mercantilización de la
sociedad, es decir el proceso por el cual
todo tiende a convertirse en una
mercancía, se hace cada vez más voraz.
Las actividades que realizamos en
nuestra vida, tienden a convertirse en
algo susceptible de ser vendido.
De mercantilizarse.
El proceso toma vida propia, nadie
puede parar la máquina.
Los capitalistas pueden ser muy
buenas personas, pueden ser solidarios,
buenos padres, tener en blanco a sus
trabajadores; pero si no reproducen la
explotación, si no logran incentivar la
venta y la producción y lograr que la
mercancía producida se venda, serán
desplazados por el proceso sin nombre
ni cabeza.
El proceso de producción de
mercancías manda, se independiza.
Recordemos la cita del capítulo anterior
del grupo Krisis:

«Ninguna casta dominante de


la historia ha llevado una vida
tan esclava y deplorable como
los acosados directivos de
Microsoft, Daimler-Chrysler o
Sony. Cualquier noble medieval
los hubiese menospreciado
profundamente. Porque mientras
éste se podía entregar al ocio y
dilapidar más o menos
orgiásticamente su fortuna, las
élites de la sociedad del trabajo
no se pueden permitir
ni una pausa. Fuera de la
calandria, tampoco ellos saben
qué hacer con sus vidas aparte
de comportarse como niños; el
ocio, el amor al conocimiento y
el placer de los sentidos les son
a ellos tan ajenos como a su
material humano. Sólo son
siervos asimismo del ídolo
trabajo, meras élites funcionales
del fin absoluto irracional de la
sociedad».

