Representaciones
Representaciones
Representaciones
Representaciones de la marginalidad en el
cine mexicano. Una genealogía (1896-2000)
TOMO I
Profesora Guía:
DARCIE DOLL CASTILLO
Tomo I
Agradecimientos..................................................................................................................................................... 3
Introducción............................................................................................................................................................... 6
Capítulo primero
Consideraciones teóricas y estrategia metodológica...........................................................................25
Capítulo Segundo
Modernidades en movimiento: huellas, rastros y residuos del cine silente mexicano......68
Capítulo tercero
La época de oro del cine mexicano: colonización y domesticación del imaginario..............136
Tomo II
Capítulo Cuarto
Variaciones y continuidades del cine mexicano de los años sesenta y setenta......................249
Capítulo Quinto
Racionalidad neoliberal y subjetividad popular
en la representación fílmica de la pobreza...............................................................................................305
Capítulo sexto
Modernidades imaginadas: todo lo sólido se desvanece en el cine..............................................375
Bibliografía................................................................................................................................................................. 433
Agradecimientos
Quisiera expresar mis agradecimientos a Darcie Doll, profesora guía de esta investigación,
quien me dio la posibilidad de explorar distintas vías de reflexión y que en el momento opor-
tuno me señaló caminos a seguir. Agradezco su apoyo y dedicación que hicieron posible desa-
rrollar y concluir esta aventura académica.
A Valentina Raurich, mi compañera de la vida y más, mucho más… por acompañarme en este
viaje intelectual, aguantar mis encierros, ver conmigo todas “esas” películas, proponer inter-
pretaciones, ideas, reflexiones, ser mi primera lectora y editora, hechos que, sin lugar a dudas,
fueron clave para el desarrollo de esta tesis.
A José Luis Martínez, Grínor Rojo y a los compañeros del seminario de proyecto de tesis que
durante el primer semestre del año 2013 nos reuníamos a pensar y darle cuerpo a nuestros
respectivos proyectos de investigación, siendo un primer impulso para conformar un marco
de acción académica.
A Stefan Rinke y Karina Kriegesmann que me abrieron las puertas del Instituto de Estudios
Latinoamericanos (LAI) de la Universidad Libre de Berlín, donde tuve la oportunidad de reali-
zar una pasantía de cinco meses y presentar un avance de esta investigación en el Coloquium
de Historia de América Latina. Agradezco a los compañeros de ese coloquio sus comentarios
y sugerencias.
A Eduardo Sauceda Sánchez de Tagle amigo entrañable que me invitó a realizar una pasantía
de investigación de cinco meses en el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
Gracias a su generosa dedicación tuve la posibilidad de realizar mi trabajo de campo así como
poder acceder a importantes materiales audiovisuales y bibliográficos esenciales para este
trabajo.
3
de Sociología en San José de Costa Rica en donde pude exponer parte de esta investigación.
Agradezco al programa Gastos de Operación de CONICYT que me entregó recursos para asis-
tir a congresos y adquirir importantes materiales bibliográficos y filmográficos sin los cuales
habría sido muy difícil concluir este trabajo. También agradezco al programa de pasantías y
co-tutelas de CONICYT que me financió mis estadías en Berlín y México durante el año 2015.
Por último, quiero expresar mi gratitud a todos aquellos funcionarios del Programa Capital
Humano Avanzado de CONICYT quienes de forma anónima hicieron todo lo posible para solu-
cionar cualquier inconveniente que se presentara durante mi beca y sus programas asociados.
4
Saber mirar una imagen sería, en cierto modo, ser capaz de distinguir ahí donde
la imagen arde, ahí donde su eventual belleza reserva un lugar a un “signo secre-
to”, a una crisis no apaciguada, a un síntoma.
Georges Didi-Huberman (2012: 26)
Los estudios sobre cine mexicano constituyen un campo relativamente nuevo y en construc-
ción. Un campo dominado, principalmente, por una perspectiva historiográfica que busca do-
cumentar, analizar y criticar épocas y momentos específicos. Prueba de ello es el hecho de que
más del 80% de los estudios aparecidos entre 1980 y 2009 se centran o en la historia del cine
mexicano, o en investigaciones de carácter biográfico sobre directores y actores. A este tipo de
investigaciones, cuantitativamente, le siguen los estudios sobre cine mudo, historias panorá-
micas del cine mexicano y, finalmente, unas pocas investigaciones se concentran en analizar
problemáticas ligadas al género y la sexualidad. También hay las que exploran la etnicidad y
la frontera desde una perspectiva antropológica y unos cuantos estudios abordan, desde una
óptica sociológica, la problemática del espectador (Zavala, 2009).1
Uno de los autores ya clásicos dentro de los estudios sobre cine mexicano es Jorge Ayala Blan-
co, quien en 1968 publicó La aventura del cine mexicano, un estudio histórico-crítico en el que
se analizan las principales películas de la Época de Oro y los años siguientes. Este estudio, que
se transformó rápidamente en una piedra angular para los estudios sobre cine en México, in-
auguró un estilo de análisis centrado en una hermenéutica fílmica. Esta mirada exegética de
las películas se vuelve el leitvmotiv del estudio que, a través del desmenuzamiento, las conje-
turas y las interpretaciones, hace de la producción fílmica mexicana “un ejercicio de escritura
festiva y apasionada para incitar una lectura amena, una simple propuesta de lectura textual,
un ensayo literario absolutamente personal y radicalmente subjetivo, una exposición jubilosa
1
Siguiendo los trabajos recopilatorios de Ángel Miquel y Lauro Zavala (2006), entre 1980 y 2005 se han publica-
do en México 419 libros sobre cine. De acuerdo con la investigadora Maricruz Castro (2009: 64), estos números
requieren ser matizados y puestos en perspectiva, “ya que de la cifra citada (419 textos), la mayoría pertenece
a los géneros de biografías, memorias y entrevistas (128 entradas) y 69 se dedican a la cinematografía que se
ha producido fuera de México. Dentro del número total también se incluyen folletos y números monográficos
de revistas, lo cual acota la bibliografía general existente sobre cine mexicano”. En ese mismo período sólo se
han realizado un total de 25 tesis doctorales sobre cine, todas ellas dentro del campo de las ciencias sociales y
la literatura (Obscura, 2010).
6
como el cine mismo del que se ocupa” (Ayala Blanco, 1995: 12).2 Al transitar por una diversi-
dad de películas, estilos cinematográficos, tramas y narraciones, este primer estudio de Ayala
Blanco entremezcla la apreciación estética y el formalismo cinematográfico. Insertas entre sus
lecturas e interpretaciones, encontramos algunas referencias tangenciales a cómo determina-
das obras abordan la temática de la marginalidad, la pobreza y la cultura popular. De acuerdo
al autor, ésta es elaborada exclusivamente a partir de la realidad urbana producida por la mi-
gración campo/ciudad y la descontrolada industrialización del país. En su opinión, en la repre-
sentación de la marginalidad urbana el cine mexicano habría operado de forma equivalente a
como lo había hecho la comedia ranchera: un mundo idealizado que reducía la complejidad so-
cial a unos cuantos estereotipos populares y lugares reconocibles como la vecindad y el barrio.
Tras el libro seminal de Ayala Blanco se han publicado una centena de artículos e investiga-
ciones que se ocupan, principalmente, de los distintos recovecos históricos por los que se han
desplazado las producciones fílmicas mexicanas. Así por ejemplo la Historia documental del
cine mexicano, de Emilio García Riera y de la que se han publicaron nueve volúmenes entre
1969 y 1978, es una obra monumental centrada en sistematizar una recopilación comentada
de fragmentos de las notas de prensa que aparecieron inmediatamente después del estreno
de las películas. A principios de los años `70 encontramos los primeros estudios sistemáticos
sobre cine mudo en México, en la obra de Aurelio de los Reyes, Los orígenes del cine en México
(1896-1900), del año1972. En 1987 completó su Medio siglo de cine mexicano (1896-1947), su
estudio historiográfico continúa en 1998 con su Breve historia del cine mexicano primer siglo
1897-1997. A estos tres volúmenes hay que sumar Cine y sociedad en México 1896-1930: vivir
de sueños/bajo el cielo de México una obra en dos volúmenes (1983 vol. 1) y (1993 vol. 2), un
ensayo que analiza las relaciones que se establecen entre cine y sociedad en México a princi-
pios del siglo XX. Este estudio concibe la práctica cinematográfica como una actividad que se
nutre de la realidad social y que revierte hacia ella, conformando una interacción que podría
graficarse como una serie de círculos concéntricos. Aurelio de los Reyes, a lo largo de todos
sus textos, parte del supuesto de que cualquier acción particular proveniente de un contex-
2
El proyecto intelectual de Ayala Blanco tiene por objetivo construir una suerte de “abecedario” crítico del
cine mexicano. Esta serie la conforman, hasta el momento, los siguientes títulos: La Aventura del Cine Mexicano
(1968), La Búsqueda del Cine Mexicano (1974), La Condición del Cine Mexicano (1986), La Disolvencia del Cine
Mexicano (1991), La Eficacia del Cine Mexicano (1994), La Fugacidad del Cine Mexicano (2001), La Grandeza del
Cine Mexicano (2004), La Herética del Cine Mexicano (2006), La Ilusión del Cine Mexicano (2012) y La Justeza del
Cine Mexicano (2011).
7
to socio-histórico determinado, al ser captada por el cine –sea este ficción o documental- es
internalizada por los diversos contextos sociales y llega a ámbitos distintos de aquel del que
emergió inicialmente, convirtiéndose en estereotipos que universalizan determinadas prácti-
cas y saberes.
Uno de los grandes vacíos en la literatura sobre cine mexicano son las referencias al tema de
la marginalidad, la pobreza y la exclusión social. Si bien existen ciertas referencias a estos
temas en la historiografía del cine mexicano, son siempre tratados de forma tangencial, con
frecuencia para dar cuenta del rol específico que desempeña el sujeto subalterno dentro de la
trama general del relato. Tan sólo existe una tesis doctoral –de la treintena de investigaciones
doctorales que han abordado el tema del cine- que ha trabajado sobre el llamado cine de la
marginalidad. Esta tesis doctoral, titulada La representación de la pobreza urbana en el cine.
Adolescentes y marginación social en algunos filmes latinoamericanos del cambio de siglo, de
Siboney Obscura (2010), busca abarcar una variedad de categorías analíticas para examinar
las representaciones de la pobreza urbana, tratando de dilucidar aquellos aspectos específicos
que subyacen en la representación de la pobreza urbana, a través de una práctica cinemato-
gráfica que es entendida como: “un importante constructor de realidad y horizonte común de
referencia cultural” (Obscura, 2010: 10). Desde esta perspectiva, las películas son abordadas
como soportes de representaciones que dan sentido a la organización social contemporánea,
y que se constituyen en vehículo y expresión de determinadas ideologías. La tesis propone que
“la dimensión ideológica en un texto audiovisual como el cine, comprende tanto el discurso
narrativo de la historia, como las estrategias formales del filme, tomando como base la idea de
que la forma es también un importante vector de ideología, pues es a través de los recursos
estéticos como el texto fílmico interactúa con el espectador y organiza su contenido temático,
recurriendo a códigos no verbales que de diferentes maneras proponen, reproducen o natura-
lizan ciertas representaciones del mundo” (Ibíd.: 11).
Aparte de este estudio, existen monografías y análisis puntuales de películas que trabajan el
tema de la pobreza, pero no suelen salirse de la especificidad de una obra y del tiempo histó-
rico particular en el que se produjo. La literatura especializada en general aborda análisis en
los que se privilegia examinar un determinado grupo etario –jóvenes y niños, principalmen-
te- o bien abordar las problemáticas ligadas al género –mujeres y homosexuales. Esto trae
8
como resultados estudios focalizados que carecen de una mirada que intente comprender la
diversidad de formas y sentidos que adquiere la marginalidad fílmica dentro de la modernidad
mexicana.
10
lo como objeto carente de valor social, político y cultural.
Pienso que estas dos perspectivas desde las que se suele adjetivar al cine de la marginalidad
pueden ser caracterizadas –según la noción de Umberto Eco (1999)- como apocalíptica e inte-
grada. La “pornomiseria” es una conceptualización que se desenvuelve bajo criterios apocalíp-
ticos, “se asume que estas películas están ‘exportando una imagen’ deteriorada del país y se las
entiende erradamente como alegorías nacionales” (Jáuregui y Suárez, 2002: 373); la etiqueta
de “realismo sucio” se inscribe en la línea de los integrados que sostienen que las películas
“esbozan una mirada desde la vivencia interior de esos seres abandonados por la sociedad”
(León, 2005: 79). Los apocalípticos (pornomiseria) tienden a analizar las representaciones
de la marginalidad desde observaciones parciales, neuróticas y desesperadas, producto tanto
del miedo al otro como por la deteriorada imagen país que este tipo de producciones estarían
distribuyendo. Los integrados (realismo sucio) tienden a idealizar este tipo de práctica cine-
matográfica, inscribiéndola como una crítica radical al modelo neoliberal.4
El desafío de esta investigación consiste, entonces, en intentar conformar una mirada crítica
que relacione los diversos estratos de visibilidad que conforman el cine mexicano del siglo
veinte. Se trata de procurar establecer continuidades y discontinuidades, ideologías e imagi-
narios que pueblan las representaciones de la marginalidad fílmica; aspirando a descifrar “los
límites de nuestros más seguros modos de conocimiento, a lo que Williams se refirió como
nuestros ‘hábitos mentales acríticos’ y que Adorno describió como ideología”. (Butler, 2008:
147). El objetivo es la construcción crítica de una genealogía que intenta relacionar la repre-
sentación cinematográfica con algunos de los aspectos más relevantes que se desprenden de
la formación cultural de la modernidad mexicana, y que se articulan bajo constelaciones de
fuerza y poder simbólico.
Al intentar establecer aquellos puntos significativos que envuelven las diversas representacio-
nes fílmicas de la marginalidad, se hace necesario relacionar la mayor cantidad de matices que
coexisten entre las diversas cinematografías que pueblan el campo cultural mexicano, procu-
rando analizar aspectos como el estilo cinematográfico, los recursos narrativos y los contextos
4
En el capítulo quinto, específicamente cuando trabajo sobre la película Amores perros (2000) de Alejandro
González Iñárritu, se podrá encontrar un buen ejemplo de las miradas apocalípticas e integradas realizadas
sobre este filme en particular.
11
sociales, políticos y culturales que lo hacen posible. Esto nos ayudará a “integrar las grandes
representaciones colectivas y la parte de imaginario que hay en toda producción discursiva,
sin perder la perspectiva comunicativa, relativa a los efectos y a las funciones sociales de los
mensajes” (Imbert, 2008:10-11).
Soy consciente de que este intento genealógico es una aproximación un tanto arbitraria, en
la medida en que no estoy tan interesado en construir un corpus de análisis cuantitativo, sino
más bien cualitativo desde donde conformar una crítica cultural de las representaciones fílmi-
cas de la marginalidad. Por lo tanto, la genealogía que presento en este estudio es un ejercicio
de escritura crítica e interpretativa respecto de un conjunto de producciones cinematográficas
que han sido seleccionadas porque inauguran ciertas temáticas respecto de la marginalidad,
o se conforman como piezas claves producto de su masividad e impacto social, o bien porque
inauguran un estilo que posteriormente se asume como fórmula a imitar.
Como toda genealogía, esta se presenta como una construcción parcial, obtusa, áspera e im-
perfecta. No pretende agotar la complejidad genealógica inscrita en la producción cultural
mexicana del siglo veinte, ni zanjar la singularidad de las obras analizadas bajo una interpre-
tación que, por mucho que se esfuerce por construir un edificio teórico-crítico, sigue siendo
incompleta. El ejercicio interpretativo que desarrollo en este trabajo no se encuentra aislado,
“sino que tiene lugar dentro de un campo de batalla homérico, donde cierta cantidad de op-
ciones interpretativas están implícita o explícitamente en conflicto” (Jameson, 1989: 14). De
ahí que la parcialidad de mi propia interpretación se encuentra inserta dentro de un conjunto
de tramas de significación compleja relativas a la historicidad de lo social, a las ideologías que
envuelven o interpelan a los sujetos, a la cultura en su sentido antropológico que posibilita y
conforma identidades e imaginarios.
12
te acumulación de transformaciones socioculturales, económicas y políticas, que he tratado de
esbozar como un telón de fondo o un tablero de ajedrez en el que se ponen en juego acciones
que determinan la aparición de prácticas y discursos, saberes y conocimientos, imaginarios e
identidades. Ambiciosa porque trata de interpretar la episteme de la modernidad capitalista
como un entramado de posibilidades. Modesta porque la episteme de la modernidad capita-
lista es vista a través de las mediaciones cinematográficas, lo cual ha limitado un enfoque ma-
yor que podría haber permitido dar cuenta en profundidad de los diversos matices políticos,
económicos y socioculturales inscritos en este largo siglo veinte mexicano. Modesta porque
solo he profundizado en los modos en que las representaciones fílmicas de la marginalidad
se instituyen como dispositivos de poder cultural legitimados socialmente para la circulación
masiva de imaginarios, dejando de lado otras prácticas y sistemas simbólicos relevantes. Mo-
desta, porque sólo he buscado pesquisar, en cada una de las películas analizadas, aquellos
componentes ideológicos adosados a la figura del sujeto marginal.
Parto de la base que en el cine las películas no sólo reflejan la “realidad”, sino que al mismo
tiempo la “construyen” a través de un proceso de selección, creación, producción, jerarquiza-
ción y énfasis. Esto permite afirmar que detrás de las distintas representaciones cinematográ-
ficas existen diversos conceptos de lo que es lo marginal y que estos varían en la medida que
la producción cinematográfica está sumergida en una época y un contexto social determinado.
En el caso específico del cine mexicano, esas variaciones no sólo permiten identificar, clasificar
y comprender el modo en que las películas han contribuido en la gestación de un poderoso
imaginario –hecho de símbolos cinematográficos– sino que también son indicadores de una
serie de procesos sociales, culturales y políticos en los que se despliega la modernidad mexi-
cana. Lo que esta investigación persigue comprender es en qué medida el cine es usado social,
política y culturalmente (o no), para establecer y sostener relaciones de dominación a través
de la representación de lo marginal, así como para naturalizar y universalizar determinados
imaginarios vinculados al mundo popular.
Para poder llevar a cabo una interpretación crítica de las representaciones fílmicas de la mar-
ginalidad, me parece que es provechoso analizar los filmes poniendo atención al contenido de
lo relatado (diégesis) y estudiar el modo en que ese contenido es relatado (narración); pero
también es fundamental examinar el contexto socio-cultural, político e histórico que hace po-
sible la emergencia y circulación de determinados relatos cinematográficos. Esto porque “uno
no puede entender un proyecto intelectual o artístico sin entender su formación [social]; y que
la relación entre un proyecto y una formación [social] siempre es decisiva” (Williams, 2002:
14
187). Cada momento histórico favorece el nacimiento de unos particulares modos de expre-
sión artística que se encuentran profundamente ligados al carácter político y a las maneras
de pensar que se inscriben dentro de una sociedad. Por lo tanto, ante la pregunta: ¿qué está
significando un filme?; ¿cómo elabora narrativamente aquello que quiere significar?; le sigue
la pregunta: ¿cómo funcionan socialmente esas significaciones?, ¿cuáles son los usos políticos,
culturales identificables y que se relacionan directamente con la época de su aparición?
Para hacer una interpretación crítica y responder a estas (y otras) preguntas, me parece nece-
sario trabajar a partir del concepto de productividad crítica, que implica “captar los modos en
que las propias categorías se instituyen, la manera en que se ordena el campo de conocimiento,
y cómo lo que este campo suprime retorna, por así decir, como su propia oclusión constitutiva”
(Butler, 2008: 143). Esto supone centrar la atención en las relaciones significantes que mantie-
ne un texto (en este caso audiovisual) con los diversos campos (político, cultural, económico,
artístico, etc.), discursos y representaciones. La productividad fílmica mexicana se articula, en-
tonces, como una permutación de textos, una intertextualidad en la que se aglutinan y despla-
zan enunciados, discursos y prácticas que son mucho más que un conjunto de sentencias, de
representaciones, de significantes y significados. Son, en última instancia, unas entidades ma-
teriales socialmente eficaces y que están siempre imbricadas con el poder (Foucault, 2005a,
1999). Las películas, en tanto productividad visual, discursiva, y representacional, no se con-
figuran como una categoría neutral y transparente; sino que, por el contrario, se encuentran
entretejidas con jerarquías culturales y simbólicas atravesadas por relaciones de poder. De ahí
que, para efectos de esta investigación, sea necesario, como señala Michel Foucault:
(…) no tratar –en dejar de tratar– los discursos como conjunto de signos (de elementos sig-
nificantes que envían a contenidos o a representaciones), sino como prácticas que forman
sistemáticamente los objetos de que hablan. Es indudable que los discursos están formados
por signos; pero lo que hacen es más que utilizar esos signos para indicar cosas. Es ese más
lo que los vuelve irreductibles a la lengua y a la palabra. Es ese ‘más’ lo que hay que revelar y
hay que describir (1995a: 81).
15
salidad de las filiaciones, de las alianzas y las fusiones entre prácticas, discursos, visibilidades
y enunciados que se hallan expuestos a una constante trasformación y dispersión. También es
necesario indagar en las herencias o las descendencias, en los contagios y en las epidemias que
se producen dentro de un estrato discursivo, buscando pesquisar las afinidades, las alianzas
y las contradicciones que se pueden presentar dentro de una misma formación discursiva y
representacional. Se trata, entonces, de poner de manifiesto la conexión que se establece entre
un campo discursivo y las heterogeneidades, similitudes y positividades que se despliegan
dentro del espacio social e histórico mexicano, a través de un análisis no tanto del medio cine-
matográfico, sino de las mediaciones que éste produce y hace circular.
El objetivo general de esta investigación es establecer una genealogía de las distintas repre-
sentaciones de la marginalidad desarrolladas por el cine mexicano, procurando pesquisar las
continuidades y discontinuidades que se producen entre el campo cinematográfico y las for-
maciones sociales, los contextos políticos y las prácticas culturales que se despliegan en el
México del siglo XX. De este objetivo general se despliegan cuatro objetivos específicos: 1)
Estudiar el proceso de emergencia del sujeto marginal en las representaciones cinematográfi-
cas realizadas por el cine mudo mexicano, vinculando esas primeras imágenes con el contexto
sociopolítico del México de inicios del siglo XX. 2) Discutir las relaciones que se establecen en-
tre la época dorada del cine, el populismo y la política cultural del Estado mexicano en la cons-
trucción de un sujeto popular, poniendo particular atención en cómo esas representaciones se
proclaman como portadoras de lo “típicamente” mexicano. 3) Problematizar los mecanismos
de representación utilizados por el cine mexicano de los años ’60 y ’70 en la construcción de
los sujetos populares. 4) Indagar en las relaciones que se establecen entre la práctica cinema-
tográfica mexicana y el neoliberalismo a finales del siglo XX, y cómo esa relación se manifiesta
en la construcción del sujeto marginal.
Mi hipótesis sugiere que a lo largo del siglo veinte, la práctica cinematográfica mexicana mues-
tra cuatro grandes estratos de visibilidad: 1) Cine mudo/revolución mexicana; 2)cine indus-
trial (época de oro)/institucionalización del partido único; 3) nuevo cine mexicano (o cine de
aliento); 4) cine y hegemonía neoliberal. Estos estratos conformados de continuidades y dis-
continuidades, no sólo se configuran como un síntoma de su época, sino también contribuyen
a fijar las bases para que se establezcan determinados entendimientos, saberes y discursos
16
respecto de cómo percibir y hacer percibir a los sujetos marginales. Estas representaciones
poseen legitimidad social y cognitiva para asegurar una visión culturalmente hegemónica de
la marginalidad, la pobreza y lo popular. En consecuencia, sostengo que a lo largo del siglo XX
el cine contribuye en la instalación de lo que Benedict Anderson (2006) ha denominado co-
munidades imaginadas y que esta comunidad imaginada cinematográficamente muestra dos
grandes rupturas: la primera, es la emergencia, a partir del triunfo de la Revolución mexicana,
de un nacionalismo cultural que opera como argamasa identitaria donde lo popular es mitifi-
cado bajo esencializaciones que a veces resultan un tanto excesivas. La segunda es la paulatina
disolución de lo popular en lo masivo que, a partir de la consolidación del neoliberalismo, va a
posibilitar el surgimiento de una condición postnacionalista,5 que se articula, principalmente,
como un nacionalismo de mercado.
En términos estético-conceptuales, el cine mexicano será comprendido como una práctica sig-
nificante en la que se articulan relaciones de poder simbólico que conectan el imaginario y la
identidad con el momento socio-histórico. Como sugiere Gérad Imbert (2010), las representa-
ciones cinematográficas son discursos visuales flotantes, más o menos conscientes, que ayu-
dan a estructurar nuestro vínculo con la realidad e inciden en la articulación de identidades
imaginadas. Al respecto, Imbert dice:
El cine (…), tanto en sus contenidos como en sus formas, refleja, más que nunca, las mutacio-
nes que se están produciendo en las representaciones colectivas. Más allá de la consolidación
del cine como documento social, que nos informa sobre la realidad social, el cine es hoy una
extraordinaria caja de resonancia, no sólo de lo que está pasando en el mundo –lo que se ve–
sino de lo que no se ve, la parte invisible, inconfesable y, en ocasiones, maldita de la realidad
social. Desde esta perspectiva, se puede considerar el cine como un indicador socio-simbó-
lico, que nos informa también sobre el inconsciente colectivo y remite al imaginario social.
Entendemos el imaginario social como un depósito de imágenes, fantasmas, ilusiones, fobias,
pequeños temores, grandes pánicos, esto es un conjunto de representaciones más o menos
claramente formuladas, más o menos conscientes para el sujeto social, que reenvían a la ima-
gen que el sujeto tiene –y se construye– del mundo, del otro y de sí mismo (2002: 89-97).
5
Dice Bolívar Echeverría (2011: 240-241) que el post-nacionalismo en México es la manifestación cultural de un
neoliberalismo a la mexicana “que se cree capaz de conquistar un lugar ventajoso en la globalización económica
capitalista si sólo se atiende a las exigencias de la política neoliberal que abre sus medios de producción a los
medios de producción trasnacionales y limpia y endereza el edificio institucional de la república después de los
estragos de la corrupción y los abusos que lo volvieron irreconocible al terminar los setenta años de un régimen
político cuasi monopartidista y cuasi despótico. (…) Es un México ajeno ya a los usos tradicionales y populares, y
abierto a la transformación, de los mismos en el sentido del American way of life. Un México seguro de someter
por las buenas, es decir, por determinación práctica de su superioridad, a los otros Méxicos, con los que cohabita
pero que le obstaculizan la realización de sus planes”.
17
Las producciones cinematográficas serán comprendidas, para efectos de esta investigación,
como artefactos visuales que objetivan, reflejan y amplifican en imágenes y sonidos, las creen-
cias y valores dominantes, emergentes o residuales. “El cine objetiva, porque crea unas mate-
rialidades visuales para aquello que en el imaginario era solo escritura, noción o abstracción.
El cine refleja porque tiene como punto de partida el material disponible en el imaginario de la
época de su realización. El cine amplifica el imaginario, porque lo instala en el dominio colec-
tivo, en las diferentes audiencias a las que está dirigido” (Gallardo, 2008: 80).
El cine, en tanto poder simbólico, encuentra parte de su fuerza en la capacidad que tiene la
imagen de contraer y dilatar el movimiento, la acción y el relato conformando una actualidad
cinematográfica que se corresponde “con una suerte de doble inmediato, simétrico, conse-
cutivo o incluso simultáneo” (Deleuze, 1986: 97). De esto se desprende que la modernidad
mexicana expresada cinematográficamente se constituye como una narrativa de lo sincrónico,
es decir de lo que está siendo percibido o reproducido. Si la fotografía, como ha observado
Roland Barthes (2003: 121), nos muestra algo que ha ocurrido, “un esto ha sido”; el cine, en
cambio, como dijo Christian Metz (2002: 16), se aproxima más a la sensación de un “estar ahí
en vivo”.6 La potencia discursiva del cine radicaría en su capacidad para actualizar situaciones,
eventos, historias donde “el espectador siempre percibe el movimiento como actual” (Metz,
2002: 18). En este sentido, la modernidad y la mexicanidad expresada cinematográficamente,
establece imaginarios, ideologías y discursos que circulan y actúan sobre el registro simbólico
a partir de la ilusión de una coalescencia en la que se encuentran fundidos el significante y el
significado, porque en las películas “la realidad simbólico-social, en última instancia las cosas
son precisamente lo que fingen ser” (Zizek, 2004: 128).
Para poder dar cuenta de la compleja relación que se estable entre representación, imagina-
rio, ideología y contexto sociopolítico, esta investigación se articulará en base a tres grandes
marcos teóricos que dialogarán entre sí. Primero, una mirada semiodiscursiva (postestructu-
ralista) que analiza las representaciones cinematográficas de la marginalidad como discursos
y que ayuda a comprender cómo las representaciones se articulan en tanto modelos de pensa-
6
Por lo general, se ofrece el siguiente ejemplo para graficar este presente perpetuo: entren en un cine cuando
el filme haya comenzado y nada permitirá advertir si la escena que se desarrolla en la pantalla es una vuelta a
tras o si, por el contrario, pertenece a la secuencia cronológica de los acontecimientos narrados. Así pues, con-
trariamente al verbo que nos sitúa inmediatamente en el plano temporal, la imagen fílmica sólo conoce un único
tiempo: en el cine todo está siempre en presente (Gaudreault y Jost, 1995: 109).
18
miento y en tanto mecanismos de dominación propios de una época y un momento histórico
determinado (Foucault, 1995; Chartier, 2006, Marin, 2009). En segundo lugar, una perspectiva
ideológica (teoría crítica) que persigue comprender los mensajes como dispositivos ideológi-
cos que hacen del cine, como industria cultural, un acto de comunicación masivo que entiende
que “las comunicaciones son siempre una forma de relación social” (Williams, 1992: 183). Y,
finalmente, una mirada socio-antropológica (constructivismo simbólico) que se interesa por
el uso y la legitimidad social de las representaciones colectivas y que considera al cine como
una práctica cultural que incide activamente en la construcción de los imaginarios sociales.7
El texto se encuentra ordenado en seis capítulos más una conclusión. En el primer capítulo
“Consideraciones teóricas y estrategia metodológica” se realiza un acercamiento a las prin-
cipales perspectivas teóricas que se utilizarán en esta investigación. Se trata aquí de asentar
las bases que guían el estudio en términos conceptuales y de procedimientos. En la primera
parte del capítulo se presentan las tres líneas teóricas utilizadas para la comprensión de la
dimensión estética del cine, así como para el entendimiento de los contextos socio-político e
históricos. Se analizan nociones clave como la de campo cinematográfico y habitus de clase;
representación e imaginario social; marginalidad y subalternidad; industria cultural y cultura
popular; mito e ideología. En la segunda parte se describe el procedimiento metodológico uti-
lizado en el análisis de las películas, entendiendo que es el método lo que posibilita el acerca-
miento empírico a un determinado fenómeno cultural.
El capítulo segundo, “Modernidades en movimiento: huellas, rastros y residuos del cine silen-
te mexicano”, revisa histórica y críticamente el cine mudo mexicano y su inserción dentro del
porfiriato y su trama liberal para, a partir de ahí, reflexionar acerca de las relaciones que se
establecen entre cine, política y sociedad. Con esa base, se analizan las representaciones cine-
matográficas de la marginalidad, poniendo énfasis en los modos en que los sujetos populares
7
Por ejemplo: la Teoría Crítica, que nos ayuda a develar los aspectos ideológicos que subyacen a las representa-
ciones, a partir de un análisis dialéctico que viene a tensionar el “proceso dinámico de interacción entre sujeto
y objeto” (Jay, 1989: 102). La Antropología Simbólica, que entiende la cultura como un concepto semiótico, en
el que los sujetos se encuentran insertos “en tramas de significación que él mismo ha tejido” (Geertz, 2003: 20),
lo cual nos conduce a entender la cultura como discurso y, a partir de ahí, realizar un desplazamiento que va de
la cultura (como sustantivo) a lo cultural (como adjetivo). El Constructivismo, que sitúa las prácticas dentro de
campos de pertenencia, y que entiende que el sentido (social, cultural o político) nunca se encuentra dado de
antemano, sino que es una elaboración que se construye en la interacción social. Finalmente, el Postestructu-
ralismo, viene a contribuir en la desarticulación de los mecanismos mediante los cuales una práctica irrumpe
como un acontecimiento discursivo que se instala dentro del espacio social, no como estructuras estables y
homeostáticas, sino dentro de momentos de ruptura, cambios y discontinuidades.
19
son integrados dentro de un discurso y una narrativa que excluye u oculta su condición subal-
terna, para hacer circular una representación higienizada de la pobreza y la marginalidad so-
cial. En la segunda parte se analiza la Revolución mexicana, principalmente aquellos aspectos
ligados al problema agrario y la relación de la práctica cinematográfica con esta problemática.
Se persigue identificar los mecanismos y dispositivos discursivos mediante los cuales el cine
contribuye a la instalación del proyecto revolucionario y nacionalista que, “en el campo de la
cultura, cristalizó en la formación de la red de imágenes simbólicas que definieron la identidad
nacional y el ‘carácter del mexicano’” (Bartra, 2013a: 13). Se sostiene que el cine contribuyó
activamente (junto con otras prácticas culturales) a la estructuración y el anclaje de un ima-
ginario social campesino, que se articula como la imagen de la Revolución mexicana y que in-
troduce toda una nueva constelación discursiva para incorporar al campesinado rebelde como
pieza maestra de la nueva arquitectura iconográfica revolucionaria y nacionalista.
En el capítulo tercero, “La época de oro del cine mexicano: colonización del imaginario y do-
mesticación de los dominados”, se empieza por analizar las primeras representaciones que el
cine sonoro hace de la prostitución y del mundo rural, que se constituyen en los primeros in-
tentos cinematográficos de colonizar y domesticar a los sujetos subalternos. También en esta
primera parte se reflexiona acerca de la relación –compleja y significativa- que se establece en-
tre la modernización populista, iniciada en el gobierno de Lázaro Cárdenas, y la época dorada
del cine mexicano. En la segunda parte de este capítulo se reflexiona acerca de la consolidación
de la época de oro, cuando el cine se transforma en una industria cultural que replica el modelo
hollywoodense de producción, distribución y exhibición de películas. Se examinan una serie de
filmes que tienen como protagonistas a los sujetos subalternos y se explora la relación que se
establece entre lo fílmico y lo social. Se discute acerca de las distintas gradaciones con las que
se representa la pobreza, la marginalidad y la cultura popular desde Cantinflas hasta Buñuel,
desde el melodrama a la comedia. Se sostiene que las películas de la época dorada no son sólo
un conjunto de filmes altamente industrializados y concebidos como entretenimiento, sino
que también fueron producciones simbólicas que tenían un cierto afán moralista, aleccionador
y universalista. Finalmente, se ofrece una interpretación crítica del modo en que las películas
de la época dorada contribuyen tanto a colonizar como a domesticar a los sujetos subalternos.
Esos procesos domesticadores y colonizadores se discuten hacia el final del capítulo.
20
El capítulo cuarto, “Variaciones y continuidades del cine mexicano de los años sesenta y se-
tenta”, plantea una aproximación a la naturaleza del cine social mexicano y busca identificar
el grado de especificidad (o no) de una cinematografía que se presentaba como una nueva
búsqueda expresiva. Para ello, además de una serie de películas que se inscriben dentro de
esta tendencia, también se analizaron los principales planteamientos teórico-críticos surgidos
durante el período en cuestión. También se examina el contexto político-social en que se desa-
rrolla y despliega la cinematografía de estos años políticamente convulsos. Todo esto con la fi-
nalidad de elaborar una crítica cultural que clasifica y desmitifica la cinematografía de los años
sesenta y setenta y su matriz estética-discursiva. Se sostiene que a partir de una mirada crítica
del cine industrializado, se desarrolló una mirada de autor que supuso el intento de fabricar
un nuevo sujeto popular que se encontraba ausente en la cinematografía industrializada. Sin
embargo, a diferencia de otras cinematografías de la región, el cine mexicano del período no
fue parte de un proyecto político militante que se propusiera transformar y concientizar al
conjunto de la sociedad dominada, sino que su combate estaba dirigido a enfrentar y trans-
formar la industria fílmica nacional. A raíz de ese enfrentamiento se intentó –aunque nunca
se logró del todo- diversificar las prácticas culturales y problemáticas sociales y económicas
ligadas a los sectores populares que se representaban cinematográficamente, desplazando lo
popular desde una serie de singularidades más o menos estereotipadas hacia una pluralidad
más o menos ingobernable.
21
importantes vínculos con los órdenes simbólicos e imaginarios. Ello ha permitido el acomodo
cultural de las clases medias altas urbanas a las que se dirige buena parte de la producción ac-
tual, así como los valores y desigualdades que el capitalismo avanzado engendra y naturaliza.
Finalmente, en “las conclusiones marginales” se busca hacer una síntesis general respecto de
los principales hallazgos de esta investigación. Se analiza la modernidad mexicana como un
territorio utópico y se propone, a modo de conclusión, la idea de que la cinematografía mexica-
na se encuentra atravesada por un barroquismo cultural que deviene en caos. Un ethos social
mexicano que no solo atraviesa buena parte de la cinematografía mexicana, sino también la
modernidad como categoría narrativa.
Analizar las representaciones fílmicas de la marginalidad supone entender que las películas se
configuran, no sólo como un importante material histórico que nos permite conocer y clasifi-
car la visualidad de un pasado, sino también como un archivo que permite –tal como lo seña-
lara en su momento Michel Foucault (1995a: 221)–, penetrar en el a priori histórico. Los enun-
ciados y las visibilidades pueden agruparse dentro de “un sistema general de la formación y de
la transformación de los enunciados” de acuerdo a un régimen de aparición y emergencia que
permite establecer un orden y un entramado discursivo. Es decir, el archivo, en tanto lugar de
22
relaciones que muestra el modo en que las cosas dichas (los enunciados) adquieren singula-
ridad, se configura como el territorio sobre el cual los enunciados y las visibilidades expresan
lo que puede ser dicho y lo que se hace visible, lo que se ha dicho y lo que se ha visto efectiva-
mente, en la variabilidad discontinua de la historia.8
Georges Didi-Huberman (2012: 25) propone que la gran potencia de la imagen se localiza en
su capacidad “de producir al mismo tiempo síntoma (una irrupción en el saber) y conocimiento
(la interrupción en el caos)”. La imagen cinematográfica es algo que está más allá de la simple
adscripción a una técnica que reproduce, miméticamente, la realidad social; más allá de ser
“un simple recorte sobre los aspectos visibles del mundo. Es una huella, un surco, una estela
visual del tiempo lo que ella deseó tocar, pero también tiempos suplementarios –fatalmente
anacrónicos y heterogéneos entre sí- que no puede, en calidad de arte de la memoria, dejar de
aglutinar” (Ibíd.: 42). Esto es lo que Didi-Huberman llama la posibilidad cierta de que la ima-
gen arda, que nos queme, nos incendie y nos consuma; que remueva nuestra visión y nuestro
estar en el mundo gracias a su efecto de abrasamiento que alcanza su más alto grado lumínico
cuando la imagen arde:
Arde con lo real a lo que, en algún momento se acercó (como cuando se dice en los juegos de
adivinanza “te estas quemando” en lugar de “casi encuentras lo que está escondido). Arde por
el deseo que la anima, por la intencionalidad que la estructura, por la enunciación, e incluso
por la urgencia que manifiesta (como cuando se dice “ardo por usted” o “ardo de impacien-
cia”). Arde por la destrucción” por la destrucción, por el incendio que estuvo a punto de pulve-
rizarla, del que escapado y del que, por consiguiente, es hoy capaz de ofrecer todavía el archi-
vo y una imaginación posible. Arde por el resplandor, es decir por la posibilidad visual abierta
por su mismo ardor: verdad preciosa pero pasajera, debido a que está condenada apagarse
(como una lámpara nos aclara pero, al encenderse, se destruye ella misma). Arde por su in-
tempestivo movimiento, incapaz como es de detenerse a medio camino (o de “quemar las
etapas”), capaz como es de bifurcarse constantemente, de tomar bruscamente otra dirección
y partir (como cuando se dice que debió irse porque “estaba en llamas”). Arde por su audacia,
cuando vuelve todo retroceso, toda retirada, imposible (como cuando se dice “quemar los
puentes” o “quemar las naves”). Arde por el dolor de que proviene y al que contagia a todo
aquél que se toma la molestia de abrazarlo. Por último, la imagen Arde por la memoria, es
decir, que no deja de arder, incluso cuando ya no es más que ceniza: es una forma de expresar
su vocación fundamental de sobrevivir, de decir: Y sin embargo… (Ibíd.: 42).
8
Se entiende aquí que la noción de archivo se encuentra en las antípodas de la acumulación de documentos,
datos, registros, clasificaciones, memorias, planos, mapas, etc., puesto que “no es lo que permite conservar o
preservar las cosas dichas en una memoria colectiva sino lo que posibilita desde el comienzo, el sistema de
enunciabilidad, el sistema de su funcionamiento, el sistema general de la formación y transformación de los
enunciados” (Albano, 2005: 73).
23
Las preguntas se hacen evidentes: ¿Arden las imágenes de la marginalidad en el cine mexi-
cano? ¿Arden las representaciones de los sujetos marginales? ¿Es posible encontrar en las
representaciones fílmicas de la marginalidad alguna brasa candente que nos devuelva un res-
plandor inesperado de una visualidad comprometida? ¿Es posible soplar en las cenizas del
imaginario cinematográfico mexicano de la marginalidad y encontrar múltiples hogueras? ¿Es
posible derretir el congelamiento idealizado de la marginalidad fílmica?
24
Capítulo primero
Consideraciones teóricas y
estrategia metodológica
Durante siglos conocimiento significó conocimiento probado; probado bien por el
poder del intelecto o por la evidencia de los sentidos. La sabiduría y la integridad
intelectual exigían que desistiéramos de realizar manifestaciones no probadas y
que minimizáramos (incluso en nuestros pensamientos) el bache entre la espe-
culación y el conocimiento establecido. El poder probatorio del intelecto o de los
sentidos fue puesto en duda por los escépticos hace más de dos mil años, pero la
gloría de la física newtoniana los sumió en la confusión. Los hallazgos de Einstein
de nuevo invirtieron la situación y en la actualidad muy pocos filósofos o cientí-
ficos consideran aún que el conocimiento científico es, o puede ser, conocimiento
probado.
Imre Lakatos (1989: 17-18)
Entender la teoría como una caja de herramientas quiere decir: que no se trata
de construir un sistema sino un instrumento; una lógica propia a las relaciones
de poder y a las luchas que se comprometen alrededor de ellas; que esta búsqueda
no puede hacerse más que poco a poco, a partir de una reflexión (necesariamente
histórica en algunas de sus dimensiones) sobre situaciones dadas.
Michel Foucault, (2001b: 101)
1.1. Definiciones conceptuales: viajar, perder teorías9
El desplazamiento teórico que intentaré llevar acabo aquí supone la apropiación deliberada
de un conjunto de conceptualizaciones y teorías que, en mayor o menor medida, me ayudarán
a comprender y pesquisar la complejidad visual y discursiva que se asienta en las distintas
representaciones de la marginalidad en el cine mexicano del siglo veinte. En tal sentido, en-
tiendo que las conceptualizaciones teóricas se constituyen como prácticas disciplinarias que
se establecen mucho más como campos de comprensión y no tanto de producción. Sin embar-
go, “al no poder conformarse con una explicación cerrada en sí misma, las ciencias humanas
necesitan abrirse a diversas filiaciones y varios tipos de cadenas explicativas” (Charaudeau,
2003: 19). De ahí que sea pertinente analizar el cine y sus implicancias simbólicas y culturales
9
El título de este subcapítulo hace alusión al poema ¡Viajar, perder países! de Fernando Pessoa y al libro Perder
teorías de Enrique Vila-Matas. A partir de ellos quiero expresar la idea de que la teoría es una cuestión afectada
tanto por una intertextualidad que incorpora un pensamiento ficcional (una metateoría), como por una lectura
que tiene el potencial de hacernos “ser otro constantemente”. Entre ese juego metaliterario-teórico y la posi-
bilidad de ser otro a través del pensamiento de los otros, las teorías se desperdigan por un viaje intelectual,
absorbidos por el cedazo de mi propia ignorancia.
27
bajo una pluralidad de miradas conceptuales que, a lo largo del trabajo, en algunos momentos
se fusionarán y en otros se distinguirán por la potencia de su especificidad, procurando tener
en mente que “todo enfoque disciplinar por definición sólo puede ser parcial. Ninguno puede
agotar al objeto del mundo fenoménico, desde el punto de vista de su significación” (Ibíd.: 17).
Tomando en consideración lo anterior, las líneas teóricas elegidas permiten abordar la re-
flexión acerca de la representación cinematográfica de la marginalidad dentro de un marco, en
el cual es posible fijar y explorar aquellas dimensiones ligadas a los aspectos socioculturales
inscritos en el discurso cinematográfico. Estas dimensiones –variadas y no exentas de ten-
siones y complejidades- se encuentran positivadas en las películas bajo la forma reconocible
de ideologías, mitos y discursos que hacen de la práctica cinematográfica mexicana un poder
simbólico que se articula como una simbólica del poder. Entender la práctica cinematográfi-
ca como un poder simbólico, implica, siguiendo a Pierre Bourdieu, comprender que el cine
mexicano en tanto producto y producción simbólica se constituye como un poder “invisible
que no puede ejercerse sino con la complejidad de los que no quieren saber que lo sufren o
incluso que lo ejercen” (2006: 66). De acuerdo con la tesis de Bourdieu, podemos señalar que
los sistemas simbólicos (arte, religión, lengua, etc.), en cuanto herramientas de conocimiento y
de construcción del mundo objetivo, son estructuras estructurantes de comunicación, instruc-
ción y entendimiento del mundo social, “que cumplen una función política como instrumentos
de imposición o legitimación de la dominación de una clase sobre otra, contribuyendo así,
según la expresión de Weber, a la domesticación de los dominados” (Ibíd.: 69). En consecuen-
cia, el cine como poder simbólico se articula como una práctica cultural que no sólo produce
efectos de realidad sino también efectos sobre la realidad.
Al entrar en el ámbito del poder simbólico, de las ideologías, los discursos y las representacio-
nes, esta investigación no pretende “formular la sistematicidad global que coloca cada cosa en
su lugar; sino analizar la especificidad de los mecanismos de poder, reparar en los enlaces, las
extensiones, edificar progresivamente un saber estratégico” (Foucault, 2001b: 101). Se trata,
por lo tanto, de buscar comprender cómo el Poder en general, y el Poder cinematográfico en
particular, se configuran como una estrategia que se ejerce en red, donde sus efectos no son
atribuibles a una apropiación sino más bien a dispositivos de funcionamiento (Deleuze, 1987;
Foucault, 2002; Morey, 2001). Estos dispositivos no se estructuran en el campo social como
28
dispositivos unidireccionales y uniformes sino, por el contrario, emergen y se consolidan
como coyunturales, es decir, son dispositivos de poder que siempre pueden ser invertidos, in-
tervenidos o desplazados, según la complejidad social, política, cultural o económica en la que
se encuentra inmersa la producción simbólica en cuanto dispositivo de poder (Morey, 2001).
Para intentar dar cuenta de cómo el cine mexicano se estructura como dispositivo de po-
der conformado por ideologías, discursos, representaciones e imaginarios, mi análisis se va
a apoyar en tres grandes escuelas de pensamiento que dialogarán entre sí: postestructura-
lismo (Michel Foucault, Roland Barthes), teoría crítica (Theodoro Adorno, Max Horkheimer,
Walter Benjamin) y constructivismo estructuralista (Pierre Bourdieu). Si bien es cierto que
estas perspectivas teóricas poseen líneas y temáticas diversas, también son convergentes y
permiten abordar nuestro objeto de estudio desde una mirada transdisciplinaria. Esto abre
una variedad de territorios y espacios de debate, reflexión y crítica, contribuyendo significa-
tivamente al estudio de las problemáticas ligadas a los medios de comunicación masivos, al
ayudarnos a comprender los diversos aspectos que conforman el discurso y las mediaciones
que el discurso cinematográfico hace circular dentro del campo social mexicano. A partir de
allí se puede intentar construir una genealogía de las representaciones de la marginalidad en
el cine mexicano, aspirando a pesquisar su influencia ideológica, sus usos discursivos y sus
prácticas representacionales.
El Posestructuralismo permite desarticular los mecanismos mediante los cuales una práctica
cultural, en este caso el cine mexicano, contribuye significativamente en la instalación de cier-
tos saberes que naturalizan determinados discursos que eventualmente pueden transformar-
se en mitos. De esta forma, esta línea teórica abre el camino para deconstruir conceptualmente
las representaciones audiovisuales de la marginalidad, teniendo a la vista la idea de que los
sentidos ideológicos inscritos en un determinado discurso audiovisual pueden “captarse a tra-
vés de formas. Toda forma remite a un sentido y todo sentido remite a la forma, en una relación
de solidaridad recíproca” (Charaudeau, 2003: 50). Al utilizar algunas de las conceptualizacio-
nes posestructuralistas, las representaciones cinematográficas entran en la esfera del saber
y del poder como dispositivos. Desde una mirada foucaultiana, esto implica llevar la práctica
cinematográfica hacia la historicidad, persiguiendo pesquisar los escenarios y las condiciones
de posibilidad históricas y políticas durante su emergencia, consolidación y decadencia. Por lo
tanto, echar mano de algunas de las conceptualizaciones claves del postestructuralismo (mito,
discurso, representación, poder, etc.), permite trabajar sobre la base de la cultura como dis-
curso y, a partir de ahí, realizar un desplazamiento que va de la cultura (como sustantivo) a lo
cultural (como adjetivo).10
10
Como ha observado Arjun Appadurai (2001: 28), “si el uso de ‘cultura’ como sustantivo parece cargar con un
conjunto de asociaciones con diversos tipos de sustancias, de modo que termina por esconder más de lo que
revela, el adjetivo de ‘cultural’ nos lleva al terreno de las diferencias, los contrastes y las comparaciones y, por lo
tanto, es más fructífero”.
30
reproducción y distinción, ayudan a caracterizar las prácticas cinematográficas como peque-
ñas máquinas productoras de sentido práctico que se configuran como matrices que, no sólo
circulan dentro del tejido social, político y cultural, sino que al mismo tiempo reproducen el
orden social dominante. Por lo tanto, esta línea de pensamiento ofrece herramientas concep-
tuales para discutir, reflexionar y develar el modo en que los sistemas simbólicos –en este caso
el cine- son utilizados socialmente para legitimar, instaurar y hacer circular modos simbólicos
de dominación que ejercen, inevitablemente, violencia simbólica.11
Como sostiene Barry Barnes (1990), el poder se manifiesta –al igual que la gravedad o la elec-
tricidad–, a través de sus consecuencias, por ello siempre ha sido más cómodo describir sus
efectos que identificar sus fundamentos. Quizás esto se deba a que el poder posee una estruc-
tura variable, puesto que es dinámico, transitivo y fragmentario. El poder, como señaló Michel
Foucault (2013a; 2012; 2006; 2005; 2002; 2000; 1999), no emana hacia el exterior a partir
de un centro jerárquico, sino que se localiza en todos los lugares, no porque lo abarque todo,
sino porque viene de todas partes, de todas las direcciones. El poder no funciona dentro de lo
social de manera centralizada, ni siquiera de forma unilateral, sino –como ha apuntado Jean
11
Una de las características de la violencia simbólica es la de ser legítima debido a que, por lo general, no es reco-
nocida como violencia. Por lo tanto, “una de las consecuencias de la violencia simbólica consiste en la transfigu-
ración de las relaciones de dominación y de sumisión en relaciones afectivas, en la transformación del poder en
carisma o en el encanto adecuado para suscitar una fascinación afectiva (…) El reconocimiento de deuda se con-
vierte en agradecimiento, sentimiento duradero respecto al autor del acto generoso” (Bourdieu, 2002b: 172).
31
Baudrillard (2001: 61)–, el poder “es distribucional, vectorial, opera por relés y transmisiones.
Campo de fuerza inmanente, ilimitado, no siempre se comprende con qué tropieza, con qué
choca, puesto que es expansión, pura imantación”.
El poder, visto como ubicuidad difuminada, se configura en lo social como algo que se inter-
cambia, no en el sentido económico del término, “sino en el sentido de que el poder se con-
suma, según un ciclo reversible de seducción, de desafío y de astucia” (Ibíd.: 62). Entonces,
podemos inscribir el poder como ese “algo” que circula y que funciona en cadena y que “nunca
está en manos de algunos, nunca se apropia como una riqueza o un bien. El poder funciona.
El poder se ejerce en red y, en ella, los individuos no sólo circulan, sino que están siempre en
situación de sufrirlo o ejercerlo” (Foucault 2000: 38). Por lo tanto, el poder puede estructu-
rarse dentro un campo ilimitado de relaciones e intercambios desiguales y jerarquizados que
se desarrollan como tejidos de poder, en los que se entrelazan, yuxtaponen y asocian diversos
poderes que, no obstante ello, poseen un agrado de especificidad, autonomía y jerarquiza-
ción (Foucault 2000, 1999a). No existe un solo poder, sino una pluralidad de poderes. Poderes
en plural quiere decir dispositivos de dominación, formas complejas de sujeción que operan
sobre el campo social a través “de formas locales, regionales de poder, que poseen su propia
modalidad de funcionamiento, procedimiento y técnica. Todas estas formas de poder son hete-
rogéneas. No podemos entonces hablar de poder si queremos hacer un análisis del poder, sino
que debemos hablar de los poderes o intentar localizarlos en sus especificidades históricas y
geográficas” (Foucault, 2005c: 19). Es decir, las relaciones, los mecanismos y los dispositivos
de poder se presentan como una problemática local e incluso particular que nos ayuda a com-
prender problemáticas más generales.
En este apartado quiero referirme a la visualidad como un poder que confecciona campos de
visibilidad que fluyen y resplandecen bajo la superficie de la pantalla cinematográfica, y que
contribuyen en la articulación de un régimen de visibilidad, donde los circuitos de la comu-
nicación visual “son los soportes de una acumulación y de una centralización del saber; el
juego de los signos define los anclajes del poder; la hermosa totalidad del individuo no está
amputada, reprimida, alterada por nuestro orden social, sino que el individuo se halla en él
cuidadosamente fabricado, de acuerdo con toda una táctica de las fuerzas y de los cuerpos”
(Foucault, 2002: 220).
32
Lo relevante en términos teóricos para esta investigación es ver el modo en que el poder de las
imágenes, y su consecuente hegemonía de lo visible, fabrican un mundo en donde “todo aque-
llo que se vivía de manera directa se ha convertido en una representación” (Debord, 2002: 9).
Siguiendo alguno de los planteamientos de Debord, podemos decir que el reino de lo visible
contribuye en la instalación de la sociedad del espectáculo que opera como un instrumento de
unificación, puesto que no es solo “una colección de imágenes, sino una relación social entre
personas, mediada por imágenes” (2002: 10). De este modo, se puede argumentar que las
mediaciones audiovisuales, en tanto dispositivos del poder dominante, “trabaja separando a
los individuos, evitando el diálogo, frustrando la conciencia de la unidad de clase, y todo ello
de forma radical. Separado de la vida productiva de sus consumidores pasivos, el espectáculo
refleja la división del trabajo y la fractura entre Estado y Sociedad, generada por el modo de
producción dominante, que el espectáculo duplica de manera invertida” (Jay, 2007: 323).
Con la emergencia del momento colonial (o sartreano), surge el problema de la mirada como
un asunto que se encuentra estrechamente ligado a la problemática de la cosificación del su-
jeto en objeto visible. A partir de aquí, se deriva “una nueva política de la descolonización y de
lo racial, por ejemplo, en Franz Fanon; un nuevo feminismo, en Simone de Beauvoir; y, de una
33
forma algo diferente, un nuevo tipo de estética del cuerpo y de lo visible, en Merleau-Ponty”
(Jameson, 2002: 142). El fenómeno de la dominación se estructura como un “fenómeno proto-
político, en la medida en que el hecho de la objetivación se capta como aquel al que el Otro (o
yo mismo) debe someterse necesariamente” (Ibíd.: 142). Así, se transforma entonces el mirar
y el ser mirado en una fuente de dominación y sujeción. La dominación de los sujetos se pro-
duce “mediante una inesperada inversión en la que pasa a ser primaria la experiencia de ser
mirado, y mi propia mirada se convierte en una reacción secundaria” (Ibíd.: 142). Lo que se
produce es una colonialidad de lo visual y lo visible que, si bien provoca luchas o resistencias,
lo cierto es que “la Mirada es ya esencialmente asimétrica; por lo tanto, no puede ofrecerle al
Tercer Mundo ocasión alguna para su apropiación, sino que debe, más bien, ser radicalmente
revertida por este último” (Ibíd.: 143).
La tercera fase, que podemos denominar como posmoderna, puede caracterizarse por la uti-
lización de artefactos tecnológicos mediáticos como “los verdaderos portadores de la función
epistemológica” (Jameson, 2002: 149). En esta etapa se advierte una transformación en la pro-
ducción cultural, caracterizada por la experimentación mediática que entremezcla las tecno-
logías (fotografía, cine, video, etc.) las cuales “comienzan a filtrarse en la obra de arte visual (y
también en las otras artes) y a colonizarla, generando toda clase de híbridos de alta tecnología”
(Ibíd.: 149). Es el momento en el cual la producción material y de sentido, se presenta como
un enorme acopio de espectáculos que se inscriben como una relación social entre personas
mediatizada por imágenes. Es el momento en que la imagen se ha instalado como la forma
final de la reificación de la mercancía; en que el capital ha alcanzado tal grado de acumulación,
que se convierte en imagen y representación (Debord, 2002). Es en esta tercera etapa (que
no necesariamente implica el borramiento de las anteriores, sino su adecuación o mutación),
cuando vemos que estamos ante “el verdadero momento de la sociedad de la imagen, en que
los sujetos humanos, en lo sucesivo expuestos (…) a bombardeos de hasta mil imágenes por
día (…), comienzan a vivir una relación muy diferente con el espacio y el tiempo, la experiencia
existencial y el consumo cultural” (Jameson, 2002: 149).
35
En nuestro contexto actual (…) la ruptura de la temporalidad libera súbitamente este pre-
sente temporal de todas las actividades e intencionalidades que lo llenan y hacen de él un
espacio para la praxis, aislado de este modo, el presente envuelve de pronto al sujeto con
una indescriptible vivacidad, una materialidad perceptiva rigurosamente abrumadora que
escenifica fácticamente el poder del Significante material –o, mejor dicho aún, literal- total-
mente aislado. Este presente mundano o significante material se aparece al sujeto con una
intensidad desmesurada, transmitiendo una carga misteriosa de afecto, descrita aquí en los
términos negativos de la angustia y la pérdida de realidad, pero que puede imaginarse tam-
bién en términos positivos como la prominente intensidad intoxicadora o alucinatoria de la
euforia (Jameson, 1991: 66).
En resumen, la hegemonía de lo visual que gobierna el siglo veinte, y que he sintetizado bajo
una teoría de la visión, ayuda a entender algunos aspectos de los mecanismos de transferencia
ideológicos inscritos en la representación cinematográfica de la marginalidad. Comprender
que las imágenes audiovisuales se establecen como uno de los regímenes de visibilidad domi-
nante del siglo veinte y las implicancias socioculturales y políticas de esto –sean éstas bajo la
inscripción colonial, burocrática o postmoderna (o una mezcla de ellas)-, nos recuerdan “que
cada formación histórica ve y hace ver todo lo que puede, en función de sus condiciones de
visibilidad, al igual que dice todo lo que puede, en función de sus condiciones de enunciado”
(Deleuze; 1987: 87). Sin embargo, me parece necesario señalar que, tanto las condiciones de
enunciado como las de visibilidad, no se encuentran equitativamente distribuidas en el campo
social; por el contrario, éstas se asientan dentro de una compleja malla jerarquizada y univer-
salizante del poder. Así, “una configuración cultural producirá, propondrá, incluso impondrá
el conjunto de las condiciones materiales, semánticas y estéticas en las que y por las cuales
lo social (se) da a ver al mismo tiempo que aquéllas en las que y por las cuales (se) enuncia”
(Renaud, 1990: 14).
En consecuencia, la hegemonía de lo visual que domina el siglo veinte introduce lo que Régis
Debray (1995: 28) ha denominado civilización indicial. Es decir, estamos dentro de un paradig-
ma que “no solamente modificó nuestro modo de acceso a lo real; construyó otro real, distinto
del de la civilización simbólica que la precedió. Lo que era creíble ya no lo es, pues lo que era
real ya no lo es”. La mutación llevada a cabo por la razón mediológica, elabora y articula un
nuevo mapa de poder y construye una “realidad” mediatizada en la que el índice12 no habla del
12
Charles Sanders Pierce clasificó los signos en índices, íconos y símbolos, el índice continúa siendo una zona no
extensamente desarrollada del arco simbólico. Una foto no es un símbolo como la palabra, no es un ícono como
un cuadro, es un índice. No corresponde a una intención sino a un efecto mecánico, la captura automática de una
irradiación luminosa. (Debray, 1995: 29).
36
mundo sino que pertenece al mundo, a través de la transmisión y de lo que podríamos denomi-
nar “efecto de pantalla”. El efecto indicial que ejercen los medios de comunicación audiovisual
sobre la sociedad, la cultura y la política, basa gran parte de su poder en los mecanismos repre-
sentacionales fundados en la homología (colonial), la analogía (burocrática) y en la virtualidad
(postmoderna). De este modo, como señala Debray (1995: 34), “el deslizamiento del modelo
escritural al modelo indicial implica y explica el cambio de énfasis de lo abstracto y lo concreto,
de la ley a la jurisprudencia, de la moral a la ética, de la prosopopeya a la anécdota, de lo uni-
versal a lo singular, del género al individuo, del emblema al rostro”.
La teoría de los campos se configura como una herramienta de análisis eficaz para entender el
proceso de operaciones fragmentarias, multiformes y heterogéneas que se establecen entre la
producción de imágenes y la producción secundaria que se esconde detrás del uso social que
se hace de las películas en tanto instrumentos de legitimación de la dominación simbólica. En
términos teóricos, me parece necesario tener en cuenta que los diversos campos (artístico,
37
jurídico, cinematográfico, religiosos, político, etc.) se encuentran atravesados por lo que Bour-
dieu denomina campo de poder. El campo de poder es lo que permite la mediación entre lo
individual y lo social; es una red de relaciones objetivas entre posiciones, donde los individuos
pueden actuar pero a su vez se encuentran limitados por las fronteras que conforma el mismo
campo. “El campo de poder es el espacio de las relaciones de fuerza entre agentes o institu-
ciones que tienen en común el poseer el capital necesario para ocupar posiciones dominantes
en los diferentes campos (económico y cultural especialmente)”. (Bourdieu 2005a: 319-320)
Bourdieu (1967; 2002a; 2002d; 2005a, 2008a) sostiene que un campo es un ámbito relativa-
mente autónomo e independiente, que produce sus propias lógicas y convenciones culturales.
Una esfera de la vida social que progresivamente se ha ido autonomizando y adquiriendo un
cierto grado de diferenciación y jerarquización, hasta configurarse en un microcosmos den-
tro del macrocosmos de lo social. De este modo, “el campo es una red de relaciones objetivas
(de dominación o subordinación, de complementariedad o antagonismo, etcétera) entre po-
siciones [diversas y convergentes] (…) Cada posición está objetivamente definida por su re-
lación objetiva con las demás posiciones, o, en otros términos, por el sistema de propiedades
pertinentes, es decir eficientes, que permiten situarlas en relación con todas las demás en la
estructura de la distribución global de las propiedades” (Bourdieu, 2005a: 342). Siguiendo a
Bourdieu (2005a, 200b), podemos sostener que el campo cinematográfico se configura como
un sistema de relaciones objetivas desarrollado dentro de un territorio de competencias en
las que entran a tallar la posición, la disposición y la toma de posición. Por lo tanto, el campo
cinematográfico mexicano se encuentra constituido por una red jerarquizada de posiciones
interiorizadas que serán ocupadas por los agentes que cuentan con las disposiciones y el ca-
pital (simbólico, social, económico y cultural) necesario para alcanzarlas. La estructura de un
campo se encuentra conformada por la distribución desigual de recursos o, mejor dicho, de
capitales entre los distintos agentes que compiten dentro de un mismo ámbito.13
La teoría de los campos nos permite situar la práctica cinematográfica mexicana dentro de una
relación de fuerzas, esquemas interiorizados y disposiciones jerarquizadoras que constituyen
13
Bourdieu distingue cuatro formas de capital: el capital económico (bienes, riqueza), el capital social (relacio-
nes, redes, alianzas), el capital cultural (reconocimientos, títulos) y el capital simbólico, este último se trata de
una especie de valor agregado resultante de los otros tres, como podría ser el prestigio profesional, o el carisma.
En este sentido, cada agente que ingresa a un determinado campo lo hace siempre contando con cierto capital
(cultural, económico, simbólico o social), que define las posibilidades de éxito (o de fracaso) del agente para
lograr situarse dentro de una determinada posición al interior de un determinado campo.
38
el habitus del creador. A partir de ahí se pueden establecer distinciones de clase y de gustos, e
identificar las posiciones que ocupan los creadores y sus obras dentro del campo cinematográ-
fico. Así por ejemplo, la posición y el reconocimiento social que ocupa Luis Buñuel con su pe-
lícula Los olvidados no es equivalente al que ocupa Raúl Fernández con Lola la trailera. Esto se
debe a que el campo cinematográfico no es un espacio de relaciones interindividuales, sino que
es un territorio articulado como un sistema de relaciones de fuerza (social, cultural y económi-
ca), de alianzas (autoridad, poder y dominio) y conflictos (ideológicos, políticos y estéticos) en-
tre grupos que ocupan posiciones diversas y jerarquizadas de habitus de clase, de distinción y
de legitimidad social. Como indica Bourdieu “la relación que un creador sostiene con su obra y,
por ello, la obra misma, se encuentran afectadas por el sistema de las relaciones sociales en las
cuales se realiza la creación como acto de comunicación, o, con más precisión, por la posición
del creador en la estructura del campo intelectual” (1967: 135). De este modo, los creadores y
los bienes simbólicos que fabrican no se conectan de modo directo con la sociedad, ni siquiera
con su clase social de origen, sino que a través de la estructura de un campo intelectual (en este
caso el cinematográfico), el cual se desenvuelve dentro un mercado de bienes simbólicos y que
funciona como mediador entre el autor (su obra) y la sociedad (Bourdieu, 2002b).
39
La noción de habitus lleva inscrito dos términos claves: disposición y esquema. “El término
disposición parece particularmente apropiado para expresar todo lo que recubre el concepto
de habitus (definido como sistema de disposiciones); en efecto, expresa ante todo el resultado
de una acción organizadora que reviste, por lo mismo, un sentido muy próximo al de térmi-
nos como estructura; además designa una manera de ser, una propensión o una inclinación”
(Bourdieu citado en Gilberto Giménez, 1997). La noción de esquema, por su parte, está asocia-
da con la idea de competencia que se estructura a la vez como un sistema simbólico. Bourdieu
toma prestada esta noción de Panofsky (1967: 152), y caracteriza el habitus como “sistema
de esquemas interiorizados que permiten engendrar todos los pensamientos, percepciones y
acciones característicos de una cultura”. De este modo, el habitus, al implicar tanto un esquema
como un sistema de disposiciones adquiridas, tiene un carácter multidimensional y transhis-
tórico, puesto que:
(…) es a la vez eidos (sistema de esquemas lógicos o estructuras cognitivas), ethos (disposi-
ciones morales), hexis (registro de posturas y gestos) y aisthesis (gusto, disposición estética).
Esto quiere decir que el concepto engloba de modo indiferenciado tanto el plano cognosciti-
vo, como el axiológico y el práctico, con lo cual se está cuestionando las distinciones filosó-
ficas intelectualistas entre categorías lógicas y valores éticos, por un lado, y entre cuerpo e
intelecto por otro. O lo que es lo mismo: se está superando las distinciones de la psicología
tradicional entre lo intelectual, lo afectivo y lo corporal (Giménez, 1997).
Para efectos de este trabajo, el concepto de habitus permite pesquisar las problemáticas que
se establecen entre práctica cinematográfica y representación de la pobreza y la marginalidad.
La noción de habitus apunta a explicar cómo se reproducen las formas de la existencia colec-
tiva en las diversas formaciones sociales. De acuerdo a lo señalado por Bourdieu, “el habitus
como sistema de disposiciones en vista de la práctica, constituye el fundamento objetivo de
conductas regulares y, por lo mismo, de la regularidad de las conductas. Y podemos prever las
prácticas [...] precisamente porque el habitus es aquello que hace que los agentes dotados del
mismo se comporten de cierta manera en ciertas circunstancias” (1986: 40).
40
bólico, económico o político), que son las que permiten la legitimación de los productores y los
productos cinematográficos. Sin embargo, también existe una profunda solidaridad entre los
competidores que “tienen todos un mismo interés en salvaguardar del monopolio que poseen
juntos y que les confiere una autoridad social específica” (Lemieux, 2001: 246). Finalmente, el
campo cinematográfico se configura como un espacio de oposición entre dos principios de le-
gitimación opuestos: por un lado, la legitimidad otorgada por los pares –es decir, otros cineas-
tas, actores, productores, críticos- quienes conceden reconocimiento y con ello consagran a un
determinado agente; y por el otro, el reconocimiento masivo, materializado aquí por los ve-
redictos del mercado traducido en venta de entradas, mercadotecnia, premios, etc. (Lemieux,
2001, Bourdieu, 1994)
El campo cinematográfico mexicano, que a primera vista pareciera responder a criterios pro-
piamente narrativos, de verosimilitud, estéticos, etc., se encuentra limitado, por una parte, por
su propio medio de expresión (fabricar imágenes y sonidos, contar historias, ordenarlas según
determinados criterios edición, etc.). En segundo lugar, se encuentra subordinado a un campo
de poder –la industria cultural- que le impone ciertos límites a la expresión cinematográfica.
Como ha observado Pierre Bourdieu (1999a: 110), “las producciones simbólicas deben sus
propiedades más específicas a las condiciones sociales de su producción y, más concretamen-
te, a la posición del productor en el campo de la producción que determina a la vez, por me-
diaciones diferentes, el interés expresivo, la forma y la fuerza de la censura que se le impone
y la competencia que permite satisfacer ese interés en los límites de tales coerciones”. En de-
finitiva, la consolidación y legitimidad de un determinado campo se encuentra determinado
por la red de relaciones y de fuerzas que se dan al interior de una sociedad y que “debido a las
jerarquías que se establecen entre las diferentes especies de capital y entre sus poseedores,
los campos de producción cultural ocupan una posición dominada, temporalmente, dentro del
campo de poder” (Bourdieu 2005a: 321).
La relación fecunda que se establece entre la teoría de los campos y la noción de habitus de-
sarrollados por Bourdieu, se debe, a mi modo de ver, a que ambas nociones entran en una
relación dialéctica por la que se afectan una a la otra. Se trata de un vínculo que manifiesta
tanto el hecho que “el cuerpo está en el mundo social” como que “el mundo social está en el
cuerpo” (Bourdieu, 2002c: 41). Por una parte, el habitus se presenta como la incorporación de
41
las estructuras sociales mediante la “interiorización de la exterioridad”; por la otra, los campos
se constituyen como el producto en donde se expresaría la “exteriorización de la interioridad”,
es decir es el espacio –social, político, cultural– en donde tienen lugar las materializaciones
institucionales de un sistema de habitus insertas en el proceso histórico-social.
El espacio social puede ser entendido como un sistema de posiciones sociales que se definen
una en relación con las otras. Como indica Bourdieu (2002b: 18), “el espacio social se constituye
del tal forma que los agentes o los grupos se distribuyen en él en función de su posición (…) se-
gún los dos principios de diferenciación (…) que son sin duda los más eficientes, el capital econó-
mico y el capital cultural”. El valor social se articula como un complejo sistema en el que entran
a tallar toda una serie de diferencias y jerarquizaciones económicas y culturales, que cumplen
la función de legitimar, sancionar y reconocer una determinada práctica como un campo legiti-
mado para la producción y circulación de producciones simbólicas.
Las representaciones, como señala Jack Goody (1999:18), “constituyen la esencia de la comu-
nicación humana, de la cultura humana”. Representar significa presentar de nuevo algo que no
está presente, es una presencia segunda –secundaria– que puede adoptar una forma lingüística
o visual, es decir, posee un valor de sustitución y de co-presencia. “Ése sería –nos dice Louis
42
Marin– el primer efecto de la representación (…) hacer como si el otro, el ausente, fuera aquí y
ahora el mismo; no presencia, sino efecto de presencia” (2009: 137). De ahí, que la noción de re-
presentación asume aquí una pertinencia que designa “el conjunto de las formas teatralizadas
y ‘estilizadas’ (según la expresión de Max Weber) mediante las cuales los individuos, los grupos
y los poderes construyen y proponen una imagen de sí mismos” (Chartier, 2006: 95). Como ha
indicado Bourdieu (2002a: 494), “la representación que los individuos y los grupos ponen ine-
vitablemente de manifiesto mediante sus prácticas y sus propiedades forma parte integrante de
su realidad social. Una clase social se define por su ser percibido como por su ser; por su consu-
mo –que no tiene necesidad de ser ostentoso para ser simbólico- tanto como por su posición en
las relaciones de producción”. Esta concepción de la representación permite pensar lo social y
el ejercicio del poder según un modelo relacional que Marin (2009) ha denominado “semántica
de los sistemas de representación”. A partir de aquí, se dibuja un territorio conceptual desde
el cual desplegar un análisis crítico sobre el modo en que las obras cinematográficas fabrican
determinadas representaciones de la marginalidad y de cómo éstas circulan social e imagina-
riamente, tratando de interpretar sus significaciones y sentidos ideológicos. De acuerdo con
Roger Chartier:
Ese cruce de cuestiones (…) tiene una apuesta fundamental: comprender de qué manera la pro-
ducción del sentido operada por un lector (o un espectador) singular está siempre encerrada
en una serie de coacciones: en primer lugar, los efectos de sentido buscados por los textos (o las
imágenes) a través de los dispositivos mismos de su enunciación, los desciframientos impues-
tos por las formas que dan a leer o a ver la obra; por último, las convenciones de interpretación
propias de un tiempo o una comunidad” (2006: 97).
43
concepto hace referencia a “una forma de analizar las relaciones entre los textos y el modo en
que los grupos, los tipos e incluso los géneros adquieren entidad, densidad y poder referencial
entre ellos mismos y, más tarde, dentro de toda la cultura” (Said, 2007: 44). Se trata, por lo tan-
to, de ocuparse de la multiplicidad de formas de construcción fílmica (narrativas, ideológicas
y socioculturales) que son utilizadas para representar la marginación social, entendiendo que
ésta existe dos veces, una vez objetivamente y una segunda en la representación más o menos
explícita que de ella hacen los cineastas (Bourdieu, 2008b).
La forma en que las personas imaginan su entorno social, (...) que se manifiesta a través de
imágenes, historias y leyendas. (...) que hace posibles las prácticas comunes y un sentimien-
to ampliamente compartido de legitimidad. (...) Nuestro imaginario social en cualquier mo-
mento dado es complejo. Incorpora una idea de las expectativas normales que mantenemos
unos respecto a otros, de la clase de entendimiento común que nos permiten desarrollar las
prácticas colectivas que informan nuestra vida social. (...) Esta clase de entendimiento es un
tiempo fáctico y normativo; es decir, tenemos una idea de cómo funcionan las cosas normal-
mente, que resulta inseparable de la idea que tenemos de cómo deben funcionar y del tipo de
desviaciones que invalidarían la práctica. (2006: 37-38).
Siguiendo a Corneluis Castoriadis (2010), se puede argumentar que todo imaginario se insti-
tuye y es instituido socialmente a través de un proceso de socialización, en el que participan
distintas instituciones y dispositivos de significación cultural, que contribuyen en la interiori-
zación y legitimación de un determinado imaginario dentro de lo social-histórico. Esto sugiere
que el imaginario se instituye socialmente siempre en referencia a algo, de modo que ni la
representación, ni el imaginario, ni la imaginación confluyen en lo social por sí mismas, como
si fueran entidades independientes y autovalentes, sino siempre en relación con un vínculo
mayor. En este sentido, para Castoriadis el concepto de imaginario social implica una concep-
ción del mundo social en la que es posible detectar aquellos componentes que hacen de una
determinada sociedad una singularidad en un momento histórico particular.
El imaginario social se configura, según Castoriadis (2010: 12), como “una creación incesante
y esencialmente indeterminada (…) de figuras/formas/imágenes, a partir de las cuales sola-
mente puede tratarse de ‘alguna cosa’”. Esta creación emerge a partir de una interrelación que
45
conecta aquello que llamamos realidad y racionalidad. Así se instituye lo histórico-social que
regula los discursos, las prácticas, saberes y deseos de un conjunto de sujetos históricamente
situados, que entran en una relación significativa con su entorno social a través de la elucida-
ción, esto es, “el trabajo por el cual hombres [y mujeres] intentan pensar lo que hacen y saber
lo que piensan” (Ibíd.: 12). De este modo, la procedencia del imaginario no se localiza “a par-
tir de la imagen en el espejo o en la mirada del otro. Más bien, [es] ‘el espejo’ mismo y su posi-
bilidad” (Ibíd.: 12). El imaginario social es imagen y territorio al mismo tiempo; es la idea que
nos hacemos de las cosas y es el espacio social donde esas cosas tienen lugar. El imaginario es
también vínculo social, y en él proyectamos y legitimamos determinados entendimientos de
cómo creemos que tienen que ser las cosas, de cómo tienen que funcionar simbólicamente y
de cómo tiene que ser positivadas en lo social. “Lo imaginario no es sólo lo que se ve –o lo que
se concibe como imagen visual–; es también y sobre todo un espacio corporal, la proyección
de una superficie, decía Freud, un espacio cuya temporalidad, para hacerlo enunciable, es la
temporalidad de un presente proyectado como memoria” (Aceituno, 2012a: 56).
Entender el imaginario como espacio social y como una creación sostenida y persistente de
circulación de significaciones históricamente situadas, que contribuye a que los sujetos per-
tenecientes a un grupo social identifiquen su propio mundo y diferencien el mundo de los
otros, implica asumir que el imaginario social conlleva un componente de alteridad que une
y separa, diverge y converge entre realidades sociales disímiles. Cuando sostengo la hipó-
tesis, por ejemplo, de que el cine de la época dorada coloniza el imaginario de la pobreza y
lo popular, estoy entendiendo que la práctica cinematográfica realiza un proceso de discri-
minación, distinción y jerarquización de determinadas figuras, formas, discursos e imáge-
nes que, producto de una inscripción reiterada y focalizada, va segmentando, instituyendo
e imponiendo esencializaciones sustancialistas acerca del mundo popular y su cultura. Por
lo tanto, la práctica cinematográfica no sólo imagina un modo de ser de lo popular y lo hace
circular masivamente, sino también lo proyecta dentro de amplios segmentos del espacio so-
cial. Como creaciones legitimadas de la marginalidad y la pobreza dentro del espacio social,
estas son absorbidas y asimiladas, de modo que van colonizando las significaciones adosadas
a la pobreza, lo popular y su cultura “y, con ello, convoca el mundo de los semejantes o de los
extranjeros (…) Se trata entonces, más que de la imagen imaginada, de la imagen como zona,
46
espacio, recorrido, cartografía, tal vez como objeto” (Ibíd.: 56). 14
El imaginario, como sugiere Roberto Aceituno (2012a), señala una inscripción espacial que no
se representa tan fácilmente puesto que posee siempre un componente esquivo, fluctuante y
resbaladizo. No es sólo un conjunto de imágenes o cuerpo de imágenes socialmente situadas,
sino que el imaginario también se establece como espacio social localizable y determinado, en
la medida en que pertenece a un territorio, es decir, es un lugar o conjunto de lugares y posee
diversos circuitos de significación, localización y superficie. Se trata, entonces:
(…) de espacios imaginarios de los cuales lo menos que podría decirse es que no son repre-
sentables del todo. Pero eso no significa que sean irreales, fruto de algún demonio interior
encargado de hacer el montaje virtual de la vida. El imaginario como espacio social requiere
ser pensado en relación a espacios reales, demasiado reales, en el sentido de que están siem-
pre ahí, de que uno vuelve siempre a ellos (Ibíd.: 56-57).
El imaginario social, se configura como una creación que posee una doble dimensionalidad:
por un lado emerge “lo instituido” como sincronicidad, relacionando y vinculando a un conjun-
to de instituciones que normalizan y regulan a las sociedades y penetran las subjetividades;
por otro lado está “lo instituyente” como mecanismo que impulsa el cambio y las transfor-
maciones. En este lado de la moneda la sociedad es concebida como acción, cuya vitalidad se
encarna en instituciones que tienen la potencialidad de crear y positivar un conjunto de signi-
ficaciones imaginarias dentro del campo social (Castoriadis, 2010).
En suma, el concepto de imaginario social se constituye como una herramienta teórica que
permite situar la representación de la marginalidad dentro del campo de las mediaciones y,
a partir de ahí, intentar pensar la práctica cinematográfica mexicana como una realidad que,
como diría Roberto Aceituno (2012c: 15), se hace figurable. De este modo, representación e
imaginario se entrelazan “a partir del trabajo de figurabilidad (…) [concepto que se articula
como] un territorio común para pensar el estatuto de visibilidad –o de invisibilidad– [de la
marginalidad] (…) [En tal sentido, representación e imaginario], no sólo se inscriben subje-
tivamente a través del régimen significante que organiza su discursividad, admitiendo desde
14
Quisiera remarcar que en este trabajo no estamos investigando el modo en que el imaginario y las represen-
taciones de lo popular son absorbidas, incorporadas y utilizadas por los sujetos sociales. Para ello, se requeriría
utilizar otro tipo de metodología y trabajar sobre otras fuentes, basándose principalmente en la etnografía y la
encuesta. Lo que aquí se intenta comprender e interpretar son los mecanismos, los dispositivos y las ideologías
de las codificaciones, los mensajes y las representaciones de lo popular que son enviadas al campo social.
47
ahí su eventual interpretación, sino que organizan un espacio donde lo visible y lo enunciable
se articulan recíprocamente”.
Siguiendo a autores como Nun (2003), Perona (2001) y Quijano (1971), la marginalidad la
entendemos aquí como aquel segmento de la población que efectúa ciertas actividades eco-
nómicas de escasa relevancia o que simplemente está excluida del sistema de producción
hegemónica. Esta situación social no permite que dicha población pueda gozar plenamente
de los beneficios que genera la riqueza social: educación, vivienda, salud, etc. De acuer-
do a Petras (2003:1) los marginales “son principalmente, trabajadores rurales sin tierras,
indígenas y paisanos en minifundios o granjas de subsistencia, trabajadores urbanos des-
empleados o sub-empleados, trabajadoras domésticas, la masa de vendedores callejeros,
obreros de la construcción temporarios, operarios de fábricas con contratos precarios, jó-
venes que nunca tuvieron un trabajo estable”. Para Petras (2003) estos sectores sociales
están “integrados” al sistema de producción y distribución pero no reciben los beneficios
del mismo, porque están excluidos de la esfera de poder y distribución de la riqueza.
Aun cuando las nociones de marginalidad y exclusión son distintas, se trata de conceptos
48
vinculados entre sí y con límites difusos puesto que ambos aluden a sectores relegados de
la sociedad. Por ello no me parece inapropiado utilizar la conceptualización de Fernando
Robles (2001), quien concibe la exclusión como un proceso complejo que hace difícil esta-
blecer una línea divisoria entre inclusión y exclusión. A pesar de ello, Robles elabora una
tipología que considera los distintos tipos de inclusión y de exclusión, la capacidad de in-
tegración a la sociedad, el riesgo e incertidumbre de ser excluido y el tipo de construcción
de identidad.
En este tipo se incorporan aquellos sujetos que están integrados al sistema social, por-
que supuestamente pueden acceder a todos los beneficios sociales. El ejemplo más cla-
ro es la clase alta en donde el riesgo de incertidumbre es bajo, los ingresos económicos
son altos y las redes de conexiones sociales (redes de influencias) se encuentran su-
mamente desarrolladas, no sólo por las actividades económicas, sino por los barrios
donde viven, los espacios sociales que frecuentan y las escuelas donde estudian.
En este tipo se incluye aquel sector social que cuenta con la remuneración estable del
empleo formal y, por lo tanto, puede acceder a los servicios de salud, vivienda y edu-
cación, etc. Pero, a diferencia del Tipo I, no cuenta con una red de favores, influencias y
reciprocidades. El riesgo de incertidumbre fluctúa entre alto y bajo. El carácter híbrido
de esta situación lleva a comportarse de modo contradictorio: denuncia los beneficios
de la clase alta pero intenta incorporarse a ella. Además conforma instituciones (Aso-
ciaciones Gremiales por ejemplo) que buscan contrabalancear las políticas que pueden
excluirlos y también luchan para neutralizar la exclusión de las redes de influencia de
la clase alta.
En este tipo se incluye aquel sector social que pese a no acceder a “todos” los beneficios
de sistemas básicos de bienestar (salud, trabajo estable, educación, etc.), cuenta con el
acceso a redes de interacción y auto-ayuda que configuran un verdadero sistema alter-
49
nativo. Las redes de apoyo vecinal, familiar, de género, de amistad o estrictamente soli-
darias conforman una malla de contención que evita algunos efectos de la exclusión. Es
necesario aclarar que los sujetos clasificados en este tipo no están inhabilitados para
acceder al trabajo o al sistema de salud, pero el acceso es inestable y precario. El riesgo
de incertidumbre es elevado.
Adoptando esta perspectiva sobre el concepto de marginalidad, se entiende ésta como un pro-
ceso que comprende situaciones heterogéneas y asume diversas gradaciones. De allí que mi
objeto de estudio abordará la representación cinematográfica de los Tipos III y IV de la tipo-
logía de Robles (2001). Es decir, aquella población que por su situación socioeconómica tiene
acceso a algunos de los bienes materiales y simbólicos de la sociedad hegemónica, pero cuya
inestabilidad laboral supone una permanente incertidumbre; y aquellos sujetos que volunta-
ria o involuntariamente están excluidos de la sociedad.
El concepto de subalternidad que utilizaré implica entender las relaciones de poder en las que
se ven envueltos los sujetos marginales. Se trata de preguntarnos, como sugiere John Beverley
(2004), acerca de quién o quiénes tienen el poder, y quiénes no lo tienen, quién lo está ga-
nando y quién lo están perdiendo. Lo subalterno es “un nombre para el atributo general de la
subordinación... ya sea que ésta esté expresada en términos de clase, casta, edad, género y ofi-
cio o de cualquier otra forma” (Ranajit Guha citado en John Beverley, 2004: 54). De este modo,
el vínculo o la unión entre marginalidad y subalternidad se localiza en la idea de que tanto el
marginal como el subalterno se encuentran sometido –social, cultural, política y económica-
mente– a un orden que los oprime.
Ahora bien, las nociones de marginalidad y de subalternidad no son sinónimos, sino que están
relacionados y derivan uno del otro; son complementarias y sirven para iluminar distintas
áreas de un mismo fenómeno. Así por ejemplo, la noción de marginalidad ayuda a compren-
der componentes socioeconómicos, mientras que la subalternidad permite dar cuenta de la
condición subjetiva de la subordinación en el contexto de la dominación capitalista. Entender
el componente de subalternidad que se localiza en la marginalidad (y vice y versa) implica, en-
tonces, inmiscuirnos dentro de lo subalterno como expresión de la experiencia y la condición
subjetiva del subordinado, que se encuentra determinada y atravesadas por las relaciones de
dominación (Modonesi, 2012). De este modo, como sugiere Antonio Gramsci, la subalternidad
se constituye en una de las características clave de las clases dominadas. Al respecto, el filósofo
italiano señala:
51
Al contraponer dialécticamente dominación (hegemonía) y subalternidad (dominados),
Gramsci elabora una categoría en la que “la lógica que constituye la identidad subalterna es,
necesariamente, binaria” (Beverley, 2004: 127). Ello implica pensar en los dispositivos de do-
minación/insubordinación como relaciones de fuerza asimétricas, en constante conflicto, en
donde los dominados (la clase subalterna) se articula bajo una pluralidad de formas de con-
formar y confrontar la experiencia de la subordinación bajo la lógica de “la iniciativa de la
clase dominante”. Pensar que en la experiencia de la subordinación se adjetivan subjetividades
dominadas, implica pensar sobre aquellos aspectos subjetivos de la dominación dentro de un
contexto hegemónico, y ver hasta qué punto las clases subalternas se sitúan “jerárquicamente
en la periferia de la sociedad civil, es decir como partes integrantes pero no totalmente inte-
gradas, de la relación de dominación que allí se gesta” (Modonesi, 2012: 6).
Se puede entender el reclamo que hace Spivak (2003) de que el sujeto subalterno no puede
hablar en clave gramsciana y pensar que éste no puede hablar (ni autorepresentarse), por-
que el subalterno se encuentra inserto dentro de un entramado –social, político, cultural y
económico– que lo vuelve reductible a la iniciativa de la clase dominante. De este modo, las
representaciones fílmicas de la marginalidad permiten, no solo comprender aquellos aspectos
que se localizan en el territorio de la mímesis, sino también nos introduce en la esfera de lo
político. La representación fílmica de la experiencia de la subordinación es, como nos recuerda
Gayatri Spivak (2003), no solo un problema de hablar sobre, sino también del hablar por y, ese
movimiento representacional evidencia que la hegemonía de lo audiovisual contribuye en la
incorporación y aceptación relativa de la relación de dominación.
La industria cultural se estructura como un enorme sistema que contribuye a organizar una
sociedad en la cual la razón instrumental ha logrado, mediante un uso ideológico de la ciencia
y la técnica, un impresionante poder de transformación de las necesidades y motivaciones de
los sujetos. De ahí que la producción industrial de los bienes culturales pueda ser concebida
como una maquinaria que contribuye a la transformación de la cultura en mercancía, haciendo
que la producción simbólica (cine, radio, televisión) manifieste la misma lógica mercantil, la
misma racionalidad técnica, el mismo esquema de organización y planificación que posee la
industria del automóvil:
Cada sector de la producción está uniformizado y todos lo están en relación con los demás.
La civilización contemporánea confiere a todo un aspecto semejante. La industria cultural
proporciona en todas partes bienes estandarizados para satisfacer las numerosas demandas
identificadas como otras tantas distinciones a las que los estándares de la producción deben
responder. A través de un modo industrial de producción se obtiene una cultura de masas
hecha con una serie de objetos que llevan claramente la huella de la industria cultural: seria-
lización-estandarización-división del trabajo (Mattelart y Mattelart, 1997: 54).
54
No obstante el poder hegemónico para distribuir imaginarios, mercantilizar la cultura e im-
poner un conjunto de valoraciones que vienen asignadas desde las clases dominantes, la con-
ceptualización del cine como industria cultural pone de relieve otro concepto clave: el de cul-
tura popular. A grandes rasgos, esta noción compleja permite observar las representaciones
fílmicas de la marginalidad como significaciones culturales que poseen componentes míticos,
ideológicos y populares, materializados en el cine mexicano como industria cultural.
Aproximarse al concepto de cultura popular implica pensar en dos conceptos (cultura y popu-
lar), que al unirlos conforman una noción polisémica. En la teoría cultural, este concepto es de-
finido de diversas maneras respondiendo a la adscripción teórica que se quiera utilizar para fi-
jar su significado. Se hace necesario, entonces, definir brevemente qué estoy entendiendo aquí
por cultura. Tomando como base una perspectiva crítica y simbólica, entiendo que la cultura
se estructura como un sistema semiótico, entretejido y atravesado por tramas de significación
que contribuyen a forjar el mundo material e inmaterial de una determinada comunidad que
produce acciones significativas que requieren una interpretación (Geertz, 2003). La cultura
vista bajo esta perspectiva simbólica e interpretativa apela, al menos a tres sentidos posibles:
1) la cultura como forma de vida; 2) la cultura como creación (artística, religiosa, científica,
masiva, etc.);16 y 3) la cultura como crítica. Estos tres campos encierran una transición histó-
rica y, al mismo tiempo, involucran una serie de aspectos antropológicos y filosóficos claves.
Para empezar, cobran una importancia central discusiones acerca de las ideas de libertad y
determinismo, identidad y cambio, herencia y creación, organización y caos, disciplina y rebel-
día. Al respecto, Terry Eagleton comenta:
Entendida como un control organizado del desarrollo natural, la cultura sugiere una dialéc-
tica entre lo artificial y lo natural, entre lo que hacemos al mundo y lo que el mundo nos
hace a nosotros. Desde un punto de vista epistemológico, es un concepto “realista”, puesto
que implica la existencia de una naturaleza o material crudo más allá de nosotros mismos;
pero también posee una dimensión “constructivista”, puesto que ese material crudo se ha de
16
En relación con la cultura como creación artística, “la palabra puede tener un significado más restringido o
más amplio: puede abarcar la actividad intelectual en general (la ciencia, la filosofía, la sabiduría y cosas así) o
quedar reducida a empresas presuntamente más «imaginativas» como la música, la pintura y la literatura. La
gente “cultivada” es gente que tiene cultura en este sentido más específico. Desde luego, entendida así, la palabra
insinúa un desarrollo histórico dramático. Sugiere, para empezar, que la ciencia, la filosofía, la política y la eco-
nomía no se pueden considerar algo creativo o imaginativo. También sugiere –para plantearlo de la forma más
sombría– que los valores “civilizados” sólo son alcanzables por medio de la fantasía Esto supone, desde luego,
una visión demasiado cáustica de la realidad social: la creatividad se podía encontrar en el arte, pero ¿por qué
no se podía encontrar en otro sitio? En el momento en que la idea de cultura se identifica con la educación y las
artes, actividades éstas confinadas a una escasa proporción de hombres y mujeres, adquiere más grandeza, pero
también queda empobrecida” (Eagleton, 2001: 32).
55
elaborar de una forma significativa en términos humanos. Más que deconstruir la oposición
entre cultura y naturaleza, lo importante es entender que el término “cultura” ya incluye en sí
mismo esa deconstrucción (2001: 13).
En consecuencia, la cultura se entiende aquí como una producción semiótica (simbólica, ma-
terial, ideológica, relacional, etc.), que se encuentra atravesada por prácticas significantes y
significativas que están directamente relacionadas ya sea con la cultura como crítica, como
forma de vida o como creación artística. Esta conceptualización permite aproximarse al cine
como cultura (Storey, 2002).
La noción de popular es tan inestable y polisémica como la noción de cultura e introduce otras
problemáticas. Autores como Stuart Hall (1984) o Raymond Willimas (2003b, 2001), parten
de la idea de que existen una serie de dificultades para precisar qué es lo popular, porque el
término posee múltiples definiciones, es empleado de diversas maneras y es indefectiblemen-
te impreciso. Es un término fugitivo, inestable y cargado de normatividad.17 Raymond Williams
(2003b: 253) señala que existen cuatro significados de uso corrientes a lo largo de la historia:
“que gusta a muchas personas”; “obra de tipo inferior”; “obra que intenta deliberadamente
ganarse el favor de la gente”; “cultura hecha por la gente para ellos mismos”.18 El concepto de
17
Desde una mirada histórica, el principal problema que acarrea una periodización de la cultura popular tiene
que ver con la gran cantidad de transformaciones que experimentan las clases populares. En un principio, la
constitución de un orden social nuevo que se sustentaba alrededor del capital, requería necesariamente realizar
un reduccionismo de lo popular ligándolo a las cuestiones de la tradición. Así, lo popular se vinculaba a las cos-
tumbres y a la resistencia a las transformaciones que el capitalismo necesitaba para la instauración de su nuevo
orden social. Sin embargo, Stuart Hall (1984) nos advierte que la cultura popular no consiste exclusivamente en
las tradiciones populares que se resisten a los procesos transformadores del capitalismo ni a las formas que se
les sobreponen; la cultura popular es el terreno sobre lo cual se elaboran las transformaciones, es el espacio en
donde se están originando los cambios socioculturales.
18
La primera definición está relacionada con el mercado, es decir, la definición comercial del término: “las co-
sas que se califican de populares porque masas de personas las escuchan, las compran, las leen, las consumen
y parecen disfrutarlas al máximo” (Hall, 1984: 99). El problema radica en que, si bien es cierto que a partir
del siglo XX grandes masas de personas disfrutan y consumen la diversidad de productos de la moderna in-
dustria cultural, el término deja entrever que si “las formas y relaciones de la que depende la participación en
esta clase de ‘cultura’ suministrada comercialmente, son puramente manipulatorias y envilecidas, entonces
las personas que las consumen y disfrutan están ellas mismas envilecidas por estas actividades o viven en un
estado permanente de ‘falsa conciencia’” (Ibíd.: 99). Esta definición trae consigo la idea de un pueblo dormi-
do, al cual se le inyectan falsos deseos y que es incapaz de discernir que lo que le están suministrando es una
forma actualizada de opio del pueblo. Esto no quiere decir que hay que descartar el aspecto manipulador de
las industrias culturales, por el contrario, es necesario tener presente que no hay ninguna cultura popular
autónoma que se encuentre al margen del campo de fuerza de las relaciones de poder cultural, porque este
opera sobre las relaciones de dominación y subordinación.
La segunda definición es de carácter descriptivo: “La cultura popular son todas aquellas cosas que ‘el pueblo’
hace o ha hecho” (Ibíd.: 102). Este enunciado pretende describir un determinado estilo de vida: la cultura, las
tradiciones, las costumbres, el ethos del pueblo. En definitiva, cualquier cosa que el pueblo realiza o haya reali-
zado debería ser considerada como parte de la cultura popular. La dificultad de esta definición es que analítica-
mente lo popular no surge de una lista que describe cosas y actividades, sino más bien de una oposición clave:
el pueblo / el no pueblo. El principio estructurador de lo popular se localiza en las tensiones, las fisuras y en la
oposición entre lo que pertenece al dominio central de la cultura dominante y lo que pertenece al dominio de la
cultura popular. Por lo tanto, el concepto de lo popular no puede sustentarse a partir de lo puramente descripti-
vo, porque en el tiempo hay profundas transformaciones, alteraciones y cambios de contenido de una categoría
56
popular que utilizo en este trabajo, supone una relación estructural y estructurante con la po-
breza, la exclusión, la marginalidad y la subordinación. Por otra parte, lo opuesto a lo popular
no es una clase entera, sino una alianza: la cultura del bloque de poder, que dispone y decide
sobre aquello que corresponde y lo que no corresponde a las masas o a la elite. De modo que
el término popular es un concepto polisémico que hace referencia a un tema colectivo –“el
pueblo”–, lo que lo hace sumamente problemático porque, al igual que no encontramos nin-
gún sentido fijo a la categoría de “cultura”, tampoco hay un sujeto fijo al cual adjudicarle el
compuesto “cultura popular”. De ahí que sea necesario poner atención a la red o al entramado
de relaciones de poder cultural donde entran en juego, no sólo los saberes y conocimientos
“populares”, sino también saberes y conocimientos no-populares.
