Diario de Un Aprendiz. Paginas Centrales
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Diario de un aprendiz
Fernando Bárcena
Universidad Complutense de Madrid
¿Fui tu padre? ¿Puedo ser tu hijo? ¿Qué quieres de mí? Ven y rescata el mísero desorden de mi amor por ti.
No supe deshacerme en ti…pero nunca te deshice tampoco. INÊS PEDROSA, Te echo de menos.
La melancolía es una pena que no tiene nombre, y nos deja un modo de ser
en la mirada. A veces, me dejo arrastrar por ella. Y, para no dejar que me venza
del todo, canto, o escribo. Abro mi cuaderno rojo y escribo: Llevo conmigo las
ciudades amadas, los lugares nunca vistos, los sueños y las miradas furtivas.
Llevo conmigo un cuaderno que nunca se llena, una pluma que no siempre
escribe y una canción que no he podido escribir. Llevo conmigo una duda y los
días vividos, una cita frustrada y dos lenguas a medio aprender. Llevo conmigo
la mitad de mi vida y de mi llanto. Pero que me ames, me salva. Y parece que
estoy vivo.
Hay una vida que es simplemente vivible y otra que es una vida con sentido,
aquella a la que aspiramos. La distancia entre estas dos vidas -la realizada y la
irrealizable- nos empuja al seno de una diferencia que a veces es abismal. Una
diferencia que nos pone a distancia de nosotros mismos, y que podemos vivir
con enojo, incluso con una enorme culpa, cuando nuestro anhelo de la vida
que buscamos para nosotros nos aleja aún más de lo que tenemos delante pero
no vemos: de los que creíamos amar, de nuestros propios hijos, de nuestros
amantes.
Imre Kertész dice en Diario de la galera que “el campo de concentración sólo
es imaginable como literatura, no como realidad.” (Kértesz, 2004, 32) A la vida
le pasa lo mismo; a veces, sólo puede aceptarse como una ficción, como una
fábula o como literatura. Marcel Proust decía al final de En busca del tiempo
perdido, que “la verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la úni-
ca vida, por lo tanto realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto
sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista”
(Proust, 1998, 245). La cuestión es si vivir la vida de este modo es vivir la vida
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Tengo que recurrir a conceptos para hablar de algo que se enfrenta a ellos, hasta
volverlos inútiles. Exploro la gramática de las palabras, que convierten en mero
objeto lo que las precede; y lo que las precede es el silencio del que la lengua
brota. Porque las palabras dicen menos de lo que deseo expresar con ellas. Ya
no importa qué diga, porque las palabras no transmiten lo que quiero comu-
nicar. Pero necesito las palabras. Y no sé de donde vienen, aunque conozco el
nombre de su dueño.
Primero fue la experiencia, y después, mucho después, la palabra y el modo
de nombrar una inquietud. Y es ahora, precisamente en este instante, que me
veo de nuevo sin palabras; ahora, que tengo que regresar a un pasado ya vivido
y que se ha incrustado en mi memoria como un presente continuo y alterado;
ahora, que me he propuesto articular un discurso inteligible que hable de los
afectos y los sentidos que se juegan en el encuentro con la “discapacidad”, como
socialmente se ha acordado denominar un modo específico de ser alguien. Pero,
¿qué significa “mi hijo” cuando, en realidad, no soy más que el padre? ¿Cómo
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dado las heridas y las rupturas, nos dio el tiempo, la cólera, la crispación, y por
fin una cierta calma, un lento proceso de reconciliación y algunas, diminutas
pero firmes, seguridades. La seguridad de tu inocencia y de tu sonrisa; la segu-
ridad de que tú eres bueno, en un sentido todavía impensable. Eres bueno en el
sentido de lo que eres y de lo que me ha acontecido: “Es una seguridad grande,
como saber que la tierra gira, el sol nace o las estaciones del año se suceden.
Tú eres bueno como los árboles son árboles o la lluvia es lluvia. No es necesario
reflexionar sobre eso, porque nadie reflexiona sobre lo que es evidente. Vivir es
muy fácil, porque mido a partir de ti el norte y el sur. Basta que existas para que
los meridianos se ordenen y los océanos se desborden” (Gersao, 2003, 27).
Existen seres que nacen dos veces: un vez de modo “natural” y una segunda
vez -¿qué palabras emplear para nombrarlo?- con ayuda de “todos los demás.”
¿Pero quiénes son esos “todos”? ¿Qué decir cuando ni siquiera ese primer na-
cimiento viene precedido por lo que, de modo más o menos rutinario y tantas
veces irreflexivo llamamos “normalidad? Porque antes del comienzo ya existía
la posibilidad de una fisura en mi historia, una fisura que muchos padres vivi-
mos, en primer lugar, como un error en la propia historia, una grieta que pasa
por su no aceptación, y después transita por un largo camino de reconciliación.
