Ventaquemada
Ventaquemada
Ventaquemada
Paco Bezerra
(España)
36
Cuadernos de Dramaturgia Internacional
Ventaquemada
Paco Bezerra
(España)
36
Fotografía contraportada:
ISBN 978 607 8092 87 1
Andrés Felipe Martín
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© Francisco Jesús Becerra Rodríguez
© Toma, Ediciones y Producciones Escénicas y Cinematográficas
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rización del autor.
Mi espíritu lleva ya tiempo sin vida,
de donde se deduce que tiene que prestar
su ayuda a los muertos.
Antígona
Sófocles
II
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rranco y ponerlas a la sombra. Él es quien me deja la gaceta.
No siempre. Y atrasada, claro. Me facilitó también un teléfono
de esos sin cable para comunicarme con usted. Tuvimos que
bajar andando hasta pasar el camino, en busca de esa cosa a
la que llaman… cobertura. Pero no se crea que lo hizo sin in-
tención. Nada más colgarle, me pidió que le abonara la llama-
da, el muy sinvergüenza. Ahora que recuerdo, y si me permite
el comentario, he de decirle que no la encuentro en absoluto
metida en carnes, es más, diría que tiene usted una figura en-
vidiable. Las mujeres no deberían opinar sobre sí mismas, se
hacen un flaco favor. ¿Por qué se ríe? ¿Le hago gracia? ¡Vaya,
le hago gracia! Bueno, bueno, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí, el pan!
Es importante. Es difícil conseguir pan del día. Hay que bajar
hasta el pueblo de al lado. Son más de cincuenta minutos an-
dando. Y eso usted, yo tardaría el doble. Sólo por el pan… No
merece la pena. La vecina tiene un horno donde lo hace ella
misma y tira a veces el que le sobra. Lo guardo aquí, luego lo
tuesto. El pan tostado está muy rico. ¿A usted le gusta? Claro
que sí, el pan tostado está pero que muy rico. Le enseñaré su
habitación. Pero antes quiero decirle una cosa: no se asuste si
me ve discutiendo con ella, con la vecina. Es muy impulsiva
y, a veces, le salen muy malos modales, pero ya estamos más
que acostumbrados. Se lo digo porque vivimos tan alejados de
los demás que… Bueno, no sé. Ya se dará cuenta usted misma.
¿Dónde va? ¿Adónde mira? ¡No, mujer, en Ventaquemada no
hay más almas que las nuestras! Las casuchas que hay al otro
lado no son más que restos de cuando esto era un verdadero
pueblo. Ahora, sólo es un pueblo, a secas. La llamo la veci-
na por imaginarme que no vive tan pegada, aunque apenas
nos separan unos cuantos metros. ¡Se me olvidaba! Una cosa
más: no entre en mi alcoba. Estoy hecho a mi propio orden y
para no tener problemas… Son ya muchos años y sería com-
plicado. Yo sacaré todo aquello que quiera que limpie y listo.
Su cuarto. Viene con muy pocas cosas. ¿Sólo esa bolsa? Traiga,
la pondré aquí. Y ahora, si me permite, le preguntaré: ¿cómo
una chica tan joven como usted ha decidido venir hasta aquí
para cuidar de un hombre tan viejo como yo?
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IV
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salten las lágrimas por agarrar una. Mire detrás, debe de haber
otra fila de libros tapados, justo… ¡Ahí, ése! ¿Le he hablado
del chico de la camioneta? Antes me los bajaba él, cuando
se dignaba a acercarse por aquí. ¡Pero tenga cuidado, no se
caiga! El cointreau surte efecto, ¿eh? ¡Quite las muletas! ¡Pé-
guelas una patada! ¡Adelante, hágalo, sin miedo! Qué poco
violenta es usted. ¡Esas malditas muletas! Me hacen daño en
las axilas. No las aguanto. Le hablaba del chico de la camio-
neta, ¿no? Está enamorado de mí. Él fue quien subió por últi-
ma vez el libro ahí arriba. Luego, nunca más volvió a pasarse.