Tomando en cuenta lo anterior, el concepto de cultura popular que manejaré en esta investi-
gación es una definición que pondrá en relación la complejidad de los significados adheridos
tanto al término “cultura” como al término “popular” definidos más arriba (Storey, 2002). La
cultura popular –con toda la polisemia e inestabilidad que el término conlleva– es un territorio
en constante disputa, articulado bajo diversas estrategias discursivas y representacionales, y
“un lugar discutido para las construcciones políticas del ‘pueblo’ y su relación con el bloque de
poder” (Storey, 2002: 29). Este terreno no puede ser considerado como un espacio sosegado,
sino más bien es posible pensarlo como un campo de batalla en el que el término “popular”
tiene relaciones complejas con el término “clase”.19 Es decir, no es posible concebir un análisis
de la cultura popular que excluya a la cultura no-popular, porque tanto lo popular como lo
no-popular se construyen a partir de una dialéctica que los enfrenta, los une y los separa.
a otra. Lo importante no es el inventario descriptivo —que puede ejercer el efecto negativo de congelar la cultu-
ra popular en algún molde descriptivo intemporal—, sino las relaciones de poder que constantemente puntúan
y dividen el dominio de la cultura en sus categorías preferidas y residuales (Hall, 1984, Storey, 2002).
La tercera definición “contempla aquellas formas y actividades cuyas raíces estén en las condiciones sociales y
materiales de determinadas clases; que hayan quedado incorporadas a tradiciones y prácticas populares” (Hall,
1984: 103). Como ha apuntado Stuart Hall (1984), esta definición abarca aquello que es valioso en la definición
descriptiva pero, a la vez, contempla como esencial para la definición de la cultura popular las relaciones de
poder, la tensión continua con la cultura dominante. Se trataría de un campo en el cual se articulan relaciones
de dominación y subordinación y que, en consecuencia, abarca formas y actividades culturales que cambian
constantemente. Ahora bien, lo primordial es examinar el proceso por el cual se articulan estas relaciones de do-
minación y subordinación. Relaciones que, en última instancia, implican distinciones culturales que a menudo
sirven para dar apoyo a distinciones de clase. “Lo que importa no son los objetos intrínsecos o fijados histórica-
mente de la cultura, sino el estado de juego en las relaciones culturales: hablando francamente y con un exceso
de simplificación: lo que cuenta es la lucha de clases en la cultura y por la cultura” (Ibíd.: 104).
19
Es conveniente tener presente que los términos de “clase” y “popular”, si bien se encuentran profundamente
relacionados, no son intercambiables. Esto, como afirma Stuart Hall (1984: 108), se debe a la inexistencia de
“‘culturas’ totalmente separadas que, en una relación de fijeza histórica, estén paradigmáticamente unidas a
clases ‘enteras’ específicas, aunque hay formaciones clasistas-culturales claramente definidas y variables. Las
culturas de clase tienden a cruzarse y coincidir en el mismo campo de lucha. El término ‘popular’ indica esta
relación un tanto desplazada entre la cultura y las clases”.
57
1.1.6. Mito e ideología
Suele entenderse por mito aquellas narraciones que dan cuenta de sucesos extraordinarios,
generalmente asociados a los orígenes de la comunidad, y que explican y fundamentan las nor-
mas sociales contribuyendo a organizar la vida social de un grupo histórico.20 Sin embargo, el
concepto de mito que utilizaré en este trabajo debe entenderse como un cuerpo discursivo que
se articula y opera como una estructura semiótica que organiza, intersubjetivamente, la signifi-
cación y el sentido. Siguiendo a Roland Barthes, se puede argumentar que las representaciones
cinematográficas de la marginalidad poseen un componente mitificador, en la medida en que en
esas representaciones se tiende o se busca “fundamentar, como naturaleza, lo que es intención
histórica; como eternidad, lo que es contingencia” (1999: 198).
(…) nada existe si no es totalmente, no hay ningún símbolo, ninguna alusión, todo se ofrece
exhaustivamente; sin dejar nada en la sombra, el gesto elimina todos los sentidos parásitos y
presenta ceremonialmente al público una significación pura y plena, redonda, a la manera de
una naturaleza. Este énfasis es, justamente, la imagen popular y ancestral de la inteligibilidad
perfecta de lo real. (…) [El cine], pues, simula un conocimiento ideal de las cosas, la euforia
de los hombres, elevados por un tiempo fuera de la ambigüedad de las situaciones cotidia-
nas e instalados en la visión panorámica de una naturaleza unívoca, donde los signos, al fin,
corresponderían a las causas, sin obstáculo, sin fuga y sin contradicción. (Barthes, 1999: 24)
Por lo tanto, los mitos construidos por el cine mexicano serán comprendidos como discursos
que se desenvuelven dentro de un complejo sistema de comunicación y que tienen como finali-
dad la circulación de mensajes: “el mito no podría ser un objeto, un concepto o una idea; se trata
de un modo de significación” (Ibíd.: 167). Desde esta perspectiva, los mitos contemporáneos
no son eternos, sino que se originan a partir de un momento histórico y deben su emergencia,
consolidación y decadencia al contexto social, cultural y político.
En cuanto al concepto de ideología, éste se constituye como clave para el entendimiento de las
ros: en el sistema de la lengua es el signo. Pero no podemos retomar esa palabra sin que produzca ambigüedad,
ya que, en el mito (y está es su principal particularidad), el significante se encuentra formado por los signos de
la lengua. Al tercer término del mito lo llamaré significación: la palabra se justifica tanto más por cuanto el mito
tiene efectivamente una doble función: designa y notifica, hace comprender e impone” (1999: 208).
59
representaciones. Al igual que muchos de los conceptos analizados más arriba, posee múltiples
significados que entran en competencia. Fredric Jameson (2014c: 11) plantea que la ideología
se configura como un concepto mediador “que salva las distancias entre lo individual y lo so-
cial, entre la fantasía y la cognición, entre lo económico y lo estético, la objetividad y el sujeto,
la razón y su inconsciente, lo privado y lo público”. Esto nos lleva a entender la ideología como
una noción en construcción, nunca acabada del todo, abierta a constantes oscilaciones que se
derivan de las transformaciones y las problemáticas sociales e históricas. En una línea similar
a la de Jameson, Terry Eagleton (1997: 19) sostiene que de “la palabra ‘ideología’, se podría de-
cir; es un texto, enteramente tejido con un material de diferentes filamentos conceptuales; está
formado por historias totalmente divergentes, y probablemente es más importante valorar lo
que hay de valioso o lo que puede descartarse en cada uno de estos linajes que combinarlos a la
fuerza en una gran teoría global”. Por su parte, John Storey (2003: 15), siguiendo a Stuarl Hall,
sugiere que “algo se deja de lado cuando decimos “ideología”, y algo no está presente cuando
decimos ‘cultura.”. Para el crítico británico, este espacio conceptual de ausencia/presencia hace
referencia a la política. “El hecho de que el término ideología haya sido usado en referencia al
mismo terreno conceptual que cultura y cultura popular, hace que se trate de un término im-
portante para la comprensión de la naturaleza de la cultura popular”. Debido a todo lo anterior,
me parece necesario aclarar a qué conceptualizaciones estoy adhiriendo cuando utilizo el con-
cepto de ideología.
La ideología, como ha observado Louis Althusser (2005: 144), “interpela a los individuos como
sujetos (…); [y] la ideología sólo existe por el sujeto y para el sujeto (…), sólo existe ideología
para los sujetos concretos y esta destinación de la ideología es posible solamente por el sujeto:
es decir, por la categoría de sujeto y su funcionamiento”. De ello se desprende que toda práctica
cultural se despliega por y desde una ideología y que sólo existe la ideología para el sujeto y
por los sujetos. En este sentido, la ideología se vincula con la conformación de los significados
y con los modos con que esos significados son leídos, contribuyendo en la constitución de los
sujetos. De modo que la ideología se configura como un proceso de producción de significados,
signos y valores en la vida cotidiana, articulándose como mediaciones por medio de las cuales
los sujetos dan sentido a su mundo, su estilo de vida, sus costumbres y valores. Al permitir que
las personas expresen su vida y sus relaciones en una estructura social, contribuye al proceso a
60
través del cual la vida social se convierte en realidad naturalizada (Eagleton, 1997).22
Me parece necesario añadir que el componente ideológico (y mítico) inscrito en las representa-
ciones fílmicas de la marginalidad, conlleva toda una institucionalidad legitimada socialmente
para hablar, decir y hacer circular imágenes y sonidos. De este modo, “examinar la ideología
institucionalmente es mostrar cómo los órdenes simbólicos sostienen formas de dominación
en el contexto diario de la ‘experiencia vivida’” (Giddens citado en Larraín, 2010: 165). Por lo
tanto, estas construcciones pueden ser consideradas como parte activa y constituyente de la
experiencia vivida cotidianamente, a la vez que como un discurso dominante que sirve para
mantener relaciones de dominación a través de la circulación de significados. Siguiendo a John
B. Thompson (1993: 91), es posible distinguir “cinco modos generales por medio de los cuales
opera la ideología: la ‘legitimación’, la ‘simulación’, la ‘unificación’, la ‘fragmentación’ y la ‘cosifi-
cación’”.25
22
La ideología se configura, entonces, no como un constructo necesariamente falso, por el contrario, ella puede
ser cierta e incluso bastante precisa, “puesto que lo que realmente importa no es el contenido afirmado como tal,
sino el modo como este contenido se relaciona con la posición subjetiva supuesta por su propio proceso de enuncia-
ción. Estamos dentro del espacio ideológico en sentido estricto desde el momento en que este contenido –ver-
dadero o falso (…) – es funcional respecto de alguna relación de dominación social (‘poder’, ‘explotación’) de un
modo no transparente: la lógica misma de la legitimación de la relación de dominación debe permanecer oculta
para ser efectiva. En otras palabras, el punto de partida de la crítica de la ideología debe ser el reconocimiento
pleno del hecho de que es muy fácil mentir con el ropaje de la verdad” (Zizek, 2005b: 15).
23
Althusser entiende por práctica “todo proceso de transformación de una determinada materia prima en un
producto determinado, una transformación efectuada por una labor humana determinada, con el uso de medios
determinados (de “producción”)” (Citado en Storey, 2002: 156).
24
Como ha apuntado John Storey, “lo que Althusser tiene en mente es el modo como determinados rituales y
costumbres tienen el efecto de unirnos al orden social; un orden social marcado por enormes desigualdades de
riqueza, estatus y poder. Usando esta definición, podríamos describir las vacaciones en la playa o la celebración
de la Navidad como ejemplos de prácticas ideológicas. Estaríamos haciendo referencia al hecho de que ofrecen
placer y nos liberan de las exigencias habituales del orden social, pero que, al fin y al cabo, nos devuelven a nues-
tras posiciones dentro del orden social, renovados y dispuestos a tolerar nuestra explotación y opresión hasta el
próximo descanso oficial. En este sentido, la ideología se ocupa de reproducir las condiciones y relaciones socia-
les necesarias para que las condiciones y relaciones económicas del capitalismo puedan continuar” (2002: 18).
25
Evidentemente estos cinco modos en los que opera la ideología no son únicos ni excluyentes, sino por el
61
Cuando las relaciones de poder están institucionalmente establecidas como sistemáticamente
asimétricas, entonces, como señala Thompson (1993; 1998), estamos ante una situación de do-
minación. De ahí que, “estudiar la ideología es estudiar las maneras en que el significado sirve
para sostener relaciones de dominación” (Thompson citado en Larraín, 2010: 165). Al anali-
zar las representaciones cinematográficas de la marginalidad, podemos apreciar cómo éstas
utilizan la legitimidad, la simulación, la cosificación, la unificación y/o la fragmentación como
modus operandi de la ideología.26
En resumen, el mito, para efectos de esta investigación, es una construcción semiológica que,
al significado del signo preexistente (denotado), sobrepone otro significado (connotado) que
refleja determinados valores culturales e ideológicos (Barthes 1999, 1987). La ideología opera,
entonces, en el nivel de las connotaciones, en donde “tienen lugar una lucha hegemónica para
restringir las connotaciones, fijar unas connotaciones específicas, producir nuevas connotacio-
nes” (Storey, 2002: 18). Es decir, actualmente el mito proviene de una representación colectiva;
es legible bajo los enunciados anónimos de la prensa, de la publicidad, y el cine; es una determi-
nación social; y un reflejo invertido –como decía Barthes (1897)–, que hace de la cultura natu-
raleza y se instala en el campo social como un discurso encrático;27 presentándose socialmente
como discontinuo.
contrario, se pueden relacionar, yuxtaponer e hibridizar en la complejidad de la producción simbólica. Por otro
lado, al asociar ciertas estrategias de producción simbólica con determinadas operaciones no busco plantear
que esas estrategias se asocien exclusivamente con dichos modos o bien que estas estrategias sean las únicas
relevantes, ni siquiera pretendo sostener que dichas estrategias sean ideológicas en sí (Thompson, 1993; 1998).
Ninguna estrategia de construcción simbólica es intrínsecamente ideológica, sino para “que una estrategia dada
de construcción simbólica sea ideológica depende de cómo se usa y entiende en circunstancias particulares la
forma simbólica construida por medio de tal estrategia; depende de si la forma simbólica así construida está
sirviendo, en tales circunstancias, para sostener o subvertir, para afirmar o para socavar, las relaciones de domi-
nación” (Thompson, 1993: 92).
26
Para ver en detalle los modus operandi de la ideología en las representaciones fílmicas de la marginalidad,
véase el capítulo sexto, específicamente el apartado “Cine e ideología” en este trabajo.
27
Roland Barthes (1987: 137), define el lenguaje encrático como “vago, difuso, aparentemente ‘natural’, y por
tanto difícilmente perceptible. Es el lenguaje de la cultura de masas (prensa radio y televisión), y también, en
cierto sentido, el lenguaje de la conversación, de la opinión común (de la doxa); este lenguaje encrático es (por
una contradicción de la que extrae toda su fuerza) clandestino (difícilmente reconocible) y, a la vez triunfante
(es imposible escapar a él): yo diría que es enviscador.”
62
1.2. Estrategia metodológica
En términos metodológicos este trabajo utiliza una perspectiva cualitativa, tanto para la re-
colección como para el análisis de la información. Más específicamente, se recurre a los pro-
cedimientos genealógicos propuesto por Michel Foucault (1992a; 1992b) quien, a través de
este método, persigue “explicar la existencia y la transformación de los saberes situándolos
como piezas dentro de relaciones de poder e incluyéndolos dentro de un dispositivo político”
(Machado, 1990: 25). Así, se construye un archivo que, lejos de configurarse como una acumu-
lación de documentos, registros, datos, etc., intenta identificar alianzas, herencias y contagios
entre los distintos estratos discursivos con miras a rastrear e interrogar lo representado ci-
nematográficamente. El método genealógico construye una arquitectura que tiene por objeto
estudiar la irrupción, la discontinuidad y las recurrencias de los acontecimientos discursivos en
tanto prácticas, que en un momento dado alcanzan cierto grado de coherencia y organización,
logrando estructurarse como un campo o dominio de un saber relativamente diferenciado y
autónomo integrado dentro de tramas de significación (Foucault, 1995a). “Se trata en realidad
de hacer entrar en juego saberes locales, discontinuos, descalificados, no legitimados, contra la
instancia teórica unitaria que pretendería filtrarlos, jerarquizarlos, ordenarlos en nombre de un
conocimiento verdadero y de los derechos de una ciencia que sería poseída por alguien” (Fou-
cault, 1992b: 22-23). El trabajo genealógico que desarrollo no se dirige a rastrear los orígenes
de una práctica cinematográfica y sus discursos, sino traspasar la superficie de las representa-
ciones y pesquisar, “en las sendas complejas de las significaciones acumuladas, depositadas, la
singularidad de los sucesos” (Albano, 2003: 88). Estos sucesos, a su vez, se encuentran estable-
cidos, vinculados comprometidos, instituidos por los contextos históricos, políticos, culturales
y sociales que posibilitan su emergencia, consolidación y decadencia.
La genealogía no funda, sino que desprende y remueve aquello que parecía fijo, anclado o inmó-
vil; fragmenta, divide y desanuda lo que en apariencia se pensaba unido y fusionado. Es decir,
persigue mostrar la heterogeneidad y las variaciones de los discursos, los acontecimientos y los
saberes que se despliegan (en este caso dentro del campo cinematográfico) e inundan el espa-
cio social, permitiendo tejer lazos entre fragmentos diversos y discontinuos “que, negándose a
fijarse en cánones rígidos, se deja instruir por sus fuentes” (Machado, 1990: 28). El análisis, por
63
lo tanto, se centra en un territorio múltiple y plural en el que se fusionan, circulan y despliegan
visones, prácticas, discursos e ideologías que hacen del cine un dispositivo visual de cultura y
de poder.28
Al trabajar sobre una pluralidad de temporalidades sociales, políticas, estéticas y culturales, hay
que organizar operativamente los materiales de análisis para someterlos al método genealógi-
co, puesto que no se trata sólo de describir el funcionamiento de los discursos fílmicos sobre
la marginalidad social, sino también identificar los puntos de encuentro entre discurso, saber
y poder, vinculando críticamente esas descripciones al conjunto de mecanismos y dispositivos
que concurren en la constitución de la práctica cinematográfica (Albano, 2003). Se trata, en un
primer momento, de construir un corpus de películas que den cuenta de los diversos modos
en que la marginalidad ha sido representada y construida cinematográficamente en el México
del siglo XX. De este modo, las películas son clasificadas y periodizadas dentro de un orden que
permite trabajar organizadamente con los materiales fílmicos: cine mudo; cine de la época de
oro; el nuevo cine de los años sesenta y setenta; y la práctica cinematográfica bajo el neolibera-
lismo. Es necesario tener presente que esta clasificación, que se presenta de forma consecutiva,
es simplemente funcional, puesto que, a partir de ella se establecen los diversos contagios, he-
rencias y filiaciones que se producen entre los distintos períodos.
Al visualizar una película estamos siempre ante representaciones y no ante retratos naturales
de los sujetos marginales. Sin embargo, sabemos que ciertas representaciones –ya sea por su
densidad, por su reiteración o por su gobernabilidad–, logran naturalizar determinados senti-
dos, formas o estereotipos dentro del campo social; éstos se apoyan en tradiciones, institucio-
nes, convenciones, dispositivos y códigos de inteligibilidad. Por otro lado, existen cinematogra-
fías alternativas que buscan combatir las representaciones hegemónicas del cine dominante,
apelando a un cierto tipo de construcción que busca tensionar los modos de representación.
De este modo, las películas que abordan el tema de la marginación social serán analizadas des-
28
Siguiendo a Giorgio Agamben, entiendo por dispositivo, “todo aquello que tiene, de una manera u otra, la capa-
cidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las
opiniones y los discursos de los seres vivos” (2011: 257). De este modo, el cine se articula como un dispositivo
que legitima y actualiza un conjunto de relaciones que se establecen entre elementos tan heterogéneos como la
política, el entretenimiento, el saber, lo culto y lo popular, entre otros. Por ello, el cine, en tanto dispositivo visual
implica necesariamente un proceso de subjetivación y producción del sujeto a través de “la referencia a una
economía, es decir, a un conjunto de praxis, de saberes, de medidas y de instituciones cuya meta es gestionar,
gobernar, controlar y orientar –en un sentido que se quiere útil– los comportamientos, los gestos y los pensa-
mientos de los hombres” (Ibíd.: 256).
64
de su dimensión textual, buscando describir e interpretar las significaciones contenidas en este
tipo de filmes. Entiendo que la significación es un proceso mediante el cual un significante asu-
me un significado que no es natural sino cultural, conformado a partir de la arbitrariedad que
se establece entre el significante y el significado. De este modo, la significación audiovisual pue-
de ser analizada a partir de la yuxtaposición de tres grandes niveles: el nivel denotativo (que
implica la capacidad del signo de remitir a un referente inmediato, evidente, directo); el nivel
connotativo (que implica la capacidad del signo de remitir a una dimensión cultural en la cual
se le atribuyen rasgos socioculturales a lo representado); y el nivel ideológico (que implica la
capacidad del signo de reproducir, en el plano del discurso, las diferencias sociales y las inter-
pelaciones) (Barthes, 1999; Cassetti y di Chio, 1999).
Cada una de las películas es trabajada desde lo que Roland Barthes (2001a) denominó como
lexias o unidades de lectura. La lexia comprenderá algunas veces unos pocos planos, o unas
cuantas secuencias, o algunas escenas. Ello dependerá de cuál sea el mejor espacio posible
para observar los sentidos, las connotaciones, las ideologías. Es decir, trabajo con un texto
fílmico quebrado, en donde “al señalar el significado de cada lexia, no se pretende establecer
la verdad del texto (su estructura profunda estratégica), sino su plural (aunque éste sea parsi-
monioso)” (Barthes 2001a: 10). A través de la búsqueda del plural de las películas se pretende
realizar un desplazamiento del significado al significante, del enunciado a la enunciación.
(…) no es un dispositivo que guarde para sí, y luego entregue a su destinatario, un sentido
definido y realizado. Por el contrario, el texto facilita una propuesta que manifiesta las inten-
ciones de quien promueve la comunicación y que se ofrece a ser interpretado por el destina-
tario. Es decir, el texto es el lugar donde se confrontan todo lo que el emisor quiere decir, lo
que consigue expresar concretamente y lo que el destinatario comprende del mensaje (…) En
el proceso de interpretación se produce, principalmente, una especie de “careo” entre el texto
65
y su destinatario, cuya confrontación desemboca en una verdadera negociación de sentido,
que comprende diferentes aspectos del acto de recepción (Ibíd.: 295).
Los textos fílmicos también son comprendidos en su dimensión intertextual, esto es, enten-
diendo que las películas se encuentran relacionadas con otros textos que se influyen mutua-
mente. Es en esa interacción donde las películas adquieren un sentido ideológico que nos
permite relacionar el texto singular (las películas) con otros sistemas de representación y no
solamente con un contexto (Rojo, 2001). Hay que situar, entonces, el texto audiovisual dentro
de su intertexto, para luego relacionar ambos con el resto de los sistemas y series que constitu-
yen su contexto. En este sentido, resulta útil echar mano del concepto de ideologema acuñado
por Julia Kristeva:
(…) la función intertextual que se puede leer ‘materializada’ en los diferentes niveles de la
estructura de cada texto, y que se extiende a todo lo largo de su trayecto dándole sus coor-
denadas históricas y sociales. No se trata ahora de una actividad interpretativa posterior al
análisis que ‘explicaría’ como ideológico lo que primero ha sido conocido como ’lingüístico’.
La acepción de un texto como un ideologema determina la actividad misma de una semiótica
66
Capítulo Segundo
Modernidades en movimiento:
huellas, rastros y residuos del
cine silente mexicano
(…) a partir del nacimiento de la gran industria (…) todo se precipita como en un
alud violento y desmedido. Se pulveriza toda barrera puesta por la costumbre y
la naturaleza, la edad y el sexo, el día y la noche, fueron superados (…) El capital
celebraba sus orgías.
Karl Marx (1976: 299-300)
La peligrosa inclinación que mostramos por las fórmulas –sociales, morales, bu-
rocráticas–, son otras tantas expresiones de esta tendencia de nuestro carácter.
El mexicano no sólo no se abre; tampoco se derrama (…) A veces las formas nos
ahogan. Durante el siglo pasado los liberales vanamente intentaron someter la
realidad del país a la camisa de fuerza de la constitución de 1857. Los resultados
fueron la dictadura de Porfirio Díaz y la Revolución de 1910. En cierto sentido
la historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las
formas y fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones con
que nuestra espontaneidad se venga.
Octavio Paz (2012: 35-36)
Su originalidad radicaba en ser un invento que conectaba la fotografía animada con la proyec-
ción. “El cinematógrafo –nos dice Morin–, aumenta doblemente la impresión de realidad de la
fotografía; por un lado restituyendo a los seres y cosas su movimiento natural; por el otro pro-
yectándolos, liberados de la película como de la caja del kinetoscopio, sobre una superficie en
la que parecen autónomos” (Ibíd.: 21). Esta unión entre proyección e imagen en movimiento
abrió las puertas a la contemplación de imágenes proyectadas como espectáculo y, como tal,
rápidamente derivó en un negocio que se expandió y abarcó la gran mayoría de las metrópolis
del planeta.29
Con las primeras imágenes del cine se inaugura lo que podríamos llamar nuevos modos de
ver modernos, que comienzan a prefigurar un nuevo espacio de poder visual. Producto de la
multiplicación social de las imágenes, se inauguran y promueven tendencias y exploraciones
que implican nuevas “experiencias visuales”, nuevos “escenarios visuales” que circulan por el
campo social y se instalan como referentes e imaginarios sociales. La constitución de nuevos
“estilos de ver” y nuevas “formar de mirar”, en conjunto componen una nueva “óptica cultural”
29
El sorpresivo éxito del invento de los Lumière no se basó sólo en la genialidad de unir imagen en movimien-
to y proyección, sino también en proyectar en la pantalla no sólo lo inaudito, lo desconocido o lo exótico, sino
además lo conocido y lo cotidiano. Los Lumière, a diferencia de Edison, cuyas primeras imágenes mostraban
coreografías del music-hall o combates de boxeo, tuvieron la magnífica intuición de filmar y proyectar prácticas
cotidianas: la salida de los obreros de una fábrica, la llegada de un tren a la estación o la alimentación de un bebé
(Morin, 2001). De este modo, los Lumière, consciente o inconscientemente, formularon el primer axioma del
cine: “una primera curiosidad se dirigía al reflejo de la realidad. Que la gente se maravillaba sobre todo de volver
a ver lo que no le maravillaba: su casa, su rostro, el ambiente de su vida familiar (…) Es decir, lo que atrajo a las
primeras multitudes no fue la salida de una fábrica, ni un tren entrando a la estación (hubiera bastado con ir a la
estación o la fábrica), sino una imagen del tren, una imagen de la salida de una fábrica. La gente no se apretujaba
en el Salón Indien por lo real, sino por la imagen de lo real” (Morin, 2001: 22-23).
70
que paulatinamente se posicionó como una cultura visual moderna que desempeñaría un rol
preponderante en la conformación de las identidades, la nación, la política y la vida cotidiana
(Jay, 2007).
Desde su llegada a México, el cine estuvo marcado por una compleja relación con el poder po-
lítico. Producto de esta relación, las primeras películas o “vistas”, fueron producciones que se
orientaron, principalmente, a documentar un aspecto de la realidad sociocultural del momen-
to, siguiendo una línea periodística e informativa que, en gran medida, fue condescendiente
con el poder político encarnado en la figura de Porfirio Díaz. De esta forma, la función social
del cine mexicano de los primeros tiempos fue básicamente ser un medio de propaganda del
porfiriato.30 Al respecto, Siboney Obscura comenta:
El objetivo de este subcapítulo es realizar un recorrido histórico y crítico acerca del cine mudo
mexicano y su inserción dentro del porfiriato y la trama liberal que de éste se despliega y, a
partir de ahí, reflexionar acerca del advenimiento de la modernidad industrial y la revolución
mexicana. Sostengo que desde la llegada del cine a México, la práctica cinematográfica co-
mienza a establecer todo un imaginario social sustentado en la matriz civilizadora de la mo-
dernidad: industrialización, urbanización, tecnología, racionalización, progreso, positivismo,
etc. A partir de las representaciones y discursos proyectados por el cine, es posible detectar un
desplazamiento que va desde un realismo naturalista (protocine) hacia una forma primaria de
realismo documental que contribuirá a conformar y estructurar una modernidad imaginada
que se articula y se organiza, cada vez más, como una categoría narrativa. Porque a fin de cuen-
tas, como sostiene Fredric Jameson (2004: 37), “la modernidad siempre implica la fijación de
una fecha y la postulación de un comienzo”.
30
Se denomina con el nombre de porfiriato o porfirismo al período histórico que va desde 1876 a 1911, período
en el cual México estuvo bajo el control del general Porfirio Díaz.
71
A través del análisis de un conjunto de obras pertenecientes a la época silente del cine mexica-
no, intento realizar una arqueología de las representaciones y discursos, e indagar cómo éstos
se vinculan con la modernidad en tanto tropo narrativo y, cómo el cine contribuye en la cons-
trucción e instalación de un imaginario nacional y nacionalista. Partiré analizando cómo el ci-
nematógrafo estableció importantes vínculos con los conceptos de nación, cultura e identidad,
y cómo estas nociones se articulan en la conformación de una serie de imaginarios e ideolo-
gías, revelando cómo el cine se configuró como artefacto visual de cultura y poder, entendien-
do que el cine no es sólo un producto nacido de la mentalidad moderna y de la modernidad,
sino que al mismo tiempo, es un medio crucial en el despliegue, desarrollo y circulación de la
modernidad. Como dijera Marx en el epígrafe de este capítulo, si el capital celebró sus orgías,
el cine las filmó y las proyectó para que fueran contempladas, absorbidas y naturalizadas por
millones de mexicanos (Silva Escobar, 2014).
72
la demanda. Cada programa constaba de ocho cuadros diferentes, que procuraban no repetir
en la siguiente sesión” (de los Reyes, 2013: 78). La prensa informó que algunas de las “vistas”
estrenadas fueron: El regador y el muchacho; Jugadores de cartas; Llegada de un tren; Disgusto
de niños; Quemaduras de yerbas; Juegos de niños; Comitiva imperial en Budapest; Una plaza en
Lyon; Bañadores en el mar.31
El cinematógrafo fue descrito, en algunos periódicos de la capital, como “una especie de lin-
terna mágica que proyecta su cono luminoso sobre una pantalla blanca colocada frente a los
espectadores. En el campo luminoso de la pantalla se desarrollan escenas de vida y movimien-
to”.32 Los comentarios aparecidos en la prensa respecto al nuevo aparato óptico resaltaron la
relación directa que mantenía con la verdad, la realidad y cómo la captura del movimiento
hacía del cinematógrafo “un recurso precioso para el estudio de los movimientos por medio de
la fotografía. No sólo los podemos apreciar en sus detalles más delicados y sus distintos perío-
dos, sino que podemos multiplicarlos a voluntad, graduarlos, dividirlos, y prolongarlos”. 33 El
gran avance del aparato Lumière en relación a los otros inventos semejantes (kinetoscopio de
Edison), era que permitía que fuera contemplado “por muchas personas a la vez, proyectando
en una pantalla escenas animadas que duran más de un minuto; la amplitud a la cual pueden
apreciarse los objetos, no es limitada y puede representarse la animación de las calles y las
plazas públicas con todos los detalles de realidad”.34
Como se sabe, en sus inicios el cinematógrafo fue un invento concebido como un aparato desti-
nado a satisfacer los intereses científicos y, por lo tanto, su estrategia de difusión y comerciali-
zación estaba orientada a seducir a las altas esferas sociales, económicas y políticas. De hecho,
el primer salón de exhibición se ubicó estratégicamente en la calle Plateros, una avenida que
no sólo era el centro neurálgico del comercio en Ciudad de México, sino también el lugar donde
la clase alta realizaba sus paseos dominicales y festivos. Esto nos revela el perfil socioeconómi-
co al que estaban apuntando los funcionarios de los Lumiére, puesto que es en ese segmento
31
“El cinematógrafo Lumière, la maravilla del siglo”, diario Gil Blas, domingo 16 de agosto de 1896, p3. Citado
en de los Reyes (2013: 79).
32
“El cinematógrafo Lumière”, diario El Monitor Republicano, domingo 16 de agosto de 1896, p2. Citado en de
los Reyes (2013: 200).
33
“La novedad del día en México. El cinematógrafo Lumière”, diario El mundo (Ilustrado), domingo 23 de agosto
de 1896, p. 118-119. Citado en de los Reyes (2013: 205).
34
“La novedad del día en México. El cinematógrafo Lumière”, diario El mundo (Ilustrado), domingo 23 de agosto
de 1896, p. 118-119. Citado en de los Reyes (2013: 205).
73
social donde se concentraba no sólo el poder económico-político, sino también lo que podría-
mos llamar el ethos cientificista y positivista que reinaba en México (y en el mundo) y del cual,
el cinematógrafo Lumiére, era uno de sus productos.35
Sin embargo, al poco tiempo de ser presentado en sociedad, el cinematógrafo Lumiére se im-
puso como un dispositivo de entretención y espectáculo que, progresivamente, se fue instalan-
do en las zonas populares como las plazuelas de Pacheco, de la Palma, de Tepito, de San Lucas,
de Montero, etcétera (de los Reyes, 2013). Las salas de exhibición comenzaron a proliferar, no
sólo en la capital sino también en las grandes ciudades del país. Se calcula que entre 1899 y
1900 se entregaron cerca de 22 permisos para la exhibición cinematográfica, principalmente
en los jacalones de las zonas periféricas de las grandes ciudades. Asimismo, “las nuevas tec-
nologías fueron acogidas por los primitivos empresarios mexicanos, que compraban existen-
cias de película, cámaras y accesorios de producción a los proveedores metropolitanos” (King,
1994: 33). Los principales empresarios fueron Salvador Toscano, Enrique Rosas y Carlos Mon-
grand, quienes se aventuraron a divulgar el cine a lo largo de la línea del ferrocarril construi-
da por el gobierno de Porfirio Díaz. “Los empresarios ambulantes del cinematógrafo pronto
llegaron a las poblaciones más accesibles y mejor comunicadas; Guadalajara, Puebla, Orizaba,
San Luis de Potosí, etcétera. La competencia los empujaba a internarse a los lugares apartados,
mostrando a sus habitantes países lejanos” (de los Reyes, 2013: 134). Por lo general estas ex-
hibiciones eran presentadas en tiendas de campaña que, previo permiso del Ayuntamiento en
cuestión, eran instaladas en las plazas y plazoletas de las ciudades.
A partir de 1898 el espectáculo cinematográfico fue aceptado como tal y, con acelerada di-
ligencia, fue expandiéndose a lo largo y ancho como un medio de expresión, entretención y
negocio. La producción fílmica (aquello que se presenta al público) estaba condicionada “por
35
Como ha observado Martin Jay, hacia finales del siglo diecinueve el ethos dominante “continuó siendo el de un
enfoque orientado hacia la observación, enfoque que conocemos con el nombre de positivismo, con el natura-
lismo como su correlato literario, en el horizonte se vislumbraba una nueva actitud” (2007: 116). El positivismo
persigue explicar los fenómenos sociales con la misma exactitud que lo hace la ciencias naturales. También
persigue encontrar leyes de carácter general y universal y para ello lleva a cabo un programa de investigación
que se concentra en analizar tres elementos básicos: el lugar, el momento y la raza. El positivismo reivindica el
primado de la ciencia, y considera al método científico no sólo como un instrumento cognoscitivo eficaz para
conocer el mundo, sino que lo sitúa como el único medio capaz de solucionar los problemas sociales. El positi-
vismo, se fundamenta de conformidad con el empirismo, puesto que, como sostiene Comte, el conocimiento del
mundo procede de la observación y está restringido a lo observable. Para Comte el objetivo de la ciencia es la
predicción, lo que se alcanza mediante leyes de sucesión. Sobre el positivismo y su articulación como perspec-
tiva filosófica-política hegemónica en el México decimonónico, véase el libro de Leopoldo Zea El positivismo en
México: nacimiento, apogeo y decadencia.
74
la hegemonía de la producción extranjera, primero europea y luego norteamericana” (Parana-
gua, 2003: 19). De este modo, en esta primera fase el cinematógrafo se instaló en México como
una importación que se exhibía en locales precarios junto con otras atracciones incorporadas
al vodevil. Lo que se proyectaba en la pantalla eran los adelantos, las bellezas y riquezas del
viejo continente. La gran mayoría de las películas de finales del siglo XIX y principios del siglo
XX, llevan inscritas la ideología que inspiró a las exposiciones universales: la de exhibir los
avances de la revolución industrial procurando establecer y legitimar la hegemonía del capita-
lismo y el consumo como la vía para el desarrollo, el progreso y el bienestar. Así, la llegada del
cinematógrafo a Latinoamérica en general y a México en particular se encuentra indisociable-
mente unida a “la época de la incorporación de las economías latinoamericanas a la división
mundial del trabajo en términos de desigualdad” (King, 1994: 21).
Ya a principios del siglo XX, lo que había sido la actividad de unos pocos pioneros, comenzó
a solidificarse como un entramado de distribución y exhibición de películas a lo largo de la
línea del ferrocarril. Si bien continuó prevaleciendo la producción extranjera,36 comenzaron a
producirse las primeras imágenes cinematográficas de México realizadas por Gabriel Veyre. La
prensa, los programas de cine y el catálogo Lumière publicado por Georges Sadoul, consigna-
ron cerca de 35 títulos.37 Posteriormente, fueron los empresarios mexicanos quienes comen-
zaron a filmar escenas de la vida mexicana que eran compendiadas en pequeños documenta-
les y noticiarios en los que se mostraba, por una parte, las actividades públicas y cotidianas del
presidente Díaz y “las estancias y casas citadinas de los ricos hacendados que controlaban la
36
Algunos de los títulos de las películas que trajeron a México los agentes de los Lumiére eran descripciones de
sucesos, actitudes y vistas de lugares, tales como: La pesca de sardinas; Disgusto de niños; Pelea de mujeres; Co-
mida de niño; Comitiva imperial a Budapest; El regreso de las carreras; Tocinería en Chicago; Las Tullirías en París;
salida de los talleres Lumiére en Lyon; El perro y el niño; Llegad del tren; Montañas rusas; Desfile del 96º regimiento
de línea; Jugadores de encarté; El sombrero cómico; El acuario; El juego de Tric-trac; La embajada de Corea en el
coronamiento del zar; Bañadores en el mar; Discusión; El regador y el muchacho; Concurso de automóvil en París;
La pesca de bebé; Carga de coraceros; Demolición de una pared; Steeple-Chese; Paseo de elefantes en el jardín de
aclimatación de París; Artillería española disparando; un vivac español; El paseo del zar y el presidente de Francia
por el puente de la Concordia; 12 vistas de las tropas españolas en Cuba y España; 8 vistas de la visita de Nicolás II
de Francia; Baile ruso; Dragones alemanes saltando la barra; Rocas de la virgen de Biarritz; pugilistas en Londres;
El zar y la zarina yendo a la coronación de Moscú; Tocinería en Francia; Regimiento de Turcos de Argelia en París;
Revelo de guardias en el palacio real de Madrid; una calle de Londres; Vista de Berlín; Campos Elíseos de París; El
fotógrafo; entre otros (de los Reyes, 2013).
37
Entre los que se destacan: Alumnos de Chapultepec con la esgrima del fusil; El amasador (filmada en Guada-
lajara); Baile de la romería española en el Tívoli del Eliseo; Baño de caballos (filmada en Guadalajara); Carga de
rurales en la Villa Guadalupe; Carmen Romero de Díaz y familiares en carruaje en el Paseo de la Reforma; Clase
de gimnasia en el colegio de La Paz, antiguas Vizcaínas; Comitiva presidencial del 16 de septiembre; Elección de
yuntas en una bueyada (filmada en Guadalajara); Lazamiento de un caballo salvaje (filmada en Guadalajara);
Pelea de gallos; El presidente de la República despidiéndose de sus ministros para tomar un carruaje; Lazamiento
de un buey salvaje (filmada en Guadalajara); Huracán en Veracruz; El presidente de la República entrando a pie
al castillo de Chapultepec; Grupo de indios al pie del árbol de la noche triste; Grupo de literatos más conocidos de
México; Grupo en movimiento del General Díaz y su familia; Señorita Andrea; entre otros (de los Reyes, 2013).
75
economía nacional y el sistema político” (King, 1994: 24).
Estas primeras imágenes de México testimonian, por una parte, el poder de una oligarquía
terrateniente que, a través de la filmación de su estilo de vida plasma, consciente o inconscien-
temente, una distinción social y un habitus de clase. Por el otro lado, las primeras imágenes
que describen las actividades populares se van configurando, paulatinamente, como un acer-
vo cultural que se va sedimentando dentro del imaginario nacional e instala, en el colectivo,
aquello que se concibe como lo típicamente mexicano. En estas primeras imágenes lo que se
representa como popular pertenece a la vida rural, un mundo que empieza a ser visto como
sobreviviente de un pasado en vías de extinción producto del avance de la modernidad. De
este modo, se comienza a folclorizar lo rural a través de una estetización que blanquea e hi-
gieniza el contexto social en el que esas prácticas se desenvuelven. Aquí la idea de “lo típico”
hace referencia a las prácticas del pasado o en vías de extinción que remiten a un sentido de
identidad que, al seleccionar algunos rasgos, formas y expresiones populares, comienzan a
fijar y naturalizar ciertos elementos como estereotipos de lo rural-popular que serán (o son)
catalogadas de tradición y, por tanto, la base de una identidad nacional.
Las primeras imágenes que tenemos de México se estructuraban como simples escenas fu-
gaces inspiradas en la realidad exterior, como si de una ventana abierta al mundo se tratase
y “que reproducen el movimiento en función del momento cualquiera, es decir, en función de
instantes equidistantes elegidos de tal manera que den impresión de continuidad” (Deleu-
ze, 1984: 18). Quizás de ahí la denominación de “vistas” para estas primeras aproximaciones
fílmicas, puesto que se articulaban como construcciones que adquieren su potencia (social,
cultural, estética e incluso económica) a partir de su vínculo estructural y estructurante con
lo real y con el realismo que de esas imágenes se desprende. Las imágenes, las escenas y los
cuadros que proyecta el cinematógrafo Lumière, “valora excesivamente lo real, lo transfigura
sin transformarlo” (Morin, 2001: 47).
En consecuencia, por muy limitado que sea técnica y discursivamente el cinematógrafo Lu-
mière, desde su inicio es posible observar que “no existe una sola imagen que no implique,
simultáneamente, miradas, gestos y pensamientos” (Didi-Huberman 2013: 13). De ahí que sea
posible proponer que en estas primeras películas del cine mexicano ya se comenzaba a prefi-
76
gurar una práctica que se impondrá dentro del campo social como un artefacto visual de cul-
tura y poder. Siguiendo a Georges Didi-Huberman, “frente a cada imagen, lo que deberíamos
preguntarnos es cómo (nos) mira, cómo (nos) piensa y cómo (nos) toca a la vez” (Ibíd.: 14).
En la protohistoria del cine mexicano, Ignacio Aguirre, uno de los primeros cinematografistas
mexicanos, filmó en 1897, Riña de hombres en el zócalo y Rurales al galope. En estas dos primera
“vistas” podemos ejemplificar, por una parte, cómo las prácticas de lo “popular” emergen como
ingredientes socioculturales que estarán presentes a largo de toda la cinematografía mexicana
del siglo veinte, y por la otra, la puesta en pantalla de la dualidad campo/ciudad. Tanto la ciu-
dad, (metonímicamente asociada a Porfirio Díaz y sus actividades, al progreso y la élite social,
política y económica de Ciudad de México, principalmente), como el campo (relacionado con
prácticas culturales y al campesinado en tanto sujetos pertenecientes a una sociedad rural al-
tamente estratificada y dominada por las costumbres rancheras), pasan de ser dos realidades
sociohistóricas a articularse como representaciones visuales contrapuestas a partir de las que
se divulgan ideas, saberes y conocimientos. Como ha observado Raymond Williams, “el contras-
te entre el campo y la ciudad es una de las principales formas que tenemos de tomar conciencia
de una parte central de nuestra experiencia y de la crisis de nuestra sociedad” (2001: 357).
Siguiendo a Raymond Williams (2001), me parece necesario señalar que las representaciones
–fílmicas, literarias, pictóricas, etc.,– tanto del campo como de la ciudad, son el producto de un
tipo particular de observador que responde a las condiciones culturales, sociales e históricas
que envuelven su producción/observación. Es decir, “el paisaje es un punto de vista, antes que
una construcción estética. Es más: para que la intervención estética paisajística tenga lugar,
es preciso su articulación con un punto de vista” (Sarlo, 2001: 19). Por lo tanto, ni el campo ni
la ciudad son “un paisaje antes de la llegada de un observador ocioso que puede permitirse
una distancia en relación con la naturaleza” (Ibíd.: 19). Lo que hacen las mediaciones (arte,
religión, ciencia) es fabricar una distancia cultural y una distinción social del espacio, es de-
cir, para que exista un paisaje campestre o citadino en el espacio histórico y en la narración
cinematográfica, es preciso la emergencia de un tipo de sujeto y de una cultura que la dote de
sentido. De ahí que la dicotomía entre el campo y la ciudad es el resultado de intervenciones
que parten de una representación imaginaria que se encuentra atravesada tanto por una es-
77
tética como por una fuerza de producción (trabajo), que la define y la fija sobre determinadas
estructuras conceptuales y prácticas que se traducen en ciertas ideas acerca de lo rural o lo
citadino (Williams, 2001; Sarlo, 2001).
Con las primeras “vistas” del cine mexicano no sólo podemos acceder a las imágenes como
documento histórico, sino también podemos apreciar en ellas una nueva forma de mirar y
estructurar el mundo social. Lo que estas primeras imágenes fílmicas revelan es la búsqueda
–consciente o inconsciente– por componer una estructura visual que deja entrever “los pro-
blemas de cierto sistema primitivo de representación cinematográfica o de puesta en escena
de la realidad” (Quintana, 2003: 9). Más allá de las limitaciones técnicas de la cámara,38 pelí-
culas como Desayuno de indios; Pelea de Gallos, Un amansador, Baño de caballos, Lazamiento
de un buey salvaje, Grupo de indios al pie de un árbol en noche triste, Desfile de rurales al galope
el 16 de septiembre, suponen la inauguración de un cierto ordenamiento del mundo a través
de la captura de una realidad supuestamente objetiva dentro de unos códigos de represen-
tación culturalmente específicos. Esta objetivación que hacía el cinematógrafo Lumière del
mundo social es apoyada –o mejor dicho anclada, fijada, puntualizada,– por los títulos que
la acompañaban, de modo que imagen y palabra van produciendo o componiendo una cierta
codificación y organización de una realidad caótica y multidireccional (lo real) en una realidad
bidimensional y fragmentada (las películas).
Es difícil saber a ciencia cierta si el presidente Porfirio Díaz, cuando recibió a los agentes de los
Lumière en el castillo de Chapultepec, advirtió de inmediato el potencial discursivo, propagan-
dístico e ideológico del nuevo aparato óptico que se le presentaba en exclusiva. Sin embargo, lo
que sabemos es que el cinematógrafo despertó en él y sus acompañantes una inmensa curio-
sidad. Se comenta que los agentes de los Lumière tuvieron que repetir varias veces las vistas
que tenían preparadas para aquella jornada y que la velada terminó a altas horas de la noche
(de los Reyes, 2013). Sabemos por los informes de prensa que algunas de las “vistas” que le
mostraron al General Díaz fueron: El zar y la zarina yendo a la coronación de Moscú; El paseo
del zar y el presidente de Francia por el puente de la Concordia, Vistas de la visita de Nicolás II
de Francia, Comitiva imperial a Budapest. No podemos aseverar que estas imágenes de los dig-
natarios y reyes europeos paseando por París o Moscú hayan provocado en el general Díaz, lo
que René Girard (1986) llama deseo mimético (Girard, 1986). Sin embargo, no es demasiado
especulativo sugerir que el cine no sólo le permitió observar las prácticas y estéticas de los
gobernantes europeos, sino sobre todo advertir una puesta en escena que imprimía un aura de
“nobleza” a quienes eran representados. En base a ensayo y error, el cine iba construyendo no
sólo fórmulas de representación, sino también códigos de conducta para quienes se situaban
delante de las cámaras.
Por otra parte, y más allá del aparato cinematográfico, el deseo de imitar prácticas, modelos y
modos de ser de la dirigencia y aristocracia europea y europeizante era parte de una tenden-
cia generalizada dentro de las élites latinoamericanas de la época. La búsqueda por construir
una nación que se asemejara a las europeas era, por aquellos años, no sólo un anhelo sino una
ideología que se encontraba integrada, naturalizada en la élite mexicana que miraba hacia
Europa como un paradigma y como un espacio idealizado de una civilidad por alcanzar. Por
39
Tomo prestada la noción Lo que vemos, lo que nos mira del filósofo e historiador del arte Didi-Huberman
(2011). Sin embargo, para efectos de este trabajo realizo una suerte de desvío conceptual para distanciarme de
la perspectiva psicoanalítica que utiliza Didi-Huberman. Mi intención es utilizar la dualidad lo que vemos/lo que
nos mira como una oposición binaria que permite comprender y análizar de los diversos usos sociales del cine,
a través de los distintos mecanismos de significación que se constituyen, en última instancia, en significantes, es
decir en expresiones mediante las cuales una determinada producción simbólica construye una mirada sobre el
mundo social y, con ello, contribuye, al mismo tiempo a modelarlo, construirlo y constituirlo.
79
tanto, independiente de que aún no se reconociera el potencial de la imagen en movimiento
como dispositivo de poder y de visibilidad social y política, las imágenes llegadas de Europa
acreditaban que era de buen gusto ser sujeto de una “vista”. Al acceder a ser filmado por los re-
presentantes de los Lumière en México, el General Díaz realizó un gesto que no sólo garantizó
que las primeras películas nacionales giraran en torno a su figura, sino que al mismo tiempo
contribuyó a que el cine –de manera inconsciente en un primer momento– se transformara en
un medio eficaz para la circulación política y propagandística de la imagen encarnada en su
figura. Como ha observado Aurelio de los Reyes:
(…) el cine resultó ser un excelente medio para aumentar la popularidad del general Díaz. En
diciembre de 1896, en Guadalajara, se programaron sus vistas junto a las de destacados per-
sonajes, el Zar Nicolás II y el presidente de Francia, Félix Faure. Para los tapatíos, por supues-
to el presidente era una figura notable, y el cinematógrafo manifestó el lugar que a sus ojos
merecía el estadista mexicano. En Puebla se ovacionó frenéticamente la película del general
Díaz y sus ministros,40 y en San Luis de Potosí se “… aplaudió de buen agrado… la llegada del
presidente de la República a su palacio en el castillo de Chapultepec, cuadro en el que se re-
conoce el andar grave y militar de nuestro Primer Magistrado, el porte distinguido del señor
general Berriozábal que le acompañaba de gran uniforme…41” (2013: 142).
Una de las pocas imágenes que aún sobreviven del porfiriato y a la cual tenemos acceso es la
“vista” El presidente de la República paseando a caballo por el bosque de Chapultepec. La pe-
lícula muestra en un plano general al general Díaz y su comitiva dando un paseo. El general
se acerca a paso seguro hasta detenerse delante de la cámara, su comitiva sale del plano y el
general queda solo en el cuadro, se saca el sombrero en señal de saludo, el caballo gira sobre
sí mismo y se detiene. Entra en escena un soldado que se cuadra ante el general y se retira,
el general queda nuevamente solo delante del objetivo, da una media vuelta y regresa por el
mismo camino por donde había llegado. La comitiva comienza a entrar en el cuadro y vemos
ciclistas que se bajan de sus bicicletas y transeúntes que se detienen ante el paso del dictador.
Esta vista, que claramente fue coreografiada, deja entrever algunas cuestiones relativas a la
imagen, a lo visible y al uso social de esas visibilidades fílmicas.
Lo primero a destacar es lo que Jacques Rancière ha llamado como el umbral de lo visible, esto
es, el conjunto de operaciones discursivas y dispositivos de inteligibilidad que hacen de lo vi-
“Noticias de Puebla” El Tiempo, 24 de julio de 1897, p. 3. Citado en de los Reyes, 2013: 142.
40
“El cinematógrafo Lumière” El Continental (S.L.P.), 12 de octubre de 1897, p. 1.2. Citado en de los Reyes, 2013:
41
142.
80
sual cinematográfico un marco que excluye y al mismo tiempo selecciona “lo que es interesan-
te para ver” (2013: 34). De ahí que el umbral de lo visible emerge como un recorte que revela y
desvela, que muestra y significa, que visibiliza e invisibiliza al mismo tiempo. Lo que registra
la imagen del general Díaz paseando con su caballo es, a mi modo de ver, el espacio de poder
ejercido por el dictador. Cuando su subalterno se cuadra delante de él, lo que vemos no es sólo
un acto de disciplina, sino que ese acto se traduce y deviene en la manifestación del poder en
escena. Ese acto cotidiano y anodino acaba siendo una exhibición de poderío que se reafirma
con el hecho de que la comitiva que acompaña al general desaparece de cuadro para dejarlo a
él, y solo a él, como único referente, como única posibilidad de contemplación.
Pero más allá del evidente protagonismo del general Díaz paseando en su caballo por los jardi-
nes de Chapultepec, es el registro mismo el que es significativo. Hay en esta imagen una suerte
de suplemento histórico en el cual es posible advertir “una disposición de signos de significan-
cia variable: signos que hablan y se ordenan inmediatamente en una trama significante; signos
que no hablan, que solo señalan que allí hay materia para la historia” (Ranciére, 2013: 18). El
cine no sólo lo vuelve único, sino que al mismo tiempo lo actualiza constantemente como ima-
gen del poder y como sujeto que encarna el poder.
Cuando el general Porfirio Díaz comenzó a protagonizar las “vistas” que lo retrataban en di-
versas actividades oficiales y situaciones anodinas, estaba próximo a cumplir su tercera le-
gislatura consecutiva y aún le restaban otros tres períodos presidenciales sucesivos en los
que dirigiría los destinos de la nación. En total ejerció la presidencia por cerca de treinta años
(1876-1911), con el “interregno” de Manuel González que lo sustituyó entre 1880-1884, en el
que continuaron las políticas porfirista de pacificación y apertura al mundo, principalmente
con Inglaterra. Desde 1884 a 1911 Porfirio Díaz gobernó México de forma ininterrumpida.
Cuando Díaz llegó al poder, cuatro años después de la muerte de Benito Juárez, los liberales
se encontraban sin un líder indiscutido, y los herederos políticos de Juárez, Sebastián Lerdo
de Tejada y José María Iglesias, dieron pruebas claras de “no tener las cualidades necesarias
para asumir dicho liderazgo” (Garciadiego, 2010: 211). Con los liberales acéfalos, Díaz pronto
asumió el liderazgo después de encabezar la rebelión de Tuxtepec, que buscó impedir que el
presidente Sebastián Lerdo fuera a la reelección.42
No deja de ser curioso que el período denominado como porfiriato surja a partir de la falta de consecuencia
42
81
Una vez triunfante la rebelión tuxtepecana, en noviembre de 1876, Díaz encargó por unos
meses la presidencia a Juan N. Méndez. El objetivo era doble: acabar con la resistencia militar
de lerdistas e iglesistas y llegar a la presidencia legitimado por unas elecciones, en lugar de
como un exitoso golpista. Su primera presidencia de 1877 a 1880, tuvo como prioridades
la pacificación del país –recuérdese la existencia de varios pueblos indígenas rebeldes, así
como la de numerosos bandoleros–; el control del ejército, en el que varios caudillos milita-
res podían rivalizar con él, por lo que apoyó el ascenso de una nueva jerarquía, así como la
obtención de reconocimiento diplomático e las principales potencias del mundo (Ibíd.: 212).
A partir de un conjunto de alianzas y arreglos con distintas facciones liberales e incluso con
algunos conservadores, Díaz fue acumulando poder al mismo tiempo que allanaba el camino
para las reformas políticas “dejando atrás casi medio siglo de luchas fratricidas y alcanzando
la pacificación del país. Por primera vez desde la independencia, el régimen porfirista logró
consolidar la estabilidad política, dotar a la nación de un marco legal relativamente uniforme
y reincorporarlo al concierto de naciones tras el aislamiento que padeció debido al desenlace
de la intervención francesa” (Kuntz, 2012a: 15). El lema que podría caracterizar al porfiriato
no es otro que el de “orden y progreso”, y para llevarlo a cabo “puso en práctica una doble me-
cánica: centralizar la política y orquestar la conciliación. Para los renuentes habría represión”
(Garciadiego, 2010: 212).
El porfiriato se puede entender como un régimen autoritario, de corte liberal e influido por
las ideas del positivismo en las que se priorizaba la eficacia, la estabilidad y la promoción de
la modernización del país a través de un fuerte impulso de la economía con la integración de
México al mercado internacional. “Entre 1880 y 1910 los procesos de modernización econó-
mica convergieron en la consolidación del Estado liberal en los ámbitos político e institucional,
plasmándose así los proyectos de la élite liberal de la Reforma” (Kuntz, 2012a: 14). Si bien
el proceso modernizador impulsado por Díaz fue exitoso en muchos aspectos, tales como la
instauración de una red ferroviaria que conectaba el país y un aumento considerable en la
exportación de materias primas como el oro, la plata, zinc, el cobre; en otros aspectos no logró
superar ciertos rasgos heredados del pasado y que tensionaban o ponían en contradicción los
elementos de modernidad recién instaurados (Kuntz, 2012a; Katz, 1992). Esto llevó a Octavio
del general Díaz. Díaz levanta el plan Tuxtepec contra la reelección del presidente Lerdo, argumentando e im-
poniendo una serie de reformas políticas y sociales a la constitución de 1857, señalando “que ningún ciudadano
se imponga y perpetúe en el ejercicio del poder”. Su eslogan para cautivar adeptos fue “sufragio efectivo, no
reelección”
82
Paz a sostener que la dictadura de Porfirio Díaz:
(…) no provoca el nacimiento de una burguesía fuerte, cuya acción todos, (…) veían [como]
la única esperanza de México. Por el contrario, la venta de los bienes de la iglesia y la desa-
parición de la propiedad indígena –que había resistido precariamente, tres siglos y medio de
abusos y acometidas de encomenderos y hacendados- acentúan el carácter feudal de nuestro
país (…) En apariencia, Díaz gobierna inspirado por los ideales en boga: cree en el progreso,
en la ciencia, en los milagros de la industria y del libre comercio. Sus ideales son los de la
burguesía europea (…) Los intelectuales descubren a Comte y Renan, Spencer y Darwin; los
poetas imitan a los parnasianos y simbolistas franceses; la aristocracia mexicana es una clase
urbana y civilizada. La otra cara de la medalla es muy distinta. Estos grandes señores amantes
del progreso y la ciencia no son industriales ni hombres de empresas: son terratenientes (…)
En sus haciendas los campesinos viven una vida de siervos, no muy distinta a la del período
colonial (…) En realidad el porfirismo es heredero del feudalismo colonial: la propiedad de la
tierra se concentra en unas cuantas manos y la clase terrateniente se fortalece. Enmascarado.
Ataviado con los ropajes del progreso, la ciencia y la legalidad republicana, el pasado vuelve,
pero ya desprovisto de fecundidad (2012: 140-142).
Historiadores y estudiosos del período han dividido y clasificado el porfiriato en tres gran-
des etapas que poseen características distintivas y propias, pero que sin embargo se definen
en torno a la figura de un hombre: el general Porfirio Díaz. La primera se refiere al ascenso
y consolidación de Díaz como máxima autoridad a partir de la toma del poder y su afianza-
miento en él, “entre finales de 1876 y mayo de 1877, hasta el momento en que pudo controlar
cabalmente todas las instituciones e instancias políticas del país; o sea, cuando llegó a domi-
nar con plenitud el aparato político nacional, lo que sucedió hacia 1890, aproximadamente”
(Garcíadiego, 2010: 211). Hacia 1884, en el segundo cuaternio de Porfirio Díaz (1884-1888),
continuó con su política de contención y control sobre los caudillos y caciques, así como el in-
tento de pacificar las zonas rebeldes indígenas. Es también en esta etapa cuando se consolidó
el saneamiento de la economía y se impulsaron una serie de inversiones públicas en el ámbito
del transporte, a través de la construcción de líneas férrea,43 y las telecomunicaciones, con la
instalación de líneas telefónicas y el telégrafo, además del establecimiento de instituciones
bancarias como el Banco Nacional de México (Banamex). Es también en el segundo gobierno
de Díaz cuando se concretaron importantes inversiones europeas y se inició la exportación de
43
Como señala la historiadora Sandra Kuntz (2012b: 176), “el resultado más palpable del esfuerzo guberna-
mental fue la conformación de un sistema ferroviario de alcance prácticamente nacional, cuya columna verte-
bral se conformó entre 1880 y 1892: dos grandes líneas conectaron la capital del país con la frontera estadou-
nidense (en ciudad Juárez, FCM, y Laredo, FNM), mientras que una tercera (FI) atravesó, de norte a sur y luego
de este a oeste, una amplia porción del territorio norteño, arrancando en Piedras Negras para desembocar en
ciudad Durango, capital de ese estado”.
83
productos agrícolas y de la minería industrial, principalmente cobre, que comenzó a desplazar
a la minería de metales preciosos, como el oro y la plata (Garcíadiego, 2010, Kuntz, 2012b). Así
se asentaron las bases para la creación de un modelo económico exportador (1880-1929) que
dio inicio a la transición hacia un crecimiento económico moderno, sustentado sobre la base de
un capitalismo con fuerte inversión extranjera y una exportación primaria (Kuntz, 2012b). Otra
de las características de esta fase de consolidación del porfiriato fue la tolerancia en los asuntos
religiosos. Díaz optó por una política de relajación, puesto que era consciente “de los enojos que
provocaban en la sociedad mexicana la aplicación de los artículos más jacobinos de la constitu-
ción” (Garciadiego, 2010: 213). A partir del crecimiento económico, de la estabilidad política y
de la reconciliación social que experimentó el país durante esta etapa del porfiriato, se vivió lo
que se ha denominado “paz orgánica”.
La segunda etapa del porfiriato, que tuvo lugar durante la década de 1890, fue signada por la
expresión “poca política y mucha administración”. Este lema no debe entenderse como una au-
sencia de política, por el contrario, se hacía mucha, pero la hacía un grupo reducido de personas
(Cárdenas García, 2012). El lema se fundamentaba más bien en la creencia dictatorial de Díaz
de que la política entorpecía el desarrollo del país, “por lo que redujo al mínimo toda forma
de actividad política, como las contiendas electorales, los debates parlamentarios y las pugnas
ideológicas en la prensa” (Garciadiego, 2010: 214). Como resultado, a diferencia de los decenios
anteriores del siglo XIX, durante esta fase de auge hubo muy poca oposición al gobierno y tam-
poco se dieron grandes conflictos al interior del mismo. Por otra parte, si en la primera etapa
del porfiriato se privilegió la pacificación y el control de los caudillismos y cacicazgos, con el
objetivo de alcanzar la estabilidad interna a través de una política de concesiones y represiones,
que en última instancia consolidaría el poder de Díaz y lo haría imprescindible para la estabi-
lidad social, política y económica de los mexicanos; ahora, en esta segunda fase, se privilegió
la administración. Esto implicó que Díaz gozó del control total de la administración pública. Si
antes había tenido que negociar con diversas fracciones del liberalismo –como con los lerdistas
o los igliesistas–, en el período de auge pudo gobernar con un grupo propio, el de los llamados
“científicos” (Garciadiego, 2010).44
Los científicos eran sujetos que provenían, mayoritariamente, de las clases medias urbanas, que habían obte-
44
nido sus títulos universitarios de ingenieros, médicos, abogados y que, durante su estadía en altos puestos del
gobierno, habían logrado ascender en la escala social, llegando a poseer grandes extensiones de tierra y un alto
grado de poder político, transformándose en una nueva oligarquía. En términos intelectuales eran seguidores
del positivismo y en lo ideológico eran liberales, pero no doctrinarios, autodefiniéndose como liberales positi-
84
Si bien se redujeron las actividades políticas, se siguieron manteniendo las formas democrá-
ticas mediante la celebración periódica de elecciones –acompañadas de una cierta ritualidad
en las formas y el funcionamiento–, y la preservación de la independencia de los poderes; sin
embargo, a la vez se dejaba entrever el rechazo o el desprecio a la actividad política, por lo que
esta fase del porfiriato se caracteriza por ser un período de despolitización, que se llevó ade-
lante “sin mayores reparos; al contrario, lo hizo con la mayor anuencia y con un altísimo respal-
do de los mexicanos de entonces” (Garciadiego, 2010: 214). Esta despolitización, en conjunto
con las medidas que mantenían la “paz orgánica”, supuso que tanto la representación como la
participación popular fueron bastante limitadas. De este modo, como han destacado algunos
historiadores del período (Cárdenas García, 2012, Kuntz, 2012; Katz, 1992; Guerra, 1988) lo
que existió fue “una ficción democrática” que aparentaba muy bien el ritual democrático, pero
que en el fondo carecía de sustancia y lograba su legitimidad social y política a través de una
compleja trama de relaciones personales y clientelares.45
Uno de los resultados más evidentes de esta “ficción democrática” era la exigua, por no decir
nula, movilidad política. Los gobernadores, los ministros y la gran mayoría de quienes ocupa-
ban cargos de representación popular o cargos de confianza, eran prácticamente vitalicios y su
nombramiento respondía a favores y fidelidades al régimen, instaurándose así una gerontocra-
cia. “Mantener la cohesión y la lealtad de este grupo de fieles tuvo sus costos, ya que Díaz solía
sostenerlos en sus cargos a pesar de las flagrantes muestras de incompetencia, corrupción o
vistas o liberales-moderados. Sin estos profesionales es muy difícil entender la labor institucional, legislativa y
gubernamental del régimen porfirista (Cárdenas García, 2012; Garciadiego, 2010). “Los “científicos” propusie-
ron al gobierno de Díaz un proyecto gubernamental, que en buena medida se cumplió hasta el final del régimen.
En materia económica, reconocían la necesidad de la inversión extranjera ante la falta de ahorro interno, acep-
taban la conveniencia de exportar productos naturales y urgían el establecimiento de un sistema racional y na-
cional de impuestos, eliminando en 1896, las alcabalas, especie de pagos por trasladar productos de una región
a otra, lo que había obstaculizado la integración de la economía nacional. En materia política, aceptaban que el
régimen tuviera como forma de gobierno la dictadura, pero alegaban que se trataba de una dictadura benéfica;
en todo caso, este dictador –Díaz- debía ser sustituido, cuando llegara el momento, por instituciones y leyes, no
por otro dictador, y menos aún por uno militarista. (…) En materia sociocultural, los “científicos” proponían que
se ampliara el sistema de educación pública y que la educación que se impartiera fuera “científica”. Por último,
recomendaban que no se escindiera la sociedad mexicana por causas religiosas.” (Garciadiego, 2010: 215).
45
Como ha observado Nicolás Cárdenas García, “se cumplió religiosamente con los plazos y las formas legales
en todas las elecciones, nacionales, estatales o municipales, pero en realidad pocas veces se elegía en los comi-
cios, puesto que normalmente había candidatos “oficiales”. De hecho, las listas de candidatos al Senado y a la
Cámara de Diputados, así como las de gobernadores, jefes políticos y aun algunos presidentes municipales, se
confeccionaban bajo la atenta mirada de Díaz en una negociación continua con los principales implicados. Una
vez conocida la voluntad presidencial, las autoridades simplemente vigilaban el cumplimiento burocrático del
proceso electoral, que era de carácter indirecto: los votantes elegían a los electores, quienes elegían al candidato
ganador. Dada la escasa ilustración e interés de los votantes, ello no era muy complicado; en el mejor de los casos
implicaba la formalidad de abrir las casillas y recibir los votos que no podían alterar la decisión tomada, y en el
peor, como en alguna elección de Nuevo León, los presos de la cárcel local se encargaban de llenar las papeletas”
(2012: 56).
85
impunidad” (Cárdenas García, 2012: 64). Esto implicó que se obstruyera “el necesario recambio
político y generacional de la clase en el poder, lo que a la postre, imposibilitó su transforma-
ción pacífica y el mantenimiento del orden social” (Kuntz, 2012a: 17).
En esta segunda fase tuvo lugar un importante crecimiento económico gracias a la estabilidad
política –o, mejor dicho, a la ausencia de una oposición–, a la paz orgánica nacional y a un conve-
niente contexto internacional, que permitieron que durante este decenio hubiera importantes
avances en materia de exportación de productos primarios de la minería industrial, la agri-
cultura y la ganadería. El considerable aumento de las exportaciones de materias primas fue
superior a la importación de productos manufacturados, lo que se tradujo, por primera vez en
la historia mexicana, en un superávit comercial (Garciadiego, 2010; Kuntz, 2012b). Es durante
este período cuando, producto de la industrialización del país, comienza el proceso de urbani-
zación de grandes cantidades de campesinos que emigran a las ciudades en busca de mejores
condiciones de vida.
La tercera y última fase del porfiriato tuvo lugar en la primera década del siglo XX y estuvo mar-
cada por la decadencia y caída de Porfirio Díaz del poder. El país inició un hundimiento gradual
y profundo que repercutió en casi todos los ámbitos del quehacer nacional, siendo la economía
y la política los más sensibles, que terminaron por desestabilizar al país y propiciaron las con-
diciones para la emergencia de la Revolución Mexicana. La crisis económica internacional de
1907 y 1908, que redujo las exportaciones mexicanas, y el encarecimiento de las importaciones
golpearon fuertemente tanto al sector rural como al industrial. Como resultado, se redujeron
los ingresos del estado, lo que llevó al congelamiento de los salarios y la reducción de las contra-
taciones públicas, además del aumento de algunos impuestos. Todas estas medidas resultaron
altamente impopulares puesto que todas las clases sociales sufrieron un deterioro considerable
en sus condiciones de vida. De este modo, “la crisis económica agudizó los reparos sobre las
condiciones que imponía el modelo de crecimiento y generó descontento entre la fuerza de
trabajo móvil dispersa por todo el norte de México, entre los industriales, cuya prosperidad
se detuvo como consecuencia de la depresión y entre los productores agrícolas, que se vieron
forzados a liquidar sus deudas” (Kuntz, 2012b: 201).
Una de las grandes problemáticas que estalló hacia el final del porfiriato fue el tema de la tierra.
86
“Cuando México consiguió su independencia de España a principios del siglo XIX, se calcula
que aproximadamente el 40 por 100 de toda la tierra dedicada a la agricultura en las regiones
central y sur del país pertenecía a las comunidades rurales. Cuando Díaz cayó en 1911, sólo
un 5 por 100 permanecía en sus manos y más del 90 por 100 de los campesinos mexicanos no
poseían tierras” (Katz, 1992: 51). Si bien no existen estadísticas anuales que muestren el de-
sarrollo de este proceso, investigadores del período sostienen que a partir del acelerado ritmo
de crecimiento económico del porfiriato, que se tradujo en un incremento considerable de las
exportaciones de productos agrícolas y del alto consumo interno de productos agropecuarios,
“llevó a los hacendados a esforzarse por aumentar sus territorios para elevar el rendimiento”
(Ibíd.: 52). Otro factor que contribuyó al empobrecimiento de los campesinos y su carencia de
tierra, fue la especulación producida por la construcción del ferrocarril.46 La crisis del campo
puede ser vista como un largo proceso de expropiaciones y abusos en las que numerosas comu-
nidades campesinas vieron reducidas sus tierras por la usurpación de los grandes hacendados.
El resultado de esto fue la politización de las comunidades rurales que, al no recibir solución a
sus demandas y conflictos por parte de la dictadura de Porfirio Díaz, aliado de los grandes terra-
tenientes, vieron en el levantamiento en armas el camino hacia la emancipación.
Es también hacia finales del porfiriato cuando se producen dos importantes movimientos huel-
guísticos. El primero surge hacia mediados de 1906, en una mina de cobre propiedad estadouni-
dense ubicada en la población sonorense de Cananea. El conflicto se inició por la discriminación
salarial entre los trabajadores mexicanos y estadounidenses, que fue generando un creciente
clima de tensión entre trabajadores que finalmente derivó en violencia. Para garantizar la se-
guridad de los trabajadores estadounidenses, ingresó al país un contingente de militares (ran-
gers) del país del norte, lo que provocó un fuerte desprestigio y enojo contra el gobierno estatal
y federal (Garcíadiego, 2010).
El otro conflicto de carácter industrial tuvo lugar en enero de 1907, en Río Blanco Veracruz,
cuando obreros textiles buscaron el mejoramiento de las deplorables condiciones salariales y
46
Respecto al problema de las tierras comunales, Friedrich Katz, plantea: “Durante la época de Díaz no sólo
eran mayores que antes los incentivos para expropiar tierras, sino que además encontraron un nuevo soporte
legal. A la Ley Lerdo (véase supra) que había constituido la base legal para estas acciones durante la República
restaurada, se habían sumado nuevas leyes durante la legislatura de Manuel González, que permitieron a las
compañías deslindadoras inspeccionar las tierras públicas y quedarse con un tercio de lo que encontrasen. Más
importante aún que estas nuevas normativas legales fue el hecho de que durante el período de Díaz el gobierno
mexicano era lo suficientemente fuerte como para encabezar un ataque masivo contra las comunidades rurales.
Los ferrocarriles acabados de construir dieron al ejército y a los Rurales, recientemente reforzados, mayores
posibilidades que antes de aplastar cualquier tipo de resistencia por parte del campesinado.” (1992: 52)
87
laborales: una jornada laboral de catorce horas, la obligación de cubrir con sus salarios los arre-
glos de las maquinarias y el pago en fichas que sólo podían utilizar en la tienda de la fábrica para
comprar los productos de primera necesidad (Kuntz, 2012b). Todas estas injusticias motivaron
el alzamiento de los trabajadores que se declararon en huelga. Los obreros fueron fuertemen-
te reprimidos por el ejército y la temible policía rural de Díaz, quien “ordenó en Río Blanco la
ejecución despiadada de docenas de obreros textiles que habían pedido al presidente mexicano
que actuara de árbitro en su conflicto con la empresa” (Katz, 1992: 67).
Si bien después de estos hechos el gobierno de Porfirio Díaz no enfrentó levantamientos obre-
ros de gran envergadura, lo cierto es que tras estas matanzas los obreros iniciaron un proceso
de politización que los llevó a simpatizar y militar en las diversas fracciones y movimientos de
oposición que comenzaban a emerger, y que contribuyeron en el debilitando de la estructura
política que había gobernado al país con cierta estabilidad por más de veintiséis años. De este
modo, los obreros, surgidos del desarrollo industrial, comenzaron a organizarse y emprender
el arduo camino en pos de la visibilidad social, política y cultural a través de distintas acciones
colectivas: huelgas y marchas por el espacio público.
¿Cómo se explica el hecho que Díaz haya logrado mantener el orden y el progreso durante
veintiséis años seguidos, sin competencia y con una exigua movilidad política? Durante largo
tiempo los historiadores explicaron esto mediante la hipótesis de una política sustentada
sobre la lógica del palo y la zanahoria, destacando la capacidad coercitiva y de control so-
ciopolítico del régimen. “Sin embargo, todos los análisis de las instituciones monopolizadoras
de la violencia legal en el período, el ejército y la policía rural, han mostrado que se trataba de
cuerpos pequeños, poco profesionales, con escasa motivación de servicio y lucha” (Cárdenas
García, 2012: 64). Por lo tanto, no pareciera ser efectivo que el palo y la zanahoria fuera el
mecanismo mediante el cual se mantuviera el orden y el control. Más bien todo parece indicar
que el porfiriato buscó proyectar una imagen de poderío, exhibiendo el poder y la fuerza en los
momentos necesarios y así generar en la sociedad mexicana la sensación (y con ello la certeza
social) de que el régimen poseía una gran fuerza pública (policía, ejército, etc.) para ejercer la
violencia legítima, dando la impresión de estar en todas partes sin estar en ninguna y, de este
modo, construir un simulacro en el que “la paz porfiriana fue al mismo tiempo un estado men-
tal y un hecho físico” (Ibíd.: 58).
88
Es en la instalación de una “mentalidad porfirista” donde podemos ver cómo el naciente cine
comenzó a jugar un papel medianamente importante en la articulación de la imagen del por-
firiato como un régimen que buscaba instalar una imagen de progreso, orden, poderío y el
control social. Estas mediaciones fílmicas, que contribuyen en la instalación de la mentalidad
porfiriana, no sólo son visibles en la explotación de la imagen cinematográfica del general Díaz
como figura mitológica, sino también mediante el registro de ciertos hechos de connotación
social, principalmente aquellos en los que se castigaba a quienes cometían determinadas faltas
contra la autoridad, la disciplina o el orden. Así por ejemplo, cuando los camarógrafos de los
Lumière registraron el proceso judicial del soldado Antonio Navarro, acusado de maltratar de
gravedad a su superior siendo sentenciado a muerte por insubordinación, es muy probable
que los camarógrafos no fueran conscientes que la divulgación fílmica del proceso –“desde que
el juez entregó la venda al sacerdote hasta que le dieron el tiro de gracia” (de los Reyes, 2013:
89)–, constituía un paso adelante en otorgarle al cinematógrafo y a la imagen en movimiento
su capacidad para transformar lo que vemos, en lo que nos mira.
La precariedad de la naciente práctica cinematográfica en México hizo que su rol no fuera tan
preponderante, como lo puede haber sido la prensa escrita en la articulación de una mentali-
dad porfiriana.47 Como han señalado algunos investigadores, la idea de un estado porfiriano
poderoso, disciplinado, modernizador, en orden y con un alto grado de estabilidad social, po-
lítica y económica, fue principalmente producto de “una especie de consenso, una legitimidad,
una aceptación por parte de los ciudadanos con algún tipo de capital económico, social o cul-
tural [que le otorgó] el derecho a gobernar a Porfirio Díaz y su grupo” (Cárdenas García, 2012:
58). Sin duda, los fundamentos de esta legitimidad y aceptación poseen una diversidad de
variantes y componentes culturales, políticos, económicos, sociales e ideológicos. Sin embar-
go, una de los factores que facilitó la construcción y aceptación de una “mentalidad porfiriana”
es la “consecución real del orden y el progreso, lo que en la práctica, para la gente de la época,
quería decir que se había acabado con las revoluciones o pronunciamientos, que se habían
limpiado los caminos de bandoleros, y que por todas partes había signos de que México se
convertía en un país moderno” (Ibíd.: 59). Pero fue la visibilidad social de los logros moder-
47
Como ha observado Nicolás Cárdenas García (2012: 55), “ante la ausencia de partidos políticos, los periódi-
cos habían funcionado hasta ese momento como vehículos tanto para la expresión como para la organización
misma de los diversos grupos políticos, por lo que se trataba, en buena medida, de periódicos de corte doctrina-
rio que ventilaban, incluso con exceso, los problemas nacionales y los sucesos políticos, a pesar de que no tenían
demasiados lectores”.
89
nizadores reales del porfiriato la que permitió crear la ilusión de que estos eran mucho más
significativos, y esta visibilidad fue posible, en parte, gracias a una enorme red burocrática
apostada en las distintas reparticiones públicas y a la utilización de los medios, entre ellos el
cine, como dispositivos difusores de la modernidad.
La modernización liberal encabezada por Porfirio Díaz implicó una serie de transformaciones
a nivel nacional. La organización política, por ejemplo, “representó la redefinición de las rela-
ciones entre los estados y la federación, disminuyendo su conflictividad y favoreciendo una
creciente centralización” (Kuntz, 2012a: 16). Esto implicó, necesariamente, el crecimiento del
estado y el fortalecimiento de las funciones administrativas y gubernamentales que permitie-
ron la integración y el control del territorio. No obstante ello, la modernización porfiriana fue
un camino autoritario de modernización que, como señalamos antes, puso cortapisas a la par-
ticipación ciudadana y “recurrió a formas extralegales de contención y represión de las voces
y movimientos de resistencia u oposición” (Ibíd.: 16).
(…) en una batalla contra las corporaciones y propiedad colectiva y una búsqueda de una uni-
formidad que disolviera las diferencias culturales y la cultura indígena. Estos aspectos de “la
modernización desde arriba” enfrentaron férrea resistencia, a veces de manera pacífica y otras
mediante movilizaciones y rebeliones que se diseminaron por el país, particularmente en co-
yunturas de crisis económicas, como la de 1891 (2012a:21).
En suma, la emergencia, consolidación y caída de Porfirio Díaz se produjo a partir de las con-
diciones históricas que posibilitaron su actuar y que estuvieron constituidos por una serie de
90
procesos sociales, económicos y políticos que lo llevaron a convertirse, por la razón o la fuerza,
en un hombre imprescindible y necesario para regir los destinos de los mexicanos durante casi
treinta años. A través de la construcción del mito liberal unificador que posicionaba a Porfirio
Díaz y su correlato, el pofiriato, en la cima de una pirámide, se mantuvo una maquinaria buro-
crática-gubernamental organizada en torno a los ejes del progreso, el orden y la represión. Sin
embargo, como se sabe, una hegemonía nunca es total y la posición contrahegemónica, como
veremos más adelante, llegará de la mano de la Revolución Mexicana.
Si analizamos brevemente la producción cultural durante el porfiriato, ésta osciló entre el tra-
dicionalismo romántico, el costumbrismo y la modernidad representada por la industrializa-
ción, el arte europeo y el positivismo. La modernidad y su estética era algo que provenía de
afuera, principalmente desde Europa, de modo que se intentó imitar a toda costa, puesto que,
“a falta de un modelo cultural propio consolidado (…), la élites liberales triunfantes aspiraban
a una convergencia cultural con el mundo civilizado europeo y el impulso industrializador es-
tadounidense, al mismo tiempo que fomentaban el orgullo de las aportaciones originales del
mundo prehispánico y colonial mexicano” (Ibíd.: 21). En la literatura, las corrientes románti-
cas y modernistas fueron las que tuvieron un mayor predominio. Sin embargo, “en la prime-
ra década del siglo XX hicieron su aparición corrientes críticas del clasicismo de inspiración
europea, cuyos valores vanguardistas encontrarían un medio propio para desplegarse en la
vorágine de la revolución” (Ibíd.: 23).
Es durante este período cuando se llevaron a cabo importantes inversiones en el ámbito mu-
seográfico: se construyó la Biblioteca Nacional y el Museo Nacional el cual adquirió “la con-
91
dición de baluarte del nacionalismo cívico y patriótico. La versión oficial de la historia guió
el orden de sus salas, objetos, vitrinas, cuadros y cédulas. En el aire de sus amplias naves se
respiraba una especie de paradigma mexicanista” (Ibíd.: 298). El adjetivo de “nacional” se fue
incorporando a una serie de establecimientos profesionales, institutos, museos, observatorios
y sociedades científicas. Es también durante el porfiriato cuando importantes artistas e inte-
lectuales se incorporaron al gobierno y contribuyeron activamente en la difusión de doctrinas
liberales y en la construcción de una historia oficial que perseguía proporcionar una cierta
unidad nacional (Kuntz, 2012a; Pérez Montfort, 2012). Esta unidad se daba bajo la lógica del
positivismo y “la idea de que la sociedad mexicana avanzaba hacia una era superior a las vivi-
das anteriormente, tal como lo interpretaban la élites intelectuales (…) De manera muy esque-
mática, una combinación del mundo civilizado europeo y el impulso industrializador estadou-
nidense caracterizaba esa etapa venidera. El pueblo mexicano se dirigía hacia allá como sino
ineludible en su búsqueda de la libertad” (Pérez Montfort, 2012: 288-289).
En cuanto a la división social del esparcimiento, el ocio y la diversión, hacia finales del siglo
XIX los mexicanos de clase media y acomodados acudían al teatro, la ópera, el cine, el circo,
los toros, el hipódromo, restaurantes y cafés; en tanto que para los sectores populares estaban
las calles de los barrios periféricos, los jaripeos, los fangos, los jacalones, las peleas de gallo
y, sobre todo, las pulperías. Es durante los primeros años del siglo XX cuando comenzó a vis-
lumbrarse cierta tensión entre tradición y modernidad. “Mientras los paseos o los combates
de flores remitían a las remembranzas de cierto provincianismo, ir a una sala de cine o asistir
a un match de béisbol mostraban una disposición particular hacia lo actual y urbano” (Ibíd.:
312-322).
El cine jugó un doble papel. Por un lado, como hemos visto más arriba, contribuyó a la po-
pularidad del general Díaz al convertirlo en una figura cinematográfica en películas de corta
duración. Por el otro, el cine fue adquiriendo un lugar cada vez más preponderante en la vida
de los mexicanos. Si bien el cinematógrafo en sus primeros años se caracterizó por su noma-
dismo, ya para 1906 se contaba con 16 salones destinados exclusivamente a la proyección de
películas provenientes de las distintas productoras europeas y norteamericanas. Las con ma-
yor presencia en país eran las casas Pathé, Edison, Meliès, Gaumont, Urban Trading, Warwick,
Mustacopio y Piliscope (Pérez Montfort, 2012; King, 1994).
92
En un principio las proyecciones cinematográficas eran un espacio socialmente abierto, donde
era posible encontrar reunidos bajo una misma carpa a obreros, profesionales, sirvientas, da-
mas de sociedad, etc. Sin embargo, esta mezcla fue rápidamente rechazada por la aristocrática
y la alta burguesía mexicanas, lo que se tradujo en la incorporación de sistemas de selección
y distinción de clases mediante las leyes del mercado. “Las funciones caras y exclusivas, para
el highlife de México, se llevaban a cabo en cine Pathé, mientras que en el Salón Rojo o en el
Montecarlo bien se podía colar algún pelado o alguna sirvienta”. (Pérez Montfort, 2012: 317)
Las funciones destinadas al “bajo pueblo”, por lo general, se realizaban en los jacalones donde
además de la exhibición de películas, se presentaban cantantes y bailarinas.
El cine de ficción mexicano. comenzó a desarrollarse gradualmente hacia finales del porfiriato.
Salvador Toscano, Felipe de Jesús Haro y los hermanos Alva, fueron los principales exponentes
de una cinematografía que se concentraba mayoritariamente en filmar cortometrajes en los
que se narraban episodios que tenían directa relación con la historia del país o eran adapta-
ciones literarias. La primera película de ficción se realizó en 1899 bajo la dirección de Salvador
lvador Toscano, quien llevó al cine la célebre obra de José Zorrilla Don Juan Tenorio.48 Este
primer intento de llevar al cine una obra de ficción, consistió básicamente en la filmación de la
representación teatral en la que actuaba el popular Paco Gavilán. Se trató de una producción
bastante artesanal que no estimuló a seguidores e incluso el mismo Salvador Toscano volvió a
filmar documentales después de esta experiencia. En 1906 se estrenó el segundo filme de fic-
ción El san lunes del valedor –una película que al parecer buscaba ser una comedia y que fue di-
rigida por Manuel Noriega– y en 1907 se estrenó Aventuras de Tip Top en Chapultepec (1907),
de Felipe de Jesús Haro (Ramírez, 1989). La primera película de ficción mexicana de alto pre-
supuesto fue El grito de Dolores o la Independencia de México (1907) dirigida y protagonizada
por Felipe de Jesús Haro. La película narra los momentos claves de la independencia mexicana
y se especula que “esta película fue criticada por sus inexactitudes, su complicado desarrollo
48
Cabe señalar que en 1896 los enviados de los Lumière, Gabriel Veyre y Claude Bernard, realizaron la película
Un duelo a pistola en el bosque de Chapultepec. Esta cinta bien podría ser considerada la primera película de
ficción realizada en México. La película, que reconstruye un hecho real ocurrido poco tiempo antes entre dos
diputados, causó, al parecer, mucha molestia y generó una ola de protestas en la prensa, debido a que el públi-
co interpretó que se trataba de la filmación de un hecho real, a pesar de que se anunciaba que el filme era una
reconstrucción de los hechos. Como han apuntado algunos investigadores (Ramírez, 1989; del Rey, 1996; de los
Reyes 2013), las reconstrucciones de acontecimientos famosos ya habían sido realizadas por los operarios de
Edison quienes, en 1894 filmaron una pequeña película para su kinetoscopio titulada Pedro Esquirel and Dione-
cio Gonzales, Mexican Duel. En este filme se presentaba, tal vez, a los primeros mexicanos en una película: dos
hombres que se enfrentaban en un duelo a cuchilladas. Esta imagen del mexicano violento, como veremos más
adelante, fue, desde entonces, el estereotipo impuesto por el cine norteamericano al referirse a México.
93
narrativo y su falta de verosimilitud, prueba, quizás, de su calidad artística” (Standish, 2008:
519). A pesar de las críticas este filme fue exhibido cada 16 de septiembre hasta 1910, ya que
se entendía que la película contribuía a reafirmar la identidad nacional a través de la recons-
trucción de episodios históricos que relataban y construían el mito de la nación mexicana.
En resumen, la cinematografía mexicana del porfiriato se caracterizó por una producción ar-
tesanal en comparación con las cinematografías hegemónicas que provienen de Europa y Es-
tados Unidos. La prehistoria del cine, tanto en México como en el resto de Latinoamérica, “es
esencialmente la crónica de la exhibición. Imperceptiblemente, somos relegados a la posición
de consumidores, espectadores de una producción importada” (Paranagua, 2003: 33). En esta
primera etapa no se contaba con un mercado afianzado y prevalecía la carpa y la precariedad.
Se priorizaba el registro de los acontecimientos históricos, no sólo porque parte importante
del atractivo de las vistas era su inmediatez y por lo tanto era necesario renovarlas constante-
mente, sino porque también se entendía el cine como un instrumento para capturar la realidad
y mostrar la veracidad de los acontecimientos de manera objetiva. Sin embargo, temprana-
mente el cine mostró su capacidad para manipular u ocultar la realidad, como lo demuestra
el servilismo con el porfiriato, puesto que sistemáticamente la producción fílmica –ya sea por
censura o acomodo– omitió producir registros cinematográficos de los problemas nacionales,
tales como la huelga de Cananea o el conflicto textil de Río Blanco.
Estos fenómenos señalaron la iniciación de una nueva fase en el desarrollo del capitalismo: la
fase del imperialismo, y fue ésta, precisamente, la que se inició en los años en que el capitalis-
mo se volvía en México el sistema social dominante.
Esta peculiar coincidencia: la de que el afianzamiento del capitalismo como formación socioe-
conómica, se produjera en nuestro país cuando el sistema pasaba, a su vez, del régimen tra-
dicional de la competencia al del monopolio fue uno de los hechos que, en nuestro concepto,
más contribuyó a darle al capitalismo mexicano, y en general, latinoamericano, el carácter que
tiene (Aguilar Monteverde, 1968: 203).
Es durante este período cuando comienza a consolidarse en México todo un entramado econó-
mico, social, cultural y político que se despliega dentro del campo social y se instala, siguien-
do a Alonso Aguilar Monteverde (1968), como un “capitalismo del subdesarrollo”. En un país
como México, el capitalismo no era sinónimo de progreso, bienestar o un sistema democrático
que abarcara a la gran mayoría de la población; por el contrario, el capitalismo, nos dice Agui-
lar Monteverde, implicó un desarrollo completamente diferente que se materializó en unas
estructuras de poder impregnadas de una lógica en la que reinaba la desigualdad en la distri-
bución del progreso, el bienestar y la modernización.
95
excluyentes experimentadas por los trabajadores permitieron que la burguesía industrial y
la oligarquía terrateniente disfrutara de los beneficios de la modernidad y el progreso que el
capitalismo engendra para uno pocos y de los que excluye a muchos.
El desarrollo modernizador impulsado por los gobiernos de Porfirio Díaz, diversificó las acti-
vidades asalariadas que incluyeron el trabajo en la construcción ferroviaria, la minería, las na-
cientes manufacturas, el comercio en las ciudades, entre otras. Este variado mercado del traba-
jo implicó la reconversión de campesinos, artesanos y pequeños productores en trabajadores
asalariados que cumplían jornadas laborales y que, producto de “la competencia ejercida por
las nuevas fábricas, como ocurrió en el caso de la industria textil, fue asimismo convirtiendo
a los pequeños productores en obreros, unas veces con trabajo y otras sin él, pero para quie-
nes resultaba cada vez más difícil vivir como artesanos independientes” (Aguilar Moteverde,
1971: 170).
49
Como ha señalado Friedrich Katz, (1992: 61), “en la fábrica textil Hércules de Querétaro, los obreros plantea-
ban quejas similares pero, sobre todo, se quejaban del arbitrario sistema de castigos establecido por la empresa:
cualquiera que llegara un solo minuto después de las 5 de la mañana, hora de empezar el trabajo, podía ser
despedido inmediatamente”.
96
Como he señalado más arriba, esto supuso que centenares de miles de mexicanos y mexicanas
llegaran a buscarse la vida en las grandes ciudades. Para sobrevivir dentro de las grandes urbes
“el trabajador aparece en el mercado de mercancías como vendedor de su propia fuerza de tra-
bajo” (Marx, 1976: 194); es decir, se transforma en proletario, entendiendo éste como “la clase
de trabajadores asalariados modernos, que no poseen medios de producción propios y depen-
den de la venta de su fuerza de trabajo para poder vivir” (Engels citado en Bensaïd, 2012: 50).
Este naciente proletariado se constituyq en una clase social que se distingue de otras, no sólo
por su forma de subsistencia, sino también porque en la medida en que empiezan a asentarse
dentro de determinados espacios y territorios, comienzan a desarrollar y producir una serie de
prácticas y saberes propios que van dando forma y sentido a una cultura popular.
Pese a estos prejuicios, discriminaciones y explotación, o quizás a causa de ellos, los trabaja-
dores asalariados comenzaron a desarrollar una conciencia de clase que les permitió organi-
zarse como sujetos conscientes de su historia y, a partir de allí emprender luchas y demandas
sociales como colectivo organizado. Si bien es cierto que la legislación permitía la asociación
de los trabajadores, prohibía cualquier forma de presión sobre la libre fijación del salario y,
por lo tanto, vetaba la huelga (García Luna, 1996; Speckman, 2012a). La explotación laboral se
traducía en extensas jornadas laborales que superaban las catorce horas diarias; en inestabi-
lidad laboral, ya que los trabajadores podían ser despedidos sin indemnización ya sea porque
97
enfermaban o porque se accidentaban; y en salarios bajísimos sobre los que además se efec-
tuaban descuentos por servicios médicos, escolares o religiosos. De este modo, para que una
familia pudiera sostenerse era necesario que trabajaran todos los miembros que estuvieran
en condiciones físicas de hacerlo, lo que incluía, por supuesto, a los niños que recibían una
remuneración mucho menor.
Para afrontar las desigualdades, abusos y escasez material, desde mediados del siglo XIX los
trabajadores, “crearon asociaciones mutualistas, cuyos miembros, frecuentemente artesanos
u obreros calificados, aportaban una cuota mensual que se empleaba para ayudar a enfermos,
desempleados, viudas y huérfanos”(Speckman, 2012a: 248). Estas organizaciones se articu-
laban de manera democrática y muchas de ellas crearon cooperativas de consumo, fondos de
crédito o escuelas. Hacia 1872 se creó la el Gran Círculo de obreros de México, que perseguía
congregar a todas las asociaciones mutualistas de trabajadores de distintas áreas de la produc-
ción y que tenía la ambiciosa tarea de alcanzar una representación a nivel nacional. Sin embar-
go, al no apoyar la candidatura de Porfirio Díaz a la presidencia de 1876 ni tampoco a su delfín
Manuel González en 1880, perdió presencia. Pero en el segundo gobierno de Díaz, los mutua-
listas fueron cooptados por el presidente quien “necesitaba legitimarse, y para ello resultaba
provechoso la asistencia de los trabajadores a las ceremonias cívicas o su adscripción a los cír-
culos porfiristas; además, le interesaba restar fuerza a las organizaciones obreras radicales y
mermar las protestas urbanas” (Ibíd.: 249). A cambio de los favores otorgados por los obreros
mutualistas, el porfiriato entregó ciertos cargos y diputaciones a los principales líderes, medió
en ciertos conflictos y entregó escuelas y créditos a los trabajadores que los apoyaban.
98
gadas a la organización social, cultural y política de un grupo histórico (Bensaïd, 2012); y por
la producción de prácticas culturales y saberes cotidianos que, como nos recuerda Michel de
Certeau (2000), se articulan como unas maneras de hacer.50
En consecuencia, es posible advertir que estas maneras de hacer y de devenir en sujetos pro-
letarios, populares, “bajo pueblo” o como queramos llamarle, dan cuenta del modo en que los
sujetos marginalizados del capitalismo y la modernidad mexicana, se apropian y resignifican
el espacio social hegemónico; el cual ha sido organizado y estructurado de arriba hacia abajo
y desde la lógica de una élite económica, política y social que, por lo general, tiende a “no ver
las prácticas que le resultan heterogéneas y que reprime o cree reprimir. Sin embargo, éstas
tienen también todas las posibilidades de sobrevivir y, en todo caso, también forman parte
de la vida social, ya que de tan resistentes son más flexibles y se ajustan perpetuamente a los
cambios” (de Certeau, 2000: 48). De esta forma, estas maneras de hacer popular, contribuyen
a la construcción de un tejido compuesto por prácticas sociales y culturales que no siempre
encuentra un espacio de visibilidad social y elucidación, producto de la exclusión que de ellas
hace el discurso hegemónico. El resultado de todo es la naturalización, mitificación y esencia-
lización de aquellas prácticas y saberes que sí son absorbidos por la élite y, mediante recortes
y reducciones operativas y gobernables se vuelven, a veces, irreconocibles de su procedencia.
50
Con respecto a esta conceptualización, Michel de Certeau señala que: “Las maneras de hacer no designan
solamente actividades que una teoría se daría como propósitos. También organizan su construcción. Muy lejos
de encontrarse en el exterior de la creación teórica, en la calle, los ‘procedimientos’ de Foucault, las ‘estrategias’
de Bourdieu y, en términos más generales, las tácticas forman un campo de operaciones en el interior del cual se
desarrolla también la producción de la teoría. Se recupera así, aunque sobre otro terreno, la posición de Witt-
genstein respecto al lenguaje ordinario” (2000: 88).
