ANALOGÍAS
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COMPRENSIÓN LECTORA
Prendido de las rejas, Juan observaba el baile de máscaras que se daba en la casa
del Marqués de Osin. Era la Fiesta de la Risa, y todos habían acudido con unas
caretas cómicas donde la boca enorme formaba una media luna entre las orejas
desmesuradas. Juan hubiera querido entrar, pero las tiendas del pueblo se habían
cerrado y no tenía dónde comprar una careta, ni era hábil para fabricársela. En vano
tocó las puertas de sus conocidos buscando una prestada, porque todos habían ido a
la fiesta con ella, y las casas estaban vacías de personas y de caretas. Las danzas,
las serpentinas, el tintineo de las copas, lo hacían temblar de emoción y, regularmente,
un mozo pasaba por su lado obstruyendo la visión, más elegante que un canciller, con
una bandeja enorme donde humeaban manjares. Por fin se le ocurrió una idea. Fue a
su casa y untó su rostro con bermellón. Se puso su dominó y, frente al espejo, ensayó
la más grande de sus sonrisas. El efecto era espléndido y quedó sorprendido del
aspecto enmascarado que había asumido. Así fue corriendo hasta la casa del
marqués y tocó la puerta. Los ujieres, al verlo, se hicieron una reverencia y le dejaron
pasar con grandes atenciones. Juan comenzó a divertirse a su gusto, pues nadie se
había percatado de su estratagema. Bailó la polca y el vals vienés, bebió champán
como un novio, hasta que los músculos de la cara comenzaron a flaquearle, pues esa
risa fingida era insostenible. A veces se retiraba al baño y, a escondidas, retomaba su
antiguo semblante, pero cuando alguien entraba tenía que volver a reír y, así la fiesta
interminable iba haciéndose torturante. La única solución que se le ofrecía era retirarse
y, haciendo un último esfuerzo, se dirigió hacia la puerta, sonriéndole a los porteros.
Pero uno de ellos lo detuvo.
-No se puede salir, señor.
-Estoy ya cansado.
-Son órdenes del Marqués. Nadie sale hasta el alba.
Juan regresó al centro de la fiesta y siguió bailando, esperando que amaneciera.
Sentía la cara dura, agarrotada, como si fuera de palo. Pero el tiempo fue
transcurriendo, y un rosicler hermoso apareció en el cielo. Por un momento, la
orquesta silenció sus instrumentos y el Marqués subió a un estrado.
-¡Señores! –dijo-¡Ya va a concluir la fiesta! Dentro de un momento daré la señal y
todos ustedes han de quitarse la máscara. La risa debe terminar con el primer rayo de
sol. La mejor máscara será premiada con un lebrel de mi perrera.
Juan se retiró hasta las escaleras y se cogió el rostro con ambas manos. La risa se le
había estratificado y, por más que se palmeó los carrillos y se tiró de los labios, no
podía arrancarla.
-¡Señores! -gritó el marqués-. ¡Ya es hora!
Todos comenzaron, entonces, a despojarse de las caretas; y rostros agrios,
juguetones, melancólicos y monstruosos aparecieron bajo ellas. Juan quiso
escabullirse, pero algunos de los concurrentes lo divisaron.
-¡Allí hay uno que no se ha quitado la careta!, gritaron y, a pesar de que corrió hasta la
reja, fue alcanzado por los ujieres. Éstos lo condujeron donde el marqués.
-¡Es usted un insolente! –dijo ¿No ve que ya es hora de ponerse serio?, y, dirigiéndose
a la concurrencia, exclamó: ¡A este rebelde quítenle todos la careta!
Juan, forcejeando, logró desprenderse de los ujieres, pero todos los concurrentes lo
rodearon y pronto cayó en tierra, siendo aplastado por ellos. Intentó librarse, pero todo
fue inútil. Sintió que le palpaban el rostro, que le tiraban de las orejas. «¡Qué pegada
está!», murmuraban; hasta que alguien dijo: «¡Yo sé cómo quitársela!».
Juan comenzó a reírse de veras porque, de pronto, todo le pareció un juego
comiquísimo. Hasta que sintió un instrumento cortante que le tajaba la frente y le
corría por la sien. Toda precaución fue tardía. Antes de que pudiera oponerse, sintió
que le arrancaban la piel de un solo tirón.
¡Ya está, ya está! -gritaron las voces y lo dejaron abandonado, corriendo en tropel
donde el Marqués.
