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ESPÍRITU y ESPÍRITU SANTO

Trabajo:
 Tipo taller.
 Presentado en clase. (requisito)
 Cada alumno hablara del tema. (a las preguntas del profesor)
 Nota será: 50% texto escrito y 50% presencial dispuesto al dialogo.
 Formato de trabajo:
- Resumen: Puntos más importantes.
- Análisis: Examen detallado sobre los puntos más relevantes. Separar
ideas, detalles.
- Comentario: Explicación del contenido y observación personal.

ESPÍRITU y ESPÍRITU SANTO


ATAT Antiguo Testamento, heb.heb. hebreo ruÆah 378 veces (más 11 en arameo
en Dn.); NTNT Nuevo Testamento, gr.gr. griego pneuma 379 veces.

I. Alcance básico del significado de rûaÇ y pneuma

Desde los tiempos más primitivos en el pensamiento heb.heb. hebreo ruÆah tuvo
diversos significados, todos aproximadamente de la misma importancia. 1. Viento,
fuerza invisible, misteriosa, poderosa (Gn. 8.1; Ex. 10.13, 19; Nm. 11.31; 1 R. 18.45;
Pr. 25.23; Jer. 10.13: Os. 13.15; Jon. 4.8), por lo regular con la noción adicional de
potencia o violencia (Ex. 14.21; 1 R. 19.11; Sal. 48.7; 55.8; Is. 7.2; Ez. 27.26; Jon.
1.4). 2. Aliento (e. d.e. d. es decir aire en pequeña escala), o espíritu (Gn. 6.17; 7.15,
22; Sals. 31.5; 32.2; Ec. 3.19, 21; Jer. 10.14; 51.17; Ez. 11.5), la misma fuerza
misteriosa vista como la vida y la vitalidad del hombre (y de las bestias). Puede ser
perturbada o activada en un sentido particular (Gn. 41.8; Nm. 5.14, 30; Jue. 8.3; 1
R. 21.5; 1 Cr. 5.26; Job. 21.4; Pr. 29.11; Jer. 51.17; Dn. 2.1, 3), puede ser dañada o
disminuida (Jos. 5.1; 1 R. 10.5; Sal. 143.7; Is. 19.3) y reanimarse nuevamente (Gn.
45.27; Jue. 15.19; 1 S. 30.12). Es decir, la fuerza dinámica que constituye al hombre
puede reducirse (desaparece con la muerte), o puede haber una repentina oleada de
poder vital. 3. Poder divino, donde se usa el vocablo ruÆah para describir
ocasiones en que algunos hombres parecieran haber sido arrebatados o sacados
fuera de sí, en cuyo caso ya no se trata de una mera oleada de vitalidad, sino de una
fuerza sobrenatural que se hace cargo de la situación. Así fue particularmente con
los primitivos líderes carismáticos (Jue. 3.10; 6.34; 11.29; 13.25; 14.6, 19; 15.14s; 1
S. 11.6), y los primeros profetas: era el mismo ruÆah divino el que inducía los
éxtasis y los discursos proféticos (Nm. 24.2; 1 S. 10.6, 10; 19.20, 23s).

Los mencionados no se deben tratar como si fuesen un conjunto de significados


diferentes; más bien estamos ante un espectro de significados en el que los
diferentes sentidos se superponen parcialmente unos a otros. Nótese, p. ej.p. ej. por
ejemplo, la superposición entre 1 y 2 en el Sal. 78.39, entre 1 y 3 en 1 R. 18.12; 2 R.
2.16; Ez. 3.12, 14, entre 2 y 3 en Nm. 5.14, 30; 1 S. 16.14–16; Os. 4.12, y entre 1, 2, y
3 en Ez. 37.9. Inicialmente por lo menos todos estos casos se consideran
simplemente manifestaciones de ruÆah, y los significados de ruÆah no se
mantienen separados estrictamente. En particular, por lo tanto, no debemos
presuponer una distinción inicial en el pensamiento heb.heb. hebreo entre el
ruÆah divino y el ruÆah antropológico; por el contrario, el ruÆah del hombre
puede equipararse con el ruÆah de Dios (Gn. 6.3; Job. 27.3; 32.8; 33.4; 34.14s; Sal.
104.29s).

También resulta inmediatamente evidente que el concepto ruÆah es un término


existencial. En su fondo está la experiencia de un poder misterioso y tremendo—la
fuerza invisible y portentosa del viento, el misterio de la vitalidad, el poder externo
que transforma—todos ellos son ruÆah, todos manifestaciones de energía divina.