99
2.2. De la Revolución Mexicana al nacionalismo
Luis Villoro plantea que “cuando las estructuras y políticas se inmovilizan y coartan el desarro-
llo de la sociedad, pueden suceder dos cosas: o la enajenación total de la sociedad en un Estado
despótico, o la ruptura de las formas que la oponían” (1995: 12). Para Villoro, la Revolución
social mexicana se constituye como un movimiento de negación de las estructuras liberales
vigentes que se materializa en la negación del Estado porfiriano y de las bases políticas, eco-
nómicas y sociales que la componían y posibilitaron la instauración e institucionalización del
régimen dentro del campo social. Esta negación implicó, según el filósofo mexicano, la libera-
ción de la enajenación porfiriana y el florecimiento de un pueblo que comienza a reconocerse
como tal cuando se da cuenta de su realidad y de su fuerza.
100
mica, no se levantaron en armas”.51 Por ello, la Revolución Mexicana debe entenderse como un
proceso en el cual participaron una diversidad de movimientos políticos, culturales, sociales y
económicos que no necesariamente tienen objetivos y visiones comunes. De esta forma, como
señala Luis Villoro, en la Revolución Mexicana,
Entre estas dos etapas de estructuración y estabilización encontramos una serie de comple-
jidades que hacen del periodo en cuestión una zona histórica compuesta por tensiones, con-
tradicciones y variaciones que permiten cuestionar las interpretaciones históricas que se fun-
damentan sobre la base conceptual y teórica de una sociología liberal que dominó durante
largo tiempo el panorama histórico y los estudios sobre la Revolución mexicana. Estas inter-
pretaciones se articularon a partir de tres grandes ejes: “la acción de las masas es consen-
sual, intencional y redistributiva; la violencia colectiva mide la transformación estructural; y
el nacionalismo reúne intereses en una división limitada del trabajo” (Womack, 1992: 78). Es
decir, la idea que se hizo circular es que el “pueblo”, en tanto “pueblo” se construye en y para
el “pueblo”; que cuanto más sangrienta y despiadada sea la lucha, más profunda serán las
transformaciones que de ella se desprendan, siempre y cuando, claro está, sea el “pueblo” el
vencedor; y que la familiaridad crea solidaridades. En consecuencia, se elaboró una narrativa
que puede condensarse de la siguiente forma:
La Revolución empezó a causa de un problema político, la sucesión de Porfirio Díaz, pero las
masas populares de todas las regiones pronto se metieron en una lucha que iba más allá de la
política, una lucha por amplias reformas económicas y sociales. El triunfo de la lucha popular
hizo necesarios grandes destrozos materiales en todo el país, la ruina de la economía y un
desafío total a los Estados Unidos. Y por medio de la lucha los paladines “del pueblo” se con-
virtieron en los líderes revolucionarios. Las condiciones económicas y sociales mejoraron de
acuerdo con la política que siguieron los revolucionarios, de tal modo que la nueva sociedad
51
Así por ejemplo, “en el caso de los peones acasillados o enganchados en las plantaciones de tabaco de Oaxaca
o en las fincas cafetaleras de Chiapas, o de los trabajadores de las haciendas henequeneras de Yucatán, incluidos
aquellos que habían sido llevados por la fuerza desde el valle de Yaqui en la década de 1900. En ninguno de esos
estados ‘prendió’ la revolución” (Kuntz, 2012a: 31).
101
se formó dentro de un marco de instituciones revolucionarias oficiales. La lucha terminó en
1917, año de la Constitución revolucionaria. El nuevo Estado revolucionario gozaba de tanta
legitimidad y tanta fuerza como decían sus portavoces (Ibíd.: 78).
Como ha señalado John Womack, es a partir de finales de los años sesenta, producto de la ma-
sacre estudiantil de Tlatelolco (1968), cuando comienzan a realizarse una serie de investiga-
ciones que divergen y cuestionan la historia oficial y dominante: “[…] la interpretación clásica
de la Revolución, según la cual la voluntad del pueblo había quedado institucionalizada en
el gobierno, hacía que la explicación histórica de la represión fuera imposible. Para algunos
estudiosos jóvenes la explicación más tentadora consistía en argüir, como siempre habían
hecho los críticos, que la Revolución había sido una estafa a costa del pueblo” (1992: 79). De
esta forma, la interpretación histórica de la Revolución fue cambiando su enfoque y perspec-
tiva. Ya no se entendió el inicio de la lucha armada como una lucha de clases entre los sectores
privilegiados de la sociedad y los grupos menos favorecidos, sino como un enfrentamiento
entre los sujetos frustrados de la clase alta y media y los sujetos favorecidos por el porfiriato
(Womack, 1992; Kuntz, 2012a; Speckman, 2012a). Lo que habría gatillado la Revolución fue
una lucha por el poder entre diferentes fracciones que no solo combatían “contra el antiguo
régimen y los intereses extranjeros, sino también, a menudo más aún, las unas contra las
otras, por cuestiones tan profundas como la clase social y tan superficiales como la envidia”
(Womack, 1992: 80).
Sin embargo, durante largo tiempo existió un cierto consenso acerca de ciertas tesis que, a
primera vista, parecían innegables respecto a la historia de la revolución Mexicana y sus dis-
tintas etapas. Una de ellas es que durante la revolución, la sociedad y sus estructuras sociales
experimentaron una crisis y una transformación profundas provocadas por el violento en-
frentamiento. La otra tesis sostenía que, a partir del avance revolucionario, los movimientos
campesinos y obreros pasaron a constituirse en sujetos sociales, es decir, pasaron a ser fuerzas
importantes en la participación y deliberación dentro de la esfera pública. Y, por último, que
la constitución de 1917 representó un nuevo contrato social en el cual se delimitó un nuevo
marco legal que le permitió a la sociedad mexicana articular una nueva mirada frente a las
peticiones y demandas en pos de una mayor justicia social. Sin embargo estas verdades histó-
ricas deben ser matizadas:
102
Las crisis no fueron lo bastante hondas como para romper la dominación capitalista de la
producción. Los grandes problemas eran problemas de Estado. El fenómeno más significativo
fue la organización improvisada de nuevas fuerzas burguesas que fueran capaces de tratar
con los Estados Unidos, hacer frente a los campesinos y a los trabajadores, construir un nue-
vo régimen y ponerlo en funcionamiento. En la práctica, las reformas económicas y sociales
no eran muy diferentes de las que se llevaron a cabo durante los mismos años, sin guerra civil,
en Perú, Chile y Argentina. A pesar de la violencia, este es el principal significado histórico de
la Revolución mexicana: tenacidad capitalista en la economía y reforma burguesa del Estado,
lo que contribuye a explicar la estabilidad del país durante las luchas de los decenios de 1920
y 1930 y su crecimiento extraordinario y discordante después de 1940 (Womack, 1992: 80).
En lo que respecta a los trabajadores urbanos, éstos se articularon bajo la Casa del Obrero
Mundial, siguiendo los lineamientos sindicalistas de corte internacional que, a grandes rasgos,
perseguían la estabilidad y el mejoramiento de las condiciones laborales. “Al mismo tiempo,
los profesionales de clase media se organizaron en partidos como el Antireeleccionista, el Li-
beral, el Constitucional Progresista, el Católico Nacional y el Evolucionista. Ellos canalizarían
su lucha hacia la obtención de la representación nacional en las cámaras de Diputados y Sena-
dores” (Matute, 2010: 228).
103
predomina la cuestión agraria y la distribución de la tierra, uno de los principales problemas
del país. Pero también surgen luchas y demandas desde la élite política y económica, que no
concordaban en los medios y procesos por virtud de los cuales alcanzar las transformaciones
del orden político. Esta ebullición social de la Revolución o, mejor dicho, de las Revoluciones
de México, da inicio a un período de discordia y que, como indica Octavio Paz, irrumpe en la
historia mexicana:
(…) como una verdadera revelación de nuestro ser. Muchos acontecimientos –que compren-
den la política interna del país, y la historia más secreta, de nuestro ser nacional– la preparan,
pero muy pocas voces, y todas ellas débiles y borrosas, la anticipan. La independencia no
es solamente fruto de diversas circunstancias históricas, sino de un movimiento intelectual
universal, que en México se inicia en el siglo XVIII. La reforma es el resultado de la ideología
de varias generaciones de intelectuales, que la preparan, predicen y realizan. Es la obra de la
“inteligencia” mexicana. La Revolución se presenta al principio como una exigencia de verdad y
limpieza de los métodos democráticos, según puede verse en el plan San Luis (5 de octubre de
1910). Lentamente, en plena lucha o ya en el poder, el movimiento se encuentra y define. Y esta
ausencia de programa previo le otorga originalidad y autenticidad populares. De ahí provienen
su grandeza y sus debilidades (2012: 148).
El análisis de Octavio Paz es certero, salvo cuando tiende a idealizar al pueblo y lo popular
como vector de convergencia social y como motor absoluto de la Revolución. Sin duda las cla-
ses bajas jugaron un papel importante en la estructuración del movimiento armado, más aún
cuando figuras como Francisco Villa o Emiliano Zapata se constituyeron como referentes y
símbolos indiscutibles del movimiento rebelde. Sin embargo, a mi modo de ver, lo que se des-
tapa, pero no se resuelve con la Revolución, es la desigualdad estructural que atraviesa todos
los campos sociales, políticos, económicos y culturales del México de inicios del siglo veinte:
las desigualdades entre las viejas jerarquías caracterizadas por una oligarquía terrateniente y
los nuevos empresarios y profesionales de la clase media y alta; entre los campesinos reduci-
dos al peonaje y los grandes hacendados que los explotan; entre la naciente clase obrera que
vivía desamparada y los grandes industriales que explotaban su miseria. Por ello, lo que emer-
ge con la Revolución es una enorme conciencia acerca del problema de las asimetrías sociales,
políticas y económicas con las que funcionaba el país.
No obstante, quienes sufrían estas desigualdades carecieron de un aglutinante que les otorga-
ra coherencia práctica, discursiva e ideológica, por lo que la Revolución estuvo constituida por
104
distintas fracciones que emprendieron el camino de la lucha armada. Por ello, quizás el modo
más adecuado de aproximarse al proceso histórico de la Revolución, es a través de un prisma
que descomponga en sus distintos elementos lo que desde la distancia parece una unidad.
Paradojalmente, lo que distingue al movimiento Revolucionario y le proporciona un grado de
identidad discursiva es, como nos recuerda Octavio Paz, “la carencia de un sistema ideológico
previo y el hambre de tierras” (2012: 153).
La ausencia de una ideología que permitiera el desarrollo orgánico y consensuado de las dis-
tintas esferas, fracciones y grupos que convergieron en la lucha revolucionaria, permite expli-
car no sólo el ascenso al poder de Francisco Madero, sino también su derrocamiento por parte
de Victoriano Huerta y la posterior guerra civil que se produjo en pos de recuperar, a través de
lo que se conoce como el movimiento constitucionalista, el poder en nombre de la Revolución.
Sin embargo esta fue una unión funcional y circunstancial que, una vez conseguido el objetivo
de derrocar la dictadura de Huerta, se dividió. Los distintos movimientos y sus líderes abo-
gaban por causas dispares: algunos propiciaban el nacionalismo, otros perseguían la justicia
social, no pocos luchaban por una reforma agraria. Esta fractura, como ha observado Sandra
Kuntz, encuentra su explicación:
(…) en el origen social de los líderes y la composición socio-económica de los ejércitos como
en la noción que cada uno se fue formando acerca de los contenidos y propósitos de la lu-
cha. Mientras los líderes revolucionarios de clase media (Venustiano Carranza, Álvaro Obre-
gón) trataban de encauzar el movimiento hacia los objetivos nacionalistas y de consolidación
estatal, los líderes populares (Francisco Villa y Emiliano Zapata), cada vez más distanciado
de aquéllos, se volcaban en pos de metas más claramente decantadas por la reforma agraria
como forma elemental de realizar la justicia social. La visión nacional y el ascenso a recursos
para financiar la guerra dieron cierta ventaja a los primeros en el terreno de las armas, pero
éstos no podían triunfar sin hacer propias, aunque matizadas, las causas más caras del movi-
miento campesino radical. Fue así como la Revolución Mexicana acabó por definirse como un
movimiento nacionalista, agrarista y popular (2012a: 32).
La Revolución mexicana estuvo motivada por distintos intereses y cada fracción privilegió di-
versos modos de actuar, pero esto no refuta que implicó una ruptura violenta que tuvo un
fuerte impacto en la política, la economía y la demografía mexicana. Uno de sus resultados
más concretos fue la Constitución de 1917, que “combinaba en extraña mixtura preceptos no
cumplidos del orden liberal concebido por la constitución de 1857 (como la libertad de tra-
105
bajo) con otros que representaban un giro radical con respecto a ella (como la intervención
del Estado en la economía)” (Ibíd.: 33). Más allá de ello, la Revolución adquirió un status
que sobrepasa sus logros concretos para convertirse en parte del capital histórico, nacional y
cultural del país. Es decir, la Revolución adquirió su potencia discursiva e imaginaria cuando
los agentes culturales (filósofos, pintores, escritores, cineastas, etc.,) entraron en escena y
comenzaron a inventar y construir todo un imaginario revolucionario y nacionalista que tuvo
en el centro de su expresión un ser nacional que configura “lo mexicano” y que será la base de
lo que Roger Bartra (2013a) denomina anatomía del mexicano.
Cuando Octavio Paz, por ejemplo, escribe que “la Revolución es una súbita inmersión de Mé-
xico en su propio ser” (2012: 162), lo que hace es desplazar los hechos históricos concretos
hacia una suerte de psicología cultural y una metafísica social en la que convergen un con-
junto de interpretaciones y relatos que, bajo el prisma de los sistemas simbólicos (arte, reli-
gión, ciencia, filosofía, etc.), construyen una simbólica de la revolución o, mejor dicho, de lo
nacional revolucionario. Lo interesante de este giro, es que a través de él podemos acceder
a la historicidad de la revolución mexicana y a la articulación genealógica del ideario de lo
típicamente mexicano que, en el transcurso del siglo veinte, nos muestran cómo “la cultura
mexicana fue inventando la anatomía de un ser nacional cuya identidad se esfumaba cada
vez que se quería definirlo, pero cuya presencia imaginaria ejerció una gran influencia en la
configuración del poder político” (Bartra, 2013a: 11). De esta forma, a partir de la esfera de
la cultura y lo cultural emergen una serie de relatos y narraciones, prácticas y saberes, repre-
sentaciones y discursos, que se articulan como una estructura de mediación y como un tejido
de redes imaginarias donde lo mexicano y su mexicanidad encuentran una eficacia simbólica
en la que se reúne lo histórico, lo cultural y lo político como una huella indeleble que transita
por el laberinto de sus soledades.
La mayor transformación a nivel cultural se dio precisamente entre aquellos que propicia-
ban una reivindicación de la cultura popular y sus prácticas artísticas, lo que se tradujo en la
inscripción de las expresiones populares al rango de cultura nacional. Este nuevo patrimonio
cultural sustentado en “lo propio” y en “lo nacional”, perseguía encontrar una esencia mexica-
na que fuera identificable y asimilable bajo el nuevo orden social que se estaba imponiendo
a partir de la Revolución y concretamente después de la promulgación de la Constitución
de 1917. Este afán renovador fue impulsado en los tiempos de la reconstrucción posrevolu-
cionaria y continuado después por “el proceso de construcción de una cultura propia, bien
diferenciada, capaz de fomentar el orgullo –genuino o simulado– de la autenticidad y la inde-
pendencia de lo que sería llamado el alma del pueblo” (Pérez Montfort, 2012: 326).
Me parece necesario señalar que la configuración de una cultura nacional a partir de ciertas
expresiones populares, supuso la selección y difusión masiva e internacional de una cierta
imagen de la mexicanidad que permaneció inmóvil o con muy pocas variaciones a lo largo
del siglo veinte. Al mismo tiempo, al definir lo que era o no era popular, y lo que era o no era
pertinente incluir dentro de esta nueva concepción de cultura “oficial” de alcance nacional,
comienzan a centralizarse, institucionalizarse e incluso burocratizarse aquellas prácticas y
expresiones que debían constituir el “alma” de una cultura popular y nacional. De esta forma,
la cultura nacional-popular que surgió a partir de la Revolución tendió a la reducción, sim-
plificación y banalización de la complejidad que envuelve toda práctica cultural, alejándose
progresivamente de los sentidos más profundos que involucran el saber y las expresiones
populares, reduciéndolos a unos cuantos estereotipos ligados a lo nacional y al nacionalismo,
y cuyas imágenes han quedado grabadas en muchas de las películas de la época dorada del
cine mexicano, contribuyendo a definir una cierta idea y un cierto ideal (ideológico y utópico
al mismo tiempo) de lo típicamente mexicano.
En las páginas que siguen me propongo analizar la relación entre la Revolución Mexicana,
principalmente aquellos aspectos ligados al problema agrario, y la práctica cinematográfica y
107
su régimen de visualidad como dispositivo visual de cultura y poder. Sostengo que el cine con-
tribuyó activamente (junto con otras prácticas culturales) a la estructuración y el anclaje de
un imaginario social campesino que se articula como la imagen y el sinónimo de la Revolución
mexicana. De esta forma, planteo que a partir de los documentales rodados durante el proceso
revolucionario y posrevolucionario comenzó a fabricar un modelo nacionalista y revoluciona-
rio que tuvo en el centro de su expresión a los sujetos populares ligados a las problemáticas
del agro, que luego se constituyeron como la esencia de la mexicanidad popular. Con ello se
introduce toda una nueva constelación discursiva que incorpora al campesinado rebelde como
una pieza maestra de la nueva arquitectura del poder revolucionario y nacionalista.
El naciente cine de la revolución no estuvo ajeno a este proceso que, si bien tiene como punto
de partida la imagen documental del campesinado rebelde, a lo largo del período constitu-
cionalista progresivamente comenzó a producir un cine de ficción que incorporó y distribuyó
una serie de imaginarios sociales sobre lo mexicano y la mexicanidad, en los que “ya no sólo
hallamos al campesino cada vez más ilusorio creado por el nacionalismo populista, sino diver-
sos actores, en realidad toda una compañía de teatro que escenifica una guerra en gran parte
imaginaria” (Bartra, 2013a: 13).
Los documentales rodados durante la lucha armada mexicana ofrecen un material interesan-
te para analizar el modo en el que cine contribuye a la fabricación de la imagen de la revolu-
ción que se quiere proyectar. Este régimen de visibilidad permite entrever los diversos usos
–políticos, culturales, estéticos– que se hizo de la revolución y sus consecuencias. Por lo tanto,
resulta interesante reflexionar acerca de las posibilidades de utilización y apropiación que la
práctica discursiva fílmica hace de la revolución y cómo ésta es positivada dentro de un tejido
discursivo que hace de la revolución un mito que no puede ser reducido a un estadio secuen-
cial, cronológico y continuo de corte atemporal. Por el contrario, la Revolución mexicana en
la realidad objetiva emergió como un acontecimiento múltiple y plural que va dejando tras de
sí el surco de la irrupción y la discontinuidad de su propia historia.
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Si bien son pocos los documentales que han sobrevivido hasta nuestros días, existen algunos fragmentos
que es posible rastrear a través de internet. A esto hay que sumarle los trabajos recopilatorios de Aurelio de los
Reyes, Ángel Miquel, Gabriel Ramírez, entre otros, quienes a través de la búsqueda y la investigación de fuentes
secundarias han logrado construir un corpus de muchas de las películas perdidas del cine silente mexicano.
109
del siglo veinte, se irá transformando en lo que se conoce como paradigma mediático-bélico.53
Muchas de las imágenes de la guerra civil nos muestran el instante preciso de la muerte, el
momento de la violencia extrema ejercida sobre el cuerpo del sujeto derrotado, sobre un
cuerpo inerte en el que el ensañamiento del vencedor se percibe como violencia desmesura-
da capturada por un ojo mecánico que la reproduce hasta el infinito, fundiendo la tecnología
de la imagen con la tecnología bélica. De esta forma, las representaciones fílmicas se consti-
tuyen como espacio de percepción escenificada que ponen delante de nuestros ojos la imagen
de la guerra, la destrucción, la violencia y la muerte y, al mismo tiempo, nos recuerdan que la
guerra, “no puede nunca librarse del espectáculo mágico porque su verdadero propósito es el
de producir ese espectáculo: derrotar al enemigo no es tanto capturarlo como cautivarlo, ins-
tilar en él el miedo a morir antes de que en efecto muera” (Virilio, 1982: 18). En consecuencia,
los documentales de la Revolución nos hacen ver el surgimiento de una relación significante
y significativa entre la imagen fílmica y el acontecimiento, la historia y la representación de
un momento particular. En este caso específico es un momento cargado de violencia, destruc-
ción y guerra que hace de estas imágenes un principio de poder y fabulación, que permite
preguntarnos: “¿por qué, de qué manera y cómo es que la producción de imágenes participa
de la destrucción de los seres humanos?” (Didi-Huberman, 2013: 28).
El siguiente aspecto relevado por los documentales de la Revolución mexicana, es que ésta
se presenta mucho más como eventos plurales que como un gran suceso singular. Como he
señalado más arriba, la revolución aglutina múltiples perspectiva y visiones que nos hablan
de diversas fracciones luchando por intereses específicos y concretos. Congruente con ello,
los acontecimientos registrados por lo documentalistas mexicanos entre 1911 y 1916,54 nos
muestran como la revolución mexicana se compone de un conjunto de levantamientos par-
ciales contra Porfirio Díaz, en un primer momento, y después contra los diversos caudillos
contrarrevolucionarios y contra las distintas fracciones que pugnaban por hacerse con el po-
der del Estado. Por tanto, no se trata de un único evento secuencial y continuo, sino eventos
53
Sobre el desarrollo del paradigma mediático-bélico y sobre la relación imagen audiovisual y guerra, véase el
artículo: “Imágenes de la violencia y el terror de la guerra: la gubernamentalidad mediática de lo ominoso” de
Pedro Moscoso Flores y Andrés Maximiliano Tello. En Revista pléyade Nº 9 enero – junio, 2012 (pp. 3-22), Centro
de Análisis e Investigación Política (CAIP).
54
Entre de los documentalistas más prolíficos del período están: Salvador Toscano, Antonio Ocañas. Pascual
Orozco, Enrique Rosas, Guillermo Becerril, los hermanos Alva (Salvador, Guillermo y Carlos), Jesús H. Abita.
110
diversos, con posturas ideológicas disímiles y problemáticas diferenciadas, que se agrupan
bajo el paraguas conceptual de “Revolución mexicana”, permitiendo así “resumir el sentido de
esas luchas y legitimar a todos los grupos involucrados” (Miquel, 2012: 21).55
Durante la lucha armada los documentales perseguían ser un testimonio de los acontecimien-
tos revolucionarios, asentándose como una suerte de prolongación de los periódicos. Estas
‘actualidades’ eran proyectadas durante un período corto, inmediatamente después de que
la noticia había tenido lugar y llamaba la atención del público, para luego pasar al circuito de
provincia (explotado por los empresarios itinerantes), y luego poco a poco quedaban relega-
das (Miquel, 2012). Muchas de estas primeras película no se posicionaban a favor de uno u
otro bando, puesto que, por una parte, carecían de “retórica de convencimiento porque eran
de propaganda ‘oficiosa’ no oficial, porque los autores no deseaban entrar en conflicto con el
gobierno por las características del cine de ser un espectáculo masivo” (de los Reyes, 2011:
78). Por la otra, la idea de que el cine mostraba la verdad y la realidad de los acontecimientos
a través de la supuesta objetividad de la imagen fílmica, fue posicionando a estos documen-
tales como un dispositivo visual que, “siguiendo el concepto de cine verdad positivista” (Ibíd.:
71), logró realizar una serie de registros fílmicos sobre los acontecimientos revolucionarios
que en su momento fueron considerados como una versión objetiva de la Revolución.
No obstante, no todos los relatos documentales del período se crearon bajo el signo de una
supuesta neutralidad, puesto que los documentalistas se movian de orilla en orilla, según se
agitaban las aguas de la lucha armada. La idea dominante acerca de una cierta imparcialidad
en la producción quedó inscrita, principalmente, en las “vistas” que se hicieron de la Revo-
lución. Sin embargo, como ha documentado Ángel Miquel (2012), de las veintiséis películas
documentales de más de dos rollos de duración,56 que fueron exhibidas en Ciudad de México
entre mayo de 1911 y octubre de 1916 y que abordaban como tema central las luchas y con-
flictos militares del período, trece han sido clasificadas como documentales de propaganda o
55
Fue a partir de los años cincuenta, cuando la revolución se institucionalizó y burocratizó bajo el dominio del
PRI, que se elaboraron documentales que unifican la revolución como una totalidad coherente. Esto, como ha
observado Ángel Miquel (2012: 21), “tuvo un efecto devastador sobre los documentales, pues sus imágenes
fueron extraídas de las obras en que aparecieron para incluirse en nuevas producciones como Memorias de
un mexicano (Carmen Toscano, 1950) y Epopeyas de la Revolución (Gustavo Carrero, 1963). Esta traslación de
sentido –que tuvo como principal cambio temático el paso de las revoluciones parciales a una única gran revo-
lución-, implicó que los documentales desaparecieran en su forma original y se perdiera incluso el recuerdo de
sus primeros usos”.
56
Un rollo tenía mil pies de película y se exhibía en alrededor de 15 minutos (Miquel, 2012).
111
informativos, y fueron realizadas para cumplir una función publicitaria de alguna figura de la
revolución o de la contrarrevolución. Al respecto, Ángel Miquel comenta:
Como era de esperar, algunas de estas obras fueron informativas –es decir, sus autores bus-
caban capitalizar comercialmente con ellas la noticia de las rebeliones de uno u otro signo-,
pero también hubo películas propagandísticas hechas por encargo (…) Articuladas alrededor
de la figura de un jefe militar, tenían entre sus principales temas la descripción de la tropa y
armamento, los enfrentamientos en la batalla y las manifestaciones de victoria, mostradas
éstas al final de la cinta (…) Los intertítulos que otorgaban sentido a las narraciones ser-
vían para identificar a los protagonistas, pero rara vez involucraban principios, programas
o ideas; daban, entonces, una imagen inmediata del poder, ligada a la figura de un caudillo
victorioso, en la que no se hace necesario insistir ni en la justicia de sus reivindicaciones ni
en sus proyectos político o sociales” (Ibíd.: 24-25).
A estos filmes les siguieron otros protagonizados por los líderes de la Revolución.58 Toda la
57
Aquí la noción de aura es un inversión del concepto desarrollado por Walter Benjamin, quien propone que,
“en la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta” (1989b: 22); para
señalar que, de alguna u otra manera, lo que hacen estos documentales es precisamente investir el rol desempe-
ñado por a aquellas figuras de un aura mitificadora y única.
58
Viaje triunfal del jefe de la revolución don Francisco I. Madero desde Ciudad Juárez hasta la ciudad de México
(Toscano, 1911); Entrada triunfal del señor Francisco I. Madero desde Ciudad Juárez a México (hermanos Alva,
1911); La toma de Ciudad Juárez y el viaje del héroe de la Revolución, don Francisco I. Madero (Toscano y Ocañas,
1911); Viaje del señor Madero a los estados del sur (hermanos Alva, 1911); Los últimos sucesos sangrientos de
112
escenificación del poder individual y su iconización construida por los lentes de los documen-
talistas invisten a estas figuras bajo el ideal del mito del héroe, pues “al multiplicar las re-
producciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere
actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de
cada destinatario” (Benjamin, 1989b: 22). De esta forma, estos documental actualizan fílmica-
mente a tal o cual caudillo o líder, hacen proliferar su imagen como ícono masivo y reconocible,
convirtiéndose en poderosas herramientas de mitificación: “Villa cabalga todavía en el norte,
en canciones y corridos; Zapata muere en cada feria popular; Madero se asoma a los balcones
agitando la bandera nacional; Carranza y Obregón viajan aún en aquellos trenes revoluciona-
rios” (Paz, 2012: 161).
Lo interesante para efectos de esta investigación, no es solamente analizar este proceso de mi-
tificación fílmica que se hace de un determinado caudillo y su tropa, sino también realizar una
primera lectura acerca de las representaciones fílmicas de los sujetos populares. Lo primero
que se advierta es la omisión de los sujetos populares. Esto queda evidenciado cuando vemos
que son representados como una masa o una multitud indefinida e indiferenciada. Mientras
los líderes eran representados en una dimensión heroica, cargada de una épica y una natura-
leza casi sobrehumana, destacando la individualidad del caudillo revolucionario; el pueblo,
es decir, la tropa y todo lo que dentro de ella se moviliza (prácticas, saberes, discursos, etc.),
emergen como la imagen de un todo orgánico, no colectivo, no racional, sino bélico: como
instrumentos retóricos que vienen a llenar la pantalla como figurantes. Esta omisión, paradó-
jicamente, conlleva una inscripción de lo popular de la que emerge una imagen del pueblo o,
mejor dicho, de un tipo de pueblo seleccionado, manipulado y construido para determinados
fines político-culturales que, a lo largo del siglo veinte, irá adquiriendo un protagonismo social
bajo el signo de una revolución institucionalizada.
Puebla y la llegada de Madero a esa ciudad (Guillermo Becerril, 1911); La Revolución del norte (hermanos Alva,
1912); La Revolución en Veracruz (Rosas, 1912); La Revolución felicista (hermanos Alva, 1913); La Decena Trá-
gica en México (Toscano y Ocañas, 1913); Sangre hermana (1914); Revolución zapatista (1914); La campaña
constitucionalista (Abitia, 1917). Muchos de estos documentales se encuentran perdidos por lo que es imposible
su visionado, debemos trabajar a partir de fuentes secundarias. Para esta ocasión he trabajado con las siguien-
tes fuentes: Aurelio de los Reyes: Filmografía del cine mudo mexicano, vol. 1, México, UNAM, 1986; Aleksandra
Jablonska y Juan Felipe Leal: El cine de la Revolución mexicana. Filmografía, 1911-1917, México, UPN, 1997, y
Ángel Miquel: “Hacia una filmografía definitiva de Salvador Toscano”, en Acercamientos al cine silente mexicano,
Cuernavaca, UAEM, 2005.
113
cas que no habían sido antes exploradas en México. En primer lugar, estos documentales fue-
ron las primeras películas en la historia del cine mexicano en ser exhibidas solas, dejando de
ser material de complemento de películas extranjeras y, al mismo tiempo, estuvieron entre las
primeras películas mexicanas en las que se experimentó con la longitud. La situación política
se había vuelto un hecho de interés nacional y ello supuso que las películas nacionales fueran
bien recibidas, lo que facilitó que al término de esta etapa revolucionaria se diera inicio a una
incipiente industrialización del cine centrado en la ficción (de los Reyes, 2011; Miquel, 2012).
El segundo aspecto es el que tiene relación con la invención de una nueva forma de hacer do-
cumentales que no se había explorado hasta ese entonces, a saber, la reutilización del material
fílmico rodado con anterioridad, dando origen a los documentales de compilación.59
Estos documentales de compilación siguieron dos grandes líneas argumentales. Una fue la ver-
tiente histórica, de las que se produjeron cerca de doce documentales.60 La otra fue la vertiente
biográfica y se han logrado clasificar cerca de diez producciones en las que se destacan las
figuras de Emiliano Zapata y Francisco Villa. Por lo general, tanto en los documentales históri-
cos como en los biográficos la “narrativa se organizaba de forma cronológica, se componía de
tomas sin mayores pretensiones estilísticas. Los cineastas se concentraban en lograr imágenes
que fueran comprensibles para el vasto público al que sus obras estaban potencialmente diri-
gidas” (Miquel, 2011: 86).
59
Ángel Miquel (2011: 88) sostiene que “algunos documentalistas conservaban sus películas de la Revolución.
Esto significaba que estaban conscientes del interés que esas imágenes podían llegar a tener luego de su primer
periodo de exhibiciones, y que confiaban en que al margen de cómo decantaran los acontecimientos, los proce-
sos retratados serían susceptibles de aprovecharse comercialmente después. Era una previsión sensata, pues
en esos materiales había batallas, tomas de ciudades, manifestaciones multitudinarias y otros sucesos especta-
culares, así como una buena cantidad de imágenes de personalidades carismáticas cuyos actos o declaraciones
podían llegar a convertirse otra vez en noticia (…) Desde su origen, la principal característica de este género
fue recrear acontecimientos de un pasado reciente, aunque no inmediato, con escenas organizadas en forma
cronológica. (…) Por lo general presentaban descripciones de etapas concluidas, lo que permitía que no se las
identificara con las efímeras producciones de actualidades; sin embargo, estas obras también tenían una veta
propagandística, inevitable por la naturaleza política y la cercanía temporal de los procesos narrados”.
60
Los títulos que han sido compilados por diversos investigadores son los siguientes: Últimas fiestas
presidenciales (1911); Los principales episodios de la pasada revolución y entrega de la presidencia al ciudadano
Francisco I. Madero (1911) Revolución en Ciudad Juárez con todos sus detalles hasta la salida del señor presidente
interino Francisco de la Barra (1911); Historia completa de la Revolución (Toscano y Ocañas, 1912); Revolución
madero-orozquista en Chihuahua (Toscano y Ocañas, 1912); La invasión norteamericana (Toscano, 1914); Docu-
mentación nacional histórica, 1915-1916 (Rosas, 1916); Historia completa de la Revolución mexicana (Toscano y
Ocañas, 1914, 1915, 1916); Reconstrucción nacional (Compañía Cinematográfica Queretana, 1917); Los últimos
veinte años de México. De Porfirio Díaz a Venustiano Carranza (Toscano, 1920); Historia completa de la Revolu-
ción mexicana (Toscano, 1927); Momentos de la Revolución mexicana (1928). Fuentes: Aurelio de los Reyes: Fil-
mografía del cine mudo mexicano, vols. 1, 2 y 3, México, UNAM, 1986, 1994 y 2000; Aleksandra Jablonska y Juan
Felipe Leal: El cine de la Revolución mexicana. Filmografía, 1911-1917, México, UPN, 1997; Ángel Miquel: “Hacia
una filmografía definitiva de Salvador Toscano”, en Acercamientos al cine silente mexicano, Cuernavaca, UAEM,
2005; CD-ROM Un pionero del cine en México. Salvador Toscano y su colección de carteles, México, Fundación
Toscano y UNAM, 2003.
114
En suma, los documentales rodados durante la Revolución Mexicana (1910-1917) se configu-
ran como el último estadio del primer período del cine silente mexicano. Su producción con-
tribuyó a la experimentación de diversas técnicas de producción y exhibición que aportaron a
la conformación de un espacio cinematográfico nacional que se iría organizando, progresiva-
mente, bajo la lógica de la industrialización de la imagen en movimiento. Por otra parte, a tra-
vés del análisis de las mediaciones fílmicas producidas durante la lucha armada, en conjunto
con el trabajo histórico, es posible realizar una lectura crítica que nos revela que la revolución
mexicana es un estallido social, cultural, político múltiple y plural, que logra minimizar y dis-
minuir la ideología feudal que seguía operando de forma residual en el México del porfiriato, e
introduce a la nación dentro de un modelo de desarrollo comandado por un paradigma nacio-
nalista-revolucionario, de corte burocrático-centralizado, que va a derivar en la hegemonía de
una revolución institucionalizada (el PRI), que construirá un modelo de nación fundado sobre
los cimientos de una modernidad periférica carente de modernización.
Zapata y Villa son dos figuras provenientes de los sectores populares, uno del sur el otro del
norte, que han perdurado en el imaginario colectivo como íconos de la Revolución mexicana y
como sinónimos de una problemática agraria que se inscribe como narrativa de la lucha cam-
pesina. Octavio Paz es claro al respecto: “Los campesinos hacen la revolución no solamente para
obtener mejores condiciones de vida, sino para recuperar las tierras que en el transcurso de la
Colonia y del siglo XIX les habían arrebatado encomenderos y latifundistas” (2012:153-154).
Las reivindicaciones revolucionarias de corte agrarista, principalmente aquellas impulsada por
el ejército insurgente del Estado de Morelos liderados por Emiliano Zapata, pueden ser com-
prendidos bajo la herencia residual del Calpulli, una forma comunitaria prehispánica de propie-
dad de la tierra.61
(…) en su plan de Ayala proclamaron una campaña nacional cuyo objetivo era hacer que las ha-
ciendas devolvieran tierras a los poblados. Fue un movimiento profundamente inquietante, una
amenaza seria de revolución social, al menos en el sur. Tropas federales se pasaron la estación
seca pegando fuego a poblados de Morelos, pero no pudieron pararles los pies a los guerrilleros
zapatistas, cosa que durante los siguientes nueve años tampoco pudo hacer ninguna otra fuerza
(Womack, 1992: 87).
Si revisamos brevemente el Plan de Ayala, podremos entender algunos de los aspectos sociales
y políticos ligados a la cuestión agraria y de qué modo esta problemática fue central para el
ejército insurgente del Estado de Morelos que, liderado por Emiliano Zapata, hizo de este plan
una hoja de ruta política. En su punto quinto este documento señala:
El Plan de Ayala expresaba, por una parte, un malestar político generalizado entre los sectores
menos favorecidos del campesinado sureño (y posiblemente daba cuenta también del sentir
de gran parte de la ruralidad mexicana), que veían en la dirigencia política de elite a una clase
social que llevaba inscrita en su actuar la corrupción basada en una visión de lo público como
un espacio para el beneficio personal o sectorial, olvidándose del bien común. Por otra parte, el
Plan de Ayala expresaba la precariedad socioeconómica en que se encontraba la inmensa mayo-
ría de los campesinos del sur, pero no se quedaba solamente en la denuncia, sino que también
enunciaba una vía mediante la cual solucionar el problema de la Tierra. Esto queda claramente
señalado en el punto séptimo, en el que se puede leer lo siguiente:
62
Párrafo extraído Plan de Ayala, 28 de noviembre de 1911, Disponible en: http://www.ordenjuridico.gob.mx/
Constitucion/CH8.pdf (Consultado el 28 de marzo de 2014).
116
En virtud de que la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más due-
ños que del terreno que pisan sufriendo los horrores de la miseria sin poder mejorar en nada su
condición social ni poder dedicarse a la industria o a la agricultura por estar monopolizados en
unas cuantas manos las tierras, montes y aguas, por esta causa se expropiarán, previa indem-
nización de la tercera parte de esos monopolios a los poderosos propietarios de ellas, a fin de
que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos, colonias, fundos legales para pueblos,
o campos de sembradura o de labor, y se mejore en todo y para todo la falta de prosperidad y
bienestar de los mexicanos.63
Por su parte, Francisco Villa, quien comandaba la División del norte en el Estado de Chihuahua,
realizó una serie de expropiaciones a los grandes hacendados. Su postura política y militar plan-
teaba que los terratenientes expropiados no debían ser indemnizados bajo ninguna circunstan-
cia, ya que consideraba que las tierras ganadas al enemigo eran un elemento básico para la
continuidad de la lucha armada y por ello debían, en un primer momento, “ser administradas
por el gobierno para sostener a su ejército y después debían ser repartidas entre los veteranos
y sus viudas; sólo el excedente sería dedicado a restituir a propietarios despojados” (Speckman,
2012a: 258). De esta forma, Villa tomaba las haciendas como un bien que debía contribuir al
beneficio de su ejército, por ello las administraba y no las repartía inmediatamente, ni tampoco
tenía la intención de generar tierras comunitarias a diferencia de Zapata.
Se ha construido el mito de la Revolución como un acto de destrucción violenta, que tenía como
propósito devastar por completo las instalaciones de la hacienda y todo lo que ella simbolizaba
–su poder corrupto, desigualdad, explotación, etc.–, para que a partir de ahí surgiera una nueva
forma de aprovechamiento agrario. Esa imagen de la Revolución es básicamente una invención
a cuya articulación y divulgación ha contribuido la producción cinematográfica, tanto extran-
jera como nacional. Lo cierto es que los revolucionarios ocupaban las tierras en función de las
necesidades que la lucha armada imponía en un determinado momento. La ocupación de una
hacienda tenía por objeto beneficiarse de su producción, por lo que son muy pocos los episo-
dios en los cuales las haciendas fueron quemadas y destruidas.64
63
Párrafo extraído Plan de Ayala, 28 de noviembre de 1911, Disponible en: http://www.ordenjuridico.gob.mx/
Constitucion/CH8.pdf (Consultado el 28 de marzo de 2014).
64
Sandra Kuntz señala que cuando los revolucionarios “ocupaban ranchos y haciendas para obtener el alimento
y techo temporal, o las minas y haciendas metalúrgicas para incautar la producción de metales y cambiarlos al
otro lado de la frontera por armas y municiones (…) Por éstos y otros procedimientos los ejércitos villistas se
hicieron con grandes cantidades de ganado, guayule, ixtle y algodón, que luego intercambiaban por armas en
Estados Unidos. Pero, por regla general, ni éstos ni otros ejércitos se dedicaron a la destrucción sistemática de
activos físicos, por la simple razón de que constituían una fuente de recursos reales y potenciales, de los que no
se podía prescindir” (2012b: 211).
117
Cuando Victoriano Huerta cayó derrotado, villistas y zapatistas controlaban grandes extensio-
nes de territorios a lo largo y ancho del país, lo que les proveía un poder no sólo militar sino
también político en tanto les permitió iniciar el intenso trabajo que significó la división y repar-
tición de las tierras expropiadas entre campesinos y comunidades que carecían de ellas. De esta
forma, se inició un proceso de desmantelamiento del antiguo sistema oligárquico rural de élite
y se buscó dar paso a un nuevo tejido social popular que ya había eclosionado con el proyecto
revolucionario zapatista y villista. A partir de allí emergió un proyecto de reforma agraria ela-
borado durante la Convención Revolucionaria de Aguascalientes, celebrada en octubre de 1914,
a la que asistieron villistas, zapatistas y carrancistas (Speckman, 2012a). De los movimientos
populares de la Revolución, fue por sobre todo el zapatismo el que persiguió realizar trans-
formaciones estructurales profundas al sistema agrario y fue el único que realizó una reforma
agraria efectiva, contundente y que llegó agrandes sectores de la población rural del sur, a tra-
vés de la transferencia, aunque temporal, de la propiedad de la tierra entre aquellos campesinos
y pueblos que carecían de ellas.65
Entre los investigadores de la Revolución mexicana existe un amplio consenso en señalar que
uno de los aspectos relevantes del período fue la eclosión del zapatismo y el villismo como
fenómenos de política popular. Ellos representaron una profunda oposición y un desafío cons-
tante al poder de la élite económica y política, a sus instituciones dominantes y a todo el entra-
mado político, económico y social oligárquico que controlaba el país desde la independencia,
pasando por la Reforma impulsada por Benito Juárez, hasta llegar al porfiriato y su ocaso. Así,
a través del enfrentamiento rebelde, violento, popular y masivo, el zapatismo y el villismo bus-
caron construir un nuevo orden social, cultural y político en el que las clases marginadas de la
sociedad hegemónica tuvieron, al menos temporalmente, el protagonismo de su historia. Lo
interesante de analizar aquí es precisamente hasta qué punto el problema agrario y las luchas
políticas impulsadas desde el zapatismo y el villismo, se encuentran desarrollados o inscritos
en la producción cinematográfica del período. Es decir, ¿es posible rastrear en los documentales
rodados sobre Zapata y Villa, el tema de la tierra como un problema político central? ¿O estas
65
El zapatismo, como ha escrito Felipe Ávila Espinosa, “fue capaz, entre1914 y 1916, de establecer un territorio
libre, consolidar un poder regional autónomo, con un gobierno, una administración, un ejército, una moneda y
una legislación propios, y luchó por alcanzar la hegemonía nacional en el proceso revolucionario controlando,
junto con sus aliados villistas, la parte central y la mayor parte del territorio nacional a finales de 1914 y hasta
mediados de 1915 antes de ser derrotados por el constitucionalismo” (2012: 49).
118
producciones más bien reducen la problemática agraria y se centran en la gobernabilidad de
unas figuras y al espectáculo de la guerra y la violencia?
Pancho Villa reconoció tempranamente el potencial del cine y firmó un contrato de exclusividad
con la Mutual Film Corporation para que filmara sus batallas. A cambio, Villa recibiría el 20% de
los ingresos de taquilla por la explotación de los materiales filmados y unos veinticinco mil dó-
lares entregados directamente para su libre disposición. En el encabezado del New York Times
del 7 de enero de 1914 se anunciaba este vínculo entre cine y revolución de la siguiente manera:
“Villa en el frente, firma contrato con el cine y llega con tres mil quinientos reclutas y cuatro
camarógrafos a Ojinaga”.66 Villa construyó un vagón destinado a albergar a los camarógrafos y
el ataque final a Ojinaga sería el inicio de la filmación de la película. Los camarógrafos tomarían
parte en las decisiones del Estado Mayor de Villa proponiendo, por ejemplo, las horas del día
en que era preferible llevar a cabo las ejecuciones. La batalla de Ojinaga sería conocida como
“una batalla para ser filmada” y con ella el cine iniciaría su participación activa en el curso de la
historia de la Revolución. 67 Carlos Fuentes, respecto del vínculo de Villa con el cine dice:
También estaban allí los reporteros, los periodistas y fotógrafos gringos, con una nueva inven-
ción, la cámara cinematográfica. Villa ya estaba seducido, no había que convencerlo de nuevo,
ya entendía que esa maquinita podía capturar el fantasma de su cuerpo aunque no la carne
de su alma –ésta le pertenecía sólo a él, a su mamacita muerta y a la revolución-; su cuerpo en
movimiento, generoso y dominante, su cuerpo de pantera, ese sí podía ser capturado y liberado
de nuevo en una sala oscura, como un Lázaro surgido no de entre los muertos sino de entre el
tiempo y el espacio lejanos, en una sala negra y sobre un muro blanco, donde fuera, en Nueva
York o en París. A Walsh, el gringo de la cámara, le prometió: “No se preocupe, don Raúl. Si usted
dice que la luz de las cuatro de la mañana no le sirve para su maquinita, pues no importa. Los
fusilamientos tendrán lugar a las seis. Pero no más tarde. Después hay que marchar y pelear.
¿De acuerdo? (1985: 161).
Seguramente Villa vio en el cine no sólo una fuente de dinero, sino también una herramienta
de propaganda a través de la mera divulgación de sus acciones. Lo que probablemente no logró
vislumbrar es que la práctica cinematográfica es básicamente un acto de manipulación que
tiene como finalidad construir un relato. Las imágenes de sus hazañas serían administradas
bajo la lógica hollywoodense del espectáculo, y no necesariamente bajo la lógica de la historia
Texto extraído del documental Los rollos perdidos de Pancho Villa (2003) de Gregorio Rocha.
66
Sobre la imagen que construyó el cine de la batalla de Ojinaga, véase el documental Los rollos perdidos de
67
La figura de Pancho Villa como fenómeno mediático y como mito revolucionario se debe en
gran medida al conjunto de concepciones mediáticas, políticas, sociales, culturales y psicoló-
gicas que divulgaron sobre él amigos y detractores a partir de 1913. Esta difusión reiterada
logró anclar una cierta imagen mítica que quedó arraigada en el imaginario colectivo y que
amalgama tanto la versión del revolucionario calificado como el “Napoleón de México” pro-
ducto de sus destrezas militares, como la del bandolero sanguinario.
Quizá lo que más profundamente caló en el alma de Villa fue que nunca se pudo sacudir el
estigma de bandido, de robavacas. El lado oscuro del Villa de los primeros tiempos siguió
estando presente en la percepción de muchos. Su “fama” de mujeriego le trajo problemas,
pues se lo calificó de violador. La forma de imponer su autoridad en un ejército surgido del
pueblo, sin preparación ni disciplina, le valió la fama de asesino, de matar por el solo gusto de
hacerlo. Luchar contra esas opiniones encontradas, fue difícil. Carranza controlaba los perió-
dicos y sólo pasaba la información que quería. Así que la gente de la ciudad de México temía
a las fuerzas revolucionarias de Villa y Zapata. La propaganda negativa había sido mucha. No
obstante, cuando las fuerzas revolucionarias populares ocuparon la ciudad de México en di-
ciembre de 1914, muchos se dieron cuenta de que no eran turbas de asesinos y saqueadores
(Villa Guerrero, 2007: 181).
Con respecto de Emiliano Zapata existen dos documentales que tratan el zapatismo desde ve-
redas ideológicas opuestas. Ambas películas se encuentran perdidas y sólo podemos acceder a
ellas a través de fuentes secundarias. Sangre hermana (1914), fue un documental oficialista en
pro del Ejército Federal del gobierno de Victoriano Huerta. Un periodista retrató de la siguien-
te manera aquello que vio en la cinta: “Se ven de bulto los horrores cometidos por los zapatis-
tas en el Estado de Morelos (…), pueblos enteros destruidos, las maquinarias de los ingenios
de azúcar convertidas en montones de pedazos de fierro (…), hombres colgados de los postes
y de los árboles, carros de trenes volcados sobre multitud de cadáveres y todo lo demás que
120
ha causado la desolación de esa comarca”.68 La otra cinta, Revolución zapatista (1914), relata
“la vida cotidiana de los soldados, alegrada con fiestas y jaripeos, y denunció por contraste la
persecución de que eran objeto por los federales y que conducía a ahorcamientos, fusilamien-
tos e incendio de pueblos. La narración, sugería que a pesar de la barbarie de sus enemigos, los
zapatistas se encontraban en el camino de vencerlos” (Miquel, 2012: 37).
Ahora bien, al revisar las imágenes cinematográficas que tenemos disponibles de Villa y Za-
pata, lo que predomina es la guerra y sus implicancias devastadoras sobre los cuerpos. Todo
tiende a ser reducido al espectáculo mediático de la violencia y del horror que se ejerce sobre
los individuos de uno u otro bando. La potencia de aquellas imágenes saturadas de violencia
no deja espacio más que a la familiarización de la guerra, sus horrores y sus consecuencias
corporales (mutilación, muerte, fusilamiento) sin ninguna referencia al problema agrario que
estaba en el origen del conflicto.
Por otro lado, las imágenes cinematográficas de la Revolución tienden a reducir la lucha arma-
da a la gobernabilidad de unas cuantas figuras, como son Emiliano Zapata o Francisco Villa.
Como ha observado Ángel Miquel (2011, 2012), a partir de los diversos materiales fílmicos
realizados sobre los insurgentes, surgieron una serie películas compilatorias de carácter bio-
gráfico.69 “Aunque centradas en una persona, curiosamente ya no eran cintas propagandísticas,
sino informativas. Sin embargo aspiraban a una vida más larga que las actualidades, al tener la
posibilidad de exhibiciones cíclicas asociadas a las conmemoraciones de la figura tratada. La
profundidad temporal que alcanzaban al incorporar escenas de distintas etapas de la vida y
obra de los biografiados” (Miquel, 2011: 92).
68
“Una película espantosa”, La Patria, 1 de julio de 1914, citado en Miquel, 2012: 36.
69
Ángel Miquel (2011) ha logrado recopilar los siguientes títulos de documentales biográficas del período si-
lente: Emiliano Zapata en vida y muerte (Rosas, 1919); Francisco Villa como guerrillero hasta su trágica muerte
en Parral (Toscano, 1923); Verdadera historia de Francisco Villa (sucesores de Rosas, 1923); Álvaro Obregón
(Abitia, 1928); Villa y Zapata. Película de la Revolución mexicana (1931).
121
titucionalistas encabezados por Álvaro Obregón y Pablo Gonzales y por el otro las fuerzas de
la convención que incluía a zapatistas y villistas. Estos último, prácticamente “no contaban
con propaganda cinematográfica hecha por mexicanos (…) En cambio, los constitucionalistas
contaban con competentes cineastas locales para difundir sus logros” (Miquel, 2012: 39).
Si bien es cierto que los documentales acerca de Villa o Zapata no problematizan la cuestión
agraria como factor relevante, si logran contribuir en el establecimiento de una época mítica
que toda revolución tiende a instaurar. De esta forma, las imágenes cinematográficas nos ayu-
dan a introducirnos en un tiempo pasado donde alguna vez, en alguna parte de México, hubo
un movimiento insurgente que buscó realizarse y expresarse a través de la acción revolucio-
naria. A mi modo de ver, esta época mítica queda plasmada en diversos registros fílmicos de
distinta naturaleza, por ejemplo, uno de los que puede ser leído en clave de mitificación es el
registro del funeral de Emiliano Zapata.
Las imágenes muestran el cadáver del guerrillero en un primer plano: ojos cerrados, bigote
ancho, pecho ensangrentado. En el siguiente plano se ve a soldados y campesinos a la espera
apostados afuera de una estación de policía. A continuación se muestra el féretro abierto con
el cuerpo de Zapata como si posara para la cámara, rodeado por los rostros de un pueblo cam-
pesino que exhibe ritualidad y tristeza. Luego un plano general muestra el féretro trasladado
en andas por una avenida de Morelos camino al cementerio donde será enterrado. El cortejo
pasa delante de la cámara y se detiene por unos instantes para que la escena sea capturada
plenamente por el lente. Hay una deferencia hacia el camarógrafo y ello es indicador de una
cierta conciencia del poder de la imagen y su capacidad de trascendencia. El cortejo sigue
su andar, entra al cementerio y un plano americano encuadra el féretro mientras es cerrado
para inmediatamente después ser depositado en la profundidad de la tierra. 70 En resumen,
las imágenes del funeral de Emiliano Zapata son sencillas descripciones cinematográficas,
pero con su solemnidad le otorgan a su figura un cierto “aura” que lo transforma en un sujeto
de la historia. Un sujeto que se encuentra más allá de la simple condición de ser “un mero
receptáculo indiferente de las acciones memorables, destinadas a los que a su vez deben ser
memorables, sino el entramado mismo del actuar humano en general; un tiempo calificado y
70
Esta descripción ha sido posible a gracias a la existencia de un cortometraje de un minuto cincuenta y seis
segundos que circula por Youtube y que está disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=-5cmEIMv-f0
(consultado el 07 abril de 2014).
122
orientado, que es portador de promesas y amenazas; un tiempo que equipara a todos los que
le pertenecen” (Rancière, 2013: 20). Es decir, las imágenes de su funeral vienen a contribuir a
la constitución del mito de Zapata como historia, del mito de Zapata como discurso.
Este tiempo mítico no sólo está habitado por una serie de figuras que componen el Olimpo de
la Revolución mexicana, sino que también es el escenario de una serie de actos y actuaciones
que hacen de la Revolución un hecho memorable y articulable en la consciencia imaginaria
y mítica. Ejemplo de esto pueden ser las imágenes cinematográficas de la entrada triunfal a
Ciudad de México de Emiliano Zapata y Francisco Villa. Un plano general muestran una co-
lumna de hombres a caballo entrando en la ciudad. A la cabeza llevan un pendón de la virgen
de Guadalupe, en tanto los líderes Zapata y Villa se entremezclan casi indistinguibles entre
sus tropas y el pueblo que sale a ocupar el espacio público.71 Lo que llama la atención de estas
imágenes es, en primer lugar, la masividad del evento. La revolución posee un aspecto popu-
lar-masivo por lo que, como nos recuerda Jacques Rancière (2013), se ha modificado la iden-
tidad de quienes de ahora en más pueden constituirse en hacedores de historia y cualquier
individuo puede ser parte del proceso revolucionario. En segundo lugar, queda de manifiesto
la desorganización. Se trata de una Revolución que se hace en el momento, se improvisa y
sumerge a México en su propio ser popular y masivo. Como observa Octavio Paz, es “una
revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas fe-
rocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser” (2012: 162). Estos
dos elementos, masividad y desorganización, pasan a formar parte de un tiempo memorable
y mítico, cuando alguna vez, en algún momento, el ejército insurgente del pueblo y para el
pueblo entró triunfal a la capital.
71
Las imágenes de este cortometraje de un minuto y quince segundos se encuentran disponibles en: http://
www.youtube.com/watch?v=VsVy8b5k-Cs (Consultado el 7 de abril de 2014).
123
nal (el calpulli), que entendía que la tierra era un bien comunitario. Como ha observado Octavio
Paz (2012: 157), “el movimiento zapatista tiende a rectificar la Historia de México y el sentido
mismo de la nación, que ya no será el proyecto histórico del liberalismo. México no se concibe
como un futuro a realizar, sino como un regreso a los orígenes”.
Como se ha señalado, la cinematografía del período sólo se centró en los aspectos bélicos y en
las figuras que combatían. El cine no logró traspasar la exterioridad de la descripción, la urgen-
cia de la noticia, para hacer una lectura del problema agrario y de las implicancias políticas de
la revolución. Sin embargo, la Revolución mexicana que podemos apreciar en el conjunto de
representaciones simbólicas (cine, arte, literatura, historia, etc.) nos permiten comprenderla
como una nueva formación discursiva que, evidentemente, “se halla expuesta a una constante
transformación y dispersión como resultado de su coexistencia con otros discursos y con los
cuales establece un sistema de intercambio, interconexión, atravesamientos, superposiciones,
rupturas” (Albano, 2003: 64). Esta nueva matriz discursiva hará circular un paradigma nacio-
nalista y revolucionario que, si bien será hegemonizado por la burocracia institucionalizada,
en su momento proveyó las bases para el reconocimiento de lo popular como matriz de lo
nacional. Como ha escrito Octavio Paz:
De ahí que nuestro movimiento tenga un carácter al mismo tiempo desesperado y redentor
(…) Es la revolución, la palabra mágica, la palabra que va a cambiarlo todo y que nos va a dar
una alegría inmensa y una muerte rápida. Por la Revolución el pueblo mexicano se adentra en
sí mismo, en su pasado y en su sustancia, para extraer de su intimidad, de su entraña, su filia-
ción (…) La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho
de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano (2012: 160-162).
125
beldes que dominaba los estados de Chihuahua, Morelos, Chiapas, Tamaulipas, así como con los
bandoleros y criminales (Cárdenas García, 2012). Sin embargo, el intento de Carranza por con-
trolar el país no se tradujo en un debilitamiento de las fracciones que luchaban contra él. Por el
contrario, emergió todo un movimiento desestabilizador que se caracterizó por el caudillismo
y que tuvo entre sus figuras más relevantes al General Álvaro Obregón, a Plutarco Elías Calles y
al gobernador de Sonora Adolfo de la Huerta quienes, a través del Plan de Agua Prieta, buscaron
poner en entredicho la legitimidad del gobierno de Carranza.72
Lo que me interesa analizar aquí son los diversos mecanismos mediante los cuales el proceso
postrevolucionario inauguró una política que incluía un nuevo proyecto cultural y educativo
en torno al nacionalismo revolucionario. Si bien es cierto que la revolución dejó al descubierto
la profunda necesidad de justicia social y la urgencia por generar espacios y mecanismos para
que el pueblo fuera formalmente educado, también abrió los espacios para el surgimiento y la
revalorización de una cultura popular a la que se dotó de un sentido nacional. Este iniciativa
comenzó durante el mandato de Carranza, pero fue bajo el gobierno de Álvaro Obregón y su
ministro de educación José Vasconcelos cuando se produjo la expansión de un entramado so-
ciopolítico, que permitió generar los espacios y los mecanismos necesarios para la instauración
de un campo cultural mexicano sustentado sobre la base de un nacionalismo revolucionario.
Este se articuló en torno a tres grandes directrices: lo popular, lo nacional y lo mexicano, y logró
hegemonizar la cultura mexicana hasta bien entrado los años cincuenta. “La identificación de
[estos] tres elementos: lo popular, lo nacional y lo mexicano, quedó en manos de una élite cen-
tralista y con estrechos vínculos con el poder económico y político del país. Pero justo es decir
también tales elementos se fueron alejando cada vez más de esos mismos ámbitos populares
para situarse fundamentalmente en los discursos políticos” (Pérez Montfort, 2012: 327).
72
Una de las problemáticas que surgieron fue que Carranza buscó posicionar a su delfín, Ignacio Bonillas como
candidato presidencial, lo que fue visto como un intento reeleccionario al estilo de Porfirio Díaz en 1880. De este
modo, lo que muestra el manifiesto de Agua Prieta es cómo la actividad política se encontraba en un estado de
desestabilización propio de un período postrevolucionario que, producto de la fragmentación de las luchas y de
los intereses regionales, generaron un ambiente de descontento generalizado contra el gobierno de Carranza,
que era percibido como un gobierno que no respetaba los aspectos estructurales. Ante la evidencia del incum-
plimiento de la constitución, el manifiesto de Agua Prieta, en su artículo primero, “Cesa en el ejercicio del Poder
Ejecutivo de la Federación el C. Venustiano Carranza”. Y en su artículo segundo, “Se desconoce a los funcionarios
públicos cuya investidura tenga origen en las últimas elecciones de Poderes Locales verificadas en los Estados
de Guanajuato, San Luis Potosí, Querétaro, Nuevo León y Tamaulipas”. De esta forma, una vez más, en 1920 la
toma del poder pasó por las rebeliones e insurgencias y no por las urnas. La violencia y lucha armada volvía a
constituirse en la continuación de la política por otros medios y la política volverá a ser, en lapso de unos quince
años, la continuación de la guerra por otros medios.
126
Vasconcelos se impuso la tarea de definir y clasificar al país y a su pueblo, describir las diversas
manifestaciones culturales que se producían en las distintas regiones, pero ya no desde una
perspectiva positivista que veía en lo europeo el modelo a seguir. A partir de una mirada anti-
intelectualista, sustentada sobre una filosofía de la intuición, que consideraba “que la emoción
es la única facultad capaz de aprehender el objeto” (Paz, 2012: 152);73 Vasconcelos buscó esta-
blecer un nacionalismo cultural que tomara en consideración la idea del mestizaje como eje de
unión de lo nacional. Lo nativo y lo foráneo generaban una síntesis que resumía el carácter de
lo mexicano.
La producción simbólica y sus diversas prácticas (pintura, teatro, literatura, cine, etc.), fueron
elaborando un arte que, siendo “creado por las élites afirmaba su condición nacionalista y sen-
taba las bases para repensar la historia y la cultura nacionales” (Pérez Montfort, 2012: 328).
Aun cuando implicaba una cierta continuidad al tener la modernidad como paradigma vector,
la cultura popular fue adquiriendo una potencia desconocida dentro de los ámbitos artísticos
mexicanos hasta el punto en el que ya no se trató de un saber y de un conocimiento del mundo
popular, sino que se estableció “en ‘deber ser’ para la cultura de ese pueblo mexicano que rápi-
damente se fue separando de las esferas de lo real para pasar al espacio de lo ideal” (Ibíd.: 238).
En su célebre libro La raza Cósmica (1925), Vasconcelos lleva al extremo la exaltación del mestizaje como el
73
dispositivo germinal mediante el cual emergería en América Latina una civilización universal hecha con la san-
gre y el genio de todos los pueblos, puesto que, “en el suelo de América hallará término la dispersión, allí se con-
sumará la unidad por el triunfo del amor fecundo, y la superación de todas las estirpes” (Vasconcelos, 2013: 65).
127
que había que domesticar y llevar hacia una condición humana.74
Sin lugar a dudas que la lucha contra estos estereotipos impuestos desde los Estados Unidos
junto al creciente proyecto nacionalista y revolucionario, serían un buen aliciente para la emer-
gencia y consolidación de la industria cinematográfica en México. Sin embargo, fue un factor
externo, la Primer Guerra Mundial, la que haría económicamente viable el desarrollo pre-in-
dustrial del cine en México. Esta incipiente industrialización, que tenía mucho de artesanal, aún
estaba dominada por la precariedad en la producción y distribución de los filmes. Una de las
características de la producción cinematográfica silente, no sólo mexicana sino latinoamericana
en general, fue la discontinuidad en la producción y la escasa, por no decir nula, acumulación de
experiencias. Lo que hubo, y en abundancia, fueron emprendimientos individuales realizados
por autodidactas que se sucedían unos a otros. Fue un constante empezar de cero en el que cada
nuevo cineasta latinoamericano debía lidiar no sólo con su propia inexperiencia, sino también
con la industria europea y estadounidense que acaparaba la distribución de los filmes. Acerca
de esto, Paranagua comenta:
En el caso mexicano, las películas de ficción comenzaron a producirse a partir de 1917 con
Venustiano Carranza en el poder y con la nueva constitución en marcha blanca. Dentro del pro-
ceso de pre-industrialización, el gobierno se mostró proclive a apoyar la producción nacional
“con fines educativos y de propaganda, buscando revelar el rostro ‘cosmopolita’ y ‘moderno’
de México, destacando sus costumbres, paisajes y tipos populares, pero evitando imágenes de
vulgaridad y falta de cultura” (Obscura, 2010: 84). Estas películas de propaganda nacionalista
74
John King (1994: 35-36) sostiene que “Estados Unidos creó una imagen particular de la Revolución y del
pueblo mexicano. Aquél era visto como un dechado de valores democráticos que tenía, además, el destino ma-
nifiesto de llevar la democracia a las naciones incapaces o infantiloides. Así, la fantasiosa visión que se tenía de
México podía ser escenificada en términos de su geografía y de su pueblo. La frontera era considerada como la
línea divisoria entre el orden y el caos o la anarquía. El lado mexicano era el hogar de los ilegales y empecinados,
y aportaba razones suficientes para las habituales intervenciones norteamericanas se trataba de un espacio
nuevo para ser disciplinado y de un paisaje para ser reformado”.
128
fueron realizadas por la primera empresa de producción cinematográfica formalmente cons-
tituida en México por la actriz Mimí Debra y el camarógrafo Enrique Rosas, quienes fundaron
La Sociedad Cinematográfica Mexicana, Rosas, Derba y Cía., conocida como Azteca Film (de
los Reyes, 1983). En su primer año la empresa realizó cinco películas En defensa propia, Alma
de sacrificio, La tigresa, La soñadora y En la sombra, en ese orden.75 Estas películas intentaban
asemejarse en forma y en contenido a los melodramas italianos de “divas”. Como ha señalado
Aurelio de los Reyes, “se buscaba una expresión corporal similar a la de los actores italianos,
con espasmos y exageración de gesto” (1983:102). Los temas más frecuentes eran los melo-
dramas familiares y las pasiones tormentosas de sujetos envueltos en triángulos amorosos,
reproduciendo estilos de vida europeo dentro de un contexto de mexicanidad. Como ha obser-
vado, Emilio García Riera:
Derba fue, para En defensa propia, una institutriz huérfana beneficiada por una boda con jo-
ven rico; en Alma de sacrificio, otra huérfana que hacía pasar por suyo al hijo ilegítimo de su
hermana; en La soñadora, asesina de un mal amante, después inspiración de un pintor (Aro-
zamena) que se iba a la guerra, a defender a México de una invasión, y loca de amargura al
final, cuando el pintor era asesinado por una supuesta traición; en En la sombra, una cantante
de ópera (alternaba en el reparto con varios cantantes verdaderos, entre ellos el célebre Ric-
cardo Stracciari), a la vez que esposa infiel y víctima de su amante, quien la mataba al tratar
de cloroformarla (bueno, todo eso resultaba al final un mal sueño del amante). En la única
película de la Azteca Film no interpretada por Derba, La tigresa, la novelera y frívola heroína
(Sara Uthoff), empeñada en vivir un “poema cruel”, enloquecía a su amante obrero al casarse
con un rico y era al final estrangulada por el loco cuando ella se acercaba por casualidad a una
celda del manicomio (1998: 49).
En La tigresa emerge no sólo una de las primeras representaciones cinematográficas del obre-
ro como sujeto subordinado a los caprichos de la clase dominante, sino que también comienza
a dibujarse un prototipo de femé fatal, que paulatinamente se instalará como uno de los este-
reotipos del cine. Con La tigresa, como ha escrito Hipólito Seijas, nace:
[el] símbolo de la mujer pérfida y felina que en su cabeza loca de eterna soñadora siente las
ansias continuas de ser la protagonista de «un poema cruel y doloroso», no importándole
destrozar corazones ni agotar sentimientos, sino que su eterna inconformidad la arrastra hasta
engañar a un pobre mancebo que no tiene más desdicha que la de ser pobre y humilde. 76
75
Aunque no existe certeza, es muy probable que la única cinta de Azteca Films en la que no actuó Mimí Derba
–La tigresa (1917)- haya sido codirigida por la actriz junto con Enrique Rosas, lo que la convertiría en la primera
mujer directora del cine mexicano. Desgraciadamente, todas estas películas han desaparecido y sólo podemos
acceder a ellas mediante fuentes secundarias.
76
Columna “La tigresa” de Hipólito Seijas (Rafael Pérez Taylor), diario El Universal. Por la pantalla, 28 de agosto
129
Si bien en estas cinco películas, como dice Aurelio de los Reyes (1983: 206), “se referían a
condes, duques y palacios por completo fuera del contexto mexicano”; estos tipos culturales
ajenos eran reintegrados y resignificados bajo una cierta lógica melodramática propiamente
mexicana.
En un intento por contrarrestar los estereotipos difundidos por Hollywood, se buscó aumen-
tar el prestigio del país ocultando los problemas sociales y la pobreza dejada por los años
de lucha revolucionaria. Con este objetivo se resaltó el exotismo cultural y natural del país,
representado por ciertos estereotipos de lo rural mexicano encarnados en charros, chinas e
indios, al mismo tiempo que se exhibía cierta elegancia cosmopolita mostrando las ciudades
y sus gentes con un aura de sofisticación y modernidad. Diversos historiadores (de los Reyes,
1983; García Riera, 1998; del Rey 1996; Miquel, 2012), clasifican estas primeras películas de
ficción bajo la etiqueta de nacionalismo cosmopolita que, paradójicamente, pretendía mostrar
la belleza de la naturaleza y las costumbres nacionales sin perder de vista el estilo y el aire eu-
ropeo. De ahí que en películas como La Luz (1917) de Ezequiel Carrasco, se pudiera apreciar
una góndola veneciana con un gondolero vestido de charro.
La otra vertiente que surgió en estos primeros años fue “el nacionalismo naturalista, que bus-
caba presentar al público asuntos propios del país, muchas veces logrados a partir de las adap-
Santa se construye narrativamente como un tríptico que pone en escena la pureza, el vicio y el
martirio. La película cuenta el doloroso trayecto que debe enfrentar una muchacha campesina
que, al ser seducida y abandonada por un militar que está de paso por el idílico Chimalistac,
cae en la prostitución logrando “separar los actos de su cuerpo y mantener la pureza de su
alma para redimirse por el amor” (Tuñón, 2002: 86). El filme se inicia con el abandono de su
amante y con el posterior descubrimiento por parte de su madre del pecado sexual, que la
obliga a abandonar la vida familiar. El segundo segmento del tríptico, “Vicio”, muestra a Santa
incorporándose como pupila en el burdel La Elvira, un prostíbulo de lujo en la capital Azteca.
Con su trabajo adquiere cierto renombre y se llena de joyas y dinero. Santa intenta establecer
una relación estable con el torero “El jarameño”, pero le es infiel con su amigo Ripo. En esta
secuencia el intertítulo informa que a Santa la mueve “la voluptuosa atracción que el peligro
ejerce en los temperamentos femeninos (…) la curiosidad enfermiza de desafío”.77 Como con-
secuencia, el torero intenta asesinar a Santa. Luego el filme presenta la declaración de amor
del ciego Hipólito –quien se desempeña como pianista en el burdel–, el abandono del segundo
amante y la caída en el alcoholismo de Santa. Finalmente, la protagonista cae enferma de gra-
vedad y es recogida por Hipólito quien la lleva a su casa y la cuida hasta su muerte. La secuen-
cia final muestra el entierro, la veneración y los rezos de Hipólito que sugieren la salvación
del alma de Santa (Tuñón, 2002). A diferencia de la novela de Gamboa, la película convierte a
Santa “en una víctima y al afecto de Hipólito en un amor noble” (Ibíd.: 87). Como ha observado
Gabriel Ramírez, Santa inauguraba “un camino y un refugio para el cine mexicano, que durará
‘una eternidad’ sin modificar esa versión de la realidad, combinando: prédica moral, espíritu
admonitorio, trágicos eventos y charlatanerías sobre la virtud y la conciencia. A partir de ahí
Los intertítulos están tomados de la Novela de Gamboa. Yo lo he extraído de Tuñón, 2002: 85.
77
131
la prostituta será personaje cotidiano en el cine nacional” (1989: 95).
Las películas de la época silente pueden ser clasificadas dentro de una tercera tendencia, el na-
cionalismo historicista. Esta corriente ponía en pantalla hechos históricos, ya sean precolombi-
nos, coloniales o independentistas, arropados en amores melodramáticos. Así, en la época de
la pre-industrialización emergió toda una corriente patriótica que animó las primeras puestas
en escenas más elaboradas. Entre ellas películas como Cuauhtémoc (1918) de Manuel de la
Bandera, basada en una pieza teatral de Tomás Domínguez Illanes, en la que por primera vez
en el largometraje mexicano, se ilustra el enfrentamiento entre el último emperador azteca,
Cuauhtémoc, y el conquistador español Hernán Cortés. Por su parte, 1810 ¡O los libertadores!
(1916) de Carlos Martínez de Arredondo y Manuel Cirerol Sansores, narra los episodios más
relevantes del proceso de independencia. Esta película no sólo fue el primer largometraje de
ficción realizado en México, sino que fue el primer acercamiento entre el cine de ficción y el po-
der político. Cuando esta película se comenzó a producir llegó a Yucatán el general carrancista
Salvador Alvarado, quien entusiasmado con el proyecto puso al servicio de la producción una
serie de recursos públicos en pos de producir un filme de alto impacto.78
Otra corriente que emergió en este período fue el nacionalismo religioso, que queda retratado
en la película Tepeyac (1917) de José Manuel Ramos, Carlos E. González y Fernando Sáyago.79
En este filme se condensa la modernidad de principios del siglo veinte (trenes, buques, auto-
móviles) y la religiosidad popular a través de la puesta en escena de la leyenda de las aparicio-
nes de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego, vista desde la perspectiva de la clase alta
mexicana, representada en la figura de Lupita y su novio. La película entremezcla la agitada
vida urbana con la vida de Lupita, quien se encuentra triste porque su novio ha tenido que
viajar a Europa por encargo del presidente. En el momento de la despedida, Lupita le regala a
su novio una medallita de la Virgen de Guadalupe para que lo proteja y un beso para sellar su
78
Como señala el historiador Emilio García Riera, el general Alvarado “interesado en difundir entre los yucate-
cos un cine patriótico, Alvarado aportó 400 hombres de tropa utilizados como extras, a la realización de 1810,
cinta ambiciosa que debía celebrar en sus dos horas –más o menos– de duración (…) la gesta independista de
México. Martínez y Cirerol se apoyaron en un argumento de Arturo Peón Cisneros para ilustrar una trama donde
alternan personajes reales como los próceres Hidalgo (Alfredo Varela), Allende (José Pacheco) y Aldama (Vir-
gilio Torres) con otros ficticios, representativos del pueblo mexicano, como Carmen (Elena Vasallo de Bravo),
y alguno alegórico, como “la Madre Patria de alcurnia pobre” (Carmen Beltrán). El espectáculo resultante, bas-
tante atenido a los modelos del cine histórico de inspiración europea, obtuvo un gran éxito en Yucatán desde su
estreno en el teatro Peón Contreras de Mérida, el 27 de julio de 1916, y fue presentado en la capital mexicana en
el teatro Hidalgo, el 15 de septiembre del mismo año, o sea, como parte de las celebraciones de la independencia
nacional. Después, 1810 fue exhibida en todo el país” (1998: 36).
79
Tepeyac es una de las pocas cintas que han sobrevivido y a la cual tenemos acceso.
132
amor. Al poco tiempo la prensa informa que el trasatlántico ha sido hundido por un submarino
alemán y unos pocos sobrevivientes fueron rescatados por un carguero. Lupita le reza a la Vir-
gen y dedica las horas de desvelo a leer la leyenda de la Virgen de Guadalupe. “El divino soplo
de la tradición conmueve el alma de Lupita”, señala el intertítulo para a continuación trasladar
la trama a una cueva donde se rinde culto a Tonatzin, en 1531. Luego de contarnos las idas y
venidas de Juan Diego, sus visiones, sus encuentros con el obispo y el milagro obrado por la
Virgen de Guadalupe, la acción de Tepeyac regresa al siglo veinte y el milagroso retorno del
novio sano y salvo.
Lo que me parece interesante de Tepeyac es que condensa una cierta cinematografía mexica-
na que se desarrollará durante buena parte del siglo veinte: ahí está la revolución puesta en
suspenso; el héroe domesticado, pobre pero bueno, que acepta su condición social como un
ordenamiento incuestionable y que es recompensado por su resignación, figura que veremos
reaparecer, por ejemplo, en Cantinflas; está la figura de la mujer como sujeto doméstico, y por
eso mismo privado, en oposición al hombre como sujeto público, una caracterización que será
constante en las películas de la época dorada; encontramos también los objetos de la moderni-
dad, las tradiciones, el cosmopolitismo y el nacionalismo oficial cargado de solemnidad opues-
to a la cultura popular de ferias, bailes y objetos. De esta forma, en esta película es posible
identificar una narración y una diégesis que “no se limitan a la reproducción, intensificación y
aceleración de imágenes [y] narraciones, sino que provocan una metamorfosis, nuevas combi-
naciones e hibridaciones” (Paranagua, 2003: 47).
Por último, la película El automóvil gris (1919) de Enrique Rosas es uno de los filmes más
célebres del cine silente mexicano. Rodada como serial de doce episodios, tuvo un gran éxito
de público por lo que los herederos de Rosas decidieron reducir el material fílmico y conver-
tirlo en una película de 111 minutos de duración sonorizada con diálogos, ruidos y música.
La historia está basada en hechos reales relacionados con una banda delictual que en 1915
cometió robos en casas de familias acaudaladas de Ciudad de México. Para cometer sus robos
los asaltantes utilizaban un automóvil gris, se vestían de militares constitucionalistas y pre-
sentaban órdenes de cateo falsas para ingresar a las mansiones. Dentro de los rumores y mitos
que circularon sobre la banda “se dijo que el jefe encubierto de la banda era el general Pablo
González, aspirante a la presidencia del país y productor asociado con Mimí Derba y con el
133
propio Rosas en la Azteca Film, (…) se dijo que González fue coproductor también encubierto
de la película para liberarse de sospechas que hicieran obstáculo a sus pretensiones políticas”
(García Riera, 1998: 45).
Si bien es cierto que, como ha observado Aurelio de los Reyes, El automóvil gris “es la última
manifestación del primer cine mexicano, es muestra de lo que este será en el futuro y expresa
dos influencias que en ese año se perciben en el ambiente cinematográfico: la italiana y la nor-
teamericana” (1996: 43); también se puede señalar que deja de manifiesto la inferioridad del
cine de la época en relación a otras producciones simbólicas para captar la vitalidad cultural
y política del México revolucionario y postrevolucionario. El cine no estuvo a la altura de la
literatura, la plástica y el teatro a la hora de participar y expresar la agitada actividad cultural
134
que se experimentaba en México a partir de los años veinte.80 Los cineastas prefirieron man-
tenerse dentro del canon del melodrama familiar y no explorar otras expresiones y sentidos
más contestatarios o emancipadores, no sólo respecto a las mujeres y el mundo femenino, sino
también en relación a las clases populares, la pobreza, la exclusión social y la marginalidad.
Sólo con la llegada del sonido la práctica cinematográfica mexicana se iba a permitir llevar a la
pantalla el humor, la música y el espectáculo del teatro popular (King, 1994).
En suma, con el surgimiento del cine mudo de ficción mexicano se comienzan a desarrollar una
serie de personajes que posteriormente se conformarán como estereotipos y tipificaciones de
una mexicanidad que contribuye a ocultar o minimizar la condición de pobreza, exclusión so-
cial y marginalidad de los sujetos subalternos y su cultura popular. Por otro lado, el cine viene
a contribuir en la construcción de una idea de nación que lucha por imponer una visión nacio-
nalista del mundo sociocultural mexicano. El nacionalismo cultural de estas primeras ficciones
cinematográficas germinará en el cine sonoro posterior, ya que los temas, las actitudes y los ar-
quetipos nacidos en esos primeros filmes se irán repitiendo, con modificaciones y variaciones
en los atributos en función de lo que se quiera resaltar en cada época y momento determinado.
80
Pintoras como Frida Kahlo, Lupe Marín, Tina Modotti, Antonieta Rivas Mercado y María Izquierdo lograron
romper algunas de las estructuras tradicionales y patriarcales que reinaban en el mundo de la pintura y del arte
que se mantenían en pie después de la Revolución. También el teatro frívolo, como hace notar Carlos Monsi-
váis (1988), se constituyó como un medio en el que la libertad y la liberación femenina pudieron encontrar un
espacio de expresión y circulación masiva dentro de una ciudad en expansión y en un progresivo crecimiento
demográfico producto de la migración campo/ciudad. Músicos y bailarinas mostraban que la Revolución no
había ocurrido en vano para algunas mujeres y hacían circular nuevos sentidos acerca del rol social de las mu-
jeres, invitando a poner en práctica nuevos comportamientos y hábitos: “Si me han de matar mañana, ¿qué me
importan la decencia y la virtud?” (Monsiváis, 1988: 39).
135
Capítulo tercero
Entre 1920 y 1960 el cine es la otra familia, la otra compañía anhelada, el otro
método de alucinarse con los ojos abiertos, el otro pueblo natal, la otra ciudad en
donde se vive y se goza y se padece. Y las películas son “auténticas”, lo que aquí
defino por su capacidad de distanciarse de los espectadores. Cada film es, en el
sentido psíquico, un imprescindible compañero de butaca.
Carlos Monsiváis (2012c: 297)
A partir de los años treinta, la producción de cine mexicano experimentó un crecimiento pau-
latino y sostenido que tuvo su cenit en la llamada época de oro. En este capítulo quiero argu-
mentar que este crecimiento implicó el advenimiento de una cinematografía comercial que
devino en un cine nacional e industrial, irrumpiendo dentro del espacio social no como un re-
flejo de la sociedad mexicana del período, sino como un microcosmos fílmico. Articulado como
un ordenamiento paralelo con sus propias estructuras operativas (autonomías, discursos,
valoraciones, etc.) y disposiciones jerarquizadas (leyes, funciones, lógicas, etc.), mantuvo, no
obstante, importantes relaciones objetivas con lo social, lo cultural y lo político, a través de lo
que Pierre Bourdieu (2002b) ha denominado efecto de refracción.81
En el caso específico que nos interesa estudiar aquí, el de las representaciones cinematográfi-
cas de la cultura popular y los sujetos subalternos, el efecto de refracción se produce gracias a
la mediación y circulación masiva de imágenes y sonidos que van instaurando y naturalizando
esquemas, visiones de mundo y valoraciones que son interiorizados por vastos grupos socia-
les. De este modo se fueron legitimando las versiones dominantes de lo popular convertidas en
mitos, leyendas o fetiches adecuados para la realidad fílmica, pero para las que era irrelevante
la realidad objetiva de las clases subalternas. Estas versiones dominantes de lo subalterno,
que contribuyen activamente en el complejo proceso de colonización y domesticación de los
dominados y su mexicanidad, son rastreables mediante la pesquisa de las tipologías, caracteri-
zaciones, clasificaciones y estereotipos que se inscriben en las películas y que circulan a través
del cedazo de la narración fílmica.
El desarrollo del cine y su influencia sobre lo social y lo cultural, fue producto tanto de facto-
res cinematográficos como extracinematográficos que hicieron posible la eclosión, consoli-
dación y transformación del cine en industria cultural. Entre los factores extracinematográ-
ficos, destaca el rol jugado por la política en el proceso de estabilización, reordenamiento e
institucionalización del orden sociopolítico iniciado con la reconstrucción postrevolucionaria.
81
Para Pierre Bourdieu, un determinado campo, “ejerce un efecto de refracción (como un prisma): por lo tanto
únicamente si se conocen las leyes específicas de su funcionamiento (su ‘coeficiente de refracción’, es decir su
grado de autonomía.) se podrá comprender los cambios en las relaciones entre escritores, entre los partidarios
de los diferentes géneros (poesía, novela y teatro por ejemplo) o entre diferentes concepciones artísticas (arte
por el arte y arte social por ejemplo), que acontecen por ejemplo cuando se produce un cambio de régimen po-
lítico o una crisis económica” (2002b: 61).
138
Los gobiernos de Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928), fueron
los principales gestores de este nuevo orden, que tuvo como eje central la pacificación de la
sociedad mediante la institucionalización del conjunto de demandas sociales, culturales, eco-
nómicas y políticas surgidas en los tiempos de la Revolución. Este proceso de reordenamiento
político, avalado por la constitución de 1917, tenía como objetivo disciplinar y pacificar polí-
ticamente a la sociedad mexicana. Para ello, tanto Obregón como Calles, buscaron someter a
las múltiples fracciones y subfracciones de las fuerzas revolucionarias (constitucionalistas,
zapatistas, villistas, etc.) al poder civil. Esto implicó un proceso de transición que “comportó
la incorporación de una creciente población y la primera consolidación de la política de masas
mediante el establecimiento de un nuevo orden político” (Hernández Chávez, 2012b: 26).
El cine mexicano durante la década del treinta estuvo marcado por dos contextos políticos.
Primero el llamado maximato, un período comprendido entre 1928 y 1935, que se caracteri-
zó por una acentuada y progresiva inestabilidad política al interior del partido oficialista; el
segundo, el cardenismo, que comprende el sexenio presidencial de Lázaro Cárdenas (1934-
1940), caracterizado a grandes rasgos por la movilización social, la puesta en marcha de la re-
forma agraria y la nacionalización de petróleo, políticas que no dejaron indiferente a sectores
privilegiados quienes intentaron desestabilizar al gobierno.
El maximato emerge tras el asesinato de Álvaro Obregón, en 1928, quien en ese momento era
el presidente electo. Plutarco Elías Calles, “respondió con habilidad, desplegando sus dotes de
estadista. Rehusó prolongar su presidencia y prefirió ejercer el poder entre bastidores” (Alan
Knight, 1998: 16). Tras la muerte de Obregón se sucedieron tres presidentes provisionales:
Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez, sin embargo, esta inestabilidad
política fue aprovechada por Plutarco Elías Calles, quien fue declarado “el jefe máximo de la
revolución”, lo cual significó que ejerciera el poder en las sombras.82
La novedad de esta etapa en la historia política nacional, fue la creación de un partido de di-
rigentes y caudillos, una verdadera alianza de los profesionales de la política, vinculado al
82
Como ha observado el historiador Alan Knight: “El maximato fue transicional en dos sentidos. En primer lu-
gar, durante el mismo hubo un claro desplazamiento del gobierno personalista al institucional. Tras proclamar
el fin de la política caudillesca, Calles convocó una asamblea del nuevo partido revolucionario oficial, el PNR, a
principios de 1929. En el curso de aquel año agitado se aplastó una revuelta militar obregonista; se llegó a una
conclusión negociada de la guerra cristera; y Ortiz Rubio, el insulso candidato del PNR, arrolló a la oposición
liberal y antirreeleccionista de José Vasconcelos en las elecciones presidenciales de noviembre. Así pues, pode-
mos situar en 1929 el comienzo de la hegemonía ininterrumpida del partido oficial” (1998: 16).
139
estado y tutelado por Calles. Este poder de dirección lo confirmó como “Jefe Máximo de los
revolucionarios”. El liderazgo caudillista, del que Calles carecía, basado en el prestigio militar,
era sustituido por el liderazgo político sustentado en un aparato disciplinador y cohesionante
de personajes y grupos, haciendo posible su predominio en el interior de la corriente revolu-
cionaria (Pozas Horcasitas, 1990: 265).
Si bien estas leyes configuraron el rol del Estado como un aparato político mediador del con-
flicto social entre trabajadores y empresarios, en la práctica el Estado se atribuyó el papel
de conducir la conflictividad y el desencuentro hacia el camino de la unidad nacional, lo que
muchas veces privilegió al empresariado en desmedro de los trabajadores. Esto se manifestó
a través de un conjunto de “leyes que aparecen como corporativas, en el sentido de que regla-
mentan y regulan las relaciones de trabajo a partir de los órganos administrativos del Estado”
(Hernández Chávez, 2012b: 41), pero que al final del día mostraban su eficacia a través del
83
En su declaración de principios, la CGOCM sostiene: “como postulado político-ideológico, la lucha de clases
contra el sistema capitalista, planteando como imperativo la reunificación de la clase obrera a través de la estra-
tegia de un sindicalismo economicista para consolidar los avances orgánicos de la unificación, vía el sindicato
no el partido, a nivel nacional” (Pozas Horcasitas, 1990: 280).
140
control y contención de las demandas y luchas de los trabajadores, declarando la ilegalidad de
determinadas huelgas.84
Es importante tener presente que todo este proceso de movilización social se inició bajo los
efectos del crac de 1929, que generó una crisis mundial que golpeó fuertemente a la clase tra-
bajadora. En México había “300.000 parados en 1931, y llegaron a ser un millón un año más
tarde” (Dabène, 2000:75). Dentro de este contexto, los mineros mexicanos, por ejemplo, con-
sideraban que la legislación vigente era la responsable de la crudeza y profundidad de la crisis,
por ello solicitaron “que se derogaran las leyes y las franquicias para poder salvar la depresión.
En mayo de 1930 se efectuó el Primer Congreso Nacional Minero, en donde las conclusiones
fueron: pedir al gobierno las reformas a la ley minera, reducción de impuestos, salarios, fletes
y ayudar a los mineros en el reajuste de personal a fin de reducir los costos y hacer rentable la
producción” (Pozas Horcasitas, 1990: 271).
Entre 1920 y 1940 tiene lugar un proceso de institucionalización de la Revolución que incorpo-
ra a la estructura del Estado a ciudadanos armados, clases medias, obreros y campesinos que, si
bien poseen ideologías y adscripciones identitarias diversas, logran articularse dentro de parti-
dos políticos, sindicatos, corporaciones y organizaciones sociales. De acuerdo a la historiadora
Alicia Hernández Chávez, la fuerza política que comenzaron a obtener los actores populares y
su consecuente incorporación al entramado de poder y toma de decisiones, “explica la popu-
84
Como observa Ricardo Pozas Horcasitas: “La prueba más evidente del uso primero que se le confirió a la ley
fue el bajo índice de huelgas legales registradas. Éstas habían iniciado su brusco descenso en el año de 1928
donde sólo se aceptaron 7 de ellas y fue en pleno crac donde el índice de huelgas registradas llegó al punto más
bajo de la historia nacional. En 1929 fueron 14, en 1930, 15, en 1931, 11, en 1932 llegaron a 56, en 1933 des-
cendieron a 13 para llegar a 202 en 1934,20 momento en el que se hace presente la efervescencia de masas y se
inicia el cardenismo, como proceso político” (1990: 278).
141
laridad, la movilidad social, el avance político y de bienestar social de los decenios de 1920 y
1930. Fue a partir de 1945 a 1960 cuando el sistema político adoptó el carácter de régimen al
aprovechar las instituciones populares como clientelas subordinadas al Estado” (Ibíd.: 26).
En ese panorama de efervescencia política y cultural, que correspondió a los gobiernos de Ál-
varo Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928), el cine ya no fue alentado por
el Estado ni se pensó en él como herramienta educativa. En el proceso de institucionalización
política que vivía el país, ya no parecía políticamente oportuno que la pantalla cinematográfica
mostrara las cruentas manifestaciones de la lucha por el poder (los asesinatos de Pancho Villa
y Francisco Serrano, las rebeliones de Adolfo de la Huerta y José Gonzalo Escobar o la guerra
cristera). Al mismo tiempo, desde la cultura consagrada se empezó a cuestionar el estatus del
cine, mirándolo con desdén (2010: 86).
En este subcapítulo expondré en qué medida el cine de los años treinta y principios de los
142
cuarenta se configura como un cine que comienza a prefigurar una imagen de lo popular, a tra-
vés de la colonización paulatina y despolitizada de un imaginario social que se inscribió en la
conciencia colectiva conformando aquello que se concibe como lo “típicamente” mexicano. Se
analizarán las primeras representaciones que el cine sonoro hizo de la prostitución y el mundo
rural. Veremos cómo estas primeras versiones de lo popular fueron los primeros acercamien-
tos para la colonización y domesticación de los sujetos subalternos. Por último, analizaré la
relación –compleja y significativa– entre la modernización populista iniciada en el gobierno de
Lázaro Cárdenas y la época dorada del cine mexicano.
La primera película con sonido incorporado que se realizó en México es Santa (1931) de An-
tonio Moreno.85 Como señala Jorge Ayala Blanco, con esta película: “La cinematografía sonora
nacional comienza rescatando la biografía de una prostituta y desde entonces no ha podido li-
berarse de la tutela de ese personaje” (1968: 128). Así se dió inicio a la construcción fílmica de
la prostitución, la pobreza y lo popular a partir de la amalgama entre moralidad y esencializa-
85
Esta segunda adaptación cinematográfica de la novela de Federico Gamboa narra la historia de Santa, una
joven que vive feliz junto a su familia en el idílico pueblo de Chimalistac. Hasta allí llega el general Marcelino,
quien seduce y enamora a Santa para luego abandonarla. Eso provoca que Santa sea expulsada de su hogar y se
sumerja en la prostitución de alta sociedad. En el burdel conoce a Jaramillo, un destacado torero andaluz, que
se enamora de ella y la lleva a vivir con él. Cuando éste va camino a una corrida de toros, reaparace Marcelino
quien la seduce nuevamente, pero son sorprendidos por el torero. Jaramillo, herido en su orgullo de macho la
expulsa de su casa y Santa vuelve nuevamente a trabajar en el prostíbulo. Sin embargo, enferma y debido a que
su rostro cansado y enfermo espanta a los clientes, debe abandonar el lupanar. Vive en la miseria y es rescatada
por Hipólito, el pianista ciego del burdel, que ha estado enamorado de Santa desde el primer día. La lleva a su
hogar y la cuida. Santa debe ser operada de urgencia de cáncer e Hipólito gasta los ahorros de su vida en la ope-
ración, pero ella no sobrevive.
143
ción. En la película Santa vemos un mundo social dominado por lo masculino, mientras que las
mujeres de “vida fácil” son representadas disfrutando de una fiesta carnavalesca, permanente-
mente acompañadas por los distinguidos visitantes del burdel, todos sumergidos dentro de un
hedonismo carente de cualquier tipo de aflicción Ellas visten elegantemente y no se visibilizan
distinciones de clase; es más, a cualquiera de ellas le puede ocurrir que un cliente enamorado
le “ofrezca casa” y con ello la oportunidad de una salida digna y feliz. Desde esta perspectiva
la prostitución, no se presenta como signo de precariedad, ni siquiera como comercio sexual,
puesto que las dificultades de la vida se encuentran ausente y dentro del burdel no hay más que
felicidad, como si de una burbuja de ensueño y placer se tratara.
Al año siguiente del éxito comercial de Santa, se estrenó una nueva película que trataba el tema
de la prostitución: La mujer del puerto (1933) de Arcady Boytler, inspirado en el cuento El puer-
to de Guy Maupassant.86 A diferencia de Santa, la película de Arcady Boytler pone en pantalla
algunos rasgos y prácticas culturales que permiten caracterizar a los sujetos populares. Ele-
mentos como el carnaval, la vida en la vecindad, los marineros, etc., funcionan como telón de
fondo y como mecanismos retóricos que permiten contextualizar una vida alejada de la norma
y la moralidad. La película presenta una pequeña construcción social del vecindario en el que
86
Este melodrama nos cuenta la historia de Rosario, una bella mujer del pueblo de Córdova que vive feliz y ena-
morada de su novio Victorio, a quien se entrega sin sospechar que él la engaña con otra. La decepción y el dolor
por la muerte de su padre hacen que la joven sin dinero, sola y “manchada”, como dicen las viejas de la vecindad,
decida irse a vivir al puerto de Veracruz y se convierta en prostituta. Allí atraca un barco un hondureño que
trae de regreso a su patria a Alberto, quien libra a Rosario de un borracho. Entre ellos nace una atracción que
los llevará a pasar la noche juntos. A la mañana siguiente, entre cigarrillos y alcohol, intercambian preguntas y
respuestas hasta que se dan cuenta que son hermanos. La revelación será la que precipite el fatal final: Rosario
se lanza al mar sin que Alberto pueda impedirlo.
144
las vecinas son entes censuradores y moralistas de las conductas de los otros. Ellas represen-
tan el peso de la tradición, de la conducta socialmente legitimada como decente dentro de un
mundo en el que la “mujer manchada” debe ser marginada y castigada con la indiferencia. La
mujer del puerto también muestra contextualmente las condiciones de pobreza y precariedad
(la carencia de dinero para la compra de medicinas), la solidaridad (encarnada en el boticario)
y el aprecio y el reconocimiento social hacia la gente honrada (frente a la muerte de Don An-
tonio, el pueblo interrumpe la celebración del carnaval para rendirle un sentido homenaje). Es
decir, la película presenta un entorno popular que posee una cierta injerencia contextual sobre
la trama, articulando lo popular como una economía discursiva que se pone al servicio de un
argumento cinematográfico. No quiere ser un retrato de las prácticas culturales de lo popular,
pero las incluye para dar sentido al melodrama de una mujer caída en desgracia producto de un
mal amor que la desvirga y abandona. Por lo mismo, la película deja entrever de forma residual
una visión ideológica acerca de lo popular, sus prácticas sociales y el modo en que deben ser
representadas en el cine.
Sin embargo, las diferencias con Santa no son tan profundas como a primera vista pareciera ser.
En estas dos películas la prostitución es la salida “fácil” para una mujer que ha caído presa de las
tentaciones de la carne. Al entregarse al hombre canalla, ella “mancha” su ser y también a su en-
torno familiar y social; de ahí el desprecio de los hermanos de Santa, de ahí la desconsideración
de las vecinas de Rosario, de ahí la necesidad que tienen ambas de salir, de escapar, de perderse
en el mundo anónimo de la ciudad moderna. El prostíbulo se constituye como el espacio natural
en el que deben recalar aquellas mujeres que han quebrantado una de las normas sociales de
principios del siglo veinte: la mujer debe llegar virgen al matrimonio. Sin embargo, en estas dos
películas la prostitución no es un castigo, ni siquiera un mecanismo de sobrevivencia en el que
la mujer “vende su fuerza de trabajo, como mano de obra sexual, tactilidad que procura el goce
del otro” (Pavez, 2011: 108); tampoco se presenta el lupanar como un espacio de sufrimiento.
Por el contrario, la prostitución y la vida en el prostíbulo se constituyen tan sólo como un es-
tadio más en la decadencia de unas mujeres signadas por el desdén a los valores y las normas
de conductas socialmente aceptadas y legitimadas por la visión androcéntrica que domina el
orden social.