Juan, tumbado sobre un macizo de flores, divisó, a través de la sangre que le regaba
los ojos, al marqués, que, tomando su piel entre sus manos, la miraba extrañado y
decía:
-Esta es la mejor. ¡Denle el premio a este muchacho!
Luego la arrojó por los aires, cayendo cerca de Juan. Éste alargó la mano para
cogerla, pero los perros del marqués se adelantaron y comenzaron a disputársela
vorazmente.
La Careta
Julio Ramón Ribeyro
EL TROMPO
Sobre el cerro San Cristóbal la neblina había puesto una capota sucia que
cubría la cruz de hierro. Una garúa de calabobos se cernía entre los árboles
lavando las hojas, transformándose en un fango ligero y descendiendo hasta la
tierra que acentuaba su color pardo. Las estatuas desnudas de la Alameda de
los Descalzos se chorreaban con el barro formado por la lluvia y el polvo
acumulado en cada escorzo. Un policía, cubierto con su capote azul de vueltas
rojas, daba unos pasos aburridos entre las bancas desiertas, sin una sola
pareja, dejando la estela fumosa de su cigarro. Al fondo, en el convento de los
frailes franciscanos se estremecía la débil campanita como un son triste..
En esa tarde todo era opaco y silencioso. Los automóviles, los tranvías, las
carretillas repartidoras de cervezas y sodas, los "colectivos", se esfumaban en
la niebla gris-azulada y todos los ruidos parecían lejanos. A veces surgía la
estridencia característica de los neumáticos rodando sobre el asfalto húmedo y
sonoro y surgía también solitario y escuálido, el silbido vagabundo del
transeúnte invisible. Esta tarde se parecía a la tarde del vals sentimental y
huachafo que, hace muchos años, cantaban los currutacos de las tiorbas:
¡La tarde era triste,
la nieve caía!...
Por la acera izquierda de la Alameda iba Chupitos, a su lado el cholo
Feliciano Mayta. Chupitos era un zambito de diez años, con ojos vivísimos
sombreados por largas pestañas y una jeta burlona que siempre fruncía con
estrepitoso sorbo. Chupitos le llamaron desde que un día, hacía un año más o
menos, sus amigos le encontraron en la puerta de la botica de San Lázaro
pidiendo:
-¡Despáchabame esta receta!...
Uno de los ganchos, Glicerio Carmona, le preguntó:
-¿Quién está enfermo en tu casa?
-Nadies...Soy yo que me ha salido unos chupitos... Y con "Chupitos" quedó
bautizado el mocoso que ahora iba con Feliciano, Glicerio, el bizco Nicasio,
Faustino Zapata, pendencieros de la misma edad que vendían suertes o
pregonaban crímenes, ávidamente leídos en los diarios que ofrecían. Cerraba
la marcha Ricardo, el famoso Ricardo que, cada vez que entraba a un cafetín
japonés a comprar un alfajor o un comeycalla, salía, nadie sabía cómo, con
dulces o bizcochos para todos los feligreses de la tira:
-¡Pestaña que tiene uno, compadre!
Gran pestaña, famosa pestaña que un día le falló, desgraciadamente, como
siempre falla, y que costó una noche íntegra en la comisaría de donde salió con
el orgullo inmenso de quien tiene la experiencia carcelera que él sintetizaba en
una frase aprendida de una crónica policial:
-Yo soy un avezado en la senda del crimen...
El grupo iba en silencio. El día anterior, Chupitos había perdido su trompo,
jugando a la "cocina" con Glicerio Carmona, ese juego infame y taimado, sin
gallardía de destreza, sin arrogancia de fuerza. Un juego que consiste en ir
empujando el trompo contrario hasta meterlo dentro de un círculo, en la
"cocina", en donde el perdidoso tiene que entregar el trompo cocinado a quien
tuvo la habilidad rastrera de saberlo empujar.
No era ese un juego de hombres. Chupitos y los otros sabían bien que los
trompos, como todo en la vida, deben pelearse a tajos y a quiñes, con el puñal
franco de las púas sin la mujeril arteria del evangelio. El pleíto tenía siempre
que ser definitivo, con un triunfador y un derrotado, sin prisionero posible para
el orgullo de los mulatos palomillas.
Y, naturalmente, Chupitos andaba medio tibio por haber perdido su trompo.