Más tarde los significados espíritu humano, espíritu angélico o demoníaco, y


Espíritu divino predominan y se diferencian más. Así, en el NTNT Nuevo
Testamento pneuma se usa casi 40 veces para denotar esa dimensión de la
personalidad humana mediante la cual se hace posible una relación con Dios (Mr.
2.8; Hch. 7.59; Ro. 1.9; 8.16; 1 Co. 5.3–5; 1 Ts. 5.23; Stg. 2.26). Ligeramente más
frecuente es el sentido de espíritu impuro, malo, demoníaco, un poder que el
hombre experimenta como una aflicción, una limitación perjudicial de la relación
plena con Dios y con sus congéneres (principalmente en los evangelios sinópticos y
Hechos: Mt. 8.16; Mr. 1.23, 26s; 9.25; Lc. 4.36; 11.24, 26; Hch. 19.12s, 15s; 1 Ti. 4.1;
Ap. 16.13s). Ocasionalmente hay referencias a espíritus celestiales (buenos) (Hch.
23.8s; He. 1.7, 14), o a los espíritus de los muertos (Lc. 24.37, 39; He. 12.23; 1 P.
3.19; cf.cf. confer (lat.), compárese 1 Co. 5.5). Pero en el NTNT Nuevo Testamento
son mucho más frecuentes las referencias al Espíritu de Dios, el Espíritu Santo
(más de 250 veces). Al mismo tiempo la gama básica primitiva de su significación
se refleja todavía en la ambigüedad de Jn. 3.8; 20.22; Hch. 8.39; 2 Ts. 2.8; Ap.
11.11; 13.15; y en particular hay varios pasajes en los que no es posible decidir
categóricamente si se trata del espíritu humano o el Espíritu divino (Mr. 14.38; Lc.
1.17, 80; 1 Co. 14.14, 32; 2 Co. 4.13; Ef. 1.17; 2 Ti. 1.7; Stg. 4.5; Ap. 22.6).

II. Características del uso precristiano

En el concepto más primitivo de ruÆah había muy poca o ninguna distinción entre
lo natural y lo sobrenatural. El viento se podía describir poéticamente como el
soplo de las narices de Yahvéh (Ex. 15.8, 10; 2 S. 22.16 = Sal. 18.15; Is. 40.7).
Además, el ruÆah que Dios alentó en el hombre fue desde el principio más o
menos sinónimo de su nefesû (alma) (especialmente Gn. 2.7). ruÆah era
precisamente el mismo poder divino, misterioso, vital que se ha de ver con mayor
claridad en el viento o en el comportamiento extático del profeta o del líder
carismático.

Inicialmente también el ruÆah de Dios se entendía más en función de poder que


en función de lo moral, es decir que no se entendía todavía como Espíritu (Santo)
de Dios (cf.cf. confer (lat.), compárese nuevamente Jue. 14.6, 19; 15.14s). Un ruÆah
procedente de Dios podía ser para mal tanto como para bien (Jue. 9.23; 1 S. 16.14–
16; 1 R. 22.19–23). En esta etapa primitiva del conocimiento, el ruÆah de Dios se
consideraba simplemente como un poder sobrenatural (sujeto a la autoridad de
Dios) que ejercía fuerza en determinada dirección.

Los primeros líderes de Israel vinculados con el surgimiento de la nación hacían


depender su autoridad de manifestaciones específicas de ruÆah, de poder extático:
así fue en el caso de los jueces (referencias precedentes, en 3), Samuel que tenía
reputación de vidente, y que era, evidentemente, jefe de un grupo de profetas
extáticos (1 S. 9.9, 18s; 19.20, 24), y Saúl (1 S. 11.6; cf.cf. confer (lat.), compárese
10.11s; 19.24). Nótese la parte que aparentemente tenía la música en la
estimulación del éxtasis de la inspiración (1 S. 10.5s; 2 R. 3.15).

En períodos subsiguientes se pueden ver diversos cursos de desenvolvimiento.


Podemos reconocer una tendencia a introducir una distinción entre lo natural y lo
sobrenatural, entre Dios y el hombre. Así como se abandonan los crudos
antropomorfismos del concepto más primitivo de Dios, el ruÆah se convierte más
claramente en aquello que caracteriza lo sobrenatural, y que distingue lo divino de
lo meramente humano (particularmente Is. 31.3; también Jn. 4.24). Así también
comienza a surgir una distinción entre ruÆah y nefesû: el ruÆah en el hombre
retiene su conexión inmediata con Dios, para denotar la dimensión “superior”, que
tiende hacia Dios, en la existencia humana (p. ej.p. ej. por ejemplo Esd. 1.1, 5; Sal.
51.12; Ez. 11.19), mientras que nefesû tiende crecientemente a representar los
aspectos más terrenales o “inferiores” de la conciencia del hombre, la vida personal
pero meramente humana del hombre, el asiento de sus apetitos, emociones y
pasiones (usado así regularmente). De este modo el camino está preparado para la
distinción paulina más neta entre lo psíquico y lo espiritual (1 Co. 15.44–46).

También se evidencia una tendencia a desplazar el centro de la autoridad de la


manifestación del ruÆah en el éxtasis hacia un concepto más institucionalizado. La
posesión del Espíritu de Dios se concibe ahora como algo más permanente, y que se
puede transmitir a otro (Nm. 11.17; Dt. 34.9; 2 R. 2.9, 15). De manera que
presumiblemente el ungimiento del rey se fue concibiendo más y más en función de
un ungimiento con Espíritu (1 S. 16.13; y lo que se infiere del Sal. 89.20s; Is. 11.2;
61.1). Además, la profecía tendió a vincularse más y más con el culto (lo que se
infiere de Is. 28.7; Jer. 6.13; 23.11; es probable que algunos de los salmos
comenzaron siendo expresiones proféticas en el culto; Hab. y Zac. muy
probablemente fueron profetas cúlticos). Esta evolución marca el comienzo de la
tensión en el seno de la tradición judeocristiana entre carisma y culto (véase
especialmente 1 R. 22.5–28; Am. 7.10–17).