Estas dos películas constituyen un ejemplo del modo de representar el control social y el dis-
145
ciplinamiento del cuerpo femenino. Tanto en Santa como en La mujer del puerto se presenta
una moral y, por tanto, un código de conducta que persigue establecer un determinado marco
mediante el cual un sujeto femenino llega a constituirse socialmente.87 Se trata de modelar las
conductas femeninas mediante la imposición de unos modos de ser que funcionan a través
de la negación de lo que vemos en la pantalla. Es decir, a través de la positivación de la “mujer
manchada” y su devenir prostituta en un primer momento, y el castigo de la muerte después,
ya sea por medio del suicidio (Rosario) o por enfermedad (Santa), se muestra el valor social
e ideológico que la sociedad mexicana le asignaba a la virginidad como mecanismo de disci-
plinamiento y modelación de la subjetividad femenina. Por lo tanto, la función ideológica que
se desprende de estas dos películas, “no es ofrecernos un punto de fuga de nuestra realidad,
sino ofrecernos la realidad social misma como una huida de algún núcleo traumático” (Zizek,
2005a: 76).
En 1937 se produjo una tercera película que trata la prostitución, La mancha de sangre de
Adolfo Best Maugard.88 Esta película presenta algunas variaciones respecto de la represen-
tación de la prostitución en relación a las anteriores, empezando por el hecho de que no se
muestra como consecuencia de un amor canalla que “mancha” y deshonra a la protagonista.89
87
Con respecto a la norma como código de conducta Judith Butler, siguiendo a Michel Foucault, plantea que “la
norma no produce al sujeto como su efecto necesario, y el sujeto tampoco tiene plena libertad para ignorar la
norma que instaura su reflexividad; uno lucha invariablemente con condiciones de su propia vida que podría no
haber elegido. Si en esa lucha hay algún acto de agencia o, incluso, de libertad, se da en el contexto de un campo
facilitador y limitante de coacciones. Esa agencia ética nunca está del todo determinada ni es radicalmente libre.
Su lucha o su dilema principal deben ser producto de un mundo, aun cuando uno, en cierta forma, debe produ-
cirse a sí mismo. Esa lucha en las condiciones no elegidas de la propia vida —una agencia— también es posible,
paradójicamente, gracias a la persistencia de esta condición primaria de falta de libertad” (2009: 33).
88
La película La mancha de sangre no fue estrenada hasta 1943 en el cine El Politeama de Ciudad de México (que
antes había sido teatro de revista). Es muy probable que, bajo el gobierno del Gral. Lázaro Cárdenas, los desnu-
dos frontales de las bailarinas y las situaciones cargadas de sexualidad implícita, hayan sido motivo suficiente
para considerar la película un atentado a la moral pública y por lo tanto prohibida. Nuevamente en 1942, con
el Gral. Ávila Camacho en la presidencia, el entonces Jefe del Departamento de Cine, Felipe Gregorio Castillo,
prohibió que se exhibiera pretextando que “su contenido no satisface lo preceptuado en el artículo segundo del
Reglamento de Supervisión Cinematográfica en vigor”. Pero en 1943, se estrenó una versión bastante mutilada,
de la que fueron suprimidas las escenas más escabrosas para no ofender el pudor del espectador de la época.
Durante más de cincuenta años la cinta desapareció hasta que fue rescatada y restaurada por la Filmoteca de la
UNAM para ser exhibida en el Centro Cultural Universitario en 1994, a finales del gobierno de Salinas de Gor-
tari. Información recogida de los sitios de internet: Cine silente mexicano, e Imagen médica: revista electrónica
de información. disponibles en: http://cinesilentemexicano.wordpress.com/2009/07/20/el-cine-maldito-de-
adolfo-best-maugard/ (Consultado el 8 de mayo de 2014). http://www.imagenmedica.com.mx/portal/index.
php?option=com_content&view=article&id=85:la-mancha-de-sangre&catid=35:notas-cine (Consultado el 8 de
mayo de 2014).
89
La historia transcurre en el cabaret-prostíbulo “La mancha de sangre”, un lugar de los bajos fondo de Ciudad
de México, donde trabaja Camelia, una prostituta que toma bajo su cuidado a Guillermo, un joven que ha llegado
del campo a la ciudad en busca de mejores condiciones de vida. Camelia se lo presenta a Emilio, el mano derecha
del hampón conocido como el Príncipe, quien se dedica a robar joyas y dinero en las casas y mansiones de los
ricos de la ciudad. Poco a poco Camelia y Guillermo van estrechando su amistad y se enamoran. Sin embargo, el
proxeneta de Camelia, Gastón, no ve con buenos ojos esta relación e intenta interponerse entre ellos. Mientras
tanto Guillermo es reclutado por la banda del Príncipe. Cuando van a dar un importante golpe, Camelia presien-
te que dicho plan va a terminar mal. Efectivamente, la policía apresa al Príncipe y su banda, descubriendo que
146
La película de Best Maugard construye una mirada bastante menos higienizada de la prosti-
tución y de su entorno que sus predecesoras. Las relaciones sociales y las prácticas culturales
que vemos en este filme, son construcciones que elaboran una imagen verosímil de un lupanar
popular.
En la película de Best Maugard las prostitutas no sólo bailan con sus clientes y salen con ellos a
concretar sus negocios amorosos, sino que también hacen de anfitrionas del local: atienden las
mesas, sirven los tragos, dan consejos a los clientes, cobran el consumo. Es decir, se muestra
toda una actividad económica-sexual que se despliega dentro de un espacio social y cultural
(el lupanar). En esta atmósfera decadente se teje una trama folletinesca en la que se entrelazan
episodios y circunstancias que muestran momentos de compasión y solidaridad, pero también
de abusos de poder que van objetivando formas de control, manipulación y dominación sobre
el cuerpo de las prostitutas. Ejemplo de esto último es la escena en que vemos a Gastón, el
proxeneta de Camelia (la protagonista), obligándola a tener sexo con él porque es su “dueño”.
Otro de los aspectos relevantes del filme de Best Maugard, es la puesta en pantalla de una serie
de condicionamientos sociales, estilos de vida, prácticas culturales, formas de hablar y de ver
el mundo. Se trata de la representación de un mundo social que va desfilando ante nuestros
ojos como retratos y configuraciones que permiten contextualizar una trama amorosa que se
desarrolla dentro de un clima a la vez hostil y festivo, en el que la tragedia y la afrenta se entre-
mezclan. De ahí que las significaciones asociadas a lo popular que se desprende en La mancha
de sangre, se encuentran adheridos inconscientemente al relato y contribuyen a la asignación
han vendido las joyas robadas a Gastón, el proxeneta de Camelia, quien muere en un enfrentamiento a tiros con
el policía. De este modo se elimina la posibilidad de una nueva vida para la pareja.
90
La figura de los pachucos será trabajada en profundidad cuando analice las películas de Tin Tan, quien ha sido
signado como “el pachuco de oro”.
147
de arquetipos y estereotipos que construyen una imagen y un imaginario de los bajos fondos.
Para terminar con estas observaciones sobre estos tres filmes quisiera referirme, brevemente,
a un aspecto que es transversal a las tres películas: la sublimación de la vestimenta.91 Las pros-
titutas son representadas con una vestimenta similar: vestidos de una pieza, confeccionados
con una tela de raso brillante, ceñido al cuerpo, con escotes o alguna que otra transparencia
y zapatos de tacón. A pesar de esta semejanza, existen ciertas diferencias denotativas en las
vestimentas. Así, por ejemplo, en el caso de Santa hay una intención de significar un cierto
glamur, en La mujer del puerto el vestido es utilizado para denotar sensualidad y erotismo, y
en La mancha de sangre se presenta un intermedio entre sensualidad y elegancia que denota
un habitus popular. Estas inscripciones y significaciones hacen de la vestimenta un sistema de
clasificación en el que se ponen en juego algunos de los problemas propios del cine.
Como nos recuerda Roland Barthes (2001), una de las características específicas del signo
fílmico es que la relación entre significado y significante es esencialmente una relación analó-
gica, no arbitraria, puesto que no hay abstracción como en el lenguaje articulado. Esto implica
que si se quiere significar a una prostituta, se representan aquellos significantes (vestidos ce-
ñidos al cuerpo, joyas de bisutería, labios pintados, zapatos de tacón, escotes, transparencias,
etc.) que contribuyen a dar una idea de una prostituta, es decir, se trata básicamente de una
representación visual fundada sobre una sinonimia (un significado se expresa a través de va-
rios significantes), que permita que “la claridad de la intelección no se encuentre amenazada”
(Barthes, 2001: 31). En este sentido, la vestimenta en estos tres filmes se impone, bajo la espe-
sura sinonímica, como un orden sintáctico en el que se producen relaciones de concordancia
y “la significación no está ni motivada naturalmente ni codificada por una gramática ancestral
(…) [sino que] nos vemos obligados a buscar la unidad significativa del vestido no en prendas
acabadas, aisladas, sino en verdaderas funciones, oposiciones, distinciones o congruencias”
(Barthes, 2005: 372). En consecuencia, la vestimenta de las prostitutas se configura como un
elemento funcional y diferenciador que se constituye tanto como un soporte material (tela de
raso, zapatos de tacón, etc.), como en variantes inmateriales (sensualidad, vulgaridad, elegan-
cia etc.), que dentro del orden sintagmático se combinan y yuxtaponen para contribuir a fijar
una determinada significación.
91
La vestimenta será uno de los aspectos materiales/culturales que estará presente a lo largo de este estudio,
ya que se constituye como uno de los dispositivos discursivos utilizado continuamente para la significación y
objetivación de lo subalterno.
148
En resumen, estas tres películas vinculan la prostitución con la pobreza y la marginalidad,
pero de ningún modo persiguen ser una crítica social. En un momento en que la práctica cine-
matográfica se entiende primariamente como “una fábrica de sueños” que debe producir una
cierta rentabilidad, la intención es ofrecer entretención dentro de los cánones morales de la
época. A pesar de ello, o precisamente por esa razón, aquí se inicia la colonización de un imagi-
nario social respecto de la prostitución, y por añadidura de la mujer mexicana en su conjunto,
como un ser y un objeto de control y disciplinamiento.
Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un instrumento, ya
de los deseos del hombre, ya de los fines que le asigna la ley, la sociedad o la moral. Fines,
hay que decirlo, sobre los que nunca se le ha pedido su consentimiento y en cuya realiza-
ción participa sólo pasivamente, en tanto que depositaria de ciertos valores. Prostituta, diosa,
gran señora, amante, la mujer trasmite o conserva, pero no crea, los valores y energías que le
confían la naturaleza o la sociedad. En el mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer
es sólo un reflejo de la voluntad y el querer masculino. Pasiva, se convierte en diosa, amada,
ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, la madre, la virgen;
activa, es siempre función, medio, canal. La feminidad nunca es un fin en sí mismo, como es
la hombría (Paz, 2012a: 39).
La mujer mexicana y la representación que de ella se hace dentro del orden social y discursivo
mexicano-masculino, debe responder al recato y a lo doméstico, transformándola en una he-
rramienta (y no en un sujeto histórico) que cumple una funcionalidad. Queda suscrita a una
visión androcéntrica, que se sostiene y se alimenta a partir de la imposición de “la fuerza del
orden masculino [que] se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación: la
visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de enunciarse en unos
discursos capaces de legitimarla” (Bourdieu, 2005b: 22).
En la década del treinta la producción cinematográfica nacional se vio inscrita dentro de dos
tendencias que representan dos posturas ideológicas disímiles: por un lado un nacionalismo
conservador y nostálgico, por el otro una postura nacionalista y revolucionaria marcada por
un fuerte compromiso con el cardenismo (de los Reyes, 1991; Obscura, 2010). El primero se
expresó en la comedia y el melodrama ranchero que ponía en pantalla una cierta nostalgia por
un pasado porfiriano. Un buen ejemplo es la película Allá en el rancho grade (1936), que inau-
gura una cinematografía de corte nacionalista que buscaba plasmar “una crítica implícita a la
149
política cardenista y una tendencia a idealizar el pasado porfirista de las grandes haciendas,
al tiempo que se cuestionaba el papel de los caudillos revolucionarios” (Obscura, 2010: 91).
La segunda tendencia se tradujo en películas que perseguían exaltar los valores populares sin
dejar de ser una crítica social. Una clara muestra de este tipo de cine es la película Redes (1936)
de Emilio Gómez Muriel y Fred Zinneman. 92
Redes nos cuenta la historia de Miro, un pescador artesanal enfrentado a la grave enfermedad
de un hijo. Sin dinero, producto de la mala pesca y la falta de trabajo, acude a don Anselmo, el
dueño de las embarcaciones, a quien le pide un adelanto para llevar a su hijo al hospital. Éste
le señala que “el negocio anda muy mal, hay muchos gastos, no es posible, usted perdonará”.93
El hijo muere y ello se despierta una cierta conciencia de clase: “no es justo que un hijo mue-
ra, porque su padre no tuvo dinero para curarlo”,94 dice Miro en el funeral de su pequeño hijo.
Eventualmente la pesca mejora y nuevamente hay trabajo, pero Miro ya no es el mismo. En-
frentados a la paupérrima paga por una pesca abundante, los pescadores deciden organizarse:
“Debemos hacer un plan para defendernos, pero necesitamos que vayan todos los pescadores”.95
Mientras los pescadores se unen, don Anselmo paga a un demagogo local, candidato a diputa-
do, para que convenza a los pescadores de que es mejor que las cosas sigan como están. Los
trabajadores se dividen entre los liderados por Miro con una visión de unidad popular, y los
que adoptan una postura alienada y pragmática que priorizan la necesidad de trabajar a cual-
quier precio. Estas dos posturas quedan sintetizadas en dos discursos. El primero, realizado
por Miro:
Compañeros, cuánto tiempo vamos a seguir soportando esta esclavitud y esta pobreza ¿Quién
gana aquí en un año más de 40 centavos diarios? ¿quién puede vestir y mantener a su familia
con esta miseria? ¿quién tiene dinero para curarse? Todos sabemos que no es justo, pero
también debemos saber que no es inevitable. Hay unos cuantos que nos explotan arrebatán-
donos todo, únicamente para satisfacer su avaricia (…) ¿por qué razón no podemos cambiar
nuestros pescados con los que crían ganado, con los que cosechan maíz, con los que fabrican
mantas, ¿quién nos impide este cambio? Unos cuantos con dinero que han sabido apoderar-
se de los botes, de las redes, de las plantas de hielo y de los transportes. Los acaparadores
92
Con el inicio de la reforma agraria impulsada por Lázaro Cárdenas, estas dos tendencias se polarizaron y
radicalizaron aún más, principalmente, porque “afectó a gran parte de la oligarquía terrateniente, pues una
mayoría de los que estaban haciendo el cine mexicano en esos años eran descendientes de familias porfirianas
acomodadas, afectadas por los estragos de la Revolución, o pertenecían a la clase media en ascenso, y estaban
descontentos con los regímenes posrevolucionarios, especialmente con el cardenista” (Obscura, 2010: 92).
93
Extracto tomado de la película Redes.
94
Extracto tomado de la película Redes.
95
Extracto tomado de la película Redes.
150
controlan todo, por eso pueden pagarnos lo que quieren (…) los pobres de otras partes no
pueden comer pescados y nosotros no podemos comer verduras. La pobreza no es ley de la
naturaleza, ni ley de Dios. Los acaparadores son fuertes porque están unidos para explotar-
nos, se ponen de acuerdo para pagarnos un mismo precio y nos amarran a todos con la misma
cadena ¡Unámonos como ellos! Porque sólo así podemos tener fuerza para protegernos. Sólo
pedimos lo que nos pertenece, lo que nuestro trabajo nos da, pero cada uno no puede exigirlo
solo. Juntos haremos que se nos pague lo que es justo (…) ¡Compañeros que la lucha comience
mañana en la primera pesca!96
El segundo grupo ha sido persuadido por la retórica del candidato corrupto, quien se toma la
palabra para señalar que:
Pescadores, ciudadanos… Hablo a los hijos del glorioso estado que tiene entre sus tradicio-
nes ejemplares de valor y de gloria, a los honrados pescadores conscientes de su deber y
de las altas obligaciones que la calidad de ciudadanos libres en una república democrática
les impone. Los que saben apreciar el valor de la vida institucional y la fuerza del voto. Los
que no pueden prestar atención a las palabras de revoltosos, que no se han dado cuenta de
la majestad de las conquistas revolucionarias. Ustedes, mis queridos camaradas, los invito
a considerar los problemas de la vida nacional, así como los de nuestro querido pueblo en
particular. No debemos por ningún motivo olvidar este hecho, ya que sólo así y no de otra
manera, podemos llegar a la conclusión que contiene los elementos de la verdad. La verdad,
divinidad evasiva, la cual debemos buscar porque sólo ella puede alumbrar el camino oscuro
de la vida y ayudarnos a juzgar nuestras…97
En tanto los pescadores liderados por Miro exigen que se les pague mejor, el otro grupo está
dispuesto a vender a cualquier precio. Mientras ambas facciones pelean, los funcionarios de
don Anselmo se hacen con el fruto de la pesca y el candidato a diputado, escondido en una
choza, le dispara a Miro. La pelea se detiene y Miro es trasladado a una isla cercana, donde
posteriormente muere. Hasta allí llegan los pescadores que habían estado dispuestos a vender
y que ahora se han dado cuenta de la explotación y el abuso al que han sido sometidos.
Lo que pasó nos hizo despertar, vamos a castigar a los que lo mataron. Vamos a seguir el ca-
mino que Miro nos enseñó, vamos a seguirlo… ¡todos juntos! Lo que Miro quería lograr, lo lo-
graremos nosotros. Eso fue el principio, porque cuando tengamos los botes, las redes y hielo,
trabajaremos por nuestra cuenta y ¡habremos ganado! Qué la gente vea cómo es la opresión
en que vivimos, que se unan a nosotros.98
Redes se articula como una crítica social al proceso de producción capitalista y lo que ocurre
96
Extracto tomado de la película Redes.
97
Extracto tomado de la película Redes.
98
Extracto tomado de la película Redes.
151
en el lugar de trabajo (la caleta de pescadores). De esta manera, pone de manifiesto el modo y
la relación de explotación que se establece entre los dueños de los medios de producción (pro-
pietarios) y los pescadores (propiedades) dentro del proceso de acumulación del capital. La
película muestra cómo en este sistema capitalista, “todos los medios para desarrollar la pro-
ducción se transforman en medios para dominar y explotar al productor (…) y lo convierten en
un hombre trunco, fragmentado, apéndice de la máquina” (Marx citado en Bensaïd, 2012: 47).
Junto con presentar las artimañas que utilizan los dueños de los medios de producción para
acumular capital, se muestra el proceso de toma de conciencia de los pescadores acerca de
las condiciones de explotación a las que se ven sometido y “se desarrollan la lucha de clases
y, consiguientemente, el sentimiento de sí mismos que tienen los trabajadores” (Marx, 1976b:
300). De esta forma, se advierte un trabajo de politización de los dominados que, producto del
apego de los realizadores a la visión revolucionaria de izquierda, elaboran un guión que hace
del subalterno un sujeto con consciencia de clase.
En términos estéticos, Redes es una película que posee una clara influencia, tanto técnica como
conceptual del cine de Sergei Eisenstein. El cineasta ruso recorrió México a principios de los
años treinta con la intención de realizar “un proyecto fílmico que abarcaba varias etapas de
la historia mexicana (prehispánica, colonial, revolución y presente) desde la perspectiva de la
lucha de clases, tratando de mostrar la persistencia de los antiguos sistemas de explotación
en el campo mexicano” (Obscura, 2010: 91).99 La influencia eisensteiniana se aprecia en el uso
de la cámara, en los tipos de tomas y planos elegidos para significar, por ejemplo, la figura de
Miro como un sujeto de poder y resaltar la importancia de su discurso a través de una toma
99
Entre 1930 y 1932 Serguei Eisenstein estuvo filmando en México y su resultado fue una obra que no se logró
terminar por razones económicas y burocráticas. Sin embargo, su presencia ejerció una fuerte influencia en mu-
chos cineastas mexicanos. La estética visual de ¡Que viva México!, – con sus bellos paisajes, fotogénicas nubes y
la exaltación del indígena– marcaron a una parte de la cinematografía nacional. A su vez, el estilo que Eisenstein
buscó plasmar en las imágenes que realizó de México fue visto como derivado de la pintura muralista, especial-
mente la de Diego Rivera. Con el material filmado por el cineasta ruso se realizó una versión titulada ¡Qué viva
México! Como se puede leer en Wikipedia: “Eisenstein llega a México en diciembre de 1930, patrocinado por
Upton Sinclair y su esposa Mary Kimbrough Sinclair, y al poco tiempo comenzó a filmar el proyecto. El mate-
rial original nunca fue montado. El material filmado ha sido reconstruido por otros bajo los títulos de Thunder
Over Mexico, Eisenstein in Mexico, Death Day y Time in the Sun. En 1979 Grigori Aleksandrov, a partir de los
storyboards originales de Eisenstein, compiló Da zdravstvuyet Meksika!, una aproximación al montaje que éste
planeaba. La estructura del filme, en la reconstrucción de Aleksandrov es de cuatro episodios, más un prólogo y
un epílogo. El prólogo presenta imágenes alegóricas al México prehispánico. El episodio “Sandunga” recrea los
preparativos de una boda indígena en Tehuantepec. “Fiesta” desarrolla el ritual de la fiesta brava, mientras que
“Maguey” escenifica la tragedia de un campesino victimado por rebelarse en contra de su patrón. “Soldadera”
(episodio no filmado) presentaría el sacrificio de una mujer revolucionaria. El epílogo, también conocido como
“Día de muertos”, se refiere al sincretismo de las distintas visiones que coexisten en México alrededor del tema
de la muerte”. Disponible en: http://es.wikipedia.org/wiki/%C2%A1Que_viva_M%C3%A9xico! (Consultado el
6 de mayo de 2014).
152
que lo muestra de abajo hacia arriba (picado); o bien significar la pequeñez y miserabilidad del
candidato a diputado mediante una toma que lo muestra de arriba hacia abajo (contrapicado).
Pero no son sólo la toma y los planos, sino también el modo en que son ordenados dentro de
un montaje que intenta desarrollar una dialéctica, presentando una tesis una antítesis y una
síntesis. Siguiendo los planteamientos de Eisenstein, en Redes la toma y el montaje son los ele-
mentos básicos que permiten la construcción de una dialéctica donde “la interacción de ambas
producen un determinado dinamismo” (Eisenstein, 1995: 49).
Pero no es sólo en la forma del cine donde encontramos una perspectiva distinta (dialéctica) a
lo realizado hasta ese entonces en la cinematografía mexicana, sino también en la representa-
ción visual de los sujetos subalternos: la imagen que vemos de los pescadores difiere mucho
de la imagen engominada y de bigotillo de los charros que predominaba en la cinematografía
del período. En Redes, los pescadores se presentan barbudos, desgarbados, con las ropas rotas
y el andar cansado. No hay pulcritud ni higienización. Sin embargo, se omite cualquier rasgo
cultural, permitiendo así que sea la precariedad socioeconómica el único elemento que carac-
teriza lo popular.
Redes fue una película financiada por la Secretaría de Educación Pública que por aquel enton-
ces buscaba promover una visión “socialista” de la educación y la cultura. De esta forma, no es
muy aventurado imaginar que el objetivo de la película era el de constituirse como un medio
de propaganda y educación política que sirviera de contrapeso a aquellas producciones con
una mirada conservadora y moralista de la sociedad mexicana y que buscaban glorificar un
pasado –por lo general porfirista– del que se omitía cualquier conflicto de clases.100
Allá en el rancho grande (1936) de Fernando de Fuentes es la película que no sólo catapultó el
cine melodramático y de ranchera como fenómeno cultural, sino también inició la moda del
cine mexicano a nivel continental, abriendo el camino para la eclosión del cine mexicano en
tanto industria. La trama, en líneas generales, se desarrolla en la hacienda “Rancho Grande”
donde se educan juntos dos niños: el hijo de patrón y el ahijado del peón. Con el tiempo uno lle-
ga a patrón y el otro a caporal. El conflicto se desata cuando el caporal decide casarse con Cruz,
100
Algunas películas representativas que se suman a la tendencia nacionalista y conservadora de Allá en el ran-
cho grande, son: En tiempos de don Porfirio (1939) de Juan Bustillo Oro; y Juárez y Maximiliano (1933) de Miguel
Contreras Torres.
153
una hermosa mujer que toda la hacienda desea. Cruz es vendida por su inescrupulosa madrina
al patrón, desencadenando el conflicto entre el caporal y el patrón. En la película encontramos
canciones a granel, duelos de coplas en la cantina, carreras de caballos, peleas de gallo, serena-
tas, malos entendidos, castigos a la proxeneta fallida, reconciliación, armonía entre las clases
sociales y un matrimonio múltiple para coronar un happy end en ese paraíso rural.
Allá en rancho grande puede ser leída como una respuesta de la oligarquía terrateniente a
las transformaciones sociales impulsadas por el gobierno de Lázaro Cárdenas, especialmen-
te contra la reforma agraria: “Si el país vive la reforma agraria, ésta no es susceptible de [re]
trato fílmico” (Monsiváis, 1993: 18). De esta forma, la práctica cinematográfica se constituyó
en una herramienta al servicio de la clase dominante representada por hacendados y terrate-
nientes. Este apoyo incondicional no debe extrañar si se toma en cuenta que quienes estaban
produciendo cine en aquel entonces “eran descendientes de familias porfirianas acomodadas,
afectadas por los estragos de la Revolución, o pertenecían a la clase media en ascenso, y es-
taban descontentos con los regímenes posrevolucionarios, especialmente con el cardenista”
(Obscura, 2010: 92).
El camino elegido por Fernando de Fuentes para representar la nostalgia porfiriana fue la crea-
ción de un ambiente rural atemporal, en el que “se lo idealiza todo: la pureza de las doncellas,
el carácter campesino, la bondad del hacendado, el ánimo perpetuo de fiesta, las ventajas de
no enterarse siquiera de los encantos de la modernidad” (Monsiváis, 1993: 18). Se construye
así todo un estilo de vida rural del que está ausente cualquier alusión a algún hecho histórico
que lo vincule al México revolucionario o postrevolucionario y, aunque los protagonistas lucen
vestimentas asociadas a “lo mexicano”, el modelo de los personajes procede de los western
estadounidenses. En Allá en el Rancho Grande las relaciones de poder y las diferencias sociales
que se dan al interior de la hacienda sólo importan en la medida que justifican el meollo del
conflicto, que es la dificultad para que se concretice el romance entre el caporal y la mujer-ce-
nicienta. Así, la injusticia del orden social se vuelve el orden natural que el héroe del melodra-
ma no intenta subvertir. Al naturalizar el orden social por un lado y al desustancializarlo por
el otro, es decir, al situarlo como una suerte de telón de fondo difuso, se posibilita que la trama
transcurra hacia el encuentro amoroso (Silva Escobar, 2011).
154
Con el éxito de Allá en el Rancho Grande, tanto a nivel nacional como regional, surgió una cine-
matografía cuyas convenciones la hicieron genuinamente nacional: colonizada en sus formas
y estrategias al utilizar el modelo hollywoodense en la producción, colonialista en la cons-
trucción de imaginarios. Esta cinta se convierte, entonces, en un sólido tronco de un árbol
genealógico con infinitas ramificaciones. De allí en adelante, el cine mexicano hace circular,
como puede y hasta donde puede, el nuevo lenguaje de la vida moderna. Es a partir de Allá en
el rancho grande, que deliberadamente comienzan a ponerse en escena una cierta imagen de
las costumbres de la vida campirana con una marcada ausencia a cualquier tipo de conflicto
social, haciendo circular una mirada higienizada de la ruralidad que, producto de su masividad
y recurrencia, no tardaría en convertirse en referencia de la vida popular mexicana. De este
modo, se objetivan una serie de personajes reconocibles y gobernables que van prefigurando
ciertos tipos dominantes y característicos que colonizan un imaginario social y domestican a
los dominados.
101
Cuando los medios de comunicación masivos denominan a ciertos gobernantes o procesos políticos como
“populistas”, generalmente se está entendiendo el populismo como la práctica de los gobernantes (o de los can-
didato) a hacer una serie de promesas que no tienen la intención de cumplir, pero que pueden conseguirles los
votos para llegar al poder.
155
de populismo intenta comprender algo crucialmente significativo sobre las realidades políticas
e ideológicas a las cuales se refiere” (Ibíd.: 15).
Pese a la ambivalencia o a los impulsos contradictorios que coexisten en las definiciones y sen-
tidos que se le otorgan al populismo, su inscripción nos lleva a situarlo bajo una praxis que ine-
vitablemente conlleva cuestiones relativas a lo político y a su vínculo con la noción de pueblo
o, mejor dicho, con la idea que la clase política se hace del pueblo. 102 De esta forma, el concepto
populismo se configura como fenómeno sociocultural y político que no posee “ninguna unidad
referencial porque no está atribuido a un fenómeno delimitable, sino a una lógica social cu-
yos efectos atraviesan una variedad de fenómenos. El populismo es, simplemente, un modo de
construir lo político” (Ibíd.: 11). Al ser el populismo un modo (o una forma diferenciada y dife-
renciadora) de construir lo político, implica una diversidad de prácticas y discursos que contri-
buyen a abastecer de sentido a lo que Ernesto Laclau (2011a, 2005) denomina lógica política.
Entender el populismo como una lógica permite descartar la idea de que el populismo implica
un tipo de movimiento que se despliega dentro de una determinada base social, a la cual se le
adosan discursos que poseen una determinada orientación ideológica; de ahí que “todos los
intentos por encontrar lo específico en el populismo en hechos como la pertenencia al campesi-
nado o a los pequeños propietarios, o a la resistencia a la modernización económica, o la mani-
pulación por elites marginadas, son (…) esencialmente erróneos” (Ibíd.: 150). Son erróneos, no
porque el populismo no contenga en algún grado de su constitución algunos de estos compo-
nentes descritos por Laclau, sino porque el populismo implica la articulación de un conjunto de
enunciados, representaciones y reglas “que trazan un horizonte dentro del cual algunos objetos
son representables mientras que otros están excluidos” (Ibíd.: 150).
En el caso del cine de la Época de Oro, esta puesta en escena de lo popular y su correlato cine-
matográfico estetizante y esencializador, puede entenderse como un intento político por incor-
porar la participación popular a través de la creación de una identidad nacional en la que gran-
des segmentos de la población se sientan identificados por las representaciones que Cantinflas,
María Félix o Jorge Negrete hacen de los habitus y prácticas asociadas a lo popular. No obstante
ello, esta incorporación identificatoria conlleva un simulacro de participación e identidad cul-
tural, puesto que estas representaciones cinematográficas por sí mismas no generan una suerte
de estímulo-respuesta sobre las consciencia de los sujetos subalternos, así como tampoco las
acciones ideológicas contenidas en las representaciones fílmicas producen efectos y prácticas
inmediatas.
A pesar de esta dicotomía, es posible advertir, como nos recuerda Jesús Martín-Barbero, que
“en los tiempos de la modernización populista, años 30-50, los medios masivos de comunica-
ción contribuyeron a la gestación de un poderoso imaginario latinoamericano hecho de sím-
bolos cinematográficos” (2000: 18). El cine juega un papel importante en la conformación de
identidades e imaginarios a través de la identificación del pueblo-público con aquello que se
protector para salvar la aguda crisis política que provocó la accidentada elección de julio de 1988. Entre 1994
y 2000, Ernesto Zedillo advirtió de continuo contra esta presencia –de la misma manera que lo había hecho De
la Madrid- como si fuera el enemigo que se agitaba en nuestro seno, o como si se tratara del quinto jinete del
Apocalipsis” (Loaeza, 2001: 370).
158
proyecta en la pantalla. De este modo, como sugiere Carlos Monsiváis, a partir de la época
dorada el público “le ‘plagia’ lo que puede a las películas: el manejo del habla y de los gestos,
el humor, la reverencia ante las instituciones, la percepción anecdótica de los deberes y los
placeres. En rigor, es la ‘Edad de oro’ no del cine sino del público, que, entre otras cosas, confía
en que los ídolos le aclaren el manejo de las nuevas formas de vida, orientándolo en el vértigo
de las transformaciones” (1993: 17).
En el caso de la relación entre populismo y cine mexicano, lo que evidencia del conjunto de
películas analizadas en las páginas anteriores, es una tendencia a sustancializar y estetizar al
pueblo y lo popular, desplegando un saber que tiene una cierta mirada sobre lo nacional-po-
pular, en la cual, como ha observado García Canclini:
De acuerdo con Jesús Martín-Barbero (1991), los años treinta son claves para comprender a
América Latina en términos culturales y sociales. Estas características no serían tanto pro-
ducto del impulso industrializador y modernizador de las estructuras económicas, como de
la modernización política que implicó la irrupción de las masas en la ciudad y su consecuen-
te articulación como sujeto político, social e histórico. De allí que las políticas desarrolladas
por Cárdenas tuvieron por objetivo la defensa de las causas sociales y nacionales a través del
debilitamiento del poder que ostentaban la oligarquía terrateniente y la burguesía industrial
extranjera. Entre sus principales acciones se destacan el reparto de tierras, la creación de coo-
perativas campesinas (ejidos) bajo el control gubernamental, la nacionalización de los ferro-
159
carriles, la modernización de la industria azucarera, la expropiación de ingenios azucareros y
la expropiación petrolera.105
El mantenimiento del poder era imposible sin asumir de alguna manera las reivindicaciones
de las masas urbanas. El populismo será entonces la forma de un Estado que dice fundar su
legitimidad en la asunción de las aspiraciones populares y que, más que una estratagema des-
de el poder, resulta ser una organización del poder que da forma al compromiso entre masas
y Estado. La ambigüedad de ese compromiso viene tanto del vacío de poder que debe llenar
el Estado –con el autoritarismo paternalista que ello produce- como del reformismo político
que representan las masas (1991: 171).
Para no atribuirle al populismo una eficacia que no tuvo, ni tampoco reducir a las masas a una
pasividad manipulada por la élite gobernante, es necesario “elucidar lo que implicó la presen-
cia social de las masas y la masificación en que se materializa” (Ibíd.: 171). Por ello, las carac-
terísticas de la producción cinematográfica iniciada durante el cardenismo y consolidada en la
época dorada del cine mexicano, es un material simbólico objetivo que permite comprender el
105
Sobre el legado de Lázaro Cárdenas respecto a la nacionalización y explotación del petróleo, el historiador Jan
Bazant señala: “La expropiación de la industria petrolera perteneciente a extranjeros hizo popular a Cárdenas
con todas las clases sociales y le ganó la estatura de un héroe nacional, pero en realidad fue su reforma agraria
la que tuvo el impacto más profundo sobre la tradicional estructura social de México y que más que cualquier
otra medida consumó, después de casi dos décadas de reveses, las metas sociales de la Revolución y de la Cons-
titución de 1917” (1982: 168).
106
Como nos recuerda la historiadora Alicia Hernández Chávez (2012b: 72); “al finalizar el período cardenista,
la presidencia terminó por asumir una centralidad desconocida inmediatamente después de la revolución. Du-
rante las presidencias de Manuel Ávila Camacho (1940-1946), de Miguel Alemán (1946-1952), de Adolfo Ruiz
Cortines (1952-1958) y de Adolfo López Mateos (1958-1964), el sistema político mexicano acentuó sus caracte-
rísticas corporativas, devaluando de hecho y de derecho los demás poderes constitucionales.”
160
proceso de modernización experimentado en México.
Lo interesante del proceso populista del régimen de Lázaro Cárdenas y su relación con la prác-
tica cinematográfica es que ésta se constituye, primero que nada, como un fenómeno popular
que tiene el potencial de ser un gran escaparate para mostrar los estilos de vida, las prácticas
culturales, los saberes populares como recursos identificatorios que se proyecten en la panta-
lla. Sin embargo, estas proyecciones identificatorias responden a una mirada que tiende a des-
politizar la idea de clase social, para resituarlos como sujetos políticamente neutros. Esto trae
como consecuencia la representación de un mundo popular que acepta sin cuestionamientos
el orden hegemónico como el orden natural de las cosas. De este modo, el cine de la época de
oro contribuye activamente, por una parte, a instalar una cultura popular masiva, y por la otra,
a desactivar una cultura popular de clase. Este proceso de activación/desactivación ocurre
porque el populismo mexicano reconoce su necesidad de legitimarse a través de las masas y
para ello requiere activar un conjunto de señas de identidad culturales que tienen una cierta
tradición, pero al mismo tiempo necesita neutralizar, deformar o desactivar otras.
Esa transformación del sentido de lo popular está ligada entonces no sólo ni principalmente
con el desarrollo de los medios, sino, como lúcidamente lo comprendió Gramsci, con los pro-
161
cesos de centralización política y homogenización cultural –desintegración de las culturas
populares- que exigió la constitución de los Estados nacionales, y con los procesos de despla-
zamiento de la legitimidad social que condujeron de la imposición violenta de la sumisión a
la organización del consenso por hegemonía: a las relaciones del Estado-nación con lo nacio-
nal-popular (Martín-Barbero, 1987 :46).
En resumen, el gobierno de Lázaro Cárdenas buscó construir una mirada política del surgi-
miento de la masificación popular a través del discurso populista, que persiguió implantar
un modelo de desarrollo social, cultural y económico sustentado sobre un nacionalismo que
buscaba vincular la dimensión social con lo institucional, mediante la centralización del poder
en un partido único: primero el Partido Nacional Revolucionario (PNR) y luego el Partido Re-
volucionario Institucional (PRI). Como señala Alain Touraine, el populismo:
(…) es una reacción, de tipo nacional, a una modernización que viene dirigida del exterior. Su
trama central es rechazar las rupturas impuestas por la acumulación capitalista o socialista,
compensar la modernización inducida por un crecimiento del control colectivo de los cambios
económico y técnicos, en definitiva, mantener o recrear una identidad colectiva a través de las
transformaciones económicas que a la vez son admitidas y rechazadas. El populismo es un
intento de control antielitista del cambio social (1988: 165).107
(…) propone un programa de gobierno que, retomando los objetivos de la Revolución, devuel-
va a las masas su papel de protagonista en la política nacional. Apoyado en las conquistas ya
legalizadas de la Revolución, Cárdenas plantea por vez primera un desarrollo económico de
“tercera vía”, en el que a la clase capitalista se le responsabiliza del crecimiento de la produc-
ción y a las masas populares del progreso social. Y en la conciliación de esos dos intereses
estaría el papel del Estado. De lo avanzado del populismo de Cárdenas da testimonio el hecho
de que mientras defendió siempre el derecho de huelga de los obreros le negó a los patrones
el derecho a cerrar las fábricas. Pero al mismo tiempo, mientras el Estado, empeñado en un
costoso programa de obras públicas, carga con las empresas de más alto riesgo, deja en ma-
nos de la empresa privada las actividades económicas más lucrativas (1991: 174-175)
Dentro de este contexto social se desarrolló un populismo modernizador que tuvo varias ca-
ras. Ya he señalado que se implementaron un conjunto de políticas públicas que beneficia-
ron a las clases populares, pero también es cierto que en muchos aspectos el de Cárdenas
fue un régimen autoritario.108 Por otra parte, en el plano de la representación fílmica, emerge
una suerte de desclasamiento que emplaza lo popular dentro del orden de lo masivo-popular,
construyendo de esta manera, “la continuidad del imaginario de masa con la memoria narra-
tiva, escénica e iconográfica popular en la propuesta de una imaginería y una sensibilidad
nacional” (Ibíd.: 177). Por ende, el cine mexicano de la época de oro, cumple con el papel de
proporcionar a las masas una constelación de mitos que van instituyendo rasgos identitarios e
identificatorios que, por una parte, construyen lo popular como lo natural y lo simple, y por el
otro, transforma al pueblo en público. En esa mitificación y proyección, los sujetos (populares
o no) son “persuadidos por las imágenes, hechizados por los sonidos familiares, el público
confía y, especialmente en las ciudades, recompone su visión del mundo gracias a los mitos
y estilos de conducta que sustrae del cine de Hollywood y, especialmente, del cine mexicano”
(Monsiváis, 1987: 129).
108
Desde una visión crítica, Cesar Cansino e Isabel Covarrubias (2006: 69), sostienen que dentro del “contexto
en el cual tendrá lugar el populismo de Cárdenas es definible como abiertamente autoritario por varias razones,
quizá la más importante porque la consolidación de un régimen de corte autoritario fue la salida que encontra-
ría disponible para controlar y amortiguar definitivamente tres procesos simultáneos que se le presentaban en
su horizonte político: a) poner punto final a la violencia estrictamente política que, por su parte, había sido el
motor principal de la llamada primera etapa de la Revolución Mexicana; b) poner punto final a la violencia se-
lectiva que se estaba generando en el interior del propio grupo ganador del período armado, pero también con
el ascenso a la vida pública de grupos que con anterioridad no estaban presentes, como lo fue la experiencia del
catolicismo activo y posteriormente radicalizado; c) poner punto final al papel definitorio que jugaría Plutarco
Elías Calles hacia finales de los años veinte en la creación del PNR, y donde más que Calles, Cárdenas jugaría
igualmente un papel decisivo”.
163
3.2. La época de oro: lo popular cinematográfico
El hecho de que el cine mexicano realizado durante la década del treinta se constituyera como
los cimientos sobre los cuales se edificó el cine industrial mexicano, se debió en gran medi-
da a que durante el cardenismo se incrementó significativamente el apoyo a la producción
cinematográfica nacional, permitiendo una cierta diversificación de los estilos y géneros ci-
nematográfico. Este apoyo se materializó a través del establecimiento de un marco legal que
garantizaba la exhibición de las películas mexicanas, un aspecto que hasta ese entonces era
controlado por las compañías estadounidenses que privilegiaban el cine de Hollywood (Obs-
cura, 2010).109
A lo largo de este subcapítulo quiero argumentar que el despliegue industrial del cine mexica-
no durante época dorada de los años cuarenta y cincuenta, contribuyó a que este se constitu-
yera como una constelación discursiva y visual que participó activamente en la colonización
y domesticación de los dominados. A través de una serie de representaciones audiovisuales
se van colonizando un conjunto de creencias, actitudes, mentalidades e imaginarios respecto
de un grupo social. Se produce así, todo un proceso de autorización y legitimación que pre-
senta a la clase dominante como la clase facultada, acreditada y concebida socialmente para
la elaboración de discursos y representaciones sobre las clases subalternas, naturalizando
determinados modos de ver la pobreza, la marginalidad y la cultura popular.
La gran mayoría de las películas de este período asocian una determinada clase social a un
número restringido de tipologías y estereotipos, generando una jerarquización de los estilos
de vida. Gracias a la masividad del cine, entonces, se divulga entre todos los estratos de la so-
ciedad una visión respecto a los modos de ser (socio-cultural), de ver (político-ideológico) y
de hacer (prácticas culturales) de acuerdo al lugar que se ocupa en la escala social (Bourdieu,
2002b). Se trata de un proceso de colonización y domesticación ejercida a través de la violen-
cia simbólica (2005a; 2005b; 2002a; 2002b). Siguiendo a Bourdieu, esta es una:
109
De esta manera, las leyes que se promulgaron durante el gobierno de Cárdenas buscaron proteger al cine
nacional e “impuso la obligatoriedad de exhibir cine mexicano al menos una vez al mes” (Obscura, 2010: 92).
Asimismo, el régimen de cardenista entregó un importante apoyo económico para la producción de películas de
corte histórico como ¡Vámos con Pancho Villa! (1936) de Fernando de Fuentes; Juárez y Maximiliano (1934) de
Miguel Contreras Torres y Raphael J. Sevilla.
164
(…) violencia amortiguada, insensible, e invisible para sus propias víctimas que se ejerce a
través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más
exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento o, en último término, del sentimiento.
Esta relación social extraordinariamente común ofrece por lo tanto una ocasión privilegiada
de entender la lógica de la dominación ejercida en nombre de un principio simbólico cono-
cido y admitido tanto por el dominador como por el dominado, un idioma (o una manera de
modularlo), un estilo de vida (o una manera de pensar, de hablar o comportarse) y, más ha-
bitualmente, una característica distintiva, emblema o estigma, cuya mayor eficacia simbólica,
es la característica corporal absolutamente arbitraria e imprevisible, o sea el color de piel”
(2005b: 12).
Esta violencia simbólica se ejerce de modo sigiloso, pero bajo ninguna circunstancia es in-
genu o neutra sino que está anclado a un fuerte sustrato ideológico. Los sujetos y sus subje-
tividades se ven mediatizados por la imagen cinematográfica, que va configurando un saber,
un discurso que tiene implicancias socioculturales y políticas. En ese aspecto, la Época de Oro
está imbuida de la creencia utópica e ideológica de que la vida moderna implica un todo co-
herente. A través de los melodramas, las comedias y la épica se facilita a los espectadores ese
viaje que va de las tradiciones rurales a las urbanas, un viaje de ida y vuelta, en el que “el cine
entrega a varias generaciones de latinoamericanos gran parte de las claves en el accidentado
tránsito a la modernidad” (Monsiváis, 2006: 78).
165
mexicana se convirtiera en la más prolífica e importante en términos industriales de América
Latina. Como ha señalado Sibonye Obscura, esto ocurrió debido a que:
El cine mexicano se divulgó por el continente y logró articular en torno a él una industria cul-
tural que entendía que el cine era un espacio de ocio y entretenimiento, donde no había espa-
cio para la crítica social. Así, la mayor parte de la práctica cinematográfica se articuló bajo la
lógica del espectáculo destinado a provocar evasión y ensoñación a través de la risa y el llanto.
Sostengo que las películas de la época dorada no fueron sólo un conjunto de filmes altamente
industrializados y concebidos como entretenimiento, sino que también fueron producciones
simbólicas que tenían un cierto afán moralista, aleccionador y universalista, y para ello, se
apoyaron en un conjunto de prácticas, saberes, discursos e imágenes y sonidos que, al tener
una vocación por universalizar lo social-histórico, se vieron en la necesidad de inventar lo
universal-mexicano y esto implicó, necesariamente, colonizar y domesticar a los dominados a
través de “la dominación en nombre de lo universal para acceder a la dominación” (Bourdieu,
2002b: 158).
Como ha observado Paulo Antonio Paranagua respecto a Latinoamérica, “sólo el cine mexi-
cano parece haber realizado cabalmente el modelo de producción industrial, por lo menos
en cuanto a infraestructura se refiere” (2003:101). Este desarrollo industrial mexicano dio
sus primeros pasos en 1922, cuando se fundaron los Estudios Chapultepec que tenía un solo
foro, pero fue entre 1932 y 1936 que se comenzaron a instalar los primeros estudios de cine
siguiendo el modelo hollywoodense. “Los primeros estudios fueron los de la Compañía Na-
cional Productora, los México-Films de Jorge Stahl, los de la Industrial Cinematográfica y los
de CLASA, que eran los más grandes y mejor equipados; y en 1934 se fundó la Unión de Tra-
166
bajadores de los Estudios Cinematográficos Mexicanos (UTECM)” (García Riera, 1998: 80). A
partir de la entrada en el negocio del cine de los estudios CLASA y de la creación de los estudios
Churubusco en 1945, con la ayuda de la empresa RKO que buscaba instalar una filial en Mé-
xico, la situación, al menos a nivel de infraestructura, estaba en plena expansión. Los estudios
Churubusco disponían de “180 mil metros cuadrados y contó con doce estudios modernos y
bien equipados. Estudios Tepeyac tuvo instalaciones equivalentes. Los estudios San Ángel Inn
no llegaron a tanto, aunque nueve sets eran mucho. En 1951, México tenía un total de 58 foros
de filmación” (Paranagua, 2003: 101).
Si el punto fuerte de la industria del cine en México era su potente infraestructura, su lado
débil radicaba en que el capital fijo (los estudios) raramente coincidía con el capital invertido
(los productores), lo que significaba que el productor de las películas necesitaba alquilar los
estudios y el material necesario para llevar adelante sus proyectos. Por lo tanto, “los dueños
de los estudios no eran los dueños de las películas, los productores eran a lo sumo accionistas
de los primeros.” (Paranagua, 2003: 101) En tales condiciones, la integración vertical de la
producción, distribución y exhibición se encontraba fragmentada.
David Bordwell, en su libro El cine clásico de Hollywood (1997), delineó con gran precisión los
procedimientos del cine dominante, demostrando cómo la narración clásica de Hollywood im-
plica una configuración particular de operaciones normalizadas. Estas tienen como finalidad
presentar individuos psicológicamente definidos como principales agentes causales, que se
167
esfuerzan por resolver problemas concretos u obtener objetivos precisos y las historias se cie-
rran en torno a la consecución de estos fines. Por ello la causalidad que envuelve a los persona-
jes se convierte en el principio unificador central, mientras que las configuraciones espaciales
están motivadas por el realismo y por necesidades compositivas. Así, una de las características
más recurrentes del cine clásico es la de poseer una narración omnisciente y altamente comu-
nicativa; por ejemplo, si se efectúa un salto en el tiempo, se nos informa inmediatamente de
ello por medio del montaje o por algún diálogo. “La narración clásica opera como una ‘inte-
ligencia editora’ que selecciona ciertos períodos temporales para tratarlos a fondo y a su vez
recorta y elimina otros acontecimientos intrascendentes” (Stam, 2001: 173).
El cine clásico de Hollywood se ha inscrito dentro lo que se ha llamado “cine realista”. En este
contexto el término realismo indica un conjunto de parámetros formales que incluyen prácti-
cas de montaje, usos de cámara y de sonido que persiguen aparentar una continuidad espacial
y temporal. Esta continuidad espacio-temporal se obtenía mediante protocolos muy bien di-
señados tales como: la presentación de nuevas escenas (presentación coreografiada desde un
plano general, a un plano medio y a un primer plano), dispositivos convencionales para indicar
el paso del tiempo (fundidos encadenados, efectos de iris), técnicas de montaje para suavizar
la transición entre plano y plano (la regla de los 30 grados, el raccord de posición, el raccord
de dirección, el raccord de movimiento, los insertos para cubrir discontinuidades inevitables)
y dispositivos que surgen de la subjetividad (el monólogo interior, los planos subjetivos, la
música, etc.).
Este tipo de cinematografía se caracteriza por ser un cine aparentemente transparente que
pretende borrar todos los rastros que implica la producción cinematográfica, buscando pre-
sentarse como “natural” recurriendo a aquello que Roland Barthes denominó “efectos de rea-
lidad”, esto es, la utilización de detalles en apariencia insignificantes, intrascendentes y super-
fluos como garantes de autenticidad (Barthes, 2001). Al borrar los signos de la producción, el
cine dominante, (y aquellos que siguieron sus pasos), “persuadía a los espectadores de que
tomasen lo que no era sino efectos recreados como representaciones transparentes de lo real”
(Stam, 2001: 172). El cine clásico, entonces, establece un conjunto de convenciones signifi-
cantes que se constituyen como tradición. Esta tradición cinematográfica es la que permite a
cualquier espectador, entrenado en las convenciones, reconocer el sentido último del filme. De
168
ahí la importancia de respetar las convenciones narrativas, genéricas, visuales y sonoras.
Ahora bien, si en el plano fílmico el cine mexicano de la Época de Oro se apropia de las conven-
ciones impuestas por el cine hollywoodense, desde mi perspectiva es aún más trascendente la
asimilación epistémica que se hace de los géneros, especialmente el melodramático. Esto por-
que los géneros de Hollywood actúan sobre los imaginarios de dos maneras distintas: los que
operan para establecer el orden social (westerns, cine negro) y los que operan para establecer
la integración social (musical, comedias, melodramas) (Stam, 2001; Bordwell, 1995, 1997).
Si asumimos que el género dominante de la Época de Oro fue el melodrama, cabría aquí acer-
carnos a una definición teniendo presente que las definiciones son siempre una forma de clasi-
ficación que cambian a través del tiempo. En la actualidad, en el ámbito de la literatura, el tér-
mino melodrama es “atribuido a dramas populares en prosa, de argumento sensacionalistas y
plagados de aventuras novelescas, basados en el enfrentamiento entre el bien y el mal, con final
feliz (recompensa para la virtud, castigo para el vicio) y personajes estereotipados cercanos
al cliché”. (Pérez Rubio, 2004: 23) En términos cinematográficos, como ha señalado Bourget
(1985), el melodrama responde a una enunciación que presenta las siguientes características:
un personaje-víctima (frecuentemente una mujer, un niño, un enfermo); una intriga que reúne
169
peripecias providenciales o catastróficas y no un simple juego de circunstancias realistas; y,
por último, un tratamiento que pone el acento ya sea en el patetismo o en el sentimentalismo
(haciendo que el espectador comparta el punto de vista de la víctima), o bien alternativamente
(que es lo más frecuente) ambos elementos con las rupturas que ello implica (Bourget, 1985;
Pérez Rubio, 2004).
A mi modo de ver, lo relevante de las películas de la Época de Oro no es sólo que reproduzcan
una técnica de montaje o unos usos de cámara. Lo interesante es que se constituyen en un
espacio discursivo que participa activamente en la consolidación de la hegemonía gracias a la
desustancialización del orden social. Esto tiene una posible explicación en el hecho de que una
de las grandes características de los personajes del melodrama es la inocencia y la pasividad
con la que asumen su devenir. Inocencia y pasividad que responde a lo que Aristóteles denomi-
naba hamartía, entendida como un error o falla cometidos en el pasado y cuyas consecuencias
debe expiar como una herida o dolencia (Aristóteles, 1990).
Como nos recuerda Pablo Pérez Rubio, “el héroe melodramático es, pues, un hombre (o mejor,
una mujer) socialmente inocente, aunque en él pese la noción de culpa asociada al pecado
original de la tradición judeocristiana, caído en el infortunio” (2004: 53). La heroicidad de las
víctimas melodramáticas (víctimas de la condición humana, de la hostilidad de la naturaleza,
del aciago destino, de una sociedad injusta) reside en su aceptación del sufrimiento, condena-
dos a él desde el primer momento, incapaces de intervenir eficazmente a favor de su felicidad.
Así, el héroe melodramático sufre la pérdida del objeto amado y se ve imposibilitado de actuar
en pos de recuperarlo. Sólo la aparición de elementos exógenos (un sacrificio ajeno, un golpe
favorable del destino, etc.) hará posible un final relativamente feliz.
170
Sin embargo, es pertinente tener en cuenta que si los cineastas de la Época de Oro aprenden
de Hollywood los géneros, el lenguaje cinematográfico, el estilo narrativo y la construcción de
estereotipos, no es menos cierto que también se oponen al modelo o lo transforman, confor-
mando una cinematografía propiamente mexicana. Ejemplo de esto es “el proceso de ‘nacio-
nalización’ de Jorge Negrete, cifrado en la quimera del macho, del mexicano sin concesiones,
tan excepcional (...) que sus virtudes son inocultables: la conducta bravía, atavío de hacendado,
la arrogancia y las canciones” (Monsiváis, 2006: 60). Negrete, como ningún otro, lleva al sitial
más elevado la canción ranchera en películas como: Ay Jalisco no te rajes, Así se quiere en Jalisco,
No basta ser Charro, entre otras. Ahora bien, “la gran diferencia con Hollywood se localiza en la
música: las country songs celebran la naturaleza que se deja vencer, y la canción ranchera es un
melodrama comprimido, de agravios desgarradores que exigen la atención dolida y un tanto
ebria propia del blues” (Ibíd.: 60). La ranchera exige a su público que se involucre existencial-
mente y, precisamente, es esa vinculación con aquello que se proyecta en la pantalla lo que le
proporciona una eficacia simbólica de fuerte arraigo que se instituye dentro del imaginario
social mexicano.
Cantinflas debe ser uno de los personajes cómicos más universales del cine mexicano. Trans-
formado rápidamente en un mito de la pantalla grande, contribuye activamente a instaurar
dentro de la sociedad mexicana la cultura popular y “pequeño-burguesa en naturaleza univer-
sal” (Barthes1999: 7). La popularidad y el mito de Cantinflas es tan abarcador, principalmente
en Latinoamérica, que bien podríamos afirmar que no sólo es un nombre (Cantinflas) sino
también un verbo (cantinflear), un adjetivo (cantinfleada) e incluso una jerga propia (el can-
tinflismo). Su extensa filmografía se inició con un rol secundario y casi inadvertido en 1936,
en la película No te engañes corazón de Miguel Contreras Torres, y terminó en 1981 con El ba-
rrendero dirigida por Miguel M. Delgado. En ese lapso Cantinflas fue cura, médico, barrendero,
comediante, soldado, profesor, portero, fotógrafo, carpintero, boxeador, parodió obras litera-
rias (Romeo y Julieta, Los tres mosqueteros, El Quijote, etc.) e interpretó a funcionarios públi-
cos, entre otros. En tanto personaje masivo-popular, perteneciente al star system mexicano,
Cantinflas ha sido objeto de múltiples análisis, reflexiones e interpretaciones desde diversas
disciplinas que ven en su figura un territorio fértil para la reflexión y el análisis de lo popu-
171
lar-cinematográfico. Carlos Monsiváis (2002), sin ir más lejos, considera que Cantinflas es:
(…) la erupción de la plebe en el idioma. Antes de él los peladitos –los parias urbanos– sólo
existían en el espectáculo como motivos pintorescos, los expulsados de la idea de nación por
razones obvias, de esas que se captan nada más verlos u oírlos durante un minuto. A Cantin-
flas lo ayuda la integración novedosísima de un lenguaje, no muy seguro de sus significados,
y un movimiento corporal que dice irreverencia, desparpajo, incredulidad ante las jerarquías
sociales, asombro porque le piden que entienda asuntos para nada de su incumbencia.
En una línea semejante, el historiador estadounidense Jeffrey Michael Pilcher (2001), sostie-
ne en su libro Cantinflas and the Chaos of Mexican Modernity que las jerarquías sociales, los
patrones del lenguaje, las identidades étnicas, y las formas masculinas de comportamiento,
todas cayeron ante su humor caótico para ser reformuladas en nuevas formas revolucionarias.
César Garizurieta, en su ensayo “Catarsis del mexicano”, plantea que en el humor grotesco de
Cantinflas se encuentra “la raíz más íntima de lo mexicano” (2013: 124). En tanto caricatura
de lo popular, muchos críticos culturales ven en el personaje de Mario Moreno la esencia de lo
popular-mexicano, una esencia que se localizaría fundamentalmente en su jerga parlante. Es
en el territorio del lenguaje cómico en donde muchos especialistas sitúan el poder cautivador
que tiene Cantinflas sobre el público y que lo vuelve un personaje masivo.
Según cuenta Monsiváis (2011a), Mario Moreno “Cantinflas” inició su particular argot desme-
surado cuando trabajaba como cómico en la carpa Ofelia hacia 1930: producto de una inespe-
rada enfermedad del animador, el director le pidió a Mario Moreno que anunciara los números
que se presentarían al día siguiente. Presa de pánico escénico, olvidó lo que tenía que decir y,
ante la necesidad de salvar la situación, dijo lo primero que se le vino a la cabeza. Comenzó así
un fluir de frases y palabras que van encadenando un prodigio de la incoherencia y una satu-
ración de la verborrea incontenible, en la que se dicen cosas como:
¡Prisma que le corresponda, cual prisma!…Yaaa! Porque lo ven a uno bien vestido seamos
caballeros aunque sea por una vez aunque la vida es pesada y hay que cargarla y mejor
vámonos para la casa, de plano esa changa ya me…Hay momentos en la vida de los pueblos
que son verdaderamente momentáneos… Luego que se me arranca…. A poco usté es sabroso…
Pero ¡no! Porque eso sí ni modo… 110
El mito fundacional dice que los asistentes cayeron rendidos ante la comicidad de este fluir
incesante, de esta oratoria que satura la sintaxis y la lógica. Mario Moreno se dio cuenta que
110
Cantinflas citado en Carlos Monsiváis (2011a: 102)
172
el azar le había regalado su rasgo distintivo: un estilo discursivo que se conjuga a partir de “la
manipulación involuntaria del caos” (Monsiváis 2011a: 102). El habla desordenada e incohe-
rente sería de ahora en más el signo de su ser en el mundo. Al poco tiempo, el enredo infinito
de las palabras fue llenando y recorriendo el espacio teatral de la carpa pobre, conectando el
sin sentido, la incoherencia y la incomprensión con la risa cómica que volvía legible el cantin-
flismo como habla desbocada. Aparece, entonces, “el nombre que completa la fortuna. Alguien,
absorto en el fluir del disparate, le grita: ‘¡Cuánto inflas!’ (¡Cantinflas!) O ‘¡En la cantina inflas!’.
La contracción prende y es la fe victoriosa del bautismo. Si esto sucedió así o no ya es lo de
menos. En materia de orígenes legendarios lo que pudo haber sido es lo que fue” (Ibíd.: 103).
Antonio Gramsci señala que “que todo lenguaje contiene los elementos de una concepción del
mundo y de una cultura, también lo será que por el lenguaje de cada uno se puede juzgar la
mayor o menor complejidad de su concepción del mundo” (2011: 50). A mi modo de ver, el ha-
bla de Cantinflas es un habla individual que participa de manera intuitiva, maquinal y azarosa
dentro del mundo social mexicano. Su habla y su hablar hacen circular una visión estrecha y
fosilizada del sujeto popular y su cultura. El habla y la gestualidad en Cantinflas juegan un pa-
pel fundamental en su vínculo con la sociedad, y cumplen la función de llenar el espacio social
con el flujo de un habla que no posee un fin. De esta forma, se va encadenado e introduciendo
artificialmente un hablar que fabrica modificaciones en el plano de la expresión (significantes)
a partir de un decir que no posee un sentido correlativo en el plano del contenido (significado).
173
Estoy convencido de que Cantinflas, al principio, más que burlarse de la demagogia, como
aseguraron varios críticos, lo que intenta es asir un idioma, apoderarse de un idioma a través
de esas fórmulas laberínticas que lo depositen en el centro de su significado. No hay aquí el
desafío del pícaro hacia lo instituido, aunque en las tramas el personaje de Cantinflas requie-
ra de la picaresca. Más bien la expresión es un lujo múltiple de pobre que mezcla insolencia,
azoro, felicidad ante el desconcierto ajeno, que interpreta justamente como rendición. Todos
los diálogos de Cantinflas lo que intentan es rendir al interlocutor que, ante la incomprensión,
acaba fatigado, desmayado y dispuesto a aceptar lo que el otro le diga. Es una especie de ase-
dio sexual a través de las palabras (…), a fuerza de oponer un lenguaje que no va a ninguna
parte ni sale de ningún lado, a un intento de racionalidad mínimo (Monsiváis, 2002).
Se podrían consignar una gran cantidad de análisis y reflexiones que sitúan a Cantinflas bajo
el influjo del desafío social y de la crítica al sistema de poder cultural en México.111 Sin embar-
go, desde mi perspectiva, el modo en que Cantinflas construye y representa lo popular hacen
pensar no tanto en una versión contestataria y desafiante del orden establecido, sino más bien
como un significante vacío de lo popular-mexicano. Esto no se relaciona sólo con su forma de
hablar y gesticular, sino también con el hecho de que en sus películas la pobreza, la margina-
lidad y la exclusión social son elementos decorativos de una trama cómica en la que nunca se
habla de lo que es y menos aún se critica la situación de pobreza y precariedad. La pobreza está
ahí para signar la naturaleza de las cosas, para normalizarla, nombrarla e incluirla dentro de
un orden social en el que el sujeto subalterno y la cultura popular que de éste se desprende,
son un sector dominado de la clase dominante.
Véase Zavala, Lauro (2007); Galera Julieta y Luis Nitrihual Valdebenito (2009); Monsiváis Carlos (2011a;
111
¿Qué es lo que hace visible Cantinflas en sus películas? Lo que se visibiliza es una imagen de
la clase popular, del paria, específicamente del pelao, que contribuyó a conformar un discurso
hegemónico acerca de la identidad nacional, la libertad y el optimismo. A través de la esce-
nificación cómica de lo popular, Cantinflas colaboró en la naturalización de la pobreza y en
la imposición de una visión de mundo que se inclina “a percibir el mundo como evidente y
a aceptarlo mucho más ampliamente de lo que podría imaginarse, especialmente cuando se
mira con el ojo social de un dominante la situación de los dominados.” (Bourdieu, 2000a: 134)
En la película Águila o Sol (1937) dirigida por Arcady Boytler,112 la marginalidad de los suje-
tos subalternos se representa como una condición que es producto del destino y del azar, lo
mismo ocurre cuando la situación de pobreza se invierte. No deja de ser llamativo el hecho
de que la condición social y la pertenencia a una clase se encuentran limitadas a la posesión o
112
La película nos cuenta la historia de tres niños abandonados al nacer en las puertas un asilo manejado por
monjas. Polito Sol y los hermanos Adriana y Carmelo Águila crecen juntos, felices y en armonía dentro de un
orfanato. Al cumplir los doce años, por asuntos reglamentarios, son obligados a separarse. Los tres deciden huir
y con el paso de los años, Polito, Adriana y Carmelo conforman el trío Águila o Sol, que escenifica números có-
micos y musicales en un teatro de vaudeville. El padre de Polito, don Hipólito, que lo abandonó al quedar viudo
y solo, se hace rico con la lotería y decide buscar a su hijo. Tras una actuación, Polito se entera que un agente
importante quiere llevarse a Adriana a un teatro del centro de la ciudad. Esta escucha involuntaria más una
borrachera, hará que Polito tenga una larga pesadilla. Al despertar, la frustración y el enfado se disipan; Polito
se reencuentra con su padre millonario, quien invita a todo el grupo a festejar en un exclusivo teatro.
175
falta de dinero. Si bien, la película nos muestra una separación de clases y unos gustos sociales
diferenciadores, éstos se grafican principalmente en la vestimenta, en lo que beben y donde
lo beben, en lo que miran y la música que escuchan. Las clases populares se visten desproli-
jamente, mientras que la clase alta viste de esmoquin los hombres y traje largo y lentejuelas
las mujeres; los sujetos populares beben pulque o tequila, los burgueses beben champaña;
la carpa es el lugar en donde se despliega el vodevil, mientras que el teatro de estilo cabaret
afrancesado es el espacio para quienes gozan de estatus y prestigio social. Lo que miran y es-
cuchan en cada uno de estos sitios también nos habla de una distinción de clases: mientras a
los sujetos populares les gusta el bolero y la comicidad de los andrajosos como Cantinflas, la
clase privilegiada mira un espectáculo sofisticado de música y baile. Todas estas desigualdades
de clase, de gustos y estilos de vida se presentan como una condición lógica y razonable, en la
que las barreras sociales son producto del azar y es el azar el encargado de transformar la si-
tuación. La distinción de clases y los gustos sociales atribuidos a una clase social se encuentra
limitada al capital económico y no al capital social y cultural. De hecho, los gustos y estilos de
vida son fácilmente transables e intercambiables si se posee dinero para ello. Ejemplo de esto
es la figura del padre de Polito, quien tras hacerse rico producto del azar puede traspasar las
barreras sociales, las distinciones y los habitus de clase. Repentinamente don Hipólito, junto
con la riqueza, adquiere gustos elegantes, un hablar refinado y un estilo de vida aburguesado,
aun cuando provenga cultural y socialmente de la clase popular.
En una línea similar, aunque con ciertas variaciones en cuanto a las relaciones sociales, la pe-
lícula Ahí está el detalle (1940), de Juan Bustillo Oro,113 presenta tanto el clasamiento como el
desclasamiento de Cantinflas. Desde el momento en que Cantinflas es investido como el her-
mano perdido necesario para cobrar una cuantiosa herencia, Cantinflas comienza a tener una
serie de privilegios e inmediatamente asume una actitud altanera con su novia Pacita: “No se
113
Estructurada como una comedia de enredos, esta película nos cuenta la historia de Cantinflas como un pícaro
holgazán que cada noche visita a su novia Pacita, que trabaja como sirvienta en un casa acomodada, para que
le de comida. Una noche Pacita le exige que realice un pequeño trabajo si quiere cenar: debe matar al Bobby,
el perro de la casa afectado por la rabia. La patrona Dolores es acosada por un delincuente, también llamado
Bobby, quien la chantajea a espaldas de su celoso marido, Cayetano. Éste, producto de sus celos enfermizos,
trama un plan para sorprender a su esposa en adulterio. En la confusión, Pacita esconde a Bobby, quien logra
escapar, y Cantinflas es descubierto por Cayetano. Para salir del aprieto, Dolores convencida de que han encon-
trado al delincuente que la chantajeaba, hace creer a su marido que es su hermano Leonardo, desaparecido por
años y quien ha vuelto para cobrar la rica herencia familiar que beneficia a todos. Cayetano le ofrece todas las
comodidades de su hogar a Cantinflas. Su nueva vida burguesa marcha sobre ruedas hasta que aparece la engo-
rrosa Clotilde, concubina del verdadero Leonardo. La mujer, por conveniencia, se suma a la farsa y Cantinflas es
obligado reconocerla como su esposa. Cuando está por celebrarse el matrimonio, la policía irrumpe y detiene a
Cantinflas, acusado de matar al delincuente Bobby. Cantinflas es llevado a juicio y condenado a muerte luego de
un debate lleno de equívocos, pero en el último momento aparece el auténtico asesino.
176
da cuenta del cambio, ¿cuál cambio? –Pregunta la sirvienta-, pos casi nada… le esta usté pe-
gando al patrón –replica Cantinflas y luego continúa- quiere usted que llame a papá Cayetano
y la ponga de patitas en la calle… Y esperece ahí un momento, mañana quiero el desayuno en
la cama a las once”.114 Al pasar de una situación de oprimido a opresor, de subordinado a do-
minante, Cantinflas asume un rol en el que el abuso de poder (que si bien quiere ser cómico),
dibuja un desclasamiento social. A su vez, Cantinflas, asume ciertos gustos y estilos de vida que
son asociados a la alta burguesía, construyendo una morfología de los gustos y de la distinción
de clase que de ellos se desprenden.115
Al desclasamiento de Cantinflas hay que sumarle su constante clasamiento, que lo resitúa den-
tro de su condición marginal. Ya hemos dicho que su hablar comporta un significante vacío,
pero también conlleva un habla fallida que demuestra una carencia cultural o, mejor dicho,
una cultura popular depreciada. Cantinflas no se burla de nadie, porque nadie lo entiende;
Cantinflas entremezcla un habla popular que pretender ser sofisticada y rica en vocabulario,
pero que en última instancia lo condena a la pertenencia a un habitus lingüístico que lo reubica
dentro de un mercado lingüístico popular.116 Cantinflas celebra sus limitaciones verbales con
incoherencias, risitas, cabeceos, movimientos dancísticos que tienen como finalidad denotada
la producción de la risa; lo que subyace de forma connotada, “lo que se expresa a través del
habitus lingüístico, es todo el habitus de clase al que él pertenece, es decir, (…) la posición que
ocupa, sincrónica y diacrónicamente en la estructura social” (Bourdieu, 1999a: 57). El habla
pretenciosa de la que quiere apropiarse es la que lo desenmascara como sujeto dominado. De
esta forma, lo que queda de todo esta explosión de un hablar desinhibido y melindroso, es la
impresión y la huella de un sujeto subalterno extraviado en la encrucijada de su propio hablar,
que exhibe los “forcejeos o duelos de lucha libre con la sintaxis y despliegue animoso de la
falta de vocabulario: ‘Y le dije’ y ‘Entonces, ¿qué dices?’ y ‘Ni me dijo nada, nomás me dijo que
ya me lo había dicho’ y ‘Entonces, ¿qué? como no queriendo’, ‘Entonces, pues yo digo, ¿no?’”
(Monsiváis, 2002).
114
Extracto de la película Ahí está el detalle.
115
Como ha observado Pierre Bourdieu, “para que haya gustos es preciso que haya bienes clasados [classés] de
‘buen’ o de ‘mal’ gusto, ‘distinguido’ o ‘vulgares’, clasados [classés] y al mismo tiempo clasantes [classants], je-
rarquizados y jerarquizantes, y personas dotadas de principio de clasamientos [classaments], de gustos, que les
permiten identificar entre estos bienes cuáles les convienen, cuáles son ‘a su gusto’” (2008b: 161).
116
Bourdieu, sostiene que “lo que circula en el mercado lingüístico no es ‘la lengua’, sino discursos estilística-
mente caracterizados, que se ubican a la vez del lado de la producción, en la medida en que cada locutor se hace
un idiolecto con la lengua común, y del lado de la recepción, en la medida en que cada receptor contribuye a
producir el mensaje que percibe introduciendo en él todo lo que constituye su experiencia singular y colectiva
(1999: 13).
177
Cantinflas se construye, simbólica y fílmicamente, como el bufón popular destinado a entre-
tener no al rey sino a la plebe. Es un sagaz y hábil pícaro que “simboliza al chapucero duro y
desordenado de los barrios pobres, las ocurrencias de los analfabetos, la vitalidad de los des-
poseídos, la obscenidad de los miembros de la clase trabajadora” (Stavans, 1998: 35). Si bien
enfrenta a un mundo que a veces le es hostil, a veces le es brutal y en otras le es cruel, está
lejos de ser la de un sujeto que se inmola socialmente para salvar a otros. Por el contrario, su
característica básica y transversal en la mayoría de sus películas es la ineptitud y el infantilis-
mo. Habitualmente las situaciones cómicas que se presentan en sus películas, se estructuran
a partir de las ineptitudes estereotípicas de Cantinflas como sujeto marginal: inmadurez, es-
tupidez, falta de sentido común o explosiones emocionales; todas ellas características que han
sido definidas culturalmente como femeninas o infantiles. De este modo, en las películas de
Cantinflas lo subalterno y lo marginal no está a la altura de un sujeto consciente y adulto.
Cantinflas entra en escena durante el mandato de Lázaro Cárdenas, un gobierno que buscaba
117
La doctrina de la mexicanidad se inicia con el gobierno de Miguel Alemán Valdés, quien creó una serie de
instituciones como el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) dedicado a la cultura erudita, El Museo Nacional
de Artes Industriales y el Instituto Nacional Indigenista, entre otros y con las cuales se pretendía lograr la insti-
tucionalización diferenciada de la cultura, promoviéndola y difundiéndola a través de la administración pública
(García Canclini, 2001; Pérez Montfort, 2012b). Volveré a tratar en profundidad este asunto de la doctrina de la
mexicanidad hacia el final de este capítulo, ya que este dogma es transversal a gran parte de la cinematografía
de la época dorada.
179
a toda costa vender una imagen país en la que tradición y modernidad se conjugaban en una
síntesis cultural en la que cohabitaba la armonía de las raíces precolombinas, las campesinas
y la vida moderna de la ciudad. En sus inicios, la élite cultural y política apoyó a Cantinflas
porque vio en él “una expresión cristalina de la tierra natal” (Stavans, 1998: 35). Si bien es
cierto que Cantinflas se burla de la rigidez de la élite mexicana y de su dogmática tendencia al
afrancesamiento, tratando de ridiculizar la pomposidad de los ricos; también es verdad que
“sus películas no poseen mensajes invitando a los infelices a rebelarse. Abren un espacio en el
cual se lidia con la molestia y la queja a través de una sana risa. Esto explica por qué el gobier-
no de México apoyó a Cantinflas cuando su imagen fue útil: hacía feliz a las masas agitadas; su
espíritu subversivo trabaja en abstracto, nunca altera el status quo” (Ibíd.: 40).
Cantinflas imitándose a sí mismo en película tras película. El statu quo se acostumbró a él. Sus
usos verbales, su subversión civil, su gusto, su actitud barata, quizás fueran antielitistas, anti-
progresistas, quizás incluso anti-mexicanas, pero nunca contra el establishment: comedia sin
mala intención, apelación a las masas sin agresión. Contrariamente a Chaplin, nunca mostró
ninguna forma de izquierdismo. De hecho, su canonización probablemente fue el resultado
de su postura apolítica: burla, pero no agresión. Por lo tanto, cuando México necesitaba re-
novar su identidad colectiva, cuando miró al norte para vender otra imagen de sí mismo al
mundo, el rascuachismo de Cantinflas fue dejada de lado: se convirtió en inútil y un obstáculo.
Tecnología y educación, no apatía y confusión, se encontraban en ese momento en la agenda
118
Como señala Ilan Stavans (1998: 35), “a mediados de la década de los 90, su atractivo sin duda había pasado,
al menos para la clase dominante. Decidido a vender el TLCAN, el Tratado de Libre Comercio de América del
Norte, a Canadá y los Estados Unidos, el Partido Revolucionario Institucional, PRI, encabezado por el Presidente
de la República Carlos Salinas de Gortari, estaba interesado en vender una imagen totalmente diferente de Mé-
xico, no como un vecino pérfido y desleal, sino como uno honesto, estable, confiable, un país compuesto por una
creciente clase media, orientada hacia el dinero hipnotizada por el Sueño Americano”.
180
de la nación; el consumismo y la estabilidad política son los valores aceptados, no la improvi-
sación y la anarquía (1998: 50-51)
En suma, este conjunta de películas hace circular una versión de lo popular que, producto de
su masividad, reconocimiento y discursos modernizadores, contribuyen a fundar el mito de
Cantinflas. Un mito que se inscribe social, cultural e ideológicamente, a través de la naturali-
zación y normalización del orden social dominante. Al revestir los hechos sociales e históricos
de naturaleza objetivada, se establecen un conjunto de comportamientos, actitudes y sentidos
que se van normalizando dentro del campo social. De esta manera, el mito de Cantinflas efectúa
una economía discursiva que, a través de un complejo proceso de inclusiones y exclusiones,
de irrupciones y dispersiones, de similitudes y diferencias, “consigue abolir la complejidad de
los actos humanos, les otorga la simplicidad de las esencias, suprime la dialéctica, [y] organiza
un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad, un mundo desplegado en la
evidencia, [que] funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas” (Barthes,
1999: 199-200). El resultado de esta mitificación es la fabricación de un sujeto marginal que,
por una parte, se constituye como una especie de hipérbole de lo popular, exagerando el habla
y el estilo de vida para situarlo dentro de un contexto cómico y, por el otro lado, tiende a estan-
darizar y singularizar lo popular. El mito de Cantinflas trabaja para el mito del poder.
181
Cantinflas estuvo presente en la cartelera nacional por más de cuarenta años y durante ese
lapso de tiempo México experimentó cambios drásticos: sobrepoblación producto de la mi-
gración campo/ciudad, institucionalización de un partido único (el PRI), corrupción política,
injusticia social, matanza estudiantil. Eso supuso transformaciones sociale, culturales y polí-
ticas, pero nada de ello se refleja en su filmografía. La invariabilidad de Cantinflas construye
a México como un país ahistórico, una nación detenida en un tiempo –mítico si se quiere– de
una existencia inalterable e idealizada. Como señala Ilan Stavans (1998), Cantinflas es una
construcción estética apolítica que a veces ridiculiza a un adolescente por llevar el pelo largo
o muestra a un dirigente sindical que es llevado a la justicia por incompetencia, pero nada más
grave o peligroso. El total apoyo del gobierno del que disfrutó a principios de su carrera se tra-
dujo en su propio silencio complaciente: risas sin crítica, sufrimiento sublimado en comedia.
En su libro El laberinto de la soledad, Octavio Paz inicia su ensayo crítico sobre México, el ser
mexicano y la mexicanidad con un texto que titula “Los pachucos y los otros extremos”. En él,
sitúa al pachuco como lugar excesivo, exagerado y abundante, más allá de la periferia, más allá
de cualquier margen político, social, cultural, económico y geográfico, es decir, más allá inclu-
so de la otredad. Lo pachuco es entonces el territorio simbólico de lo descomunal-desmedido
que se mueve por los contornos de lo histórico-social y lo transculturado y, por ello, fuera de
los márgenes sociales que contienen y posibilitan la emergencia de una mexicanidad que se
institucionaliza como esencia.
Los pachucos, según Octavio Paz, son bandas de jóvenes inmigrantes mexicanos, avecindados
en el sur de los Estados Unidos “y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su
conducta y lenguaje. Rebeldes instintivos, contra ellos se ha cebado más de una vez el racismo
norteamericano. Pero los pachucos no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepa-
sados” (2012a: 16). Para Paz, los pachucos estarían fuera del flujo de la historia, fuera de la
cultura, fuera de la identidad, porque “el pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religión,
costumbres, creencias. Sólo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas
las miradas” (Ibíd.: 17). Pero el cuerpo del pachuco, a mi modo de ver, no es un cuerpo indefen-
so y deshistorizado, sino por el contrario, es un cuerpo que es al mismo tiempo conquistado y
182
conquistador. Conquistado porque en él se escribe un modo de ser moderno que lo reduce a
una operación de ex-nominación; conquistador porque busca, a través de su cuerpo, trazar su
propia historia, construir su propio lenguaje, articularse transculturalmente.
Quizás lo que Octavio Paz no logró descubrir en los pachucos son los procesos de hibridación
que se inscriben dentro de los sujetos migrantes, o tal vez sí fue consciente del hibridismo
que encierra lo pachuco, pero sintió animadversión hacia esa mezcla cultural. Esta antipatía
se manifiesta, por ejemplo, cuando escribe: “el pachuco no afirma nada, no defiende nada, ex-
cepto su exasperada voluntad de no-ser. No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que
se muestra, una herida que se exhibe” (Ibíd.: 20). A diferencia de Paz, pienso que son precisa-
mente los procesos de hibridación y sus implicancias culturales lo que vuelve al pachuco un
sujeto popular relevante para la comprensión de la cultura mexicana que, como toda cultura,
se constituye a partir de un conjunto de préstamos, reivindicaciones y resignificaciones cul-
turales que hacen de la mezcla, la hibridación, lo heterogéneo y lo múltiple un factor clave en
la constitución tanto de estructuras sociales (objetivas y simbólicas), como de constelaciones
discursivas y prácticas culturales que, en última instancia, nos revelan la inexistencia de cultu-
ras puras. La impureza de lo hibrido lleva a comprender las prácticas culturales y los discur-
sos, dentro de lo que García Canclini a denominado como ciclos de hibridación: “en la historia
pasamos de formas más heterogéneas a otras más homogéneas, y luego a otras relativamente
más heterogéneas, sin que ninguna sea ‘pura’ o plenamente homogénea” (2001: 15).
El desprecio de Paz al hibridismo del pachuco lleva inscrita la negación de la existencia cul-
tural de lo pachuco como sujeto histórico. La deshistorización en Paz, vuelve lo pachuco y su
materialidad (su forma de vestir y de hablar), en una entidad destinada a edificar un no-ser
que, pese a deambular dentro del laberinto de las soledades mexicanas, está condenado a una
identidad fallida, donde “la persecución lo redime y rompe su soledad: su salvación depende
del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comunión y salud,
se convierten en términos equivalentes” (Paz, 2012a: 20). El mayor problema que veo en las
reflexiones de Octavio Paz es la fijación de la identidad mexicana en un laberinto inmóvil y
desterritorializado. Contrario a esta tendencia de anclar las identidades a rasgos fijos y univer-
sales, considero que lo pachuco puede ser comprendido como una identidad que se despliega
183
en la pluralidad de identidades que cohabitan dentro de un grupo histórico, al mismo tiempo
que tiene la posibilidad de moverse dentro del espacio social que, si bien es finito, posee múlti-
ples relaciones y hace de la expresión de lo pachuco “un discurso doble o múltiplemente situa-
do” (Cornejo Polar, 1996, 841). De esta forma lo pachuco, en tanto sujeto y discurso migrante,
es radicalmente descentrado en cuanto se construye alrededor de ejes asimétricos, de alguna
manera incompatibles y contradictorios de un modo no dialéctico, acogiendo al menos dos ex-
periencias de la vida migrante: la del lugar en que se nace y la del lugar al que se llega. Se confi-
gura, entonces, un allá y un aquí, que son también el ayer y el hoy, en donde florecen narrativas
bifrontes y –hasta si se quiere, exagerando las cosas– esquizofrénicas. (Cornejo Polar, 1996).
En las películas de Tin-Tan la materialidad visible del pachuco se localiza en su forma de vestir:
la ropa llamativa compuesta de traje holgado con amplias solapas, pantalones con suspenso-
res, sombrero estilo italiano y zapatos bicolor estilo francés, conforman un ropaje identitario,
es decir, un elemento que cumple la función de unificar un nosotros y separar un ellos. En tan-
to el spanglish o pachuquismo es el argot que caracteriza su particular manera de nombrar el
mundo. El pachuquismo toma prestado palabras del inglés y las va fusionando con el castella-
no-mexicano para confeccionar frases que sintetizan “la vehemencia de quien para aprender
otro idioma va marcando con señales su lengua nativa: ‘Adiós mi chaparrita, and don’t cry for
your Pancho’; ‘Óyeme bato, ¿cómo se dice window en inglés?’”. (Monsiváis, 2002).
En el cine el pachuco no siempre fue sinónimo de héroe (o antihéroe) cómico. En muchas pelí-
culas fue representado siguiendo una cierta tradición que lo denigraba social y culturalmente
por su hibridación idiomática y su vestir estridente. Así, por ejemplo, en la película El suavecito
(1950) de Fernando Méndez, un hombre refiriéndose a su hijo pachuco dice irritado: “Éste no
es un hombre, es un muestrario de peluquería”.119 Con Tin-Tan, por el contrario, la carga peyo-
rativa disminuye y se instala el proceso de mexicanizar la americanización que, hasta antes del
advenimiento de Tin-Tan, había sido satanizada, “porque se le cree detenible, y sujeto a las ex-
tirpaciones de los aduaneros del idioma” (Monsiváis, 2002). Muchos comentaristas culturales
ven en Tin-Tan la fusión cultural que renueva el habla mexicana y lo sitúa como el primer gran
ejemplo de un hablar indocumentado. Al respecto, Carlos Monsiváis (2002), comenta:
119
Extracto de la película El suavecito.
184
Tin-Tan es notable por su frescura y su fluidez y por pregonar un vocabulario que todavía hoy
circula, gracias a su poder de contaminación, al poder de un habla que es, en sí misma, un
trámite de adaptación a nuevos ámbitos: el ‘jale’ por ‘trabajo’; ‘cantón’ por ‘casa’; ‘ya chántala’,
de chant; ‘No forgetées a tus relativos’, por ‘No olvides a tus parientes’, ‘alivianarse’ por ‘ani-
marse’; ‘nel’ por ‘no’, y así sucesivamente. (…) Tin-Tan enseña el juego indispensable, el juego
que hoy nos domina: “castellanizar la americanización”, declarar que nada nos es ajeno si
sabemos asimilarlo, añadir vocablos por el método de sustraer y modificar anglicismos. Tin-
Tan, exponente notable de las metamorfosis fronterizas, incesantes en todo lo concerniente a
la tecnología e, incluso, a la vida popular.
En la película El rey del barrio (1949) de Gilberto Martínez Solares, Tin-Tan vive entre dos
mundos. Por un lado se presenta en su vecindad como un caritativo y desprendido ferrocarri-
lero que ayuda económicamente a sus maltrechos vecinos, motivado por su amor a su vecina
Carmelita. Sin embargo, fuera de ese ámbito Tin-Tan es el jefe de una banda de ladrones que se
dedica a estafar a mujeres millonarias haciéndose pasar por músico de ópera italiano, pintor
francés o cantador de flamenco español. Si bien en esta película se da a entender que el mundo
popular sufre una serie de carencias principalmente económicas, estas necesidades y penurias
nunca son mostradas sino tan sólo nombradas
En la película se escenifican tres lugares en los que se desenvuelve el quehacer popular: la ve-
cindad, el bar en el que se reúne la banda de delincuentes y el bar de las ficheras (prostitutas).
La vecindad es el espacio prístino, el lugar de las buenas intenciones y solidaridades; allí se es
pobre, pero feliz. Ese es también el lugar de lo doméstico, donde Tin-Tan se enamora y enamo-
ra a Carmelita. En cambio, el bar en que se reúnen los delincuentes es el lugar de la rudeza; el
espacio donde no sólo se planean los golpes fallidos, sino también el territorio donde se cons-
truye lo masculino-mexicano como un compuesto en el que cohabita el bien y el mal. El bar de
ficheras, por su parte, es el lugar de la perdición femenina y donde Carmelita ha ido a parar
producto de su precariedad económica. Es también el lugar dramáticamente señalado para
que Carmelita sea rescatada por un Tin-Tan héroe que la lleva de regreso hacia la seguridad de
la vecindad y lo doméstico.
La construcción fílmica de la mujer popular en El rey del barrio, la ubica como un instrumento
doméstico, inscrita dentro de los dominios de la vecindad como espacio social. Ellas no des-
empeñan una labor remunerada, sino que cuidan a los hijos y hacen la comida, por lo que es
la caridad (de Tin-Tan) lo que resuelve el día a día. Cuando esa caridad es rechazada, la única
185
solución viable para la mujer es trabajar como fichera (prostituta). En el otro extremo de la
escala social, la mujer burguesa es fácilmente engañable porque es ingenuamente rica. No deja
de ser curioso cómo en esta película las mujeres de alta sociedad caen rendidas ante los encan-
tos de Tin-Tan, rompiendo con las jerarquías sociales, las distinciones y los habitus de clase.
Esto me lleva a pensar que en el cine de Tin-Tan las relaciones sociales entre la clase alta y la
clase popular son asimétricamente armónicas. Es decir, se nos muestran diferencias de clase,
de gustos y de estilos de vida, pero no hay conflicto social porque la clase dominante es pene-
trable y engañable por unos sujetos y una masculinidad popular que, o son delincuentes o son
borrachos, pero en ningún caso son machos dominados o explotados.
El Tin-Tan del El rey de barrio es un pachuco que se mueve en la mentira: engaña a su vecindad
haciéndose pasar por un caritativo y bondadoso ferrocarrilero, engaña a su banda haciéndose
pasar por un delincuente violento y desalmado. Esta dualidad centrada en la mentira va en-
tretejiendo tanto a un delincuente fallido –Tin-Tan planea golpes que nunca le resultan-, como
a un sujeto popular de cara amable preocupado por el otro. Tin-Tan transita dicotómicamente
de la maldad a la bondad, de la verdad a la mentira, del bien al mal, de la violencia a la mesura;
todo depende del contexto en el que se encuentre, pero nunca es enteramente malo o violento.
Es decir, posee una moralidad que dibuja una mexicanidad que se construye a partir de “un
compendio de dualidades esquizofrénicas” (Basave, 2010: 33).
(…) Ustedes los ricos siempre abusan de los pobres, pero nosotros los pobres nunca nos deja-
remos, porque lo que pasa con usté es un hambreador, cara de hambreador tiene, no (…) Que
les parece, el hambreador ya se está saliendo con la suya, y como siempre el pobre es el que
va a salir perdiendo, y aunque le pagara el choque y la multa qué, usté se está burlándose de
la ley, en presencia de un representante de la misma aquí presente, claro poderosos caballero
186
es don dinero, los ricos lo pueden todo, pues se equivoca, aquí se equivoca chiquito, aquí vas
a salir perdiendo, porque el pueblo tiene hambre de pan y de justicia.120
El chiste reside en una dualidad cómica utilizando un hablar atropellado y atropellante, para
emitir un discurso compuesto de polos contrapuestos: un hablar circunspecto lleno de pala-
bras prestadas, cargadas de un sentido social, pero dentro de un contexto en el que esas pala-
bras no tiene ni sentido ni finalidad, es decir “modos de señalización propios, ya que dispone
en primer lugar de un código de registro particular que no coincide con el código social o que
sólo coincide para parodiarlo” (Deleuze y Guattari, 1998: 23). Al burlarse del discurso político
de reivindicación popular, la película despolitiza lo político y lo inscribe dentro del ámbito de
lo circunstancial-efímero.
Al parodiar lo popular y a los sujetos populares, Tin-Tan fabrica no sólo una mirada degradada
de lo político, sino también elabora una sociedad ideal en la cual no hay barreras de clase. La
desigualdad está dada por la cantidad de dinero que se dispone, pero no por cuestiones socia-
les y culturales. Así por ejemplo, en la película El rey del barrio, basta que Tin-Tan se vista con
esmoquin para que sea la pareja ideal de una mujer de alta sociedad en una refinada fiesta.
Tin-Tan puede no saber comer como indica la etiqueta, puede no saber hablar como habla la
alta burguesía, puede no saber comportarse, pero nada de ello impide su aceptación dentro
de un mundo burgués, que como se sabe, es altamente jerarquizado y discriminador. Tin-Tan
es aceptado por la alta sociedad mexicana, juega al póker con ellos, baila con las damas, canta
y entretiene a los asistentes; todo ello dentro de un marco de armonía social para la que basta
una vestimenta que lo disfraza como sujeto burgués. De acuerdo a esta película, la distinción
de clase radica en el dinero, el único dispositivo de movilidad social que permite adoptar la
apariencia que proporciona estatus social. Esto último queda patente en una escena de la pelí-
cula El rey del barrio, cuando un vecino le dice a otro: “Robe, robe. El dinero lo hará decente y
respetable. Así son las cosas aquí, aquí y en todas partes. Mire no más cuanto ratero millonario
anda por ahí suelto”.121
Tin-Tan no construye ni se constituye como un pachuco hibrido que incorpora una serie de
elementos culturales resignificados por el tamiz de su propia identidad. Por el contrario, el
120
Extracto de la película El revoltoso.
121
Extracto de la película El rey del barrio.
187
pachuco de Tin-Tan es un sujeto popular estereotipado, más cercano a la mirada enjuiciadora
de Octavio Paz, que a una visión ligada a lo múltiple (Deleuze y Guattari, 1998), lo heterogé-
neo (Cornejo Polar, 1996) y lo hibrido (García Canclini, 2001). La construcción estereotipada
de Tin-Tan reafirma la mirada hegemónica que se tiene del pachuco y se constituye como una
invitación implícita a la resignación y aceptación del orden de las cosas como un orden social
naturalizado. Al igual que Cantinflas, Tin-Tan va componiendo un sujeto popular como ciuda-
dano itinerante y desclasado, nómada y vagabundo, que sigue los flujos de la calle, “un poco
abusivo, a menudo desorientado, nunca totalmente satisfechos, en total control de la peladez,
con una irreverencia que a la vez destaca y alivia la tensión entre las clases superiores e infe-
riores en México” (Stavans, 1998: 35). La representación del pachuco realizada por Tin-Tan,
asume una condición social subalterna degradada e instala en el imaginario social mexicano
una imagen del pachuco como sujeto sagaz, valiente y divertido. Pese a moverse muchas veces
fuera de los márgenes legales, este pachuco fílmico posee una moral a prueba de balas que le
permite distinguir entre el bien y el mal, y su actuar se apega a la ideología judeocristiana en
la que el sacrificio por el otro, la caridad y la culpa, se articulan como juicios de valor que en-
cierran y distribuyen una cierta forma de ser de las clases populares mexicanas y la moralidad
adosada a ellas.
188
cipales por un tiempo breve: obreros y campesinos) y la vasta transformación mental que
rompe el aislamiento de la dictadura de Porfirio Díaz, enseña la falibilidad de los terratenien-
tes y caciques (que, como todos, no resisten una descarga de fusilería), le da a la violencia
el carácter de partera del adelanto, indica con severidad los costos de la lucha armada, crea
resistencias a lo popular y genera el amor y el odio por la epopeya, el lenguaje natural de la
irrupción del pueblo. Esto, para no mencionar el culto por la Historia, no el resumen de los
hechos esenciales de un pueblo o del mundo, sino su transfiguración en el paisaje del Juicio
Final. La historia: aquello que conduce a su lugar eterno a las personalidades sobresalientes
y al mismo pueblo (2012a: 197).
Sostengo que el cine industrial fabrica una revolución mexicana y un sujeto popular que no es
tanto lo que fue en términos histórico-sociales, como lo que se necesitaba que fuera en térmi-
nos narrativo-cinematográfico. Esta construcción imaginada de lo popular-revolucionario res-
ponde a perspectivas definidas, autorizadas y legitimadas, a partir de las cuales se componen
historicidades fílmicas cuyos acontecimientos “no son localizables sino a partir de sus huellas
discursivas o no. Sin reducir lo real histórico a su dimensión lingüística, la fijación del aconte-
cimiento, su cristalización, se efectúa a partir de su nominación” (Dosse, 2010: 128). Siguiendo
a Carlos Monsiváis, podemos advertir que:
122
Como ha señalado Álvaro Vázquez Mantecón (2010:17), “probablemente pocos eventos de la historia de la
humanidad hayan sido tan atendidos por el cine como la Revolución Mexicana. En lo que va de los últimos cien
años se han filmado más de 250 largometrajes de ficción, nacionales y extranjeros, en donde la lucha armada
iniciada en 1910 aparece como contexto. Son las suficientes como para saber que el tema ha sido un importante
punto de referencia”.
189
La primera gran tradición de la Revolución mexicana es la noción de la pobreza, idealista y
generosa, que, a su modo, diversifica las costumbres, impone con sus migraciones masivas
otra idea de nación, interioriza algunos significados de la Historia y le da al campamento la
calidad de símbolo estético de la nacionalidad (la fundación de la república). Una segunda
tradición viene de una exigencia del Estado: para alejar o exorcizar las imágenes de violencia
que definen o inscriben lo “primitivo” de México en Europa y Estados Unidos (2012a: 198).
La película Vámonos con Pancho Villa (1936) de Fernando de Fuentes,123 basada en la novela
123
¡Vámonos con Pancho Villa! cuenta el viaje revolucionario que emprenden seis campesinos que se unen al
ejército de Pancho Villa. Conocidos como “los leones de San Pablo”, los seis rancheros participan activamente en
190
de Rafael Muñoz;124 intenta construir una crítica a los grandes nombres de la Revolución y
fabrica una representación en la que se atribuyen a los sujetos populares una serie de modos
de ser y estilos de vida. Se trata, principalmente de inscripciones ligadas al mundo masculino
contextualizado dentro de una realidad bélica, en las que la violencia es exaltada como valor
viril. El filme se estructura en base a una serie de episodios de batallas, que van componiendo
una imagen del ejército revolucionario como un ejército ganador, destacando tanto los logros
de valentía individual, como la lucha armada como un bien común destinado a fortalecer los
principios revolucionarios. No obstante ello, se trata de una representación que despolitiza el
trasfondo revolucionario.
En otro nivel, en esta película también se dibuja una crítica a los líderes del ejército revolucio-
nario. Villa es un general despótico que se comporta como un líder, que si bien lleva adelante
una gesta heroica, carece de toda sensibilidad y sentido humanitario.125 Esto queda graficado
en el clímax de la película, cuando Villa le ordena a Tiburcio Maya matar y quemar el cuerpo
de su amigo “Becerrito”, y éste, poco antes de desertar, le reprocha: “¿Quemarlo? ¿Quemarlo
vivo? ¿Pero se han vuelto ustedes locos? ¿Este es el pago a un soldado de la revolución? ¿Este
es un ejército de hombres o una tropa de perros?”.126 La película finaliza con la deserción del
protagonista, remarcando el valor de la amistad como bien superior, el compañerismo como
una relación filial que se constituye en un deber ser.127 Hay, en este sentido, una propuesta que
construye una visión deshumanizada y violenta de la insurgencia revolucionaria, pero que en
última instancia no hace mella en los valores más profundos del verdadero macho popular que
posee un conjunto de cualidades combativas, una valentía que lo hace enfrentar a la muerte
con decisión y que valora por sobre todo la solidaridad y el compañerismo. Se trata de la repre-
sentación de un sujeto subalterno como una construcción liminal, que se sacrifica por el bien
común, pero que deja el protagonismo a una élite revolucionaria deshumanizada.