Él ya estaba anunciado como lo que después sería, aunque nunca ha dejado
de sorprenderme, pues el acontecimiento de su llegada habría de confirmarse
como tal cada día: un día, y otro día, un año, dos, muchos más. Hay seres que
son un puro y reiterado acontecer, el estado mismo del puro devenir sorpresa y
presencia. El poeta Rilke se expresa así: “¡Ay!, horas de la niñez,/ cuando detrás
de las figuras había algo más/ que un pasado tan sólo, y el futuro ante nosotros
no existía! [...] Y, sin embargo, en nuestro solitario caminar/ sentíamos el goce
de lo duradero y nos quedábamos ahí,/ en el intervalo entre mundo y juguete,
/en un lugar que desde los comienzos/ se fundó para el puro acontecer” (Rilke,
1999, 50-51). He necesitado estas palabras, ahora lo empiezo a entender -acon-
tecimiento, experiencia, devenir, sorpresa, natalidad, otredad, comienzo- para
nombrar lo que es presente y ausente, cercano y sin embargo distante. He ne-
cesitado pensar el silencio y el cuerpo, el dolor y el testimonio para aprender a
perderme en tus desarreglos.
Necesito estas palabras, y no otras, porque son las palabras que me nacieron
de la experiencia, y no simplemente del estudio o de una lectura más o me-
nos erudita, más o menos académica y filosófica, más o menos universitaria y
pedagógica. Así que tengo que unir, en un mismo gesto, en un mismo acto de
escritura y de pensamiento, la doblez de mi condición: ser padre y universita-
rio. Y no sé cual de las dos voces debe prevalecer. Porque, ¿cuál es la voz de la
experiencia y qué autoridad acredita, si tiene alguna? ¿Qué voz es más conver-
sable, la de la intimidad de la experiencia o la de la exterioridad de lo que se cree
ya saber a ciencia cierta? ¿Qué me autoriza a mi, padre que convive, como hoy
se la denomina, con la discapacidad, para decir cómo es o debiera ser el trato
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afectivo con un hijo-otro? Porque esa voz es sólo una de las muchas posibles,
es una voz que apenas podría ofrecer sino un testimonio, y testimonios hay ya
muchos. Quizá sería mejor elegir una voz distinta, la voz de alguien que com-
pone un discurso racional, más o menos pedagógico, la voz de un discurso que
se pretende continuo y sin fisuras, un discurso de ideas claras y distintas. Así
que hay que elegir. Elegir una voz, elegir un discurso -un dis-cursus, un curso
desunido e interrumpido-, una vía que introduzca, en lo fragmentario, alguna
coherencia.
Ahí está la primera evidencia: vivir con ese otro es vivir fuera de sí, tener que
hacerlo y a veces no poder más, querer abandonarse, querer renunciar, buscar-
se excusas para huir en otra dirección, pero aún así seguir en un curso que es
discontinuo. Es vivir de un modo distinto la relación.
Es vivir la relación habitando la diferencia y buscar una medida distinta a la
norma que la normalidad impone. ¿Qué es la normalidad?: nada. ¿Quién es
normal?: nadie. Aunque la diferencia hiere, y por eso nuestra primera reacción
es negarla. ¿Cómo combatir la imposición de la distinción normalidad-anor-
malidad?: habitando en el interior de la diferencia, ser íntimo con ella. Con un
gesto cotidiano -quizá poético, en parte épico- de reconciliación, pues la recon-
ciliación es parte del ejercicio de la comprensión, el único modo de sentirse en
paz en el mundo. No negar la diferencia, sino modificar la imagen de la norma:
“Éste es el paisaje que se debe abrir: tanto a quienes hacen de la diferencia una
discriminación, como a quienes, para evitar una discriminación, niegan la dife-
rencia” (Pontiggia, 2002, 39).
Habitar la intimidad de una diferencia. Es ahora cuando accedo al sentido de
mi relación con el otro, con el otro que tiene un nombre, y en ese nombre una
historia. Es ahora cuando percibo la hondura de estas palabras, su agudeza, su
intimidad y su herida: “El otro en cuanto otro no es solamente un alter ego: es
aquello que yo no soy” (Levinas, 1993, 127). Es una relación imposible: no una
relación que pueda nombrar, sino una relación a la que debo responder; no
una relación que pueda explicar, sino una relación que he de mostrar; no una
relación que deba transformar en “reciprocidad” o en un juego de “interaccio-
nes”, sino una relación que debo convertir en lenguaje. No es una relación que
pueda ajustar a un modelo o formato previo, una relación que no tenga sino
que fabricar o producir siguiendo unas reglas fijas; se trata de una relación que
debo crear, que he de hacer visible, hasta llevarla hasta su propia presencia,
presente para los dos. Una relación, por tanto, que será invención, creación y,
en este exacto sentido del término, algo más cercano a lo poético, al sentido. Es
una relación de paternidad, la relación con un extraño que en su ajenidad me
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Ante tu mirada, ante las de todos los que son como tú, se funde el porvenir y
cada instante deviene un nuevo comienzo. Siempre hay que comenzar de nue-
vo, porque rompéis la lógica encadenada de los hechos y abrís fisuras de sentido
en la solidez de lo real. La novedad que introducís es una poética, porque cada
gesto vuestro, cada emoción, dibuja un perfil sin cualidades definidas y delimi-
tables, y por eso nuestra relación inserta una infinita extrañeza, la misma que se
experimenta ante lo que no se puede dominar. Y es que lo nuevo sólo existe en
la mudanza, y por eso expresa la posibilidad del inicio como diferenciación. Por
eso pensar la educación en relación a ti es otra cosa. No se trata sólo de que a
través de la educación hagamos lo posible para atenernos a las grandes palabras
-“humanidad”, “bondad”, “tolerancia”, “solidaridad”- vocablos cada vez más
elusivos, sino que hay que lanzarse a las mutaciones decisivas de una diferencia
aceptada como tal. Habitar la diferencia, pues no necesito “comprender” al otro
-comprenderte a ti, reducirte al modelo de mi propia transparencia- para vivir
contigo y construir algo junto a ti. Procurar entender nuestra relación no equi-
vale a tener que dominarla, sino a tratar de comprenderla desde dentro, como
he dicho, y ahora se que sólo puede acceder al sentido de esta relación tan extra-
ña poéticamente: prestando atención, con una vigilancia que nada tiene que ver
con una determinada vigilancia pedagógica que inscribe el saber y la acción en
una determinada idea del dominio. La palabra “educación”, junto a ti, tiene otro
sentido, pues no puedo cumplir con ella en su mera realización técnica, pues
ésta es sólo un momento de un proyecto mucho más amplio. Decir “te quiero”
no es querer tenerte, ni poseerte, ni dominarte, sino aceptar tu existencia. Me
alegro de tu existencia, quiero que seas como eres.