El rasgo más notable del período preexílico es la extraña renuencia (según


parecería) de los profetas clásicos a atribuir su inspiración al Espíritu. Ni los
profetas del ss.ss. siglo(s) VIII (Am., Mi., Os., Is.), ni los del ss.ss. siglo(s) VII (Jer.
Sof., Nah., Hab.), hacen referencia al Espíritu para autenticar su mensaje, con la
posible excepción de Mi. 3.8 (considerado con frecuencia como interpolación
posterior por este hecho). Al describir la inspiración preferían hablar de la palabra
de Dios (especialmente Am. 3.8; Jer. 20.9) y la mano de Dios (Is. 8.11; Jer. 15.17).
La razón de esto no podemos determinarla: quizá el ruÆah se había llegado a
identificar demasiado con lo extático, tanto en Israel como en otras religiones del
Cercano Oriente (cf.cf. confer (lat.), compárese Os. 9.7); quizá fuera una reacción
contra el profesionalismo y el abuso cúlticos (Is. 28.7; Jer. 5.13; 6.13; 14.13ss; etc.;
Mi. 2.11); o quizá ya se veía surgir la convicción de que la obra del ruÆah de Dios
sería principalmente escatológica (Is. 4.4).

En los períodos exílico y posexílico se discierne claramente una renovada


disposición a hablar del Espíritu. El papel del ruÆah divino como inspirador de la
profecía se vuelve a afirmar (Pr. 1.23; cf.cf. confer (lat.), compárese Is. 59.21:
Espíritu y palabra juntos; Ez. 2.2; 3.1–4, 22–24; etc.: Espíritu, palabra, y mano). La
inspiración de los profetas primitivos también se atribuía libremente al Espíritu
(Neh. 9.20, 30; Zac. 7.12; cf.cf. confer (lat.), compárese Is. 63.11ss). Aparentemente
la sensación de que Dios está presente por su Espíritu, expresada por ej. en el Sal.
51.11, aparece también en el Sal. 143.10; Hag. 2.5; Zac 4.6. Además 2 Cr. 20.14;
24.20 quizá reflejen un intento de salvar la brecha entre carisma y culto.

La tradición que atribuía las habilidades artísticas y artesanales de Bezaleel y otros


a la actividad del Espíritu (Ex. 28.3; 31.3; 35.31), fraguó un vínculo entre el Espíritu
y cualidades más estéticas y éticas. Quizás sea por tener presente este hecho, o
simplemente por considerar que el Espíritu es el Espíritu del santo y
misericordioso Dios, que algunos escritores designan específicamente al Espíritu
como el “Espíritu Santo” de Dios (sólo tres veces en el ATAT Antiguo Testamento:
Sal. 51.11; Is. 63.10ss), o como el “buen Espíritu” de Dios (Neh. 9.20; Sal. 143.10).

Otro aspecto que se destaca sólo ocasionalmente y en diferentes períodos es el de la


asociación del Espíritu con la obra de la creación (Gn. 1.2; Job 26.13; Sal. 33.6;
104.30). En el Sal. 139.7 ruÆah denota la presencia cósmica de Dios.

Probablemente más importante que todas desde una perspectiva cristiana es la


creciente tendencia en los círculos proféticos a entender el ruÆah de Dios en
términos escatológicos, como el poder del fin, la marca distintiva de la nueva era.
El Espíritu habría de efectuar una nueva creación (Is. 32.15; 44.3s). Los agentes de
la salvación escatológica serían ungidos con el Espíritu de Dios (Is. 42.1; 61.1; y
posteriormente en particular Salmos de Salomón 17.42). Los hombres habían de
ser creados de nuevo por el Espíritu a fin de que pudiesen disfrutar de una relación
mucho más vital e inmediata con Dios (Ez. 36.26s; 37; cf.cf. confer (lat.),
compárese Jer. 31.31–34), y el Espíritu sería libremente dispensado a todo Israel
(Ez. 39.29; Jl. 2.28s; Zac. 12.10; cf.cf. confer (lat.), compárese Nm. 11.29).