En un registro más o menos similar, pero con algunas variaciones con respecto a Vámonos
con Pancho Villa, encontramos la película Los de abajo (1940) de Chano Urueta. Basada en la
novela homónima de Mariano Azuela,128 la película construye una imagen de los villistas como
violentos, ignorantes y sanguinarios. Se ofrece una imagen degradada de la revolución y de
los sujetos populares. Si bien resalta la heroicidad del insurgente, la épica del revolucionario
125
La biografía de Pancho Villa escrita por Friedrich Katz (1999: 227), señala que: “En el pensamiento popular,
Villa se adecuaba a una serie de tradiciones e imágenes profundamente arraigadas, algunas de ellas caracterís-
ticas de todo el país, otras propias de las clases bajas. Era la encarnación de la imagen tradicional mexicana del
macho: tenía todas las cualidades combativas que el machismo exigía, era valiente, era un luchador de primera,
su puntería con la pistola era proverbial y su habilidad como jinete era tan grande que los bardos escribían co-
rridos sobre sus caballos. Su interés por las peleas de gallo y su reputación de mujeriego eran elementos esen-
ciales de esa imagen. También lo era su crueldad, asimismo adecuada al modelo de macho”.
126
Extracto de la película Vámonos con Pancho Villa
127
Sabemos que la película fue censurada en su parte final, puesto que ésta tenía un epílogo en el que Tiburcio
Maya es asesinado junto a su mujer y su hija, mientras su hijo es cogido por Villa y llevado a la revolución en
lugar de Tiburcio.
128
La novela de Azuela es considerada como una de las principales novelas de la Revolución, no sólo por haber
sido una de las primeras que trataba el tema, sino también “por haber logrado articular quizá la narrativa más
consistente y enérgica sobre el levantamiento revolucionario mientras la guerra civil todavía seguía su curso”
(Arroyo Quiroz, 2010: 58).
192
está siempre rodeada de un cierto “salvajismo” y de violencia innecesaria. La celebración de
la causa villista se representa a través de la conquista de ciudades y pueblos, pero sitúa a los
insurgentes como bárbaros que saquean casas, destruyen poblados y queman libros. Aquí los
sujetos populares son seres guiados por instintos básicos, a los que la abundancia y las como-
didades conquistadas los trasfiguran en hombres desenfrenados, borrachos e incapaces de
controlarse. Estas imágenes de los revolucionarios populares inscritas en Los de abajo “expre-
san prejuicios comunes de la clase media hacia la clase baja, también revelan una dificultad,
por parte de los intelectuales, en asimilar el levantamiento revolucionario” (Arroyo Quiroz,
2010: 59) 129
Esta película hace circular una representación en la cual el sujeto subalterno no posee un dis-
curso propio acerca de las acciones emprendidas y su falta de conocimiento, racionalidad y
educación no le permite comprender los principios revolucionarios. Es necesario que sea un
agente externo a la clase baja, –en este caso Luis Cervantes, un periodista y estudiante de me-
dicina proveniente de la clase alta mexicana–, el encargado de explicarle a la tropa dirigida por
Demetrio Macías las motivaciones, causas y sentidos de la lucha armada:
ȅMire usted, mi jefe. He jurado hacerme entender, convencerlos de que soy un verdadero
correligionario.
ȅCorre que… Corre que.
ȅCo-rre-li-gio-na-rio, mi jefe. Es decir que persigo los mismos ideales y defiendo la misma
causa que ustedes defienden.
ȅPos, ¿cuál causa defendemos, hombre? (…) Vamos a ver curro, ya es hora que nos diga cuá-
les son sus intenciones…
ȅCreí que ustedes aceptarían con gusto al que viene a ofrecerles ayuda. Una ayuda que sólo
a ustedes beneficia, porque yo qué me gano con que la Revolución triunfe o no. La Revolución
beneficia al pobre, al ignorante, al que toda su vida ha sido un esclavo, a esos pobres infelices
que ni siquiera saben que lo son.130
La figura de Cervantes, como metáfora de un México que busca recubrirse de ilustración, per-
mite advertir cómo la película compone una serie de relaciones sociales entre una élite letrada
y un pueblo analfabeto, una élite que enseña y un pueblo que aprende, una élite que guía y un
129
Siguiendo a Roger Bartra (1987:127), podemos advertir como: “La Revolución es un espectáculo impresio-
nante para la intelectualidad: de alguna extraña manera aquellos seres que parecían destinados a vivir con la
cabeza agachada se rebelan y se transforman. En el fondo de los pozos del alma mexicana no sólo hay tristeza:
hay también un potencial insospechado de violencia”.
130
Extracto de la película Los de abajo.
193
pueblo que sigue. Sin embargo, en el transcurso de la película y a medida que la revolución
avanza, el agente burgués se va corrompiendo; o tal vez siempre fue un corrupto que quiso
aprovecharse del envión revolucionario para sacar un beneficio personal.
Además de esta relación desigual entre la ilustración mexicana y el pueblo, en este filme tam-
bién se presenta como natural el dominio masculino sobre la mujer. Como en la inmensa ma-
yoría de las películas que hemos analizado hasta aquí, el cinemachismo muestra a la mujer (y
sobre todo el cuerpo femenino), como un sujeto marginado social, cultural y políticamente. En
una escena Demetrio quiere conquistar a una joven muchacha que le ha llevado leche para que
se sane de sus heridas, pero ella lo rechaza. Uno de sus soldados le dice: “No compadre, no.
Hay que amansarlas primero, como a las yeguas. Pa’ las lepras que me han dejado en el cuerpo
las mujeres, yo tengo mucha experiencia en esto”.131 La relación de dominio sobre las mujeres
se traduce en un conjunto limitado de relaciones de uso doméstico y sexual: la mujer como
instrumento al servicio de las necesidades masculinas, como objeto carente cualquier subjeti-
vidad. De ahí que, en esta película, la figura femenina pueda ser considerada como lo marginal
dentro de la marginalidad social y cultural que envuelve la representación de la tropa villista.
Dentro del mundo marginal y decadente que presenta la película de Urueta, los aspectos cultu-
rales quedan reducidos a la etiqueta que signa lo popular como actos, costumbres y estilos de
vida que, frente a los envistes de una modernidad ilustrada, quedan reducidos a una condición
residual. Así, por ejemplo, en una secuencia en que el comandante Demetrio Macías está sien-
do curado de una herida por el curandero Venancio, tiene lugar el siguiente diálogo:
ȅ¿Por qué no llama al curre para que lo cure compadre Demetrio? Si lo viera usté… él se cura
sólo, parece tan aliviado que usté no me lo va a creer.
ȅSi alguno le pone la mano yo no respondo por la resulta –dice Venancio.
ȅOye compa, pero qué doctor ni nada va ser tú ¿O ya se te olvidó porque viniste a dar aquí?…
ȅTú. ¿de qué hablas? Andas con nosotros porque te robaste un reloj y unos anillos de bri-
llante.
ȅSi quiera. Si tú te corriste de tu pueblo porque envenenaste a tu novia.
ȅA ver, a ver. Traigan al estudiante (…) si sale bien y me deja bueno y sano, le dejo marcharse
pa su casa o pa donde le dé la gana.132
131
Extracto de la película Los de abajo.
132
Extracto de la película Los de abajo.
194
En la secuencia siguiente vemos a Demetrio completamente sano y a Cervantes como mano
derecha del comandante. En una escena intimista, Demetrio le dice a Cervantes: “Hay algo que
debes saber. Venancio no te quiere y no te quiere porque él era mi doctor. Fue sacamuelas en
su pueblo y sabe de muchas cosas, pero la verdad es que tú sabes más y por eso no te quiere.
Ve a buscarlo y dile que él sabe mucho, mucho y verás como con el tiempo acaba siendo tu
amigo”.133 Estas dos secuencias, si bien pueden ser vistas como anecdóticas, dejan entrever
el dominio cultural ejercido por la élite ilustrada mexicana que busca construir una imagen
de México como un país de hombres blancos, modernos y racionales. Para ello, las prácticas
populares deben reducirse a una condición arcaica y residual, ligadas a la superstición, la he-
chicería o la magia. Por otro lado, estas secuencias ratifican el insistente ejercicio de anclaje e
inscripción de una revolución mexicana y unos revolucionarios como una tropa que, no sólo
no sabe cuáles son las causas de su lucha, sino que además se encuentran en constante conflic-
to interno de acusaciones de pillaje, robo y asesinatos. Al situar a los insurgentes dentro de un
devenir criminal que hace de los villistas unos “bandidos agrupados ahora con un magnífico
pretexto para saciar su sed de oro y de sangre”,134 la película no sólo desprende la causa revo-
lucionaria de cualquier politización posible, sino que también la reduce a la idea de barbarie,
descontrol y salvajismo. Esta triada da cuenta de la visión ideológica y culturalmente arraigada
que tiene cierta élite intelectual acerca del proceso revolucionario.
A partir de la década de 1940, en pleno auge de la época de oro, las películas sobre la Re-
volución mexicana van a expresar una perspectiva radicalmente distinta: la revolución se va
a institucionalizar como un componente nacionalista y melodramático. En la época del cine
industrial y con la llegada de Manuel Ávila Camacho al poder, las representaciones fílmicas de
133
Extracto de la película Los de abajo.
134
Extracto de la película Los de abajo.
195
la revolución experimentaron una suerte de “adecentamiento melodramático”, en el que “la
lucha armada perderá ese sentido metahistórico de triunfo de la tradición para transformarse
en la lucha desgarrada que da origen a un país de instituciones” (Vásquez Mantecón, 2010: 23).
De esta forma, en el despegue de la época dorada emerge un segundo grupo de películas desti-
nadas a contar los eventos revolucionarios. Películas como Flor Silvestre (1943) y Enamorada
(1946), ambas de Emilio Fernández, o Vino el remolino y nos alevantó (1949) de Juan Bustillo
Oro, dejan atrás la visión caótica, destructiva, violenta y épica sobre la Revolución y los suje-
tos populares que caracterizó las producciones de finales de los años treinta, para dar paso a
una construcción que hace de lo popular y de la revolución un ideal para un país en vías de
modernización y un nacionalismo institucionalizado. La idealización de la revolución y de los
insurgentes implica utilizar relatos en los cuales el sufrimiento desgarrado, la lucha fratricida,
las erosiones que produce un amor no correspondido o la felicidad galopante de las parejas
arquetípicas, vienen a enaltecer una revolución como folclor audiovisualmente institucionali-
zado, en los que se prodigan “los días de felicidad incontaminada. La censura gubernamental
se pone a la utilización del cine como instrumento de cualquier denuncia. De allí que las cintas
de temas revolucionarios (…) no se molesten en aclarar causas del movimiento y lo asuman
como empresa parecida a la Conquista del Oeste” (Monsiváis, 1976: 441).
La película de Fernández elabora una visión que ubica a don Francisco (el padre del prota-
135
La historia se desarrolla en un pueblo del Bajío en tiempos de la Revolución. José Luis, hijo del poderoso
hacendado don Francisco, se casa en secreto con Esperanza, una humilde y bella campesina. Disgustado por la
boda, don Francisco deshereda a su hijo y lo echa de la hacienda. Tras el triunfo de la Revolución, la pareja vive
feliz esperando que llegue su primer hijo. Sin embargo unos cuatreros que se hacen pasar por revolucionarios
asaltan la hacienda de don Francisco y lo matan. José Luis decide enfrentarlos y vengar a su padre muerto. Cuan-
do tiene controlado a los cuatreros, Esperanza y el recién nacido son secuestrados por el líder de la banda y, en
un acto de heroicidad, José Luis es intercambiado por su familia y fusilado ante los ojos de su mujer.
196
gonistas) generacional y dicotómicamente como custodio de una tradición que no acepta la
desestructuración de lo establecido socialmente por la élite dominante, de ahí su negativa a
aceptar a Esperanza como su nuera.; en tanto el hijo representa la modernidad que borra, al
menos en términos amorosos, las jerarquías sociales. De esta mirada que posiciona la tradi-
ción (el padre) y la modernidad (el hijo), se desprenden un conjunto de relaciones sociales
en las que se exteriorizan las distinciones y los prejuicios de clase. La pertenencia a una clase
social y la inmovilidad de esa condición se configura como uno de los elementos centrales de la
película, aun cuando no es el tema central del filme sino una filtración ideológica en su entra-
mado discursivo. El triunfo de la Revolución no ha implicado ninguna variación en la relación
entre el pueblo y la élite. Incluso cuando José Luis es desheredado y expulsado de las tierras
de su padre, los peones que lo acompañan continúan manteniendo una actitud de servilismo,
obediencia y jerarquización. La voz de José Luis sigue siendo la voz del patrón, la voz del se-
ñorito, la voz de la ley. La película da por sentado que las posiciones sociales que ocupan cada
uno de los personajes son posiciones naturales, que responden a un ordenamiento “lógico” y
“normal”. Los peones, por ejemplo, asumen su condición de subalternidad como algo dado por
la naturaleza divina de Dios. En consecuencia, el discurso ideológico de esta película es una
visión contradictoria con la revolución.
La revolución de Flor silvestre es una revolución esencializada que nos muestra la injusticia
social que emerge de la acumulación de la tierra en manos de unos pocos, pero seguidamente
es la clase dominante la que debe asumir la reparación de esa injusticia y disciplinar a los que
se han alejado de los ideales revolucionarios. Así lo grafica la escena en la que le van a solicitar
al hijo del patrón que asuma una posición de poder:
La pobreza de los sujetos populares no posee una materialidad, puesto que no se presentan
las precariedades de las condiciones de vida, ni mucho menos la explotación del campesino,
136
Extracto de la película Flor Silvestre.
197
sino simbólicamente, en el servilismo que los peones asumen como condición natural de su
existencia sumisa y dominada:
No es que nos queramos irnos señor amo, pero… Mire usté señor amo, nosotros nacimos
aquí. Usté lo sabe. Afigurese cómo hemos de querer a esta tierra. Semos totalmente como el
trigo y el maíz que dan estos surcos, que no los hay mejores en todo el Bajío. Todavía pior,
semos como esos árboles que están allí ajuera, que nada ni naiden puede arrancar. Pa quitar-
los de ahí, pos sólo hachazos. Pero es el caso que el niño José Luis se ha ido y… y… y nosotros
no podemos dejarlo solo. Recuerde su buena merced, que mi compadre y yo casi juimos sus
pilmamas, que nosotros lo enseñamos andar, que yo amansé la yegua Casimira pa que él
aprendiera a montar. Mire mi amo, las raíces que crecen juntas no se separan nunca, nunca,
nunca… y nosotros con el niño José Luis semos como las raíces de las cuales la más juerte jala
a la otras, por eso nos vamos, pa servirlo como lo hemos servido toda la vida, digo, contando
siempre con la licencia de su buena merced.137
Esta escena permite identificar un discurso que manifiesta claramente la internalización del
dominio social que ejerce la elite y el modo en que ese dominio es internalizado por los sujetos
populares. Este discurso hablado (parlamentado) es reforzado por un lenguaje corporal que,
con una serie de gestos, ademanes y posturas, sobrecarga la escena con marcas de respeto y
sumisión. Como nos recuerda Pierre Bourdieu (2008a), dentro de un espacio social en el que
las figuras dominantes y los dominados se encuentran claramente diferenciados por jerarqui-
zaciones y posiciones sociales, la cortesía socialmente institucionalizada constituye un meca-
nismo para remarcar y simbolizar las relaciones de dominación y explotación que una clase
ejerce sobre otra. A lo largo de esta escena los peones no levantan la cabeza cuando hablan y
su mirada se dirige al suelo cuando escuchan. En cambio, el patrón los escucha dándoles la
espalda y cuando habla mira desde arriba, directo a los ojos, con la mirada sostenida, erguido
y desafiante, dueño no sólo de la situación sino también de sus interlocutores.
Punto aparte merece el modo en que la mujer es construida en esta película. Al igual que en
la inmensa mayoría de las películas que hemos analizado hasta aquí, el cinemachismo actúa
como mecanismo ideológico de dominación masculina que inscribe el cuerpo femenino como
un objeto condenado a un estado de pasividad culposa. Esta película presenta lo femenino
como una inocencia y pureza domesticada, depositaria de todos los errores o fallas. De acuer-
do a filme, ella es culpable de todas las limitaciones y restricciones que su ser en el mundo
137
Extracto de la película Flor Silvestre.
198
le impone al macho dominante, por lo que para ser una mujer buena e integral debe cumplir
con cierto estándar de comportamiento y de estilo de vida. La culpabilidad y el sacrificio se
constituyen como un valor femenino al cual las mujeres deben aspirar.
Nunca podré pagarte lo que has hecho hoy por mí. Me colmas de dicha y sin embargo me
siento triste. Por mí lo has perdido todo: familia, posición social, dinero, tranquilidad, y ahora
esto. Por mí vas a sacrificar tus más grandes sueños. Siento que en vez de darte fuerzas te
encadeno… muchas veces es la mujer la que acobarda al hombre.138
En esta etapa, el cine de la revolución se constituyó como una fórmula comercial que buscó
convocar al gran público y para ello recurrió al mínimo común denominador: los individuos y
sus conflictos personales acentuados al máximo. Diametralmente opuesto al cine revoluciona-
rio de signo nacionalista e indigenista que primó en los años ‘20 y principio de los ’30, este cine
se presentó como neutro en un momento en que la efervescencia revolucionaria aún estaba
138
Extracto de la película Flor Silvestre.
139
Enamorada, es la películas que consagra a María Félix como una de las actrices más importante del período y
a Emilio Fernández como uno de los directores más destacado de la Época de Oro. Enamorada, se desarrolla en
tiempos de la revolución mexicana. Las tropas zapatistas del general José Juan Reyes toman la tranquila y con-
servadora ciudad de Cholula. Mientras confisca los bienes de los ricos del pueblo, el general Reyes se enamora
de la bella, rica e indomable Beatriz Peñafiel, hija del hombre más acaudalado de Cholula. El desprecio inicial
que Beatriz siente hacia el revolucionario da paso a la curiosidad y, finalmente, a un profundo y auténtico amor.
La película está dividida en dos partes: la primera, hace referencia directa a la revolución y la causa revolucio-
naria, durante la cual el general Reyes se muestra implacable con la burguesía de Cholula, y una segunda parte,
en la que el General se enamora, y la causa revolucionaria queda subordinada al amor que siente por Beatriz,
quien finalmente sede a su amor y abandona su bienestar burgués para devenir en “soldadera”, esa compañera
inseparable del soldado revolucionario (Silva Escobar, 2011).
199
muy presente en el resto de la producción artística del país.
Otras de las líneas en la que es posible clasificar las películas revolucionarias de la época do-
rada es la del tipo Folclor revolucionario en tecnicolor. “Una vez oficializada su presencia en el
cine mexicano, la Revolución no tardó en ser adoptada como un elemento más de la identi-
dad nacional. Las grandes producciones cinematográficas de los años cincuenta (La Escondi-
da, 1955, de Roberto Gavaldón, o La Cucaracha, 1958, de Ismael Rodríguez) muestran a una
Revolución consagrada como producto del star system y síntesis del ser nacional” (Vásquez
Mantecón, 2010: 24).
Dentro de esta línea tecnicolor, La cucaracha (1959) de Ismael Rodríguez, construye un melo-
drama centrado en las soldaderas. La película muestra el enfrentamiento de dos tipos de muje-
res que representan dos imágenes archiconocidas de la mujer en la cinematografía mexicana:
la puta y la santa, representadas aquí por la rebelde-sumisa y la viuda recatada. Ambas se han
enamorado del mismo hombre, el macho alfa que comanda la tropa villista. Los roles asigna-
dos a las mujeres en esta película responden a los estereotipos conocidos: las mujeres lavan
la ropa, curan a los heridos, cocinan y tienen que “jalar parejo adonde vaya su hombre”.140 La
mujer no decide nada y es siempre un cuerpo que se disputa entre tequilas, balas y cabalgatas.
De esta forma se configura un discurso fílmico que muestra la matriz ideológica hecha por y
en nombre de lo masculino mexicano que opera a través del borramiento y la invisibilización
de lo femenino como sujeto y subjetividad. Esto queda manifiesto al final del filme cuando un
cartel señala: “... y junto con sus hombres y sus hijos, hicieron la Revolución Mexicana”.141 Las
mujeres, aunque protagonistas de esta historia, son las innombradas.
En esta película la Revolución y los sujetos populares muestran un estilo de vida dominado
por el caos anárquico. La vida transcurre entre balas, tequilas, peleas en la cantina y un cons-
tante fluir de infidelidades y lealtades trasnochadas. Uno de los aspectos interesantes en la
construcción de lo popular es el constante uso de una oralidad cargada de argot. El uso de esta
oralidad popular le imprime al filme no sólo un aire de verosimilitud, sino que también es el
modo en que se plasma “una oposición completamente clásica entre lo distinguido y lo vulgar,
lo culto y lo popular, de tal manera que lo oral tiene muchas posibilidades de ser investido de
140
Extracto de la película La cucaracha.
141
Extracto de la película La cucaracha.
200
todo un aura populista” (Bourdieu, 2008b: 97).
Resumiendo, a lo largo de las más de dos décadas del cine de la época de oro hubo variacio-
nes acerca del modo en que lo industrial-cinematográfico abordó la representación de la Re-
volución mexicana y de los sujetos populares que participaron en ella, sin embargo también
se detectan ciertas similitudes o mejor dicho cierta transversalidad. La revolución se articuló
como un dispositivo destinado a legitimar un discurso despolitizado de la lucha armada, a tra-
vés de una escenificación (de la insurgencia y de los insurgentes) al servicio del melodrama,
que contribuyó a la instalación de una historia oficial, hegemónica e institucionalizada de la
Revolución. El cine y su masividad contribuyeron a instalar en el imaginario social (y oficial)
un nacionalismo cultural, una identidad, basada en un conjunto de imágenes cinematográficas
convertidas en emblemas de la lucha armada.
La Revolución en el cine del período dorado y sus implicancias en la articulación de una iden-
tidad nacional, se entiende, siguiendo a Derrida (1986; 1989), en torno a las nociones de “su-
plemento”, “huella” y “diferencia”. 142 En este sentido, como nos recuerda Chantal Mouffe (2011:
22), “la creación de una identidad implica el establecimiento de una diferencia, diferencia
constituida a menudo sobre la base de una jerarquía, por ejemplo entre forma y materia, blan-
co y negro, hombre y mujer”. Por lo tanto, el cine de la revolución construye una jerarquización
de lo revolucionario y de los sujetos populares en la que se plasman, ya sea a través de un cine
de exaltación, de institucionalización o tecnicolor, un conjunto de diferencias que distinguen
claramente un nosotros de un ellos. “Una vez que hemos comprendido que toda identidad es
142
Para Derrida la fijación de los signos, –ya sea en una imagen, en una palabra, en un diseño– se constituyen
como escrituras (marcas, surcos, huellas, suplementos, diferencias) que encierran una exterioridad que se deja
tanto interrogar como ignorar. Donde “su apariencia no es su realidad (…), su inscripción es y no es lo que en-
tendéis por esas palabras” (Sollers, 1986: VIII); y donde” “nunca ha habido otra cosa que escritura; nunca ha
habido otra cosa que suplementos, significaciones sustitutivas que no han podido surgir dentro de una cadena
de referencias diferenciales, mientras que lo “real” no sobreviene, no se añade sino cobrando sentido a partir de
una huella y de un reclamo de suplemento, etc.” (Derrida, 1986: 203).
201
relacional y que la afirmación de una diferencia es una precondición de la existencia de tal
identidad, es decir, la percepción de un ‘otro’ que constituye su exterioridad” (ibíd.: 22). El cine
fabrica no sólo el rostro visible de esa identidad revolucionaria institucionalizada, sino tam-
bién recrea el espacio, el lugar y el territorio de un antagonismo que dibuja un nosotros y un
ellos como demarcación identitaria.
(…) articular una sinécdoque de la nación que dicta los conceptos específicos del héroe mas-
culino y su papel indispensable en la constitución de la nación moderna. La epopeya revo-
lucionaria tiene un estilo coherente; se propone una versión pintoresca de los temas de la
nación y el héroe masculino. En su escala épica, paisajes desérticos y espectaculares secuen-
cias de batalla condensa rasgos estilísticos del muralismo mexicano y el realismo socialista
(2003: 6).
En el capítulo segundo hemos visto como el campo y la ciudad se fueron configurando como
dos realidades culturales que, no obstante la distancia real y simbólica que la cultura moder-
na va marcando, mantienen importantes vínculos y relaciones a través de la circulación de
prácticas y saberes que viajan entre ellas. Este es un viaje de ida y vuelta que contribuye a
la articulación de la modernidad como matriz de lo sociocultural urbano. Siguiendo a Roger
Bartra (1987), al despuntar el siglo veinte el campo comenzó a perder valoración social y se
empezó a asociar a sus habitantes con el retraso y la depresión, la lentitud y la melancolía de
202
lo que Bartra llama: “Arquetipo de Jano”.143 Por su parte, la ciudad empezó a perfilarse como
el territorio del progreso, y se la “considera usufructuaria de un ritmo vertiginoso que parece
incluirla en la modernidad, y es donde se proyecta el México del futuro, mientras que el campo
se concibe aún como el sostén y el origen y simboliza lo tradicional y lo rezagado, que gira a un
ritmo moroso en torno a su propio eje” (Tuñón, 2008).
A lo largo del siglo veinte las sociedades nacionales contraen con el cine deudas profundas
que se saben y se ignoran simultáneamente, cuánto se le debe a “la fábrica de sueños”, sin la
143
Bartra plantea que la imagen que se ha construido, desde el saber psiquiátrico y el antropológico, ha deve-
nido en una imagen del México rural que va configurando e impregnando el imaginario social “siempre es la
del pasado que ha sido necesario inmolar; por este motivo, la imagen se construye de manera paralela y muy
similar a ese omnipresente arquetipo occidental al que tanto deben la psicología y la literatura: la melancolía. En
efecto, el catálogo de los síntomas clásicos de la melancolía es extraordinariamente semejante a los rasgos que
la tradición sociológica y antropológica le asigna al campesino. Es asombroso el paralelismo entre la dualidad
melancolía-manía de los psiquiatras y la polaridad rural-urbana de los antropólogos. El arquetipo de Jano está
profundamente impreso en ambos paradigmas: la oposición entre un pasado que zozobra y un futuro que esta-
lla es la que separa al mundo agrario del industrial. Los campesinos, desde la perspectiva moderna, son pasivos,
indiferentes al cambio, pesimistas, resignados, temerosos e independientes” (1987: 43-44).
144
Según Julia Tuñón (2008), hacia “1930 el país tiene dieciséis millones y medio y la ciudad un millón doscien-
tos treinta mil habitantes y para 1953 cuenta con tres millones cuatrocientos ochenta mil habitantes y el país
veintisiete millones”.
203
cual –es la moraleja- el tedio devoraría la vida cotidiana, especialmente fuera de las grandes
ciudades. El cine –el de los “mecanismos reproductores del instante”, según Amado Nervo-
organiza las ideas de conjunto de cada país y del planeta, selecciona y desecha tradiciones,
canjea costumbres de repertorio de imágenes y establece los criterios de la diversión (2012c:
295).
Darle a sus públicos la ilusión de hallarse ante la superficie resplandeciente que al incluirlos
los abrillanta, y, también, el gozo de recibir las películas como si fueran órdenes: lloren, arre-
piéntanse, aprovechen la unidad hogareña, juren no faltarle jamás a la norma, ahuyéntense
de este valle de lágrimas con una sonrisa de perdón, arrodíllense para observar más de cerca
sus devociones, emborráchense como si condujesen una muchedumbre a la victoria, llévenle
serenata al pueblo entero, usen el chisme cuando se les olvidó la lleve de la vecindad, besen la
mano de la madrecita, oigan con respeto los consejos del padre y del cura, trasládese con es-
posa e hijos al final feliz más cercano. Si les queda tiempo, hagan del relajo la correa trasmiso-
ra entre lo que no entienden (el conjunto) y lo que les apasiona (el detalle) (2012c: 295-296).
204
parte equitativamente hipocresía y altruismo, despide lo rural y exalta visualmente lo urbano”
(Ibíd.: 296).
Lo que me parece interesante del melodrama en el cine mexicano, es el modo en que éste
visibiliza y conecta un conjunto de representaciones de lo popular-urbano con acciones y pa-
siones que entran en una relación que, como sugiere Jesús Martín-Barbero (1983), se articula
a partir de la continuidad entre la estética y la ética. A partir de esta relación dual y dialéctica
se elabora un relato y unos discursos que, al desprenderse de cualquier estructura psicológica
de los personajes, sólo logran evidenciar relaciones primarias y sus signos: el sufrimiento, la
traición, la injusticia, la obediencia, entre otros. Todo ello en una articulación exacta, elemen-
tal, entre conflicto y dramaturgia, entre acción y lenguaje. Así, a través de las mediaciones del
género melodramático, lo popular se reintroduce en lo masivo, activando señas de identidad
al mayoreo.
145
Richard Sennett sostiene que en el arranque de la modernidad industrial la burguesía buscó volverse íntima,
y para ello, se fraguaron una serie de prácticas que expresaban el modo en que “lo privado estaba sobreim-
puesto a lo público, la paralización del sentimiento era la defensa para evitar ser descubierto por los demás, la
conducta personal en público se alteró en sus términos fundamentales El silencio en público pasó a ser el único
camino por el que uno podía experimentar la vida pública, especialmente la vida de la calle, sin sentirse abruma-
do. En la mitad del siglo XIX se desarrolló en París y en Londres, y desde allí en otras capitales occidentales, un
modelo de conducta diferente de aquel que se conociera un siglo antes en dichas ciudades, o del que se conoce
actualmente en la mayor parte del mundo no occidental. Se desarrolló la noción de que los extraños no tenían
derecho a hablarse entre ellos, de que cada hombre poseía un escudo invisible como un derecho público, un
derecho a que le dejasen solo. La conducta pública fue materia de observación, de participación pasiva, de cier-
ta clase de voyeurismo. La ‘gastronomía del ojo’ la llamó Balzac; uno está abierto a cualquier cosa, no rechaza
a priori nada que esté a su alcance, estando satisfecho uno no necesita volverse un participante, cogido en un
escenario. Este muro invisible del silencio como un derecho significaba que el conocimiento en público era una
cuestión de observación de escenas, de otros hombres y mujeres, de locales. El conocimiento ya no se produciría
por el intercambio social.
La paradoja de visibilidad y aislamiento, que obsesionó tanto a la vida pública moderna, se originó en el derecho
al silencio en público que tomó forma en el siglo pasado. El aislamiento en medio de la visibilidad de los otros
fue una consecuencia lógica de la insistencia en el derecho propio a permanecer mudo cuando uno se aventura-
ba en este dominio caótico y, sin embargo, todavía magnético” (1979: 38-39).
205
Siguiendo algunos de los planteamientos de Jesús Martín-Barbero (1983; 1991), podemos de-
cir que en el melodrama del cine mexicano inscribe algunas señas de identidad ligadas a una
concepción de lo popular en la que se produce “eso que E. P. Thompson ha llamado ‘la econo-
mía moral de los pobres’, y que consiste en mirar y sentir la realidad a través de las relaciones
familiares en su sentido fuerte, esto es, las relaciones de parentesco, y desde ellas, melodra-
matizando todo, las clases populares se vengan, a su manera, de la abstracción impuesta por la
mercantilización de la vida y de los sueños” (Martín Barbero, 1983: 12). Al mismo tiempo, se
produce una operación de tachadura y borramiento de la diversidad cultural de lo popular. Se
confecciona y se hace circular masivamente:
(…) un discurso homogéneo y una imagen unificada de lo popular, primera figura de la masa.
La borradura de la pluralidad de huellas en los relatos y los gestos obstruye su permeabilidad
a los contextos, y la rebaja progresiva de los elementos más fuertemente caracterizadores de
lo popular se acompañará de la entrada de temas y formas procedentes de la otra estética,
como el conflicto de caracteres, la búsqueda individual del éxito y la transformación de lo
heroico y maravilloso en pseudorealismo” (Martín-Barbero, 1991: 125).
(…) la no contemporaneidad y los mestizajes de que estamos hechos. Porque como en las
plazas de mercado, en el melodrama está todo revuelto, las estructuras sociales con las del
sentimiento, mucho de lo que somos –machistas, fatalistas, supersticiosos- y de lo que soña-
mos ser, el robo de la identidad, la nostalgia y la rabia. En forma de tango o de telenovela, de
cine mexicano o de crónica roja el melodrama trabaja en estas tierras una veta profunda de
nuestro imaginario colectivo, y no hay acceso a la memoria histórica ni proyección posible del
futuro que no pase por el imaginario (1991: 243).
206
El análisis de algunas películas paradigmáticas como Campeón sin corona (1946) de Alejan-
dro Galindo, Nosotros los pobres (1947) de Ismael Rodríguez, Salón México (1948) de Emilio
Fernández, Un rincón cerca del cielo (1952) de Rogelio A. González, permite develar el modo
en que el melodrama inscribe lo popular y lo instala dentro de lo masivo. Estas representacio-
nes alimentan cultural, social, estética e ideológicamente a amplios segmentos populares, en
el que “cada melodrama es el encuentro con la identidad” (Monsiváis, 2012c: 297). El registro
melodramático, su discursividad y su instalación en el imaginario social-popular “no deja de
ser una manera de dirigir y domesticar la educación sentimental de varias generaciones de
iberoamericanos, y un vehículo para ocultar las enormes desigualdades jerárquicas y sociales
de todo un continente” (Pérez Rubio, 2004: 220).
En la película Campeón sin corona, el sujeto popular se percibe a sí mismo como inferior y, a
partir de ese posicionamiento, se dibuja el funcionamiento de la estratificación social y de la
imposibilidad de ascenso social.146 El hecho de que el protagonista ascienda económicamente
y adquiera fama y reconocimiento social por su capacidad pugilística, no resulta suficiente
para que sea aceptado dentro de la élite social mexicana. Por el contrario, si “Kid” Terranova
se convierte en objeto de deseo para Susana, es sólo para satisfacer su narcicismo burgués y
luego desecharlo y discriminarlo por su pertenencia a la clase trabajadora.
146
El filme de Alejandro Galindo cuenta la historia de Roberto “kid” Terranova, un joven heladero que, produc-
to de sus cualidades físicas incursiona en el boxeo. Rápidamente se convierte en el boxeador del momento y
comienza a ganar importantes sumas de dinero que gasta en su familia, amigos y su enamorada Lupita quien
regenta una taquería. Su suerte cambia cuando debe enfrentar a Joe Ronda, un boxeador estadounidense que
despierta en Roberto un profundo complejo de inferioridad. Luego conocerá a Susana, una mujer de clase alta
con la que mantendrá un romance y de quien se enamora profundamente. Pero ella sólo lo ve como un amante
fugaz, de quien pronto se aburre y desprecia por sus raíces populares. Finalmente, “kid” Terranova dejará el
boxeo y volverá a su condición de heladero.
207
ninguna de estas vertientes de la modernidad, pese a gozar de reconocimiento, fama y dinero.
La modernidad está vedada para él, porque él no puede desprenderse, aun cuando lo quiera,
de sus orígenes y de su condición popular. No puede desprenderse de su gusto por los tacos y
las taquerías, de su argot popular, de su preferencia por un vestir pachuco. Es decir, no puede
despojarse de todas aquellas prácticas culturales que lo inscriben como sujeto popular, como
perteneciente a una clase social.
La película Nosotros los pobres (1947) de Ismael Rodríguez,147 ejemplifica la emergencia del
melodrama familiar y urbano que, gracias a su éxito comercial, pronto convertiría en fórmula
la referencia al espacio social de la vecindad y las relaciones sociales que dentro de él se des-
pliegan. En ese marco bien delimitado, se representa a un mundo popular que oscila “del tre-
mendismo a la comedia y pone la pobreza bajo la advocación de la pareja enamorada” (Mon-
siváis, 2012b: 305).
Antes de iniciarse la película, un cartel anuncia: “Mi intención ha sido presentar una fiel estam-
pa de estos personajes de nuestro barrios pobres –existentes en toda gran urbe- en donde, al
lado de los siete pecados capitales, florecen todas las virtudes y noblezas y el más grande de
los heroísmos: ¡el de la pobreza! HABITANTES del arrabal… en constante lucha en contra de
su destino que hacen de retruécano, el apodo y la frase oportuna, la sal que muchas veces falta
en su mesa”.148 Esta declaración de principios y el modo en que se desarrollan los eventos en
147
Nosotros los pobres despliega lágrimas, muertes, celos, envidias, machismo, amistad, injusticias y carencias,
para contar la historia del humilde carpintero Pepe “el Toro” que a pesar de la pobreza y los sinsabores que la
precariedad de recursos engendra, vive feliz junto a su hija “chachita”, su madre paralítica y su novia Celia “la
romántica”. En el transcurso de la vida de Pepe van sucediendo una serie de situaciones felices y dramáticas
que culminan cuando tiene que librar una ardua batalla contra la injusticia al ser acusado y encarcelado por un
crimen que no cometió.
148
Extracto de la película Nosotros los pobres.
208
el filme, inscriben la pobreza como un microcosmos aislado que sólo ocasionalmente se rela-
ciona con la clase dominante o con un entorno social mayor. Dentro del espacio cerrado de la
vecindad existen diferencias sociales: el estrato más bajo lo ocupan los borrachos, que actúan
como bufones dejando caer medias verdades y medias mentiras; está la infaltable prostituta
que puede corromper a la mujer buena; está el macho alfa seductor, el pilar de la vecindad, por
quien suspiran todas las mujeres y que posee el carisma y la capacidad para cambiar el orden
de las cosas; está el hombre abusador que maltrata a su esposa y a su hijastra, y que con su
actuar desencadena las desgracias de los vecinos; está la madre-abuela paralítica; el niño pillo;
la niña buena y abnegada; la mujer buena y santa que es capaz de resignar su amor con tal de
salvar a su enamorado de la injusticia; y, por último, está la madre que ha cometido un error
en el pasado por lo que moralmente se encuentra impedida de participar en la vida comunita-
ria de la vecindad y que debe purgar su error con la muerte. Las relaciones filiales, amorosas,
de amistad y enemistad van estructurando un orden social que se sustenta en el melodrama
como dispositivo de sentido, en donde “el llanto aligera y vuelve asimilable las penas, no hay
mal que dure cien gritos y los sollozos ya traen adjunto su sistema de ecos” (Monsiváis, 2012b:
305).
La película Salón México (1948) de Emilio Fernández, 150 se inscribe dentro de lo que se ha
149
Extracto de la película Nosotros los pobres.
150
La película de Emilio Fernández nos cuenta la historia de Mercedes, una prostituta que trabaja en el populoso
“Salón México”. Todo el dinero que Mercedes gana en el cabaret lo destina a pagar los estudios de Beatriz, su her-
mana adolescente. Beatriz, que se educa en un exclusivo internado de señoritas e ignora a qué se dedica su her-
mana. Beatriz conoce a Roberto, el hijo de la directora del internado que ha regresado de la batalla de Okinawa,
se enamoran y piden el consentimiento a Mercedes, quien no puede asistir a la cita porque Paco, su proxeneta,
la involucra contra su voluntad en un asalto y es encarcelada. Cuando logra salir, gracias a Lupe López, un policía
mayor que está enamorado de ella, se reúne al fin con la joven pareja y les da su conformidad con el noviazgo.
209
dado en llamar el melodrama de cabaretera. Al igual que en el resto de las diversas versiones
del melodrama, se construye aquí un relato con aspiraciones esencialistas en el que el sufri-
miento, el sacrificio y la resignación se presentan como loables en tanto posibilitan la supera-
ción y la felicidad del ser querido. En la película encontramos una serie de inscripciones sobre
la pobreza y la cultura popular que, si bien no son centrales a la trama melodramática, se cons-
tituyen como factores importantes en las motivaciones, sentidos y decisiones que asumen los
protagonistas. La educación aparece como posibilidad cierta de movilidad social, sin embargo
en el caso de las mujeres esto está ligado a la posibilidad de encontrar marido. La educación,
en esta película, le confiere al sexo femenino respetabilidad, decoro y prestigio social que per-
mite el ascenso social a través de lo masculino.
La autoconciencia de clase se muestra a través de la figura del policía bueno, encarnado por
Lupe López, quien asume su pertenencia a la clase popular como producto de una condición
social: “Yo en cambio no soy más que un hijo de pueblo, uno que hace veinte años viste este
uniforme tratando de honrar… yo no soy más que un hombre pobre y honrado, el último repre-
sentante de la ley”.152 Para Mercedes, por su parte, su situación y el trabajo que debe realizar
constituyen un sacrificio individual y privado, necesario para salvar de la pobreza a la herma-
na amada: “aunque yo me quede en el lodo, aunque un día acabe como un perro, lo único que
le pido a Dios es que ella nunca sepa nada”.153
El espacio social del cabaret y el de la vecindad pueden ser leídos como dos instancias en las
De vuelta en el cabaret, Mercedes es perseguida por su explotador quien la quiere llevar a vivir a Guatemala, ella
se niega y él la amenaza con contarle a su hermana toda la verdad. Mercedes acuchilla a Paco y Paco le dispara.
Ambos mueren. Beatriz termina sus estudios sin conocer el fatal desenlace de su hermana.
151
Extracto de la película Salón México.
152
Extracto de la película Salón México.
153
Extracto de la película Salón México.
210
que se conjuga lo popular bajo la oposición superior/inferior. El cabaret es lo terrenal, es el
espacio en donde Mercedes gana dinero a través del intercambio económico-sexual y donde
se despliegan prácticas culturales como el baile afro, el danzón y el bolero. Es el espacio en el
que se dan las relaciones sociales vinculadas a la carnalidad, la economía, la fiesta, la frater-
nidad, el amor y la violencia. En cambio, en la vecindad las relaciones sociales están ausentes,
es un lugar en el que no vemos a nadie más que a Mercedes. Es un espacio dominado por una
larga escalera que se constituye en el dispositivo para la asunción de Mercedes que, en tanto
prostituta-santa, asciende todas las noches a lo alto de la vecindad. Como sugiere Pablo Pérez
Rubio (2004), en el melodrama la oposición superior/inferior está encarnada en la imagen
de las escaleras que establecen la frontera entre lo público y lo privado, y entre lo femenino y
lo masculino. La parte superior se constituye como un territorio femenino, el lugar en donde
ellas pueden cobijar sus sentimientos sin amenazas exteriores. Un espacio que adquiere, como
en el caso de Salón México, un carácter religioso hasta el que se llega por unas escaleras que en
la tradición cristiana aluden a la Pasión y que Mercedes debe subir cada noche para refugiarse
en su santuario, en el que le reza a la virgen de Guadalupe, por un futuro mejor para ella y su
hermana.
La religiosidad católica es una constante del cine mexicano de la época dorada. Las películas
suelen hacer referencias directas a la devoción de los sujetos populares, adhiriendo a la idea
de que, “según el clero, la unidad religiosa es la base de la coherencia nacional” (Monsiváis,
2012d: 52). La película Un rincón cerca del cielo (1952) de Rogelio A. González,154 es uno de
los melodramas que más claramente se ciñe a la ideología del catolicismo que profesa que la
pobreza es el camino para encontrar a Dios. Los protagonistas viven todo tipo de vicisitudes
que los arrastran hacia una espiral de pobreza, precariedad y miseria. Marga, mujer devota,
nunca pierde la fe, y la desesperanza y el dolor provocado por la muerte injusta del hijo final-
mente lleva a Pedro a la devoción y la resignación: “Señor, señor, bendito seas señor. Te ofrezco
154
La película nos cuenta la historia de Pedro González, un provinciano que llega a Ciudad de México en busca
de mejores condiciones de vida. Al poco andar se involucra con una banda de dudosa honestidad, cuyo jefe le
consigue un empleo como oficinista, ayudado por don Chema, uno de los esbirros con el que traba amistad. En la
oficina conoce a Marga, quien es acosada por su jefe. Pedro y Marga se enamoran y se casan, sin embargo ambos
pierden su trabajo cuando se enteran que ella está embarazada. Pedro encuentra un trabajo como matón, pero
rápidamente lo pierde y va pasando de un trabajo mal remunerado a otro, por lo que tienen que irse a vivir en
la azotea de una humilde vecindad. Pedro es enviado a la cárcel injustamente y más tarde liberado. Nuevamente
urgido de dinero, acepta un trabajo de payaso callejero que lo avergüenza cuando sin querer es descubierto por
su esposa y su pequeño hijo. Cuando el niño enferma de pulmonía y muere por falta de dinero para los medica-
mentos, Pedro intenta suicidarse fallidamente. El amor de Marga y la ilusión de un nuevo hijo parecen ofrecerle
una segunda oportunidad a esta pareja.
211
mi dolor y gracias te doy por haberme hecho pobre, por haberme hecho desdichado, porque
a través de mis lágrimas y mi pobreza te he encontrado. La miseria no era ésta, sino la que yo
traía en el corazón”.155
En este
recio.
En líneas generales se puede advertir que uno de los aspectos comunes a estos cuatro melo-
dramas citadinos, es el modo en que el espacio urbano es jerarquizado bajo la lógica de las
katiuskas. La ciudad se constituye como la muñeca mayor, un territorio inabarcable y por lo
tanto desconocido. Por lo general es un espacio tácito, pero cuando los protagonistas deben
enfrentarse a él, experimentan los peligros asociados a lo extraño. En el interior está el barrio
155
Extracto de la película Un rincón cerca del cielo.
156
Extracto de la película Un rincón cerca del cielo.
157
Extracto de la película Un rincón cerca del cielo.
212
y la vecindad, el universo de lo cotidiano y donde se despliegan las solidaridades, las compren-
siones, los amores, las dichas y desdichas.158 Este es un espacio social en el que se presenta
y representa una modernidad mexicana sin modernización. El barrio melodramático, en pa-
labras de Julia Tuñón (2003, 132); “es otro tipo de imagen urbana que incluye el tugurio y la
vecindad, y que se presenta como el ámbito de la verdadera ciudad, la esencial, la que aparece
una vez que se desgasta el brillo falso de la metrópoli. Se trata de islas dentro de la urbe que
representan lo añejo, las tradiciones y la pobreza”.
(…) remite, entonces, a dos caras de la misma moneda: el mundo enorme y ajeno de la metró-
poli requiere de un refugio. Al anonimato se opone la solidaridad; al progreso la tradición. La
gran ciudad remite a lo que no puede manejarse: la policía, el Estado, los grandes negocios,
lo público y sus normas frente al código de la familia, ampliada ahora en forma de vecindad.
Esta representación ambigua de la urbe se ha institucionalizado en el cine conformando un
código de comprensión compartido por sus audiencias. (2003: 134)
158
Como ha observado Richard Sennett, la ciudades modernas son una construcción en la que se produce una
relación significante entre lo que él llama la carne y la piedra, entre el pasado y el presente, puesto que, “la geo-
grafía de la ciudad moderna, al igual que la tecnología moderna, trae al primer plano problemas profundamente
enraizados en la civilización occidental al concebir espacios para el cuerpo humano en los que los cuerpos son
conscientes unos de otros” (1997: 24). De esta manera, es posible detectar en la representación de la ciudad
moderna en el cine mexicano la conformación de un vínculo significativo “entre la experiencia que la gente tenía
de sus propios cuerpos y los espacios en que vivían” (Ibíd.: 25).
159
Como ha observado Julia Tuñón (2003: 133), la estadounización de lo popular emerge en películas como Acá
las tortas (Bustillo Oro, 1951), en la que los hijos, que estudiaron en los Estados Unidos de América, desprecian
a los padres, y la película cuenta cómo habrán de recapacitar y volver al orden. En Ustedes los ricos (Rodríguez,
1948), el pocho Mantequilla dice “for if the flies” y su camioneta tiene placas de Ohio, pero él valora la cultura
de la vecindad y escucha con respeto al protagonista, Pepe el Toro (Pedro Infante), cuando dice que ellos, como
mexicanos, no celebran en Navidad a Santa Claus sino a los Reyes Magos. Si el progreso de la ciudad pasa por lo
macro, y en eso la influencia estadounidense es evidente, en el barrio la ciudad muestra su esencia, es el reino
de lo auténtico en una disyuntiva que asimila la tradición y la pobreza con lo bueno, y lo nuevo y próspero con
lo malo.
213
El melodrama de la época de oro del cine mexicano plasma la modernidad en su condición
periférica. Como sugiere Arturo Ripstein el melodrama mexicano se acerca al mundo popular
porque en México “no hay más que darse una vuelta por los barrios de las ciudades (…) para
descubrir la miseria” (Ripstein citado en Pérez Rubio, 2004: 221). Esto nos habla de una fuente
de inspiración, pero no explica el por qué la pobreza, la marginalidad y lo popular son inscritos
bajo los parámetros de un pathos cargado de emociones a flor de piel, de situaciones en las que
reinan el sacrificio y las desgracias, y donde la abnegación y la desesperanza se constituyen
como epicentro ideológico del deber ser del sujeto popular. Martín-Barbero plantea una po-
sible explicación al señalar que en el melodrama mexicano lo que está “en juego, es el drama
del reconocimiento. Del hijo por el padre o de la madre por el hijo, lo que mueve la trama es
siempre el desconocimiento de una identidad y la lucha contra los maleficios, las apariencias,
contra todo lo que oculta y disfraza: una lucha por hacerse reconocer” (Martín-Barbero, 1991:
244).
Los protagonistas de esta lucha por el reconocimiento160 son mayoritariamente personajes que
sufren y cuya fuerza se localiza en su capacidad (o incapacidad) para aceptar ese sufrimiento
con resignación. Lo relevante de este conformismo es que “estos personajes se convierten en
paradigmas, en modelos de comportamiento universales, que logran superar las fronteras de
los diferentes ámbitos para adquirir un alcance metacultural. En el fondo, se trata de estructu-
ras recurrentes que configuran mapas estilizados de la realidad con una clara intención peda-
gógica” (Pérez Rubio, 2004: 116).
Luis Buñuel es un cineasta consagrado y admirado por amplios sectores de la élite cultural.
Reconocido mundialmente por sus películas que, desde la ironía, el surrealismo y el caos como
un orden por descifrar, plasman una mirada oblicua y rebelde sobre ciertos aspectos de la con-
dición humana: el cuerpo como vehículo del deseo, el delirio religioso, las relaciones sociales,
la libertad, la burguesía, la pobreza y la marginalidad.161 Muy pocos se atreverían a discutir
el lugar de privilegio que ocupa en el Olimpo de la cinematografía mundial, ni mucho menos
despojarlo de los méritos que lo ubican como uno de los grandes referentes del llamado cine
de autor. Buñuel, etiquetado como sinónimo de cine-arte, de un cine profundo, vanguardista y
161
En su autobiografía, Luis Buñuel describe lo que para éñ representaba el surrealismo: “Al igual que todos los
miembros del grupo yo me sentía atraído por una cierta idea de revolución. Los surrealistas que no se conside-
raban terroristas, activistas armados, luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma
principal el escándalo. Contra las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la religión,
el militarismo burdo y materialista, vieron durante mucho tiempo en el escándalo, el revelador potente capaz
de hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que había que derribar... Sin embargo el verdadero
objetivo del surrealismo no era el crear un movimiento literario, plástico, ni siquiera filosófico nuevo, sino el de
hacer estallar a la sociedad, cambios, la vida...Por primera vez en mi vida había encontrado una moral coherente
y estricta, agresiva y clarividente que se oponía a la moral corriente que nos parecía abominable, pues nosotros
rechazábamos en bloque los valores convencionales. Nuestra moral se apoyaba en otros criterios: exaltaba la
pasión, la mistificación, el insulto, la risa malévola, la atracción de las simas...nuestra moral era más exigente y
peligrosa pero también más firme, más coherente y más densa que la otra” (1982: 105-106).
215
simbólico, construye personajes y situaciones con la intención de desvelar y rebelarse ante el
cosmos hegemónico del catolicismo burgués que impera dentro de su mundo europeo y euro-
peizante. A partir de esa realidad burguesa-religiosa que envuelve su cotidianeidad, su educa-
ción y su condición ideológica que se traducen en una óptica pagana y atea, busca desentrañar
aquellos aspectos opresivos que se inscriben dentro de los sujetos y las subjetividades de la
Europa occidental. Sus películas han sido analizadas desde diversos ámbitos del saber –desde
el psicoanálisis a la sociología, desde la filosofía a la estética–, y han prodigado reflexiones,
críticas y comentarios que han contribuido a la mitificación de Buñuel como sujeto/objeto de
arte y surrealismo profano.
En México, Buñuel rodó veinte de sus treinta y dos películas. Él mismo las calificó algunas de
ellas como filmes de encargo o como “películas alimenticias”, de estas destacan: Gran casino
(1947) en la que se sometió a las fórmulas de la industria mexicana entre las que priman las
canciones y el drama amoroso; El Gran calavera (1949) con la que empezó a gestar su fama
de director rápido y económico; La hija del engaño (1951); y Una mujer sin amor (1952), so-
bre la que el propio Buñuel dijo que era su peor película. En oposición a este tipo de películas
alimenticias están aquellos filmes que han sido catalogados como películas personales o de
autoría: Los olvidados (1950), Subida al cielo (1951), Él (1953), La vida criminal de Archibaldo
de la Cruz (Ensayo de un Crimen) (1955), Nazarín (1958), El ángel exterminador (1962), Simón
del desierto (1964), son sólo algunos de sus filmes mexicanos que le dieron reconocimiento
artístico. Como nos recuerda Carlos Monsiváis:
En 1946, el año de la incorporación de Luis Buñuel al cine mexicano, la industria fílmica vive
el auge financiero, social y sociológico que encauzan el nacionalismo melódico, el sentimen-
talismo de los que son y se sienten voceros de la patria y la familia, y el reino del melodrama
y la comedia, que le otorgan a cada espectador su cuota de lágrimas y risas, respuestas al
fin y al cabo indistinguibles. ¿A quién le afanan las preocupaciones éticas si el fin del cine
es entretener? Además, nadie duda: ya se han asignado los sitios en la pirámide social, y no
requieren de ensayos las reacciones adecuadas a la hora del sexo, la comida, los rezos y la
muerte (2012b: 303).
En una industria que no posee pretensiones artísticas, que se guía a partir de fórmulas archi-
conocidas y probadas, y que tiene como finalidad la entretención y el éxito de taquilla, Buñuel
logró encontrar (o construir) las grietas que le permitieron tomar ciertas ventajas del trabajo
216
industrial en beneficio de su concepción cinematográfica. Si bien debió amoldarse a los códi-
gos de la industria que imponían una cierta moralidad, que establecía géneros a los cuales se
debía adscribir como dogma e imponía un star system como materia prima, y superar la cen-
sura que controlaba aquello que era permitido mostrar y decir, Buñuel con frecuencia logró
subvertir esa tendencia canónica de asemejar los filmes unos a otros como si se tratara de
sosías creados bajo recetas, y lo hizo, como indica José de la Colina:
México es un país que se inclina por la sensiblería. No tiene nada de malo; al contrario, es en-
cantador oír esos relatos de generales revolucionarios que después de matar muchas veces,
se ponen a llorar en la cantina cuando un antiguo amigo les cuenta un problema. Por eso el
churro hecho en México insiste en la sensiblería; pero el churro hecho en París hará hincapié
en el cinismo, en los souteneurs (Buñuel citado en Monsiváis, 2012b: 303-304).
Buñuel se benefició de la industria en términos alimenticios (en el doble sentido del término:
para sobrevivir y para nutrirse artísticamente) y eso le permitió escarbar y desarrollar un
expresión personal con la que transgredir algunos de los códigos morales y estéticos estableci-
dos por la industria cinematográfica mexicana e instalar, según Carlos Ossa, “el realismo social
217
unido a un drama con acentos surrealistas, con tal consistencia que transforma sus filmes en
modelos” (2013: 45).
Inserta temporalmente dentro de la época de oro del cine mexicano, la obra de Buñuel se
configura como una transición hacia el nuevo cine mexicano. Efectivamente, Buñuel puede ser
visto como una pieza más del cine industrial, aun cuando eventualmente logró usufructuar del
sistema industrial en beneficio de una visión irónica y crítica, y le otorgó un cierto “aura” de so-
fisticación artística-intelectual al cine de la época. Sin embargo, también es posible localizarlo
afuera de la época dorada, puesto que muchas de sus películas, las más importantes y perso-
nales, se realizaron de forma independiente. Por otro lado, tampoco es un cineasta que pueda
incluirse de lleno dentro de los llamados “nuevos cines”, tan en boga en los años sesenta y se-
tenta; aunque su cinematografía sí interesó a las nuevas generaciones de cineastas, que vieron
en sus películas un camino creativo que permitía romper con las fórmulas que dominaban y
constreñían al cine industrial. La filmografía de Buñuel, entonces, permite señalar una fase de
transición que va desde “la conversión estética y estilística del cine “clásico” (de alcance épico,
ideológicamente conservador, formalmente genérico) hacia un ‘nuevo’ cine (de autor, políti-
camente progresista, formalmente experimental) en México, haciendo de Buñuel la principal
figura de transición entre dos generaciones sucesivas del cine mexicano” (Acevedo-Muñoz,
2003: 5).
El objetivo de este apartado es explorar y discutir acerca del modo en que, tanto el cine indus-
trial como el cine de autor realizado por Luis Buñuel, nos introduce (o no) en la fabricación
de nuevas representaciones visuales y discursivas de los sujetos populares, la marginalidad,
la pobreza y la exclusión social. La representación de lo popular es uno de los aspectos poco
trabajados de la filmografía de Buñuel,162 a excepción de la película Los olvidados, cuyo tema
central es la pobreza infantil y por ello una de las pocas películas (por no decir la única), que
ha sido analizada poniendo el foco de atención sobre las problemáticas de la subalternidad de
los jóvenes de la calle. Por ello, a continuación analizaré algunas de las películas de Buñuel en
las que, lo popular y lo subalterno, la pobreza y la marginalidad ocupan un lugar protagónico o
162
Por lo general, los análisis, reflexiones y críticas a las películas de Buñuel, han remarcado cómo estas revelan
la comprensión de las implicancias religiosas de la quimera católica, la inutilidad de la santidad, la fluidez y la
pasión del cuerpo como dispositivo de deseo, la crítica a la realidad burguesa encerrada en sí misma, el modo en
que el delirio, la ironía y el humor se entremezclan como tropo narrativo y surrealista, la libertad como utopía,
la piedad como mecanismo de sujeción, entre otros (Monsiváis, 2012b; Paz, 2012b; de la Colina, 2012; Matute
Villaseñor, 2007; Salvador Ventura, 2007; Acevedo-Muñoz, 2003).
218
central del relato y su visualidad. Al analizar películas como El gran calavera (1949), Los olvi-
dados (1950); El bruto (1953) y Nazarín (1959) se pueden detectar un conjunto heterogéneo
de representaciones acerca del Otro-popular y su cultura. Algunas de ellas introducen en la
cinematografía mexicana nuevos sentidos acerca de la pobreza, la marginalidad y lo popular,
desde un punto de vista autoral, artístico y simbólico, pero otras reafirman aquellos estereoti-
pos e imaginarios de lo popular dominantes en el cine de la época dorada.
El gran calavera es una de aquellas películas que reafirman el imaginario dominante impuesto
por el cine industrial de la época de oro.163 En este film la pobreza se constituye como el ca-
mino para la sanación y la cura de los males morales que aquejan a una familia de clase alta:
la pobreza como lección y como estado noble que permite el encuentro familiar despojado
de las corrupciones que el dinero engendra. “Esto es vida –le dice don Ramiro a la madre de
Alfredo, el novio proletario de su hija Virginia–, antes vivíamos desunidos, egoístas. Mi cuñada
no podía comer pollo porque se le indigestaba (…) Si señora, hemos vuelto a la razón. Gracias
a la pobreza sabemos, por primera vez lo que es un verdadero hogar. Ladislao era el vago más
egoísta del mundo; tú, Milagros, para fastidiarnos a todos jugabas a la enferma. Lalo era un
señorito insulso”.164
La escasez de recursos económicos es, entonces, el mecanismo ideal para que quienes viven en
la abundancia puedan acceder al conocimiento de sí mismos a través de la dignidad del trabajo
proletario, del pan ganado con el sudor de la frente. Nada indica que la precariedad económica
sea producto de la injusticia social, de la falta de oportunidades, ni mucho menos de la explo-
tación que ejerce la clase privilegiada sobre las clases populares. Más bien se presenta como
un estilo de vida del que están ausentes los bienes suntuarios y los vicios de la riqueza, y al que
resulta fácil acostumbrarse. Éste es el ambiente ideal para que reine la armonía, la solidaridad
y los valores realmente importantes: la familia, el fuerzo y el trabajo. Esta triada se constituye
en la base para el conocimiento y la sanación del sujeto burgués inscrito como parásito social.
Dentro del mundo popular presentado por la película, la mujer vive atareada dentro del espa-
163
La película, estructurada como una comedia de enredos, nos cuenta la farsa que elabora una familia perte-
neciente a la alta burguesía, que simula la quiebra y la caída en la pobreza para curar a don Ramiro, el patriarca
de la familia, de su alcoholismo dadivoso. Sin embargo, cuando don Ramiro descubre el engaño, da vuelta la
situación haciéndolos creer que efectivamente se han arruinados, con el fin de enseñarles el valor del trabajo y
de la familia. En esta película vemos desfilar un conjunto de inscripciones acerca de la pobreza que se sustentan
y expanden a partir de una mirada condescendiente que expresa una matriz ideológica judeocristiana.
164
Extracto de El gran calavera.
219
cio doméstico –cocina, lava la ropa, limpia la casa–; mientras que los hombres desarrollan sus
oficios en el espacio público –limpiabotas, carpintero, mecánico, etc–. Son estas actividades las
que hacen que los protagonistas tomen conciencia del estilo de vida parasitario que llevaban
antes de conocer la miseria. De ahí que el filme le imprima al trabajo físico una carga metoní-
mica que lo asocia con la dignidad del sujeto trabajador. Por ello, una vez que regresan del viaje
a la pobreza, la familia incorpora aquellas prácticas a su vida cotidiana: la cuñada Milagros
continúa haciendo la comida, Ladislao está empeñado en seguir con la carpintería y va arre-
glando los muebles y las alacenas de la mansión.
En suma, se puede concluir que El gran calavera adhiere a la tendencia hegemónica de conce-
bir la pobreza como sinónimo de vida simple que facilita la felicidad y las relaciones humanas
profundas. Una interpretación más benevolente sugiere que Buñuel establece una distinción
entre la pobreza como experiencia de vida “real” y la pobreza dulcificada vista a través de los
ojos de los privilegiados que pueden darse el lujo de renunciar temporalmente a sus ventajas
para vivir esa farsa. En cualquier caso, la película inscribe y hace circular una serie de tópicos
que tienden a la idealización de la pobreza como espacio de autoconocimiento, de dignidad
y reconocimiento esencializado. De esta forma, la pobreza se configura como una dimensión
tópica e idealizada, que viene a ratificar el insistente ejercicio de condescendencia y estereo-
tipación que, desde la época de oro del cine mexicano, transmite una versión atemperada de
la pobreza y la marginalidad social, que hace de la precariedad de recursos un sinónimo de
la simpleza de la vida y del lugar en donde se halla la felicidad. En este sentido, la película
de Buñuel viene a corroborar un cierto uso social dominante en la práctica cinematográfica
industrializada, que ve en la pobreza modelos y estilos de vida que se inscriben como meca-
nismos de sujeción social e ideológica que positivan, dentro del imaginario social, la tendencia
hegemónica de concebir la pobreza como un espacio para la redención y expiación del sujeto
corrupto.
Los olvidados (1950) presenta una perspectiva radicalmente distinta narrativa y diegética-
mente. La película nos introduce dentro de la marginalidad urbana y la delincuencia juvenil
desde una óptica cruda y descarnada.165 Esta película, marcadamente personal, le devolvió a
165
Como ha sostenido Octavio Paz en el texto con el que se presentó el Filme de Buñuel en el Festival de Cannes
en 1951, “Los olvidados mostraba el camino no de la superación del surrealismo (…) sino su desenlace, quiero
decir: Buñuel había encontrado una vía de salida de la estética surrealista al insertar en la forma tradicional
del relato, las imágenes irracionales que brotan de la mitad obscura del hombre” (2012b: 49). En este sentido,
220
Buñuel el reconocimiento internacional y lo sitúo nuevamente como un cineasta-autor. Si bien
el argumento de Los olvidados es sencillo, 166 en él se estructuran un conjunto de imágenes y
discursos que “se niega a dulcificar la pobreza, y esta decisión elimina de Los olvidados el im-
pulso estereotípico. Por eso, la primera estructura del film reconoce el idioma del melodrama
y lo disuelve con escepticismo” (Monsiváis, 2012b: 306). El enfrentamiento con la pobreza
más dura y abyecta no admite sutilezas, ni variaciones de ningún tipo. La miseria en la que se
desenvuelven los jóvenes de Los Olvidados, los mecanismos que emplean para la sobrevivencia
(robo, asesinato, extorsión, engaño, etc.), las relaciones sociales y sus filiaciones descompues-
tas y desestructuradas por la miseria, nos hablan no de una esencia, sino de una individuali-
zación en la que vemos una descripción áspera y cruda de la humanidad desechable de niños
y jóvenes excluidos de cualquier sistema, de cualquier vínculo, de cualquier relación. Buñuel
describe la pesada carga simbólica de los niños y jóvenes que habitan la calle como espacio
físico, humano y social que crea y reproduce “su mitología, su rebeldía pasiva, su lealtad sui-
cida, su dulzura que relampaguea, su ternura llena de ferocidades exquisitas, su desgarrada
afirmación de sí mismos en y para la muerte, su búsqueda sin fin de comunión –aun a través
del crimen- no son ni pueden ser sino mexicanos” (Paz, 2012b: 39).
La mexicanidad de Los olvidados y su devenir marginal se plasma, como señala Carlos Mon-
siváis, a través del “modo en que las tradiciones de marginalidad, el crecimiento voraz del
capitalismo y el énfasis religioso generan la sociedad entre la indefensión y la psicología del
confinamiento forzado, que ven en el prójimo (el semejante) la posibilidad del desquite ante
las humillaciones y la frustración” (2012b: 305). La materialización de la imagen de la pobre-
comparto tanto con Octavio Paz como con Carlos Monsiváis, que realizar una lectura en clave surrealista de Los
olvidados, implica no tomar muy en serio su propuesta evidente: la de desarticular desde adentro el melodrama
mexicano y su tendencia a la utilización de fórmulas visuales que tienden a fijar la sensiblería, el chantaje senti-
mental y la catarsis al mayoreo como mecanismo semiodiscursivos (Monsiváis, 2012b).
166
Los olvidados nos cuenta la historia de una pandilla de niños y jóvenes que habita en la periferia de Ciudad
de México. La banda es liderada por el Jaibo, un matón adolescente que al escapar de la correccional se refugia
en su barrio, donde se encuentra con sus amigos, entre ellos Pedro. La pandilla intenta robar a don Carmelo,
un cantante ciego. Marta, la madre de Pedro, lo rechaza y echa de la casa por vago; éste conoce a Ojitos, un niño
campesino abandonado por su padre en la ciudad, y juntos se van a pasar la noche en el establo de la casa de
Meche, cuyo abuelo vende leche de burra. Días después, el Jaibo, delante de Pedro, mata a Julián, un joven traba-
jador al que culpa de su encarcelamiento. Pedro, angustiado por el crimen del Jaibo y ansioso por recuperar el
cariño materno, decide empezar a portarse bien y entra a trabajar como aprendiz en una herrería. El Jaibo roba
un cuchillo de la herrería y se hace amante de la madre de Pedro, quien es acusado del hurto y enviado a una
granja-escuela. Convencido de que puede rehabilitar a Pedro, el director de la escuela le da cincuenta pesos y lo
envía a que le compre cigarrillos fuera del establecimiento. El Jaibo lo encuentra y le quita el dinero. Pedro deci-
dido a recuperar el dinero va detrás del Jaibo y se trenzan en una pelea en medio del barrio. Pedro lo denuncia
como el asesino de Julián. El Jaibo escapa y se esconde en el establo del abuelo de Meche. En la noche Pedro va
en busca del Jaibo para matarlo pero es éste quien da muerte a Pedro. Meche y su abuelo descubren el cadáver
y deciden ir a botarlo al vertedero, para que no los inculpen a ellos. La policía persigue al Jaibo y le aplica la ley
de fuga.
221
za, la delincuencia y la exclusión social se vuelve tangible en estos adolescentes marginados
y embrutecidos por una realidad que los sobrepasa y los desconoce. Inmersos en un espacio
social desprovisto de solidaridad y civilidad, los jóvenes recurren a la crueldad y la brutalidad.
La vida de los olvidados se conjuga como un tiempo individual que se encuentra exento de
cualquier sentido comunitario, puesto que “lo que llamamos civilización no es para ellos sino
un muro, un gran NO que cierra el paso” (Paz, 2012b: 37). La precariedad social, cultural y
económica en la que se desenvuelve la vida desechable de estos niños y adolescentes son el
resultado de “una sociedad donde Nadie y Ninguno nunca son hijos de Alguien” (Monsiváis,
2012b: 306). La película de Buñuel visibiliza la tragedia cruel e insufrible de una sociedad que
va engendrando niños y adolescentes que se encuentran al acecho de los más débiles, para
sustraer de ellos lo que el espacio físico, social y humano les ha negado, de esta forma, se van
conjugando “la vida y la muerte de unos niños entregados a su propia fatalidad, entre los cua-
tro muros del abandono” (Paz, 2012b: 37).
Al suprimir el optimismo, al negar cualquier tipo de redención, la película disuelve la vida so-
cial dentro de un mundo de relaciones carentes de empatía. El sufrimiento del padre de Julián,
que vaga borracho por el barrio desesperadamente buscando justicia por su hijo asesinado,
es la única muestra evidente de aflicción. Esta ausencia de sentimentalismo fabrica una repre-
sentación fílmica de la pobreza y de la marginalidad que trastoca la relación entre victimario y
víctima: las víctimas (si es que las hay) no están ahí para pagar las culpas de nadie, los victima-
rios (si es que los hay) viven “de acuerdo con las costumbres de la realidad que habitan, donde
la violencia es un destino, un lenguaje, un código de adaptabilidad” (Monsiváis, 2012b: 308).
Habituados a las mujeres devotas y las madres sacrificadas del cine mexicano de la época, la
miseria, la violencia y la indiferencia que se expresa en Los olvidados nos confrontan con un
mundo en donde lo inacabado de los vínculos va conformando relaciones familiares monopa-
rentales que no conocen de acciones solidarias. Dentro del contexto de Los olvidados, estas no
son madres desnaturalizadas o sicóticas, sino tan sólo la representación de una madre soltera
superada por sus circunstancias y que reacciona con desprecio y rigidez:
222
Marta: Ya te dije que mientras anduvieras de vago por las calles, aquí no volverías a comer. Bas-
tante tengo lavando los pisos como bestia para darles de comer a mis hijos.
Marta: pues que te den de comer los vagos con los que andas, descarado.
Marta: ¿por qué te voy a querer? ¿Por bien que te portas, verdá?167
Las imágenes de Los olvidados componen un relato fílmico que objetiva la imagen de niños y
adolescentes, adultos y ancianos desechados, despojados de toda posibilidad de llegar a ser
algo distinto que no sea ser parte del “semillero de futuros delincuentes”.168 Se trata de un es-
167
Extracto de la película Los olvidados.
168
Extracto de la película Los olvidados.
223
tado terminal en el que la liminalidad que engendra la pobreza y la exclusión se constituye en
“la esencia del acto trágico” (Paz, 2012b: 38). Los olvidados subraya la fragilidad, el desamparo,
la precariedad y la violencia como destino de un sector marginal-popular en el que coexisten
aquellos individuos que ya no son, los que quedan fuera e incluso los que ya no podrán ser (Sil-
va Escobar, 2014b).
La tercera película de Buñuel en la que lo popular y la pobreza tienen un rol central en la trama
es El bruto (1952).169 Si bien la historia se centra en las relaciones y el conflicto amoroso entre
el Bruto (Pedro), Paloma y Meche, el filme bosqueja una serie de personajes populares que se
despliegan dentro de la complejidad de las relaciones de poder asimétrico que se establecen
entre el proletariado y la clase dominante. A diferencia de Los olvidados, donde los sujetos po-
pulares son inscritos bajo el destino cierto de la violencia como fatalidad de vida (y muerte); a
diferencia de El gran calavera donde los sujetos populares son la vía esencializada y dulcifica-
da que facilita el encuentro familiar de una burguesía parasitaria; en El Bruto asistimos a una
diversidad de representaciones de los sujetos populares que se despliegan dentro de una red
de relaciones cambiantes y complejas, que van sintetizando los diversos matices de lo popular.
Sin embargo, estos matices sólo están insinuados y no desarrollados. Constituyen un telón de
fondo que ayuda a estructurar el desarrollo de un melodrama amoroso en el que se conjuga la
ferocidad masculina, la inocencia de la muchacha virginal y la pasión de la amante despechada.
En el inicio de este filme, Buñuel construye sujetos populares con una conciencia de clase so-
cial subalterna, un sentido de comunidad emancipadora que busca en la unión la fuerza para
enfrentarse a la amenaza y al poder burgués del dinero y de la ley. Vemos también a un sujeto
popular, Pedro, que se subordina a los propósitos de un patrón ambicioso e inescrupuloso. Es-
tas dos caras de lo popular (resistencia/obediencia), son inscritas bajo una serie de prácticas
culturales asociadas a los modos de habla, al trabajo y a las relaciones sociales de la vida en la
vecindad. No obstante este primer acercamiento diverso a lo popular, pronto el filme se centra
en una serie de “relaciones sentimentales basadas en el tríptico pasión-sufrimiento-fatalidad,
169
Esta cinta nos cuenta la historia de Pedro, apodado el Bruto, un matarife que se caracteriza por poseer una
fuerza descomunal. Pedro es contratado como matón por don Andrés Cabrera, dueño de una vecindad popular
quien necesita echar a los inquilinos para hacer un millonario negocio inmobiliario. Los arrendatarios se niegan
a dejar el lugar y el obediente Pedro golpea y da muerte a don Carmelo, el líder de la vecindad. Mientras vive
en casa de don Andrés, Pedro se hace amante de la esposa de su patrón. Luego conoce a Meche, la hija de don
Carmelo quien no sabe que su padre murió a causa de la golpiza de Pedro. Se hacen novios y se van a vivir juntos.
Esta relación molesta a Paloma, la esposa del propietario quien denuncia a Pedro a la policía por el asesinato de
su marido. Pedro intenta escapar pero la policía le aplica la ley de fuga.
224
y enmarcadas en un contexto social de miseria y opresión” (Pérez Rubio, 2004: 221). De esta
forma, El Bruto se concentra en resaltar y privilegiar un discurso melodramático centrado
en Pedro. Este sujeto embrutecido, violento y subordinado al poder, encarna “la pulsión de
la muerte” (Tánatos) y, al mismo tiempo, “la pulsión de la vida” (Eros) como objeto de deseo
amoroso, tanto para la figura angelical y pura de la muchacha caída en desgracia, como para
la esposa infiel seducida por el vigor de un cuerpo rústico y una mente manipulable. En con-
secuencia, la figura del Bruto sintetiza la pugna clásica entre Eros y Tánatos, una batalla en la
que la amenaza constante y latente de la muerte posee un valor retórico central en el devenir
melodramático.
En suma, la película El bruto (1952), constituye otro registro en la producción fílmica de Bu-
ñuel, dominado por el melodrama como dispositivo discursivo. El melodrama no es inusual en
la cinematografía buñeliana y en El Bruto se advierte la reinserción de los sujetos populares
dentro de un registro melodramático, en el que se positivan un conjunto de inteligibilidades
y racionalidades que tienen “como objetivo la búsqueda de la ‘identidad sentimental’, basada
en el conformismo y la resignación de los oprimidos (…) con su condición de inferioridad por
lo que respecta a su clase social, su raza y su –escaso- poder económico” (Pérez Rubio, 2004:
219-220).
Desde una óptica completamente distinta, la película Nazarín (1959),170 nos presenta una nue-
va inscripción buñeliana de lo popular, estrechamente ligada a lo simbólico-religioso.171 Lo
170
En esta película, Buñuel nos cuenta el viaje espiritual y terrenal del padre Nazario, un sacerdote que ejerce su
ministerio en un pequeño pueblo de México de principios del siglo veinte en pleno porfiriato. El humilde padre
Nazario comparte su pobreza con los necesitados que habitan el poblado. Después de proteger a Ándara, una
prostituta que atacó a su prima por haberle hurtado unos botones y que ha causado un incendio, se ve obliga-
do a huir perseguido por la justicia. En su peregrinación se encontrará nuevamente con Ándara y Beatriz, una
loca mística que ve en el cura la santidad hecha carne. En el trayecto, el cura, la prostituta y la loca asistirán a la
transformación del sentido de sus vidas. Así las aventuras y desventuras del padre Nazario están motivadas por
su irrestricto ideal de servicio, caridad y humildad acorde con los valores cristianos. De esta forma, muchas de
sus acciones serán incomprendidas por unos, alabadas por otros, y generarán escándalo dentro de la institucio-
nalidad eclesiástica. Las acciones del religioso y su ayuda desinteresada incitarán una serie de conflictos que se
oponen a su visión de la caridad y vida cristiana.
171
Nazarín es una adaptación cinematográfica inspirada en la novela de Benito Pérez Galdós que lleva el mismo
título. Si bien no es el objetivo de esta investigación analizar la relación entre cine y literatura, quizá sea per-
tinente apuntar, como nos advierte Alfredo Arjona González (2013: 141), “que la adaptación cinematográfica
que Luis Buñuel hace de la novela de Galdós es, en general, bastante fiel al texto, tanto en lo argumental como
en la descripción de los personajes principales: Nazario, Beatriz, Ándara, Pinto, etc.; no tanto, sin embargo, en
la ambientación, encontrando grandes diferencias entre el ambiente madrileño de la novela y el mexicano de
la película. Hay otra diferencia que queremos destacar. El narrador del Nazarín galdosiano da la impresión de
irse convirtiendo a medida que avanza la novela. En un primer momento hay un cierto tono burlón, de mofa,
que se transforma en respeto en la segunda mitad del relato y finaliza con una compenetración religiosa en las
últimas líneas de la narración. El Nazarín buñueliano, por su lado, es más consistente de principio a fin y el tono
narrativo siempre será el mismo”.
225
interesante de Nazarín, para efectos de esta genealogía, es el modo en que realiza una ins-
cripción ideológica sobre lo popular y la pobreza, de la que se desprende que la condición de
subalternidad actúa como un mecanismo que permite trazar la diferencia y la oposición entre
dos formas de encarar la pobreza: una entendida como humildad, acatamiento, respeto y obe-
diencia; y la otra, entendida como miseria, violencia e infortunio. La película exhibe una moral
cristiana que valora la humildad y la dignidad.
y las calumnias.
Acompañante del Ingeniero: Por lo que lleva dicho, deduzco que no pretende mejorar su posi-
Ingeniero: ¿No cree que la dignidad de un sacerdote es incompatible con la humillación de pe-
dir limosna?
Padre Nazario: Oh, no señor. La limosna no envilece al que la recibe. Ni en nada vulnera su dig-
nidad.172
La pobreza como humildad se articula como guía de las acciones y sentidos del sacerdote po-
bre. Al optar por esta vía, el padre Nazario se va despojando de toda materialidad, de todo
bienestar, regala su pobreza como signo de una caridad infinita, de una esencia que le confiere
un lugar en el mundo profano y lo transforma en “un residuo irreductible de sacralidad, que lo
sustrae al comercio normal con sus pares y lo expone a la posibilidad de una muerte violenta,
la cual lo restituye a los dioses a los que en verdad pertenece (…) Sin embargo, en la medida en
que sobrevive, por así decir, a sí mismo, introduce un resto incongruente de profanidad en el
ámbito de lo sagrado” (Agamben, 2005: 103).
172
Extracto de la película Nazarín.
226
De este modo, el padre Nazario se encuentra suspendido en un trayecto que va de lo profano
a lo sagrado, un viaje que “no está dirigido a la redención ni a la expiación de una culpa, sino
a la culpa misma” (Ibíd.: 105); un viaje que le permite construir a Buñuel la imagen de un sa-
cerdote en el que se fusiona lo mesiánico y lo quijotesco. A partir de esta fusión se fabrica un
engranaje que va articulando sujetos populares complejos en los que cohabitan el hambre, la
enfermedad, la pobreza, el abuso y el delirio. Una coexistencia que se despliega bajo la trans-
parencia de tres arquetipos: el cura, la loca y la prostituta. A lo largo del filme, estas tres figuras
se constituyen indistintamente como santidad profana o profana santidad.
Lo cultural se manifiesta a través de los ropajes y los signos de lo popular: modos de hablar,
modales socialmente arraigados, vestimenta, prácticas culturales y, sobre todo, la inscripción
de la religiosidad popular como un proceso que ilustra las necesidades de una moral práctica
en contradicción con una moral mistificadora. La oposición binaria básica entre el bien y el mal
guía las acciones y deseos de los protagonistas de esta película, y a partir de allí se van confi-
gurando los arquetipos que dan sentido a un mundo mesiánico, delirante y quijotesco. Así, por
ejemplo, la figura del sacerdote pobre, desprendido de toda materialidad y de todo bienestar
emerge como “el caballero andante, benefactor de los afligidos y restaurador del estado utó-
pico perdido” (Arjona González, 2013: 145). Nazarín, en tanto repaso a los infortunios de la
fantasía cristiana, va trazando el camino de reaprendizaje terrenal, divino, humano y contra-
dictorio en el que se ven envueltos los protagonistas, “en la cual la esfera divina está siempre
en acto de colapsar en la humana y el hombre traspasa ya siempre en lo divino” (Agamben,
2005: 105).
En suma, el Padre Nazario reivindica un cierto comunismo arcaico. “Para mi nada es de nadie.
Todo es del primero que lo necesita”, sentencia el padre Nazario al inicio del filme, y con ello
reclama en la búsqueda terrenal, el camino para convertirse en Cristo. Al igual que los prime-
ros apóstoles, en su travesía va descubriendo que “así como un error es peor que un crimen,
un santo –en la sociedad moderna- es muchísimo más devastador que un delincuente” (Monsi-
váis, 2012b: 313). El padre Nazario abraza la pobreza como acto de caridad, como vía de entre-
ga y asimilación del mundo. La pobreza como un bien, como la posibilidad cierta de alcanzar
una santidad terrenal inalcanzable, puesto que “los imitadores de Cristo están derrotados de
antemano” (Ibíd.: 313). De esta manera, la pobreza expuesta en Nazarín no se constituye en
227
una crítica a la iglesia institucionalizada (pese al evidente anticlericalismo del filme), ni mucho
menos hacia una moral regida por el egoísmo, por el contrario, como ha escrito Carlos Monsi-
váis (2013b: 314), Nazarín “representa al pasado fundador y al futuro utópico, y su expiación y
su vía crucis no son los de Cristo, sino los de la imposibilidad de ser Cristo, la irrisión de una fe
a contracorriente iluminada por su encarnación inerme”. La pobreza, agregaría yo, se presenta
como la imposibilidad cierta de alcanzar lo divino y lo sagrado y la comprobación de que el
desprendimiento como caridad cristiana es inútil e ineficaz.
Las cuatro películas de Buñuel que hemos analizado dan cuenta de un registro fílmico hete-
rogéneo de los sujetos populares que se mueve bajo cuatro coordenadas u ópticas que ma-
nifiestan inscripciones culturales disímiles: 1) La comedia de enredos en la que la pobreza
se constituye como un espacio ideal para el aprendizaje de aquellos privilegiados que viven
una vida burguesa parasitaria (El gran calavera). En esta versión de lo popular predominan
la versión hegemónica de una cinematografía que concibe la pobreza como desprovista de
complejidades y en donde emergen la relaciones humanas profundas desde donde se reafir-
man ciertos imaginarios sociales referidos a la pobreza, principalmente aquellos que vienen a
dulcificar o idealizar la carencia de recursos. Una interpretación más benevolente sugiere que
Buñuel establece una distinción entre la pobreza como experiencia de vida “real” y la pobreza
dulcificada vista a través de los ojos de los privilegiados que pueden darse el lujo de renunciar
temporalmente a sus ventajas para vivir esa farsa. 2) La representación de la pobreza de los
niños y jóvenes de Los olvidados. Una mirada descriptiva acerca de un sector marginal-popu-
lar que supone la creación de una particular manera de encarar la pobreza y la miseria como
argumento narrativo y fílmico: una mirada que tiene que ver con la ausencia de cualquier
alegoría, de cualquier intención explicativa que promueva la concientización de una realidad
olvidada. 3) La inscripción melodramática en la que lo sentimental pone en segundo plano un
conjunto de prácticas y saberes ligados a la clase trabajadora (El bruto). Si bien aquí el devenir
amoroso se constituye en el centro neurálgico del relato, también encontramos ciertos mati-
ces respecto a la condición subalterna que permiten bosquejar una variedad de estereotipos
y arquetipos que se oponen. En esta versión de lo popular, la pobreza se ubica dentro de un
contexto sociocultural que funciona como telón de fondo a la caída moral del protagonista y su
expiación gracias al amor y la muerte. 4) Por último, encontramos la inscripción de uno sujetos
228
populares en los que se manifiesta la complejidad de lo simbólico-religioso como mecanismo
de adoctrinamiento en el que se plasma la dualidad de la pobreza: humildad y miseria (Naza-
rín). Aquí lo popular, la pobreza y la exclusión social se fusionan bajo una figura mesiánica y
quijotesca que reivindica un cierto comunismo arcaico.
En este sentido, las cuatro películas analizadas comparten el ideal del deseo como mecanismo
para la acción.173 En El gran calavera el deseo de pobreza es impuesto como una farsa (como
una trampa) que permite la autoconciencia para redimir a una burguesía parasitaria; en Los
olvidados la falta de un deseo de cambio se constituye como carencia fundamental que deviene
en un mundo embrutecido e incivilizado en el que conviven aquellos niños y jóvenes destina-
dos a no ser, es decir a no desear; en cambio, en El Bruto, asistimos al deseo como mecanismo
amoroso, como la posibilidad cierta de situarse entre la experiencia de “pulsión de la muerte”
(Tánatos) y de “pulsión de la vida” (Eros); en Nazarín, el deseo se conjuga bajo la búsqueda
incesante de una santidad y su clausura, un viaje deseante en el que la pobreza se constituye
en un arma para la caridad utópica, la humildad obediente y el desamparo como mecanismos
173
Si bien la noción de deseo se constituye en un concepto polisémico, ligado fuertemente a las distintas vertien-
tes y variaciones del psicoanálisis como disciplina clínica, teórica, cinetífica o filosófica, aquí nos sentimos más
cercanos a la idea deleuziana y guattariana expuesta en el libro El Anti-Edipo que considera que “la producción
como proceso desborda todas las categorías ideales y forma un ciclo que remite al deseo en tanto que principio
inmanente” (Deleuze y Guattari, 1998: 14). En este sentido, como nos recuerda Giorgio Agamben: “Comunicarle
a alguien los propios deseos sin las imágenes es brutal. Comunicar las propias imágenes sin los deseos es fas-
tidioso (como contar los sueños o los viajes). Pero fácil, en ambos casos. Comunicar los deseos imaginados y
las imágenes deseadas es la tarea más ardua. Por eso la postergamos. Hasta el momento en que comenzamos a
entender que permanecerá aplazada para siempre. Y que ese deseo inconfesado somos nosotros mismos, para
siempre prisioneros en la cripta”. (2005: 67-68).
229
complacientes, inútiles e ineficaces. De esta forma, el deseo y la pobreza se unen para construir
situaciones y personajes que “viven bajo el síndrome de una carencia que afecta al grado con
que logran satisfacer sus deseos; la represión, la impotencia, la vejez, los celos o un pasado
atormentado suelen convertirse en el motor desencadenante de un drama que a veces, eso sí,
se termina desviando hacia otros territorios” (Pérez Rubio, 2004: 224).
Buñuel constituye una variante en la composición de esta genealogía de lo popular que in-
tentamos trazar: un cineasta que pone en pantalla una estética singular y una cinematografía
plural que traza distintas visiones y puntos de vistas. En algunas películas se subordina a los
criterios industriales, como en El gran calavera o El Bruto, en otras se aleja de los facilismos y
las fórmulas archiconocidas del cine industrial para crear un discurso acerca de la condición
humana de los sujetos marginalizados, como en Los olvidados, o presenta una creación crítica
y simbólica acerca de la religiosidad popular y la búsqueda de la santidad inútil e inalcanza-
ble, como en Nazarín. Lo interesante de estas variaciones es el modo en que la pobreza y los
sujetos populares se inscriben dentro de un orden simbólico que distingue un conjunto de
prácticas culturales, saberes y discursos acerca de la pobreza y lo popular que van articulando
un proceso de distinción estética, en la cual, el cine de autor, “se impone el deber de hablar por
el pueblo, es decir en su favor, pero también en su lugar” (Bourdieu, 2002c: 30).
230
3.3. Imaginarios cinematográficos: una mirada crítica a la
época de oro
Es mi intención, en este tercer subcapítulo, realizar una aproximación teórica y crítica al pro-
ceso de colonización del imaginario y la domesticación de los dominados que hace la práctica
cinematográfica de la época de oro. En la década de los cuarenta se dió inicio a un proceso de
intensificación de la colonización del imaginario de lo popular que implicó la domesticación
de los dominados a través de la vinculación de lo popular con una serie de normas, valores,
conductas y estilos de vidas que el cine hizo circular masivamente dentro del campo social.
Particularmente se divulgaron representaciones de un conjunto de relaciones sociales jerár-
quicas y jerarquizadas, ejerciendo lo que Bourdieu (2002b: 172), llama violencia simbólica, y
que “consiste en la transfiguración de las relaciones de dominación y de sumisión en relacio-
nes afectivas, en la transformación del poder en carisma o en el encanto adecuado para susci-
tar una fascinación afectiva”.
Como ha demostrado Carlos Monsiváis (1976), el cine de la época dorada participó activamen-
te en los debates de inscripción de la nación y permaneció en sintonía con el proyecto esta-
tal de construcción de una nación moderna, que entendía la modernidad como desarrollismo
231
industrial, progreso y contemporaneidad globalizada.174 Según Monsiváis, en los sexenios de
Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y Miguel Alemán (1946-1952) el gobierno logró modi-
ficar sustancialmente el carácter de la cultura popular en México, ligando lo popular a una
americanización de lo mexicano destinada a seducir, cautivar y aglutinar a los sectores menos
favorecidos del país y, a través de una práctica cinematográfica, va imponiendo la imagen de
un país otro:
(…) donde se habla un idioma similar y se observan algunas características externas pareci-
das a las de México. Se sigue proyectando, ya sin prejuicios, un documento-ficción: mapas y
trazos de la nación requerida por la burguesía, dictámenes, regaños e hipocresías morales y
sexuales. El trazo fantasioso, la prefabricación de una “sociedad mexicana” consiguen un re-
sultado curioso: suscitan –sea por intuición, hallazgo o manufactura- una realidad, cambian
profundamente tendencias y orientaciones, desencadenan estereotipos, modifican y diversi-
fican el lenguaje, autorizan una idea de la inocencia y una práctica de la sensualidad exterior
(Monsiváis, 1976: 448-449).
La idea de nación que se va instalando dentro del imaginario social mexicano, naturaliza un
conjunto de comportamientos, actitudes, formas del ser y estilos de vida que hacen del cine del
período una práctica normativa, moralista y aleccionadora. El cine educa a los sectores popu-
lares no sólo respecto a la identificación social que permite a la clase trabajadora reconocer su
pertenencia a un entorno de precariedad, sino que también les enseña las formas adecuadas
de comportamiento en los distintos aspectos de la vida social: la división social de los sexos,
las etapas y pautas del enamoramiento, la expresión del sufrimiento y la alegría, las normas
en la locomoción colectiva, en la vecindad, en el trabajo. Por otro lado, la nación se sintetiza
y condensa en la familia y en los lazos filiales que se desarrollan dentro de la vecindad como
sinécdoque del Estado-nación. Al respecto, Carlos Monsiváis señala:
174
De acuerdo con Monsiváis, “en 1939, el presidente Cárdenas decreta que en los cines se exhiba, por lo menos,
una película nacional al mes. El contexto de los cambios en el cine va ajustándose, con terca fidelidad, a las mu-
taciones políticas: Ávila Camacho se declara creyente y ya en 1940 se filman El milagro de Cristo de Francisco
Elías y La reina de México de Fernando Méndez. Con la Segunda Guerra Mundial, el auge financiero” (1976: 448).
De este modo, “El Presidente Ávila Camacho aprovecha al máximo la consigna de la Unidad Nacional: ante el
enemigo no hay diferencias entre ricos y pobres; ante el bien de M6xico la divisi6n en clases es una falacia. Y le
prepara el camino al sucesor, Miguel Alemán (1946-1952), a cuyo régimen caracterizan la fe en el desarrollismo,
la política de buena vecindad con Estados Unidos, la obediencia a los dictados de la guerra fría y del macartismo,
la divulgaci6n masiva de las metas del individualismo capitalista. La obsesi6n de Alemán es ser plenamente
moderno, en el sentido de no contaminado de los vicios del pasado: la ideología extremista, la nostalgia provin-
ciana, el respeto al lema de la Suave Patria (…) El licenciado Alemán cede al sueño de la-prosperidad-para unos
cuantos que, por lo menos en el terreno anímico, saciara a casi todos, y abre el país a las inversiones extranjeras,
dirige el cambio del Partido de la Revolución Mexicana al Partido Revolucionario Institucional, “legaliza” el lati-
fundio, unce el sindicalismo a los designios presidenciales, concentra en la Cultura del Abogado las cualidades
de la política” (Monsiváis, 1989: 730).
232
La tierra firme del cine mexicano es una idea implícita y explícita: la nación prolongada a la
familia. La familia es la representación más cierta de la nación. Este nacionalismo es, a la vez,
útil y lamentable, real y calumnioso, falso y verdadero. Expresa a un estado autocrático y se
explica por la debilidad política y social de una mayoría que acepta que lo unifique (1978a:
30).
El cine como pizarrón va a fabricar, entonces, una educación familiar y sentimental que bien
puede ser leída e interpretada bajo la lógica de una ideología dominante, que va imponiendo y
moldeando la cultura popular a través de la instalación de una interpretación del mundo y un
catálogo de conductas “socialmente adecuadas” (Monsiváis, 1976). Sin embargo, este catálogo
no es uniforme. La industria cultural mexicana, particularmente el cine, se configura como una
expresión contradictoria en la cual cohabitan tanto el nacionalismo como la tendencia a imitar
a Hollywood y su americanización. El cine de la época dorada confluye “como una forma de
utopía ideológica que tiene sentido precisamente porque fomenta los objetivos contradicto-
rios de los planes estatales de construcción de la nación” (D’Lugo, 2002: 292).
Si bien, el cine de la época de oro “ha sido la acumulación de basura estética, el desperdicio
y la voracidad económica, la defensa de los intereses más reaccionarios, la despolitización, el
sexismo” (Monsiváis, 1976: 435); todos estos ingredientes nos permiten comprender el modo
en que la industria cultural participa del proceso de dominación ideológica en la que se esta-
blece un desplazamiento que comienza a sintetizar la idea de la cultura de masas a través de
la inscripción de lo popular en lo masivo. La industria cultural, como sugiere Jesús Martín-Bar-
bero, puede ser pensada analíticamente desde la concepción gramsciana de hegemonía,175 a
partir de la cual, podemos “descubrir que la constitución histórica de lo masivo más que a la
degradación de la cultura por los medios se halla ligada al largo y lento proceso de gestación
del mercado, el Estado y la cultura nacionales, y a los dispositivos que en ese proceso hicieron
entrar a la memoria popular en complicidad con el imaginario de masa” (1991: 95).
175
Como observa Jesús Martín-barbero (1991: 85); “Pensar la industria cultural, la cultura de masa, desde la he-
gemonía implica una doble ruptura: con el positivismo tecnologista, que reduce la comunicación a un problema
de medios, y con el etnocentrismo culturalista que asimila la cultura de masa al problema de la degradación de la
cultura. Esa doble ruptura reubica los problemas en el espacio de las relaciones entre prácticas culturales y mo-
vimientos sociales, esto es, en el espacio histórico de los desplazamientos de la legitimidad social que conducen
de la imposición de la sumisión a la búsqueda del consenso”.
233
espectral de lo popular es posible distinguir el modo en que el cine distribuye y legitima un
conjunto restringidos de representaciones estereotipadas que se vuelven arquetípicas, fun-
cionales, gobernables y aleccionadoras. La hegemonía de la industria cultura confecciona una
comunidad popular imaginada por los grupos dominantes de la sociedad que determinan, dis-
tribuyen e instituyen un imaginario social acorde con el proyecto que persigue nacionalizar la
modernidad mexicana, a través de un conjunto de instituciones aculturadoras –como la escue-
la, el cine o el ejército– que contribuyen en este proyecto.