Le había costado veinte centavos y era de naranjo. Con esa ciencia sutil y
maravillosa, que sólo poseen los iniciados, el muchacho había acicalado su
trompo así como su padre acicalaba sus ajisecos y sus giros, sus cenizos y sus
carmelos, todos esos gallos que eran su mayor y su más alto orgullo. Así como
a los gallos se les corta la cresta para que el enemigo no pueda prenderse y
patear a su antojo, así Chupitos le cortó la cabeza al trompo, una especie de
perrilla que no servía para nada; lo fue puliendo, nivelando y dándole cera para
hacerlo más resbaladizo y le cambió la innoble púa de garbanzo, una púa roma
y cobarde, por la púa de clavo afilada y brillante como una de las navajas que
su padre amarraba a las estacas de sus pollos peleadores.
Aquel trompo había sido su orgullo. Certero en la chuzada, Chupitos nunca
quedó el último y, por consiguiente, jamás ordenó cocina, ese juego zafio de
empellones. ¡Eso nunca! Con los trompos se juega a los quiñes, a rajar al
chantado y sacarle hasta la contumelia que en, en lengua faraona, viene a ser
algo así como la vida. ¡Cuántas veces su trompo, disparado con su fuerza
infantil, había partido en dos al otro que enseñaba sus entrañas compactas de
madera, la contumelia destrozada! Y cómo se ufanaba entonces de su hazaña
con una media sonrisa pero sin permitirse jamás la risotada burlona que habría
humillado al perdedor:
-Los hombres cuando ganan, ganan. Y ya está.
Nunca se permitió una burla. Apenas la burla presuntuosa que delataba el
orgullo de su sabiduría en el juego y, como la cosa más natural del mundo,
volver a chuzar para que otro trompo se chantase y rajarlo en dos con la
infalibilidad de su certeza. Sólo que el día anterior, sin que él se lo pudiese
explicar hasta este instante, cayó detrás de Carmona. ¡Cosas de la vida! Lo
cierto es que tuvo que chantarse y el otro, sin poder disimular su codicia,
ordenó rápidamente por las ganas que tenía de quedarse con el trompo
hazañudo de Chupitos:
-¡Cocina!
Se atolondró la protesta del zambito:
-¡Yo no juego a la cocina! Si quieres a los quiñes...
La rebelión de Chupitos causó un estupor inenarrable en el grupo de los
palomillas. ¿Desde cuándo un chantado se atrevía a discutir al prima? El gran
Ricardo murmuró con la cabeza baja mientras enhuracaba su trompo:
-Tú sabes, Chupitos, que el que manda, manda, así es la ley...
Chupitos, claro está, ignoraba que la ley no es siempre la justicia y viendo la
desaprobación de la tira de sus amigotes, no tuvo más remedio que arrojar su
trompo al suelo y esperar, arrimado a la pared con la huaraca enrollada en la
mano, que hicieran con su juguete lo que les daba la gana. ¡Ah, de fijo que le
iban a quitar su trompo!... Todos aquellos compadres sabían lo suficiente para
no quemarse ni errar un solo tiro y el arma de su orgullo iría a parar al fin en la
cocina odiosa, en esa cocina que la avaricia y la cobardía de Glicerio Carmona
había ordenado para apoderarse del trozo de naranjo torneado, en que el
zambito fincaba su viril complacencia de su fuerza, Y, sin decirlo naturalmente,
sin pronunciar las palabras en alta voz, Chupitos insultó espantosamente a
Carmona pensando:
-¡Chontano tenía que ser!
Los golpes se fueron sucediendo y sucediendo hasta que, al fin, el grito de
júbilo de Glicerio anunció el final del juego:
-¡Lo gané!
Sí, ya era suyo y no había poder humano que se lo arrebatase. Suyo, pero
muy suyo, sin apelación posible, por la pericia mañosa de su juego. Y todos los
amigos le envidiaban el trompo que Carmona mostraba en la mano
exclamando:
-Ya no juego más...
II
¡Pero qué mala pata, Chupitos! Desde chiquito la cosa había sido de una
pata espantosa. El día que nació, por ejemplo, en el Callejón de Nuestra
Señora del Perpetuo Socorro, una vecina dejó sobre un trapo la plancha
ardiente, encima de la tabla de planchar, y el trapo y la tabla se encendieron y
el fuego se extendió por las paredes empapeladas con carátulas de revistas.