En el período entre los dos testamentos el papel que se le atribuye al Espíritu se


empequeñece grandemente. En la literatura sapiencial helenística no se le asigna
ninguna prominencia al Espíritu. Al hablar de la relación divina/humana la
Sabiduría ocupa un lugar totalmente dominante, de modo que “espíritu” no es sino
una manera de definir la Sabiduría (Sabiduría 1.6s; 7.22–25; 9.17), y hasta la
profecía se atribuye a la Sabiduría más bien que al Espíritu (Sabiduría 7.27; Ecl.Ecl.
Eclesiástico (apcr.) 24.33). En la tentativa de Filón de combinar la teología judía
con la filosofía gr.gr. griego el Espíritu sigue siendo el Espíritu de la profecía, pero
su concepto de !a profecía es el concepto más típicamente gr.gr. griego de la
inspiración por el éxtasis (p. ej.p. ej. por ejemplo, Quis Rerum Divinarum Heres Sit
265). En otras partes de su teoría especulativa acerca de la creación, el Espíritu
todavía ocupa un lugar, pero la categoría conceptual dominante es el Logos estoico
(la razón divina inmanente en el mundo y en los hombres).

En los escritos apocalípticos las referencias al espíritu humano exceden a las que
corresponden al Espíritu de Dios en casi 3 a 1, y las referencias a espíritus angélicos
y demoníacos exceden a estas últimas en proporción de 6 a 1. Sólo en un puñado de
pasajes se habla del Espíritu como el agente de la inspiración, pero este es un papel
que se considera perteneciente al pasado (p. ej.p. ej. por ejemplo, 1 Enoc 91.1; 4
Esdras 14.22; Martirio de Isaías 5.14).

En el judaísmo rabínico el Espíritu es específicamente (casi exclusivamente) el


Espíritu de la profecía. Pero aquí, aun más enfáticamente, dicho papel pertenece al
pasado. Con los rabinos, la creencia de que Hageo, Zacarías, y Malaquías eran los
últimos profetas, y de que después el Espíritu fue retirado, se vuelve muy fuerte (p.
ej.p. ej. por ejemplo Tosefta Sotah 13.2; expresiones anteriores en Sal. 74.9; Zac.
13.2–6; 1 Mac. 4.46; 9.27; 2 Baruc 85.1–3). Más notable es la forma en que el
Espíritu, en última instancia, se subordina a la Torá (ley). El Espíritu inspiró la
Torá, punto de vista que naturalmente heredó el cristianismo primitivo (Mr. 12.36;
Hch. 1.16; 28.25; He. 3.7; 9.8; 10.15; 2 P. 1.21; cf.cf. confer (lat.), compárese 2 Ti.
3.16). Pero para los rabinos esto significa que la ley es actualmente la única voz del
Espíritu, que el Espíritu no habla aparte de la ley. “Donde no hay profetas
obviamente no hay Espiritu Santo” (TDNTTDNT G. Kittel y G. Friedrich (eds.),
Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, 1932–74; trad. ing. Theological
Dictionary of the New Testament, eds. G. W. Bromiley, 10 t(t)., 1964–76 6, pp.pp.
página(s) 382). De la misma manera, en la esperanza rabínica para la era futura la
Torá cumple un papel mucho más prominente que el Espíritu. Este papel
disminuido del Espíritu se refleja también en los tárgumes, en los que otras
palabras que denotan actividad divina se vuelven más prominentes (Memra,
Sejiná); y en el Talmud babilónico “sejiná (gloria) ha reemplazado más o menos
completamente las referencias al Espíritu.

En los rollos del mar Muerto el “Espíritu” vuelve a adquirir prominencia cuando se
habla de la experiencia presente (especialmente 1QS1QS Manual de disciplina de
Qumrán

Las ediciones se indican mediante un pequeño número volado: LOT9 3. 13–4. 26),
reflejando así la convícción de que se estaba viviendo en los últimos días, de un
modo semejante a la conciencia escatológica de los primeros cristianos.

III. El Espíritu en la enseñanza de Juan el Bautista y en el ministerio de Jesús


(1) En el judaísmo antiguo, de la época de Jesús, se tendía a pensar en Dios como
más y más distanciado del hombre, el santo Dios trascendente, elevado y sublime,
que mora en la gloria inaccesible. De allí la vacilación en cuanto a pronunciar
siquiera el nombre divino, y la tendencia creciente a emplear lenguaje figurado: el
nombre, ángeles, la gloria, la sabiduría, etc., todas ellas maneras de hablar sobre la
actividad de Dios en el mundo sin comprometer su trascendencia. En los primeros
tiempos “el Espíritu” era una de las formas principales de hablar acerca de la
presencia de Dios (nótese, p. ej.p. ej. por ejemplo, la inferencia de 1 S. 16.13s y
18.12, y de Is. 63.11s, de que el Espíritu del Señor es la presencia del Señor). Pero
ahora faltaba también esa conciencia de la presencia divina (con la excepción de
Qumrán). El Espíritu, entendido principalmente como el Espíritu de la profecía,
estuvo activo en el pasado (inspirando al profeta y la Torá) y sería derramado en la
nueva era. Pero en ese momento, las referencias al Espíritu se habían visto
subordinadas enteramente a la Sabiduría, al Logos, y a la Torá, y, en particular con
los rabinos, la Torá se estaba tornando más y más en el centro exclusivo de la vida y
la autoridad religiosas.