¿Dónde reside la singularidad de una relación educativa como esta? Frente a
las pedagogías que insisten en que a cada interlocución el otro ha de responder
de forma clara y transparente, quizá esta relación nos proporciona otra clave
interpretativa: que en realidad no importa que no se comprenda lo que el otro
nos diga, que tenemos que aprender a desprendernos de nuestra voluntad de
comprender todo lo que ocurre entre los niños y los hombres, que tenemos que
abdicar de nuestros deseo de ver traducida la relación educativa en un inter-
cambio perfectamente legible, mensurable, y sin la menor ambigüedad e incer-
tidumbre. Que tenemos que dormir nuestro deseo de control para aceptar la
emergencia del otro en su alteridad.
El caso de una relación educativa entre seres tan desiguales quizá enseñe a
los pedagogos a deshacer la ligadura que ata la educación con la colonización
de las almas. Nos enseña que la educación tiene que ver con “dejar ser” al otro,
con permitir más que con obligar a reproducir lo que se transmite; que en lugar
de comunicar un saber por la palabra -y de hacerlo de forma nítida, sin ambi-
güedades- el asunto está en hacer surgir una palabra que no podemos dictar
por adelantado. Se trata, entonces, de una relación que acepta la desigualdad
profunda de los miembros que en ella habitan, una relación en realidad libre, ni
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Ella no les decía todavía -se lo diría más tarde- que continuaba viniendo porque una
loca historia de amor la había ligado a ellos. Amor de lo que buscaban juntos, expre-
sarse, escribir, pensar. Amor por esta comunidad inédita, improbable y por tanto real,
sin amenazas, sin programa, sin proyecto determinado, comunidad que no tenía otro
fin que acercarla a ellos, una comunidad no entre los iguales, sino justamente entre los
diferentes, en sexo, en virtudes y vicios, en edad, en condiciones, en cultura (Leclerc,
2003, 33).
Lo que esta escritora intentó en esa cárcel, al establecer una difícil relación
entre seres desiguales, no fue otra cosa que intentar poner a los reclusos en
relación con un estado de infancia, por si encontraban allí una voz anterior,
en la cual y por la cual pudiesen reconocerse como hombres, y no ya como
reclusos. El incremento de una cierta “conciencia social” en beneficio de este
tipo de personas discapacitadas nos hace pensar que, en realidad, se trata de
sujetos pasivos que, en todo caso, sólo pueden recibir nuestra ayuda (humana
o especializada) y nuestra consideración o nuestra benevolencia. Como tales
personas -sobre todo aquellas cuya discapacidad psíquica o intelectual les afec-
ta gravemente en sus relaciones con el resto del mundo- sólo pueden recibir lo
que les damos, nuestra ayuda hacia ellos se puede acabar viviendo de una forma
ambivalente e incluso contradictoria. Pues si, por un lado afianza en nosotros
una autoconciencia que definimos en términos de solidaridad o benevolencia,
por otro podemos llegar a vivir esa ayuda proferida como una carga excesiva.
Es como si nuestro trato y nuestra ayuda, basada en la consideración o la bene-
volencia, tuviese una única dirección, la que va de nosotros hacia ellos, es decir,
que no existe reciprocidad en ningún sentido relevante del término. La cuestión
que se puede formular es si, más allá de lo obvio y de algunos tópicos bien esta-
blecidos social y pedagógicamente hablando, no hay nada que aprender cuando
uno se encuentra viviendo la peculiar, y difícil, relación con una persona dis-
capacitada. A lo que me refiero es a vivir esa relación desde el interior de ella
misma. Vivir esa relación en sus aspectos físicos, psicológicos y simbólicos, y
vivirla con todos sus desarreglos y contradicciones incluidas. Vivirla aprendien-
do a formularse las preguntas que tantas veces percibimos como ilegítimas y
condenables, por nuestro sentido de la culpa o por nuestra propia inseguridad.