Tenga cuidado con él. No es peligroso como el viejo, pero
es muy guarro. Ya sabe a lo que me refiero. ¿Pero dónde va
con la Biblia? Coja sólo a Rimbaud. Esa Biblia, además, está
rota, le faltan páginas. No muchas, pero le faltan. Se caerá
si no la suelta. A todo esto, he estado pensando en lo que le
comenté de la escopeta. Se me olvidó decirle que siempre
cierra su cuarto con llave. La lleva colgada del cuello. ¿Sabe
por qué? No sé si decírselo. Cuando murió su esposa, hace
mucho tiempo, la veló dentro de su casa. Nunca vino nadie
a llevarse el cuerpo. Ahora abra el libro, sin miedo, pero con
decisión. La Biblia no, a Rimbaud. Traiga, deme a mí la Biblia.
Cierre los ojos. Abra ahora el libro. Y pose su dedo sobre la
hoja, al azar. Así. Deme que lo lea. Ya puede abrirlos. “Me
he tendido en el barro. Me he secado en el aire del crimen.
Y le he hecho buenas trampas a la locura.” Piense. ¿Qué cree
usted que quiere decir eso?
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caramujo! Venga, póngase aquí. Le curaré esas heridas. Acér-
queme el yodo. ¿Cómo se le habrá ocurrido? Hace años que
nadie anda por esos corredores. ¿No le ha dado miedo? ¡Es
usted una intrépida! Aguante, lo que escuece, cura. Si no, no
haberse metido a investigar. Todo lo hizo ese loco. Bueno, la
gran parte. Yo un día puse cuatro tablas, pegué otros tantos
martillazos y a él se le fue la cabeza. Me sentía intimidada,
compréndalo. Lo tomó como un insulto, y, entonces, comen-
zó a levantar paredes, atrancar puertas e incluso a poner tram-
pas para que yo no pasara. Ya ve, para que no pasara, cuando
fui yo la que atrancó la primera puerta por sentirme a salvo de
él. ¿Por qué iba a querer, entonces, acceder a la suya? ¡Quieta,
no se mueva! ¡No podré curarla si pega esos botes! ¡Qué bo-
nito el escaramujo! ¿No le parece extraño que crezca una flor
como ésta en un lugar tan árido como Ventaquemada? ¿No se
lo pregunta? ¡Yo las planté! Antes de perder la pierna, claro.
Muchas veces, una misma coloca lo más preciado en sitios a
los que, luego, nunca llega. Me gusta. A usted, me refiero
a usted. Es tan amable… Al principio no me dio muy buena
espina, no sé, tan callada… Pero luego… Bueno, para qué le
voy a contar… Poco a poco se ha ido ganando mi confianza.
¡El yodo! ¡Tenga cuidado! ¡Hala, ya está, lista! ¿Dónde va?
¿Qué busca? ¿A Rimbaud? Le gustó, ¿no es cierto? ¿O quizá
esté buscando el cointreau? ¡Ay, pillina, le gusta tragar! Los
tengo aquí debajo, a los dos, al alcance de mi mano. ¡Al poeta
y al poeta! En Rimbaud no se sabía quién escribía más, si él
mismo o el alcohol. ¿Sabe que Rimbaud era como nosotras?
Le gustaban los hombres y las borracheras. Porque a usted le
gustan los hombres, ¿no? Acérqueme unos vasos. No, ésos no.
Ésos. Muy bien. Echaremos el cointreau. Una y dos. ¡Chin-
chín! Y ya sabe, la próxima vez entre por la puerta. A no ser
que prefiera los caminos cortos. A veces pueden ser compli-
cados, pero siempre son los más divertidos. ¿Sabe ya el viejo
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de ellos ni un pelo. En el pueblo hay viejos de sobra a los que
cuidar y que estarían dispuestos a hacerle un hueco en su casa
a cambio de que usted los atendiera y les hiciese compañía.
Ventaquemada no tiene interés para un chica como usted. Y
en el pueblo… por lo menos… nos veríamos más de continuo.
Es usted una mujer muy bonita. Y aquí no se respira más que
polvo y locura. Piénseselo. Antes de que sea demasiado tarde.
Vivir junto a ese viejo es un verdadero suicidio. Ahora tengo
que marcharme. Contemple lo que le he dicho. Y no se le ol-
vide decirles lo del dinero. Les doy una semana. Si dentro de
siete días no están los billetes debajo de la piedra, no volverán
a escuchar por aquí la matraca de esta camioneta. A él, a su
mujer y a su hermana, a los tres. ¡Dígaselo a los tres! ¡Que
bastante tengo con que todo el pueblo esté en mi contra por
no consentir que esos dos chiflados se mueran de hambre!