Como parte de este proceso de aculturación, las representaciones fílmicas de lo popular pre-
sentan un conjunto de codificaciones y decodificaciones acerca de la pobreza y su inscripción
cultural, que se impone socialmente como un marco de referencia que recorta lo social y lo
cristaliza primero como “fruto de la voluntad de las clases dominantes, [y luego emergen] las
adaptaciones gozosas y anárquicas hechas por las masas a tal plan de dominio” (Monsiváis,
1978b: 98). Los procesos de aculturación comportan siempre un sistema de dominación. En
este caso específico, la relación entre lo cinematográfico y lo sociocultural se estructura a par-
tir del dominio que impone quien construye el significado y lo redistribuye masivamente en el
campo social, desde donde puede ser absorbido e incorporado de diversas maneras por “es-
pectadores históricamente situados, constituidos fuera del texto y atravesados por una serie
de relaciones de poder como la nación, la raza, la clase, el género y la sexualidad” (Stam, 2001:
268).176
El cine de la época de oro se constituye como una institución social y política que contribuye en
la aculturación de ciertos estilos de vida, promueve conductas socialmente legitimadas y re-
distribuye costumbres asimilables dentro de una modernidad periférica. Su eficacia simbólica
se debe, en gran medida, al hecho de que el cine logra articularse bajo lo que Cornelius Casto-
176
Si bien no es la intención de esta investigación analizar los modos de recepción de los mensajes audiovisua-
les, vale la pena recordar el texto de Stuart Hall (1993) Codificar y decodificar, donde el espectador es conside-
rado un sujeto activo y crítico que a la vez constituye y es constituido por el texto audiovisual. En este ensayo,
Hall plantea que los textos que hacen circular los medios de comunicación de masas no poseen un significado ni
unidireccional ni unívoco, sino que pueden ser interpretados y leídos de formas diversas por distintas personas,
no sólo en función de una situación social sino también en cuanto a sus ideologías y deseos. En este sentido,
la idea de la polisemia implica que los textos son susceptibles de distintas lecturas basadas en contradicciones
políticas e ideológicas. Hall propone tres categorías o estrategias de lectura respecto de la ideología: 1) la lec-
tura dominante producida por un espectador cuya situación es la de quien acepta la ideología dominante y la
subjetividad que esta produce; 2) la lectura negociada que produce el espectador que en gran medida acepta
la ideología dominante, pero cuya situación en la vida real provoca inflexiones críticas; y 3) la lectura resistente
producida por aquéllos cuya situación y conciencia social les sitúa en una relación de oposición directa respecto
de la ideología dominante.
234
riadis (2002, 2010) denomina imaginario social instituido, es decir, una vez solidificado el cine
mexicano como una institución legitimada socialmente para la producción y circulación de
imágenes y sonidos acerca de la vida social y la mexicanidad, ésta se instala dentro del campo
social como un poder de creación.
Creación significa aquí creación ex nihilo, la conjunción en un hacer-ser de una forma que no
estaba allí, la creación de nuevas formas del ser. Creación ontológica: deformas como el len-
guaje, la institución, la música, la pintura, o bien de tal forma particular, de tal obra musical,
pictórica, poética, etcétera. (…) Pero la creación pertenece al ser en general (…) y la creación
pertenece de manera densa y masiva al ser socio-histórico (2002: 95).
Al mismo tiempo que el cine declara sus respetos por las tradiciones y la identidad cultural,
235
reintroduce y legitima grandes transformaciones sociales ligadas a los procesos modernizado-
res del país que se van constituyendo en nuevas fuentes identitarias. Una modernización que
se construye cinematográficamente, no como una realidad que es vertida desde lo social a lo
cinematográfico, sino como una posibilidad, un deseo o una fantasía de empresarios, políticos
y artistas que expresan en el cine “sus ideas de la diversión, de la unidad familiar, de la sexua-
lidad y de esa vertiente estética que es ‘lo bonito’. Pero también, las imágenes contradicen los
mensajes y la disparidad entre lo que se declara y lo que se filtra convierte por un tiempo al
cine en el centro de gravedad de la cultura urbana” (Monsiváis, 1987: 130).
Las imágenes cinematográficas poseen, entonces, una diversidad de funciones. Al tiempo que
registran una serie de valoraciones estéticas, políticas, culturales, comunicativas que le confie-
ren a la imagen en movimiento un poder y una eficacia, en ellas se inscriben “una cualidad fan-
tasmática, represiva e intimidadora cuando se perfila como dispositivo para el control de los
imaginarios. Es fundacional, aurática, proliferante” (Moraña, 2014: 28). Las imágenes audio-
visuales circulan dentro del campo social con la potencialidad de hacer creer, de transformar
y de cambiar la visión que se tiene sobre determinados aspectos de la vida social y cotidiana.
Las producciones y la productividad cinematográfica, al instalarse dentro del dominio de lo
imaginario sobre la creación de lo histórico-social (Castoriadis, 2005a) se constituye como ins-
trumento de enlace entre las instituciones sociales177 y los procesos de modernización, puesto
que el cine:
(…) marca límites sociales, informa de las combinaciones permisibles de habla y gesticula-
ción, difunde el mero sentido del humor que es desclasamiento disfrazado y, sobre todo, ac-
tualiza el melodrama, tarea para la que son imprescindibles los mitos y los personajes que
requiere a un público formado en la comprensión personalizada al extremo de la política, la
historia y la sociedad, y que acepta como natural y justo el desprecio a su inteligencia si ve
satisfecha o saciada su gana de sensación (Monsiváis, 1987: 130).
En suma, el cine de la época de oro inscribe lo popular en lo masivo y con ello plasma un
imaginario en donde el pueblo, su pobreza y su precariedad social, son condiciones que no se
pueden evitar: los pobres están destinados a la pobreza, y ese destino irrevocable contribuye
a la afirmación de subjetividades dominadas que redundan en la negación del pueblo como
177
Aquí la idea de instituciones sociales “está empleada en una sentido amplio y radical pues significa normas,
valores, lenguaje, herramientas, procedimientos y métodos de hacer frente a las cosas y de hacer cosas y, desde
luego, el individuo mismo, tanto en general como en el tipo y formas particulares que le da la sociedad conside-
rada” (Castoriadis, 2005a: 67).
236
sujeto. Lo notable de este proceso de negación de la marginalidad, es que fabrica una imagen
que universaliza la pobreza bajo construcciones que ni siquiera se molestan en disimular una
doctrina que se quiere irrefutable: si las imágenes fílmicas captan al Pueblo es porque el pue-
blo en su mejor momento es sólo una imagen, la zona de arquetipos, alegorías y estereotipos
donde cada personaje es siempre una legión: todo los pobres son iguales, todo pobre es emble-
mático (Monsiváis, 2006). En consecuencia, la negación del pueblo implica invocar a un pueblo
que es preconcebido desde los grupos dominantes de la sociedad mexicana, estableciendo una
serie de coordenadas y marcos de referencia que distribuyen una imagen estereotipada que se
funda no en lo que es o podría ser, sino en lo que se necesita que sea: un pueblo que siempre es
lo otro, donde lo popular, la pobreza y la marginalidad se funden como una condición natural
y resignada.
237
y no solamente de la costumbre y de la fe”. (Monsiváis, 2006: 62) El cine de la Época de Oro
enseña aquello que incomoda y divierte, a través de melodramas, comedias y rancheras, con
un fuerte arraigo en lo nacional, produciendo en el espectador una dosis de identificación con
situaciones, personajes y prácticas culturales que, en última instancia, contribuyen a forjar el
canon de lo popular, originando una simbiosis entre la pantalla y lo real.
Esta simbiosis puede ejemplificarse con la película Esquinas bajan (1948) de Alejandro Ga-
lindo. El tema central del filme es el conflicto entre dos líneas de transporte competidoras
y las sucias artimañas a las que recurre una de ellas para lograr hacerse con el recorrido. El
protagonista es sólo la víctima casual de ese conflicto (aunque se lo presenta muy macho, muy
dispuesto a la pelea, quizás menos sumiso que otros choferes) y la trama romántica es un ele-
mento accesorio. Lo interesante en términos de construcción de un imaginario popular es la
forma en que aborda el ambiente sindical y el de la vida urbana.
Por otra parte, la película muestra la cotidianidad del transporte público asociado a la vida ur-
bana moderna y da una lección de civilidad promoviendo comportamientos adecuados dentro
de este nuevo espacio de encuentro.
La secuela de esta película Hay lugar para… dos (1949) del mismo director, subraya otro ele-
mento que ya estaba presente en la primera parte: la americanización del tiempo de ocio. Aquí
los choferes juegan al bowlling como esparcimiento y compiten en juegos de béisbol entre
178
Extracto de la película Esquinas bajan.
238
equipos de distintas empresas como actividad que fortalece la identificación. En ambas pelícu-
las el gusto americanizado se va imponiendo como proyecto cultural que deja entrever, cómo
“el cine mexicano es en apariencia un espacio contradictorio, al ser tanto nacionalista como
imitador” (D’Lugo, 2002: 291). Al respecto, Carlos Monsiváis comenta:
escalas, solvencia psicológica y fluidez social, y sin que pueda evitarlo, compara de modo ince-
sante lo que ocurre en su país y en Estados Unidos con resultados siempre desfavorables para
lo nacional. (…) La ilusión de pertenecer a dos países, a uno por nacimiento, a otro por modo de
Esquinas bajan y Hay lugar para… dos son ejemplos de la construcción de un imaginario basado
en lo que Siboney Obscura (2010) llama costumbrismo populista, que no sólo apela a ciertos
usos y costumbres de la vida popular-urbana imaginadas por la clase dominante, sino también
posee una función aleccionadora que distribuye y enseña modos de comportamiento social
dentro de la esfera pública. Con un acento marcadamente acrítico, ambos filmes elaboran una
visión conformista de la desigualdad y precariedad social, “donde la pobreza era naturalizada
de manera tremendista o pintoresca, mostrada como un orden natural de las cosas, si acaso
explicada a partir de la fatalidad o el azar, pero nunca puesta en relación con la injusticia, la
política económica o el abuso de poder de instituciones o actores sociales concretos” (Obscura,
2010: 100).
La película Ustedes los ricos (1948) de Ismael Rodríguez, secuela de Nosotros los pobres, rei-
tera otro imaginario que ya hemos visto ejemplificado en otras de las películas analizadas: la
concepción de la pobreza como el ambiente ideal para el surgimiento de valores asociados a
la emocionalidad y a la dignidad, que contrasta con la corrupción de los ricos. En una de las
escenas en que el protagonista se enfrenta a doña Charito, la ricachona que va por la vida com-
prando voluntades, Pepe “el toro” le señala el valor de la pobreza: “Ni su estupidez orgullosa no
le permiten ver que ni el odio ni el amor se compran. Y en lugar de comprarse una nieta, mejor
cómprese un hijo. ¡Pero que sea hombre! Y pa’ que no le salga como ése, escójalo con cuidado
donde lo pueda encontrar. Allá abajo, entre los míos, donde se forman los hombres a base de
239
golpes y hambres”.179 En esta película se reafirma, como sugiere Siboney Obscura (2010), un
maniqueísmo sentimental que reduce la complejidad social a una simple división entre ricos
y pobres a los cuales se les atribuyen características y atributos que los ubican dentro de dos
valoraciones: los ricos representan la maldad, la hipocresía, el egoísmo; mientras que los po-
bres representan la bondad, la generosidad, la alegría, el respeto y la devoción. En una de las
escenas finales de la película, mientras se celebra en la vecindad el cumpleaños de Chachita,
vemos aparecer a la ricachona doña Charito, que es la abuela de la festejada, pidiendo ser acep-
tada por este grupo social:
Doña Charito: Por favor, déjenme entrar. Estoy muy sola con todos mis millones. Y vengo a
pedirles, por caridad... un rinconcito en su corazón. Ustedes que son valientes y que pueden
soportar todas sus desgracias porque están unidos. Ustedes los pobres que tiene un corazón
tan grande para todo. Denme de él un pedacito. Ustedes son buenos. ¿Me perdonas, Chachita?
Pepe el Toro: Pásele, señora. Ahora no entra uste’ con los pesos por delante. Entró con una
pena y el corazón en la mano. ‘Ora sí es de los nuestros. Aquí entre nosotros encontrará lo que
nunca ha podido comprar. Lo que más vale. Amistad... cariño...180
Uno de los temas recurrentes de las películas del período, es la relación compleja entre el
campo y la ciudad, entre tradición y modernidad. Una de las películas que trata directamente
esta relación es Rebozo de soledad (1952) de Roberto Gavalón. Ambientada en un pueblo que
quiere representar los remanentes de un México del pasado, esta no es una versión romántica
de ese mundo anacrónico y rural (aun cuando es infaltable el glamur, a pesar de las chozas
de palos en los que viven los campesinos). Por el contrario, la película defiende y promueve
el progreso y la ciencia por sobre las tradiciones y las prácticas populares. Si bien no falta la
imagen costumbrista (un matrimonio lleno de actividades festivas campesinas), los mismos
personajes comentan que son cosas que están desapareciendo. A diferencia de las otras pelí-
culas que hemos analizado, aquí la pobreza no es un estado natural, pero aparece como un mal
superable sólo en un mundo utópico en el que no hay maldad sino solidaridad.
En términos generales, el imaginario que promueve el cine de la época de oro se sostiene sobre
dos grandes pilares: lo nacional y lo popular. Éstos están fijados a lo social-histórico a partir
de un conjunto de signos que van construyendo lo popular y que tienen su anclaje en una se-
rie de campos simbólicos: los espacios sociales (la hacienda, la cantina, la aldea, la iglesia, la
179
Extracto de la película Ustedes los ricos.
180
Extracto de la película Ustedes los ricos.
240
vecindad, el cabaret, etc.); las prácticas culturales (carreras de caballo, peleas de gallo, juegos
de billar, serenatas, matrimonios, prostitución, baile, delincuencia, etc.); las instituciones dis-
ciplinarias (la escuela, la familia, la policía, el ejército, la iglesia, la cárcel, etc.), las valoraciones
simbólicas (el amor, la alegría, la honestidad como destino, la abnegación como sobrevivencia,
la sumisión como fidelidad femenina, la violencia como posibilidad, entre otros); los sujetos
sociales (el caporal, el borracho, el hacendado, el charro, el proletario, el “pelado”, la dama de
sociedad, el burgués, los huérfanos, el viudo, el insurgente, el peón, las soldaderas, el sacerdo-
te, la madre, la abuela, la novia, etc.). Cada uno de estos campos simbólicos vienen a instalar
una visión que, si bien se nutre de una cierta heterogeneidad y extrae del campo social algu-
nos aspectos reconocibles de lo popular, tiende a configurarse como testimonio que detalla el
conjunto llamado pueblo, prefigurando y reduciendo lo popular a “la galería donde sólo por
excepción brotan los rasgos personalizados” (Monsiváis, 2006: 21).
De este modo, el imaginario social que distribuye el cine del período dorado cancela la diver-
sidad cultural y despersonaliza a los sujetos sociales, y aquella porción de la vasta diversidad
mexicana que se escoge para ser representativa se estructura a partir de estereotipos y tipi-
ficaciones. Así se construyen estereotipos nacionales que pretenden sintetizar aquello que se
identificaba como lo “típicamente mexicano”.
En suma, los estereotipos que circulan dentro del cine de la época dorada vienen a configurar
una mirada del mundo rural y urbano, un imaginario cinematográfico que coloniza un conjun-
to de prácticas culturales e impone una serie de símbolos como referentes identitarios. En una
sociedad que vive cambios vertiginosos, producto de la creciente migración campo/ciudad,
paradojalmente el cine participa activamente en la instalación del espíritu moderno, al mismo
tiempo que proporciona modelos de vida sustentados en las creencias y costumbres tradicio-
nales. En pocas palabras, se inventa el país: el México de charros, revolucionarios, prostitutas,
pelados y pachucos, insertos en películas de rancheras, comedias y melodramas. Lo que el cine
de la Época de Oro ofrece son señas de identidad que configuran una ideología fundacional:
“un país que se construye sobre infelicidades. (...) En las películas del Wild West, la solución
feliz es el resultado natural del avance de la civilización; en el caso mexicano, la tragedia es el
pago mínimo por el derecho de vivir la historia” (Monsiváis, 2006: 71).
241
De este modo, los modelos de vida, los valores, las costumbres que el cine mexicano de la épo-
ca proyectó en la pantalla, cumplieron la doble función de presentar estereotipos con los que
el público podía identificarse y servir de guía para los comportamientos, los hábitos y los usos
culturales ligados a la vestimenta, el habla, etc. Así, el cine de la Época de Oro participó en la
elaboración de un imaginario cinematográfico de lo popular y lo nacional, ayudando a conso-
lidar elementos identitarios divulgados, en un primer momento, por la Revolución Mexicana
y que, posteriormente, el cine volvió “típicos” y fácilmente imitables. Carlos Monsiváis tiene
la frase precisa para definir la cinematografía de la Época de Oro: “autos sacramentales de
mexicanidad” que no ofrecen realismo, sino más bien nobles visiones del coraje, la grandeza
de la tierra, el machismo, el espíritu femenino, elementos a los que se les revierte de maneras
de hablar, de vestir, de actitudes humildes, de sumisión, de pobreza llevada con honradez. En
última instancia, todo ello contribuye a establecer lo instituido y lo instituyente, es decir, lo que
se va sellando y sedimentando como “mexicanidad”.
La colonización del imaginario actúa sobre los modos en que los sujetos construyen su sub-
jetividad y hace de lo histórico-social el espacio para el ejercicio e instauración de lo popular
instituido e instituyente. Uno de los efectos de esa colonización es la domesticación de los
dominados, proceso que se da a través de la interiorización y naturalización de la imagen de
la pobreza, la cual es impuesta desde los sectores dominantes de la sociedad mexicana. Las
películas van legitimando y jerarquizando el mundo popular por medio de la reiteración y la
reposición continua de un conjunto de estereotipos y tipificaciones ligados a lo popular, que
dan cuenta de visiones y percepciones que son impuestas de arriba hacia abajo y que al mismo
tiempo son absorbidas y legitimadas socialmente. Como señala Pierre Bourdieu:
(…) la legitimación del orden social no es el producto, como algunos creen, de una acción de-
liberadamente orientada de propaganda o de imposición simbólica; resulta del hecho de que
los agentes aplican a las estructuras objetivas del mundo social estructuras de percepción y
de apreciación que salen de esas estructuras objetivas y tienden por eso mismo a percibir el
mundo como evidente (2000a: 138).
La capacidad del cine de inscribir y naturalizar lo popular dentro del campo social, se debe a
que la eficacia de una película no sólo está en su credibilidad, en lo verosímil de sus unidades
242
audiovisuales, en su pertinencia con la realidad elaborada dentro de la película, sino también
por el hecho de que el cine “no presenta solamente imágenes, las rodea de un mundo. Por eso
tempranamente buscó circuitos cada vez más grandes que uniera una imagen actual a imáge-
nes-recuerdo, imágenes-sueño, imágenes-mundo” (Deleuze, 1986: 97). Y es en la unión de esos
circuitos cinematográficos y extracinematográficos, en el anclaje que necesariamente hace la
obra cinematográfica con el entorno social, en donde la práctica cinematográfica se configura
como un poder simbólico capaz, como en el caso del cine de la época dorada, de producir efec-
tos de domesticación. Así, para efectos de este trabajo, lo relevante de la producción cinema-
tográfica del período dorado son las condiciones sociales de producción de enunciados, que
construyen percepciones del mundo popular y que hacen del mundo social un territorio que:
(…) es el producto de una doble estructuración: por el lado objetivo, está socialmente estruc-
turada porque las propiedades atribuidas a los agentes o a las instituciones se presentan en
combinaciones que tienen probabilidades muy desiguales (…) Por el lado subjetivo, está es-
tructurada porque los esquemas de percepción y de apreciación, especialmente los que están
inscritos en el lenguaje, expresan el estado de las relaciones de poder simbólico (Bourdieu,
2000a: 136).
En otras palabras, la trascendencia del discurso cinematográfico de la Época de Oro está dada
por el tipo de autoridad o legitimidad que lo respalda y al que está respaldando con sus repre-
sentaciones del mundo popular. Esto se manifiesta a través de determinadas representaciones
acerca de los sujetos populares que introduce a las películas en el ámbito de la doxa y la ideo-
logía. Desde mi perspectiva, las películas del cine mexicano de mediados de los años 30 hasta
finales de los años 50, se configuran como un producto ideológico del nacionalismo populista
que se cimienta sobre la base de un mercantilismo estetizante. Lo que estas películas ofrecen a
la mirada del espectador es precisamente lo que la élite política y económica quiere hacer ver
del estilo de vida popular mexicano: un espectáculo de amor y odio, de fidelidad y traición, de
risa y llanto, de ritualidad y folklorismo, fijado por melodramas, comedias y rancheras, donde
el sujeto popular no logra acceder a la categoría de sujeto, porque se lo reduce a un conjunto
más o menos manipulable y gobernable de cosificación, objetivación y subordinación.
243
fuerza que allí se expresan se manifiestan bajo la forma irreconocible de relaciones de senti-
do (desplazamientos) (Bourdieu, 2006a:71).
De ahí que sea posible plantear que la práctica cinematográfica producida por la Época de Oro
se constituye como un sistema de tipificación cultural que legitima, a través del discurso au-
diovisual, una enunciación que hace ver, hace creer, confirma o transforma la visión del mundo
y por ello la acción sobre el mundo, por lo tanto el mundo. Por consiguiente, el cine mexicano
de la Época de Oro se constituye como uno de los instrumentos “de imposición o legitimación
de la dominación, que contribuyen a asegurar la dominación de una clase sobre otra (violencia
simbólica) (...) contribuyendo así, según la expresión de Weber, a la ‘domesticación de los do-
minados’” (Bourdieu, 2006a: 69).
A partir del análisis del conjunto de las películas de la época dorada, es posible detectar la
reiteración de un cúmulo de tipificaciones y estereotipos ligados a lo popular, que van sedi-
mentando y estableciendo una cierta idea de cómo son o deberían ser los sujetos populares,
sus comportamientos, sus intereses, sus luchas. Estas representaciones están compuestas por
juicios y prejuicios, normas y valores, estilos de vida y costumbres, tradiciones y modernida-
des, que van disciplinando, normalizando e instituyendo formas de hacer ver y entender a los
sujetos populares. Algunas de estas tipificaciones son, por ejemplo, la mujer víctima (inocente
hasta la estupidez, manipulable, desconocedora del mundo) siempre en el borde entre la des-
gracia y la salvación; el macho bravucón, imán de mujeres, violento, delincuente capaz de ma-
nipular a otros (siempre en peores condiciones de vida) para vivir bien y dominar el territorio;
las mujeres trabajadoras de buen o mal corazón, pero con mundo, firmes, no poderosas pero
determinadas; el jovencito trabajador, sin muchas luces, pero honesto y recto. Por otro lado,
la pobreza es casi siempre una condición natural, “así es como las cosas son”, y les ha tocado a
estos personajes por mala suerte o –en menor medida– porque se lo merecen. No existe una
relación estructural y estructurante con lo social y con lo político, puesto que la sociedad o el
Estado no cumplen ningún rol ni en la inmutabilidad, ni en la transformación de la pobreza. A
lo más se incita a la misericordia, a no despreciarlos y –en muchos casos– a envidiarlos porque
poseen bienes inmateriales aparentemente más difíciles de obtener para quienes no sufren
carencias porque, a fin de cuentas, según estas películas la pobreza inculca valores. Las pelí-
culas funcionan como herramientas discursivas que permiten difundir y cimentar una “moral
244
dominante que requiere de catarsis moderadas y regulares, (…) [donde] la unidad familiar es
el bien supremo, la honradez como antídoto para la pobreza, la fortuna material trae consigo
la desgracia y la devoción y el amor que nada espera obtiene recompensa abundante” (Monsi-
váis, 1976: 449-450).
Un ejemplo claro de cómo el cine miente con los ropajes de la verdad, lo encontramos en la pe-
lícula El papelerito (1951) de Agustín P. Delgado. La película se inicia en un ambiente navideño,
con hermosos juguetes en las vitrinas y gente comprando regalos, mientras un pequeño ven-
dedor de diarios mira con tristeza y envidia lo que nunca podrá tener. Al verlo, una niña rica
siente compasión e intenta regalarle una moneda, pero el mayor del trío de niños vendedores
de diarios (Juancho) se interpone diciendo que ellos no son limosneros. La madre ricachona
aprueba el gesto diciendo “Con orgullo y trabajo llegarás a ser un hombre de bien”.181 Sin am-
bages, se alude a la ideología del esfuerzo como mecanismo de movilidad social. No importan
las estructuras sociales de desigualdad, no importa la educación, no importa la explotación ni
la falta de oportunidades; sólo con el esfuerzo y la dedicación se puede ser médico, periodista
o jugador de béisbol. La ideología del esfuerzo se constituye como un mecanismo de domina-
ción en la media en que se articula, como “una comunicación distorsionada sistemáticamente:
181
Extracto de la película El papelerito.
245
un texto cuyo significado público ‘oficial’, bajo la influencia de intereses sociales (de domina-
ción, etc.) inconfesos, está abruptamente separado de su intención real, es decir, un texto en el
que nos enfrentamos a una tensión, sobre la que no se reflexiona, entre el contenido del texto
explícitamente enunciado y sus presuposiciones pragmáticas”(Ibíd.: 18).
A excepción de Redes, cuyo fin es claramente político, no hay que olvidar que estas películas
fueron hechas fundamentalmente con el propósito de entretener, planteando constantemente
problemas a los protagonistas pero no a los espectadores. Parte de ese entretenimiento pasa
por la generación de emociones –pena, risa, desprecio, patetismo, morbosidad, etc.– aunque
también hay casos más extremos que claramente buscan generar una catarsis emocional. Un
ejemplo particularmente notable de esto es precisamente El Papelerito, en el que la trama
es secundaria y lo que importa es producir constantemente patetismo, simpatía o rabia. Por
otro lado, también están aquellos filmes que aprovechan la envoltura de la entretención para
educar o entregar mensajes aleccionadores. Un ejemplo de ello es la película Espaldas mojadas
en la que se señalan los riesgos de emigrar ilegalmente y las condiciones de trabajo a los que
quedan sometidos quienes lo hacen. Mucho más frecuentes son las películas con una marcada
tendencia moralizante en las que se advierte de las consecuencias de no acatar las normas
sociales.
Siendo generosos con los cineastas y sus filmes –pero además sin ningún conocimiento de sus
planteamientos más allá de las películas mismas–, en algunos casos se puede interpretar que
tras los retratos de la pobreza hay un intento por generar algún grado de consciencia social
bien intencionada pero ingenua. Un abordaje del tema que podría asociarse a la denuncia so-
cial de la literatura de Dickens, con la enorme diferencia de que Dickens lo hizo de forma con-
sistente y reiterada y criticó abiertamente los horrores y abusos de ciertas instituciones. Por el
contrario, de acuerdo a las películas mexicanas del período las instituciones como hospitales,
cárceles, o el sistema policial o judicial, no presentan falencias. Desde una lectura crítica con
los filmes, y teniendo claro que las películas son el producto (moral y valórico) de su época,
éstas reflejan “el mecanismo de transferencia [ideológica] mediante el cual el estado funcionó
indirectamente durante los años cuarenta como el verdadero agente cultural para la produc-
ción del imaginario cinematográfico” (D’Lugo, 2002: 293).
246
Estamos frente a un fenómeno complicado: en algunos momentos históricos las clases diri-
gentes se apropian de lo que creen que es la cultura popular, y desarrollan un curioso mime-
tismo. De esta forma la cultura nacional bebe de las fuentes de la cultura popular. Pero no es
un proceso lineal; los ingredientes populares de la cultura nacional son meros fragmentos
–con frecuencia muy distorsionados- de lo que es en realidad la vida cotidiana de la clase
social de donde son tomados. Podemos reconocer el origen proletario –y aun lumpenprole-
tario- de las fintas, las elusiones, los albures y la desidia que se dice contribuyen a formar el
carácter del mexicano; incluso podemos observar un comportamiento cantinflesco en mu-
chos políticos. Pero es preciso destacar el hecho de que hay un abismo entre la vida de un
pelado de Tepito y el modelo que el cine, la televisión, la literatura o la filosofía le proponen
a la sociedad como punto de referencia. La situación aumenta de complejidad debido a que
los medios masivos de comunicación reciclan los estereotipos populares fabricados por la
cultura hegemónica; de manera que, a su vez, ejercen una influencia en el modo de vida de las
clases populares. Si esto último no ocurriese, la cultura nacional no tendría ninguna función
legitimadora del sistema dominante. Esta función legitimadora le imprime un dinamismo al
poder, de manera que nos encontramos con la gestación constante de nuevas formas cultu-
rales. El mismo estereotipo, que al principio puede tener un carácter marcadamente anti-
hegemónico, se transforma hasta alcanzar facetas casi irreconocibles: así, los obreros de los
murales revolucionarios se transforman en jeroglíficos existencialistas sobre la zozobra, y los
cómicos de los populares teatros de carpa son continuados por los tartamudeos de Cantinflas
(Bartra, 1987: 148-149).
Las diversas representaciones del mundo social-popular hechas por el cine de la época dora-
da se hacen, mayoritariamente, desde una perspectiva sustancialista y condescendiente que
realiza una desconexión (hipóstasis) con el entrelazado relacional que implica lo social.182 Esto
182
Pierre Bourdieu (2000a: 129), sugiere que: “Para superar verdaderamente la oposición artificial que se es-
tablece entre las estructuras y las representaciones, es necesario también romper con el modo de pensamiento
que Cassirer llama sustancialista y que lleva a no reconocer ninguna otra realidad que aquellas que se ofrecen
a la intuición directa en la experiencia ordinaria, los individuos y los grupos. El aporte principal de lo que bien
puede llamarse la revolución estructuralista ha consistido en aplicar al mundo social un modo de pensamiento
relacional, que es el de la matemática y la física modernas y que identifica lo real no con sustancias sino con
relaciones”.
247
se manifiesta, por ejemplo, en el modo en que “los melodramas se suceden en un espacio deli-
mitado por las estatuas fijas: la madre y la prostituta” (Monsiváis, 1976: 449), el delincuente y
el macho alfa, el rico y el pobre; anclajes que van confeccionando un mundo popular indepen-
diente, desconectado parcial o totalmente de las relaciones intersubjetivas que entretejen lo
social. En las comedias se puede advertir la construcción de un sujeto social que glorifica un
estereotipo más bien negativo o burlón de las clases bajas, que a pesar de sus falencias resul-
tan “simpáticos” (o al menos eso es lo que nos dicen). Uno podría pensar que apaciguan a las
clases dominantes, como diciendo son vulgares, son delincuencillos, son flojos, pero no son tan
mala gente y no son una amenaza real para el statu quo. De este modo, ya sea en el cine épico,
en el melodrama, en la comedia o en la ranchera, lo que se construye “a través de las mediacio-
nes de lo cinematográfico, [son] versiones de lo popular que tienen el común denominador de
fabricar un pueblo ignaro y abúlico, del ‘vulgo irredimible’ (…) Esta degradación ‘gozosamente
asumida’ reafirma la sentencia en-la-pared: La pobreza es una elección, y quien nace pobre se
obstina en seguir siéndolo, [ya sea] por desidia, pereza o la felicidad que otorga la simpleza de
alma” (Monsiváis, 2006: 24-25).
En definitiva, las películas de la Época de Oro se conforman como una cinematografía orgánica
a los poderes dominantes de la sociedad mexicana. Esto en la medida en que contribuyen en
la instalación de todo un sistema de valores, actitudes, creencias, normas, disciplinamiento y
moralidades, que de una u otra manera, permiten sostener el orden establecido por los inte-
reses de la clase dominante. La práctica cinematográfica del período en cuestión se estructura
a partir de la mediación de la doxa, es decir, el discurso audiovisual inscrito en las películas se
articula desde “un punto de vista particular, el punto de vista de los dominantes, que se pre-
senta y se impone como punto de vista universal” (Bourdieu, 2002b: 121); contribuyendo así,
a la internalización y naturalización que las clases populares hacen de su propia dominación.
248
que, estudiando el texto como intertextualidad lo piensa así en (el texto de) la sociedad y la
historia (2001: 148).
En suma, en términos metodológicos, esta investigación trabaja con los textos fílmicos situán-
dolos dentro de una productividad. entendida como “el teatro mismo de una producción en la
que se reúnen el productor del texto y su lector: el texto ‘trabaja’ a cada momento y se lo tome
por donde se lo tome; incluso una vez escrito (fijado), no cesa de trabajar, de mantener un
proceso de producción” (Barthes, 2002: 143). La productividad que envuelve cualquier texto
(visual, escrito, sonoro), se constituye como una relación que desencadena una serie de posi-
bilidades que autorizan a “jugar con el significante, ya (si se trata del autor) produciendo sin
cesar ‘juegos de palabras’, ya (si se trata del lector) inventando sentidos lúdicos, aun cuando el
autor del texto no los hubiera previsto” (Ibíd.: 143). Por consiguiente, el análisis de la produc-
tividad fílmica que se lleva acabo aquí no es reductible a una descripción del “lenguaje cinema-
tográfico”. Más bien es una búsqueda por adjuntarle a lo fílmico una vía genealógica, en donde
los contagios, las herencias, las filiaciones y las epidemias se congregan bajo la diversidad de
una productividad fílmica mexicana, que los reúne y dispersa al mismo tiempo.
67
UNIVERSIDAD DE CHILE
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y HUMANIDADES
ESCUELA DE POSTGRADO
Representaciones de la marginalidad en el
cine mexicano. Una genealogía (1896-2000)
TOMO II
Profesora Guía:
DARCIE DOLL CASTILLO
Tomo I
Agradecimientos..................................................................................................................................................... 3
Introducción............................................................................................................................................................... 6
Capítulo primero
Consideraciones teóricas y estrategia metodológica...........................................................................25
Capítulo Segundo
Modernidades en movimiento: huellas, rastros y residuos del cine silente mexicano......68
Capítulo tercero
La época de oro del cine mexicano: colonización y domesticación del imaginario..............136
Tomo II
Capítulo Cuarto
Variaciones y continuidades del cine mexicano de los años sesenta y setenta......................249
Capítulo Quinto
Racionalidad neoliberal y subjetividad popular
en la representación fílmica de la pobreza...............................................................................................305
Capítulo sexto
Modernidades imaginadas: todo lo sólido se desvanece en el cine..............................................375
Bibliografía................................................................................................................................................................. 433
Capítulo Cuarto
El cine Latinoamericano desarrollado en las décadas de los sesenta y setenta, ha sido definido
indistintamente como Cine Revolucionario, Cine Imperfecto, Tercer Cine, Nuevo Cine Latinoa-
mericano, Cine Militante, Cine de Liberación, Brazos Cinematográficos de los Partidos o Cine
Independiente, entre otros. Más allá de cualquier adjetivación posible, hay al menos dos puntos
que son transversales a la historia del movimiento y que marcaron el modo de hacer películas:
una es la dimensión estética y la otra la dimensión política. Desde una perspectiva estética el
movimiento se inspiró en tendencias tan diversas como el montaje soviético, el surrealismo,
el neorrealismo italiano, el teatro épico brechtiano, el cinèma vèrité y la nouvelle vague fran-
cesa. En cuanto al plano político, los cineastas latinoamericanos consiguieron distinguirse de
los realizadores europeos principalmente porque se encontraban más comprometidos con la
lucha revolucionaria que sus colegas del viejo mundo. La dimensión marcadamente política se
encuentra reflejada tanto en las obras como en los diversos manifiestos que “valoraban un cine
alternativo, independiente, antiimperialista, más preocupado por ser provocador y combativo
que con la expresión de autor o la satisfacción del consumidor” (Shohat y Stam, 2002: 250).
Aquí denominamos esta etapa como Nuevo Cine Latinoamericano, pero el unificarlo bajo un
nombre no debe oscurecer el hecho de que el cine de los ’60 en la región se configuró como una
práctica cinematográfica en plural, con una diversidad de formas de entender y encarar el me-
dio como herramienta revolucionaria, lo que generó cierto grado de especificidad al interior
de cada una de las distintas cinematografías nacionales, originadas por los contextos específi-
cos de aparición y de circulación. No obstante, la unidad del nuevo cine latinoamericano está
dada por un deseo de incidir en el plano político-social, a través de una estética de la resisten-
cia que quería cumplir una función social sustantiva, mediante lo que Jacques Ranciére llama
“reparto de lo sensible”.
La política ocurre cuando aquellos que “no tienen” el tiempo se toman este tiempo necesario
para plantearse como habitantes de un espacio común y para demostrar que su boca emite
también una palabra que enuncia lo común y no solamente una voz que denota dolor. (…) La
política consiste en reconfigurar el reparto de lo sensible que define lo común de la comuni-
dad, en introducir sujetos y objetos nuevos, en volver visibles aquello que no lo era y hacer
que sean entendidos como hablantes aquellos que no eran percibidos más que como anima-
les ruidosos. Este trabajo de creación de disensos constituye una estética de la política que no
251
tiene nada que ver con las formas de puesta en escena del poder y de movilización de masas
designadas por Benjamin como “estetización de la política” (2011: 34-35).
El cine mexicano de los años sesenta y setenta, por supuesto, está inserto en el contexto lati-
noamericano que acabamos de reseñar, pero la singularidad de su desarrollo histórico como
industria y el contexto histórico-social particular en el que se desenvuelve son relevantes tan-
to para entender su eclosión como su diferenciación con las cinematografías nuevas que domi-
naban la escena cinematográfica latinoamericana, especialmente en Argentina, Brasil, Bolivia,
Cuba o Chile.
Dentro de este contexto, el cine mexicano de los sesenta y setenta no se configura tanto como
una cinematografía militante, sino más bien tenía por objetivo re-significar la práctica cine-
matográfica y suministrar nuevas representaciones acerca del mundo popular. Lo que persigo
desentrañar aquí son aquellos aspectos propios y específicos del cine mexicano de esas dé-
cadas agitadas e insubordinadas. En Argentina, por ejemplo, el llamado Tercer Cine buscaba
desarticular por completo el modo capitalista de producción, distribución y exhibición de las
películas; en Brasil, en cambio, el objetivo del Cinema Novo era el de apropiarse de la industria
cinematográfica y, a partir de ahí, generar una cinematografía revolucionaria y políticamente
comprometida. Desde mi punto de vista, en el caso mexicano se plantea una tentativa de un
cine que se distancie del modelo industrial pero que no logra despojarse del todo de las fór-
Me parece necesario tener presente que la crisis del cine industrial mexicano es un factor clave a la hora de
183
Sostengo que a partir de una mirada crítica del cine industrializado, el cine mexicano de las
décadas de los sesenta y setenta buscó desarrollar una mirada de autor que implicó la cons-
trucción de un nuevo sujeto popular que se encontraba ausente en la cinematografía indus-
trializada. Sin embargo, a diferencia de otras cinematografías de la región, el cine mexicano
del período no se adjudicó una función política militante de transformación y concientización
del conjunto de la sociedad dominada, sino que estaba concentrado en enfrentar y alterar la
industria fílmica nacional. A partir de ese enfrentamiento es posible detectar la intención –
nunca plenamente lograda– de proyectar una cierta diversidad de las prácticas culturales y las
problemáticas sociales y económicas ligadas a los sectores populares, desplazando lo popular
desde una serie de singularidades más o menos estereotipadas hacia una pluralidad más o
menos ingobernable.
253
En el cine mexicano de los años sesenta y setenta aparece un nuevo sujeto social-popular,
ausente en la cinematografía anterior. Esto no quiere decir que haya habido una especie de
“borrón y cuenta nueva”, sino una coexistencia de tres formas de concebir la práctica cine-
matográfica: la industrial comercial que se ha descrito en el capítulo anterior, el cine político
inscrito dentro de la tradición de un nuevo cine latinoamericano184 y, entre estos dos polos, un
cine satélite que entremezcla formas y contenidos del cine industrial y del nuevo cine, gene-
rando un híbrido fílmico, que terminará siendo la cinematografía predominante del período
en cuestión. Lo que se busca realizar en este apartado es reflexionar acerca de las diferencias
y semejanzas entre este nuevo sujeto popular y las fórmulas ya establecidas, discutiendo el
grado de politización alcanzado (o no) por una cinematografía que, a priori, puede ser inscrita
como parte de un cine independiente, de ruptura o político que “supone descubrir-describir
un resto social insubordinado” (Ossa, 2013: 18).
La Revolución mexicana supuso una ruptura con las formas político-económicas y sociocultu-
rales gestadas a partir de la segunda mitad del siglo diecinueve. La promulgación de la consti-
tución de 1917 inauguró el lento pero constante proceso de institucionalización política, que se
consolidó con la instauración del PRI como partido único y omnipresente en la escena política.
Este proceso, caracterizado por algunos historiadores como “milagro mexicano”, “desarrollo
estabilizador”, “industrialización a toda costa”, “nacionalismo institucionalizado” o “dictadura
perfecta”, comenzó a volverse residual a partir de mediados de los años sesenta, cuando se
inició lo que se ha denominado como período de “transición” entre el modelo desarrollista de
corte industrial-nacionalista con una fuerte presencia del Estado y lo que hoy en día se conoce
como globalización y neoliberalismo iniciado en México en la década de los ochenta.
Esta etapa de transición estuvo marcada por el fuerte impulso de un desarrollismo estabili-
zador y un autoritarismo represivo que vino a complejizar, aún más, el sistema político-social
mexicano a través de un entramado político-económico que llegó a transformar “el sistema
capitalista actual en un capitalismo monopolista de Estado” (Ceceña, 1994: 89). Este modelo
184
Me parece necesario señalar que, al día de hoy, el nuevo cine latinoamericano de los años sesenta y setenta,
es considerado por un conjunto de investigaciones e investigadores como una tradición que, como indica Car-
los Ossa, puede “distinguirse por las inscripciones que intenta realizar y los desiguales resultados obtenidos”
(2013: 18) dentro de un contexto latinoamericano que no claudicó en su búsqueda por construir una nueva
cinematografía que se diferencia estética e ideológicamente de un cine industrial.
254
fue creado bajo las lógicas políticas de las primeras cinco décadas del siglo veinte y respondían
a una estructura social bien delimitada, que fácilmente incorporaba dentro de su estructura
política a los sectores dominantes y bajos de la sociedad. Sin embargo, el proceso moderniza-
dor y el crecimiento económico que esto produjo desde finales de los años cuarenta y hasta
los setenta, transformó radicalmente la sociedad. “Este proceso, bien conocido como moder-
nización, provocó, (…) una profunda diferenciación social y económica, en particular al crear
y fortalecer a los sectores medios. La sociedad se hizo más compleja y los nuevos sectores
pronto demandaron atención y participación política sin que el sistema contara con canales
específicos para ello” (Hernández Rodríguez, 2012: 34). De algún modo, la inexistencia de ca-
nales de participación volvió a ser, al igual que en el porfiriato, una de las claves que permiten
comprender el período político de los sesenta y setenta.
Uno de los factores externos que influyeron en la política nacional fue la Revolución cubana.
En México, el triunfo de Fidel Castro y sus seguidores implicó el resurgimiento de las luchas
sindicales y el intento por generar “un movimiento que representara una alternativa naciona-
lista y democrática y que cristalizó en el Movimiento de Liberación Nacional. Además de reco-
nocidos intelectuales progresistas y de políticos ligados al presidente Cárdenas, a quien se le
atribuyó el haber inspirado el movimiento, participó el Partido Comunista. Sin embargo, este
movimiento no llegó a tener una influencia importante en la vida política y se desintegró en
medio de conflictos internos” (Labastida, 1990: 350). El estado reprimió duramente los movi-
mientos sindicales, ejemplo de lo cual fue la respuesta a la huelga ferrocarrilera de 1959, que
terminó con el encarcelamiento de sus principales líderes, la ocupación por parte del ejército
de los lugares de trabajo y el despido de alrededor de diez mil trabajadores. Las movilizacio-
nes iniciadas a partir de 1959 representan un momento vigoroso del movimiento obrero y la
respuesta del estado fue la de decapitar, someter y desarticular el movimiento a través del uso
institucional de la fuerza, anticipando lo que sería la relación entre gobierno y movimiento
social, y que tendría su expresión más sangrienta en la matanza de los estudiantes en la plaza
de Tlatelolco.
Una de las estrategias políticas utilizadas por el gobierno de Adolfo López Mateos (1958-
1964) para legitimarse frente a la clase obrera después de la represión de 1959, fue concretar
importantes beneficios sociales para la clase trabajadora. Ello le permitió establecer una cierta
255
convivencia sin mayores enfrentamientos entre gobierno y trabajadores, sin embargo, como
sugiere Peter H. Smith (1998), la postura de López Mateos fue más bien de corte populista.
Ejemplo de ello fue la institución del derecho de los trabajadores a participar en las ganancias
de la empresa, lo cual parecía un logro del movimiento sindical. En la práctica, gracias a una
serie de evasiones y triquiñuelas de los empresarios y de la “vista gorda” de las autoridades
que nunca hicieron mayor esfuerzo por hacer cumplir la ley, las ganancias a repartir eran tan
exiguas que a los empresarios les pareció aceptable. De modo que, “los trabajadores habían
obtenido únicamente una victoria en el papel, y los empresarios habían defendido con éxito
sus propios intereses. No obstante, al proponer leyes sin consultar con los líderes del mundo
empresarial, los políticos demostraron que querían y podían actuar de forma autónoma. Y el
Estado adquirió un arma más con la cual en el futuro podría amenazar o desafiar al capital
privado” (Smith, 1998: 111).
La política económica se redefinió a partir de ese momento de tal manera que la inversión pú-
blica aumentó de manera sustancial pero mediante una política de creciente endeudamiento
externo. Otro elemento fundamental de la estrategia de desarrollo fue la política de estímulos
más amplios a la inversión privada y, en particular, la mayor apertura al capital extranjero.
Si unimos a estos hechos el que la posición de la economía mexicana en el mercado inter-
nacional se fue recuperando, nos podemos explicar que en 1962 empiece un aumento de la
inversión extranjera y en 1963 de la inversión nacional. En 1964 la economía mexicana había
alcanzado una alta tasa de crecimiento, llegando a crecer 10% en términos reales. Restable-
cida la confianza interna, México volvió a una política exterior menos cautelosa (Labastida,
1990: 350).
Por su parte, el contexto internacional ponía a México en una situación ambigua producto de
su necesidad de mantener buenas relaciones con sus vecinos del norte y, al mismo tiempo, “el
impacto de la Revolución cubana dentro de los círculos políticos e intelectuales progresistas –
256
alguno de los cuales ligados a Cárdenas– , llevaron a que el gobierno mexicano mantuviera una
política de no alineamiento frente las presiones norteamericanas contra la Revolución cubana”
(Labastida, 1990: 350). Esto llevó a López Mateos a utilizar un lenguaje que en apariencia lo
ligaba a una visión de izquierda de la sociedad, buscando fortalecer la imagen de un gobierno
nacionalista y progresista. Este tipo de discursividades funcionaban bien en la política exte-
rior, mientras que en el interior se aplicaba una fuerte política represiva contra los movimien-
tos sociales empleando medidas selectivas de contención y represión. Ejemplo de esto fue el
encarcelamiento del pintor David Alfaro Siqueiros entre 1959 y 1964, acusado de sedición en
contra del gobierno de López Mateo, y los dieciséis años de reclusión del dirigente sindical
Demetrio Vallejo, declarado culpable de conspirar contra el gobierno en 1963 (Smith, 1998).
El primer conflicto importante que enfrentó el gobierno de Díaz Ordaz fue el movimiento mé-
dico de 1964, promovido por los jóvenes médicos residentes que perseguían mejores condi-
ciones de trabajo y salariales, y que fueron apoyados por los médicos de base. La estrategia
del gobierno fue ejercer una fuerte represión contra aquellos médicos identificados con el
movimiento, expulsándolos de sus lugares de trabajo. Una vez controlado y minimizado el mo-
vimiento, el gobierno aceptó sus demandas y les mejoró las condiciones de trabajo y salarial.
“Este hecho puso de manifiesto que el problema era, una vez más, político, en el sentido de que
mostró que el estado impediría el surgimiento de organizaciones que lo enfrentaran directa-
mente y que no aceptaran los canales y reglas de juego establecidas” (Labastida, 1990: 351).
257
Los sectores medios ilustrados buscaban una mayor participación en la esfera pública, posi-
cionándose como una fuerza política y social que incidiera activamente en la toma de decisio-
nes que los afectaban directamente. Ejemplo de esto son las movilizaciones de los profesores,
los médicos y, desde luego, los estudiantes universitarios que, desde 1966 hasta el histórico
movimiento estudiantil de 1968, mostraron que el sistema político institucionalizado no sólo
no contaba con los canales adecuados para la incorporación de los nuevos sectores de la socie-
dad que el mismo sistema había promovido, sino que dejó entrever que no tenía una respuesta
política e institucional, sino sólo el recurso de la violencia (Hernández Rodríguez, 2012).
El 2 de octubre de 1968, miles de personas se reunieron en la Plaza de las Tres Culturas en Tla-
telolco para realizar una manifestación que demandaba la salida de los militares de la UNAM.
La movilización fue fuertemente reprimida por miembros del Batallón Olimpia (cuyos inte-
grantes iban vestidos de civil y con un pañuelo o guante blanco en la mano izquierda), quienes
se infiltraron en la manifestación hasta llegar al edificio “Chihuahua”, lugar desde donde co-
menzaron a disparar produciendo una verdadera matanza.185 Muchos historiadores coinciden
en señalar que el movimiento estudiantil y su horrible desenlace fueron la semilla que dio
origen a un movimiento guerrillero urbano en Ciudad de México, incitando a una permanente
y activa actitud crítica con el gobierno por parte de la sociedad civil.
185
Sobre la Matanza de Tlatelolco véase: Scherer, Julio y Carlos Monsiváis. 1999. Parte de guerra: Tlatelolco 1968:
documentos del general Marcelino Garcia Barragan: los hechos y la historia. México: Aguilar; Jardón Arzate, Ed-
mundo, 1969 De la Ciudadela a Tlatelolco. México: Fondo de Cultura Económica; Monsiváis, Carlos. 1968. La ma-
nifestación del silencio. México: Editorial Tase M; Poniatowska, Elena. 1969. La noche de Tlatelolco. México: Era;
Valle, Eduardo. 1984. Escritos sobre el movimiento estudiantil del 68. México: Universidad Autónoma de Sinaloa.
258
Dentro de este contexto, los estudiantes del Centro Universitario de Estudios Cinematográ-
ficos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) decidieron que la forma más
adecuada y consecuente que tenían de participar era a través del cine. “Sobre la marcha, alum-
nos de reciente ingreso, estudiantes avanzados con alguna experiencia fotográfica y egresados
ya maestros, se asumieron como reporteros y documentalistas, al hilo de los días, tratando de
registrar fílmicamente todos los acontecimientos importantes, en lo directo y lo imprevisible”
(Ayala Blanco, 1988: 58). El resultado fueron ocho horas de imágenes editadas bajo la direc-
ción de Leobardo López Aretche y que conformaron El grito:
La única memoria objetiva que existe de algún movimiento popular ocurrido en los últimos
treinta años de la vida nacional (nada se conserva, por ejemplo, de la insurrección henriquis-
ta, ni del levantamiento ferroviario, ni del movimiento magisterial, ni de la lucha campesina
encabezada por Rubén Jaramillo…) El Grito es por último el testimonio fílmico más completo
y coherente que existe del Movimiento, visto desde dentro y contrario a la calumnias divulga-
das por los demás medios masivos (Ibíd.: 59).
El documental se construye a partir de una mirada subjetiva, que no pretende mitificar los
acontecimientos ni imponerles un sentido marcadamente parcial. Ordenado cronológicamen-
te, narra los hechos desde una perspectiva descriptiva y permite que sean los acontecimientos
los que le otorguen su fuerza argumentativa. El Grito entreteje una mirada afectiva sobre unos
hechos sensibles y trágicos, su valor político “se reduce mucho a causa de que sus intenciones
analíticas son prácticamente nulas” (Ibíd.: 66). Su valor no radica en un análisis de la contin-
gencia política, sino en la emocionalidad que provoca un hecho trágico y que queda conden-
sada en el título del documental. El grito se configura metafóricamente como la exclamación
desgarrada en la cual confluyen miles de voces para expresar una enorme aflicción: “el des-
cubrimiento de la solidaridad y la pasión política participante, en el dolor de verse sangrien-
tamente expulsados de la Historia. Es el grito de medio millón de jóvenes tratando de avisar
que su país se iba directamente al fascismo. Es el grito mezcla de fervor y pavura. Es el grito
unánime, mutilado” (Ibíd.: 66).
La falta de mecanismos participativos y deliberativos de las capas medias daba cuenta del
profundo anquilosamiento de la estructura político-corporativa que reinaba en el PRI, y que
facilitaba la institucionalización de una burocracia acompañada por la corrupción en las dis-
tintas esferas del poder político. Por otro lado, la estructura política del PRI, que desde los
259
años treinta había puesto su foco de atención en la incorporación a la estructura partidista de
obreros y campesinos, no quiso o no supo advertir el crecimiento exponencial de los sectores
medios ilustrados y su consecuente reclamo por una participación más activa dentro del sis-
tema de poder. “[P]ese a las protestas, el régimen no consideró necesario crearles un espacio
propio, similar al que tenían los obreros y campesinos, en parte por la heterogeneidad de los
grupos incluidos que hacían imposible, por definición, un comportamiento único y organiza-
do, y en parte porque no los consideró numéricamente importantes” (Hernández Rodríguez,
2012: 35-36).
Por otro lado, la violencia ejercida contra los movimientos sociales no sólo da cuenta de un
gobierno que se afirma en el autoritarismo y la represisión, sino que señala una nueva relación
entre el Estado y la sociedad civil. Como señala Julio Labastida, se produjo un giro político en el
que, al asumir el gobierno la responsabilidad del desenlace de las luchas sociales, las deman-
das sociales se convirtieron en un desafío a la autoridad y, con ello, se rompió con la tradición
del rol del Jefe de Estado como árbitro social para convertirlo en el “máximo garante del or-
den”. De acuerdo a Labastida, algunos de los factores que contribuyeron a ello fueron:
1) El temor de la burguesía y de gran parte de los sectores medios privilegiados, ante la emer-
gencia, a partir de la última década, de nuevas fuerzas populares que presionan para una ma-
yor participación política y económica y que aparecen a sus ojos con un carácter subversivo.
Se trata del mismo fenómeno, aunque con una importante diferencia de grado, del proceso
de radicalización hacia la derecha que experimentaron estos mismos grupos sociales en otros
países de América Latina y que culminó con su apoyo a la instauración de dictaduras milita-
res.
2) Cambios en el interior del aparato de estado, fundamentalmente: a) control de la cúpula
por parte de una burguesía de origen burocrático y que de hecho constituye una fracción
de la clase económica dominante; b) incremento del peso del ejército debido a su creciente
intervención en los conflictos sociales; c) burocratización de los cuadros políticos medios y
alejamiento de los sectores sociales de donde surgieron.
3) La lógica misma de la estrategia de desarrollo que se ha seguido exige asegurar la “paz
social” por cualquier medio como condición para que continúe el proceso de acumulación de
capital (1990: 352).
Durante la década de los sesenta comenzó a evidenciarse el fin del largo periodo de crecimien-
to económico que había sido posible, entro otros factores, gracias a la política económica de
sustitución de las importaciones, abaratamiento de los insumos y complementariedad entre
260
el sector público y el privado (Cárdenas, 2012). En la década de los setenta, durante el sexenio
de Luis Echeverría (1970-1976), el país entró en una profunda depresión económica, caracte-
rizada por el fenómeno de inflación-recesión, que durará hasta mediados de los años ochenta.
En términos políticos, a partir de 1968, una vez que la represión clausuró las alternativas polí-
tico-sociales emanadas desde la sociedad civil, el mismo Estado comenzó a plantear reformas
tanto a las estrategias de desarrollo como al sistema político (Labastida, 1990). La presidencia
de Echeverría enfrentó nuevas demandas surgidas desde los sectores medios y populares, y la
respuesta fue el impulso de reformas de corte populistas. Tras los sucesos de Tlatelolco, Eche-
verría buscó legitimar la institucionalidad política, “para lo cual intentó crear un medio de diá-
logo, una llamada ‘apertura democrática’ en la que él mismo interpretaría el papel central (en
lugar de imponer una reforma institucional)” (Smith, 1998: 122). El gobierno de Echeverría se
caracterizó por una fuerte presencia del mandatario en los medios de comunicación, en el que
exhibía un sello personal con un estilo y una retórica populista, convirtiéndose en el foco de
las miradas y el único productor de los mensajes. Sin embargo, como sugiere Julio Labastida:
El llamado populismo del régimen de Echeverría, que provocó tantas reacciones de temor a la
burguesía y en el propio grupo gobernante, no se redujo a un cambio de lenguaje. Uno de los
rasgos distintivos del régimen de Echeverría fue la frecuencia relativamente alta, en relación
con otros gobiernos, de la utilización de los sectores populares como masa de maniobra, no
sólo para neutralizar a la oposición de izquierda o de la burguesía, sino también para aquella
que se generó en el propio grupo gobernante, como fue el caso de las movilizaciones cam-
pesinas que precedieron la caída de los gobernadores de Hidalgo, Manuel Sánchez Vite y de
Sonora, Carlos Armando Biebrich (1990: 362).
El gobierno de Echeverría impulsó una reforma electoral que buscaba imprimirle un mayor
pluralismo político al sistema bipartidista que reinaba por ese entonces, y que trajo como con-
secuencia una importante merma en las votaciones del PRI. En 1970 habían obtenido el 83%
de los votos, tres años más tarde, en las elecciones de diputados, la cifra se redujo al 77,6%
(Hernández Rodríguez, 2012). Esta tendencia a la baja del oficialismo evidenció que el voto,
una vez liberado, “estaba influido decisivamente por la urbanización y el desarrollo económi-
co, y que eran los sectores medios los dispuestos a participar para castigar al PRI” (Hernández
Rodríguez, 2012: 39). Como en 1973 solamente se renovó la cámara de diputados, fue posible
advertir las fluctuaciones de los votantes según los distritos en los que votaban, lo que reveló
261
que a mayor ingreso y educación, aumentaba la votación por los partidos opositores. Así, por
ejemplo, en el Distrito Federal, el PRI apenas logró 51.7% de los votos y la oposición, encabe-
zada por el Partido Acción Nacional (PAN), avanzó en seis ciudades de importancia: Guadalaja-
ra, Puebla, León, Ciudad Juárez, Cuernavaca y Toluca (Hernández Rodríguez, 2012; Labastida,
1990). No deja de ser paradójico que en la elecciones de 1976, a pesar de las intenciones de
democratización y pluralismo, el único candidato reconocido fue el del oficialismo. El PRI no
tuvo contendores puesto que en el PAN se impuso la postura de que no existían las condicio-
nes mínimas para garantizar unas elecciones limpias, con lo que se intentaba deslegitimar el
proceso.186
Además de la baja en los resultados electorales del PRI, durante el sexenio de Echeverría
también emergieron importantes manifestaciones populares, tales como las llamadas “insur-
gencias municipales”. “Estas implicaban acciones directas, tales como la toma de los palacios
municipales, para impugnar a los candidatos a presidente municipal. Estas manifestaciones
tuvieron lugar durante todo el período y fueron particularmente importantes en ocho estados:
Hidalgo, México, Michoacán, Morelos, Nayarit, Puebla, Tlaxcala y Veracruz” (Labastida, 1990:
361).
Otro elemento que caracterizó la presidencia de Echeverría fue el proceso inflacionario, lo que
favoreció el resurgimiento de movimientos sindicales independientes, el estallido de huelgas
y la lucha en pro de una democracia más participativa y deliberativa.
Como señala Peter H. Smith (1998), el “desarrollo compartido” propuesto por Echeverría im-
plicaba una política económica que buscaba una redistribución del ingreso más justa y, al mis-
mo tiempo, integrar a los sectores marginados del desarrollo estabilizador mediante la modifi-
cación de la política agraria y la implementación de una política de generación de empleos. Por
tanto, se ponía el foco de atención no sólo en la producción sino también en la redistribución,
y en su promoción se utilizó una retórica que hablaba de una necesidad “ética y social” de
compartir los beneficios del crecimiento económico con los trabajadores y los sectores menos
favorecidos de la sociedad. De este modo, si en la etapa del “desarrollo estabilizador” el Estado
había establecido una alianza que privilegiaba la relación con el sector privado-empresarial;
la lógica política del “desarrollo compartido” requería una coalición populista de obreros y
campesinos bajo la tutela de un Estado poderoso.187
187 “El desarrollo compartido daba especial importancia al sector agrario y a los sufridos campesinos. La piedra
angular institucional de esta orientación sería la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (CONASUPO),
organización acreditada cuyos principales objetivos eran tres: regular el mercado de productos básicos, incre-
mentar los ingresos de los agricultores pobres y garantizar la disponibilidad de artículos básicos para los consu-
midores de bajos ingresos. Estos objetivos podían ser contradictorios, por supuesto, y de Alemán a Díaz Ordaz,
la CONASUPO y sus predecesoras tendieron a proteger los intereses de los consumidores urbanos a expensas
de los productores rurales. Un colaborador de Echeverría dijo categóricamente que el papel tradicional de la
CONASUPO había sido proteger a los consumidores, y que la política económica del gobierno consistía en man-
tener los precios estables, especialmente en las zonas urbanas, haciendo que los salarios permanecieran bajos y
estimulando la industria. Por ello DICONSA (la cadena de tiendas de venta al por menor) había crecido tanto en
las zonas urbanas y por ello se compraba el maíz en las zonas de mayor producción sin pensar casi en proteger
a los productores” (Smith, 1998: 124).
263
(…) en 1973 México aprobó nuevas leyes para reglamentar –aunque de ningún modo elimi-
nar- las actividades de las empresas extranjeras, especialmente las sociedades multinacio-
nales. El papel del Estado, que ya era grande, aumentó acentuadamente (…). Se dedicaron
muchos fondos públicos a la vivienda, la escolarización y otros programas de desarrollo. Se
incrementó el crédito agrícola. La nación dobló su capacidad de producir petróleo crudo,
electricidad, hierro y acero. Echeverría señaló con orgullo que, de resultas de ello, el PIB cre-
ció a una tasa media del 5,6 por 100 anual (Ibíd.: 125).
Uno de los aspectos que suelen destacar los historiadores, economistas y politólogos que es-
tudian el periodo presidencial de Echeverría, es que su política económica comprendía una
retórica que proponía alcanzar objetivos específicos, pero que no siempre contaron con una
práctica que permitiera alcanzarlos (Smith, 1998; Labastida, 1990; Cárdenas, 2012; Hernán-
dez Rodríguez, 2012). Así por ejemplo, en el discurso uno de los objetivos centrales era alcan-
zar una gradual reorientación del aparato productivo hacia el exterior y volver competitiva
a la industria en los mercados internacionales. También se decía que era fundamental reali-
zar una reforma tributaria y replantearse la relación entre industria y agricultura, la cual se
encontraba subordinada a los procesos de industrialización lo que traía consigo altos costos
económicos y sociales.
Una de las materias que el gobierno de Echeverría buscó transformar radicalmente fue la polí-
tica agraria que, desde Ávila Camacho se “caracterizó por la disminución drástica en el número
de tierras repartidas y por su mala calidad. También se distinguió por el aumento en la conce-
sión de certificados de inafectabilidad y por la burocratización en los trámites que favorecie-
ron la simulación de fraccionamiento de propiedades y, por lo tanto, el enfrentamiento entre
propietarios y solicitantes” (Labastida, 1990: 333). Sin embargo, el intento de Echeverría de
modificar esta situación no dio resultados. Fue más bien una política de las formas, en las que
se habla de un cambio para no cambiar nada y “que dejó un saldo de agitación y conflicto en
el medio rural y que agudizó las contradicciones que enfrentó el régimen con las clases domi-
nantes” (Ibíd.: 359).
Resumiendo, el gobierno de Echeverría inauguró una política económica que si bien buscó
una mejor redistribución de los ingresos entre las clases menos favorecidas de la sociedad, al
mismo tiempo benefició a grupos específicos que lo apoyaban políticamente. El crecimiento
económico de los años setenta fue liderado por el Estado y, aunque los índices eran excelentes,
264
ocultaban un fuerte desequilibrio que decantó en la crisis de 1982. Ya en 1976 la economía
mexicana experimentó un fuerte frenazo a raíz de una crisis en la balanza de pagos, producto
de un gasto público deficitario y un creciente endeudamiento externo (Cárdenas, 2012). El
auge del petróleo permitió al Estado multiplicar su capacidad de gasto sin controlar el exce-
sivo déficit fiscal y la balanza de pagos. Esto, sumado a un complejo panorama internacional
producto de la crisis del petróleo, sumió a la economía mexicana en un estancamiento crónico
que llevó, hacia el final del gobierno de Echeverría, a aceptar “un acuerdo con el Fondo Mo-
netario Internacional para estabilizar la economía, en medio de rumores de golpe de Estado”
(Cárdenas, 2012: 153).
Por otro lado, el fuerte crecimiento demográfico iniciado en la década de los sesenta y las
transformaciones en el ámbito político, sumado a los síntomas de agotamiento del modelo
de desarrollo impulsado por el Estado, hicieron que en la primera mitad de la década de los
setenta se reactivaran las luchas sociales (sindicales, estudiantiles y profesionales), que per-
seguían mejorar la situación de los trabajadores exigiendo, por ejemplo, jornadas de cuarenta
horas semanales con pago de cuarenta y ocho. Si bien la sindicalización bajó ligeramente de
15,2% a 14,6% entre 1970 y 1976, el número de emplazamientos y movilizaciones como la
huelga se disparó: si en 1970 se realizaron cerca de 9 mil emplazamientos, en 1976 se regis-
traron más de 38 mil huelgas (Rodríguez, 2012; Smith, 1998). Como señala Ariel Rodríguez, el
apremio económico no era el único motivo para la movilización de los trabajadores188:
En medio de esta fuerte crisis económica y de una agitación política marcada por el recrudeci-
miento de las guerrillas urbanas (de izquierda y de derecha), tomó posesión como presidente
José López Portillo (1976-1982), quien ganó las elecciones siendo el único candidato en la pa-
peleta. A grandes rasgos, el sexenio de López Portillo estuvo marcado por el alza del petróleo
y los préstamos internacionales, y una política exterior favorable con el Tercer Mundo. Toda
la política económica del gobierno de López Portillo, como sugiere Enrique Cárdenas, estuvo
basada en un supuesto que resultó equivocado, puesto que “la sobreevaluación aumentó el
deseo de adquirir productos y servicios del extranjero conforme se abarataba el precio del dó-
lar, y al mismo tiempo redujo la competitividad del sector exportador, incluyendo los servicios
de maquiladoras y turismo” (2012: 157). En definitiva, aumentó la deuda externa, en tanto
las ganancias del petróleo sirvieron para pagar los gastos de expansión de PEMEX, quedando
pocos recursos para otras áreas. Ello coincidió con un clima de inflación en Estados Unidos,
que suouso el aumento de las tasas de interés en todo el mundo, lo que a su vez desencadenó
procesos de recesión económica que terminaron por generar la profunda crisis de 1982. El
resultado final fue la implementación del neoliberalismo como política económica, social y
cultural que conllevó la hegemonía política de una revolución neoconservadora.189
Historiadores del cine mexicano, críticos culturales, cineastas y productores coinciden en se-
ñalar que la crisis del cine industrial mexicano ocurrió en 1961, pero que ésta ya se venía
gestando desde finales de los años cincuenta, produciendo corto circuitos entre los distintos
estamentos que participaban de la producción fílmica. Precisamente son estos estamentos cla-
ves –productores, sindicatos y gobierno– los que desde distintas posiciones y disposiciones
anunciaron no sólo los conflictos entre ellos, sino que también dejaron entrever una crisis
general del sistema industrial cinematográfico. Como ha observado Salvador Elizondo:
Los productores, por una parte, no desean hacer frente a los altos costos de producción que
ellos mismo han contribuido a establecer. Los sindicatos, por otra, mantienen una política
de puerta cerrada que, lejos de beneficiar a los agremiados, contribuye al sostenimiento de
una serie de charlatanes que medran con un cine de ínfima calidad. A estas dos fuerzas, se
viene a agregar la de las instituciones oficiales, que en el caso oficial de la reglamentación ci-
nematográfica, están dirigidas por burócratas ignorantes, que, lejos de liberalizar los cauces
de la creación cinematográfica, contribuyen a instaurar una censura que se ejerce no sólo
mediante dictámenes jurídicos, sino también a través de un financiamiento discriminatorio
por parte del banco Cinematográfico y por una distribución exclusiva a través de la recién
fundada cadena oficial de cines (Elizondo 1988: 38).
Se evidencia así la fragilidad de una industria que no contaba con una estructura productiva
sólida que fuera capaz de generar alianzas y estrategias conjuntas, dando cuenta de la poca
relación entre los distintos grupos, estamentos y secciones que hacían posible la producción
fílmica. De este modo, mientras “los productores insisten en esgrimir argumentos económi-
cos en vez de enfrentarse a la deplorable calidad de las películas” (Ibíd.: 39), los sindicatos se
empeñaban en impedir el flujo de nuevos elementos que contribuyeran a mejorar la práctica
cinematográfica, y, el gobierno, a través de un contingente de burócratas institucionalizados
que se apoderaron de la Dirección General de Cinematografía, tendieron “a reprimir cualquier
manifestación contra los problemas públicos” (Ibíd.: 45). Se privilegió, entonces, el financia-
miento público a través del Banco Cinematográfico de todas aquellas producciones que no
cuestionaran el orden establecido o que se alinearan con política del gobierno de turno. Así
se multiplicó una producción fílmica iterativa, que replicó incesantemente las fórmulas del
éxito comercial, lo que en última instancia terminó por profundizar el deterioro de la deca-
267
dente industria cinematográfica mexicana.190 Todo ello desencadenó la crisis de 1961, que se
tradujo una disminución notable de la producción: si en 1960 se habían producido cerca de
90 películas, en 1961 este número descendió a 48 producciones (Rossbach, y Canel, 1988).
El género ranchero, las comedias picarescas, el melodrama cabaretero, entre otros, se habían
constituido en la matriz de la cinematografía industrial mexicana; una matriz que no generó
innovaciones y que al abusar de fórmulas narrativas archiconocidas, trajo consigo el declive en
la producción de la época de oro del cine mexicano.
Jorge Ayala Blanco (1968), lleva razón al señalar que uno de los factores que contribuyeron de
manera significativa al surgimiento de un cine nuevo en México, fue la eclosión de un nuevo
tipo de críticos y teóricos que veía en el cine más una expresión artística y no tanto un negocio
para hacer dinero. Este grupo de jóvenes críticos de cine veían en la práctica cinematográfica
un arte capaz de expresar la contingencia nacional, su inconformidad y la rebeldía social hacia
las anquilosadas formas políticas que guiaban los destinos de la nación. Insistían en convocar
a la construcción y renovación de una estética fílmica que diera cuenta de la visión política de
un autor y, que desde esa mirada subjetiva, buscara romper con la lógica de la línea de pro-
ducción masiva en que se había convertido el cine mexicano. Surgió entonces un nuevo tipo
de escritor: el crítico de cine. Éste buscaba investigar los sentidos subyacentes inscritos en
los filmes, deconstruir la poética cinematográfica, explicar los significados, sus implicancias
sociales, clasificar las estéticas, proponer lecturas que terminaran con la mirada esquemática
de lo binario bueno/malo, mal gusto/buen gusto, imperdible/prescindible, como mecanismo
de comprensión fílmica.
Los jóvenes críticos son casi todos de formación universitaria, algunos de ellos tienen presti-
gio como ensayistas y narradores, otros son eruditos recopiladores de datos, varios han sido
militantes en agrupaciones políticas de izquierda, pero todos son admiradores del cine nor-
teamericano. Saben inglés y sobre todo, francés resulta indispensable: se nutren en revistas
especializadas (Cinèma60, Cahièrs du cinèma, Positif, Film Culture, Sight and Saound, Films
and Filming, etcétera) (…) Asisten los primeros cineclubes que comienzan a formarse (al del
190
Respecto del rol desempeñado por la Dirección General de Cinematografía, Salvador Elizondo es claro en
señalar que esta institución al estar “investida de poderes que van desde la censura de los anuncios de pasta
dentífrica hasta la organización de un Festival de Festivales en que se programa al gusto del director, pasando
por un nepotismo que pone en manos de gentes sin panorama la posibilidad de hacer y deshacer, la llamada
Dirección de Cinematografía es no sólo culpable de impedir el desarrollo de la cinematografía mexicana, sino
también de impedir al público acceso a las cinematografías de otros países. Convertida en última instancia en un
organismo moralizador que atiende con estrechez a las significaciones éticas que en nada le atañen, esta oficina
se ha convertido en el fantasma terrible e irrisorio de la pichicatería moral, que desprestigia no sólo al gobierno
sino al pueblo que acepta los diktats de un grupo de censores puritanoides” (1988: 45-46).
268
Instituto Francés de la América Latina, sobre todo), combaten los falsos prestigios interna-
cionales, toman como ejemplo la nueva ola francesa, persiguen películas en cines de segunda,
memorizan filmografías de directores famosos, rinden culto al “autor” cinematográfico (Aya-
la Blanco, 1968: 293-294)
La gran mayoría de estos nuevos críticos de cine adquirirían fuerza cultural al conformar, en
conjunto con directores, productores y actores independientes, el Grupo Nuevo Cine, que se
configuró como “la etapa adolescente y heroica, desorbitada y romántica de la cultura cine-
matográfica mexicana” (Ibíd.: 294). Una de sus primeras acciones públicas fue la divulgación
de un manifiesto en cual se dejaba en claro que su objetivo primordial era “la superación del
deprimente estado del cine mexicano” (De la Colina, 1988:33). Para lograrlo, creían necesario
luchar contra la creciente censura a la que eran sometidas las películas de producción inde-
pendiente, buscando reafirmar la libertad creadora del cineasta. Además, abogaban por un es-
pacio para la circulación y exhibición de las películas independientes, por la necesidad urgente
de crear un instituto cinematográfico de enseñanza, por potenciar el movimiento nacional de
cine-clubes, por la urgencia de contar con una cinemateca nacional, por la defensa de la reseña
mundial de festivales cinematográficos como único espacio para conocer aquellos filmes no
comerciales, y por “la superación de la torpeza que rige el criterio colectivo de los exhibidores
de películas extranjeras en México, que nos han impedido conocer obras capitales” (Ibid.: 34).
Los miembros eran conscientes que estos objetivos se condicionaban y relacionaban unos con
otros y que era fundamental “contar con el apoyo del público cinematográfico consciente, de la
masa cada vez mayor de espectadores que ve en el cine no sólo un medio de entretenimiento,
sino uno de los más formidables medios de expresión de nuestro siglo (Ibíd.: 34-35).
El Grupo Nuevo Cine “representó el primer intento de oposición sistemática, en todos los te-
rrenos al estatus cinematográfico” (Rossbach y Canel, 1988: 49). Sin embargo, a diferencia de
los que sucedía, por ejemplo, en Chile o en Argentina donde la práctica cinematográfica de
un nuevo cine era concebido como una herramienta al servicio de la transformación política
de la sociedad, a través de películas que asumían la función de denunciar la miseria, crear
conciencia de clase y motivar la acción de los dominados a ser dueños de su propio destino e
historia; en México, el Grupo Nuevo Cine buscó transformar la matriz discursiva y los cimien-
tos de la producción, distribución y exhibición de películas, es decir, se concentró en enfrentar
a la industria a través de una cinematografía no comercial. Lo que se perseguía transformar
269
no era tanto la sociedad en su conjunto, sino el modo de hacer cine en México, transformar la
concepción del cine como medio para ganar dinero al cine como dispositivo de expresión co-
lectiva, una práctica significante de discursos y pensamiento crítico. Para ello, se intentó atacar
los cimientos discursivos, productivos y políticos de una industria en decadencia que no tuvo
nunca una conciencia crítica de lo que estaba produciendo, puesto que “cualquier ser pensante
(o no), con un poco de audacia, podía ser guionista o director” (Ayala Blanco, 1968: 292). Para
luchar contra la mediocridad del medio, el Grupo Nuevo Cine se planteó tres grandes líneas de
acción: 1) la crítica cinematográfica teórica-reflexiva; 2) la realización de películas no comer-
ciales (aunque este aspecto no se logró desarrollar del todo; y 3) la realización de festivales y
circuitos alternativos de exhibición de películas.
La revista Nuevo Cine, aparecida en abril de 1961, se fundó como la plataforma para transmitir
el concepto de cine que se buscaba promover. A pesar de su corta vida –duró poco más de un
año–, fue el germen de una transformación. En su primera edición deja en claro la tendencia
crítica de la revista, no sólo hacia los filmes sino también a la propia crítica, a través de su
sección titulada “Crítica de la crítica crítica”. Allí se denunció la ignorancia de los críticos ins-
titucionalizados, a quienes calificó de corruptos e ineptos, y los atacó con mordacidad por su
tendencia a elaborar comentarios chauvinistas acerca de las estrellas o por su adhesión incon-
dicional a los criterios de la industria que los conviertía en agentes publicitarios disfrazados
con los ropajes de una crítica no-crítica, la cual es ridiculizadas en las páginas de este nuevo
pasquín (Ayala Blanco, 1998). En contraste, la publicación ofrecía, por ejemplo, los análisis
de Salvador Elizondo, quien impugnó la hipocresía del cine mexicano en cuestiones relativas
al sexo y la sexualidad del cine industrial, reclamó contra el machismo burgués y solicitó un
cine experimental, abierto y sin complejos. José Miguel García Ascot se erigió como el teórico
cinematográfico de la revista “e inicia la publicación de una serie de artículos sobre estética
de cine en general, empezando por un resumen en dos nutridas páginas de las ideas funda-
mentales de André Bazin” (Ibíd.: 295). Emilio García Riera analizó la película La Huelga de
Eisenstein haciendo un desmontaje de la mecánica de edición característica del maestro ruso.
En fin, la revista Nuevo Cine publicó siete números de manera irregular y azarosa. En cada uno
de ellos buscó transformarse en un medio innovador, que marcara tendencia y generara opi-
nión pública. De esta manera, la revista, en conjunto con la producción fílmica y los festivales,
270
comenzaron a desplegar un nuevo paradigma cinematográfico. Al respecto, Jorge Ayala Blanco
sostiene:
En términos de creación cinematográfica, el Grupo Nuevo Cine produjo su primer largo me-
traje en 1962, En el balcón vacío de José Miguel García Ascot. Esta película, realizada a pulso
con un presupuesto bajísimo, quiso ser una suerte de síntesis o manifiesto de las aspiraciones
de un nuevo cine. Influenciada narrativamente por la nouvelle vague, relata la experiencia de
Gabriela, quien a los nueve años debe exiliarse en México junto con su familia producto de
la guerra civil española. La película, narrada cronológicamente, recurre a los tonos íntimos y
silenciosos del recuerdo para dibujar una catástrofe colectiva mediante una conciencia indivi-
dual. Para efectos del tema de esta tesis, lo interesante de En el balcón vacío no son las repre-
sentaciones de la guerra, la pobreza o el exilio, sino la articulación de una cinematografía de la
subjetividad poética. La película de García Ascot es uno de los primeros intentos por elaborar
un drama que se manifiesta “mediante la suma de sus momentos significativos, imborrable-
mente significativos” (Ibíd.: 301). La mirada de autor se encuentra claramente inscrita dentro
de la trama y persigue elaborar una expresión propia a través de la construcción de un mundo
de sensaciones subjetivas y poéticas, que según el decir de Elena Poniatowska marca “en cier-
to modo, una etapa distinta del cine mexicano” (citada en Rossbach y Canel 1988: 50).
En esta nueva etapa del cine mexicano, comenzaron a buscarse caminos alternativos a los
canales financieros y sindicales dominantes de la industria. Películas como El Volantín (1961)
de Sergio Véjar o El desalojo (1960) de Antonio Reynoso –filme basado en una historia de Juan
Rulfo–, fueron financiados de manera independiente. En 1964, ante la decadencia, cualitativa
y cuantitativa de la producción cinematográfica industrial, el Sindicato de Trabajadores de la
Producción Cinematográfica (STPC) convocó al I Concurso de Cine experimental de Largome-
271
trajes. La importancia de esta convocatoria es que revela el interés de nuevos cineastas que
buscaban nuevas formas de expresión cinematográficas y que no encontraban espacios dentro
de “una industria mezquina, rutinaria y anquilosada” según el decir de Emilio García Riera
(1963). Con el apoyo del Banco Cinematográfico, que aprobó las bases del concurso, se validó
un pequeño paquete de premios divididos en dos categorías: la primera constaba de cuatro
premios destinados a las mejores películas del certamen y consistían en una autorización de
exhibición comercial sin necesidad de pagar ni sueldos ni participaciones a cada una de las
secciones de la STPC; la segunda categoría constaba de dieciocho premios individuales a ser
repartidos entre creadores y técnicos, y pretendía estimular la labor creativa (Ayala Blanco,
1968).
Se presentaron al concurso doce películas realizadas por equipos compuestos por “aspirantes
a camarógrafos, argumentistas, actores músicos y directores que rehusaban a entrar en la in-
dustria cinematográfica o que habían sido rechazados por ella” (Ayala Blanco, 1968: 304). Las
películas que participaron en esta versión fueron clasificadas en dos grandes grupos: aquellas
pertenecientes a cineastas con formación universitaria dedicados hasta ese momento a la lite-
ratura, la crítica de cine, el arte y el teatro; el segundo grupo estaba compuesto por escritores
y directores de radio y televisión, técnicos de la industria cinematográfica y aficionados al cine.
Las películas ganadoras fueron: Primer lugar, La fórmula secreta de Rubén Gámez, segundo
lugar, En este pueblo no hay ladrones de Alberto Isaac; tercer lugar, Amor, amor, amor (formada
por cinco episodios) de José Luis Ibáñez, Miguel Barbachano, Héctor Mendoza, Juan José Gu-
rrola y Juan Ibáñez; y cuarto lugar, El Viento distante (formada por tres cuentos) de Salomón
Láiter, Manuel Michel, Sergio Véjar.191
Si bien este primer concurso de cine experimental tuvo poco impacto en el espacio público, a
mi modo de ver, su importancia radica en su incidencia en la institucionalidad cinematográfica
y en el hecho de que el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC)
se involucrara en la renovación de la producción fílmica y en otorgarle una calidad autoral. A
partir de este primer concurso emerge una nueva horneada de creadores que “podrían formar
191
Según las fuentes de la época, las otras ocho películas que participaron en esta primera versión del concurso
de largometraje de cine experimental fueron: El día que comenzó de Ícaro Cisneros, La tierna infancia de Felipe
Palomino, Amelia de Juan Guerrero, Mis manos de Julio Cahero, Llanto por Juan Indio de Rogelio González gar-
za, El juicio de Arcadio de Carlos Taboada, Una próxima luna de Carlos Nakatani y Los tres farsantes de Antonio
Fernández.
272
una generación cuando menos dispuesta a sacar al cine mexicano del atolladero en que se en-
cuentra” (García Riera, 1963: 201).
Otro de los hechos relevantes que contribuyeron a la gestación de un nuevo cine independien-
te, fue la fundación, en 1963, del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) de
la UNAM. En este nuevo espacio se reúnen jóvenes estudiantes de cine que, a pesar de la pre-
cariedad de medios, lograron hacer algunos filmes, principalmente documentales –como por
ejemplo Pulpería la Rosita (1964) de Esther Morales. Su mayor mérito fue llevar a la pantalla
grande un conjunto de imágenes que estaban ausentes tanto en los discursos de los políticos
como en la cinematografía industrial (Tello y Reygadas, 1988).
La importancia del Grupo Nuevo Cine consistió, primero, en ser un destello que iluminó el os-
curo panorama que envolvía la realidad cinematográfica nacional. Siguiendo a Asier Aranzubia
(2011), la importancia de la revista Nuevo Cine radica en la lógica del fogonazo, es decir, actúa
como un chispazo de luz que logra mostrar y poner en circulación un nuevo entramado discur-
sivo cinematográfico que va a servir para legitimar (cultural e institucionalmente) los estudios
sobre cine y la crítica radical como antecedente fundamental y necesario para el desarrollo del
cine dentro de la matriz universitaria. De allí que esta iniciativa resultó ser determinante, no
sólo en la búsqueda por construir una nueva forma de expresión cinematográfica, sino que es
fundamental para entender la cultura cinematográfica mexicana y su modernidad periférica.
Con el tiempo, su influencia sobre una generación de jóvenes cineastas (la de los Hermosillo,
Ripstein, Cazals y compañía) se haría notar en la década de los setenta, cuando sus obras eclo-
sionaron con una fuerza transformadora, encargándose de llevar a la práctica el proyecto de
creación de un cine mexicano en sintonía con las rupturas pregonadas en los sesenta por el
Grupo Nuevo Cine.
Durante los sesenta y setenta, en países como Brasil, Cuba o Chile, el cine militante y político
logró hegemonizar buena parte de la escena cinematográfica al interior de sus respectivos
países y algunos cineastas incluso alcanzaron una figuración regional. No ocurrió lo mismo
en México, donde el nuevo cine mexicano no logró hegemonizar la cinematografía nacional. Si
bien hubo intentos transformadores y militantes, éstos no lograron fijar un programa estéti-
273
co-político e instaurar una tendencia, como sí sucedió con el cine cubano, el tercer cine argen-
tino o el cinema novo brasileño. En el México de este período coexisten diversas estrategias y
visiones de lo que debía ser la práctica cinematográfica; por momentos podía predominar una
u otra línea, pero ninguna logró imponerse como canon.
En este sentido, durante este período encontramos una cohabitación del nuevo cine mexicano
–o “de aliento” como se le llamaba– con el cine industrial. El primero quería romper con los
convencionalismos de la industria y tenía como horizonte estético-político transformar radi-
calmente las estructuras representacionales del pueblo y, de algún modo, intelectualizar lo
popular. El segundo, a pesar de su decadencia cualitativa y cuantitativa, continuaba imponien-
do una mirada estereotipada sobre el flujo representacional de lo popular, buscando disolver
a los sujetos populares en lo masivo. Entre estos dos bloques bien definidos y antagónicos,
aparece una cinematografía desigual que toma prestado indiscriminadamente y en la que es
posible reconocer algunas estructuras discursivas propias de la época dorada, con intentos
por utilizar nuevas formas de significación fílmicas. En este subapartado me concentraré en
las representaciones de la marginalidad y lo popular que se inscriben dentro de un nuevo cine
mexicano, y las de aquellas películas que se encuentran a mitad de camino entre el cine indus-
trial y el nuevo cine.
La película El hombre de papel (1963) de Ismael Rodríguez,192 es un film que puede catalogarse
como satélite del nuevo cine; esto es, una película que sin ser parte del movimiento (ni pre-
tender serlo), utiliza ciertos elementos estéticos o discursivos que responden a la propuesta
rupturista del nuevo cine. Se advierte, por ejemplo, la intención estilística de utilizar algunos
elementos narrativos que estaban en boga durante los años sesenta y que buscaban romper
con el encadenamiento de imágenes fílmicas propio de la época de oro. Asimismo, en términos
de diégesis, la película de Ismael Rodríguez trata de romper con el maniqueísmo que carac-
terizó la representación de los pobres durante la época dorada. El protagonista de El hombre
de papel ya no es uno de estos pobres felices que cuentan con el afecto, la solidaridad y el
192
El hombre de papel nos relata la vida de Adán, un cartonero mudo que vive en la pobreza extrema y cuyo más
profundo deseo es ser padre para contar con la compañía de un ser humano. Adán vaga por Ciudad de México
recolectando papeles y cartones que después vende por kilo. En una de estas jornadas se encuentra por casua-
lidad una billetera que contiene un billete de diez mil pesos, un dineral para la época, que va a desatar la codicia
de prostitutas, vagabundos, ventrílocuos, vendedores, amigos y enemigos que ven en ese billete la posibilidad
cierta de salir de la miseria. Luego de una serie de abusos y maquinaciones a las que se ve sometido el mudo
Adán, éste comprende que para tener la compañía de otro ser humano y romper con la soledad que lo agobia,
basta seguir el consejo de ser fiel a sí mismo.
274
compañerismo de su comunidad; por el contrario, está en una búsqueda permanente (incluso
obsesiva) de afecto y solidaridad no compasiva de otro ser humano para poder sobrellevar
mejor la pobreza y el abuso.
Vista desde la mirada dogmática y utópica de un nuevo cine, en esta película existiría una suer-
te de despolitización de la marginalidad, puesto que al privilegiar lo individual por sobre lo
colectivo-político, se reduce la condición de pobreza a un acto de ex-nominación. La película de
Rodríguez no busca nombrar (es decir, representar) la pobreza como un territorio que hay que
colonizar (concientizar), para organizar comunitaria y políticamente a los subalternos, que fue
la norma, estética y política, autoimpuesta por el nuevo cine latinoamericano. La película El
275
hombre de papel, no construye (ni pretende construir) relaciones significantes y significativas
que inscriban a los pobres dentro de una comunidad marginal que busca rebelarse ante la in-
justicia social. Es precisamente esta ausencia de una representación de lo político-colectivo de
la pobreza, lo que la excluye del ámbito del nuevo cine sin que pueda inscribírsela dentro de la
tradición del cine de la época de oro.
Una de las películas que ha sido inscrita dentro de la primera horneada del nuevo cine mexi-
cano es el filme En este pueblo no hay ladrones (1965), de Alberto Isaac.193 Basada en el cuento
homónimo de Gabriel García Márquez, la película se concentra en mostrarnos el lugar de reu-
nión cotidiano de un humilde pueblo perdido en algún lugar de México, donde el robo de unas
bolas de billar supone la pérdida de la única fuente de entretenimiento dentro del “acontecer
cotidiano de un mísero pueblo en el que, completamente adormecido, por un atraso de siglos,
no sucede nada” (Ayala Blanco, 1968: 309). Las vidas precarias y pueblerinas que se bosque-
jan en este filme, son retratadas en torno a las cervezas, el juego de naipes (puesto que ya no
se puede jugar al billar), la escucha de los juegos de las ligas mundiales de beisbol y la eventual
ida al cine. En este sentido, lo relevante de esta película para efectos de esta genealogía de lo
popular, es el modo en que, por una parte, se exponen una serie de espacios sociales y prácti-
cas culturales ligadas al mundo rural-popular y, por la otra, se construye una caracterización
psicosocial de un sujeto popular (el protagonista Dámaso), que es representado como “un zán-
gano pachuquillo de barriada pueblerina” (Ibíd.: 309).
Los espacios sociales de ocio y las prácticas culturales ligadas a esos espacios son básicamente
tres: el billar (que también funciona como bar), el prostíbulo (que funciona como quinta de
recreo) y el cine (que con la lluvia se llueve entero y debe suspenderse la función). A través de
un estilo parsimonioso, la vida pueblerina se va dibujando como un transcurrir desprendido
y apacible, donde nunca pasa mucho. Por otra parte, la construcción fílmica de la figura de Dá-
maso, es un retrato que no ataca, pero tampoco defiende ni se complace (moral o políticamen-
193
En un pequeño y perdido pueblo vive Dámaso, un vago sin oficio, extremadamente egocéntrico y narciso,
mantenido por Ana, su mujer, quien no sólo está embarazada sino que debe trabajar lavando y planchando ropa
para poder pagar la renta y comer. Una noche, Dámaso fuerza la puerta del billar para robar las ganancias del día
y, al no encontrar dinero, se lleva las tres bolas del billar creyendo que tienen algún valor. Como nunca habían
robado en el pueblo, el acontecimiento genera un gran revuelo y las sospechas recaen sobre un forastero (el al-
bino). Pese a que nadie desconfía de Dámaso, éste se da cuenta que su robo no sólo no le significa ningún rédito
económico, sino que sin las bolas de billar el tedio del pueblo es menos soportable que antes. Cuando se entera
que las bolas no serán repuestas, decide devolverlas. Se embriaga, golpea a un vendedor viajero y a su mujer y,
al entrar al billar, es sorprendido por el dueño que intenta vengarse exagerando el robo. Mientras, Ana espera
en vela el regreso de su marido.
276
te) con aquellos sujetos que viven una vida egocéntrica, usufructuando del trabajo femenino y
que carecen de cualquier sentido social, colectivo y comunitario que esté más allá de su propio
ser.
La película de Alberto Isaac presenta la pobreza como una condición naturalizada, es decir, no
hay un cuestionamiento crítico de la precariedad, ni siquiera del abuso y la explotación a la
que se ve sometida Ana (la mujer de Dámaso). Al centrarse en los momentos de ocio de estas
vidas precarias y pueblerinas, en el que todos los que interactúan son pobres, la película redu-
ce el dramatismo que conlleva la precariedad.
La película La fórmula secreta (1963) de Rubén Gámez, supone una variante estética, narrativa
y discursiva de lo popular en el nuevo cine mexicano. Haciendo uso de una cinematografía ex-
perimental, La fórmula secreta utiliza las imágenes para generar conmociones, que no siempre
logran sedimentar un significado que se incorpore dentro del discurso fílmico. De este modo,
la película de Gámez se va cerrando sobre sí misma, y a partir de ese confinamiento emergen
ciertos atisbos de denuncia ideológica sobre las carencias, el sufrimiento y el hambre del pue-
blo:
Ustedes dirán que es pura necedad la mía, que es un desatino lamentarse de la suerte y con-
tinuar en esta tierra pasmada donde nos olvidó el destino. La verdad es que cuesta trabajo
aclimatarse al hambre. Y aunque digan que el hambre repartida entre muchos toca a menos,
lo único cierto es que aquí todos estamos a medio morir y no tenemos ni siquiera donde caer-
nos muertos. Según parece ya nos viene de derecho la de malas. Nada de que hay que echarle
277
nudos ciegos a este asunto, nada de eso. Desde que el mundo es mundo hemos andado con el
ombligo pegado al espinazo y agarrándonos del viento con las uñas. Se nos regatea hasta la
sombra y a pesar de todo así seguimos, medio aturdidos por el maldecido sol que nos hunde
a diario. Siempre con la misma jeringa, como si quisiera revivir más el rescoldo, aunque bien
sabemos que ni ardiendo en brazas se nos prenderá la suerte. Pero somos porfiados. Tal vez
esto tenga compostura. El mundo está inundado de gente como nosotros. De mucha gente
como nosotros y alguien tiene que oírnos. Alguien y algunos más, aunque les revienten o
reboten nuestros gritos. No es que seamos alzados, ni le estamos pidiendo limosnas a la luna,
ni está en nuestro camino buscar de prisa la covacha o arrancar pal monte cada vez que nos
chillan los perros. Alguien tendrá que oírnos. Cuando dejemos de gruñir como avispas en
enjambres, o nos volvamos ola de remolino o cuando terminemos por escurrirnos sobre la
tierra como un relámpago de muertos, entonces, tal vez, nos llegue a todos el remedio.194
La película está compuesta por un fluir de imágenes y sonidos que van tejiendo un mosaico
poético que hace hincapié en sus propios significantes, componiendo figuras ilógicas y des-
centradas: una transfusión de Coca-Cola a un enfermo que no vemos, el incesante sobrevuelo
de un ave que gira en la Plaza de la Constitución, una salchicha interminable que invade lo so-
cial-mexicano desde el espacio cósmico, un obrero estibado como costal de harina, un matarife
que faena una vaca, la persecución por la ciudad de un burócrata por un charro a caballo que
lo laza y lo estrella contra el pavimento. Sumado a esto, y como contrapartida al dinamismo
poético de los significantes vacíos y sugestivos, aparece el bajo pueblo encarnado por obreros
y campesinos que se desenvuelven en una tierra baldía, donde los subordinados de siempre
aparecen inmóviles, pasivos y escrutadores: nos miran fijamente y en ese mirar la interpela-
ción del otro deja entrever “que cuesta trabajo aclimatarse al hambre”.
Al configurarse como una obra abierta, La fórmula secreta ha sido objeto de diversas interpre-
194
Extracto de la película La fórmula secreta.
278
taciones críticas que van desde aquellos que ven en ella, “un delirante producto audiovisual,
inspirado en el universo de Rulfo” (Padilla, 2008), y, en la vereda contraria, quienes extraen
como tema central de la película “la pérdida de identificación del mexicano con su propio ser”
(Ayala Blanco, 1968: 306). Más allá de las diversas lecturas interpretativas, al encapsularse
dentro de su propio sistema de significación la película de Gámez intenta una nueva aproxi-
mación al mundo popular-mexicano mediante un cine experimental en la forma, pero no en
el contenido. A través del uso intercalado de imágenes fijas y en movimiento, acentuadas por
la música de Stravinski o Vivaldi y enmarcadas por un texto de Juan Rulfo, se confecciona un
discurso fílmico “cuyo arte no puede ser desvinculado de su exaltación nacionalista, de su na-
cionalismo defensivo (…) Gámez ha realizado una obra impulsiva, inspirada por un estridente
afán de denuncia ideológicamente vulnerable, una obra que desde el punto de vista formal
representa a destiempo una etapa ya superada de la estética cinematográfica” (Ibíd.: 307).
Para Juan Rulfo, La fórmula secreta era un experimento que intentaba “presentar, por medio
de imágenes, determinadas situaciones en las que predomina la sátira, la soledad y las fuerzas
compulsivas a que es arrastrado cualquier hombre lleno de carencias en un país influido por el
automatismo y la técnica maquinista” (1996: 363). El resultado de esa experimentación, a mi
modo de ver, es una obra abierta que ambiciona desprenderse del cine industrial-masivo para
instalarlo dentro de un espacio poético-cinematográfico ligado al arte (o lo artístico), y que
anhela inscribir un conjunto de representaciones críticas de lo social a través de una estética
experimental y vanguardista. Toda esa innovación incluye también una nueva imagen de lo
popular: la de los sujetos subalternos como entes succionados por las fuerzas imperialistas y
su régimen de explotación económico-social, que se posiciona como una nueva matriz socio-
cultural –alienante y fetichista– que tiende a agringar lo mexicano.
Como señala Ticio Escobar, no se trata aquí de plantear que la producción del arte masivo-in-
dustrial no contenga un componente estético; a menudo lo tiene y muy bien suscrito, sin em-
bargo, por lo general, la industria cultural es un producto escasamente artístico, “y no precisa-
mente porque sea funcional, sino porque la estandarización industrial tiende a consumar las
formas impidiendo el efecto poético de choque, y a fijar las funciones estorbando la generación
de significaciones nuevas” (2008: 65). Revirtiendo el punto planteado por Ticio Escobar, se
puede concluir que obras como La fórmula secreta, que recurren a nuevas significaciones, que
279
buscan una poética de choque, requieren determinados instrumentos y capitales (culturales,
sociales, simbólicos, etc.) para decodificar la densidad del mensaje. Estos capitales e instru-
mentos no se encuentran universalmente distribuidos y, por lo tanto, quienes los poseen “se
aseguran beneficios de distinción, beneficios tanto mayores cuanto más escasos son los ins-
trumentos (como los que son necesarios para entender las obras de vanguardia)” (Bourdieu,
2008b: 11). En consecuencia, La fórmula secreta, en tanto cinematografía orientada hacia el
“cine-arte”, operó discursivamente no sólo como una obra que pretendía una ruptura con la
tradición fílmica mexicana de corte industrial-masivo, sino que al mismo tiempo se configura
como una cinematografía que opera, socialmente, como un dispositivo de distinción social.195
La película Los caifanes (1967) de Juan Ibáñez, también se enmarca dentro de esta tendencia
del nuevo cine mexicano por contar otras historias y explorar nuevos mecanismos narrati-
vos.196 Filmada en cinco episodios encadenados por la continuidad narrativa, la película de
Ibáñez quiere mostrar las diferencias sociales y culturales entre jóvenes de la clase dominante
–Paloma y su novio Jaime– y los jóvenes de la clase dominada –el Capitán Gato, el Estilos, el Az-
teca y el Mazacote–, conocidos como los caifanes. Al mostrar una serie de prácticas culturales,
de espacios sociales y de estilos de vida ligados al mundo popular, la película va dibujando una
subcultura con códigos propios que queda resaltada tanto por la fascinación que despierta en
Paloma como por el constante recelo de Jaime.