Total: casi se quema el callejón. La madre tuvo que salir en brazos del marido
y una hermana de éste alzó al chiquillo de la cuna. A poco, los padres tuvieron
que entregarlo a una vecina para que lo lactara, no fuera que el susto de la
madre se la pasara al muchacho. Luego fue creciendo en un ambiente
"sumamente peleador", como decía él, para explicar esa su pasión por las
trompeaduras. ¿Que sucedía? Que su madre, zamba engreída, había salido un
poco volantusa, según la severa y acaso exagerada opinión de la hermana del
marido, porque volantusería era, al fin y al cabo, eso de demorarse dos horas
en la plaza del mercado y llegar a la casa, a los dos cuartos del callejón
humilde, toda sofocada y preguntando por el marido:
-¿Ya llegó Demetrio?
Hasta que un día se armó la de Dios es Cristo y mueran los moros y vivan
los cristianos. Chupitos tenía siete años y se acordaba de todo. Sucedió que un
día su mamá llegó con una oreja muy colorada y el revuelto pelo mal
arreglado. El marido hizo la clásica pregunta:
-¿A dónde has estado?... La comida está fría y yo... ¡espera que te espera!
A ver, vamos a ver...
Y, torpemente, sin poder urdir la mentira tan clásica como la pregunta, la
zamba había respondido rabiosamente:
-¡Caramba! Ni que fuera una criminal...
Arguyó la impaciencia contenida del marido:
-Yo no digo que tú eres una criminal. Lo que quiero es saber adónde has
estado. Nada más.
-En la esquina.
-¿En la esquina? ¿Y qué hacías en la esquina?
-Estaba con Juana Rosa...
Y dando una media vuelta que hizo revolar la falda, se fue a avivar los
tizones y recalentar la carapulcra. La comida fue en silencio. Chupitos no se
atrevía a levantar las narices del plato y el padre apuraba, uno tras otro, largos
vasos de vino. Al terminar, el zambo se lió la bufanda al cuello, se terció la
gorra sobre una oreja, y, encendiendo un cigarrillo, salió dando un portazo.
La mujer no dijo ni chus ni mus. Vio salir al marido y adivinó a dónde iba: ¡a
hablar con Juana Rosa! Y entonces, sin reflexionar en la locura que iba a
cometer, se envolvió en el pañolón, ató en una frazada unas cuantas ropas y
salió también de estampida dejando al pobre Chupitos que, de puro susto, se
tragaba unas lágrimas que le desbordaban los ojazos ingenuos sin saber el
porqué. A medianoche regresó el marido con toda la ira del engaño avivada por
el alcohol; abrió la puerta de una patada y rabió la llamada:
-¡Aurora!
Le respondió el llanto del hijo:
-Se fue, papacito...
El zambo entonces guardó con lentitud el objeto de peligro que le brillaba en
la mano y murmuró con voz opaco:
-Ah, se fue, ¿no?... Si tenía la conciencia más negra que su cara... ¡Con
Juana Rosa!...¡Yo le voy a dar Juana Rosa!...
Su hermana había tenido razón: Aurora fue siempre una volantusa... No
había nada qué hacer. Es decir, sí, sí había qué hacer: romperle la cara,
marcarla duro y hondo para que se acordara siempre de su tamaña ofensa.
Allá, en la esquina, se lo habían contado todo y ya sabía lo que mejor hubiese
ignorado siempre: esa oreja enrojecida, ese pelo revuelto, era el resultado de la
rabia del amante que la zamaqueó rudamente por sabe Dios, o el diablo, qué
discusión sin verguenza... Ah, no sólo había habido engaño sino que, además,
había otro hombre que también se creía con derecho de asentarle la mano...
No, eso no: los dos tenían que saber quién era Demetrio Velásquez... ¡Claro
que lo iban a saber!
Y lo supieron. Sólo que, después, Demetrio estuvo preso quince días por la
paliza que propinó a los mendaces y quien, en buena cuenta pagó el pato el
pobre Chupitos que se quedó si madre y con el padre preso, mal consolado
por la hospitalidad de la tía, la hermana de Demetrio, que todo el día no hacía
sino hablar de Aurora.
-Zamba más sinverguenza... ¡Jesús!
Cuando el padre volvió de la prisión el chiquillo le preguntó llorando:
-¿Y mi mamá?
El zambo arrugó sin piedad la frente:
-¡Se murió!... Y... ¡no llores!
El muchacho lo miró asombrado, sin entender, sin querer entender, con una
pena y con un estupor que le dolían malamente en su alma huérfana. Luego
se atrevió:
-¿De veras?
Tardó unos instantes el padre en responder. Luego, bajando la cabeza y
apretándose las manos, murmuró sordamente:
-De veras. Mujeres con quiñes, como si fueran trompos... ¡Ni de vainas!