¿Qué pasa? ¿Por qué mueve la cabeza así? ¿No cree lo que le
digo? ¡Es de familia! ¿O, acaso, no lo ha notado en sus caras?
¡La única que medio está en su sano juicio es la mujer del
viejo! ¡Y eso es porque no tiene la misma sangre que ellos!
Aunque hace ya mucho tiempo que no se la ve. Debe de estar
muy mayor, seguro. Posiblemente, el día que vuelva a bajar al
pueblo, ya sea metida dentro de una caja. Dele recuerdos de
mi parte. Antes se ponía en un espino que había ahí. Se arro-
dillaba junto a él y empezaba a rezar en dirección al cielo.
Podía pasarse horas en esa postura. Desde que no se arrodilla,
el espino, poco a poco, fue desapareciendo, hasta que ya no
queda ni rastro de ninguno de los dos, ni de ella, ni del arbus-
to. ¿Qué coño es esto? ¿Qué me da? ¡Demonios! ¡Fotos del
viejo y la Hierbas columpiándose! ¡Tiene cojones! ¡Se echa-
ban fotos mientras se la metía! ¡Qué cerdos! ¿En qué cabeza
cabe? Qué gracia, ya no la recordaba con pierna, ni tan joven.
Pero… ¿qué hacen? ¡La ataba a la chimenea y le metía…!
¡Qué asco de gente! Ahora comprendo por qué le costaba
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digo? Hoy hace un día espléndido. Deberíamos aprovechar el
sol. Ni hay ni una nube en el cielo. Saque la mesa plegable,
la mesa plegable que hay metida entre aquellos dos tablones
de… ¿Por qué sabe que está ahí? ¿No le dije que no entrara
más allá de las maderas? ¡Sí, sí, ponga esa cara de extrañada!
¿Cómo sabía que ahí adentro estaba la mesa? ¡No quiero tener
problemas con usted! ¡Sé que aquí no hay muchas diversio-
nes, y que hurgar puede convertirse en una verdadera distrac-
ción, pero no se lo pienso volver a repetir! Si me desobedece
no tendré más remedio que echarla a la calle. No quiero que
piense que es nada personal en su contra, es que… ¿A usted
le gustaría que yo invadiese su alcoba y que registrase entre
sus cosas más íntimas? Subamos a la azotea. Y ya que está ahí,
saque también las sillas. Traiga, le echaré una mano. Ayúdeme
con la puerta. Gracias. Ahora tenga cuidado, no vaya a meter
el pie entre los hierros. Péguese aquí, a la derecha, y sígame.
Está todo muy oxidado. Cuando suba sola, hágalo como aho-
ra, los peldaños podrían dar de sí. ¡Qué día! Yo me pondré
frente al sol, me gusta. No vaya tan rápido, no tenemos prisa.
¿Dónde va ahora? Espérese, deje reposar el arroz. Mientras,
disfrutaremos. Luego bajará a por la comida y a por todo lo
demás. ¿No escucha lo que le digo? ¡Hágame caso! ¡He dicho
que no baje! ¡Ay, quién tuviera vino! Si bebe vino no morirá
nunca. ¿No sabrá usted hacer algo de alcohol? La vecina sí,
pero cualquiera va a pedirle nada. Es capaz de echarle veneno
y matarnos como a ratas. Imagínese qué muerte, aquí, panza
arriba y con el arroz a medias. Cómico. ¿Sabe? Me siento muy
bien con usted, le he cogido cariño, y se lo voy a decir: me
inspira confianza. No debería, porque desobedece las pocas
órdenes que le doy. Bueno, órdenes, simples advertencias,
pero cuando alguien te inspira confianza… Hay que fiarse
más de lo que uno siente y dejar descansar al cerebro un rato.
Si pensase con la cabeza, ya estaría en la calle, pero hay algo
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por favor. Así. Piense que soy su padre. Un padre nunca le haría
nada malo a su hija. Ahora béseme usted. Cierre de nuevo los
ojos. No tenga miedo. Hágalo. ¡Ciérrelos! Y béseme, tóqueme.