En este contexto Juan el Bautista produjo bastante conmoción. Él mismo no


afirmaba que tuviese el Espíritu, pero se aceptaba ampliamente que era profeta
(Mt. 11.9s; Mr. 11.32), y, por ello, que estaba inspirado por el Espíritu de la profecía
(cf.cf. confer (lat.), compárese Lc. 1.15, 17). Más notable fue su mensaje, porque
proclamaba que el derramamiento del Espíritu era algo inminente: el que venía
habría de bautizar en Espíritu y en fuego (Mt. 3.11; Lc. 3.16; Mr. 1.8 y Jn. 1.33, sin
embargo, omiten la frase “y fuego”). Esta vigorosa metáfora probablemente fue
tomada en parte de las metáforas “líquidas” relativas al Espíritu que eran familiares
en el ATAT Antiguo Testamento (Is. 32.15; Ez. 39.29; Jl. 2.28; Zac. 12.10), y en
parte de su propio rito característico de bautizar en agua: el acto de empapar o
sumergir en agua era figura de una experiencia sobrecogedora a manos de un
Espíritu ardiente. Había de ser una experiencia de juicio (nótese dónde se pone el
acento en el mensaje de Juan en Mt. 3.7–12 y particularmente lo relativo al fuego
en 3.10–12), pero no necesariamente destructivo en forma total; el fuego podía
purificar tanto como destruir (Mal. 3.2s; 4.1). Probablemente el Bautista estaba
pensando aquí en función de “aflicciones mesiánicas”, el período de sufrimiento y
tribulación que inauguraría la era futura: “los dolores de parto del Mesias” (Dn.
7.19–22; 12.1; Zac. 14.12–15; 1 Enoc 62.4; 100.1–3; Oráculos sibilinos 3. 632–651).
No era extraño ni sorprendente que Juan formulara la idea del ingreso en la nueva
era por inmersión en una corriente de ardiente ruÆah que habría de destruir a los
impenitentes y purificar a los penitentes, en vista de los paralelos en Is. 4.4; 30.27s;
Dn. 7.10; 1QS1QS Manual de disciplina de Qumrán

Las ediciones se indican mediante un pequeño número volado: LOT9 4.21; 1QH
3.29ss; 4 Esdras 13.10s.

(2) Jesús creó una conmoción aun mayor, porque afirmó que la nueva era, el reino
de Dios, no era sólo inminente sino que ya había adquirido efectividad mediante su
ministerio (Mt. 12.41s; 13.16s; Lc. 17.20s). La presuposición de esto era claramente
que el Espíritu escatológico, el poder del fin, ya había entrado en acción por medio
de él en una medida única, como lo evidenciaban sus exorcismos y la exitosa
liberación de las víctimas de Satanás (Mt. 12.24–32; Mr. 3.22–29), y por su
proclamación de las buenas noticias a los pobres (Mt. 5.3–6 y 11.5, que son reflejo
de Is. 61.1s). Los evangelistas, naturalmente, no tenían ninguna duda de que todo el
ministerio de Jesús se había llevado a cabo en el poder del Espíritu desde el primer
momento (Mt. 12.18; Lc. 4.14, 18; Jn. 3.34; también Hch. 10.38). Para Mateo y
Lucas este obrar especial del Espíritu en y a través de Jesús data desde su
concepción (Mt. 1.18; Lc. 1.35), con su nacimiento en Lucas anunciado por una
explosión de actividad profética que proclama el comienzo del fin de la era antigua
(Lc. 1.41, 67; 2.25–27, 36–38). Pero los cuatro evangelistas concuerdan en que en el
Jordán Jesús experimentó una habilitación especial para su ministerio, un
ungimiento que evidentemente estaba vinculado también con la convicción en
cuanto a su carácter de Hijo (Mt. 3.16s; Mr. 1.10s; Lc. 3.22; Jn. 1.33s); en
consecuencia, en las tentaciones subsiguientes estaba en condiciones de sostener
esa convicción, y de definir lo que comprende dicha investidura de Hijo, sostenido
por ese mismo poder (Mt. 4.1, 3s, 6s; Mr. 1.12s; Lc. 4.1, 3s, 9–12, 14).

El enfoque de Jesús en su mensaje fue significativamente diferente del de Juan, no


sólo en su proclamación del reino como algo presente, sino en el carácter que le
atribuía al reino presente. Veía su ministerio en función más de bendición que de
juicio. En particular, su respuesta a la pregunta del Bautista en Mt. 11.4s parece
deliberadamente destinada a destacar la promesa de bendición en los pasajes a que
allí hace alusión (Is. 29.18–20; 35.3–5; 61.1s), y a ignorar la advertencia de juicio
que los mismos también contienen (cf.cf. confer (lat.), compárese Lc. 4.18–20). Por
otra parte, cuando proyectaba la vista hacia el final de su ministerio terrenal,
evidentemente hablaba de su muerte en términos probablemente tomados de la
predicación del Bautista (Lc. 12.49–50, bautismo y fuego), probablemente viendo
su propia muerte como el padecimiento de las angustias mesiánicas predichas por
Juan, como el derramamiento de la copa de la ira de Dios (Mr. 10.38s; 14.23s, 36).
También habló de la promesa del Espíritu para sostener a sus discípulos cuando
ellos a su vez experimentasen pruebas y tribulaciones (Mr. 13.11; más plenamente
en Jn. 14.15–17, 26; 15.26s; 16.7–15). Aparte de esto, sin embargo, “el Espíritu
Santo” en Lc. 11.13 es casi seguramente una interpretación de la expresión menos
explícita “buenas dádivas” (Mt. 7.11); y la repetición de la promesa del Bautista en
Hch. 1.5 y 11.16 probablemente tiene la intención de que se la considere como un
mensaje del Jesús resucitado (cf.cf. confer (lat.), compárese Lc. 24.49; quizá
también Mt. 28.19).