Pues estar con una persona discapacitada, una que está a tu cargo y que no
puede hablar por sí misma en la forma en que el resto de las personas pueden
hacerlo, inevitablemente nos acaba plateando las posibilidades y los límites de
nuestro propio poder de representación. ¿Hasta qué punto, y en qué grado, he
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Hay un instante en que las mismas palabras dicen otra cosa y esa cosa es lo que es.
Seguramente que durarás en transmitirla, porque posiblemente tendrías que servirte
de las mismas palabras, y lucharás para que entre ellas brille la luz que brilló entre
ellas. Seguro que entiendes todo lo que te digo sobre la experiencia de la que hablo,
pero cuando llegues al límite de ti -que es adonde te conduzco- no ves nada. No pienses.
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Suspende el pensamiento por un instante, la respiración. Mírate con una mirada virgen.
Traspasa lo inmediato que hay en ti, lo cognoscible, lo decible, hasta el ‘yo’ enrarecido
en ti (Ferreira, 2003, 77).
Morirás de infancia -como yo quizá muera con mi infancia a punto de ser ol-
vidada-, con una infancia retenida, con una infancia eterna, y no podré hacer
nada para que salgas de ella. ¿Es esa es mi melancolía? Pero hay otros modos en
el que el morir es un morir de infancia. Una decepción rotunda del tiempo.
Quiero ahora transcribir un fragmento de una novela del escritor francés Phi-
lippe Forest -El niño eterno-, una novela que encontré por casualidad en París,
adonde fui para despedirme de una ciudad que me hiere y que amo. Leo: “El
blanco es el color de los niños que mueren. Alguien vivía. Luego no hay nada.
La vida se ha retirado. Lo que permanece en la cama ya no es mi niña. La agonía
era todavía vida porque algo ha tenido lugar. La muerte es la verdad del instan-
te. Penetra el tiempo. Lo envuelve.”
Déjame que te hable de lo que no sabemos -tú, que nunca serás padre-, cuan-
do es ese no-saber lo que nos protege y lo que nos orienta ante el dolor de un
hijo a punto de irse a otra clase de tiempo. “Yo no sabía”, escribe Philippe Fo-
rest:
O mejor dicho: ya no recuerdo. Mi vida era ese olvido, y eso era lo que no veía. Vivía
entre palabras, insistentes e insensatas, suntuosas e insolentes. Pero recuerdo: yo no
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sabía. Ahora vivo en ese punto del tiempo. Cada noche, como un ritual, deposito el vo-
lumen rojo sobre la mesa de madera que me sirve de escritorio. Sumo los días: agrego,
suprimo, anoto, leo (Forest, 2005, 13).
Forest sigue la estela poética de Mallarmé: no es posible que los niños que
van a morir se den cuenta de su propia muerte. Ahí está lo atroz: en la concien-
cia nítida del último desfallecimiento. Es necesario conjurar la realidad de la
muerte, su contundente y terca evidencia. Hay que decir adiós sin pronunciar
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El niño recreado por el verbo es un fantasma que la escritura sólo despierta para cele-
brarse mejor a sí misma. Todo lo que él era se ha perdido. Al convertirse en religión,
la poesía justifica la muerte y la borra cuando debería mantener los ojos abiertos en
la oscuridad. La poesía no salva. Mata cuando pretende salvar. Hace morir de nuevo
al niño cuando accede a su cadáver, pretendiendo resucitarlo sobre la página (Forest,
2005, 219).
impedir que eso (la muerte, el fin) se diga. Y es que el fin es tan inmenso, es su
propia poesía. Y necesita poca retórica. Habría que limitarse a exponerlo con
sencillez.
En el hospital se enfrentan dos lógicas irreconciliables: la de la ideología y la
de lo real. De un lado, cierta colaboración en la mentira, socialmente justifica-
da, de que es técnica y económicamente factible ofrecer (o fabricar) un cuerpo
perfecto, eternamente joven, bello y sano, y que es justo, por tanto, recibir a
cambio una retribución correspondiente con tal propósito. Pero, de otro lado,
no puede cerrar los ojos ante lo que diariamente evidencia como testigo mudo:
que la muerte y la vejez existen para todos, que el dolor rompe en pedazos el
fantasma narcisista de un cuerpo siempre sano y bello. Médicos, enfermeras,
psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales, educadores, sienten diariamente
el desgarro que produce la esquizofrenia de situarse en la hendidura de dos
discursos contradictorios que coexisten.
El enfermo se percibe retirado del tiempo. Nada de lo que se hace con él, o
sobre él -y todo pasa por lo que se hace con su cuerpo-, es controlado por el
propio enfermo: esperas interminables, retrasos constantes, cambio de progra-
ma terapéutico, noches con el sueño constantemente interrumpido…todo ello
contribuye a incrementar su “impaciencia”, a poner a prueba su condición de
“paciente”, con el sentimiento de que todo se ha confabulado contra él. La en-
fermedad, entonces, es una extraña experiencia del tiempo. El enfermo crónico,
hospitalizado durante mucho tiempo, se abandona a tareas que la vida moder-
na deja en sus márgenes: la contemplación, la meditación, el silencio, quizá la
lectura. O simplemente hunde su mirada en el infinito.