Entonces el Capital es un proceso


objetivo, sin amo; quienes detentan los
medios de producción son quienes se
benefician y quienes quieren que la
máquina siga funcionando, pero si
quisieran pararlo, no podrían hacerlo.
También son prisioneros, también llevan
las cadenas. Sus jaulas son más
cómodas, pero no dejan de ser jaulas.
El Capital es una especie de
monstruo voraz. Como la novela de
Mary Shelley, Frankenstein. En la
novela un científico, el doctor
Frankenstein crea un monstro que en
principio debía obedecerle, pero luego
no puede controlarlo; el monstruo se
vuelve y ataca a su creador. Otro
ejemplo es el del Aprendiz de
Hechicero, llevada a la pantalla por
Disney. El personaje está aprendiendo a
controlar la magia; tiene que hacer
aparecer una escoba, y lo logra; pero
cuando se queda solo, empieza a hacer
aparecer a muchas más y cuando intenta
hacerlas desaparecer produce el efecto
contrario: las escobas, al igual que en el
otro caso, se vuelven contra su creador.
Los objetos creados, los monstruos
realmente tienen vida y no dependen de
nadie para funcionar. Este sería el
proceso que se da con la producción
capitalista. Hemos arrojado al mundo un
monstruo voraz en continuo crecimiento
y que nadie puede controlar. El producto
del hacer humano se independiza y se
vuelve contra nosotros.
Entonces la que se esconde detrás de
escena no es una persona o grupo de
personas: es el proceso, condensado en
la mercancía.
La mercancía, entonces, es la
primera expresión del valor de cambio.
Luego ésta se traslada al dinero, luego al
capital financiero. Formas cada vez más
oscuras y alejadas de lo esencial: El
hacer humano. Pero esto es otra historia
que analizaremos en el próximo libro.
El Dinero, el Estado, el Capital, son
relaciones sociales cosificadas, formas
de hacer las cosas que se han
endurecido, condensado en algo en base
al poder entregado a ellas. Tal es el
dominio que ejercen sobre nuestros
cuerpos y mentes, que el solo hecho de
pensar otra forma de relacionarnos, otro
mundo en el que estas formas
desaparezcan, pierdan su poder sobre
nosotros, nos parece imposible. Un
pensamiento hermoso pero delirante.
El trabajo abstracto domina al
trabajo creativo, el valor de cambio
domina al valor de uso, el proceso de
producción y el producto de ese proceso
dominan al productor. A este proceso
Marx, en su libro El Capital, lo llama
fetichismo: «un mundo encantado,
invertido y puesto de cabeza». Es un
mundo donde nada es lo que parece.
¿Por qué utiliza la palabra
fetichismo para denominar este proceso?
Lo denomina de esta manera para hacer
una analogía con las sociedades
animistas. Este tipo de sociedades son
dominadas por los productos de sus
pensamientos y creencias. Todo tipo de
dioses y criaturas mágicas, que tienen
una existencia ilusoria pero real al
mismo tiempo. Ilusoria porque
efectivamente es una creación de su
mente; real porque estas creencias toman
cuerpo, realmente dominan las
relaciones sociales, cobran vida (real e
ilusoria al mismo tiempo) se
independizan de sus creadores, se
invierte la relación: los que las crearon,
ahora no son los creadores. Los
creadores ahora son los fetiches, los
dioses, los sujetos del mundo y los
verdaderos creadores no son más que su
resultado.
Con el proceso de producción de
mercancía, dice Marx, pasa lo mismo.
Los productos creados por los hombres
se vuelven en contra de ellos, se invierte
también la relación; los productos, la
mercancía, se mueven como si fueran el
sujeto de la sociedad.
El capitalismo es, entonces, la
separación del producto de los
productores; pero aún más es la
apropiación de lo hecho, transformado
en medios de producción, por una clase
que se constituye como propietaria. En
otras palabras, la propiedad de los
medios de producción que posibilita el
proceso voraz de acumulación. Y el
proceso voraz es el Capital
independizado.
Las relaciones entre los individuos
de la sociedad, la forma y el modo en
que nos relacionamos, no aparecen
simplemente como lo que son,
relaciones entre personas, sino que
aparecen fetichizadas, como relaciones
entre cosas.
Nos relacionamos a partir de las
cosas. Porque las relaciones sociales
son relaciones entre cosas, o al menos
de esa manera se nos representan. Es
decir, nos relacionamos a partir de la
relación social Dinero. Y creemos que
este sólo está ahí desde siempre, es una
cosa que domina. Una cosa que dice si
hoy vamos a comer o no; es una cosa
que dice si hoy vamos a dormir bajo
techo o no; es una cosa que dice si hoy
vamos a morir o no. ¿Pero realmente es
sólo una cosa? Es una relación social
que aceptamos como tal y que se
endurece, se cosifica y que de esa
manera se nos representa.
La fractura de la sociabilidad de la
producción, y por lo tanto la
independización y duración del objeto,
el arrancarnos el objeto, crea un mundo
en apariencia estable, un mundo que
ejerce un dominio en base a la duración
y a la negación del movimiento.
La Mercancía, el Dinero, el Capital,
el Estado, no llevan en la frente lo que
son. Por el contrario, transforman toda
la relación en un jeroglífico social. Más
adelante, los hombres procuran descifrar
el sentido del jeroglífico, desentrañar el
misterio de su propio producto social,
ya que la determinación de los objetos
para relacionarnos en la comunidad, es
producto social a igual título que el
lenguaje.
El fetichismo entonces es la
inversión perversa creada por
nosotros, la objetivación de las
personas y la subjetivación de las
cosas.
El capitalista separa al trabajador
del objeto producido, pero este separar
no queda en el lugar de trabajo. El hecho
de que producimos valor, es decir para
el mercado, y que todas las relaciones
sociales tienden a estar mediadas por
este, significa que la separación entre
nosotros y nuestro producto se extiende
más allá de nuestros lugares de trabajo.
La pérdida del objeto por parte del
sujeto, significa la redefinición del
sujeto, la creación de un sujeto dañado,
fragmentado, cosificado.
Llegados a este punto del viaje,
hemos empezado a ver que todo lo que
nos parecía natural está lejos de serlo.
Somos arrojados a un mundo que nos
domina, pero que esa dominación se
mantiene oculta tras un velo de falsa
libertad. El mundo que nosotros
hacemos, se vuelve contra nosotros.
Capítulo VI
Vivir en rebelión
Decidíos a no servir más, y
ya os veréis libres; no pretendo
que lo empujéis o lo sacudáis,
sino tan sólo que dejéis de
sostenerle, y veréis que, cual un
gran coloso a quien se sustrajo
su base, por su propio peso, se
derrumbará y se romperá.
Esteban de la Boétie