En este sentido, la película no pretende representar la subcultura de los caifanes, sino el modo
en que esa subcultura y esas formas de ser son presenciadas por estos dos jóvenes pertene-
cientes a la burguesía intelectualizada de Ciudad de México, y sus reacciones e interpretacio-
nes. Mientras Paloma está maravillada con este nuevo mundo popular, aventurero, libre y sin
normas sociales, su novio Jaime es reacio a confiar en ellos. De este modo, las aventuras de los
caifanes, como tribu urbana insubordinada, son vistas a través de la mirada romantizadora de
195
Volveré sobre la producción fílmica como dispositivo de distinción social en el capítulo sexto.
196
Tras la abrupta disolución de una fiesta de jóvenes burgueses intelectualizados, los novios Paloma y Jaime
deciden separarse del grupo y vagar por las calles de Ciudad de México. Un aguacero los pilla en la intemperie
y deciden refugiarse en un automóvil, supuestamente abandonado. Son sorprendidos por el Capitán Gato y sus
caifanes quienes amablemente les ofrecen acercarlos a algún lugar. Este encuentro dará inicio a una gira por los
cabarets, parques, funerarias, fondas y plazas públicas, donde se van mostrando distintas prácticas culturales
y espacios sociales ligados a lo popular. Paloma queda fascinada con los caifanes y sus exóticas formas de ha-
blar y maneras de ser que le muestran un mundo desconocido. Por su parte, los caifanes están fascinados con
la belleza de Paloma y se pavonean con actos y actitudes para llamar su atención. Mientras, Jaime, el novio de
paloma, se mueve entre la sospecha y la condescendencia. Al final de la noche Paloma romperá con su novio y
los caifanes seguirán su camino.
280
Paloma como un exotismo salvaje y esencializado. Se construye así una ideologización de los
sujetos populares en la medida en que son reducidos al binarismo riesgo/atracción.
En consecuencia, los caifanes son objetivados como sujetos subalternos que se movilizan den-
tro de lo social a partir de un carnavalismo desmadrado que recorre y se apropia de la ciudad
a partir de un “pensamiento salvaje” (en el sentido levistraussiano del término). Al ir en con-
tra de ciertas normas y convenciones sociales, los caifanes pretenden inscribir sus acciones y
pensamientos como un espacio indisciplinado, fuera de toda norma. Esta indisciplina es la que
maravilla a Paloma, porque ve en ello un territorio de libertad y diversión: roban coronas de
caridad, visten a una estatua, hacen “perro muerto” en la taquería, entran clandestinamente
a una funeraria, roban la guitarra a un ciego. Este conjunto de escenas delirantes y amorales
van siendo contrapuentadas por una gran cantidad de citas literarias.197 De modo que uno de
los aspectos que componen lo popular es, precisamente, el resto literario que les otorga a los
personajes populares un aura reflexiva.
Así las poco más de 20 cintas de cortometraje realizadas por la Cooperativa de Cine Marginal
entre 1971 y 1972 se propusieron llevar a cabo un registro puntual de la lucha y organización
obreras que por entonces pretendían romper de una vez por todas con el corrupto y mani-
pulador sindicalismo oficial encarnado por la adusta figura de Fidel Velázquez Sánchez, el
sempiterno líder de la Confederación de Trabajadores Mexicanos (Vega Alfaro, 2010: 4015).
197
Cabe señalar aquí que uno de los guionistas de Los Caifanes fue Carlos Fuentes.
281
A diferencia de lo que ocurría con algunos grupos cinematográficos en otros países de América
Latina, la Cooperativa de Cine Marginal no profesaba una militancia partidista, de modo que su
ideario político no estaba comprometido con las líneas de acción de tal o cual partido izquier-
da. Su causa estaba comprometida con el movimiento obrero a lo largo y ancho del país, siendo
ese el grupo al que estaban dirigidas las películas y al que se buscaba influenciar.
Es preciso destacar el trabajo desarrollado por la Cooperativa de Cine Marginal como un va-
lioso aporte para todos los demás cineastas que empezaron a conformar este movimiento.
Estrechamente ligada a la insurgencia obrera encabezada por los electricistas a principios
de los setenta, la cooperativa realizó una persistente labor que no se limitó a la producción
de filmes (Comunicados de insurgencia obrera, 10 de junio, etcétera), pues abarcó también la
distribución y la exhibición en los organismos sindicales y populares de varias regiones del
país. (Tello y Reygadas, 1988: 162).
282
militante (de la Vega Alfaro, 2010; Tello y Reygadas, 1988; Ayala Blanco, 1968).198
Dentro del contexto del cine independiente encontramos algunas películas que, si bien se pro-
ducen dentro del ámbito universitario, no pueden calificarse como un cine político-militante
de izquierdas, en tanto no presentan una mirada marcadamente emancipadora que ponga en
el centro del relato a los sujetos marginales y sus necesidades reivindicativas. La película El
cambio (1971) de Alfredo Joskowicz, 199 por ejemplo, posee una clara intención experimental
en la forma, principalmente al inicio del filme, pero en términos de representación de lo popu-
lar, la película deja entrever una mirada paternalista y conservadora. Es paternalista porque
la película al hablar del pueblo lo hace con la voz de los sujetos ilustrados que, con la mejor de
las intenciones, quieren organizar –aunque esto nunca se materialice– al pueblo sometido. En
este sentido, el pueblo es visto como aquellos sujetos (subalternos) que no tienen capacidad
de autodeterminación, de buscar ellos mismos sus propios caminos de defensa contra los po-
deres económicos y políticos que los oprimen, por lo que deben ser organizados por aquellos
sujetos ilustrados y conscientes que son los capacitados para mostrarles el camino de la eman-
cipación. Es conservadora respecto de la percepción que se tiene de lo popular, porque los
protagonistas cuando tienen la intención de conocer y entrar en contacto con el pueblo –algo
que tampoco se materializa en la película–, deciden que deben cambiar su aspecto para poder
ser aceptados por un grupo social.
198
El movimiento de cine independiente surgido en México a principios de los setenta ha sido estudiado por
algunos destacados historiadores del cine mexicano como María Guadalupe Ochoa (2007), que en su libro El
cine independiente, ¿hacia dónde?, reúne diversos artículos acerca del tema. También es destacable el libro de
Álvaro Vázquez Mantecón (2008), Superocheros. Antología del súper 8 en México, en donde se realiza una extensa
antología de cintas en dicho formato y en la que se destaca el “Contracultura e ideología en los inicios del cine
mexicano en súper 8”.
199
La película de Alfredo Joskowicz nos cuenta la historia de dos jóvenes, un fotógrafo y un diseñador gráfico,
que deciden abandonar la agitada y ruidosa vida de la ciudad e instalarse en un lugar apartado para llevar una
vida tranquila. Desafortunadamente, el lugar en donde deciden comenzar su nueva vida está siendo contamina-
do por la fábrica local, la cual compra las voluntades de los habitantes de la aldea y de sus autoridades. Después
que una de las novias se enferma por tomar agua contaminada, los jóvenes se dan cuenta que las autoridades no
les van a brindar ayuda alguna. Cuando se está celebrando un banquete, financiado por el gerente de la fábrica
para los habitantes y las autoridades del lugar, los dos jóvenes deciden echarle agua contaminada al gerente en
el momento en que realizaba un discurso. Los jóvenes arrancan y son perseguidos por la policía que al darles
alcance los matan.
283
ȅPero espérate, pensamos quedarnos a vivir aquí ¿no? Tenemos que ganarnos su confianza,
que nos acepten. Con ellos podemos aprender un chingo de cosas, cazar, pescar, para hacer-
nos la vida más fácil, ¿no?
ȅEs que todo tú lo quieres hacer súper pensado.
ȅSabes qué, hasta pienso que podríamos ayudarle a estos cuates…
ȅ¿En qué?
ȅEn tratar que se organicen en serio para protestar por la mierda esa, el desperdicio de la
fábrica que les está dando en la madre.200
No deja de ser curioso que, por un lado, la película de Joskowicz enuncie –a través de los prota-
gonistas– la intención de entrar en contacto con el pueblo, pero que eso nunca se materialice, y
por el otro lado, si bien el pueblo es nombrado y se habla de la necesidad de ayudarlos, tan sólo
hay una secuencia en la que se ve a un grupo de pescadores recogiendo las redes. Aquí el pue-
blo sólo emerge como algo que se menciona bajo el prisma ideológico de aquellos que hablan
en nombre del pueblo y “que consideran que es su deber tomar partido y defender la causa del
‘pueblo’, asegurándose así el beneficio que puede procurar, en las coyunturas favorables sobre
todo, la defensa de las causas justas” (Bourdieu, 2014: 20).
Una de las variantes más notables en la representación de lo popular del nuevo cine mexicano
es la película Canoa (1975) de Felipe Cazals. Basada en hechos reales ocurridos el 14 de sep-
tiembre de 1968 en San Miguel Canoa, un pueblo ubicado a diez kilómetros de la ciudad de
Puebla. La película nos cuenta la cronología de un linchamiento. Cinco jóvenes trabajadores de
la Universidad Autónoma de Puebla deciden ir a hacer montañismo en el volcán La Malinche.
El mal tiempo los obliga a buscar refugio en el pueblo, por lo que intentan conseguir aloja-
miento en la iglesia o en el ayuntamiento, donde son rechazados. En una tienda conocen a Pe-
dro García quien los invita a pasar la noche en casa de su hermano Lucas. Son días de conflicto
y efervescencia estudiantil en todo México y los cinco jóvenes son tomados por estudiantes y
agitadores comunistas. El pueblo, exhortado por el párroco, se convence de que los comunis-
tas vienen a robar niños y ganado, a quemar el pueblo y poner una bandera roja y negra en la
iglesia, así que deciden lincharlos.
La narración de estos sucesos trágicos con un acento documental, produce un relato realista
de un México rural en donde la modernidad, como progreso tecnológico y racionalidad secular,
200
Extracto de la película El cambio.
284
no tienen cabida. El pueblo de San Miguel Canoa es la expresión encarnada del predominio del
conservadurismo católico-reaccionario, que se manifiesta en la vigencia de unas estructuras
neocoloniales, que otorgan al cura del pueblo el poder absoluto para dominar y decidir sobre
la vida de los habitantes. La internalización y naturalización de la dominación ejercida por el
poder de la iglesia católica, hace que el mismo pueblo niegue y rechace la modernidad como
posibilidad de transformación de las estructuras sociales y de la organización social. Canoa
expone una realidad sociopolítica no cuestionada por la cinematografía latinoamericana de
los setenta, presentando a un pueblo que no tiene conciencia, alienado y hasta cierto punto
paranoico. El pueblo que nos presenta la película de Cazals es un pueblo hipermanipulado y
manipulable, que no ha accedido a la condición de sujeto porque funciona y se expresa como
masa, como turba impulsada por el deseo de destrucción irracional, que actúa y se moviliza
bajo la forma más deformada de participación política: el fanatismo.
Uno de los aspectos relevantes de la película Canoa, a mi modo de ver, es la violencia que ejerce
el pueblo en contra del pueblo. Ya hemos visto en los capítulos precedentes cómo la violencia
se constituye en un elemento que posee un trasfondo cultural dentro de la sociedad mexicana.
Es un elemento que atraviesa todo el siglo veinte y que inunda prácticas, saberes, discursos,
formas de ser y de actuar. Lo relevante, dentro del contexto de un nuevo cine, es que la película
nos revela una forma de violencia que hace del pueblo un verdugo de sí mismo. Y dentro de la
especificidad del caso real que la película relata, también deja entrever una de las peculiarida-
des alojadas en lo más profundo del ser cultural mexicano agobiado por el Estado moderno:
(…) entre el indio agachado y el pelado mestizo se tiende un puente o una línea que pasa por
los principales puntos de articulación del alma mexicana: melancolía-desidia-fatalidad-in-
ferioridad/violencia-sentimentalismo-resentimiento-evasión. Esta línea marca el periplo que
debe recorrer el mexicano para encontrarse a sí mismo, desde el edén rural originario hasta
el apocalipsis urbano. Hay muchas formas de recorrer este camino: de campesino a proleta-
rio, de hacendado a industrial, de cacique a funcionario, de soldadera a prostituta, de revolu-
cionario a burócrata. Pero los primeros pasos han sido marcados por el signo de la muerte,
de una muerte vivida y sufrida a cada momento en una forma supuestamente única por ser
exclusivamente mexicana (Bartra, 1987: 160).
En términos narrativos El apando alterna entre el pasado inmediato, los recuerdos y el presen-
te, sin establecer diferencias cualitativas entre lo que ha sido y lo que es. En este sentido, “los
momentos que pertenecen al pasado, al presente, al recuerdo y aquellos cuya acción es simul-
tánea, se yuxtaponen sucesivamente pero sin densidad ni perspectiva, no fluyen expresiva-
mente ni proporcionan una vivencia particular del tiempo y el espacio que, en principio, debe-
ría postular cada secuencia” (Mateo, 2005: 176). Cazals utiliza esta atemporalidad y los planos
generales y largos, para componer un ambiente carcelario que sitúa al espectador en el afuera,
en la exterioridad de las acciones y acontecimientos relatados, alejándolo de los aspectos emo-
cionales y psicológicos del acontecer dramático y la condición marginal-carcelaria-drogadicta
de los personajes. Esta exterioridad se fortalece con la lentitud de las secuencias y las escenas,
que obstaculizan las conexiones y desciframientos entre secuencias afines.
Uno de los aspectos interesantes para efectos de este trabajo, es la descripción que se hace del
submundo carcelario-drogadicto y el conjunto de relaciones de poder que lo regulan. La repre-
sentación del encierro penitenciario en la película hace del lumpen-proletariado una corpo-
ralidad urdida dentro de un contexto cultural marcado por el signo de la enajenación –moral,
psicológica y social-, en virtud de la cual el lumpen-proletariado se articula como marginali-
dad. Esta marginalidad entretejida por relaciones de poder y dominación, requiere ser navega-
da con un conjunto de procedimientos, dispositivos, tácticas y estrategias que fijan la imagen
y la representación de un lumpen-proletariado insidioso, en el que afloran “las maldades poco
confesables, las pequeñas astucias, los procedimientos calculados, [que] a fin de cuentas per-
miten la fabricación del individuo disciplinario” (Foucault, 2010: 359).
No deja de ser llamativo que uno de los aspectos recurrentes, en un grupo no menor de pe-
lículas del período, es la construcción de personajes marginales-populares que tienden a la
exento de tensiones- de relaciones de poder y dominación. Como ha mostrado Foucault, el cuerpo siempre está
inscrito dentro de un cerco político, un territorio (el cuerpo que se moviliza dentro de un entramado social) en
el que opera una diversidad de estrategias, dispositivos, discursos que hacen de “él una presa inmediata; lo cer-
can, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen
de él unos signos.” (2010: 35).
287
decadencia moral, política, económica y social. Muchos de los personajes se configuran como
parias sociales, como fuerza improductiva y cuerpo sometido, de esta manera se representa
una subalternidad que no logra ser docilizada por las redes disciplinarias que caracteriza a los
aparatos ideológicos del Estado (familia, escuela, trabajo, cárcel, etc.). Aunque no sea esa la in-
tención principal del filme, una de las películas en las que se grafica este proceso de decaden-
cia moral, psicológica y social, es Chin chin el teporocho (1976) de Gabriel Retes.204 Al graficar
las desventuras de un joven que habita en el popular barrio de Tepito en Ciudad de México,
la película va relatando, de manera fragmentaria y dispar, el descenso social que experimenta
Rogelio, el protagonista del filme. Este declive hacia las profundidades de la decadencia moral,
social y psicológica, está sellado por la pertenencia a un mundo popular que lo cerca, lo aturde
y lo circunscribe a la condición de teporocho,205 un outsider domesticado y docilizado por el
alcohol.
Chin chin el teporocho construye una representación del barrio de Tepito como un espacio en
el que se despliegan un conjunto de actividades ligadas, principalmente, a la juventud: comi-
das, paseos de domingo, formas de hablar, de comportarse, maneras de divertirse y modos de
hacer cotidianidad en el espacio público. En conjunto, estas prácticas y saberes conforman un
espacio sociocultural de corte popular, en el que cohabita el mundo del trabajo proletario con
la delincuencia, la moralidad con la inmoralidad, la posibilidad de llegar a ser con la imposibi-
lidad de poder ser. Lo popular emerge avasallado y tiranizado por la descomposición de una
vida marginal, violenta, drogadicta y alcohólica, que excluye y reduce socialmente a este sector
de jóvenes sin futuro, descentrados y periféricos; jóvenes inmersos en un drama humano que
los condena a la miseria, rodeados por policías corruptos, prostitutas y amigos traicioneros.
204
Basada en la novela homónima de Armando Ramírez, la película nos narra cómo Rogelio, apodado “chin chin”,
se convierte en un teporocho. Rogelio es un joven trabajador de supermercado, medio vago y borrachín, que
gusta de pasarlo bien con su grupo de amigos y va por la vida conquistando mujeres y bebiendo hasta altas ho-
ras en discotecas y bares. Rogelio, que vive con sus tíos y primos en una vecindad del popular barrio de Tepito en
Ciudad de México, conoce en una de las juergas a Michel, la joven hija de un español dueño de una prospera boti-
llería de barrio. Se ponen de novios y luego que él la desvirga son obligados a contraer matrimonio. Se casan y al
poco tiempo Michel queda embarazada. Deciden salir a celebrar el acontecimiento a casa de los tíos de Rogelio y,
de regreso en la botillería, sorprenden al español a punto de perpetrar un acto de pedofilia ayudado por Rubén,
uno de los amigos de Rogelio y novio de Sonia, la hija mayor del español. Se arma una trifulca y Rubén muere. El
español le sugiere que se largue y esconda y que se olvide de Michel. Rogelio termina siendo un teporocho más,
esos borrachos perdidos que deambulan por los barrios marginales del Distrito Federal.
205
En México se le dice teporocho a todos aquellos alcohólicos que beben por compulsión, que se han descuida-
do muchísimo y viven en una condición de calle. Se dice popularmente que los alcohólicos no pueden pronun-
ciar “tres por ocho” y que solo logran decir “teporocho”, de ahí que este término se haya popularizado, principal-
mente en el centro de ciudad de México. Otra versión dice que el término teporocho viene de la venta de un té
con aguardiente que se vendía por ocho centavos y quienes lo compraban pedían un “te por ocho”.
288
La película de Rates no plantea una mirada política sobre estas problemáticas sociales. Chin
chin el teporocho se construye como un muestrario de situaciones y anécdotas desprovistas de
cualquier intento de elucidación y deliberación que señale críticamente lo social, lo colectivo,
lo comunitario y lo público, como un aspecto central en la constitución del sujeto. En este sen-
tido, la mirada apolítica de la película construye, discursiva y narrativamente, una descripción
borrosa e individualista del mundo popular, que no elabora una perspectiva que cuestione
críticamente las relaciones de poder –exclusión social, precariedad, pobreza, etc.– que se des-
prenden de la vida de una comunidad popular de un barrio marginal de Ciudad de México.
Muchas de las películas de los años setenta tienden a minimizar o suprimir lo político como
elemento central del discurso fílmico, pero en contraste con lo que ocurría en el período pre-
vio, se desmitifica la mirada edulcorada e idealizada de la vida marginal que caracterizó al cine
de la época dorada. Un claro ejemplo de esto es la película Las poquianchis (1976) de Felipe
Cazals.206 En este filme se realiza un retrato descarnado no sólo del abuso abyecto de la pros-
titución, sino también de las implicancias sociales de una institucionalidad fallida. Al mostrar,
de manera tácita el grado de corrupción que afecta a la institucionalidad mexicana, la película
de Cazals realiza una crítica al entramado político-institucional; una crítica en la que se desnu-
dan los mecanismos implícitos de dominación que operan como redes de perversión y que, en
última instancia, suponen impunidades que articulan una realidad social despótica que afecta
a la institución global de la sociedad mexicana.
Cazals presenta un cuadro en el que no son sólo las clases dominantes las únicas y absolu-
tas poseedoras del ejercicio del poder de sujeción, sino que también retrata a ciertos sujetos
pertenecientes a las clases populares que se alinean y usufructúan de esta institucionalidad
fallida, principalmente a través de la prestación de servicios a las clases dominantes median-
te el “trabajo sucio”: prostitución, sicariado, etc. Ejemplo de ello es el abuso por parte de las
prostitutas más viejas sobre las prostitutas recién llegadas y que responde a la perdida de
humanidad, al envilecimiento que conlleva ser un cuerpo sometido y subordinado dentro de
un contexto social y político corrupto. Los que ocupan posiciones de poder someten a los que
206
Basada en hechos reales ocurridos en la ciudad de Guanajuato, la película nos cuenta el proceso judicial en
contra de las hermanas González Valenzuela –conocidas mediáticamente como las poquianchis-, que en los años
cincuenta regentaban varios prostíbulos y mantenían una red de trata de blancas, protegidas por las autorida-
des locales y estatales. El descubrimiento, en 1964, de fosas con cadáveres de jóvenes prostitutas asesinadas y
enterradas por órdenes de las hermanas González, destapó el grado de corrupción y criminalidad que rodeaba
no solo a estas controvertidas mujeres del hampa, sino a toda la institucionalidad mexicana.
289
están abajo y quienes intentan resistir a estos abuso terminan chocando contra una institucio-
nalidad plagada de agentes corruptos.
Con la película Las poquianchis Felipe Cazals cierra su trilogía del tremendismo iniciada con
Canoa y El apando, respectivamente. Es precisamente la crudeza desmitificadora y crítica de su
obra la que nos ayuda a comprender las diferencias estéticas, discursivas y representacionales
que se inscriben en algunas películas del nuevo cine mexicano y que marcaron un quiebre con
el cine industrial caracterizado por la época dorada. La representación de la prostitución que
se hace en Las poquianchis es el ejemplo más claro de estas diferencias, precisamente porque
es un tópico frecuente. En el cine mudo y el cine industrial, la prostitución era el destino natu-
ral de “mujeres manchadas” que habían dado un “mal paso” por lo cual debían purgar sus cul-
pas desempeñándose como prostitutas, un oficio que en estas películas no implicaba más que
una mala reputación e incluso podía llegar a ser hasta glamoroso y sofisticado. En la película
de Cazals la prostitución emerge como el territorio del domino absoluto sobre el cuerpo some-
tido y disciplinado a través de violencias físicas y psicológicas. Es el espacio de la corrupción
moral y social, una degradación que no se produce por el acto mismo de la compra de favores
sexuales o la venta del cuerpo como objeto sexual, sino por la corrupción institucionalizada,
anclada dentro del campo social mexicano. De modo que la película centra su atención en las
problemáticas ligadas al abuso del poder.
En la película El Lugar sin límites (1977) de Arturo Ripstein, se expone otra mirada al mundo
del prostíbulo.207 Ripstein muestra un prostíbulo que, si bien testimonia una cierta decaden-
cia social –producto de que el pueblo está siendo sometido a la hegemonía del cacique del
lugar–, éste no deja de ser un espacio de solidaridad, donde reinan una serie de lazos de amis-
tad y familiaridad, que hacen de la vida en el burdel un espacio de convivencia sufrida pero
amena. En este sentido, el mundo popular que envuelve a este burdel de pueblo perdido –si
207
Basada en la novela corta “El lugar sin límites” de José Donoso, la película de Arturo Risptein cuenta la si-
guiente historia: La Manuela, un travesti que regenta junto con su hija La Japonesita un prostíbulo en el perdido
pueblo de El Olivo, teme la llegada del joven Pancho, con quien tuvo un altercado, y que regresa en su camión
comprado con el dinero que le prestó don Alejo, cacique del lugar. La acción retrocede a los tiempos en que La
Japonesa regentaba el burdel y nos cuentan cómo logró hacerse con la propiedad luego de ganarle una apuesta
a don Alejo. Al finalizar la fiesta de investidura de don Alejo como diputado, La japonesa convence a La Manuela
de tener sexo con ella. La acción vuelve al presente. Después de pagar su deuda con don Alejo, Pancho va con su
cuñado Octavio al burdel de La Japonesita. Desde el gallinero donde se esconde, La Manuela ve como su hija es
maltratada por Pancho. Esto le da valor para aparecer vestido de andaluza y bailar ante Pancho “La leyenda del
beso”. En su actuación, La Manuela hace que Pancho baile con él y lo bese. Octavio ve eso y se lo reprocha a su
cuñado. Furioso por haber sido sorprendido, Pancho y Octavio persiguen a La Manuela por el pueblo hasta que
acaban matándola a golpes (Pérez Estremera, 1995).
290
bien no es un lugar idealizado como la vida campestre armoniosa y prístina que vemos en el
cine de rancheras de los años cuarenta–, sí se presenta como un espacio higienizado respecto
de las relaciones de poder y dominación.
Por otro lado, a diferencia de lo que se aprecia en el cine cabaretero de la época de oro, donde
los conflictos –como son el desamor entre la fichera (prostituta) y el galán de turno– suelen
estar dados por la pertenencia a una determinada clase social que jerarquiza y separa, en la
película de Ripstein, en cambio, la conflictividad está dada por la sexualidad. Por otra parte,
el vínculo que se establece entre la figura del cacique como ser supremo del pueblo expresa
una interesante mexicanización de las estructuras de poder en la película respecto al libro en
el que se basa. En la novela de José Donoso, son las instituciones políticas las que deciden no
proporcionarle más energía eléctrica al pueblo, pues ha quedado alejado del trazado de las
principales carreteras; en la versión cinematográfica es el cacique quien toma esa decisión
y asume el rol de suministrar la energía eléctrica según sus propios intereses. Si bien este
hecho es bastante periférico en la trama de la película, no deja de ser relevante para nuestro
análisis, pues habla del rol central que juega el caudillismo en las relaciones sociales y polí-
ticas en la ruralidad mexicana, donde lo caudillo-populista emerge como dispositivo político
de dominación.
Uno de los puntos interesantes en cuanto a diégesis y narración de las películas de Ripstein
en general y con El Lugar sin límites en particular, es la elaboración de historias y personajes
que dan cuenta de una cierta complejidad existencial. A diferencia de la inmensa mayoría de
las películas que hemos visualizado para este estudio, en este filme se advierte un desarrollo
más profundo de las relaciones sociales y de la historia que se quiere contar. Así, la trama de
la película se beneficia no sólo de una forma cinematográfica más sofisticada, sino también
por una densidad de las sensibilidades de los sujetos populares. La interioridad de los suje-
tos, sus tramas existenciales, sus búsquedas y temores son trabajados visual y verbalmente
para componer un espacio vital que privilegia una mirada autoral, que intenta poner un pun-
to de vista sobre lo que Michel Foucault (2013) ha denominado como: “la problematización
moral de los placeres”. En este sentido, la película El lugar sin límites, construye una discursi-
vidad que “trata temas como la pobreza, la miseria, la sexualidad humana poco convencional
de familias queered (o deformadas) por el capitalismo patriarcal y otros temas políticos de
291
interés en Latinoamérica, como el de la actual pervivencia del latifundismo y caciquismo neo-
feudales” (Grant, 2002: 259).208
La película Los Albañiles (1976) de Jorge Fons es una adaptación de la novela homónima de
Vicente Leñero y utiliza una trama policiaca para describir el entorno social de miseria, explo-
tación y corrupción a la que se ven enfrentados un grupo de trabajadores de la construcción
en ciudad de México. 209. La película construye una alegoría de la sociedad mexicana a partir de
las relaciones de poder enfermizas, la corrupción institucionalizada y la injusticia, una triada
que engendra rencor, desidia y enajenación. A través de una serie de flash back, Los Albañiles
yuxtapone pasado y presente para describir personajes y personalidades que tipifican modos
de ser mexicano: el resentido albañil Jacinto, el corrupto capataz “el Chapo”, el rebelde albañil
alburero “el Patotas”, el joven ingeniero bueno-para-nada Federico, el inocente peón Isidro, el
conflictivo plomero Sergio o el corrupto pederasta don Jesús.
Estos personajes de personalidades variadas comparten prácticas y saberes populares que les
permiten moverse dentro de un sistema policial y legal corrupto. Las vejaciones a las que son
sometidos los “sospechosos” por parte de los agentes judiciales, describe el modus operandi de
quienes utilizan la violencia para hacer “cantar” a cualquiera de los involucrados, visibilizando
los mecanismos de dominación del cuerpo. Por otro lado, en la vereda contraria, el honrado
inspector Munguía, evidencia la imposibilidad de alcanzar el éxito para quien asume una pos-
tura honrada y decente dentro de un sistema de judicial corrupto, puesto que al no recurrir a
los mismos métodos violentos que sus colegas, se ve enfrascado en un laberinto de interrogan-
tes, acusaciones y presiones desde las más altas esferas del poder judicial, que terminan por
empantanar la investigación. Si bien de alguna forma todos son culpables del crimen, el que
será finalmente sentenciado quizás sea el único inocente.
La película exhibe una diversidad de formas y estilos de socialización dentro del mundo obre-
ro. Así por ejemplo, la celebración en la obra de la fiesta del 3 de mayo sirve como telón de
208
Esta mirada intimista y autoral hizo que el cine de Ripstein fuera etiquetado, desde el cine militante y política-
mente comprometido de esos años, como un cine “limitado ideológicamente”, “extranjerizante”, “eurocéntrico”,
“literario” o “individualista”.
209
La película se inicia con el asesinato del velador de una unidad habitacional en construcción. Don Jesús, cojo,
borracho, ladrón, famoso por su mitomanía insaciable y su adicción a la marihuana, es ultimado a tubazos por
una mano desconocida. Isidro, un muchacho ayudante de albañil y confidente de Don Jesús, encuentra su cuerpo
a la mañana siguiente. El misterioso asesinato dará paso a una investigación policial desde donde se conjetura
que el asesino trabaja en la misma construcción. A lo largo de los interrogatorios, sale a la luz que cada uno de
los sospechosos —incluso el ingeniero de la obra— podría tener un motivo para haber cometido el crimen.
292
fondo para resaltar los momentos tópicos de la historia y a lo largo de la fiesta el filme va
conformando, como señala Alessandro Rocco (2011), “un ambiente cada vez más conflictivo,
caótico y grotesco, debido al aumento de la borrachera general, como principal elemento de
caracterización de la atmósfera del relato, haciendo de la simple indicación del transcurrir del
tiempo un elemento enriquecedor de la evolución dramática”.
Hasta el momento he analizado un corpus más o menos variado de películas en las que
predominan representaciones de prostitutas, trabajadores de la construcción, vagabundos,
pelados, drogadictos y campesinos que, de alguna u otra manera, rompen con algunos de los
moldes y fórmulas representacionales que caracterizaron a la época de oro. Para profundizar
en el análisis comparativo, parece apropiado analizar brevemente la representación de la
Revolución mexicana puesto que fue uno de los temas frecuentes en el período anterior. Para
ello tomaré una de las películas emblemáticas del período: Reed, México insurgente (1970) de
Paul Leduc, considerada como la primera (y última) gran producción del cine independiente
mexicano (Gutiérrez, 2005). 210 La película de Leduc muestra la revolución como una empresa
210
La película nos presenta a John Reed, un periodista y activista estadounidense que en 1911 cruzó la frontera
mexicana como corresponsal para cubrir los acontecimientos de la Revolución mexicana. A lo largo de un año
y medio Reed consigue ganarse la confianza de los revolucionarios y viaja junto al general villista Urbina por
el estado de Durango. Reed termina involucrándose activamente en el proceso revolucionario. La película de
Leduc nos presenta las historias recogidas por Reed entre los años 1913-1914 y está dividida en tres partes:
Refugiados mexicanos cruzan la frontera México - EUA, fines de 1913; Nogales, Enero de 1914; Villa asiste al
293
desorganizada, sin planificación por parte del ejército insurgente, y es ese aspecto de la repre-
sentación el que le asigna una realidad precaria y múltiple, en la que se suceden una diversi-
dad de acciones, sentidos y discursos acerca de la lucha y la visión de la realidad insurgente.
Al centrarse en la figura del periodista y activista John Reed, en su búsqueda por comprender
el conflicto armado y en su necesidad de involucrarse activamente en una lucha que ante sus
ojos es justa y necesaria, la película esboza un pueblo revolucionario “según el estatus ambi-
guo de los ‘figurantes’ (…) En la economía cinematográfica los figurantes constituyen, antes
que nada, un accesorio de humanidad que sirve de marco a la actuación central de los héroes,
los verdaderos actores del relato” (Didi-Huberman, 2014a: 153-154). De este modo, al narrar
los vínculos que establece Reed, principalmente con los mandos medios del ejército villista,
el pueblo emerge como silencioso, disponible, sufriente y marcado por una opacidad. Aquí el
pueblo es un figurante, no sólo estética y narrativamente como un telón de fondo constituido
por gestos, rostros y cuerpos borrosos que fuman un cigarrillo después de una batalla, que
conversan a la luz de una fogata o que cabalgan hacia la lucha incierta; también es figurante
de lo político, puesto que las razones de su participación en la lucha revolucionaria se revelan
como divagaciones poco racionalizadas, en las que confluyen ciertos ideales que no son en-
tendidos del todo. Así por ejemplo, al inicio de la película, luego de hacer presente al general
En otra escena, luego de que Reed es menospreciado por uno de los comandantes de Urbina
por ser “un gringo huertista” que no quiere pelear, el periodista mantiene una larga conver-
sación con un comandante amigo, en la que le habla de su vida y de sus temores; la escena
termina con las siguientes palabras del comandante:
Longino: … Además, Juanito te voy a llevar a las minas. A las minas de los españoles que nadie
las conoce, solo mi hermano y yo. Y tú vas a trabajar con nosotros, porque tú has estudiado y
sabes de técnica, ¿no Juanito? Y ahí vamos a trabajar, nos vamos hacer muy ricos, ¡más ricos
que nuestro general Urbina!213
Desde una lectura interpretativa estas dos secuencias fragmentariamente reseñadas, eviden-
cian la tendencia a despojar el discurso revolucionario del sentido de comunidad. De modo que
la película de Leduc hace de la comunidad de individuos un espacio para el realce del retrato
del periodista y activista estadounidense, conformando de esta manera un pueblo que se dibu-
ja en la pantalla como un grupo indefinido, sin contornos concretos que permitan la emergen-
cia del sujeto popular como miembro activo de la comunidad y que actúa en concordancia con
el interés general. De ahí que este pueblo representado por un grupo de individuos figurantes,
carece de valor actancial “porque no constituyen una fuerza activa del relato” (Gardies citado
en Didi-Huberman, 2014a: 155). Este pueblo como comparsa, que a ratos está estacionado, a
veces anclado y en otras sometido a una función decorativa, un figura que “representaría en
consecuencia algo así como una parte maldita del gran arte –y la gran industria– del cine” (Di-
212
Extracto de la película Reed, México insurgente.
213
Extracto de la película Reed, México insurgente.
295
di-Huberman, 2014a: 154).214
Como señala Octavio Paz (2012), la Revolución logró transformar y recrear a la nación a través
de la incorporación de sectores marginados del ideal de Estado-nación. Sin embargo, continua
el autor, “a pesar de su fecundidad extraordinaria, [la Revolución] no fue capaz de crear un
orden vital que fuese, a un tiempo, visión del mundo y fundamento de una sociedad realmente
justa y libre. La Revolución no ha hecho de nuestro país una comunidad o, siquiera, una espe-
ranza de comunidad” (2012: 188). En este sentido, la película de Leduc retrata precisamente
esa ausencia de comunidad que, en última instancia, es la que legitima y permite el progreso,
no sólo en términos de bienes materiales, sino también simbólicos y sociales. De este modo,
la Revolución mexicana, tanto en el formato cinematográfico como en su constitución históri-
ca-social, emerge como una aporía en la que vemos desfilar contradicciones y paradojas res-
pecto del pueblo y lo popular, a veces como un plural, en otras como una singularidad y, por lo
general, como un pueblo inhallable.
Al iniciar este capítulo realicé una breve síntesis del nuevo cine latinoamericano con el ob-
jetivo de fijar ciertos parámetros representacionales del pueblo y lo popular, dentro de una
cinematografía que emergía y se consolidaba en la región a partir de una visión rupturista
en la dimensión estética (o en el mundo de lo sensible), acompañada de un sentido social de
transformación (el cine como una práctica para la acción política). Esto me permitía situar al
cine de la época nueva como una práctica que, si bien responde a una diversidad de formas de
entender el cine, llevaba inscrita la intencionalidad de concientizar a los espectadores acer-
ca de los dispositivos de dominación, invitándolos a transformar mediante la acción (praxis)
dichos dispositivos. “De esta forma se piensa que el cine político tiene el poder de reunir la
utopía y la subjetividad, pues su fuerza maquínica es más adecuada para recuperar ese sal-
do emancipatorio que se repliega al interior de la modernización” (Ossa, 2013: 48). En este
sentido, el nuevo cine latinoamericano puede ser entendido como una tradición que, desde la
práctica y la crítica cinematográfica, hegemoniza el modo de hacer películas, convirtiéndolo
en una suerte de microcosmos que se instituye como un campo que, a primera vista, pareciera
214
Volveré sobre este tema en el capítulo sexto. No obstante ello, me parece necesario señalar que esta condición
del pueblo y lo popular como figurante es uno de los elementos transversales a la cinematografía mexicana del
siglo veinte.
296
predeterminar todo el campo cinematográfico latinoamericano de los sesenta y setenta. Una
suerte de priori histórico (episteme), que delimitaría, organizaría y determinaría las condicio-
nes de posibilidad material de los enunciados fílmicos de los años sesenta y setenta (Foucault,
1995a; 1995b).
De acuerdo con Fredric Jameson, no se trata de entender la situación de los sesenta como un
orden y “una historia orgánica anterior que buscaba una unificación expresiva por medio de
analogías y homologías entre planos totalmente distintos de la vida social. (…) Lo que está en
juego, entonces, no es una proposición sobre la unidad orgánica de los 60 en todo sus planos,
sino más bien una hipótesis sobre el ritmo y la dinámica de la situación fundamental en la que
se desarrollan esos planos distintos de acuerdo con sus propias leyes interna” (2012a: 576).
De este modo, el ritmo y dinámica del nuevo cine latinoamericano van a estar hasta cierto
punto condicionados por la situación interna de cada uno de los países y del contexto políti-
co-social de la región. De allí que cuando analizamos con detención la práctica cinematográfica
independiente, experimental, política-militante o autoral del cine mexicano de los sesenta y
setenta, vemos que esta difiere en forma y contenido respecto de otras manifestaciones fílmi-
cas realizadas dentro de determinados contextos histórico-sociales.
En Brasil o Argentina, por ejemplo, encontramos un cine (El Tercer Cine, El Cine de la Base o
el Cinema Novo) que se instituye como una práctica cinematográfica que tiene entre sus obje-
tivos luchar activamente en contra de las dictaduras militares que acosaban a esos dos países
durante los sesenta. Entretanto, en Cuba o Chile vemos la emergencia y consolidación de una
cinematografía que viene a participar activamente en la afirmación de un proyecto político
socialista. En el caso mexicano, en cambio, el cine se mueve dentro de un poderoso sistema
estatal, dominado por el partido único (el PRI), que logró conformar un entramado político y
burocrático que no por nada ha sido descrito como “la dictadura perfecta”: un poder absoluto,
pero camuflado; un poder total que no estaba centrado en la figura de un solo hombre (el dic-
tador), sino en la de un partido que institucionaliza y concentra el poder dentro de una esfera
partidista de hierro inamovible y eternizante, que juega un rol clave en el desarrollo de una
cultura oficial institucionalizada. A esto debemos sumarle la influencia geopolítica que ejerce
Estos Unidos y tenemos un contexto extracinematografico que se constituye en un factor silen-
cioso, pero persistente, de influencia y manipulación cultural.
297
Dentro de este contexto político-social, el cine mexicano buscó el camino para construir nue-
vas formas y sentidos de hacer cine. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió en países
como Chile, Cuba, Argentina o Brasil, donde el cine tenía la clara intención de incidir en el
debate público, participando activamente en la esfera política a través de un proyecto que
buscó romper con las estéticas dominantes e instalar un proyecto cinematográfico popular
y radical, mediante una práctica cinematográfica que echó mano de estrategias discursivas y
narrativas novedosas y unos practicantes que intentaron conformar una comunidad fílmica
(diversa, amplia e hibrida) unida en torno al objetivo de tener injerencia en las estructuras y
el devenir de la sociedad. En el cine mexicano esa intencionalidad comunitaria está ausente, o
más bien, reducida a su mínima expresión y sólo tibiamente esbozada en algunos filmes. Los
practicantes del nuevo cine mexicano nunca lograron cristalizar una comunidad que fuera el
corazón mismo de la producción cinematográfica. Por ello, lo político radical nunca se consti-
tuyó como un horizonte ideológico común que tuviera como objetivo la transformación radical
de la sociedad, a través de un cine concebido como una herramienta para la acción y la toma de
conciencia de la dominación de los sujetos subalternos.
Esto no quiere decir que en México no se produjeran películas bajo el signo de la acción po-
lítica, tal como hemos reseñado en las páginas anteriores. Ahora, más allá de que existiera o
no esta intencionalidad, lo interesante para efectos de este estudio es que a partir de los años
sesenta aparecen nuevos enfoques respecto de la representación de la pobreza y la margina-
lidad.215 Como sugiere Siboney Obscura (2010), la colaboración de escritores y dramaturgos
como guionistas y adaptadores (en algunos casos de sus propias obras), contribuyeron a rom-
per las fórmulas anquilosadas de la narrativa del cine industrial a través de la construcción
de una cinematografía independiente, que si bien recibía apoyo estatal –principalmente en el
sexenio de Echeverría–, este suavizó la censura y permitió que se construyeran representa-
ciones que dieran cuenta de la realidad social del país. La aparición de personajes populares
215
Fredric Jameson plantea que en los sesenta se produce un escenario sociopolítico y geopolítico en el que
emerge El Tercer Mundo como una categoría política encarnada por los movimientos de descolonización en
África, que no sólo son relevantes para el Tercer Mundo sino que “políticamente, los 60 del Primer Mundo le
deben mucho al tercermundismo en términos de modelos político-culturales” (2014a: 577). Es a partir de los
sesenta cuando surgen nuevas construcciones y posibilidades de sujetos que se vuelven políticamente activos
en pro de construir su propia historia e identidad. Sin embargo, nos dice Jameson, es “importante situar el surgi-
miento de estos ‘nuevos sujetos de la historia’ e ‘identidades’ colectivas en la situación histórica que hizo posible
ese surgimiento, y en particular relacionar el emerger de estas nuevas categorías sociales y políticas (los coloni-
zados, la raza, la marginalidad, el género, y así siguiendo) con una suerte de crisis en la categoría más universal
que hasta entonces había parecido subsumir todas las variedades de la resistencia social, a saber, la concepción
clásica de la clase social” (2014a: 579).
298
inmersos en escenarios de pobreza y marginalidad, contribuyó a la reflexión de la desigualdad
y exclusión social. Al respecto, Siboney Obscura señala:
La aportación de escritores como Carlos Fuentes, Ricardo Garibay, José Emilio Pacheco, Juan
Rulfo, Luis Spota o Gabriel García Márquez, y los dramaturgos Sergio Magaña y Vicente Le-
ñero, entre otros, fue visible en el diseño de historias de mayor complejidad y realismo, las
cuales intentaron reflejar al México contemporáneo a través de personajes que se salían de
los estereotipos frecuentados por el cine mexicano, sin imposturas o falsedades (2010: 107).
En el cine mexicano la crítica social se desarrolló con mayor fuerza durante la década de los
setenta, principalmente en el sexenio de Luis Echeverría, cuando la intervención estatal pro-
movió la creación de las empresas Conacine, Conacite I y Conacite II, la reapertura en 1972
de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas, la construcción de la Cineteca Nacional
en 1974 y la creación del Centro de Capacitación Cinematográfica en 1975 (Obscura, 2010). A
todo ello se sumó, a partir de mediados de los sesenta, la enseñanza de cine en el campo uni-
versitario. El resultado fue un conjunto de películas producidas o coproducidas por el Estado
que tomaron a los sujetos populares, la pobreza y la marginalidad, como materia prima para
las historias de una cinematografía que, como indica Siboney Obscura (2010), se puede clasifi-
299
car bajo tres grandes tendencias: la falsa denuncia, la representación neopopulista, y la visión
crítica y reflexiva. Estas tres grandes categorías no se dan de forma pura, sino que se produce
una hibridación en la que predomina una u otra tendencia.
La falsa denuncia la podemos entender como un tipo de cinematografía que pretende ser una
crítica social, pero que termina siendo un discurso sensacionalista de la pobreza y la margina-
lidad. Por medio de imágenes visualmente impactantes, se construyen relatos reduccionistas
y representaciones de los pobres más cercanos al estereotipo de la época de oro que a los del
cine político. Dentro de este tipo de cinematografía se privilegia, por ejemplo, una visión de la
migración campo/ciudad que hace del individuo migrante un sujeto en estado de degradación
moral, absorbido por la urbe, sin capacidad para domesticar la vida citadina. Películas como
Chin chin el teporocho o El hombre de papel, son representantes de esta tendencia en las que
implícitamente se plantea que los pobres deben resignarse a la miseria y la explotación, pero
en su lugar de origen (Obscura, 2010; Ayala Blanco, 1986).
300
La visión crítica-reflexiva, en cambio, es un intento por llevar a la pantalla nuevas represen-
taciones y nuevos discursos sobre la pobreza y la marginalidad. Se trata, por ejemplo, de des-
velar “los mecanismos de la corrupción en la administración pública y ciertas prácticas cul-
turales, como condicionantes del círculo de la miseria” (Obscura, 2010: 113). Dentro de esta
línea encontramos una diversidad de películas, desde aquellas en las que se intenta realizar un
retrato intimista con una mirada de autor (Arturo Ripstein), hasta aquellos filmes que buscan
develar aspectos inquietantes de la realidad social con una perspectiva marcadamente crítica
(Felipe Cazals). Si bien muchas de las películas proponen una visión crítica de las condiciones
y relaciones sociales de los sujetos populares, éstas se despliegan sobre la idea de una “cul-
tura de la pobreza”, en el sentido que Oscar Lewis (1980) le da a este término,216 es decir, se
conceptualiza la pobreza como un elemento más de la cultura de la marginalidad. Desde esta
perspectiva la marginalidad deja de ser presentada como una condición en las que operan,
casi exclusivamente, las variantes socioeconómicas para reinsertarla dentro de una estructura
sociocultural compleja, en la que la precariedad económica convive con una serie de estilos de
vida que implican racionalidades, saberes y discursos, que se articulan como dispositivos de
defensa y estrategias de subsistencia que permiten a los sujetos populares-marginales seguir
adelante en el intrincado camino de la sobrevivencia.
Como subraya Jorge Ayala Blanco (1968), el cine de autor mexicano de los sesenta encuentra
en Luis Alcoriza (Tiburoneros 1962; Amor y sexo, 1963; El oficio más antiguo del mundo, 1968)
uno de los precursores de un cine que se construye a partir de una estética propia con la que,
como sucede en Tiburoneros, se buscó romper con la retórica solemne de la época de oro,
utilizando puestas en escena que buscaban la naturalidad de las situaciones y actuaciones re-
curriendo a una sutil ironía. A partir de Alcoriza, según Ayala Blanco, se comienza a prefigurar
y expandir una cinematografía –que si bien es heredera de algunos de los postulados estéti-
co-discursivos de Luis Buñuel–, puede ser clasificada en cuatro grandes tendencias: 1° hacia
un cine de poesía subjetiva; 2° hacia un cine europeizante; 3° hacia un cine digno y aseado y 4°
hacia un cine instintivo (Ayala Blanco, 1968). Estas tendencias son a su vez subdivididas por
216
Oscar Lewis plantea que la cultura de la pobreza que emerge con la modernidad, conlleva “antagonismos de
clase, problemas sociales y necesidades de cambios. (…) La pobreza viene hacer un factor dinámico que afecta
la participación en la esfera de la cultura nacional creando una subcultura por sí misma. Uno puede hablar de la
cultura de la pobreza, ya que tiene sus propias modalidades y consecuencias distintivas sociales y psicológicas
para sus miembros” (1980: 17). Desde una mirada lewisiana, la cultura de la pobreza se configuraría como un
sistema de vida que mantiene una cierta estabilidad temporal en la que habrían un conjunto de transferencias
simbólicas, materiales y verbales de generación en generación.
301
el crítico mexicano en superior e inferior, donde el límite superior es entendido como “un cine
honesto, limpio y sincero, secuela del neorrealismo de la última etapa (…), a veces miserabi-
lista, buen observador de ambientes, costumbres y personajes, oscilante entre lo inmediato
afectivo y el disgusto de sí mismo” (Ibíd.: 392). En cambio, para el autor de La aventura del cine
mexicano el límite inferior se caracteriza por ser “un cine que rehúsa a dar la cara, cobarde,
impersonal que parece realizado por un asistente de director o por un funcionario oficial, es-
cudado en prestigios literarios y de taquilla” (Ibíd.: 392).
La clasificación de Ayala Blanco se vincula con la oposición binaria entre alta y baja cultura. Si-
guiendo a Andreas Huyssen (2006: 5), “la cultura de la modernidad se ha caracterizado, desde
mediados del siglo diecinueve, por una relación volátil entre arte alto y cultura de masas”. Para
Huyssen (2006) esta volatilidad se caracterizaría por la inscripción de lo otro evanescente de
la cultura de masas y donde es posible advertir “la posibilidad de un cambio histórico en la
percepción sensible, relacionado con un cambio en las técnicas de reproducción artística, un
cambio en la vida cotidiana de las grandes ciudades, y la naturaleza cambiante del fetichismo
de la mercancía en el capitalismo del siglo veinte” (Ibíd.: 38). Si nos centramos en el caso de
la cinematografía mexicana, estas transformaciones se materializan en la convivencia de tres
grandes tendencias cinematográficas, a saber, el cine industrial, el cine independiente o de au-
tor y el cine clase B.217 Estos cines no sólo operaron simultáneamente durante los años sesenta
y setenta, sino que en conjunto conformaron un estrato estético que, con mayor o menor grado
de influencia social, vinieron a consolidar una cultura de masas que actúa sobre el imaginario
social a partir de un sistema reificado de dos caras: alto versus bajo, riqueza versus pobreza,
elite versus popular; contribuyendo, de alguna u otra manera, a la continuación del dominio
burgués (Huyssen, 2006; Benjamin, 1989b).
En consecuencia, tanto el cine independiente, como el cine industrial o el cine clase B, conlle-
van elementos diferenciadores y de distinción de clase que, en última instancia, como hace
notar Pierre Bourdieu (2008b: 161), se constituyen en obras que permiten clasificar el mundo
217
Este tipo de cinematografía tendrá una fuerte presencia durante los años ochenta, por ello trabajaré sobre
el cine clase B en el siguiente capítulo, donde analizaré en profundidad las implicancias sociales, culturales y
políticas que se desprenden de la representación de los sujetos populares y la marginalidad en este tipo de ci-
nematografías. Sin embargo, durante los años sesenta y setenta emergen una serie de películas, principalmente
las que se conocen como Chili wéstern, que pueden ser clasificadas como un cine de bajo presupuesto. El Chili
wéstern, al ser una réplica del wéstern norteamericano y del espagueti wéstern, no posee elementos de lo popu-
lar mexicano propiamente tal, por ello he optado por no trabajar estos filmes.
302
Capítulo Quinto
racionalidad neoliberal y
subjetividad popular en la
representación fílmica de la
pobreza
Lo único universal del capitalismo es el mercado. No hay Estado universal porque
ya existe un mercado universal cuyos focos y cuyas Bolsas son los Estados. No es
universalizante ni homogeneizador, es una terrible fábrica de riqueza y de mise-
ria. Los derechos humanos no conseguirán santificar las “delicias” del capitalismo
liberal en el que participan activamente. No hay un sólo Estado democrático que
no esté comprometido hasta la saciedad en esta fabricación de miseria humana.
Gilles Deleuze (1996: 270)
Existe cierto consenso entre historiadores, economistas y cientistas sociales, al señalar que el
neoliberalismo se instala en México a partir del sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-
1994). También hay acuerdo respecto a que el neoliberalismo se instala -casi siempre- como
un proceso antecedido por una fuerte crisis económica que se sitúa, por lo general, como uno
de los elementos facilitadores para la implantación de las transformaciones de las políticas
económicas y sociales que el capital requiere para su expansión y engorde. En el caso mexica-
no, este proceso se inicia en las postrimerías del sexenio de José López Portillo (1976-1982),
que en 1982 enfrentó una dura crisis económica producto de la baja del precio del petróleo
a nivel mundial. La consecuente crisis inflacionaria llevó a devaluar el peso y se vaciaron las
arcas del Estado, por lo que el gobierno de López Portillo optó por nacionalizar la banca. Sin
embargo, fue el presidente Miguel de la Madrid (1982-1988), heredero de esta crisis, quien
impulsó las primeras medidas de corte neoliberal mediante un Programa Inmediato de Reor-
denamiento Económico (PIRE), con el cual buscó enfrentar la inflación, la devaluación del peso
y la cesantía y, una vez controlado esos índices, sentar las bases para la implementación de su
Programa Global de Desarrollo. Este programa estableció transformaciones estructurales que
apuntaban hacia la apertura económica, la desregularización del capital y la privatización de
empresas estatales, algo que se incrementaría y profundizaría con su sucesor, Salinas de Gor-
tari (Cárdenas, 2012).
Uno de los factores clave que van a permitir la instalación de una economía neoliberal a la
mexicana y que comienza a producirse a partir de la crisis de 1982, es la pérdida de poder
político de los trabajadores y sindicatos, mientras las asociaciones empresariales se fortalecen
políticamente, participando activamente en la esfera pública gracias a la transformación de
un Estado centralizado hacia uno privado y abierto. Este cambio de paradigma respecto de la
historia mexicana del siglo veinte, se manifiesta, principalmente en el vínculo que se establece
entre poder político y poder económico, mucho más integrado e indisoluble de lo que había
sido bajo la burocracia priísta, y que va a tener su punto culmine en el año 2000 cuando uno
de los empresarios más activos política y económicamente, Vicente Fox, asume la presidencia.
307
apertura económica y en los noventa el modelo quedó completamente implantado e integrado
a la realidad social, política, económica y cultural mexicana. De este modo, durante buena par-
te de los años ochenta y noventa, la agenda pública fue cooptada por una visión mercantilizada
que dejó fuera casi cualquier referencia al salario, la contratación, la seguridad laboral y el
bienestar de los trabajadores y sus familias. Paulatinamente, se fue desplazando del discurso
público el rol de los sindicatos en la democracia, se acallaron las voces que buscaban mecanis-
mos para una mejor distribución de la riqueza, la igualdad social, la salud y la vivienda, y en su
lugar -en los medios, las academias y en los gobiernos- el discurso se centró casi exclusivamen-
te en el ranking de la economía a nivel mundial, en el comportamiento de las exportaciones,
en los niveles de competitividad, en las alianzas estratégicas, en las cifras e índices. El único
objetivo era llevar a delante las reformas pendientes, aunque éstas implicaran un enorme sa-
crificio para la población, puesto que era fundamental para el “bienestar de la nación” que la
economía mexicana quedara instalada, de una vez por todas, dentro del mundo globalizado
(Rodríguez, 2012).
308
socialización que transformaron en buena medida las identidades, las relaciones sociales y de
poder en nichos destinados al consumo y a la mercantilización de las prácticas culturales y
saberes locales. Siguiendo a Roger Bartra (2013b) se puede argumentar que este modelo de
desarrollo económico origina un nuevo paradigma de socialización que inunda lo social, lo cul-
tural y lo político mexicano, mediante una serie de crisis y microcrisis que afectan y quiebran
el complejo sistema de legitimación y consenso social fundado en el modelo postrevoluciona-
rio, generando lo que Bartra llama la condición postmexicana. Ésta se puede entender, a gran-
des rasgos, como la perdida de legitimidad de las identidades y los imaginarios tradicionales
(que fueron las que dieron cierta coherencia y sentido social al colectivo durante el siglo veinte
mexicano); posibilitando el desarrollo y circulación de lo que Jürgen Habermas (2007) llamó
–para la realidad socio-histórica alemana-, formas postnacionales de identidad. De acuerdo
con Bartra (2013b: 53), “podemos hablar de una condición postmexicana, no sólo porque la
era del TLC nos sumerge en la llamada globalización, sino principalmente porque la crisis del
sistema político ha puesto fin a las formas específicamente ‘mexicanas’ de legitimación e iden-
tidad”.
Como señala Ignacio Sánchez Prado (2015), la instalación del neoliberalismo produjo una
tensión entre el cine mexicano, las instituciones culturales, la industria cultural y el contexto
sociopolítco. El cine mexicano de las últimas dos décadas y media, iniciado sobre todo con la
privatización de la infraestructura de las salas de exhibición durante el gobierno de Salinas de
Gortari, ha construido una estética y un imaginario que se distanció significativamente de los
paradigmas y el contrato social desarrollados sucesivamente en la época de oro, el cine arte
nutrido del legado de Luis Buñuel y el nuevo cine de la época echeverrista, y el cine de cariz po-
pular impulsado por el lópezportillismo. Estas nuevas estéticas e imaginarios se caracterizan
–nos dice Sánchez Prado-, por su relación estructural con la configuración del neoliberalismo,
no como política económica, sino como construcción ideológica que mantiene importantes
vínculos con los órdenes simbólicos e imaginarios que han permitido el acomodo cultural de
las clases medias y altas urbanas a las que se dirige buena parte de la producción actual, así
como los valores y desigualdades que el capitalismo avanzado engendra y naturaliza.
El presente capítulo reflexiona acerca de cómo el cine mexicano del período neoliberal contri-
buye en la circulación e instalación de la condición postmexicana. Para ello es necesario iden-
309
tificar ciertas relaciones de poder simbólico (identidades, cotidianidades, espacios sociales,
etc.) apreciables en las películas del período y valorar los alcances ideológicos inscritos en
las representaciones fílmicas de los sujetos marginales, sus prácticas culturales y relaciones
sociales. Parto del supuesto que la práctica cinematográfica, sea ésta de autor o comercial, va a
estar impregnada por un capitalismo que “parcializa la vida de los seres humanos y construye
en ellos, en sus consciencias, una imagen falsa (…) de sí mismos [que] aísla y cosifica a los indi-
viduos, y finalmente genera en ellos un estado de alienación” (Rojo, 2014a: 107).
En tal sentido, se puede argumentar, siguiendo a Félix Guattari (2006b), que las relaciones
de producción económica y las relaciones de producción subjetivas no se contraponen, sino
que se entretejen dentro de un sistema de redes y de relaciones jerárquicas y jerarquizantes,
estructurales y estructurantes, que son al mismo tiempo materiales y semióticas.219 La insta-
lación de un orden social como el neoliberalismo, no logra su hegemonía únicamente con la
conquista del poder económico, puesto que para controlar las relaciones sociales y las relacio-
219
Siguiendo a Guattari (2006b:41), podemos argumentar que “esa producción de competencia en el dominio
semiótico depende de su confección por el campo social como un todo: es evidente que para fabricar un obrero
especializado no existe sólo la intervención de las escuelas profesionales. Existe todo lo que pasó antes, en la
escuela primaria, en la vida doméstica, toda una suerte de aprendizaje que consiste en habitar la ciudad desde
la infancia, ver televisión, en definitiva, estar inmerso en todo un ambiente maquínico”.
310
nes de producción requiere también conquistar las relaciones de poder cultural y simbólico
(subjetividades, imaginarios, cotidianidades) que se despliegan dentro del entramado socio-
cultural y político. De ahí, que “la producción de la subjetividad constituye la materia prima de
toda y cualquier producción” (Guattari, 2006b: 42).
En suma, sostengo que el cine mexicano del período neoliberal dibuja lo popular como un
territorio ideológico –racional, simbólico y estético- en pugna. Un territorio que es necesario
conquistar para lograr modelar los comportamientos, las sensibilidades y las relaciones socia-
les. Para ello es fundamental producir (fabricar) una subjetividad de lo popular, en la que el
sujeto subalterno es desprendido de su condición colectiva para que florezca inexorablemente
el sujeto individualizado, es decir desclasado.
Todo lo que es producido por la subjetivación capitalística220 –todo lo que nos llega por el len-
guaje, por la familia y por los equipamientos que nos rodean- no es sólo una cuestión de ideas
o de significaciones por medio de enunciados significantes. Tampoco se reduce a modelos de
identidad o a identificaciones con polos maternos y paternos. Se trata de sistemas de cone-
xión directa entre las grandes máquinas productivas, las grandes máquinas de control social
y las instancias psíquicas que definen la manera de percibir el mundo (Guattari, 2006b: 41).
Develar esa racionalidad y sus implicancias sociales, culturales y políticas inscritas en la repre-
sentación fílmica de la pobreza y la marginalidad dentro del contexto neoliberal mexicano será
el objetivo de este subcapítulo.
Terry Eagleton (2011: 16) ha expuesto los diversos mecanismos conceptuales que le per-
mitieron a Marx configurar y desarrollar “la más perspicaz, rigurosa y exhaustiva” crítica al
capitalismo, proporcionándonos de paso las primeras herramientas teóricas que vinieron a
desmantelar –desde una perspectiva radical y comprometida socialmente- la estructuración
y el funcionamiento de este sistema. Su vigencia –nos dice Eagleton- radica en haber logrado
exponer consistentemente la naturaleza siempre cambiante del sistema capitalista.221 De este
220
Como nos recuerda Suely Rolnik en una nota aclaratoria al texto de Félix Guattari. quien “agrega el sufijo
‘ístico’ a ‘capitalista’ porque le parece necesario crear un término que pueda designar no sólo a las llamadas
sociedades capitalistas, sino también a sectores del llamado ‘Tercer Mundo’ o del capitalismo «periférico», así
como de las llamadas economías socialistas de los países del Este, que viven en una especie de dependencia y
contradependencia del capitalismo. Dichas sociedades, según Guattari, funcionaban con una misma política del
deseo en el campo social; en otras palabras, con un mismo modo de producción de la subjetividad y de la rela-
ción con el otro” (2006:27-28).
221
No olvidemos, nos dice Terry Eagleton (2011: 16), que es “precisamente al marxismo al que le debemos el
311
modo, desde la óptica de Marx, el capitalismo se constituye como una organización social, po-
lítica y económica que está en permanente transformación, manifestándose como un “sistema
inmanente que constantemente desplaza sus límites y constantemente vuelve a encontrarse
con ellos a una escala ampliada, ya que el límite es el propio Capital” (Deleuze, 1996: 268). El
capital como límite implica la reproducción constante de un modelo que no es capaz de aven-
turarse más allá de su frontera autoimpuesta (el capital mismo), de ahí que el neoliberalismo
“actuará antisocialmente si le resulta rentable hacerlo” (Eagleton, 2011: 21).
El capitalismo neoliberal puede ser entendido, siguiendo a Góran Therborn (1999: 31), como
“una superestructura ideológica y política que acompaña una transformación histórica del ca-
pitalismo moderno”. La tesis de Therborn sugiere que a partir del neoliberalismo se instala un
entramado económico, político, social y cultural que promueve un conjunto de transforma-
ciones en distintos ámbitos y que tienen como finalidad llevar al capitalismo hacia un nuevo
estadio de realización y producción. En tal sentido, los procesos actuales de globalización de la
economía, de la política y de las comunicaciones no sólo manifiestan una tendencia a la unifor-
mización cultural, sino también tienden a polarizar el mundo –como diría Deleuze (1996)- en
una espantosa fábrica de riqueza y miseria, en la que las desigualdades de todo tipo se vuelven
cada vez más visibles y próximas.
Para el capitalismo neoliberal todo puede ser reducido a un intercambio económico, siempre y
concepto de las diferentes formas históricas del capital: mercantil, agrario, industrial, monopólico, financiero,
imperial, etc.”
312
cuando genere una ganancia para el capitalista inversor. Como nos apuntan Deleuze y Guattari,
si toda la economía política y toda la política económica que reina sobe el mundo globalizado
se configura ante nuestros ojos como “un todo global, unificado y unificante, (…) [es] precisa-
mente porque implica un conjunto de subsistemas yuxtapuestos, imbricados, ordenados, de
suerte que el análisis de las decisiones pone de manifiesto todo tipo de compartimentaciones
y de procesos parciales que no se continúan entre sí sin que se produzcan desfases o desvia-
ciones” (2012: 215). Al operar sobre la base de desplazamientos simbólicos, yuxtaposiciones
jerárquicas y segmentaciones excluyentes, el neoliberalismo se articula como un sistema eco-
nómico total y totalizante que, al mercantilizar las distintas esferas de la vida pública y priva-
da, logra transformar la subjetividad del pueblo y lo popular en una masa cosificada e instala lo
que Félix Guattari (1996: 146) ha denominado “una suerte de revolución de las mentalidades”.
Esta revolución neoconservadora hace de hombres y mujeres sujetos masificados, desclasa-
dos y sometidos “que ya no luchan contra el capital sino contra el hecho de que el capital ni
siquiera se interese por ellos” (Pál Pelbart, 2009: 88).
Dentro de esta lógica, la vida cotidiana, el espacio público, los sujetos y las subjetividades en-
tran en un procesos de individualización en las que el mercado y el consumo se posicionan
“como eje articulador de la mayor parte de las prácticas sociales” (Santa Cruz, 2000). La lógica
mercantil trae consigo la exaltación de la ley de la oferta y la demanda como verdad absoluta e
inapelable, y hace del consumo masivo de bienes suntuarios un valor social al que todo sujeto
debe aspirar. Esta vorágine mercantilizadora invade también la idea de la identidad nacional,
generando un nacionalismo de mercado. Como ha observado Tomás Moulian (1998: 18), las
“sociedades capitalistas necesitan consumidores ávidos, ellas necesitan instalar el consumo
como necesidad interior”. Cuando esto se logra, el capitalismo neoliberal hace del consumo
un territorio de deseo primordial y, con ello, la existencia y el reconocimiento social de los
individuos fluctúa a partir de la exhibición de sus posesiones materiales, las cuales se vuelven
elementos simbólicos de distinción y control social.222
Estas falsas necesidades que el capitalismo neoliberal ha instalado como deseo primordial
responden, como apunta Grínor Rojo (2006), al hecho de que se trata de un sistema econó-
222
No obstante este inagotable proceso de distinciones y control social que el capitalismo neoliberal construye
y reconstruye a cada instante, es importante tener presente que, “una constante del capitalismo sigue siendo la
extrema miseria de las tres cuartas partes de la humanidad, demasiado pobres para endeudarlas, demasiado
numerosas para encerrarlas: el control no tendrá que afrontar únicamente la cuestión de la difuminación de las
fronteras, sino también la de los disturbios en los suburbios y guetos” (Deleuze, 1996: 284).
313
mico totalitario que hegemoniza y subyuga lo social, lo político y lo cultural, bajo un orden
que requiere construir relaciones adquisitivas y que se basa en una condición que es nuestra
perdición: si no se expande muere; si se fatiga, perece. La causa de esta fatalidad –nos dice
Grínor Rojo- no es sólo ideológica sino también estructural, puesto que el objetivo supremo
del neoliberalismo es la acumulación de capital a través de la ganancia y, por consiguiente, se
genera la necesidad constante de expandir el capital invertido, puesto que para el capitalista
la producción sólo alcanza su razón de ser cuando obtiene un beneficio neto, esto es, la ganan-
cia líquida sobre todos los desembolsos de capital por él desembolsados (Luxemburgo, 1968;
Rojo, 2006).223
La hegemonía neoliberal también produce lo que Gilles Lipovetsky (2007) ha denominado “el
creciente proceso de personalización” de las sociedades contemporáneas. Este proceso puede
ser entendido como la aparición de una nueva forma de organización social que surge con
el capitalismo tardío, en la que se establecen una serie de alianzas y redes entre dos lógicas
antinómicas: el retroceso del poder disciplinario y el avance del posmodernismo. Esto trae
como resultado un cambio en los modos de vida y en las modalidades de socialización a partir
de un modelo que se sustenta en la seducción y el hedonismo individual como mecanismo de
socialización.
Este nuevo paradigma habilita nuevas y resignifica viejas prácticas culturales a partir de la
afirmación y el impulso de nuevas formas de consumo. El resultado final es la reificación de los
asuntos de interés general, la cosificación de éstos como mercancías y la consecuente pérdida
de la participación política en los asuntos de interés colectivo, transformando al ciudadano en
un sujeto que se preocupa por su individualidad. Lo social se configura como un mosaico de
posibilidades que adquieren interés para el individuo solo cuando responden a la satisfacción
de sus necesidades personales. De esta manera, lo social deja de ser una relación colectiva y
comienza a ser colonizado por relaciones individuales que personalizan y mercantilizan las
relaciones sociales.
223
El capitalismo neoliberal, como nos ha enseñado Pierre Bourdieu, se ha consolidado como una revolución
neoconservadora que actúa sobre los sujetos y las subjetividades exaltando el progreso, la razón o la ciencia
como herramientas que justifican la instauración de determinadas normas que se convierten en reglas ideales
y universales. Pensemos brevemente en la lógica que mueve el mundo económico hoy en día y, nos daremos
cuenta, que la ley del libre mercado actúa no sólo como la ley del más fuerte, sino también como una fuerza
simbólica en la cual se difunde, bajo una difusa palabrería compuesta por una serie de conceptos –globaliza-
ción, flexibilidad, desregularización- que apelan, gracias a sus connotaciones liberales o libertarias, a darle una
fachada de libertad y liberación a una ideología conservadora que se presenta como contraria a toda ideología
(Bourdieu, 2002g).
314
Otro de los triunfos ideológicos del capitalismo neoliberal es haber logrado estructurar el mito
del consumo como felicidad. El mito que vincula la satisfacción personal con la abundancia y
la multiplicación de objetos y servicios, de bienes materiales y simbólicos, contribuyen a crear
una mentalidad consumidora que ha consolidado sociedades culturalmente arraigadas en rela-
ciones mercantiles de consumo individual y masivo, donde las necesidades y recompensas de
los consumidores se establecen y se reproducen como fuerzas productivas, tan racionalizadas
y forzadas como cualquier otra fuerza de producción (Baudrillard, 2009).
Siguiendo algunos de los planteamientos de Neil Postman (2001), podemos argumentar que
nuestra sociedad de consumo se encuentra más próxima a la visión descrita por Aldous Huxley
en Un mundo Feliz y no tanto a la visión presentada por George Orwell en 1984. Contraria-
mente a la creencia generalizada –nos dice Postman- Orwell y Huxley no profetizan la misma
cosa. Para Orwell los sujetos y las subjetividades son subyugadas por el delirio y la opresión
impuesta exteriormente por el ojo mecánico del Gran Hermano; mientras que Huxley no re-
quiere de un Gran Hermano que prive a la gente de su autonomía, de su historia y de su deve-
nir; por el contrario, las personas han llegado a amar su opresión porque ella implica placer y
felicidad. Si Orwell temía que se llegaran a prohibir los libros, Huxley teme que no haya razón
para prohibirlos porque ya no habrá interés en leerlos; si en 1984 se luchaba en contra de la
falta de información, Huxley sospecha, en cambio, que la abundancia de información nos re-
duzca a una condición de entes pasivos y egoístas; si en 1984 la gente es controlada mediante
el dolor, en Un mundo feliz la gente es controlada mediante el placer; si Orwell temía que lo que
odiamos terminara arruinándonos, Huxley temía que lo que amamos fuera nuestra decaden-
cia (Postman, 2001). La sociedad de consumo que nos gobierna hoy en día, se encuentra más
cercana metafórica e ideológicamente a la posibilidad planteada por Huxley y no la de Orwell.
El mundo feliz al que nos conduce el capitalismo neoliberal es, como ha observado Gilles Li-
povetsky (2010: 31), el de una felicidad paradójica en el que “toda la cotidianidad está im-
pregnada del imaginario de la felicidad consumista, de sueños playeros, de ludismo erótico,
de modas ostensiblemente juveniles”. Se ha instaurado toda una mitología del cuerpo y de la
juventud eterna y radiante, suprimiendo certezas de antaño y construyendo un mundo social,
cultural y político cada vez más propenso a la vida en el presente, a la satisfacción inmediata, a
la privatización de la vida y a la autonomización de los sujetos frente a las instituciones colec-
315
tivas. Se vislumbra la ruptura de la antigua modernidad disciplinaria y autoritaria, y emerge
una posmodernidad que va estableciendo su control y dominio desde la seducción y el deseo,
fragmentando el mundo social en una multiplicidad de segmentos. El consumismo paraliza las
relaciones intersubjetivas, comunitarias y públicas, puesto que reduce nuestro interés por los
otros, por la comunidad y lo público.
Este nuevo orden social no se reduce exclusivamente a exacerbar un ego individualizado in-
merso en una existencia de consumo que lo consume y lo aleja de lo social-comunitario, sino
también trae consigo lo que Marx llamaba subsunción del trabajo (asalariado) al capital. Si en
el pasado el trabajador se veía sometido por el capital dentro de la fábrica, en un determinado
momento de la expansión capitalista ese mismo trabajador pasó a ser sometido por el capital
fuera de la fábrica. La famosa frase de Henry Ford acerca de que sus trabajadores también
deberían ser sus clientes, implicó un largo proceso ideológico de aculturación del trabajador
como consumidor. De este modo, como nos recuerda Peter Pál Pelbart:
La sujeción del trabajador, por consiguiente, se extendió en varias direcciones: a las máqui-
nas técnicas (los bienes de producción), a las máquinas domésticas (los bienes de consumo
de masas), a los equipamientos colectivos que deberían garantizar el funcionamiento conti-
nuo del circuito y su diaria reanudación, a las máquinas sindicales que pretendían represen-
tar al conjunto de los trabajadores. Pero, en todos los casos, la sujeción se daba a partir de la
independencia de un sujeto, de una subjetividad soberana, que sólo se actualizaba por medio
de la sumisión voluntaria a las condiciones capitalistas de producción, consumo y circulación
(2009: 89).
Por otro lado, con el capitalismo neoliberal la subsunción del trabajo en capital implica una
nueva concepción del uso social del tiempo. Siguiendo algunos de los planteamientos de Eric
Alliez y Michel Feher (1988), se puede argumentar que en el neoliberalismo, cada sujeto pro-
duce (trabaja) apuntando hacia la obtención de una satisfacción final (comprar, viajar, etc.),
pero los individuos dedican más tiempo apuntando a adquirir esa satisfacción que usufruc-
tuando de ella. Como ha observado Pál Pelbart (2009: 93), en la actualidad el objetivo consiste
en “adquirir cada vez más medios para ganar tiempo, para tener más tiempo, para tener más
tiempo libre. Pero cuanto más tiempo libre quiere tener el trabajador y comprar artefactos
para poder librarse de las tareas que le toman tiempo, tanto más tiempo invierte trabajando
para adquirir dichos artefactos”. En este sentido, si en el pasado el capital se presentaba como
316
un dispositivo que proporcionaba trabajo, en la actualidad el capital se presenta como un dis-
positivo que en apariencia entrega tiempo, pero que en la práctica no es más que la esclavitud
del trabajador en pos de un tiempo que nunca llega.
El antiguo régimen de sujeción capitalista concedía un tiempo libre –aún si ese tiempo libre
era controlado–, para que la fuerza de trabajo se recompusiera, se reconstituyera. Ahora, el
neocapitalismo tiende a invertir ese mismo tiempo libre en nombre del crecimiento de satis-
facciones finales, y con eso el capital tiende a subsumir la integralidad del tiempo. El tiempo
libre se convirtió en tiempo esclavizado, tiempo invertido en ganar tiempo. En la informática
doméstica, entre otros muchos ejemplos triviales, esa frontera entre trabajo, entretenimien-
to, hipnosis y fetiche se diluye, en un esfuerzo constante por optimizar el propio desempeño
(Ibíd.: 93).
En consecuencia, el nuevo orden social fomenta la utilización de todos los artificios necesa-
rios y todos los caminos posibles para hacer rentable el uso social del tiempo. Para ello se
establecen nuevos criterios sociales, económicos y políticos que transforman el orden de lo
sociocultural. Esto se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de que “el sujeto ya no se somete a
reglas, sino que invierte en ellas, tal como se hace una inversión financiera: quiere hacer rendir
su cuerpo, su sexo, su comida, invierte en las más diversas informaciones para rentabilizarse,
para hacerse rendir, para hacer rendir su tiempo” (Ibíd.: 92). El capital como dispositivo con-
trolador del tiempo engendra lo que Zygmunt Bauman (2004) ha denominado modernidad
líquida; es decir, con el capitalismo neoliberal algunas instituciones sociales, ciertos estilos de
vida, formas de relacionarse socialmente que se encontraban enraizadas en el andamiaje de la
sociedad, comienzan a sufrir mutaciones culturales (la familia, la escuela, el barrio, el trabajo,
etc.). Uno de los resultados de esta modernidad líquida es lo que Michel Maffesoli (2005: 92)
ha descrito como “territorio flotante” donde los “frágiles individuos” se topan con una “reali-
dad porosa” que los envuelve dentro de un territorio en el que sólo pueden encajar personas y
cosas ambiguas, fluidas y fluviales donde “la realidad en sí no es más que una ilusión, siempre
flotante, y no puede ser aprehendida más que en su perpetuo devenir”.
317
de libros, inscritos en los Film Studies, que tratan sobre cine mexicano en la era neoliberal. En
su conjunto estos textos, que son bastante complementarios, permiten hacer una reflexión crí-
tica sobre los cambios estéticos e institucionales reflejados en la producción mexicana a partir
de la década de los ochenta (Sánchez Prado, 2015).
El libro de Misha MacLaird (2013) Aesthetics and politics in the mexican film industry, se con-
centra en analizar los cambios ocurridos a partir de la crisis económica de 1994 y las conse-
cuentes transformaciones en la industria cinematográfica mexicana, centrándose en la priva-
tización y reconfiguración de las relaciones entre ciudadanía y audiencia. MacLaird (2013)
despliega distintos puntos de vista respecto a la cinematografía neoliberal y desarrolla el con-
cepto de “neo-tremendismo autoritario”, que emerge y se impone a partir de la relación entre
censura y sensacionalismo. La autora plantea que la emergencia de tropos de realismo y vio-
lencia constituyen, junto con la transnacionalización del cine y la emergencia del cine inde-
pendiente, las bases para la articulación de una cinematografía neoliberal. Uno de los méritos
de este libro fue el de abrir una nueva línea de análisis sobre la relación entre cine mexicano y
neoliberalismo, vinculando la producción fílmica a fenómenos socioculturales. Como sugiere
Sánchez Prado (2015), MacLaird fue la primera persona en haber intentado leer el cine mexi-
cano contemporáneo como fenómeno en sí mismo y no como un conjunto de filmes en los que
sólo importan aquellos que han alcanzado la transnacionalización. La investigadora evalúa
una amplia selección de películas, producidas desde la década de 1990 hasta el presente, con
la finalidad de desmitificar este período. Para ello, toma en consideración cómo han cambiado
los métodos de producción, la demografía de la audiencia y los planteamientos estéticos a lo
largo de las últimas dos décadas, y cómo estos cambios se relacionan con las transiciones de
México a un sistema político democrático y una economía de libre mercado.
El libro Mex –ciné. Mexican filmmaking, production, and consumption in the twenty-first century
(2013) de Frederick Aldama, es un intento por demostrar la relación cognitiva que mantienen
los filmes con sus públicos. A través del análisis de una variedad de filmes, el autor busca dar
cuenta de las técnicas cinematográficas y los efectos ideológicos y estéticos que estas técnicas
tienen en su interacción entre cognición del público y el contexto social. Al centrarse en los
modos de construcción cinematográfica (la forma), el libro contribuye a develar como los di-
rectores mexicanos contemporáneos utilizan un conjunto de dispositivos técnicos, estructuras
318
compositivas, caracterizaciones y retóricas específicas en la construcción de sus películas, que
les permiten guiar las facultades perceptivas, emotivas y cognitivas de sus audiencias idea-
les, al mismo tiempo que provee el contexto histórico en el que estas películas son hechas y
consumidas. En tal sentido, Mex-ciné se constituye como una investigación multidisciplinaria
del cine mexicano contemporáneo que combina el estudio de la industria, la técnica y la so-
ciopolítica con el análisis de los modos de recepción a través de la teoría cognitiva. El objetivo
central de Aldama es hacer visible la industria fílmica mexicana del siglo XXI y las facultades
cognitivas y emotivas involucradas en crear y consumir su conjunto de obras dentro de un con-
texto neoliberal. De este modo, el libro de Aldama no sólo posiciona las películas mexicanas re-
cientes dentro de su contexto histórico, cultural e industrial, sino que al mismo tiempo analiza
las películas como puntos de partida (o mapas) diseñados para elicitar y elucidar patrones de
pensamiento y emoción en los espectadores.
El trabajo de Paul Julian Smith Mexican screen fiction: between cinema and television (2014)
se concentra en examinar el florecimiento de la ficción audiovisual en México desde el 2000,
tomando en consideración el cine y la televisión, persiguiendo pesquisar las influencias mu-
tuas entre ambos medios. Plantea que el auge del cine mexicano emerge a partir de las trans-
nacionalización de películas como Amores Perros (2000) de Alejandro González Iñárritu o Y tú
mamá también (2001) de Alfonso Cuarón. Sostiene que las películas mexicanas muestran en la
actualidad una gama más amplia y diversa en comparación con el resto de América Latina, des-
de el cine arte a las populares películas de género, y con directores de renombre internacional
que han logrado posicionarse en el difícil mercado hollywoodense. Al mismo tiempo, sugiere
que la televisión ha ampliado su producción, yendo más allá de las telenovelas para producir
series y miniseries de mayor valor estético. Argumenta que en la actualidad la televisión se
ha ido configurando como uno de los principales referentes constructores de imaginarios e
identidades, y que hoy en día, producto de esta posición de privilegio, la televisión reclama el
derecho a ser la narrativa nacional, gracias a su dinamismo y penetración en las audiencias. En
este trabajo el autor aborda algunas películas poco analizadas y se involucra con temas emer-
gentes, que incluyen la violencia, la cultura juvenil y los festivales de cine.
Existen otras investigaciones anteriores a estas cuatro que he reseñado. Una de ellas es el
libro de Andrea Noble (2005) Mexican national cinema en el que la autora desarrolla una his-
toriografía del cine mexicano. Otro libro interesante es el de Claudia Schaefer (2003), Bored
to distraction. Cinema of excess in end-of-the-century Mexico and Spain, en el que trabaja las
nociones de aburrimiento y entretenimiento en la coyuntura neoliberal en México y España.
Estos trabajos constituyen las principales fuentes de los trabajos reseñados más arriba. Más
recientemente encontramos el libro de Deborah Shaw (2013), The three amigos, en el que la
autora trata la transnacionalización de los directores Guillermo del Toro, Alejandro González
Iñárritu y Alfonso Cuarón. También en el 2013 se presentó el libro de Niamh Thornton (2013)
Revolution and rebellion in mexican film que trata acerca del espíritu revolucionario y rebelde
desde la Revolución de 1910, pasando por el movimiento estudiantil de 1968 y su fatal desen-
lace con la matanza de Tlatelolco, para finalizar con el movimiento zapatista. En este trabajo
320
se analizan, entre otras, a las películas Vámonos con Pancho Villa (1936), El grito (1968) y Co-
razón del tiempo (2008).
En líneas generales, este conjunto de libros da cuenta de la voluntad de estudiar el cine mexi-
cano de manera orgánica, conectando sus estéticas con sus realidades institucionales, con los
contextos sociales y políticos que se desprenden del paradigma neoliberal, enfocando la aten-
ción tanto en la producción cinematográfica comercial como por en el cine arte (Sánchez Pra-
do, 2015). No obstante la importancia de estos trabajos, éstos no enuncian –puesto que no es
su intención- una crítica a los modos en que el cine mexicano contribuye en la producción de
una subjetividad popular, ni tampoco profundizan –y si lo hacen lo hacen de forma tangencial-
en la representación que el cine neoliberal construye acerca de la pobreza y la marginalidad.
Si bien el sexenio de José López Portillo se benefició con el descubrimiento de nuevos yaci-
mientos petroleros que le permitieron contar con liquidez monetaria, conforme avanzó su
gobierno éste se fue tornando cada vez más excéntrico y despilfarrador. La corrupción y el
nepotismo se naturalizaron y, junto con el excesivo endeudamiento externo, devino la crisis
económica de 1982 que tuvo importantes repercusiones en el proyecto político de Miguel de
la Madrid, quien introduciría las primeras transformaciones de corte neoliberal en México. A
lo largo de la década de los ochenta, estos cambios neoconservadores alterarían el conjunto de
relaciones sociales, políticas, culturales y económicas que gobernaron México desde la década
del treinta. Al igual que en muchos países de América Latina, el neoliberalismo a la mexicana
constituyó una ruptura radical con el modelo económico previo que ponía hincapié en la susti-
tución de las importaciones, con el objetivo de impulsar la industria nacional –lo que se conoce
como desarrollo hacia adentro-, y que implicó la articulación de una economía mixta.
Antes de centrarme en algunas de las películas realizadas dentro del contexto neoliberal mexi-
cano, me parece necesario comentar algunos filmes que anteceden al neoliberalismo propia-
mente tal. Como he señalado más arriba, la instalación de un capitalismo de mercado se desa-
rrolla como un proceso que, para el caso del cine mexicano, implicó un andamiaje, adecuación,
debilitamiento y transformación del rol jugado por el Estado como poder político central y
omnipresente que gradualmente deja su lugar a una élite económica que va conquistando par-
321
celas de poder político. Este proceso de desustancialización de un orden social fundado en el
Estado como eje patriarcal comienza hacia el final de la era del lópezportillismo, a la vez que
emerge una nueva matriz discursiva fundada en nociones como globalización, libre mercado,
consumo, flexibilidad, etc. Por lo tanto, analizar primero la cinematografía de inicios de los
años ochenta, permite dibujar el proceso mediante el cual el síntoma neoliberal se instala,
paulatinamente, dentro del campo cinematográfico mexicano.
Durante el gobierno de López Portillo el cine quedó bajo el control de su hermana Margari-
ta, para quien se creó una nueva institucionalidad: Radio Televisión y Cinematografía (RTC).
Como directora de esta nueva entidad burocrática, la hermana del presidente ideó un plan
para “propiciar un retorno al cine familiar” y “regresar a la época de oro”. Sin embargo, en la
práctica se dio inicio a un proceso de desmantelamiento de la estructura cinematográfica de-
sarrollada en el sexenio de Echeverría. De este modo, la política cinematográfica del lópezpor-
tillismo significó “el regreso de la producción a la iniciativa privada y el inicio de la liquidación
de las empresas estatales, al tiempo que se buscó en el prestigio de realizadores extranjeros la
reactivación del cine nacional” (Obscura, 2010: 113-114). Además se realizaron importantes
cambios en la legislación que vinieron a relajar la censura en las políticas de exhibición. Se
daba inicio entonces, a una nueva industria cinematográfica privada, que en pocos años se
adueñó del mercado, produciendo películas de bajo costo y con nula calidad estética-narrativa.
El éxito de taquilla lo obtuvieron explotando un cine de géneros redituales entre los que sobre-
salen las sexicomedias de albures y desnudos, y el cine fronterizo de narcotraficantes, indocu-
mentados y policías de migración. De este modo, “la temática popular de contenido social y de
cierta calidad, como la que se había intentado en el sexenio anterior, ya no tuvo continuación”
(Ibíd.: 114). Sólo unos pocos filmes abordan la temática del marginal urbano como Ratero
(1978) de Ismael Rodríguez o Perro Callejero (1979) de Gilberto Gazcón.
En Perro callejero, por ejemplo, se fabrica una representación de los sujetos marginales y de
la subjetividad de lo popular en la que la pobreza, la violencia y la drogadicción se presen-
tan como inherentes a la naturaleza social de México.224 El discurso manifiesto de la película
224
Perro callejero nos cuenta el drama cotidiano de pobreza, violencia, drogadicción y encierro que ha experi-
mentado, desde su más tierna infancia el protagonista del filme, apodado Perro. La película pone en escena ese
viaje de la niñez marginal hasta la juventud delincuencial de Perro y en ese tránsito se va dibujando una descrip-
322
de Gazcón es que el mundo marginal existe como una realidad aparte, que debe su compor-
tamiento social violento, drogadicto y delincuencial al hecho de que, tanto las instituciones
de socialización (familia, escuela, barrio, etc.) como las instituciones castigadoras del Estado
(policía, reformatorios, prisión), han fallado en su labor de proteger y educar a los más necesi-
tados, producto de su descomposición y corrupción. En oposición al Estado corrupto emerge
la figura del cura proletarizado que, sin ayuda ni de iglesia ni del gobierno, lucha por propor-
cionar a los jóvenes marginales un espacio de acogida y educación. La figura quijotesca del
sacerdote representa una postura ideológica, que ve la posible solución a la problemática de la
exclusión social en las acciones individuales y no en la comunidad, ya que el colectivo mexica-
no –representado aquí por los aparatos ideológicos del Estado (correccional, cuerpo policial,
etc.)-, se encuentra infectado por una corrupción que engendra más pobreza, delincuencia y
violencia.
ción que muestra un conjunto de hechos, situaciones y momentos. Así la película se inicia con el asesinato del
padre de Perro cuando éste tenía cuatro años. De ahí en adelante Perro, que no sabe cómo se llama ni qué edad
tiene, comienza a vivir en la calle con otros niños abandonados. Se dedica a pequeños robos hasta que es apre-
sado y enviado a una correccional en donde la violencia es el mecanismo predilecto de socialización. Es también
en la correccional en donde Perro conoce a El Flautas, con quien traba una larga amistad de juerga y crimen. Ya
hecho todo un joven Perro es acogido por una prostituta que lo deja dormir en su cama. Una noche en que sus
amigos y las prostitutas están celebrando un gran robo y planificando un viaje a Acapulco son tomados preso
nuevamente. Perro es enviado a la correccional en donde conoce al Padre Maromas quien asume su custodia
legal. Se lo lleva a vivir al refugio que apulso está intentado levantar, y donde viven unos cuantos niños de la
calle. En una visita a la cárcel para ver a su amigo Flautas, Perro siente impulso de tener que de sacar a su amigo
de ese lugar de encierro y violencia. Para ello, necesitan una enorme cantidad de dinero para poder coimear al
corrupto sistema judicial. Perro decide robarle el dinero al cura quien había estado juntando la plata para poder
realizar mejoras al precario refugio. El hecho de que el cura esté a punto de a ir a la cárcel por no poder pagar los
materiales de la construcción va gatillar en Perro un remordimiento y, junto con sus compinches leales, deciden
robarle a un prestamista usurero que previamente le había negado un préstamo al sacerdote. El robo llega a la
prensa y, en una persecución sangrienta, Perro es llevado a la cárcel.
323
Cura: Si quieres un anticipo aquí tengo dinero.
Carpintero: Sabe qué Padre, es fin de semana ¿no? Y yo me conozco, ¿no?, a lo mejor agarro el
chupe, luego mi mujer me mete el dos de basto. Mejor guárdamelos ahí. Después me lo da.225
La figura de las prostitutas revela una mirada que no ve en esta práctica ningún tipo de de-
gradación, humillación o abuso, por el contrario, es más bien un hecho social normalizado, un
atributo más de mujeres que son presentadas como objetos de deseo y exhibición, amistad y
solidaridad.226 No deja de ser llamativo que en esta película las prostitutas disfruten de una
situación económicamente estable, que sean las únicas que, dentro de este universo de margi-
nalidad, posean una casa o un espacio digno donde poder dormir, e incluso una de ellas pue-
de darse el lujo de entregarle un dinero al protagonista a cambio de sus favores sexuales. Ni
siquiera el sacerdote, que está construyendo su refugio, goza de las comodidades domésticas
con las que cuentan las prostitutas.
Ahora bien, todos estos ambientes representados en Perro callejero funcionan para anclar el
contexto social de la pobreza como desterritorializado. Aquí el universo marginal se encuentra
separado de cualquier otro orden social mayor, no hay ningún vínculo con una sociedad más
amplia y compleja. Lo marginal se representa como un mundo social singular, un microcosmos
del que no hay salida y cuya única relación con la esfera cultural, social o política mexicana, es
a través de las instituciones corruptas del Estado o, en la vereda contraria, con la bondad de un
225
Extracto tomado de la película Perro callejero.
226
No deja de ser curioso el hecho de que Gazcón aprovechara cualquier momento, sin ningún beneficio para la
trama de la película, para poner en escena mujeres desnudas paseándose y exhibiendo sus atributos a la cámara.
324
sujeto particular encarnado en la figura del cura Maromas.
La película Maldita miseria (1980) de Julio Aldama, narra el drama de un campesino pobre
que decide partir a trabajar como bracero a los Estados Unidos.227 Si bien la película muestra
las dificultades que tienen los inmigrantes indocumentados para cruzar la frontera y trabajar
en Estados Unidos, lo central del filme es la exaltación del valor moral judeocristiano del arre-
pentimiento. Casi todas las malas acciones que se relatan en el filme implican el pago de una
penitencia; es necesario expiar el mal causado con una acción moralmente superior y reivindi-
cativa, para volver a un estado de “pureza social”. El precio máximo de esta moralidad lo paga
José Manuel, el protagonista, quien al haber traicionado a su mujer e hijos por enamorarse
perdidamente de la patrona, debe pagar con su vida.
Aquí la pobreza es consecuencia de la esterilidad de la tierra, que obliga a los campesinos po-
bres a abandonar su país. La desigualdad social o la falta de oportunidades que se desprende
de la explotación y el abuso de los grandes terratenientes no entran en la ecuación. Por el con-
227
La película Maldita pobreza, nos cuenta la historia de José Manuel, quien cansado de la miseria y el hambre
con la que debe lidiar día tras día, producto de la sequía y las cosechas que no le permiten sostener a su familia,
decide que partir, junto con su amigo Lencho, quien ha estado haciendo buen dinero trabajando como bracero
en Estados Unidos, probar suerte en el país del norte. Para ello requiere vender su yunta de bueyes al rico ha-
cendado don Ramón. Ambos pasan la frontera como espaldas mojadas y trabajan en el rancho de míster Stanley.
Lupita, la hija de éste, se interesa en que José la enseñe a cantar y tocar la guitarra, pues tiene buena voz. Por
temor a los agentes de migración no sale del rancho y le pide a Lencho que envíe a su familia su dinero. Lencho
juega ese dinero y lo pierde. José se enamora de Lupita pensando que ella le corresponde pero en realidad ella
ama a su novio Jorge. Al esconderse de los agentes José es mordido por una víbora pero Lencho lo auxilia. Para
entonces la esposa es acosada por el hacendado pero se defiende. No obstante la gente la cree adúltera y le nie-
gan el trabajo. Ella acaba robando víveres al malvado hacendado. Lencho confiesa a José su falta y le repone su
dinero. La esposa lo recibe y puede atender a sus hijos. José comprende que Lupita no lo quiere, se pone a beber
y se mata al caer de un árbol. El patrón envía dinero a su familia con Lencho, quien promete ayudarlos siempre.
325
trario, en esta película la maldad del latifundista se concentra en sus intenciones lascivas hacia
la mujer del bracero. La hacienda gringa, por su parte, aparece como un espacio idealizado:
un lugar armonioso, acogedor, hospitalario y con consciencia social, lo que se manifiesta, por
ejemplo, cuando José Manuel es mordido por una serpiente y los patrones lo llevan a vivir a la
casa patronal para que así pueda recibir las atenciones necesarias para su recuperación. Así
el patrón gringo –que habla como mexicano y se comporta como mexicano, que bautiza a su
hija con el nombre de Lupita- demuestra un humanitarismo sin medida, mientras que su hija
Lupita se relaciona de igual a igual con sus inquilinos, se hace amiga de José Manuel quien le
enseña a tocar guitarra e intercede por el bien de los trabajadores ante su padre.
En la hacienda gringa los elementos culturales trascienden las disposiciones de clase: a todos
les gusta la misma música, comparten las mismas tradiciones, conjugan las mismas identida-
des, disfrutan de los mismos espacios sociales. En contraste, en el lado mexicano el hacendado
es un sujeto malvado, despótico, borracho y despreciable, mientras el pueblo llano es chis-
moso, represor y censurador cuando creen que alguno de sus miembros ha obrado fuera de
los dictámenes que imponen la moral y las buenas costumbres. La película traza una frontera
simbólica entre el allá y el acá. El norte emerge como un lugar mítico de donde siempre hay
alguien que ha vuelto cargado de dólares contando una historia de éxito que incita a quienes
viven en la miseria mexicana a tomar el mismo camino: “Me voy al norte”, “se acabó la pobre-
za”, se oye decir a José Manuel dispuesto a perseguir el sueño americano, a partir tras el “brillo
de los dólares”.
La película de Aldama forma parte de un conjunto de películas mexicanas que abordan el tema
de los migrantes que se desplazan entre la frontera mexicana-estadounidense.228 Todas ellas
construyen relatos acerca de la migración del campesino pobre y narran, desde ópticas di-
versas, “el camino de los mexicanos que deciden trasladarse ilegalmente a Estados Unidos y
recrea[n] situaciones propias de la ciudad fronteriza que se transforma vertiginosamente por
efecto del tránsito de los migrantes” (Mora Ordoñez, 2012). En estas películas es posible iden-
tificar algunos temas transversales y que tienen directa relación con el fenómeno migratorio
228
El inicio de esta temática migratoria “se halla en el cine mexicano de los años cuarenta, década en la que se
creó el Programa Bracero, de 1942 a 1964, con el cual se promovió el desplazamiento de trabajadores mexica-
nos, principalmente del sector agrícola, hacia Estados Unidos” (Mora Ordoñez, 2012). Películas como Pito Pérez
se va de bracero (1948) de Alonso Patiño Gómez; Espaldas mojadas (1953) de Alejandro Galindo; Las pobres
ilegales (1979) de Marcial Mariscal; o más recientemente Siete soles (2008) de Pedro Ultreras. Para un análisis
detallado de estas películas y su relación con la migración bracera véase Mora Ordóñez (2012).