El enfermo es, además, expropiado de su condición de sujeto, y a menudo
percibe que es tratado como mero objeto, como un “caso” clínico, la parte ex-
perimental de una ponencia que se presentará en el próximo congreso interna-
cional de la especialidad. Su única contribución al protocolo médico consiste
en el asentimiento de su voluntad a la nueva condición de enfermo. Su cuerpo,
antes silencioso, deviene materia y máquina, una pieza que forma parte de una
maquinaria cuya contribución consiste en ser dócil a ella, en negar su capacidad
de resistencia frente a la invasión, frente al poder que se le ejerce en nombre de
una salud prometida. Mera prótesis periférica de la gran maquinaria médica.
Es cierto que el tratamiento no se hace nunca contra el enfermo, pero la lógica
íntima del tratamiento exige el aval silencioso del paciente, su total consenti-
miento, un acto de desposesión de sí mismo. Se trata de acceder a una terrorí-
fica pasividad.
El hospital es el lugar de un ostracismo salvaje, pero también es el santuario
protector del enfermo. El lugar temido y al mismo tiempo anhelado, el lugar
del que no quiere uno irse con facilidad, tras una hospitalización prolongada.
El hospital es, entonces, como lugar de acogida, asilo sagrado, espacio se sumi-
sión y docilidad. Los grandes dolores son mudos. La muerte de los niños -ese
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Reconozco que es difícil saber qué quiere “Estar a la altura de lo que nos pasa”.
¿A qué altura puede colocarse el sufrimiento de un padre que no puede soportar
por más tiempo la agonía de su hija de cuatro años? ¿A qué altura se pueden
poner las pesadillas de un hijo que siente que tiene una deuda infinita con su
padre moribundo, a quien cuida noche tras noche limpiándole con hábiles ma-
nos que no sienten repugnancia los restos de vida que se escapan por un cuerpo
que es casi un cadáver? ¿A qué altura se pone la dignidad de una mujer que se
come su llanto todas las noches, porque el poema de su vida se ha convertido
en una tormenta? ¿A qué altura se pone el dolor de una culpa intransigente, el
vacío de una mirada tensada en el infinito? ¿Quién se atreve a medir la dignidad
de esos sufrimientos?
Se trata de no estar ni por encima ni más abajo del acontecimiento, que es eso
que nos pasa, la prueba por la que tenemos que pasar, nuestra singular trave-
sía. Se trata de estar simplemente a su misma altura, porque lo que nos pasa
tiene su propia medida y su propia elevación. Y conviene ser equivalente a esa
dignidad, a esa altura, para no caer ni en la banalidad, ni en la mediocridad, ni
en el resentimiento.
Sin embargo, lo que nos puede pasar a cada uno en particular les puede pasar
a todos en general. A cada uno en singular y a cada uno en su justa medida.
¿Será, entonces, que en el acontecimiento conviene no sobrepasar la medida
de los otros, evitar toda comparación? Si afirmo que he de estar a la altura de
lo que sufro, del sufrimiento que ahora mismo me recorre, entonces quizá esté
diciendo que mi sufrir es injusto, es violento e insoportable, pero que he de
permanecer a la altura de su desmedida, resistiendo con una moral que sea
equivalente a su poder de destrucción, con una moral que no me haga perderle
la cara en ningún momento. Se trata de tener que aguantar, permanecer en esa
forma de ser, en ese sufrir, en ese padecer. Padecer su propia altura y ser digno
de lo que me da.
Esa dignidad del permanecer en el padecer no es una “dignidad” que se pueda
simplemente aceptar como elaborada desde una medida diferente o contraria
al hombre; ni por debajo ni por encima de nosotros. Tiene que ser una dignidad
a medida del hombre, de lo que puede padecer y de lo que puede resistir. Quizá
exista aquí un sentido de la justicia distinto al sentido meramente jurídico que
conocemos. Cada uno tiene que descubrir esa medida, y esa dignidad, y esa
altura. Dar una respuesta equivalente -ni más ni menos que la apropiada- a lo
que nos pasa; una respuesta que no puede estar sometida a algo que sea exte-
rior a ese acontecer o a ese sufrir. El sentido de esa dignidad y de esa medida la
descubre cada uno, en relación con los otros, en una relación dual cara a cara,
pero no viene dado por ningún discurso que nos sea externo. Una herida grande
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requiere una respuesta grande, una dignidad a la altura de lo que nos pasa.
Deleuze dice que ser dignos de lo que nos pasa es “quererlo y desprender de
ahí el acontecimiento, hacerse hijo de sus propios acontecimientos y, con ello,
renacer, volverse a dar un nacimiento, romper con su nacimiento de carne”
(Deleuze, 2005, 183). Aceptar lo que nos pasa, y reconocer su grandeza -por lo
horrible o por lo hermoso que contiene- es, también, reconocer que hay cosas
que nos han pasado, que se han operado transformaciones en nosotros, que he-
mos pasado de un estado a otro. Es prestar atención al devenir: hemos muerto
a una identidad infantil y pasamos a otra dimensión, una que requiere de noso-
tros aceptar que quizá ya no somos los mismos que antes.