Cuando por fin me dejaron salir del


hospital, caminé por la ciudad en
dirección al departamento. Arriba, el sol
hacía esfuerzos para mostrarse a través
de una espesa capa de nubes que le
negaba el paso. Era la primera vez en
años que caminaba de esa manera. Las
personas volvían a tener rostros, las
miraba caminar apuradas y me
preguntaba quiénes eran, a donde iban,
que sentían. Me vi reflejado en una
vidriera y me contemplé sin rencor.
Observé mi cuerpo venido a menos, de
los pies a los ojos. Un cuerpo flaco y
gastado. Nada en ese cuerpo me hacía
pensar que era yo. Nada excepto los
ojos. Pude reconocerme en aquel brillo
furioso, rojo como el fuego. Pude darme
cuenta que aún existía, que ahí estaba el
pibe de barrio, atrapado, subordinado,
pero luchando vivamente por escapar.
Una promesa que no murió, un deseo
que no se apagó. Mi boca dejó entrever
una sonrisa que guardaba un secreto.
Llegué a casa al rato. Me desprendí
de la ropa y me adentré en la bañera
para darme una larga ducha que expulse
el olor a muerto y a agonía que llevaba
impregnado como perfume barato.
Después me tiré en la cama con las
manos sobre la cabeza mirando el techo.
Fui hasta la pequeña terraza que
funcionaba como patio a ofrecerles a las
ramas y hojas secas, que en algún
tiempo supieron ser plantas, abundante
agua. Volví a revisar mi tercer cajón y la
cajita con el tesoro adentro.

***

«Cuando cambiamos la
forma de ver las cosas, las cosas
cambian de forma».