IV. El Espíritu en Hechos, Pablo, y Juan

Los principales escritores neotestamentarios están de acuerdo en cuanto a la


doctrina acerca del Espíritu de Dios, si bien con enfoques distintos.

a. El don del Espíritu marca el comienzo de la vida cristiana.

En Hechos el derramamiento del Espíritu en Pentecostés es el momento en que los


discípulos experimentaron por primera vez “los postreros días” por sí mismos (la
libre dispensación del Espíritu escatológico constituía el sello de la nueva era), el
momento en que su fe “plenamente cristiana” tuvo su comienzo (Hch. 11.17). De
modo que en Hch. 2.38s la promesa del evangelio a los primeros interesados se
centra en el Espíritu, y en otras situaciones evangelísticas es la recepción del
Espíritu lo que evidentemente se considera como el factor crucial que pone de
manifiesto la aceptación por Dios de la persona que responde (8.14–17; 9.17;
10.44s; 11.15–17; 18.25; 19.2, 6).

De modo semejante, en Pablo el don del Espíritu es el comienzo de la experiencia


cristiana (Gá. 3.2s), otro modo de describir la nueva relación de justificación (1 Co.
6.11; Gá. 3.14; así Tit. 3.7). Expresado de otro modo, no se puede pertenecer a
Cristo a menos que se tenga el Espíritu (Ro. 8.9), no se puede estar unido a Cristo
si no es por el Espíritu (1 Co. 6.17), no se puede compartir la herencia de Cristo
como Hijo si no se comparte su Espíritu (Ro. 8.14–17; Gá. 4.6s), no se puede ser
miembro del cuerpo de Cristo si no se es bautizado en el Espíritu (1 Co. 12.13).

De igual modo, en Juan el Espíritu de lo alto es el poder que efectúa el nuevo


nacimiento (Jn. 3.3–8; 1 Jn. 3.9), por cuanto el Espíritu es el que da vida (Jn. 6.63),
como un río de agua viva que fluye de Cristo y da vida al que acude y cree (7.37–39;
así tamb.tamb. también 4.10, 14). En 20.22 la fraseología es un reflejo deliberado
de Gn. 2.7; el Espíritu es el hálito de la vida de la nueva creación. Y en 1 Jn. 3.24 y
4.13 la presencia del Espíritu es una de las “pruebas de la vida”.

Es importante comprender que para los primeros cristianos el Espíritu se concebía


en función de poder divino claramente manifestado por sus efectos en la vida del
receptor; el impacto del Espíritu no dejaba al individuo o al observador en duda
acerca de un cambio significativo que se había operado en él mediante la
intervención divina. Vez tras vez Pablo retrotrae a sus lectores a la experiencia
inicial que tuvieron con el Espíritu. Para algunos había sido una experiencia
sobrecogedora del amor de Dios (Ro. 5.5); para otros de gozo (1 Ts. 1.6); para otros
de iluminación (2 Co. 3.14–17), o de liberación (Ro. 8.2; 2 Co. 3.17), o de
transformación moral (1 Co. 6.9–11), o de diversos dones espirituales (1 Co. 1.4–7;
Gá. 3.5). En Hechos la manifestación del Espíritu que se menciona más
frecuentemente es la de hablar bajo inspiración, hablar en lenguas, profetizar y
alabar, predicar con denuedo la palabra de Dios (Hch. 2.4; 4.8, 31; 10.46; 13.9–11;
19.6). Es por ello que la posesión del Espíritu como tal puede señalarse como la
característica definitoria del cristiano (Ro. 8.9; 1 Jn. 3.24; 4.13), y que la pregunta
de Hch. 19.2 podía merecer una respuesta directa (cf.cf. confer (lat.), compárese
Gá. 3.2). El Espíritu como tal puede ser invisible, pero su presencia podía ser
fácilmente detectable (Jn. 3.8).