Quizá, entonces, estar a la altura de lo que nos pasa, cuando el acontecimiento
tiene que ver con una despedida, es aprender la lengua de otro modo, aprender
a hablar de otra manera. Walter Benjamin dijo que cuando muere una persona
muy cercana a nosotros advertimos en el tiempo posterior algo que, aunque lo
hubiésemos compartido con el desaparecido, parece que sólo hubiese podido
madurar en su ausencia. Al final lo despedimos en una lengua que él ya no
entiende, en una lengua que es la nuestra. Quizá por eso nos cuesta tanto des-
pedirnos: porque no hay palabras para decir adiós.
Y es que no hay un instante para decir adiós. La ceremonia de la despedida se
reparte en fragmentos de vida, mientras la vida dura y la muerte nos alcanza.
El libro se ha terminado de escribir; jamás pensó en convertirse en escritor: le
bastaba con ser un profesor de literatura comparada, un lector audaz de litera-
tura francesa e inglesa. El libro se ha cerrado, y el escritor tiene que reconocer
que ni el arte ni la vida le han salvado del sufrimiento, de la angustia, de la
enfermedad y de la muerte. Y aún así, es necesario seguir escribiendo y seguir
viviendo. Seguir hablando, seguir expresándose, incluso desde un rotundo si-
lencio, para no quedar atrapados en una melancolía infinita. Decir, por ejem-
plo, las palabras que dicen los amantes y que duele escuchar, como Ulises le
dice a Lori, en Uma aprendizagem ou o livro dos prazeres, la novela de Clarice
Lispector: “Se debe vivir a pesar de. A pesar de, se debe comer, a pesar de, se
debe amar. A pesar de, se debe morir. Incluso muchas veces es el propio a pesar
de el que nos empuja hacia delante” (Lispector, 1999, 22)
Seguir viviendo para contar el dolor y contar la muerte, quizá para consolar a
los vivos. Porque uno se va antes que otro, y esa experiencia de la pérdida nece-
sita la prueba de la singularidad de un afecto, de una ausencia o de una amistad.
Aunque ni el arte ni la escritura nos libren del dolor, nos ayudan a responder a
un acontecimiento singular: es una ocasión única para intentar acertar con las
palabras justas. Ante la pérdida del otro, quedamos como impelidos a romper
nuestro silencio y participar en los ritos del duelo. Y hacerlo con la máxima de-
licadeza, para evitar el pathos insidioso del recuerdo personal.
No, la ceremonia de la despedida no se resume en un solo acto. Hay que es-
perar. Esperar a que la parte que se ha muerto de los que amamos se muera
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también en nosotros, la parte que es solo carne, la parte que viene y se va. Ese
es el consejo que el buen Spangler, un personaje de La comedia humana, de
William Saroyan, le puede dar al joven Homer, tras la muerte de su hermano en
una guerra cruel que no entiende:
Ese morir te está doliendo ahora, pero espera un poco. Cuando el dolor se vuelva total,
cuando se convierta en la muerte misma, te dejará. Tarda un poco. Tú ten paciencia, al
final te irás a casa sin ninguna muerte dentro de ti. Dale tiempo para que se vaya. Yo me
sentaré contigo hasta que se haya ido. (Saroyan, 2005, 207)
de de toda su familia con palabras que son como un viático; un gesto de amor
tranquilo con el que le dice al joven Douglas palabras que puede entender: “Lo
importante no es el yo que está aquí acostado, sino el yo sentado al borde de la
cama, y que me mira, el yo que está abajo preparando la cena, o en el garaje bajo
el coche, o en la biblioteca leyendo. Lo que importa son las partes nuevas. Yo
no muero realmente. Nadie con una familia muere realmente. Se queda alrede-
dor” (Bradbury, 2006, 177). O la pequeña historia que le cuenta a su hermano
pequeño, Tom, para asegurarse de que puede comprender el significado de su
“adiós”: “Tom […] en los mares del Sur los hombres saben un día que es tiempo
de estrechar la mano de los amigos y decir adiós, y embarcarse. Así lo hacen, y
es natural, es la hora. Así es hoy […] Así me voy, mientras soy feliz y no me he
aburrido” (Bradbury, 2006, 175).
Es, desde luego, el gesto del maestro Bernard, en Le premier homme, la in-
acabada novela de Camus, el maestro de Jacques, el maestro que al final de
cada trimestre les lee a los niños historias de guerra y largos pasajes de Les
Croix de bois, ese gesto tímido de regalarle este libro, rudamente envuelto, a él,
al pequeño Jacques, que un día se había emocionado con la lectura, mientras le
dice: “Toma, es para ti”; “El último día lloraste, ¿te acuerdas? Desde ese día, el
libro es tuyo” (Camus, 2003, 131).