Detrás de todo se esconde el hacer


humano. El hacer libre es reducido a
trabajo. El valor social del producto es
subordinado al valor de cambio, al
valor del mercado. Nuestro poder es
arrancado y vuelto contra nosotros.
Nosotros, los sujetos de la historia, los
que movemos el mundo, somos
reducidos a objetos. El mundo que
creamos nos domina. La forma domina
al contenido. Pero no lo suprime.
El contenido, la esencia de las
cosas, permanece, existe en movimiento.
Seguimos siendo nosotros los que
movemos al mundo. No puede ser de
otra manera.
Hay una tercer manera de entender el
proceso. El monstruo que hemos creado
se nos independiza y se vuelve contra
nosotros. Efectivamente tiene poder
sobre nosotros, puede ser el monstruo de
Frankenstein, pero sólo de manera
ilusoria, sólo porque nosotros elegimos
que lo sea. Es decir, sigue existiendo si
nosotros seguimos creyendo en él.
Holloway utiliza un cuento de Borges
para ejemplificar esta forma de
entender, Las ruinas circulares. En esta
historia un hombre crea a otro hombre,
pero no lo hace como el doctor
Frankenstein en su laboratorio, sino
soñando. Este hombre que está soñado,
es un hombre con apariencia normal, con
una existencia independiente y duradera.
Pero sólo es la apariencia. Su existencia
depende de que el hombre creador no
deje de soñar. En cuanto despierte, el
hombre soñado, dejará de existir.
La Mercancía, el Dinero, el Estado
¿Qué son? A primera vista son objetos
que se mueven más allá de nuestros
intereses, nos controlan, mueven el
mundo. Pero si cerramos los ojos y
pensamos en todo lo que estuvimos
conociendo hasta el momento, si
desconfiamos de las apariencias, vemos
que son formas de relacionarnos. Nada
más, ni nada menos. El Dinero, por
ejemplo, puede ser motor universal o
puede ser un pedazo de papel para
envolver un chicle. El poder que
conlleva el Dinero es tal porque
nosotros se lo hemos dado. El dinero es
sólo una relación social que se ha
fetichizado, se ha convertido en una cosa
que pareciera tener vida independiente
de nosotros, pero que no es así.
El Estado, parece ser el centro que
controla nuestros destinos, una cosa con
existencia propia. Pero en definitiva,
¿no es simplemente una determinada
forma (impuesta) que utilizamos para
relacionarnos? Si decidimos que de
ahora en adelante, nos relacionaremos
de otra manera, que los problemas
comunes los resolveremos en
comunidad, el Estado pierde su poder,
pues su poder emana de nosotros, de
nuestra aceptación. Somos nosotros los
que nos relacionamos, los que
decidimos, los que hacemos.
La mercancía, la propiedad privada,
es la aceptación de la realidad como
única y eterna. Unos dicen «esto es
nuestra propiedad» y nosotros
aceptamos. ¿Qué pasaría si dejamos de
aceptar?
La existencia de la propiedad es una
relación que aceptamos como válida, un
momento histórico que puede cambiar en
cuanto dejemos de aceptarlo como tal.
Vamos por la vida aceptando que las
cosas son de una manera determinada.
Nuestras mentes están encerradas en una
forma de comprensión de nuestra
existencia que nos hace difícil siquiera
pensar en la alternativa. Sin embargo
nuestros corazones nos dicen, quizá
susurrando, que se puede hacer algo
distinto. Somos como animales nacidos
en cautiverio. Nos es difícil pensar otra
realidad, nos es difícil pensar en las
cadenas porque nacimos en jaulas y nos
han enseñado que, detrás de las paredes,
no existe nada más. Sin embargo, algo
nos dice que no puede ser. Ese algo es la
sustancia de la rebelión. Es la sustancia
de lo que está hecho todo: de nosotros
mismos; eso que no puede ser
suprimido, la esencia de todo se
esconde en nosotros.
Caminamos por la vida tratando de
acallar esas voces, tratamos de mirar
para otro lado. Sin embargo la
existencia de la tensión está a la vuelta
de la esquina, en cada paso, en cada
momento. Puede que nos acostumbremos
a obedecer, a callar. Pero en algún
momento vamos a decir nuestro No. En
algún momento vamos a preguntarnos
¿Qué tal si? Y ese es el comienzo de un
mundo distinto.
Cuando nos levantamos, cuando nos
juntamos con amigos y disfrutamos de
una tarde de sol, cuando nos
enamoramos, cuando vamos al
supermercado, cuando cerramos las
puertas con llave y ponemos alarmas,
cuando nos preguntamos, cuando no
dejamos que nuestros jefes nos pasen
por arriba, cuando somos parte de una
manifestación, cuando renegamos contra
las manifestaciones, existen tensiones,
lucha. Nuestros cuerpos son una lucha.
Todas las heridas que hemos recorrido
en este libro siguen vivas en nosotros,
algo no está bien, y lo sabemos, el
corazón sabe. Podemos pasar muchos
años aceptando, pero llega un momento
en que uno dice No, no aceptaremos
esto, ahora mismo vamos a hacer otra
cosa y este es el principio de todo.
Con ese No, se visibiliza un mundo
de lucha, que ya existía, pero
interiormente. Los muertos esperan
ansiosos que los escuchemos. Ellos
viven en nosotros.
Podemos hacer las cosas de otra
manera, tal vez no sea el momento de
grandes rebeliones, pero sí es el
momento de pequeños actos, de decir
«No, no vamos hacer esto»; y la suma de
pequeños actos, puede que no hagan una
revolución social, pero nos va a ir
cambiando a nosotros. Nosotros somos
los primeros que tenemos que cambiar,
porque somos los que vamos a cambiar
el mundo. Empezamos por estos actos,
viviendo en contradicción con el mundo
y con nosotros mismos, intentamos
escucharnos.
El primer paso ya lo dimos. Ahora
conocemos que el mundo es lucha, que
en toda relación social hay conflicto y
mentira. Ahora hay que escuchar lo que
esta reprimido en nosotros, debemos
hacer lo que deseamos. Debemos,
también, empezar a ver al otro como
parte de nosotros, y eso ya será un acto
rebelde.
Vivamos ahora, en todos los
rincones, en todos los momentos,
vivamos ahora el mundo que queremos
construir.
Más allá de la violencia del mundo
del espejo, de este mundo invertido,
existe un mundo de belleza. Que sólo
falta ver de otra manera, caminar y hacer
las cosas de otra manera, como dijimos
al principio, aprender a ver sin mirar.
Entender la belleza de una flor, de una
palabra o una mirada, o un silencio.
Comprender que existe más intensidad
en un minuto de verdad, que en toda una
vida de mentiras. En definitiva, lo
importante es vivir nuestro tiempo de
forma placentera. ¿Qué más podemos
pedir que el goce de charlar con
amigos en una tarde de sol?
No existen los dioses ni los
monstruos, su existencia depende de
nosotros. Si existen es porque nosotros
les hemos dado vida.
De igual manera, todo lo que existe
es creado y recreado todos los días por
nosotros; somos los únicos que pueden
hacer algo para cambiar las cosas; si
dejamos de crearlo, dejará de existir.
La humanidad como tal no existe,
está hundida, hundida y perdida como la
Atlántida. Por debajo de las relaciones
sociales perversas en las que vivimos se
esconde el germen de su destrucción. A
la violencia y la represión universal, le
corresponde la rebelión universal.
Nadie es una isla en sí mismo, la
humanidad espera, somos volcanes en
apariencia sofocados ¿Pero estamos
sofocados realmente?
Rompemos acá y allá, saltamos,
buscamos una salida, nuestras grietas se
unirán más temprano que tarde. Vivimos
en lucha permanente por establecer la
humanidad, por fluir el uno en el otro,
por comunicarnos a través de nuestros
haceres; somos parte del todo. No hay
un lugar de resistencia, un bastión de la
rebeldía. La rebeldía la llevamos
dentro. Sólo hay que escucharla, cuanto
más nos escuchemos, más nos
escucharemos.
El autor de este libro cree que la
rebelión comienza con una pregunta. Una
pregunta cuya respuesta ya existe dentro
de nosotros.