Tóqueme ahora que sabe que las cosas no son lo que parecen.
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es duro volver a la azotea una vez que se sabe lo que eso sig-
nifica, pero es la única forma de hacer esto sin que nos pillen.
¡Vale, vale, llévese la Biblia si tanto le gusta, pero ya le dije
que le faltan páginas! Le podría regalar otra. Tiene que haber
más por… ¿Le gusta ésa? Está bien. Se la regalo. Para usted.
XI
Viejo: Qué buen día hizo hoy y qué noche tan oscura. Me gusta
que me haya traído de nuevo a la azotea. Se respira diferente,
sobre todo por las noches. Hablo poco de ella porque no es fá-
cil para mí. Nunca se lo he dicho porque me da vergüenza. De
joven se parecía mucho a usted. Se puede dar muy mala vida a
alguien aun amándola con todas tus fuerzas. ¿Sabe? Yo siempre
estuve enamorado, desde el primer día que la vi. Pero las cosas
no son sencillas. No son sencillas. Cuando uno se siente solo,
eso es para toda la vida. Y usted se parece tanto… Recuerdo
que ya, desde pequeño, crecí con la sensación de no tener ami-
gos. Aunque los tuviese, mi idea siempre fue la contraria. Luego
me casé y siguió pasándome lo mismo. Siempre he creído que
nadie me quería. Ahora sé que no es así. Ahora. Con usted será
diferente. Quiero decir que no desearía echarla a perder como
a todo lo demás. Me gusta que me haya traído de nuevo a la
azotea. Si el universo es infinito y está lleno de estrellas… ¿por
qué el cielo nocturno es tan oscuro? ¿Nunca se lo ha pregunta-
do? Debería ser un resplandor continuo de luz, ¿no le parece?
Deme la mano, me gusta sentirla cerca, así, en la inmensidad.
Estamos tan solos. Doscientos cincuenta años antes del naci-
miento de Cristo ya se sabía, casi con exactitud, la distancia
que hay entre la Luna y la Tierra. Los griegos eran muy listos.
¡Qué tíos! Luego hay cosas que no se pueden descifrar y a las
que hay que entregarse sin preguntas. Lo esencial en la vida es
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tengo nada que ver! Es una coincidencia que a las dos nos
falte una pierna. ¡Créaselo! Ayúdeme a levantarla de la silla.
¿Qué pasa? ¿No se cree lo que le digo? La vida está llena de
coincidencias. ¡Y deje de mirarme como si le doliese algo! Se
pone muy fea. ¿Qué hace? ¿No se le ocurrirá ahora ponerse
a cavar un hoyo? ¡No tenemos tiempo! ¿De dónde ha sacado
esa pala? ¿Pero qué…? ¿Por qué un hoyo ahora? ¡Lo mejor es
que la tiremos por el barranco! ¡Déjeme! ¡No me coja! ¡He
dicho que me suelte! ¡Y no me mire de esa manera! ¿Cuán-
tas veces tengo que decírselo? ¡Lo hemos hecho por usted,
porque quería vengarse! ¿No lo recuerda? Así que acabe con
esa expresión de ofendida. ¡La ofendida debería de ser yo!
¿Qué hizo en la azotea, eh? ¿Qué hizo? Pero… ¿esto? Creí
que iba a ponerse a cavarlo ahora. Este hoyo nunca estuvo
aquí. ¿Cuándo ha hecho este agujero? ¿Por qué todo esto? Yo
sigo pensando que lo más fácil sería coger de aquí y empujar
hacia delan… ¡Ah! ¡Suélteme! ¡Pero qué hace! ¡Ah! ¡Deme
mi pierna! ¿Adónde va con ella? ¡He dicho que me la dé! ¡Mi
pierna! ¡Ayúdeme! ¿Qué…? ¡No vaya a ponerle mi pierna!
¡Es la única que tengo! ¡No, no la entierre! ¡No entierre mi
pierna con ella! ¡Es mía! ¡No la entierre junto a esa… zorra!
¡Ah! ¡Cómo se atreve! ¡Como me vuelva a poner una mano
encima…! ¡Saque mi pierna antes de empezar a echar tierra
ahí abajo! ¿Oye lo que le digo? ¿Qué hace? ¿No se le ocurrirá
enterrar también la Bibilia? ¡Ese libro es mío! ¿Cómo que no?