Es el gesto de la señora Macauley, en la novela de William Saroyan, que le
dice a su hijo Homer -que todas las tardes recorre en bicicleta el pueblo de
Ithaca llevando mensajes cargados de dolor emitidos por el departamento de
defensa americano, durante la segunda guerra mundial-, un niño de doce años
al que le duele el dolor de una guerra que no entiende, una guerra que acabará
matando a su hermano, el niño Homer, que no tiene padre, y al que le duele
crecer y tocar todo ese dolor de ahí afuera, ese gesto, digo, de una madre que le
dice a su hijo:
El mundo está lleno de criaturas asustadas. Y como están asustadas, se asustan entre
ellas. Intenta entender. Intenta amar a todo el mundo que te encuentres. Yo estaré espe-
rándote en este salón todas las noches. Pero no hace falta que entres y hables conmigo
a menos que necesites hacerlo. Yo lo entenderé. Sé que habrá veces en que el corazón
será incapaz de darle a la lengua una sola palabra que pronunciar. Estás cansado, ahora
tienes que irte a dormir (Saroyan, 2005, 30).
últimos instantes de mi madre, cuyo cuerpo aún reconozco como suyo, y evoco
las palabras que apenas doce horas antes me decía con un hilo de voz: ¿Cómo
estás mamá?: muriéndome, hijo, muriéndome.
Entretanto, acumulo los cuadernos en los que escribo las palabras de mi pro-
pio ritual del adiós. La evidencia de un amor que se ha vuelto imposible; el
dolor que se regalan, confundido con una pasión inaudita, dos amantes que
se lo dieron todo en el único intento. Hay demasiadas interpretaciones prees-
tablecidas sobre el amor y el dolor. Se nos pegan a la piel, en la lengua y en los
ojos. En ellas nos refugiamos, para no tener que pensar por nosotros mismos la
despedida. Necesitamos que el punto final se escriba con la tinta de la tragedia.
Y entonces rompemos los viejos cuadernos, o los escondemos, y comenzamos a
escribir en folios nuevos.
Dos amantes se dicen adiós, pero se juran un amor eterno. Se trata de una
promesa que necesitan decirse y escuchar, porque será el viático con el que van
a caminar el resto de sus días. No querían hacerlo, pero uno de los dos, ayudado
por el otro, tuvo que dar el primer paso. Ella tampoco quería hacerlo. Pero tuvo
que hablar, y pidió perdón por intentarlo: le interpretó para ayudarle. Y ahora
debe saber si es algo más, o algo menos, que un texto escrito por ella. A él le
queda -él lo es- el sentido de su vida. Y debe encontrar un lugar, pero solo uno,
al que regresar para visitar a los que se han ido. Ir allí y renovar la gloria de un
amor perpetuo que tiembla en un rincón de su memoria y de sus días.
Solo, perdido en una ciudad amada que le duele con una intensidad casi in-
soportable, uno de los amantes se despide de cada rincón y queda absorto a los
pies del gran árbol a orillas del inmenso río que atraviesa la ciudad a la que no
sabe si volverá. La noche anterior la inquietud le ha recordado la forma en que
ambos inventaban, una y otra vez, sus cuerpos. La noche anterior ha escrito,
enfebrecido, un poema que se parece a una plegaria, desordenada y caótica:
…su perfume tiene el color de una luna blanca y brillante, una luz… la luz en una noche
negra y dolorosa, una noche que vale la alegría de unos ojos negros y tristes, la alegría de
unas manos pequeñas en el pecho de una mujer pequeña…Hermosa como un amanecer,
como una noche de amor, como un día dedicado a acariciar tu pelo negro rojo largo.
Fuiste a la tierra que amas, tierra sembrada de lágrimas negras, para incrementar tu
dolor y salvar vidas pequeñas y regresas con el cuerpo roto y el alma regada por las lá-
grimas de un dios en el que crees. La más pequeña, la más fuerte, la más dulce y severa.
Duerme tranquila esta noche tremenda y cansada, porque te he amado te amo te amaré.
Te siento si duermo y si lloro, al perderme en esta ciudad que amamos y mientras escri-
bo avergonzado de tener que hacerlo…
Las noches son largas. Mi cuerpo recuerda lo que yo me obligo a olvidar. ¿Cuál
es la fórmula que resume el adiós al cuerpo que se ha amado, cuando todo nos
recuerda que ya no está a nuestro lado? ¿Cómo volver a intentarlo, si amar es el
único intento? No se puede decir nada. Esperar a que terminen los sueños, con-
fundidos con las pesadillas. Soportar el nuevo estado de desamparo en que me
encuentro: ahora solo puedo ser el padre de mi hijo. Es ahora cuando me llega
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Diario de un aprendiz
No hay una “forma” precisa que nos oriente en la búsqueda de lo que pretende-
mos. Hay muchas clases de búsqueda -la enseñanza, la ciencia, la acción políti-
ca, la escritura, el aprender-, pero, en general, en toda pesquisa “pensar” equi-
vale a hablar sin saber en qué lenguaje se hace. Entonces, nuestro pensamiento
parece que balbucea, como nuestras primeras palabras. Es esto lo que nos pasa
a ti y a mí.