El don del Espíritu no era, por consiguiente, simplemente un corolario o una


deducción basada en el bautismo o la imposición de manos, sino un acontecimiento
sumamente real para los primeros cristianos. Es muy probable que sea al impacto
de esta experiencia a lo que se refiere directamente Pablo en pasajes tales como 1
Co. 6.11; 12.13; 2 Co. 1.22; Ef. 1.13; también Tit. 3.5s, aunque muchos los vinculan
con el bautismo. Y si bien Ro. 6.3 y Gá. 3.27 (“bautizados en Cristo”) se toman
generalmente como referidos al acto del bautismo, bien podrían tomarse como
síntesis de una alusión más plena a la experiencia del Espíritu, “bautizados en
Cristo por el Espíritu” (1 Co. 12.13). Por cierto que según Hechos los primeros
cristianos adaptaron su ritual embrionario, armonizándolo con el Espíritu, más
bien que a la inversa (Hch. 8.12–17; 10.44–48; 11.15–18; 18.25–19.6). Y si bien Jn.
3.5 probablemente vincula íntimamente entre sí el bautismo (“agua”) y el don del
Espíritu en el nacimiento de lo alto, no por ello hemos de tomarlos como una
misma cosa (cf.cf. confer (lat.), compárese 1.33), y el nacimiento por el Espíritu
constituye claramente el pensamiento primario (3.6–8).

Hechos, Pablo, y Juan hablan de muchas experiencias del Espíritu, pero no de una
segunda o tercera experiencia del Espíritu claramente indicada como tal. Por lo que
concierne a Lucas, Pentecostés no fue una segunda experiencia del Espíritu para los
discípulos, sino su bautismo en el Espíritu para ingresar en la nueva era (Hch. 1.5 y
sup.sup. supra (lat.), arriba, III), el nacimiento de la iglesia y su misión. Los
intentos de armonizar los pasajes de Jn. 20.22 y Hch. 2 a un nivel histórico
directamente podrían ser erróneos, ya que el propósito de Juan puede ser más
teológico que histórico, es decir, el de destacar la unidad teológica de la muerte,
resurrección, y ascensión de Jesús, con el don del Espíritu y la misión (Pentecostés,
Jn. 20.21–23; cf.cf. confer (lat.), compárese 19.30, literalmente, “inclinó la cabeza y
entregó el espíritu/Espíritu”). De modo semejante en Hch. 8, por cuanto Lucas no
concibe la venida del Espíritu de un modo silencioso o invisible, el don del Espíritu
en 8.17 es para él la recepción inicial del Espíritu (8.16, “solamente habían sido
bautizados en el nombre de Jesús”). Lucas, más aun, parecería sugerir que su fe
anterior no podía considerarse como entrega a Cristo o confianza en Dios (8.12—
“creyeron a Felipe”—como descripción de la conversión no tendría paralelo en
Hechos).

b. El Espíritu como el poder para la nueva vida.

Según Pablo, el don del Espíritu es también un comienzo que anticipa un


cumplimiento final (Gá. 3.3; Fil. 1.6), el comienzo y la primera cuota de un proceso
de transformación a la imagen de Cristo, que dura toda la vida y que sólo logra su
cometido en la resurrección del cuerpo (2 Co. 1.22; 3.18; 4.16–5.5; Ef. 1.13s; 2 Ts.
2.13; tamb.tamb. también 1 P. 1.2). El Espíritu es las “primicias” de la siega de la
resurrección, por la que Dios comienza a ejercer dominio sobre el hombre en su
totalidad (Ro. 8.11, 23; 1 Co. 3.16; 6.19; 15.45–48; Gá. 5.16–23).

Por consiguiente, para el creyente la vida es cualitativamente diferente de lo que


era antes de iniciarse en el camino de la fe. Su vida diaria se convierte en su medio
para responder a los reclamos del Espíritu, capacitado para ello por el poder de ese
mismo Espíritu (Ro. 8.4–6, 14; Gá. 5.16, 18, 25; 6.8). Para Pablo esta era la
diferencia decisiva entre el cristianismo y el judaísmo rabínico. El judío vivía por la
ley, el depósito de la obra reveladora del Espíritu en generaciones pasadas, actitud
que conducía inevitablemente a la inflexibilidad y la casuística, por cuanto la
revelación del pasado no es siempre inmediatamente apropiada para las
necesidades del presente. Pero el Espíritu produjo la inmediatez de la relación
personal con Dios, lo cual daba cumplimiento a la antigua esperanza de Jeremías
(31.31–34), y que hizo que la adoración y la obediencia resultaran mucho más
libres, vitales, y espontáneas (Ro. 2.28s; 7.6; 8.2–4; 12.2; 2 Co. 3.3, 6–8, 14–18; Ef.
2.18; Fil. 3.3).

Al mismo tiempo, en razón de que el Espíritu es sólo un comienzo de la salvación


final en esta vida, no puede haber cumplimiento final de su obra en el creyente
mientras dure esta vida. El hombre del Espíritu ya no depende de este mundo y sus
normas para su orientación y satisfacción, pero sigue siendo hombre de apetitos y
fragilidad humanas, y forma parte todavía de la sociedad humana.
Consiguientemente, tener el Espíritu es experimentar tensión y conflicto entre la
vida vieja y la nueva, entre la carne y el Espíritu (Ro. 7.14–25; 8.10, 12s; Gá. 5.16s;
cf.cf. confer (lat.), compárese He. 10.29). A los que veían la vida característica del
Espíritu en función de visiones, revelaciones, y cosas semejantes, Pablo les
respondió que la gracia adquiere su expresión plena sólo en la debilidad, y gracias a
ella (2 Co. 12.1–10; cf.cf. confer (lat.), compárese Ro. 8.26s).