III
Fue la primera lección que aprendió Chupitos en su vida: mujeres con
quiñes, como si fueran trompos, ¡ni de vainas! Luego los trompos tampoco
debían tener quiñes...No, nada de lo que un hombre posee, mujer o trompo -
juguetes- podía estar maculado por nadie ni por nada. Que si el hombre pone
toda su complacencia y todo su orgullo en la compañera o en juego, nada ni
nadie puede ganarle la mano. Así es la cosa y no puede ser de otra guisa. Esa
es la dura ley de los hombres y la justicia dura de la vida.
Y no lo olvidó nunca. Tres años pasaron desde que el muchacho se
quedara sin madre y, en esos tres años, sin más compañía que el padre, se fue
haciendo hombre, es decir, fue aprendiendo a luchar solo, a enfrentarse a sus
propios conflictos, a resolverlos sin ayuda de nadie, sólo por la sutileza de su
ingenio criollo o por la pujanza viril de sus puños palomillas, En las tientas de
gallos, mientras sostenía al chuzo desplumado que servía de señuelo a los
gallos que su padre adiestraba, aprendió ese arte peligroso de saber pelear,
de agredir sin peligro y de pegar siempre primero.
Ahora tenía que resolver la dura cuestión que le planteaba la codicia del
cholo Carmona: ¡había perdido su trompo! Y aquella misma tarde de la derrota
regresó a su casa para pedir a su padre después de la comida:
-Papá, regáleme treinta centavos, ¿quiere?
-¿Treinta centavos? Come tu ajiaco y cállate la boca,
El muchacho insistió levantando las cejas para exagerar su pena:
-Es que me ganaron mi trompo y tengo que comprarme otro.
-¿Y para qué te lo dejaste ganar?
-¿Y qué iba a hacer?
La lógica paterna:
-No dejártelo ganar...
Chupitos explicaba alzando más las cejas:
-Fue Carmona, papá, que mandó cocina y como tuve que chantarme... Déme
los treinta chuyos, ¿quiere?...
En la expresión y en la voz del muchacho el padre advirtió algo inusitado,
una emoción que se mezclaba con la tristeza de una virilidad humillada y con
la rabia apremiante de una venganza por cumplir. Y, casi sin pensarlo, se metió
la mano en el bolsillo y sacó los tres reales pedidos:
-Cuidado con que te ganen otro.
El muchacho no respondió. Después de echar la cantidad inmensa de azúcar
en la taza de té, bebió resoplando.
-¡Caray con el muchacho! ¡Te vas a sancochar el hocico! rezongó la tía
El zambito, sin responder, bebía y bebía, resopló al terminar, se limpió los
belfos con el dorso de la mano y salió corriendo:
-¿A dónde vas?
-¡A la chingana de la esquina!
Llegó acezando a la pulpería en donde el chino despachaba impasible a la
luz amarilla del candil de kerosene:
-Oye, dame ese trompo!
Y señalaba uno, más chico que el anterior, también de naranjo, con su
petulante cabecita y su vergonzante púa de garbanzo. Pagó veinte centavos y
compró un pedazo de lija con qué pulir el arma que le recuperase al día
siguiente el trompo que fue su orgullo y la envidia de toda la tira del barrio.
Por la mañana se levantó temprano y temprano fue al corral. Allí escogió un
claro y comenzó toda la larga operación de transformar el pacífico juguete en
un arma de combate. Le quitó la púa roma y con el serrucho más fino que su
padre empleaba para cortar los espolones de sus gallos, le cortó la cabeza
inútil. Luego con la lija, pulió el lomo y fue desbastando el contorno para
hacerlo invulnerable. Dos horas estuvo afilando el clavo para hacer la púa de
pelea, como las navajas de los gallos, y le robó un cabito de vela para
encerarlo. Terminada la operación, enrolló el trompo con la huaraca, la fina
cuerda bien manoseada, escupió una babita y lo lanzó con fuerza en el centro
de la señal. Y al levantarlo, girando como una sedita, sin una sola vibración, vio
con orgullo cómo la púa de clavo le hacía sangrar la palma rosada de su mano
morena:
-¡Ya está! ¡Ahora va a ver ese cholo currupantioso!
IV
La tarde era triste,
la nieve caía!...