Qué extraño fenómeno es ese que nos hizo perder la memoria original de
nuestra lengua -cuando éramos infans, cuando nuestro verbo era un delirio- y
que nos impide ahora, ya adultos, actualizar ese pasado bajo el registro de la
novedad, para que la lengua devenga acontecimiento. Porque la memoria no es
más que la actualización de un pasado que es exploración de un nuevo comien-
zo. Eso es lo que empiezo a comprender contigo. Por eso, quizá, para recuperar
la palabra como experiencia, y no sólo como un “instrumento” de comunicación,
debo invertir los términos y afirmar que el lenguaje es el “fin” de todo aquello
que entendamos por comunicación humana, incluyendo dentro de ella también
nuestros silencios. No hay más que “ver” las primeras palabras de los niños -las
tuyas, por ejemplo- para mostrar esa evidencia: que el lenguaje es una de las
manifestaciones más claras del principio del placer. Hablar es un “placer sagra-
do”, quizá una forma elevada de amor, deseo y conocimiento. Como los poetas,
los niños -de nuevo tú- advierten las posibilidades tremendas del lenguaje, y
desarrollan su habilidad para jugar o dejarse jugar con las palabras.
¿Podemos aprender a hablar de nuevo, bajo el registro de la novedad? Lo
primero es hacer silencio, un silencio que permita abrir un espacio dentro de
nosotros para acoger palabras nuevas. Cuidar y contemplar las palabras para
reconstruirlas en su propia infancia; etymon significa “lo cierto”, porque lo cier-
to de una palabra es su origen, el momento inaugural en que fue pronunciada
por primera vez. Lo segundo es intentar una especie de progreso en dirección a
nuestro propio comienzo, a nuestra infancia, para encontrar allí un discurso sin
residuos. Regresar a la infancia, a la condición del “sin palabra”, para liberar el
discurso adulto de los residuos que la “formación” ha introducido en el verbo.
Nuestros trayectos de adulto introdujeron demasiadas cosas en el torrente del
lenguaje, demasiados residuos que lo cotidiano encubrió. Se trata de residuos
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de adulto que recubren lo limpio de las palabras más sencillas: amor, infancia,
mañana, hoy, miedo, vida... ¿Podemos congelar esas palabras para percibir con
mayor nitidez lo que se ha colado en el lenguaje? Y lo tercero es aprender a
tomar distancia de la forma que hemos adquirido, esa forma adulta, inevitable
seguramente, para encontrar un ser humano informe, pleno de vida, escondido
debajo de la forma que tenemos. Desde ese fondo de nuestra condición de in-
fans descubrimos que es posible escuchar al otro sin que a cada interlocución
se deba responder en términos de un conocimiento preestablecido, algo que en
nuestras escuelas constituye un imperativo pedagógico.
El deportado africano en el barco negrero pierde su lengua. Tanto ahí como
en las plantaciones, convivían esclavos de varias lenguas. Como en todo “no-
lugar” donde el silencio es un mutismo, allí el esclavo pierde su lengua y ele-
mentos fundamentales de su vida cotidiana. Pierde su lengua, sus hábitos y sus
costumbres, y corre el riesgo de olvidar sus propios legados. Es entonces cuan-
do, por un impulso casi biológico de resistencia que compromete a la lengua
misma, y al anhelo de decir y de mostrar, el esclavo progresa hacia su infancia,
rastreando por la memoria las huellas y los vestigios de lo que fue y de cómo
hablaba. Se trata de un pensamiento del rastro, como lo ha llamado Édouard
Glissant, uno que permite crear un lenguaje-otro, como hace el africano al crear
formas artísticas y melódicas que dieron origen a la música jazz. Pensamiento
del rastro: el trémulo aliento de la novedad permanente.
Entonces, al final no se quien es el aprendiz, y quien está más desorientado: si
tú o yo. Es como si en cada palabra que pronuncio hubiese dos lenguas, la tuya
y la mía; dos maneras de decir, dos formas de mirar. En todo este tiempo he se-
guido escribiendo; los cuadernos se amontonan por todos los rincones. Y me los
pides, o me los robas, y te sientas a mi lado y te pones tan serio a escribir y me
dices: “es que voy a decir una conferencia”, y en seguida coges uno de tus cuen-
tos copias algunas frases, hasta que te cansas. Justo lo que hacemos otros.
Antes he escrito que esta relación nuestra, discontinua y fragmentada, eres
tú quien la vuelve poética. Pero es que es verdad, no lo digo para que me quede
mejor este escrito. ¿No fuiste tú quien, cazando oraciones sueltas dentro de ti,
escribiste esto, y disculpa si te cito?: “Me gusta contarle historias a mi papa y él
me escucha y le ayudo a preparar la cena. me hace cosquillas. ¿Te quiero?” La
seguridad que tantas veces me invento para mí mismo quedó rota, porque no
me dijiste “te quiero” si no que me devolviste la pregunta enterita. Este es uno
de tus poemas. Así que he tenido que escribir un pequeño diario, una especie
de micro-diario, como esos que Vila-Matas dice que escribía Robert Walser y su
Doctor Pasavento, solo que yo lo escribí sin saber que era un “micro-diario.”
Si no basta con llegar al mundo por el nacimiento para ser del mundo, y si
eso que llamamos mundo es un escenario donde todo ser que ve y toca es visto
y es tocado al mismo tiempo, entonces el mundo hay que comprobarlo, experi-
mentarlo, ensayarlo, hacer que nos pase. En el comienzo de todo pensar nos en-
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Referencias