Lucas y Juan dicen poco acerca de otros aspectos de la vida progresiva del Espíritu
(cf.cf. confer (lat.), compárese Hch. 9.31; 13.52), y en cambio centran la atención
particularmente en la vida del Espíritu en cuanto dirigida hacia la tarea misionera
(Hch. 7.51; 8.29, 39; 10.17–19; 11.12; 13.2, 4; 15.28; 16.6s; 19.21; Jn. 16.8–11;
20.21–23). El Espíritu es ese poder que da testimonio de Cristo (Jn. 15.26; Hch.
1.8; 5.32; 1 Jn. 5.6–8; tamb.tamb. también He. 2.4; 1 P. 1.12; Ap. 19.10).

c. El Espíritu de comunidad y de Cristo

Rasgo distintivo del Espíritu de la nueva era es que forma parte de la experiencia de
todos, y que obra a través de todos, no sólo de uno o dos (p. ej.p. ej. por ejemplo,
Hch. 2.17s; Ro. 8.9; 1 Co. 12.7, 11; He. 6.4; 1 Jn. 2.20). En la enseñanza de Pablo es
sólo esta participación en común (koinoµnia) en el mismo y único Espíritu lo que
hace que un grupo de individuos diversos constituyan un cuerpo (1 Co. 12.13; 2 Co.
13.14; Ef. 4.3s; Fil. 2.1). Y es sólo en la medida en que cada uno permite que el
Espíritu tenga expresión en palabra y en hecho como miembro del cuerpo que ese
cuerpo va adquiriendo madurez en Cristo (1 Co. 12.12–26; Ef. 4.3–16). Es por ello
que Pablo alienta la libre expresión de toda la gama de dones del Espíritu (Ro.
12.3–8; 1 Co. 12.4–11, 27–31; Ef. 5.18s; 1 Ts. 5.19s; cf.cf. confer (lat.), compárese Ef.
4.30), e insiste en que la comunidad ponga a prueba toda palabra y acto que
pretenda tener la autoridad del Espíritu, mediante la medida de Cristo y el amor
que él encarnaba (1 Co. 2.12–16; 13; 14.29; 1 Ts. 5.19–22; cf.cf. confer (lat.),
compárese 1 Jn. 4.1–3).

En Jn. 4.21–24 se destacan estos mismos aspectos paralelos en torno a un culto


que está determinado por la dependencia inmediata en el Espíritu (más bien que en
función de lugar santo o santuario) y de conformidad con la verdad de Cristo (cf.cf.
confer (lat.), compárese Ap. 19.10). De igual modo, Juan destaca que el creyente
puede esperar una inmediatez de la enseñanza por el Espíritu, el Consejero (Jn.
14.26; 16.12s; 1 Jn. 2.27); pero también que la nueva revelación tendrá continuidad
con la antigua, o sea una reproclamación o reinterpretación de la verdad de Cristo
(Jn. 14.26; 16.13–15; 1 Jn. 2.24).

Es esta estrecha relación con Cristo lo que finalmente distingue la comprensión


cristiana del Espíritu de la concepción anterior, menos claramente definida. El
Espíritu es ahora definitivamente el Espíritu de Cristo (Hch. 16.7; Ro. 8.9; Gá. 4.6;
Fil. 1.19; tamb.tamb. también 1 P. 1.11; cf.cf. confer (lat.), compárese Jn. 7.38;
19.30; 20.22; Hch. 2.33; He. 9.14; Ap. 3.1; 5.6), el otro Consejero que se ha hecho
cargo del papel de Jesús en la tierra (Jn. 14.16; cf.cf. confer (lat.), compárese 1 Jn.
2.1). Esto significa que Jesús está presente ahora en el creyente sólo en el Espíritu,
y mediante ese Espíritu (Jn. 14.16–28; 16.7; Ro. 8.9s; 1 Co. 6.17; 15.45; Ef. 3.16s;
cf.cf. confer (lat.), compárese Ro. 1.4; 1 Tm. 3.16; 1 P. 3.18; Ap. 2–3), y que la señal
del Espíritu es tanto el reconocimiento de la posición actual de Jesús (1 Co. 12.3; 1
Jn. 5.6–12), como la reproducción en el creyente de los rasgos que corresponden a
su carácter de Hijo, como también los de su vida de resurrección (Ro. 8.11, 14–16,
23; 1 Co. 15.45–49; 2 Co. 3.18; Gá. 4.6s; 1 Jn. 3.2).

Las raíces de la teología trinitaria subsiguiente se evidencian tal vez en el


reconocimiento de Pablo de que el creyente experimenta por medio del Espíritu
una doble relación, hacia Dios como Padre (Ro. 8.15s; Gá. 4.6) y hacia Jesús como
Señor (1 Co. 12.3).

(* Consejero; * Ángeles; * Bautismo; * Cuerpo de Cristo; * Conversión; * Demonios;


* Escatología; * Exorcismo; * Guía; * Inspiración; * Vida; * Poder; * Profecía; *
Dones espirituales; * Trinidad; * Viento )

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