¡Devuélvamelo! ¡Devuélvamelo todo! ¡Es usted…! ¡Es usted
despreciable!
XIII
Viejo: ¡Ya vienes otra vez perdida de arena! ¿Qué haces con
la tierra? ¡Pareces un perro! ¡Voy a tener que atarte a un palo!
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guirás ponerme en su contra. Pero yo era una niña y, aunque
sabía que era mi hermano, no podía soportar que nadie se le
acercara. Aun muertas todas las mujeres que lo han besado…
no lo he conseguido superar. Me siguen sudando las manos.
Perdona por haberme metido en tu habitación. Lo he visto
todo: tus fotos, los hábitos, las páginas arrancadas que le fal-
taban a la Biblia y tu carta de ingreso en el convento. ¡Qué
tonta he sido! Creí haberte estado utilizando para deshacerme
de una vez por todas del cuerpo de la mujer que me dejó re-
legada a un segundo plano y lo que he hecho no ha sido otra
cosa que ayudarte a enterrar a tu propia madre. Yo sabía que
existías. La mudanza de una casa no tarda en hacerse tantos
meses. Al entrar en tu alcoba vi la dedicatoria que te había
dejado en las páginas arrancadas de la Biblia. Ahora sé por
qué te emocionaste tanto al verla. La Biblia la trajo tu madre
a la vuelta de la ciudad. Parece que has salido tan religiosa
como ella. Bueno, ya puedes ingresar tranquila. Tu madre ha
recibido sagrada sepultura y en cuanto a tu padre… mejor
será que no le digas nada. Es ya muy mayor. Déjale vivir en
paz el tiempo que le queda, él no tiene culpa alguna, así que
no le guardes rencor. El viejo nunca supo de tu existencia. Y
perdona que me haya comportado contigo de este modo. De
haber sabido desde el principio quién eras, mi trato hubiese
sido diferente, no te quepa la menor duda. Y ahora tienes que
darte prisa, mañana es tu gran día. Dios y los tuyos te esperan,
no vayas a llegar tarde. Ah, y guarda ese pelo de recuerdo en
una trenza.
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tanto, la hubiese cargado en el remolque. Usted tiene pinta
de dormir bien. A las gordas no les pega tener insomnio. ¡No
me mire así! ¡Yo no puedo dormir por las noches! ¡Subir
aquí me descoloca! Pero en el pueblo se gana una birria. ¡Así
que no me mire así! Casi no queda gente joven. Vivir allí abajo
es como pasearse por un geriátrico. Los viejos comen cada
vez menos y siempre las mismas cosas. Mi mujer tiene un hijo
de otro hombre, ¿sabe? Hasta en eso soy desgraciado. La muy
puta me lo soltó el otro día, en mitad del almuerzo, como el
que no quiere la cosa. ¿Qué cree que debo hacer ahora? Pues
ya ve, entre que me lo pienso y saco una conclusión, aquí
sigo, cogido al volante de esta camioneta como un gilipollas
para que la muy cerda pueda ir a la ciudad a peinarse y a
comprarse perfumes de zorra. ¡Hay que joderse! La vida es
una broma. Ahora observe atenta y abra bien la oreja: hay
muchos caminos por los que podría perderse si decide volver.
Esa roca. ¿Ve que tiene forma de gusano? Por ahí es por donde
tiene que tirar; volver por la carretera que bordea la montaña,
cruzar el puente que ya dejamos atrás… Y aquí están. De estos
tres barrancos sólo uno tiene camino, es el del medio. ¿Quiere
prestar atención? Los demás están llenos de terraplenes y se-
ría peligroso, sobre todo por la noche. Mire, ahí está la cruz.
Ya puede verse la casa. No olvide cómo volver. Recuerde: el
barranco, el camino, la roca, la carretera y el puente. El ba-
rranco, el camino, la roca, la carretera y el puente. Sé que no
debería dejarla aquí, pero… ¿sabe lo que le digo? Que usted
verá lo que hace. Ya hemos llegado. Desde aquí tiene que
caminar. Sola.
ISBN: 978-607-8092-87-1
EDICIONES Y PRODUCCIONES
ESCÉNICAS Y CINEMATOGRÁFICAS, A. C.