En Lima, gracias a Dios, no hay nieve que caiga ni caído nunca. Apenas
esa garúa finita de calabobos, como dije al principio de este relato, chorreando
su fanguito de las hojas de los árboles, morenizando el mármol de las estatuas
que ornan la Alameda de los Descalzos. Allá iban los amigotes del barrio a
chuzar esa partida en que Chupitos había puesto todo su orgullo y su
angustiada esperanza:
-¿Se lo ganaré a Carmona?...
Al principio, cuando Mayta, por sugerencia del zambito, propuso la pelea de
los trompos, el propio Chupitos opinó que en esa tarde, con tanta lluvia y tanto
barro, no se podría jugar. Y como lo presumió, Carmona tuvo la mezquindad
de burlarse:
-Lo que tienes es miedo de que te quite otro trompo.
-¿Yo miento? No seas...
-Entonces, ¿vamos?
-Al tirito.
Y fueron al camino que conduce a la Pampa de Amancaes que todavía
tiene, felizmente, tierra que juegan los palomillas. Carmona se apresuró a
escupir la babita alrededor de la cual todos formaron un círculo. Mayta disparó
primero, luego Ricardo, después Faustino Zapata. Carmona midió la distancia
con la piola, adelantó el pie derecho, enhuaracó con calma y disparó. Sólo que
fue carrera de caballo y parada de borrico porque cayó el último. Chupitos
disparó a su vez, inexplicablemente para él, su púa se hincó detrás de la
marca de Ricardo quien resultó prima. Desgraciadamente, así, en público, el
muchacho no pudo sugerirle que mandase la cocina con que habría
recuperado su trompo y Ricardo mandó:
-¡Quiñes!
El trompo que ahora tenía Carmona, el trompo que antes había sido de
Chupitos, se chantó ignominiosamente: ¡en sus manos jamás se habría
chantado! Y allí estaba estúpido e inerte, esperando que las púas de los otros
trompos se cebaran en su noble madera de naranjo. Y los golpes fueron
llegando: Mayta le sacó una lonja y Faustino le hizo los quiñes de emparada.
Hasta que al fin le llegó el turno a Chupitos. ¿Qué podría hacer?
¡Los trompos con quiñes, como la mujeres, ni de vainas!... Nunca sería el
suyo ese trompo malamente estropeado ahora por la ley del juego que tanto se
parece a la ley de la vida... Lenta, parsimoniosamente, Chupitos comenzó a
enhuaracar su trompo para poner fin a esa vergüenza. Ajustó ahora la piola y
pasó poo la púa el pulgar y el índice mojados en saliva; midió la distancia, alzó
el bracito y disparó con toda su alma. Una sola exclamación admirativa se
escuchó:
-¡Lo rajaste!
Chupitos ni siquiera miró el trompo rajado: se alzó de hombros y
abandonando junto al viejo el trompo nuevo, se metió las manos en los bolsillos
y dio la espalda a la tira murmurando:
-Ya lo sabía...
Y se fue. Los muchachos no se explicaban por qué los dos trompos allí,
tirados, ni por qué se iba pegadito a la pared. De pronto se detuvo. Sus amigos
que lo miraban marchar con la cabecita gacha, pensaron que iba a volver, pero
Chupitos sacó del bolsillo el resto del clavo que lesirviera para hacer la
segunda púa de combate, y arañando la pared, volvió a emprender su marcha
hasta que se perdió, solo, triste e inútilmente vencedor; tras la esquina esa en
que, a la hora de la tertulia, tanto había ponderado al viejo trompo partido
ahora por su mano:
-¡Más legal, te digo!...¡De naranjo purito!
TEXTO 1
Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer,
desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso,
pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón de sedosa cabellera negra,
y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.
Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos
atropelladamente gritando:
– ¡Roberto, Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábanse en las
columnas como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se
regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste,
delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeados de
nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado
durante su ausencia, y llegó al jardín.
– ¿Y la higuerilla? –dijo.
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir.
Reímos todos:
– ¡Bajo la higuerilla estás!…
El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi
hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rebozaban la cara, y luego volvimos al
comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos
que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por
donde había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con paja de
cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y
almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un
rectángulo de su propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en
sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos
y dulces; santitos de piedra de Guamanga tallados en la feria serrana; cajas de manjar
blanco, tejas rellenas y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos
recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárnoslo:
–Para mamá… para Rosa… para Jesús… para Héctor…
– ¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó.
–Nada…
– ¿Cómo? ¿Nada para papá?
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo
– ¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre, estiró sus
cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:
– ¡Cocorocóooo!…
– ¡Para papá! – dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien
acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como
una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.
Cuentos Completos
Abraham Valdelomar