El reencuentro
«Cuando cayó la noche de la
primera jornada de batalla
aconteció que en muchos lugares
de París, independientemente y
al mismo tiempo, se disparó
contra los relojes de las torres».
Walter Benjamin

Esa noche no pude dormir. Pero esta


vez no se trataba del reloj, ni del
celular. Era más bien el sentimiento
previo a irse.
No importa dónde, siempre irse
provoca tristeza y alegría, melancolía y
esperanza, recuerdos de lo que uno deja,
incertidumbre de lo nuevo.
Me sabía decidido, todo se volvía
transitorio. En esa cama, en esa noche,
vivieron todos mis mundos, todas las
personas, todas las miradas: El pibe con
la mirada de fuego, Rocío y el roce de
sus labios, Luciano y Alexis. Todos y
cada uno estaban ahí esa noche. Todavía
no se terminó, me convencí.
Cuando la noche aún no había
terminado de morir, ya andaba por la
casa preparando mi partida. En el
departamento se respiraba olor a café
recién hecho.
Preparé el bolso con tranquilidad.
Me estaba esperando en la biblioteca,
asomado, nuestro libro preferido me
miraba, volvía a vivir. Lo tomé y lo abrí
como acariciándolo. Después lo guardé
en la mochila con cuidado, metí un par
de novelas policiales para el camino.
Agarré el bolso, salí del
departamento y después de dar unos
pasos, me volví a contemplarlo. No era
sólo el departamento el que se quedaba
atrás esa madrugada. Seguí caminado a
paso acelerado hacía la estación.
Esperé a que abra la boletería
sentado en un banco derruido por el
tiempo y el poco mantenimiento. Vi
cuando llegaban a abrirla y aguardé unos
instantes para acercarme. Conseguí para
el mediodía.
El tren salió puntual. Me acomodé
en uno de los asientos del fondo,
apartado. Tomé nuestro libro y lo releí.
La noche era espesa cuando
descendí en tierra cordobesa. Busqué mi
bolso y observé a mí alrededor, una
sombra me miraba apoyada sobre una
columna. Cristian me estaba esperando.
Me acerqué y le devolví el libro, sus
ojos brillaron. Nos abrazamos sin
mediar palabras. Fuimos en su
camioneta hacia la escuela. Ninguno de
los dos se animaba a decir nada aunque,
ahora pienso, que el silencio hablaba
mejor.
Llegamos al predio donde Cristian
vivía, enseñaba y aprendía. Era un
campo arbolado que me hizo recordar a
nuestro campo de la infancia, en el
centro había una escuela con un cartel
que decía «bienvenidos a la escuela
libre, acá no encontrará respuestas, sólo
preguntas», estaba rodeada de pequeñas
casas y a su vez, las casas estaban
rodeadas por plantas con flores y
frutales y cultivos de todo tipo.
—Es hermoso.
Cristian no respondió. Me invitó a
sentarme en una silla de madera vieja,
debajo de un árbol de hojas grandes.
Destapó una botella de vino dulce. El
sol comenzaba a caer. Y el viento
arrastraba las hojas desprendidas.
Me miró por un rato. La mirada
profunda y furiosa, los ojos rojos, como
de fuego.
—Bienvenido a casa Gustavo, te
estaba esperando.

***

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