326
ilegal: la construcción de una imagen de un México rural pobre que obliga a sus campesinos a
migrar hacia el norte, la ciudad fronteriza como espacio de encuentro, el viaje como experien-
cia límite, el coyote como un mal necesario para los indocumentados, la búsqueda de trabajo
al otro lado, la explotación y la precariedad de los trabajos, y la incertidumbre de aquellos
familiares que se quedan en México, entre otros (Mora Ordoñez, 2012).
Si bien la película Maldita miseria comparte muchos de estos temas, el modo en que los aborda
tiende a despolitizar la problemática migratoria para reinsertarla dentro de un espectáculo en
el que prima la decepción amorosa. Pero, por sobre todo, fabrica una imagen del norte como
un territorio en donde es posible la convivencia armoniosa entre el patrón y el indocumenta-
do, y donde es posible hacer un poco de dinero. Por lo tanto, la configuración ideológica que
trasunta el filme de Adama es la de una aspiración por la estadounidización de lo mexicano,
no sólo en cuanto a referentes cosméticos (vestirse o comer como lo hacen en el país del nor-
te) sino también en referencia al modo de comportarse e interactuar, a las formas en que las
relaciones sociales se darían sobre la base igualdad de oportunidades dentro del marco ideali-
zado de la hacienda gringa. El México rural queda reducido, ideológicamente, a “una vida que
se sabe muy provisional, que se sabe basada en fortunas raquíticas, mal habidas, que hay que
decorar inmediatamente” (Carlos Fuentes citado en Monsiváis 2012f: 31).
La película de Durán se inscribe dentro de una práctica y una lógica cinematográfica que ad-
quiere cierta resonancia en la década de los ochenta y que se conoce con el nombre de cine
fronterizo.230 Una cinematografía de lo más variada compuesta por un conjunto de filmes de
bajísimo presupuesto, con guiones deficientes, y con nula calidad técnica y narrativa, pero que
son un éxito de taquilla entre el público mexicano de ambos lados de la frontera. El cine fronte-
rizo tiende a la sobreexplotación de los estereotipos más trillados y, como ocurre en Las Brace-
ras, lo popular se representa como un mundo plagado de drogas, violencia, corrupción y sexo.
El barrio es otro espacio social recurrente en el cine mexicano y el cine de inicios de los ochen-
ta no es la excepción. En la película Lagunilla, Mi barrio (1981) de Raúl Araiza, el vecindario
230
La emergencia del cine fronterizo, así como el llamada narco-cine, le debe mucho a una política estatal que
reduce significativamente el apoyo a la producción cinematográfica, privilegiando un cine de ínfima calidad. Se
favorece el predominio de la comedia cabaretera (sexicomedias), el cine de acción de violencia, terror y narco-
tráfico. Se utilizan a los cantantes más populares, las vedettes más cotizadas con la finalidad de asegurar una
mínima taquilla. De este modo, se privilegia un cine apático y acrítico, donde temas como la migración ilegal
y la frontera, el narcotráfico y la violencia son desprendidos de su condición social, política y cultural, para
transformarse en espectáculo pasivo y grotesco. Este tipo de cine se manifiesta en películas como El gatillo de
la muerte (1980) de Arturo Martínez; Emilio Varela vs. Camelia la Texana (1980) de Rafael Portillo; Las pobres
ilegales (1982) de Alberto Mariscal; Asalto en Tijuana (1984) de Alfredo Gurrola; Operación marihuana (1985)
de José Luis Urquieta; La venganza de la Coyota (1986) de Luis Quintanilla Rico; Entre gringas y la migra (1987)
de Javier Gutiérrez; Mojado… pero caliente (1988) de Rafael Portillo, entre otras.
328
constituye el telón de fondo delante del que se desarrolla el romance entre un anticuario de
clase media y una vendedora de tacos.231 La película intenta mostrar el encuentro de esos dos
mundos socialmente dispares, haciendo un contrapunto que dibuja lo popular como una co-
munidad idealizada en la que el respetable anticuario es aceptado gracias a que demuestra
tener ciertos valores que lo distinguen del resto. La humanidad, la gentileza, la honradez y la
caballerosidad del protagonista validan su división de mundo entre malvados y buenos y su
valoración de la resignación y la renuncia; una moralidad que intenta trasmitir al bajo pueblo
que, por supuesto, carece de ella. Por otro lado, para él lo popular se convierte en un refugio en
oposición a la élite que se constituye como una clase discriminadora y prejuiciosa ante un otro.
Como ha observado Siboney Obscura (2010), Lagunilla, Mi barrio se inscribe dentro de una
lógica neopopulista que hace de la marginación social un espectáculo y que utiliza un conjunto
de fórmulas narrativas archiconocidas que vienen de la época de oro. Películas como ¡Que viva
Tepito! (1980) de Mario Hernández, Los fayuqueros de Tepito (1982) de José Luis Urquieta,
Hermelinda linda (1983) de Julio Aldama, recurren a barrios populares como Tepito o Laguni-
lla para continuar una tradición que las vincula con películas como Nosotros los pobres (1948),
en las que el barrio es el escenario que permite el despliegue del drama amoroso con ribetes
humorísticos. Todas estas películas utilizan unos cuantos estereotipos de lo popular que re-
duce significativamente la diversidad del otro-marginal, idealizando la pobreza como bondad,
solidaridad y redención.
231 Lagunilla, mi barrio, nos cuenta la historia de amor entre un anticuario don Abel y una vendedora de tacos
Lencha. Don Abel es despedidos por los hijos de su antiguo patrón y decide, con indemnización poner un peque-
ño negocio de antigüedades el popular barrio Lagunilla del DF. Allí conoce a Lencha, una taquera. Ya de novios
don Abel lleva a Lencha donde su familia pero ésta la discrimina por ser popular. Lencha es la madre de la joven
Lety a quien su novio, el vendedor de ropa Tirantes, quiere desvirgar. El Tirantes después de muchos intentos
se hace el moribundo y logra que Lety le entregue su virginidad. La adolescente descubre el engaño y éste sale
arrancando. Luego le vende unas estampitas robadas a don Abel y la policía lo mete preso hasta que no revele
el nombre del ladrón. Don Abel no quiere delatar a El Tirantes, pero Lety convence a su novio que se entregue.
Finalmente, las dos parejas se casan en una boda múltiple.
329
fondos. La trama gira en torno a un exdelincuente que, sometido a una extorsión, debe enfren-
tar el dilema de volver a delinquir.232 A partir de una estructura narrativa compleja no-lineal, la
película de Ripstein nos traslada desde un presente sincrónico hacia la espesura diacrónica del
pasado delictual del protagonista. Mediante tres largos flash-backs (uno de ellos doble), Conde-
na perpetua utiliza un juego temporal (pasado/presente) para remarcar el irremediable desti-
no que amenaza al protagonista: un pasado que vuelve como prisión del presente. A través de
un despliegue sofisticado de señas visuales (uso de sombras que se proyectan en las paredes,
espejos que devuelven la mirada perdida, puertas que se cierran), se va elaborando un relato
en el que el peso de la exterioridad (la corrupción de la policía, el jefe que no logra estar en el
momento preciso, etc.) es más poderoso que la voluntad individual, ya que es lo externo lo que
imposibilita la redención. En tal sentido, la película de Ripstein remarca, en términos ideoló-
gicos, la idea –culturalmente arraigada- de que el pasado te condena. Se produce, entonces, la
imposibilidad del ascenso social, porque el destino ya fue prefigurado por un pasado que selló
cualquier posibilidad de salida.233
En suma, el cine de inicios de los ochenta se configura como una cinematografía pre-neolibe-
ral y puede ser vista como la respuesta visual a una realidad política corrupta e instituciona-
lizada, que hace del cine una práctica que pone en circulación, mayoritariamente, películas
sobre violencia, explotación y narcotráfico, o en su reverso cómico, un cine pícaro de albures
y desnudos (Obscura, 2010). Este cine elabora una marginalidad que, si bien repite fórmulas
232
En este filme Ripstein nos cuenta la historia de Javier “Tarzán” Lira, un ex-delincuente que en sus tiempos de
juventud se ganaba la vida robando billeteras y como proxeneta, que logró dejar sus andanzas delictuales para
trabajar honradamente como cobrador de una entidad bancaria. Sus intentos por alejarse del crimen se ven
frustrados cuando se topa con “Burro” Prieto, un corrupto y extorsionador policía, a quien conoce de su tiempo
de delincuente. Prieto, en un alarde de abuso de poder, le roba lo recaudado para el banco y lo obliga a tener que
volver a robar y así poder cobrarle una cantidad día tras día. Tarzán entra en una encrucijada moral, puesto que
como no quiere volver al delito, decide ir donde su jefe para que lo ayude a denunciar al corrupto policía. Al o
encontrarlo por ningún lado, Lira no ve ninguna salida y vuelve al delinquir.
233
A igual que el cine de autor, el documental-político iniciado en los setenta, continuó haciéndose durante el
sexenio de López Portillo. A contrapelo de las reformas políticas establecidas por el lópezportillismo, estas rea-
lizaciones buscaban poner en circulación una mirada comprometida cn el ideario de izquierda asociado con los
movimientos sindicales e indígenas. De este modo, el documental, como señala Eduardo de la Vega Alfaro (2010:
417), “alcanzó su etapa de esplendor”. Documentales con Jornaleros (Eduardo Maldonado, 1977), La experiencia
viva (Gonzalo Infante, 1977), Migraciones (Bosco Arochi, 1977-1980), Puebla hoy (Paul Leduc, 1978), Iztacalco,
Campamento 2 de octubre (José Luis González, Alejandra Islas y Jorge Prior, 1978), Tatlácatl (La lucha) (Ramón
Aupart, 1979), Chapopote (Historia de petróleo, derroche y mugre) (Carlos Mendoza y Carlos Cruz, 1979), Hucha-
ri Uinapekua (Nuestra fuerza) (Javier Téllez García, 1980), El chahuistle (Carlos Mendoza y Carlos Cruz, 1981),
Charrotitlán (Mendoza y Cruz, 1882), ¡Los encontraremos! (Represión política en México) (Salvador Díaz Sánchez
y Carlos Mendoza, 1982), y Juchitán, lugar de flores (Díaz Sánchez, 1983). Cabe mencionar que la trilogía realiza-
da por Mendoza y Cruz se convirtió en excelente ejemplo de un cine militante en sentido estricto, ya que ambos
realizadores se integraron al Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), justamente una de las primeras or-
ganizaciones de izquierda que en buena medida respondieron a la convocatoria lanzada por el gobierno federal
a través de la reforma política. El valor agregado de esas tres cintas fue su enfoque, pletórico de humor e ironía,
que hizo tabla rasa de las prácticas oficiales en materia de explotación petrolera, estrategia oficial para superar
la dependencia alimenticia y el “charrismo” sindical (de la Vega Alfaro, 2010: 417).
330
conocidas en el cine de la época de oro, se desprende de esta tradición utilizando una estética
cinematografía decadente y frívola, que hace de la marginalidad un reducto grotesco, en el que
la pobreza de los sujetos populares emerge como espectáculo de lo ominoso.
En este contexto privatizador, abierto a los imperativos de una economía de mercado, la prác-
tica cinematográfica no va a quedar ajena a esas adecuaciones mercantiles. No es mi inten-
ción aquí analizar las privatizaciones de los estudios cinematográficos o de las salas de ex-
hibición, eso ya ha sido ampliamente investigado.236 Sí es necesario señalar que dentro del
contexto neoliberal, se llevaron a cabo algunos intentos por reavivar la alicaída industria
cinematográfica, “creándose el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), cuyo objetivo
era producir total o parcialmente cine de calidad, pero que no tuvo gran relevancia” (Obscura,
234
La venta de las primeras empresas paraestatales incluyeron a Vehículos Automotores Mexicanos y Renault
de México, así como empresas fundidoras, productoras de hierro y acero, de aviación, de bienes de capital, in-
genios azucareros, textiles, teléfonos, fábricas de material y equipo ferroviario, etcétera (Vidales, 1996). Como
ha observado Salas Luévano (2009: 61), Durante el primer año del régimen de Miguel de la Madrid, el gobierno
federal tenía participación en 45 ramas de la economía, para el último año, su participación abarcaba solo 23
ramas. En 1982, tenía el gobierno federal 1155 empresas, en 1988 poseía solamente 412. La desincorporación
de estas empresas obedeció a que “no eran estratégicas ni prioritarias para el desarrollo nacional”, argumento
presentado en un documento informativo por el gobierno federal.
235
Vale recordar aquí que los ejidos fue una de las conquistas objetivas e históricas alcanzada por los campesi-
nos pobres y los sin tierra con la Revolución de 1910 y que posteriormente, con la constitución del 17, reconoci-
da y elevada a rango constitucional. Con ese artículo se elimina dicho bastión revolucionario dejando las tierras
de las comunidades campesinas a la posibilidad de ser cooptadas por el mercado global. De este modo, en el
contexto neoliberal de reestructuración económica, las políticas neoliberales en el medio rural se traducen en
“Reformas al Art. 27 Constitucional para cancelar el reparto agrario, acelerar la entrada al libre mercado de la
tierra ejidal y comunal, liberalizar la mano de obra y fomenta la producción agropecuaria y forestal a gran escala,
vía inversión del gran capital industrial nacional y extranjero (Martha Nava citada en Salas Luévano, 2009: 62).
236
Véase MacLaird (2013); Sánchez Prado (2014). Para una perspectiva histórica véase Noble (2005).
331
2010: 115). En líneas generales, predominó la inversión privada que, centrando sus inversiones
en películas que dieran un rédito económico, privilegió producir un cine de bajo presupuesto
que continuó explotando la sexicomedia y el cine fronterizo de narcotráfico y violencia.237
Hasta aquí hemos revisado la producción cinematográfica previa a la plena instalación del neo-
liberalismo, siguiendo a Sánchez Prado (2015), el cine de la segunda mitad de los años ochenta
pueden ser entendidas como la construcción de distintos imaginarios y discursos que natura-
lizan las inequidades económicas del neoliberalismo o que, a contrapelo del cine comercial,
las visibilizan. Para intentar dar cuenta de la pluralidad de formas de inscribir la marginalidad
analizaré aquí tanto las películas pertenecientes al llamado cine “clase B” o “cine cutre”, como
el cine comercial proveniente de la alicaída industria fílmica y el cine que puede ser calificado
como de autor o independiente. En conjunto permiten develar tanto la diversidad de miradas,
como las coincidencias en las que la inscripción de la racionalidad neoliberal se impone como
huella persistente y como dispositivo de transferencia ideológica.
Dentro del contexto de crisis económica que caracterizó la década de los ochenta, encontra-
mos algunos filmes que entran en la categoría de lo que algunos investigadores llaman como
“cine de falsa denuncia”, un cine que hace hincapié en la responsabilidad que los mismos po-
bres tienen respecto a su situación a raíz de sus prácticas culturales, sus deseos de progreso
y su trayectoria individual, a la vez que se cae en la estetización de la miseria (Ayala Blanco,
1986; Obscura, 2010). Son películas financiadas tanto por iniciativas privadas como Televi-
cine y por el Estado a través del IMCINE. Ejemplos de este tipo de cine son las películas El
Milusos (1982) de Roberto G. Rivera, Mexicano tú puedes (1983) de José Estrada; La esperanza
de los pobres (1983) de Rubén Galindo; Robachicos (1985) de Alberto Bojorquez; ¿La tierra
prometida? (1985) de Roberto G. Rivera.
Otro de los elementos novedosos de esta película, es la centralidad de la televisión como dis-
positivo de seducción para el consumo. Es la publicidad televisiva la que gatilla el deseo “fe-
menino” de tener la casa propia, de comprar impulsivamente muebles nuevos para la casa
nueva que aún no se construye, es la televisión la que nutren a Carmen con imágenes de una
vida idealizada y de sueños de grandeza. Estrada dibuja, estereotipadamente, el incontrolable
impulso femenino por el consumo alimentado por fantasía de llegar a ser una señora de alta
sociedad con casa propia, piscina y cancha de tenis; mientras que lo masculino se configura
bajo la lógica estereotipada del macho proveedor. Este anhelo por dejar atrás un estilo de vida
popular y adoptar uno de consumo sofisticado y burgués, dejan entrever no solo la operación
de los mass media en la conformación de las subjetividades mercantilizadas, sino también se-
ñalan la absorción ideológica que hace este filme de uno de los elementos más comunes y
transversales que la ideología neoliberalismo ha logrado instalar dentro de las subjetividades
populares: el desclasamiento social.
de hijos sueña con tener casa propia. Un día Carmen ve en la televisión un anuncio en el que se venden unos
terrenos urbanizados para edificar casas. Vicente no quiere dejar su barrio pero tras varias discusiones con su
mujer decide embarcarse en la compra del terreno, desconociendo que esos terrenos son irregulares y no ten-
drán los servicios ofrecidos. De ahí en adelante la pareja es víctima de fraudes; engaños y abusos, pues la venta
es ilegal, los encargados de la construcción los engañan y Vicente se ve en la necesidad de ir pidiendo préstamos
tras préstamo para poder pagar a los trabajadores y enfrentar la corrupta burocracia. Trata de conquistar a una
empleada fiscal para conseguir más rápido las licencias para la construcción. Virginia se da cuenta de que su
marido la engaña y terminan por divorciarse. Ella cae en una profunda depresión, puesto que está nuevamente
embarazada y piensa en abortar. Tras un tiempo vuelven a reunirse y, finalmente, se tendrán que conformar
con vivir en mediagua en terrenos federales y nos les quedará otra que unirse a sus vecinos para luchar por sus
derechos.
333
Carmen: Es una injusticia que tus hijos no tengan donde caerse muertos… Ya estoy harta del
ruido, del smog, del tráfico y de esta gente. Tan harta del barrio… Si pensaras un poco en tus
hijos, todo sería distinto. Aquí no van a salir más que vagos y drogadictos, como el hijo de
Lorenzo, y a Georgina no le va a quedar más remedio que casarse con un vago de esos.239
Por otro lado, son precisamente esos sueños de progreso y grandeza, que comienzan poco a
poco a materializarse –aunque lejanos de la fantasía imaginada-, los que gatillan todo el drama
familiar y social. De este modo, cuando se quiere “cambiar de aire”, cuando se quiere “progre-
sar”, es cuando emergen todos los problemas, los engaños y el abuso de poder por parte de
la burocracia institucionalizada, por parte de la elite y por parte de los iguales. La película de
Estrada parece querer sugerir que los sujetos populares no están capacitados para lidiar con
un sistema que los sobrepasa, porque no manejan los códigos básicos para enfrentar la com-
plejidad de las relaciones intersubjetivas de la clase dominante. Por lo tanto, es mejor que se
queden en su mundo popular, porque ahí están protegidos por su comunidad. El mensaje po-
lítico de Estrada es que el camino no pasa por imitar a las clases privilegiadas sino que, antes
de tener la casa con piscina y cancha de tenis, es necesario que la clase trabajadora se organice
para luchar contra los abusos de poder de las clases privilegiadas y las instituciones corruptas
del Estado. Sin embargo, este mensaje se diluye dentro de un barroquismo melodramático en
el que los énfasis están más puestos en los aspectos sentimentales, emotivos o sensacionales.
Por otro lado, la película de Estrada continúa mostrando el machismo obstinado y recalcitran-
te que envuelve todas las relaciones sociales. Un mundo de relaciones en donde las mujeres
(y lo femenino) son el origen de la mayoría de los problemas y los conflictos, sean éstos en
el espacio doméstico o el espacio público. Al igual que la gran mayoría de las películas que
hemos analizado hasta el momento, no es que Mexicano tú puedes tenga intención de mostrar
239
Extracto tomado de la película Mexicano, tú puedes.
334
el machismo, de denunciarlo, sino que es simplemente una demostración de un machismo
ideológicamente naturalizado.
La representación de lo popular dentro del cine “clase B”, “cine cutre” o “mexplotation” recurre
a una serie de elementos –violencia, lascivia, acción- que son sobre-explotados con la finalidad
de provocar sensacionalismo, morbosidad, erotismo y espectacularidad. Por ejemplo, en la
película Ratas de la ciudad (1984) de Valentín Trujillo,240 la corrupción se presenta como un
elemento anecdótico, sin una intención de denuncia, que sólo está presente en la trama porque
le permite al director generar secuencias de peleas, balaceras y sangre. No hay ninguna inten-
ción por generar conciencia o rechazo, y contribuye a su naturalización puesto que la versión
fílmica del envilecimiento policial, por ejemplo, es tan exagerada que la realidad cotidiana de
la corrupción aparece como normalidad.
Al igual que la mayoría de las películas de explotación, Ratas de la ciudad recurre a la mezcla
de géneros y estilos cinematográficos, echando mano de elementos y formas narrativas que
provienen del cine melodramático, el cine de acción, el cine erótico y el de terror. Esta reutili-
zación de una serie de clichés permite remarcar, de una manera bastante burda, ciertas signi-
ficaciones. Así por ejemplo, los niños de la calle son asociados a una camada de ratas y, a partir
de esa metonimia, se los inscribe como un enjambre de monstruos, mediante la utilización de
una serie de recursos cinematográficos propios del cine de terror –música, primeros planos,
sombras-. Los niños-delincuentes habitan la ciudad como un grupo homogéneo, mecánico,
violento. No poseen subjetividad, ya que su condición de sujetos se encuentra suspendida y
es la irracionalidad, que ni siquiera responde a los instintos primarios, la que gobiernan sus
acciones. Así, la película de Trujillo fabrica ideológicamente a los niños de la calle como ani-
males, niños-ratas, carentes que incluso de lenguaje pues se comunican a través de una serie
de señas sonoras y gestuales. Al desprenderlos del lenguaje articulado –que muy bien pudiera
ser, como nos indica Agamben (2011: 257), “el dispositivo más antiguo” que permite el paso de
240
Esta película nos cuenta la historia de Pedro y su hijo. Pedro es un padre soltero preocupado por darle lo me-
jor a su hijo. Una tarde, luego de haber pasado un día de esparcimiento, su hijo es atropellado por un detective
corrupto. Mal herido el niño es operado de urgencia, mientras lo operan, el padre va a declarar por el accidente
pero lo quieren obligar a firmar una declaración que exculpa al autor de atropello. Pedro golpea ferozmente al
detective corrupto y es encarcelado y torturado. Pasa varios años en la cárcel. El hijo es llevado de un hospital
a otro hasta que un día decide escapar porque le ha llegado el rumor que lo van a internar en un orfanatorio.
Estando en la calle entra en contacto con la banda de niños delincuentes conocidos como La ratas. Los niños son
manejados por un grupo de narcotraficantes. Luego de salir de la cárcel, Pedro se hace detective (tira) y empieza
a buscar a su hijo. Después de peleas varias, lo encuentra medio moribundo, después que uno de los pachucos
que controlaba a la banda lo apuñalara.
335
la especie humana (animal) a su condición de sujeto-, la película aniquila la complejidad cul-
tural, social y política del niño-delincuente y los inserta dentro de la trama como espectáculo
escabroso de violencia obscena.241
Dentro del cine de explotación, la película Lola, la trailera (1983) de Raúl Fernández y sus
secuelas (El secuestro de Lola (1985) y El gran reto (1991) del mismo director),242 ocupan un
lugar de privilegio dentro del llamado cine de narcotráfico, principalmente por su enorme po-
pularidad dentro de las clases populares. Con un bajísimo presupuesto y una cinematografía
básica, presenta a Lola como la heroína de un mundo gobernado por crueles narcotraficantes
y policías corruptos. Sin embargo esta construcción heroica de la femineidad es sólo una apa-
riencia, un simulacro que deja entrever la inscripción ideológica del machismo. En este filme,
como en muchos otros, las mujeres no sólo requieren de ayuda masculina para resolver sus
problemas, sino que también son objetivadas como un producto sexual que justifica su apari-
ción en la medida que exhiba su cuerpo semidesnudo.
En términos de construcción formal, tanto Lola la trailera como la gran mayoría de pelícu-
las del cine de explotación y narcotráfico, utilizan una cinematografía sucia que no sigue los
criterios y las formas narrativas canonizadas tanto por el cine industrial como por el cine de
autor. El cine de explotación mexicano no se preocupa por presentar una edición refinada o
241
Si bien la violencia es uno de los elementos que emergen reiteradamente en la cinematografía mexicana del
siglo veinte, en la película de Trujillo encontramos un primer vínculo, una primera aproximación, a lo que du-
rante los años noventa se convertirá casi en un tópico: lo marginal como sinónimo de violencia. De este modo,
en Ratas de la ciudad, se comienza a dibujar un primer esbozo del paradigma violencia-pobreza que mediante
distintos discursos fílmicos naturalizan al sujeto marginal como un ser violento o a contrapelo de esas cinema-
tografías visibilizan de manera crítica la condición social del sujeto marginal. Volveré sobre estas cuestiones
hacia el final de este apartado.
242
Lola la Trailera, nos cuenta la historia de Lola, la hija de un honrado camionero que se niega a transportar
droga a Estados Unidos para un cartel mexicano. Producto de esta negativa es asesinado. La policía no ayuda a
esclarecer el crimen porque la mayor parte de ellos son corruptos y se encuentran en vinculación con los delin-
cuentes. Sin embargo no todos los policías son corruptos, Jorge es un paladín de la justicia que trabaja encubier-
to para tratar de capturar a los cárteles de la droga. Infiltrándose como camionero en la empresa de transporte
conoce a Lola y le confiesa que su padre fue asesinado por sus patrones. Lola quiere tratar de vengar la muerte
de su padre, para ello se une a Jorge de quien se enamora y juntos logran desarticular al cartel.
La película El secuestro de Lola no narra los hechos de cómo Lola es secuestrada por un contrabandista que
utiliza un camión blindado para introducir marihuana a Estados Unidos y armas en Centroamérica. Al ser per-
seguido por la policía toma a Lola como rehén para huir. Los amigos de ella luchan contra el contrabandista y
sus secuaces, los hacen apresar y rescatan a Lola.
La película El gran reto es la continuación de El secuestro de Lola. Lola y su novio, el policía Jorge, son atacados
por su archienemigo El maestro. Primero se salvan echándose a un río, pero en el siguiente ataque Lola pierde
su camión y muere su padrino Borolas. Como Jorge anda atrapando traficantes en Colombia, los mecánicos de
Lola y su madrina Susana la ayudan a reparar otro camión con el cual Lola compite en una carrera cuyo premio
es un trailer nuevo. En la competencia Lola es atacada por otra trailera cómplice de El maestro, pero Lola la
vence y además gana la carrera. Para entonces el Pelón, uno de los mecánicos de Lola ha sido secuestrado por El
maestro pero seduciendo a los vigilantes Lola y Susana se introducen en la guarida de los mafiosos y con ayuda
de Jorge, que regresa oportuno, acaban con ellos. No obstante, cuando Lola y sus amigos bautizan su nuevo trai-
ler son atacados por un asesino desconocido.
336
compleja, por el contario, lo habitual es la discontinuidad de las secuencias y la falta de raccord
y de elipsis. En términos exclusivamente formales, estas películas no estarían lejanas a la idea
promovida por Glauber Rocha de que el cine latinoamericano debería producir un cine basado
en una “estética del hambre” que produjera películas sucias y feas;243 o la idea promovida por
Julio Gracia Espinosa de un “cine imperfecto”. Sin embargo, el cine de explotación se distancia
de los planteamientos de Rocha o de García Espinosa, no sólo en términos de su conceptuali-
zación teórica, sino sobre todo por la mirada política que había tras el nuevo cine latinoameri-
cano. El cine de explotación mexicano y su suciedad estilística responden a uno de los criterios
más elementales del neoliberalismo: buscar la mayor rentabilidad del capital invertido. Si ello
implica incluir escenas que tienen ninguna o muy poca vinculación con el relato, pero que
agregan un atractivo que puede llevar público a las salas de cine, ese detalle formal no consti-
tuye un problema para esta clase de películas.
En una línea radicalmente distinta al mexplotation, hacia mediados de los años ochenta también
se producen películas que tienen una clara vocación por abordar las problemáticas que se des-
prenden de la pobreza, la marginalidad, el abuso y la exclusión social. Este se configuró como
un cine social que no pretendía exponer una visión crítica, sino tan solo ser una cinematografía
descriptiva que pusiera en pantalla las precarias condiciones de vida de las clases populares.244
La película Los motivos de Luz (1985) de Felipe Cazals, se inscribe dentro de esta tendencia
llevando a la pantalla un caso real de la crónica roja y, a través de éste, intenta representar la
243
Rocha proponía que el cine debía ser “técnicamente imperfecto, dramáticamente disonante, poéticamente
rebelde y sociológicamente impreciso” (Rocha, 1981: 36). De este modo, una de las conceptualizaciones más
relevantes impulsadas por Rocha fue la de engarzar el concepto de revolución con la condición de pobreza, de
hambre y miseria de las naciones latinoamericanas, no sólo como un elemento que había que denunciar, sino
también como una condición que era necesaria asumir como discurso, como seña de identidad. “Ahí reside la
trágica originalidad del Cinema Novo delante del cine mundial, nuestra originalidad es nuestro hambre y nues-
tra mayor miseria es que ese hambre, siendo sentida, no es comprendida” (Rocha 1965). Lo revolucionario del
Cinema Novo en general y de Rocha en particular, es precisamente el asumir esa identidad hambrienta como
un elemento indispensable en la construcción cinematográfica. Al no disimular el hambre, el Cinema Novo se
apropia de él como un factor significante en la elaboración fílmica. En definitiva, no sólo expresa la miseria, el
hambre y la pobreza, sino también vuelve a esas nociones un concepto que debe ser discutido como problema
político (Silva Escobar, 2012).
244
Esta película nos cuenta la historia de Luz, quien se encuentra encarcelada acusada de haber asesinado a sus
cuatro hijos por estrangulamiento. En una de las entrevistas carcelaria es clasificada con una inteligencia sub-
normal. La abogada Alférez y una doctora Rebollar se interesan por su caso y comienzan a investigar lo ocurrido,
sembrando la duda acerca de su culpabilidad. A través de las indagaciones de la doctora Rebollar se reconstru-
yen los antecedentes del caso, mostrando no solo la posible injerencia de su ex pareja Sebastián y la madre de
éste en los asesinatos de los niños, sino también revelando la personalidad esquizoide de Luz, afectada por un
desdoblamiento de personalidad en el que confunde lo real y lo fantasioso, y mezcla una personalidad templada
con el fanatismo y el delirio religioso, que la hace confundir la cárcel con purgatorio. Entre delirios y estados de
consciencia Luz niega rotundamente el haber asesinado a sus hijos. Finalmente, la doctora Rebollar abandona el
caso, y el rompecabezas no se resuelve.
337
miseria y la locura en la que se encuentra sumergida la protagonista.245 A partir de los diálo-
gos y algunos flashbacks, la película va revelando la historia de Luz: su participación, junto a
otros pobladores, en una toma de terreno para tener un lugar donde vivir; su romance con
Sebastián; su difícil condición de madre trabajadora en un cinturón de miseria; la complicada
relación con su suegra, quien justifica el machismo de su hijo y las golpizas que éste le propina.
Las conversaciones que Luz mantiene en la cárcel con la doctora Rebollar la retratan como
una mujer hermética y delirante, sin embargo la película no pretende descifrar los motivos
que podrían haberla llevado a cometer el cuádruple infanticidio del que se le acusa. De algún
modo Cazals sugiere que ese acto forma parte de una realidad incomprensible, al menos para
el grueso de la sociedad burguesa-capitalista.
Al asumir un punto de vista descriptivo del mundo marginal, el filme de Cazals no solo intenta
mostrarnos la precariedad y miseria que envuelve el devenir de Luz, sino también sugiere que
la pobreza y la marginalidad engendra sujetos y subjetividades que responden a otras lógicas y
maneras de estar y habitar el mundo, construyendo unos modos de ser que se vuelven incom-
prensible –intraducibles- para la mayoría de quienes han sido social y culturalmente educados
bajo la lógica burguesa o pequeño burguesa de la abundancia material y simbólica. El diálogo
final de Los motivos de Luz es ilustrativo a este respecto:
Doctora Rebollar: Queríamos demostrar que los criterios psicológicos son clasistas, que cual-
quier persona de bajo nivel sociocultural resulta necesariamente tarada con pruebas que
fueron diseñadas en Estados Unidos o Europa, ¿no es cierto? Para gente con otras formas de
vida, de acuerdo. Bueno, pues eso ya está. Ahí tienes tu argumento legal.
Abogada Alférez: Así y ¿cuál es?
Doctora Rebollar: Realidades distintas, Maricela, nada más.
Abogada Alférez: También quieres enseñarme mi oficio (…) ¿es Luz o no una persona normal?
Doctora Rebollar: ¿Y qué es lo normal, Maricela?
Abogada Alférez: Tú sabes de lo que estoy hablando, una persona como tú o como yo
Doctora Rebollar: Cómo tú o como yo, no. Tú tienes una educación, un modo de ver el mundo,
una manera de estar en él. Comes carne, tomas vino, piensas, luchas por algo, amas la vida. Lo
peor que te podría ocurrir sería morir.
245
Como señala Delia de Dios Vallejo (2012), el caso de Elvira Luz Cruz, conmovió a la opinión pública de la ciu-
dad de México en 1982. Su proceso judicial fue un compendio de anomalías: los testimonios eran contradicto-
rios, la juez que sentenció a Luz estaba embarazada y por lo tanto podía estar prejuiciada, los mensajes enviados
a través de los medios de comunicación intervinieron en el caso. Lo que quedó al final fue una gran incógnita.
Elvira Luz Cruz fue sentenciada a 28 años de prisión a pesar de que muchas pruebas apuntaban a la culpabilidad
del marido y la suegra. Para muchos, Elvira Luz fue encarcelada por ser pobre, analfabeta y mujer.
338
Abogada Alférez: A cualquiera, para eso no se necesita un estudio de personalidad.
Doctora Rebollar: Cualquiera no. A Luz lo mejor que le podría suceder sería irse al cielo.246
Uno de los puntos que me parecen relevantes para efectos de esta genealogía, es la represen-
tación que se hace de la figura de la madre. Como ya se señaló en un capítulo previo y con la
excepción de Los Olvidados (Buñuel, 1950), en el cine mexicano la madre pobre es insistente-
mente representada como el guardián indiscutible de la moral, como un modelo de compor-
tamiento apropiado que encarna la bondad, el sufrimiento y la abnegación haciendo de ella
un valor social en sí mismo, lo que la convierte en un refugio que permite salvaguardar a su
familia –especialmente a los hijos- de todos las irrupciones del mundo exterior. Cazals rompe
con ese arquetipo sagrado de representaciones edulcoradas, moralizantes y edificantes, para
introducir un retrato descarnado de la madre pobre potencialmente cruel y delirante a través
de las figuras de Luz y de la madre de Sebastián.
Otra película que se basa en “hechos reales” ocurridos en un entorno marginal es el filme La
banda de los panchitos (1987), de Arturo Velazco, que retrata a una pandilla de jóvenes sin fu-
turo que habita en la periferia de Ciudad de México.249 La película de Velazco no se concentra
246
Extracto tomado de la película Los motivos de Luz
247
Algunas de las películas mexicanas que han abordado el tema de la locura son: La mansión de la locura (1972)
de Juan López Moctezuma; María de mi corazón (1979) de Jaime Humberto Hermosillo; El infierno de todos tan
temido (1980) de Sergio Olhovich; Los renglones torcidos de Dios (1983) de Tulio Demicheli. Si no me he dete-
nido en analizar estos filmes es porque en ellos la marginalidad no está representada y si lo está es de manera
muy secundaria.
248
A este respecto cabría señalar, como sugiere Roberto Aceituno (2012b: 137), que la locura se constituye so-
cialmente como aquella grieta que permite testimoniar “las cosas sin memoria”, haciendo de la locura no sólo
“una forma de sobrevivencia, también de búsqueda, que actúa como el testimonio de lo que no ha podido –o a
veces que no ha querido– ser testimoniado de otro modo. Es en este sentido que el trabajo con la locura da cuen-
ta de un trabajo con la historia que subraya su carácter de testimonio, de transmisión y de escritura, ahí donde
el lazo social ha fracasado en su función de simbolización”.
249
“Los panchitos” fue una banda de jóvenes formada en 1978, que obtuvo cierto renombre y que tenían como
339
en contar una historia específica o relatar algún evento significativo vinculado con la banda,
sino que es una seguidilla de situaciones y anécdotas con las que se muestra la vida de unos
jóvenes marginales de Ciudad de México, que pasan los días enfrascados en atracos, peleas y
abusos con el único objetivo de conseguir dinero para drogarse y cuidar su territorio de las
amenazas de las otras pandillas de la zona. En esta película la calle se conforma como el espa-
cio doméstico; es allí donde la pandilla se conforma y adquiere identidad como un sustituto de
la familia y como ethos cultural al grupo.
Durante buena parte del siglo veinte el cine mexicano construyó una representación idealiza-
da de la familia y el hogar como un espacio de protección abnegada, maternal y complaciente.
Tanto Los motivos de Luz (1985) como la película de Velazco, reinscriben lo doméstico como
un espacio en proceso de descomposición, lugar de violencia y degradación en el que las rela-
ciones intrafamiliares se quiebran. La película de Velazco presenta el espacio familiar como un
territorio en pugna entre padres e hijos, que se ve “contaminado por la violencia y el deterioro
de las relaciones afectivas” (León, 2005: 57). El siguiente diálogo de La banda de los panchitos,
es ilustrativo al respecto:
Madre: ¿Y ahora tú, dónde andabas?... ¡Te estoy hablando cabrón, contesta!
El Hacha: Por ahí.
Madre: ¡Por ahí dónde! ¡Trajiste el dinero! ¡Te estoy hablando animal!
El Hacha: No, me lo quitaron.
Padre: ¡Hazte el pendejo!
Madre: ¿Te lo quitaron quiénes?
El Hacha: La ley, me agarró con mis cuates.
Madre: ¡Eso te sacas por andar con huevones!
El Hacha: Es mi pedo, ¿no?
Padre: Aquí no vas a venir a faltarnos el respeto, cabrón.
Madre: ¡Vaya a conseguir dinero para tragar hoy!
El Hacha: Conseguir, como si fuera tan fácil.
Padre: ¡Ese es tu pedo güey, a ver que dice ahora!
Madre: ¡Aquí no vas a vivir de gratis!
principal zona de influencia varias colonias de las delegaciones Álvaro Obregón, Miguel Hidalgo y Cuajimalpa. El
nombre surgió porque tres de los fundadores de la pandilla se llamaban Francisco (Cruz Flores, 2006).
340
El Hacha: Pues, ¡a la chingada par de ojetes!, a poco que no creen que no me puedo ir a vivir
a otro lado.
Hermano: ¿Y ahora que vamos a comer?
Padre: ¡Mierda!
Las diversas situaciones que se ponen en escena en la película de Velazco, son presentados
sin una continuidad diegética y se van articulando como un discurso fragmentado y disperso
que, sin embargo, logra evidenciar ciertos aspectos de anomia social y alienación subjetiva de
los jóvenes que habitan en la periferia del Distrito Federal. En tal sentido, La banda de los pan-
chitos no pretende imponer una mirada moralizadora acerca de las acciones y las conductas
de la pandilla, pero tampoco busca plantear un razonamiento o aventurar un punto de vista
acerca del porqué de estas características de los jóvenes marginales. Velazco se queda con la
descripción, más o menos detallada, tanto de los comportamientos antisociales de los jóvenes,
como del estilo de vida de un grupo de jóvenes marginales: formas de vestir, modos de utilizar
el espacio público y de vincularse intersubjetivamente.
Las prácticas culturales que se representan en esta película van produciendo códigos propios
que son positivados dentro de la pandilla marginal y, a través de complejos procesos de inter-
nalización, se construye una identidad nómada que va tomando y desechando subjetividades
hechas de transiciones y desplazamientos locales. El marginal nómade que se fabrica en La
banda de los panchitos, es un sujeto que está constantemente resituándose dentro de un es-
pacio social que reconoce como su-yo. Siguiendo a Deleuze y Guattari (2012), este nómade
marginal, que hace de la calle su lugar en el mundo, se aleja de los dispositivos tradicionales de
disciplinamiento y control social (escuela, trabajo, familia), para crear sus propios dispositivos
de autocontrol y disciplina. De este modo, la solidaridad entre los pares, la defensa del territo-
rio y el uso de la violencia, se constituyen en la forma mediante la cual la pandilla se estructu-
ra, reconoce y regula. En tal sentido, el sujeto marginal que muestra la película de Velazco no
posee una conciencia de clase sino de grupo, con una subcultura propia que se articula como
el reverso inconsciente de la sociedad productiva.
La película Lola (1989) de María Novaro nos sumerge dentro del mundo de la maternidad
marginal. Nuevamente nos encontramos con una película que prescinde del mito de la mater-
341
nidad abnegada, para narrar la decadencia de una joven madre soltera que trabaja como ven-
dedora ambulante, emparejada con un músico de rock que la abandona para marcharse a Los
Ángeles. La película intenta romper con los esquemas maniqueos de la madre buena o mala,
para hablar de una joven sobrepasada por las circunstancias y que se comporta más como una
compañera de juegos de su hija, que como un adulto que juega con ella y que al mismo tiempo
la educa, la cría, la cuida.
La película de Novaro busca relatar una vida cotidiana fragmentada por la incertidumbre de
una mujer abandonada que se deja llevar por los amores pasajeros y una vida de futuro incier-
to. Lola se concentra en sí misma y su deseo de disfrutar de la vida. Esta vida despreocupada
hace un click cuando después de una noche de juerga, encuentra a su hija durmiendo con una
vela en la mano. La potencial tragedia la hace tomar la decisión de llevar a su hija a vivir con la
abuela. Vemos entonces el contraste entre Lola, descarriada e infantil en su relación maternal,
y la actitud preocupada, diligente, ordenada, protectora y educadora de la abuela.
342
Resumiendo, la representación de la marginalidad en el cine mexicano de los ochenta, por
una parte, mantiene importantes vínculos residuales con el cine industrial de la época dora-
da: películas como Mexicano, Tú puedes, Lagunilla, mi barrio, ¡Qué viva Tepito!, replican una
representación edulcorada de la pobreza y repiten la dicotomía entre pobres buenos/ricos
malos. Por otro lado, películas como Lola, la trailera y su enorme éxito de taquilla consolidan
el llamado “cine de explotación” que repiten una fórmula que reproduce una imagen burda y
estereotipada de los sujetos populares, de la violencia y la explotación del cuerpo femenino.
Finalmente, el cine de autor o independiente, como Condena perpetua, Los motivos de Luz, La
banda de los panchitos, visibiliza a los sujetos marginales desprendiéndose de la mirada explo-
tadora, suavizada o moralizante de la vida marginal, para intentar construir una tensión entre
pobreza, subjetividad y sociedad.
A pesar de esta diversidad, todas estas películas coinciden en visibilizar la relación compleja
que se establece entre una (pos)modernidad mexicana sin modernización y el yo individual.
Es a partir de los años ochenta cuando el cine mexicano comienza a divulgar una serie de
discursos –ya sean estos críticos o complacientes-, en los cuales la imagen del sujeto marginal
emerge como un síntoma que advierte, no solo de las desigualdades que genera la instalación
del neoliberalismo, sino también da cuenta de aquello que Anthony Giddens (2000) ha llama-
do “un mundo desbocado”. De este modo, lo que aparece transversalmente en la producción ci-
nematográfica de la marginalidad en los ochenta y se consolidará durante los años noventa, es
la construcción y circulación de imágenes y sonidos que cristalizan, consciente o inconscien-
temente, la estructuración de una sociedad plagada de incertidumbres, que constantemente
desplaza sus límites y en la que hay una relación cambiante y desequilibrada entre una estruc-
tura social –dominada por un ordenamiento y una racionalidad neoliberal- y la individuación
y la subjetivización de las personas.
Durante la década de los ochenta el cine mexicano es el reflejo, más o menos condicionado, de
los efectos de una crisis económica que inunda buena parte de la estructura política y cultural
del país, y que cristaliza en el desmantelamiento del Estado. Se clausura así el proyecto desa-
rrollista que había caracterizado buena parte del entramado sociopolítico mexicano del siglo
343
veinte. La respuesta a esta crisis pesará sobre la cinematografía de la década de los noventa,
que estará marcada por las exigencias de la economía de mercado.
La privatización de las empresas del Estado constituía una precondición para el ingreso de
México al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, de modo que el Estado
mexicano se alinea definitivamente con los ordenamientos neoliberales del consenso de Was-
hington. En concordancia con ello, los organismos estatales creados para el fomento de la pro-
ducción cinematográfica –como el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), el Centro
de Capacitación Cinematográfica (CCC) y los Estudios Churubusco Azteca (ECHA)- ven severa-
mente reducidos sus presupuestos. Esto limitó su radio de acción y luego las hizo financiera-
mente inviables, allanando así su venta a la empresa privada (King, 1994; Wiener, 1997; León,
2005). Al mismo tiempo, se intentó reflotar la alicaída industria fílmica generando facilidades
impositivas y crediticias para facilitar la inversión pública-privada. Al respecto, John King nos
comenta:
A partir de los años noventa la actividad fílmica mexicana busca reconstituirse y reconquistar
a un público que había sido recolonizado por la industria hollywoodense, diversificando las
temáticas tratadas y buscando nuevas fórmulas de financiamiento para la producción cine-
matográfica (León, 2005). Así se comienzan a producir una serie de películas que abordan
temáticas cotidianas en directa sintonía con la realidad social y cultural del país. Algunas de
ellas se convierten en éxito de taquilla y “abren un período signado por la inversión mixta y
la coproducción internacional” (Ibíd.: 27). El ejemplo paradigmático es la película Como agua
para chocolate (1992) de Alfonso Aráu, que no solo resulta ser la película más vista en el país,
sino que “se convirtió en la segunda producción extranjera más taquillera de todos los tiempos
en los Estados Unidos” (King, 1994: 205).
Como sugieren algunos investigadores (Ruffinelli 2000; Gundermann, 2005; León, 2005; An-
344
dermann 2007; Aguilar, 2006), es durante esta reconstitución de la producción y el mercado
del cine local, cuando “el Cine de la Marginalidad prolifera como una posición abierta a los cir-
cuitos masivos pero crítica respecto al ‘cine de calidad’ que encuentra en la espectacularidad
su medio de promoción” (León, 2005: 28). Este es el momento –según estos investigadores-
cuando en buena parte de Latinoamérica se produce un número importante de películas “que
muestran la vida de los marginales sin ninguna consideración paternalista o transformadora”
(Ibíd.: 29). Por lo general, son películas que intentan articular una “mirada hacia lo íntimo
que no acepta ni condena la violencia” (Ruffinelli, 2000: 20). Se sugiere, entonces, que estas
películas tensionan el pacto social contraído con el sistema neoliberal, en la medida en que
“esta nueva forma de mirar la violencia, muestra los procesos de exclusión generados por las
mismas instituciones sociales que pretenden combatirlos y los funestos costos de la moderni-
zación económica” (León, 2005: 29).
Los estudios de cine y la crítica cultural han clasificado este tipo de cinematografía como “rea-
lismo sucio”,250 basándose en los planteamientos teórico-práctico propuestos por Rocha y su
“estética del hambre”, a la vez que llaman la atención sobre la utilización de algunas de las
técnicas documentales exploradas por el direct cinema vinculadas con segmentación de la
filmación. Otros estudios se enfocan en el plano estético-formal y señalan que este tipo de
cinematografía apela a una puesta en escena que rechaza la alegoría como dispositivo discur-
sivo (Andermann, 2007; Aguilar, 2007). Todo ello contribuye en la elaboración de una cine-
matografía que persigue “visibilizar con crudeza el oscuro mundo de la miseria y la pobreza,
ignorado por los medios masivos de comunicación” (León, 2005: 28). Por otro lado, desde una
mirada meta-cinematográfica, se destaca que las películas que abordan el mundo de la pobre-
za y la exclusión social, persiguen plasmar un discurso acerca de la pérdida de las certezas
respecto a las instituciones que hasta entonces formaban parte el orden de las cosas dadas
(familia, trabajo, barrio, etc.), mostrando la fragmentariedad de la relaciones sociales (indivi-
dualización, desencanto con la modernidad, desenfreno y drogadicción) y el extravío político
(despolitización, abandono de lo público, refugio en lo privado). De esta forma, evidencian el
250
El término “realismo sucio” (Dirty realism) aplicado al cine es una noción derivada de la crítica literaria nor-
teamericana, la cual utilizó el término para referirse y clasificar al tipo de escritura, iniciado en los años setenta
por John Fante y Charles Bukowski, quienes mediante una escritura desenfadada, directa y sin concesiones esti-
lísticas pretenden reducir la narración a sus elementos fundamentales. En líneas generales, con este término se
intentaba aludir y clasificar un tipo de escritura que se caracterizada por las jergas de las minorías marginadas
que relatan sórdidas historias de violencia y desintegración familiar.
345
residuo no deseado de la miseria y la exclusión social que produce el neoliberalismo y en el
que se encuentran sumergidos vastos sectores de la población que habitan en los barrios peri-
féricos de las grandes ciudades latinoamericanas.
En consecuencia, los años noventa se articulan como un momento clave en el que se produciría
un cambio de paradigma en el cine latinoamericano. Esto se expresa en la búsqueda de nuevas
narrativas, que tendrían por objetivo plasmar la singularidad heterogénea de una América
Latina que se debate entre una modernidad sin modernización y la desbocada transnacionali-
zación del consumo que impone la globalización. Estas nuevas narrativas encuentran un nicho
importante en la temática urbana, abordando la vida marginal de los sujetos desplazados por
las instituciones sociales y generando un conjunto de películas que retratan la violencia, la
drogadicción, la pobreza, la delincuencia y el desamparo que se experimenta a diario en las
zonas periféricas de las grandes ciudades latinoamericanas. Se trata de un cine que tiene por
objetivo plasmar la subcultura de la calle desde una visión crítica respecto de la desigualdad
social que engendra capitalismo neoliberal, al mismo tiempo que pretende ser un llamado de
atención acerca del “discurso de la nación, el paradigma de la cultura ilustrada y el sentido
utópico de la modernidad (Ibíd.: 23). Al respecto, Roberto Aguilar sostiene:
Los escenarios: las calles sucias, malolientes y hacinadas de las grandes ciudades latinoame-
ricanas, los barrios que no figuran en los folletos de promoción turística, refugios de misera-
bles y proscritos. Los personajes: jóvenes callejeros arrastrados por esa gran marea urbana,
desempleados irredentos tratando de sobrevivir al día, a la hora, en los límites de la legalidad.
346
Las historias: cuentos de inocencia perdida, ilusiones rotas, violencia, delito y crimen. Son los
escenarios, los personajes y las historias de la crisis retratados con crudeza y sin asomo de
compromiso ideológico (Citado en Christian León, 2005: 23).
Por lo general, los estudios acerca del cine de la marginalidad de este período platean que, si
bien en América Latina la imágenes de las poblaciones marginales ha estado presente a lo lar-
go de todo el siglo veinte, estas suelen responder a una mirada hegemónica que utiliza un len-
guaje cinematográfico clásico heredado de la cultura burguesa: primero, el cine industrial lati-
noamericano construyó pobres estereotipados que cumplían una función pintoresca y tierna
de la vida en la miseria; luego el nuevo cine latinoamericano de los años sesenta elaboró una
nueva constelación discursiva, construyendo representaciones de la marginalidad que exaltan
al sujeto marginal utópico, portador de una cultura nacional políticamente revolucionaria y
que persigue generar consciencia de clase.
En líneas generales se puede estar de acuerdo con esta mirada que le atribuye al Cine de la
Marginalidad de los años noventa el mérito de centrarse en la micropolítica del cuerpo violen-
to y violentado, en una cotidianidad drogadicta, precaria, indigente y callejera. Se trata de una
representación de la marginalidad como un espacio social residual en el que cohabitan aque-
llos sujetos excluidos de los intentos modernizadores de América Latina. Sin embargo este
panorama general planteado por algunos investigadores (Ruffinelli, 2000; León 2005; Ander-
mann, 2007; Aguilar, 2007), no da cuenta de los matices locales que responden a los contextos
de producción, exhibición y consumo de cine en cada país.
En el caso mexicano, el cine de los noventa muestra una continuidad con el llamado cine de
aliento de los años sesenta y setenta. Aun cuando nunca se trató de un cine militante y politiza-
do, en capítulos previos hemos visto como ya a finales de los años sesenta aparecen películas
que apuestan por visibilizar, de manera más o menos cruda y directa, la miseria, la violencia, la
drogadicción y el abuso de poder al que se ven enfrentados los hombres y mujeres, niños y jó-
venes que habitan las zonas periféricas de las grandes ciudades. Estas películas no constituían
la norma, se trataba de un cine independiente y autoral, pero intentaban mostrar las inequi-
dad de la sociedad mexicana, al mismo tiempo que perseguían desarticular lo que Monsiváis
(1993) llama “las mitologías del cine mexicano”.
347
Como indica Siboney Obscura (2010), el cine mexicano de los años noventa –específicamente
el que se produce a partir del sexenio de Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000)-, fue la
obra de un conjunto de productoras privadas que, siguiendo las fórmulas comerciales dictadas
por Hollywood, buscaron revitalizar la cinematografía incorporando a una nueva generación
de guionistas, directores, camarógrafos y productores, cuyas propuestas fílmicas contribuye-
ron a cambiar paulatinamente el panorama y las expectativas del cine mexicano. Esta cinema-
tografía noventera redujo bruscamente la producción del cine de cariz popular que lo había
precedido, dejando de lado las películas de frontera y narcotráfico, de albures y sexi-comedias
que tanto rédito económico habían producido durante los ochenta. Es un cine que apunta a
un público objetivo compuesto por las clases medias y altas de la sociedad mexicana, porque
era este segmento de la población el que se podía permitir el lujo de “acceder a los modernos
conjuntos de exhibición que sustituyeron rápidamente a los antiguos cines de barrio o de se-
gunda corrida, y cuyos precios de entrada resultaban prohibitivos para las mayorías” (Oscura,
2010: 119).
Un segundo grupo lo constituyen aquellos filmes que mantienen una continuidad discursiva
251
A ese estilo corresponden títulos como Cilantro y perejil (1996, Rafael Montero), Sexo, pudor y lágrimas (1998,
Antonio Serrano), La primera noche y La segunda noche (1997, 2000, Alejandro Gamboa), Por la libre (2000,
Juan Carlos de Llaca), entre otras (obscura, 2010).
348
con el cine industrial y que, hasta cierto punto, forman parte de éste. Cintas como Pandilleros.
Olor a muerte II (1990), de Ismael Rodríguez jr., que reúne algunos de los elementos que ca-
racterizan al cine de falsa denuncia, ofreciendo una visión tremendista de las pandillas adoles-
centes atrapadas en el círculo de la pobreza (Obscura, 2010). Ángel de fuego (1991) de Dana
Rotberg o El callejón de los milagros (1994) de Jorge Fons, que vuelven a utilizar la vecindad y
el entorno barrial como un escenario desprovisto de significación social.
La tercera categoría está compuesta por películas que tienen una clara intención autoral, que
buscan la innovación cinematográfica experimentando con el uso de la cámara y el montaje,
y que tratan el tema de marginalidad social con una mirada cruda, directa y no moralizante.
Todos estos elementos permiten clasificarlas dentro del llamado Cine de la Marginalidad La-
tinoamericana: películas como La mujer del puerto (1991) de Arturo Ripstein; Lolo (1992) de
Francisco Athié; Hasta morir (1994) de Fernando Sariñana; Perfume de Violetas: Nadie te oye
(2000) de Maryse Sistach; Amores perros (2000) de Alejandro González Iñárritu.
Ya he analizado previamente las películas del primer tipo y la marginalidad está ausente de
las películas de la segunda categoría, por lo que me concentraré en analizar algunas de las pe-
lículas de este último segmento, para luego reflexionar acerca de hasta qué punto se inscribe
en ellas la racionalidad neoliberal. Esta racionalidad puede manifestarse tanto como tachadu-
ras en la representación de la pobreza, alineándose así bajo la lógica neoliberal, o bien como
visibilizaciones que presentan una perspectiva crítica respecto de la hegemonía neoliberal y
su consecuente fabricación de miseria y marginalidad. Me parece necesario señalar que estas
tachaduras y visibilizaciones son elementos que con frecuencia cohabitan en una misma pelí-
cula. De hecho, esta mixtura forma parte de las características de este tipo de cine en México,
sin embargo eso no es obstáculo para que cada película muestre una clara tendencia ya sea
hacia la tachadura o hacia la visibilizaciones crítica. Por lo tanto, aquí busco identificar la ten-
dencia de casa filme, pero también dar cuenta de las zonas grises y los matices que contienen.
La película La mujer del puerto (1991) de Arturo Ripstein, presenta un mundo marginal para
narra una historia de prostitución, drama familiar y violencia.252 Al igual que en la versión de
252
La mujer del puerto trata de un marinero –El Marro-, una prostituta –Perla- y la madre de ambos –Tomasa. La
película se inicia contándonos la historia del El Marro quien medio moribundo decide bajar del barco en el cual
estaba encerrado producto de una cuarentena. Dirige sus pasos hacia el lupanar “El Eneas”, donde es seleccio-
nado por Perla para que ella le realice una felación. En pleno acto el marinero cae enfermo y es cariñosamente
349
Arcady Boyter del año 1933, Ripstein toma como base el cuento “El puerto” de Guy de Maupas-
sant, pero se distancia de la primera versión en la que la narración es lineal y la prostitución es
representada como glamorosa y sofisticada. Ripstein, en cambio, nos sumerge en una historia
que se desarrolla dentro de un espacio sórdido de pobreza y marginalidad. Contada como una
historia triangular, los acontecimientos se presentan según los puntos de vistas de los tres
personajes centrales: El Marro, Perla y Tomasa.
Lo interesante de esta narración tripartita es que las distintas versiones de los protagonistas
se contradicen o impugnan entre sí, haciendo de la verdad una cuestión relativa. Así por ejem-
plo, en la versión de Perla es Tomasa (su madre) quien la fuerza a abortar, mientras que en la
versión de Tomasa, es Perla quien le suplica que le realice el aborto. Se construye así una pelí-
cula que hace colisionar los acontecimientos para mostrarnos sus matices y la importancia de
las subjetividades, invitando al espectador a pensar en la discontinuidad, en la contradicción
y en la idea de que el recuerdo responde a las particularidades de quien recuerda. En conse-
cuencia, la película quiere dejar claro que no existe una versión verdadera, sino que construye
una discursividad llena de matices y con distintos focos de atención. Cada uno de los persona-
jes se posiciona como un fragmento que a la vez se opone e integra con el otro, contribuyendo
a la conformación de una totalidad.
La película de Ripstein no persigue presentar una visión crítica sobre la marginalidad social
en la que se desenvuelven sus personajes, ni siquiera pretende problematizar la prostitución.
El contexto del comercio sexual en un burdel decadente no es más que un efecto retórico que
le aporta dramatismo al melodrama familiar. Más bien se puede interpretar como un intento
por desbaratar la glorificación de la madre, la familia y la vecindad como sinónimos de bon-
dad, resignación y moralidad. En consecuencia, La mujer del puerto presenta “el otro lado de
la moneda, el lado oscuro del melodrama” (Ripstein citado en Paranagua, 1996: 13). Esta otra
cara está constituida tanto por la psicología perturbada de un núcleo familiar, como por la nor-
malización de esa perturbación. Un tránsito que se dibuja, en un primer momento, a través de
la desestructuración de la familia y sus lazos filiales, para terminar, en un final casi-feliz, en el
cuidado por Perla. Ambos se enamoran pero descubren que son hermanos. Ella, en lugar de suicidarse –como en
el cuento de Maupassant-, no se inmuta y le propone a su hermano vivir el amor plenamente (“un pecado más,
qué más da” –dirá). En cambio, él es el que se horroriza y se enrola como marino mercante y huye. Ella reacciona
cortándose las venas y arrojándose al mar, pero es salvada para luego descubrir que está embarazada de su her-
mano. Aborta. Tiempo después, El Marro vuelve a Veracruz se junta nuevamente con su hermana Perla, forman
una familia con hijos y se vuelven propietarios de un burdel.
350
que se rearticula el núcleo familiar, que acepta el incesto y la prostitución.
Este final –desconcertante para muchos- es el golpe de gracia al cine mexicano de la época de
oro: la madre consigue hacer felices a sus hijos, el deber de toda madre, pero lo logra aceptan-
do el tabú del incesto y rompiendo con la moral normativa de su sociedad. Si, como dice Peter
Brook, en el melodrama tradicional “el momento del clímax es ‘ese instante en el que la moral
se impone y se hace reconocer”’ (…) [en] el melodrama de Ripstein, [éste] se desentiende
conscientemente de ese requisito moral (Esterrich, 2005).
En consecuencia, se trata aquí de tensionar al máximo las relaciones familiares, llevarlas hasta
el extremo de quebrantar el tabú del incesto –aquello que para Levi-Strauss (1981) constituye
el pasaje universal mediante el cual el ser humano consolida el tránsito que va de la naturale-
za a la cultura-, con la finalidad de fabricar una discursividad que desbarajusta el melodrama
tradicional. Ripstein destroza lo que Monsiváis denomina “la mitología de la moral” (1993:
24), que hegemoniza los comportamientos, las actitudes, las relaciones (sexuales y sociales),
a la que el cine melodramático mexicano sirve regularmente poniendo en circulación la idea
de que la “Moral, es lo que admite la Iglesia, la Familia, el Estado (…), inmoral es lo de afuera”
(Ibíd.: 22) de esos aparatos ideológicos. Al tensionar la prohibición del incesto y desnaturalizar
la figura materna (“pinches hijos, no más nacen pa’ que uno lo odie”253) La mujer del puerto
“explora sin miramientos su peculiar antropología privada” (León Frías, 1997: 133).
253
Extracto tomado de la película La mujer del puerto.
351
pretende situarse en el lado nocturno del melodrama mexicano.
No obstante, La mujer del puerto también lleva residualmente inscrito aquello que se ha de-
finido como la condición posmexicana del neoliberalismo. Esto queda manifiesto en la mini-
mización visual y discursiva de la nación y la mexicanidad. El melodrama tradicional estaba
plagado de héroes y fetiches ligados a un nacionalismo cultural, todo un muestrario de con-
cepciones acerca de lo auténticamente mexicano que confeccionaba una mexicanidad cinema-
tográfica que se constituía –compulsiva, imaginaria y estereotípicamente- como paradigma
de la nación, de la honra familiar, de la modernidad y de lo popular (Monsiváis, 1993). En esta
versión nocturna del melodrama, la idea de la nación como territorio culturalmente identifica-
ble desaparece del discurso fílmico. De hecho en La mujer del puerto, salvo por el acento mexi-
cano de los protagonistas, no hay referencia directa a la nación, ni como espacio físico ni como
subjetivación de las identidades. Se construye así una historia que, al privilegiar la identidad
familiar por sobre lo colectivo, al desprenderse de cualquier referencia a un contexto histórico
mayor, sea este local, regional o nacional, confecciona un orden simbólico desterritorializado,
esto es, un espacio social indiferenciado culturalmente.
La película Lolo (1992), de Francisco Athié,254 se asemeja a La mujer del puerto en esta opción
por construir el espacio marginal en el que se privilegia una versión subjetiva de la historia
del protagonista que se ve atrapado, producto de circunstancias externas y psicológicas, en
una espiral de decadencia que lo hace transitar por espacios sociales cada vez más corruptos
y deteriorados moralmente. Lolo describe el proceso de declive y deshumanización en el que
se va sumergiendo un joven obrero que es despedido de su trabajo luego de ser asaltado y gol-
peado por un grupo de delincuentes. Así, la película presenta un panorama de la vida marginal
y miserable que experimentan miles de jóvenes que habitan en los barrios periféricos de Ciu-
dad de México, evitando emitir cualquier juicio moralizante respecto de aquellos sujetos que,
producto de las circunstancias, caen en la delincuencia.
254
La película de Francisco Athié nos cuenta la historia de Dolores Chimal, apodado Lolo, quien es despedido
“por ausencias injustificadas”, al tener que pasar varios días en el hospital producto de un asalto el día de pago.
Sin embargo, el verdadero motivo de su despido haberse rebelado por el miserable sueldo. Lolo se enamora de
Sonia, una joven recién llegada al barrio que conoce cuando trabaja como ayudante de organillero, pero se ve
arrastrado al mundo de la delincuencia cuando un descubrimiento lo induce a cometer un robo que cree será
fácil, pero es sorprendido en flagrante delito por la hermana de la usurera a quien mata sin premeditación. Las
averiguaciones sobre el crimen corren a cuenta de su primo “político” Marcelino, un policía corrupto, ex pandi-
llero convertido en representante de una ley. La policía detiene al Bobo, amigo de Lolo acusándolo del crimen,
sin embargo, Marcelino sospecha de Lolo y lo extorsiona. Finalmente, Lolo es ayudado por su novia Sonia a
escapar, mientras que Bobo es golpeado hasta la muerte.
352
La película de Athiné forma parte de un conjunto de películas que hasta cierto punto recogen
el legado de Los Olvidados de Luis Buñuel, cinta que abordó por primera vez los temas vincu-
lados con la disolución del vínculo social y la crisis de los valores modernos. Películas como
Nocaut (1983) de José García, ¿Cómo ves? (1986) de Paul Leduc o La banda de los panchitos
(1987) de Arturo Velazco, recogen la herencia de Buñuel, la resignifican e intentan construir
historias que muestren la vida decadente y miserable de los jóvenes de las zonas marginadas
de la ciudad. Todas ellas abordan el crimen, la droga y la corrupción moral originados por las
condiciones de miseria que rodean a los protagonistas.
La película Lolo nos sumerge dentro de un mundo de violencia descarnada que está en las
antípodas de la versión de la pobreza como abnegada redención. Aquí la marginalidad es re-
presentada como un entorno corrupto, violento y degradado moralmente; un mundo en el que
el individualismo es un mecanismo de sobrevivencia; y donde la ausencia de sentido de comu-
nidad es caldo de cultivo para la instalación de la corrupción. Más específicamente, el barrio se
configura como un espacio de relaciones violentas, de tensión constante, plagado de intoleran-
cia y rudeza. Un lugar inclemente del que no se puede salir. De ahí que la vida comunitaria se
presente como una serie de relaciones cargadas de traiciones y amistades poco fiables, donde
cada cual vela por sus propios intereses y donde la ideología del sálvese quien pueda, emerge
como el mecanismo más eficaz para la sobrevivencia individual.
Por otro lado, como señala Geoffrey Kantaris (2004), la representación de la marginalidad y
la violencia urbana en la película de Athiné muestra una variante significativa respecto de la
representación de la pobreza y la juventud marginal que caracterizó al cine de los años no-
venta, y que tuvo su cénit con la transnacionalización de la película Amores perros (2000) de
Alejandro González Iñárritu. En líneas generales, la mayoría de las películas que se inscriben
en el llamado cine de la marginalidad tienden a “equiparar la hipermasculinidad con la violen-
cia” (Kantaris, 2004: 58). En consecuencia, los jóvenes marginales que habitan en la periferia
de las grandes urbes mexicanas aparecen, en el imaginario cinematográfico noventero, como
sinónimo de delincuencia, drogadicción y violencia. Sin embargo, en la película Lolo esa ima-
gen queda, sino reducida, al menos matizada. El protagonista, Lolo, se nos presenta como un
muchacho modesto, un tanto enfermizo, temeroso, con rasgos de sensibilidad y ternura, y no
muy integrado en los círculos de las pandillas callejeras de su barrio; de hecho su mejor ami-
353
go es “El Bobo”, un joven medio retrasado. Por lo tanto, la construcción psicológica y estética
de la figura de Lolo rompe con los cánones del cinematográficos, “no hay otro ejemplo de un
hombre tan poco ‘macho’ en el cine urbano contemporáneo de México, y su carácter parece
diseñado para trastocar una de las imágenes estandarizadas del género en la cual el crimen
suele convertirse en fetiche en el cine” (Ibíd.: 67).
Al igual que los otros dos filmes que he analizado más arriba, la película de Sariñana representa
el espacio social marginal como un no lugar. Sin embargo, a diferencia de los otros dos filmes
donde el espacio urbano se encuentra reducido al burdel (La mujer del puerto) o al barrio (Lolo),
aquí es la ciudad y sus diversos espacios (barrio, vecindad, estación de autobuses, cementerio
de trenes, etc.), la que va componiendo el escenario marginal por donde transitan estos jóvenes
sin futuro. En esta representación del espacio urbano se deja traslucir (aunque no sea ésta la
intención del filme); “el vaciamiento del sentido de localidad y al mismo tiempo los vínculos
profundos que tienen todos los lugares que habitan los personajes con un más allá, de fronteras,
cruces y mezclas de cultura, y, claro está, con el más allá de los Estados Unidos como destino
imaginario” (Kantaris, 2004: 72). Edward Soja (2008) caracteriza la metrópolis postmoderna
como espacios sociales que llevan residualmente inscritas ciertas continuidades con los modos
y las formas en que las grandes ciudades de la modernidad se constituían como tal hacia finales
del siglo diecinueve y principios del veinte y, al mismo tiempo, en una discontinuidad radical,
la megalópolis posmoderna se constituye como una cuestión considerablemente nueva y di-
ferente.256 De este modo, “la postmetrópolis puede ser representada como un producto de la
intensificación de los procesos de globalización, a través de los cuales y de forma simultánea, lo
global se está volviendo local y lo local se está volviendo global” (Soja, 2008: 224).
Esta intensificación de la que habla Edward Soja, trae como resultado palpable, principalmen-
te para los países en vías de desarrollo, la primacía de lo global-transnacional que se conso-
lida como mecanismo hegemónico para la circulación de identidades estandarizadas; mien-
256
De acuerdo con Edward Soja (2008: 218), “en muchos sentidos, la postmetrópolis puede ser considerada
como una variación particular de las cuestiones vinculadas a la reestructuración generada por crisis y al desa-
rrollo geohistóricamente desigual, que han estado modelando (y remodelando) los espacios urbanos desde los
orígenes del capitalismo industrial y urbano. En la actualidad existen poderosas continuidades con las geohisto-
rias de Manchester y Chicago, y aún más con la metrópolis fordista-keynesiana moderna que se consolidó de for-
ma tan formidable en las décadas posteriores a la guerra. (…) En este sentido, la postmetrópolis representa, en
gran medida, un resultado, o mejor, una extensión de ese urbanismo moderno y modernista, una metamorfosis
aún parcial e incompleta que siempre llevará consigo restos de los espacios urbanos previos (…) Pero al mismo
tiempo, la metrópolis postmoderna, postfordista y postkeynesiana representa algo considerablemente nuevo y
diferente. Se trata del resultado de una era de intensa y extensa reestructuración, con un impacto más profundo,
sobre cada una de las facetas de nuestras vidas, que en ningún otro periodo que haya tenido lugar durante los
últimos dos siglos –es decir, desde los orígenes de la ciudad capitalista industria”
355
tras que lo local-nacional va perdiendo su poder identitario, mediante la desconexión de las
identidades próximas, localizadas e inscritas dentro de un territorio contenido por relaciones
histórica-identitarias. Hasta morir hace referencia a este vaciamiento de lo local, haciendo del
espacio social urbano una megalópolis postmoderna constituida de flujos y reflujos, de lugares
y no lugares, de espacios indiferenciados y homogéneos, que bien podrían ser Ciudad de Méxi-
co, Lima o Santiago de Chile. Sin embargo, la ciudad aquí representada fílmicamente, también
se constituye como un trasfondo metacultural, que contribuye a la ambientación de un relato
que transita hacia problemáticas ligadas con la violencia, la amistad, el amor y el dinero. En tal
sentido, la película Hasta morir no pretende introducirnos en la complejidad de las relaciones
sociales de los sujetos marginados, tampoco quiere ser una crítica sobre el modo en que los su-
jetos populares se ven envueltos dentro de significaciones híbridas, trasnacionales y globales
que se despliegan dentro del capitalismo tardío. La cinta de Sariñana se concentra en resaltar
los aspectos más banales, sensacionales y sentimentales. De ahí que sea posible advertir una
cierta continuidad con el maniqueísmo que hemos apreciado en algunas de las películas del
cine industrial; un maniqueísmo que quiere ser más sofisticado y complejo, pero maniqueís-
mo al fin y al cabo.
En cuanto a la representación del sujeto marginal, aquí se nos introduce en el mundo del cho-
lo (pospachuco) y del chilango. Ambos sujetos son construidos bajo la lógica de la violencia
como característica distintiva, pero con algunas diferencias psicosociales: mientras el cholo
es fundamentalmente un sujeto centrado en sí mismo, el chilango muestra rasgos de bondad
y empatía. Así por ejemplo, la figura de “el Boy, que representa lo chilango, es un “chico malo”
que cuida tiernamente de su tía loca. Inversamente, el cholo, representado en la figura de “el
Mau”, se muestra como un sujeto egocéntrico, violento e incapaz de mostrar compasión. Así, en
la mediatización que se hace del joven marginal éste se nos presenta bajo la lógica de grados
de degeneración, siendo el último peldaño la figura del cholo.
La diferencia se refuerza a los largo de la película a medida que “el Boy” se va transformando
en un cholo y su accionar se vuelve cada vez más violento y egocéntrico. En tanto “el Mau” se
va convirtiendo en chilango y su accionar se vuelve cada vez más bondadoso e incluso llega
a enamorarse de la mujer a la que quería estafar. Esta inversión de roles deja ver una visión
esencialista del sujeto marginal, puesto que dibuja las identidades, el estilo de vida, el habitus
356
de clase e incluso los rasgos de personalidad como un catálogo fácilmente intercambiable y
que se adopta en su totalidad, obviando la complejidad de los procesos de constitución del yo,
así como las relaciones de socialización en las que el sujeto se constituye como tal.
La película de Sariñana recurre a una serie de rasgos culturales para caracterizar la marginali-
dad: el argot callejero como medio de expresión, vestimentas que responden a la lógica contra-
cultural de los años noventa, ritos de pasaje propios de las pandillas juveniles. Por otro lado, la
película visibiliza dos construcciones de lo femenino claramente diferenciadas: por una parte
está la chica urbana-punk, una joven activa y que no tiene ningún inconveniente en demos-
trarle su interés sexual al hombre que le interesa conquistar; en el otro extremo está la mujer
de barrio, pobre pero buena, casera, tímida con los hombres y que espera a que sea el varón el
que tome la iniciativa. En ambas construcciones la figura de la mujer se define en su relación
con el sujeto masculino, evidenciando nuevamente la ideología de la dominación masculina.
La película Perfume de Violetas: Nadie te oye (2000) de Maryse Sistach es un intento por re-
tratar la complejidad de la marginalidad y la violencia de género a la que se ve enfrentada una
adolescente que habita una zona periférica de Ciudad de México.257 Buscando desprenderse
de la mira androcéntrica, que caracteriza a la gran mayoría de la producción cinematografía
mexicana, la película relata la amistad entre dos jovencitas de secundaria, Jessica y Miriam.
Jessica es una chica desfachatada, insolente, rebelde, desmesurada, que por lo general reaccio-
na con malos modos y que vive en la pobreza más extrema con una madre abusiva y machista.
Miriam es la contracara: una chica recatada, tímida y que se apega a las normas del colegio y a
257
La película nos narra la amistad entre Jessica y Miriam, dos adolescentes que se hacen amigas cuando Jessica
ingresa, al colegio de Miriam. Ambas habitan en la periferia de Ciudad de México. Jessica vive en condiciones
muy limitadas al lado de su madre, su padrastro, dos pequeños hermanitos y el abusivo hijo del padrastro.
Miriam tiene mejores condiciones de vida con su madre Alicia quien a pesar de ser una mujer posesiva, insa-
tisfecha y desconfiada, ama a su hija sobre todas las cosas y la cuida como hueso santo. Después de que Jessica
es violada queda en un estado de shock, aterrada y avergonzada, prefiere callar lo ocurrido, hecho que termina
por afectar gravemente su estado psicológico. Jessica sólo encuentra consuelo en Miriam, a la que empieza a
frecuentar cada vez más. Sin embargo dos hechos van a cambiar la amistad: primero, un día en que están pa-
seando por un mercado Jessica decide robarse un perfume de violetas (el mismo que utiliza su amiga y que a
ella le encanta), sin embargo el robo sale mal y Miriam es aprendida por los guardias y debe pagar con su dinero
el hurto de su amiga. Segundo cuando la madre quiere comprar una nueva televisión con los ahorros que ha
estado guardando en el cofre de las joyas, se da cuenta que le han robado, señalando como culpable a la amiga
de su hija. Estos hechos van a desencadenar el trágico final: cuando Jessica está siendo atendida en la enferme-
ría del colegio, Miriam le hace llegar una nota para que se ven en el baño antes de salir de clases. Ahí tienen un
discusión, puesto que Miriam la encara por haber robado el perfume y por haberle robado el dinero a su madre,
Jessica no reconoce el robo y comienza un forcejeo que termina con la muerte de Miriam producto de un golpe
en la cabeza. Jessica se ve desbordada por la situación y huye a casa de Miriam donde se esconde dentro de la
cama. Cuando Alicia regresa del trabajo se inquieta al ver la puerta de entrada abierta. Va hacia la habitación de
su hija y se tranquiliza ya que Jessica finge ser Miriam durmiendo en su cama. Suena el teléfono y se escucha la
voz de Alicia.
357
las de su madre que a toda costa quiere mantenerla dentro de la burbuja que es su casa, y así
protegerla de los peligros de la vida marginal. Entre ellas, que no sólo tienen dos piscologías
disímiles sino que además viven en dos realidades familiares distintas, surge una amistad que
se profundiza a raíz de la violencia sexual a la que se ve sometida Jessica. A partir de esta tra-
ma, se dibuja un mundo femenino-juvenil centrado en el maquillaje, el perfume –en este caso
de violetas- la música y el baile, que intenta reflejar las maneras cotidianas de ser y habitar
socialmente el extrarradio de Ciudad de México.
Absteniéndose de proyectar una mirada moralizante sobre las acciones de las chicas y sobre
las violencias a las que se ven sometidas, la película pone el foco de atención en la relación en-
tre la mirada juvenil y la mirada adulta, marcada por la incomunicación, el prejuicio y el abuso
de poder. La esfera de los adultos está representada por personajes de la clase media popular
(maestras de escuela, madre de Miriam) y el mundo marginal (familia de Jessica, el conductor
del microbús), caracterizado por el machismo, la incomprensión, la incomunicación “y en el
uso de la violencia verbal o simbólica hacia los adolescentes” (Obscura, 2010: 173). Dentro
del mundo adolescente de los estudiantes se muestran relaciones de discriminación, violen-
cia y abuso de poder, pero también, a través del vínculo de Jessica y Miriam, la fraternidad, la
intimidad y la complicidad de una amistad forjada en el entorno de incertidumbre, peligros y
violencias de la marginalidad.
Tanto la casa en la que vive Miriam con su madre, como la escuela en la que estudian ambas
chicas, se configuran como espacios sociales relevantes que dejan entrever la inscripción neo-
liberal respecto de lo público y lo privado. La escuela emerge como el espacio donde no sólo
se dan relaciones conflictivas entre los alumnos, sino que son también víctimas de la incom-
prensión de las profesoras. A pesar de ser la institución socialmente legitimada para cuidar y
educar, la escuela se constituye como espacio disciplinario y de control más cercano a la cárcel
como dispositivo de poder y sujeción, descrito por Foucault en Vigilar y castigar, y menos
como un espacio de formación y crecimiento en donde se prepara a los niños y jóvenes para su
desenvolvimiento social. En contraste, la casa de Miriam funciona como un espacio de refugio
para Jessica, es el espacio protegido y confortable donde la presencia materna inunda el es-
pacio con perfumes, maquillaje, joyas, espejos, ropa. Nótese aquí la inscripción neoliberal que
realiza el filme al equiparar bienestar familiar con la posesión de productos de consumo que
358
históricamente han sido catalogados de femeninos, reduciendo la feminidad a una cuestión
netamente mercantil y el bienestar a la posibilidad de adquirir esos productos. Un aspecto
interesante del relato es que para Jessica este espacio sólo es accesible mientras la madre está
trabajando, cuando el adulto regresa al hogar ella debe marcharse y volver a la miseria de su
casa familiar. Mientras la madre está ausente las muchachas pueden crear sus propias reglas y
disfrutar de cierto grado de libertad: pueden bañarse juntas, pintarse, bailar, contar los secre-
tos más íntimos y sombríos.
Uno de los méritos del filme es que el espacio marginal que muestra no es homogéneo, sino
que se representan distintas gradaciones y matices de la pobreza. La película constantemente
remarca la condición de pobreza en la que vive Jessica, señalando las carencias económicas
como uno de los motivos de la inestabilidad familiar y los malos tratos a los que se ve sometida
la protagonista. En oposición a este núcleo familiar disfuncional y precario económicamente
está la familia de Miriam, compuesta por ella y su madre que trabaja como vendedora de za-
patos y llega cansada del trabajo, pero que pese a ello se da el tiempo para mostrarse preocu-
pada, cariñosa y eficiente a la hora de educar a su hija. Este tampoco es un entorno idealizado,
puesto que en este espacio familiar se representa también el prejuicio y la desconfianza de la
madre cuando su hija le cuenta que tiene una nueva amiga en el colegio, estigmatizándola en
base a su nombre.
La cinta evita planteamientos sobre violencia en abstracto, pues la mayor parte del filme
asistimos a una clara descripción de su práctica, ligada a patrones de desigualdad en las re-
laciones de poder dentro de la familia y en la escuela, las instituciones más próximas a los
adolescentes. Asimismo, hay un intento por mostrar el debilitamiento de los mecanismos
tradicionales de protección social (familia y comunidad), que vuelven más vulnerables a los
adolescentes en las áreas urbanas. Eludiendo el recurso fácil de explicar la violencia por las
condiciones de pobreza, la película intenta mostrar el complejo proceso socio-cultural en que
se sustenta, donde la miseria no es la única causa (Ibíd.: 179).
Al construir una mirada crítica respecto de la violencia de género, al presentarnos a una ado-
lescente que se rebela ante la situación de dominio forzado a la que se ve enfrentada en su
cotidianidad (escuela y hogar), la película intenta desarticular los lugares comunes del cine
mexicano respecto a la identidad femenina adolescente.
La película también muestra, aunque no sea éste su objetivo, el creciente aumento del deseo
de consumo que interviene en las vidas marginales. La cinta lleva inscrita de manera natura-
lizada la idea de que, “para ajustarse a la norma social, para ser un miembro consumado de
la sociedad, es preciso responder con velocidad y sabiduría a las tentaciones del mercado de
consumo” (Bauman, 2000: 139). En este film, los pobres, que por su condición económica son
esencialmente “no-consumidores”, requieren emprender acciones violentas para satisfacer su
deseo de consumo. Acciones como la que comete el hermanastro de Jessica quien “la vende” a
su jefe con el único fin de poder adquirir un par de zapatillas último modelo. Pese a dibujar de
las cuales se caracterizan por ofrecer un trabajo temporal y precario con salarios bajos, y una continua violación
de los derechos humanos y laborales de las trabajadoras” (2010: 179-180).
360
manera subyacente la ideología del consumo, la película no articula una crítica a dicho modelo.
Lo denuncia pero no lo enuncia, no problematiza el creciente proceso de pauperización de la
pobreza que sufren los protagonistas y sus familias marginales.259
Al ser una película de su tiempo, Perfume de violetas deja entrever de manera secundaria y
naturalizada, lo que Zygmun Bauman (2000) ha caracterizado como la transformación de una
sociedad de productores, orientada por la ética del trabajo (moderna, industrial, disciplinaria,
sólida), hacia una sociedad de consumidores gobernada por la estética del consumo (posmo-
derna, consumista, controladora, líquida).260 Al configurarse el consumo como un imposible
para los protagonistas, la película describe la pobreza y la marginalidad como un espacio so-
cial que configura sujetos que ya no son, que quedan fuera o que ya no podrán ser.
La película Amores perros (2000) de Alejandro González Iñárritu se constituye –al igual que
Allá en el Rancho Grande, Nosotros los pobres, Los olvidados o Canoa-, en una sólida rama den-
tro del árbol genealógico de la representación fílmica de la marginalidad.261 La importancia de
259
La pauperización de la pobreza puede ser entendida como la emergencia de amplios sectores sociales-mar-
ginales donde los pobres de hoy son mucho más pobres que los de antes –aunque en apariencia estén hoy en
día mejor vestidos. “Como balance podemos decir que el neoliberalismo ha producido un retroceso social muy
pronunciado, una reafirmación de las desigualdades dondequiera que haya sido puesto en práctica. (…) En cam-
bio, el resultado más perdurables del neoliberalismo ha sido la constitución de una sociedad dual, estructurada
a dos velocidades y que coagula en un verdadero apartheid social” (Boron, 1999: 97).
260
Si con la modernidad disciplinaria se desplegaba toda una ética del trabajo que tenía por finalidad atraer
a los pobres hacia las fábricas con la idea de erradicar la pobreza para garantizar la paz social, pero que en la
práctica –nos dice Bauman- sirvió para amaestrar y disciplinar, inculcó la obediencia y la docilidad, como me-
canismo de control social que el régimen capitalista de corte fabril-industrializado necesitaba para su correcto
funcionamiento. Con la estética del consumo se genera, en cambio, una nueva episteme. Una que fabrica un
mundo de consumidores masivos que, de acuerdo con Bauman, hace que “la producción masiva no requiera ya
mano de obra masiva. Por eso los pobres, que alguna vez cumplieron el papel de ‘ejército de reserva de mano
de obra’, pasan a ser ahora ‘consumidores expulsados del mercado’. Esto los despoja de cualquier función útil
(real o potencial) con profundas consecuencias para su ubicación en la sociedad y sus posibilidades de mejorar
en ella” (2000: 12).
261
Amores perros nos cuenta tres historias – la de Octavio y Susana, la de Valeria y Daniel, y la del Chivo- entrela-
zadas diegéticamente por un accidente automovilístico que altera la vida de los tres protagonistas. En la primera
historia se nos cuenta el enamoramiento que siente Octavio por Susana, la esposa maltratada de su hermano
Ramiro. En el intento por liberar a su cuñada de su violento marido y escapar con ella, Octavio, decide introducir
a su perro, El Cofi, en el mundo de las peleas de perro clandestinas. El pero es un campeón que va derrotando en
repetidas ocasiones a los perros del Jarocho, y con ello, Octavio va acumulando una importante cantidad de di-
nero que le entrega a Susana para que lo guarde y puedan escapar algún día. La aventura de las peleas de perros
terminara con una persecución en donde Octavio terminará chocando el vehículo que conduce. Por su parte, Ra-
miro, aparte de trabajar como cajero en un supermercado, se dedica a asaltar farmacias junto con un cómplice.
En uno de los asaltos es asesinado por un agente de la policía. Este hecho, junto con el accidente automovilístico
de Octavio, hará recapacitar a Susana quien decide no huir con su cuñado. La segunda historia, se concentra
en el amor adúltero entre Daniel y Valeria. Daniel es un periodista que ejerce como editor de una importante
revista de farándula. Valeria una Top model española arraigada en México. Daniel decide abandonar a su familia
para irse a vivir con su amante Valeria. Se alquilan un departamento, pero el día de su inauguración, Valeria se
ve envuelta en el mismo accidente de Octavio y comienza un proceso en donde su vida de pareja se convertirá
en un infierno, finalmente Valeria terminará con una pierna amputada. El correlato canino de la historia lo hace
Richie, un pequeño perro que queda atrapado bajo el piso del departamento recién estrenado de los amantes.
La tercera historia nos narra la vida de un asesino a sueldo apodado El Chivo, quien en los años setenta, era un
reconocido profesor que se une a la guerrilla, y que luego de poner una bomba es apresado y es condenado a
pasar veinte años en la cárcel. Esta situación lo lleva a perderlo todo, transformarse en sicario y trabajar para el
361
la película de González Iñárritu como pieza maestra, es que se constituye en modelo para la
práctica cinematográfica mexicana y viene a consolidar una particular forma de representar
la marginalidad, a saber, el sujeto popular como delincuente violento. Amores perros y sus ins-
cripciones ideológicas ayudan a comprender la internalización de la violencia como espectá-
culo y estetización de la marginalidad, que hacen de la precariedad y la pobreza un producto
de mercado destinado a las clases medias y altas dentro del contexto neoliberal mexicano.
En tanto película bisagra, que abre y cierra determinados discursos respecto de la pobreza,
Amores perros ha sido objeto de diversos análisis. Utilizando la conocida fórmula de apoca-
lípticos e integrados de Umberto Eco (1984),262 podemos distinguir las interpretaciones de
aquellos que sitúan la película como una de las mayores críticas al neoliberalismo (los inte-
grados) y aquellos que, desde la vereda contraria, la catalogan como un filme ideológicamente
neoliberal. Desde la perspectiva de los integrados, Christian León (2005) ve en la película de
González Iñárritu la puesta en pantalla de la disolución de las identidades estables como una
crítica al entramado neoliberal, en la medida en que Amores perros, “esboza una identidad en
fuga que desafía los ordenamientos a partir de los cuales se ejerce el poder y la autoridad po-
lítica, cultural y moral” (León, 2005: 59).
Desde una mirada crítica al filme de González Iñariitu, el análisis de Ignacio Sánchez Prado
(2006; 2015) detecta la internalización de la ideología neoliberal en la representación de la
diferencia social. Para este autor, Amores perros muestra de manera literal a las clases bajas
como elementos no simbolizados de la sociedad, cuya irrupción es traumática para los suje-
mismo policía corrupto que veinte años antes lo había arrestado. El Chivo solo piensa en su hija quien ni siquiera
sabe que él existe. El Chivo come, duerme y vive con una jauría de perros que lo acompaña siempre. Es también
testigo presencial del accidente automovilístico entre Octavio y Valeria, y es el quien rescata y salva al perro
de Octavo, El Cofi. En su último trabajo, El Chivo decide no cumplir con el encargo de un hombre de matar a su
hermano y decide confrontarlos a ambos en cuanto se entera de la relación familiar. Finalmente, una vez aseado,
afeitado y peinado, El Chivo va en busca de su hija, pero al no encontrarla en su casa le deja un mensaje en su
contestadora contándole de su malograda existencia.
262
En términos generales, Umberto Eco (1984) plantea que la industria cultural y la cultura de masas despren-
dida de ella ha sido objeto de dos grandes categorizaciones: la de los apocalípticos y la de los integrados. Estos
dos polos han hecho circular una enorme cantidad de conceptualizaciones genéricas: “conceptos fetiches”. De
acuerdo con Eco, “la fórmula ‘apocalípticos e integrados’ no plantearía la oposición entre dos actitudes (y ambos
términos no tendrían valor substantivo) sino la predicación de dos adjetivos complementarios, adaptables a
los mismos productores de una “crítica popular de la cultura popular” (1984: 13). Me parece necesario señalar
que “El apocalíptico, en el fondo, consuela al lector, porque le deja entrever, sobre el trasfondo de la catástrofe,
la existencia de una comunidad de “superhombres” capaces de elevarse, aunque sólo sea mediante el rechazo,
por encima de la banalidad media. Llevado al límite, la comunidad reducidísima —y elegida— del que escribe y
del que lee, “nosotros dos, tú y yo, los únicos que hemos comprendido y que estamos a salvo: los únicos que no
somos masa” (Ibíd.: 13). En cambio el integrado, se articula como una reflexión optimista que ve en la cultura de
masas el lugar en donde la superación de “las diferencias de clase, es ya la protagonista de la historia y por tanto
su cultura, la cultura producida por ella y por ella consumida, es un hecho positivo” (Ibíd.: 23).
362
tos de la élite. Los tres personajes de clase baja representados por el Chivo, Ramiro y Octavio,
tienen una existencia espectral desde la mirada de Daniel y Valeria, que son el eje centrípeto
del relato y que son, respectivamente, un reconocido editor de una revista de farándula y una
modelo, dos profesiones que responden a la lógica del éxito neoliberal. Así, la vida de Daniel y
Valeria queda interrumpida por lo que hasta ese momento era para ellos una inexistente sub-
jetividad popular-delincuencial, que literalmente irrumpe mediante la vía del accidente en su
mundo perfecto. La película dibuja acertadamente la invisibilidad de la marginalidad para los
sujetos de clase media alta, de modo que en Amores perros no hay fricción social, sino tan sólo
un contratiempo. El azar hace que estas dos realidades sociales que se mueven en paralelo,
que nunca interactúan real o simbólicamente, se encuentren brevemente para luego volver a
sus esferas separadas. Esta idea puede ser leída como una crítica al neoliberalismo, en tanto
visibiliza estas burbujas de clase que el imaginario neoliberal promueve.
Desde mi punto de vista, Sánchez Prado lleva razón cuando observa que Amores perros se con-
figura como un filme que transmite una moralidad neoconservadora. Esto se manifiesta, por
ejemplo, en que el adulterio conlleva siempre un reverso trágico que se traduce en el castigo a
la pareja infiel. De este modo, “el centro del filme es esta narrativa maestra del adulterio, todas
las manifestaciones de la violencia en la película, sean fortuitas (como el accidente de auto) o
no, son consecuencia directa o indirecta de acciones morales y nunca son interpretadas desde
un sustrato social” (Sánchez Prado, 2006). La mirada moral y melodramática inscrita en la
película de González Iñárritu va descomponiendo el mundo social hasta presentar una visión
distorsionada de la pobreza, los marginales y su entorno social, convirtiéndolos en un conjun-
to de singularidades con personajes que viven la realidad social que les ha tocado vivir.
En las películas de la época dorada los pobres asumían su condición social de manera abnega-
da, en el cine de la marginalidad esa abnegación se transforma en violencia urbana. La película
de González Iñárritu, recoge este argumento y “no hace ningún esfuerzo por problematizar
la posición ética de sus personajes, y todo funciona en una suerte de justicia divina en la cual
cada quien obtiene los resultados de sus decisiones en términos de una moral en blanco y ne-
gro: los adúlteros fracasan, la mujer hermosa queda mutilada y los que abandonan a la familia
viven en el purgatorio de la nostalgia” (Sánchez Prado, 2006). Esta mirada moralizante se con-
figura como un elemento de transferencia ideológica en la medida en que, no sólo dictamina lo
363
que está bien y lo que está mal, sino que emite una sentencia ética respecto de las acciones y
decisiones que asumen los personajes. De este modo, los sujetos marginales quedan signados
como “salvajes urbanos” y naturaliza la ideología del miedo como uno de los bastiones neo-
conservadores que “profundizan aún más el abismo social, económico y cultural en el que se
finca la violencia” (Ibíd.).
En cuanto a la representación del sujeto marginal, Amores perros se esfuerza por elaborar
una síntesis realista de la vida en la periferia. Este realismo urbano recurre a una cámara y un
montaje agitado que busca imprimir al relato un dinamismo que no sólo fragmenta la acción
en una pluralidad de microrelatos, sino también “desliza subrepticiamente la huella de lo real
que cuestiona el universo cierto y estable del discurso cinematográfico” (León, 2005: 66). De
este modo, el mayor mérito de González Iñárritu está, a mi modo de ver, en la construcción for-
mal del discurso fílmico, pero esta factura sofisticada y bien lograda en términos formales no
oculta o disminuye la carga ideológica neoliberal que esta película exhibe en la representación
del sujeto marginal. De hecho, contribuye a la estetización de la violencia urbana y el afianza-
miento de la idea de lo marginal como un territorio turbulento e irracional.
Por otro lado, al presentar a unos sujetos marginales singularizados, la película evade la ne-
cesidad de articular una relación crítica entre contexto neoliberal, marginalidad y sociedad.
González Iñárritu realiza una economía discursiva: la película describe la marginalidad, pero
no la expone como una problemática que se desprende de la desigualdad estructural y de la
corrupción institucional que atraviesa todo el entramado social, político y cultural del México
de finales del siglo veinte. No deja de ser llamativo que las instituciones sociales y la corrup-
ción que las envuelve estén completamente invisibilizadas en filme. Así por ejemplo, el único
representante de la institucionalidad es el policía corrupto que administra los contratos de El
Chivo. Este agente, sin embargo, aparece desprendido de toda institucionalidad, vaciado de
cualquier referente que lo una o relacione con el cuerpo policiaco. 263
Llama la atención el proceso de despolitización que el filme realiza sobre el sujeto revolucio-
nario encarnado en la figura de El Chivo, que ha devenido en terrorista y de terrorista en ase-
sino a sueldo. De este modo, los sueños de transformación social que un día tuvo El Chivo “no
sólo transmite el fracaso del discurso utópico y revolucionario de la generación de los 60, sino
que en más de un sentido alegoriza las interpretaciones que la ‘ciudadanía del miedo’ de la
burguesía capitalina incorpora a su imaginario” (Sánchez Prado, 2006). El Chivo, se configura
entonces, no solo como la cara visible de la destrucción del sueño utópico de la emancipación
de los oprimidos, sino que también es, metafóricamente, la encarnación de la violencia urbana
que, desde una mirada burguesa, entiende la desigualdad social, la corrupción, la violencia, la
pobreza y la marginalidad como una problemática individual, alejada de los contextos sociales,
políticos y culturales que constituyen al individuo en sujeto social, cultural y político.
En definitiva, entre el juicio moral respecto del adulterio, la ideología de la familia como bas-
tión de la sociedad mexicana y la excesiva individualización que se hace de los sujetos margi-
nales envueltos en tramas que los aíslan de los contextos sociales, la película fabrica un vacío
que suprime cualquier vínculo con la realidad social, reduciendo la violencia y la criminalidad
a una moralidad que impide una crítica política al neoliberalismo y la desigualdad que deviene
en violencia y criminalidad. La película de González Iñárritu instala la violencia urbana como
estética posmoderna, que no logra develarnos una realidad social marginal desde un punto de
vista crítico; por el contrario, en Amores perros, se dibuja una mirada neoconservadora acerca
365
de la marginación social, puesto que tiende a privilegiar un discurso en el que priman los mie-
dos que la burguesía capitalina tiene respecto de los sujetos marginales. Estos miedos, como
nos recuerda Sánchez Prado (2006; 2015), son interpretaciones estéticas que transmiten un
discurso neoconservador sustentado en una escala moral que considera a la violencia el pro-
ducto, no de las problemáticas desprendidas de la profunda corrupción de las instituciones so-
ciales, de la inmensa desigualdad social y económica que atraviesa al país, sino son cuestiones
de la “naturaleza humana” producto de la decadencia de los valores familiares que acompaña
la caída del Estado fuerte a partir de 1968.
Por otro lado, Amores perros logra exteriorizar una visión del sujeto marginal como un ente
desprendido de los ordenamientos que regulan las identidades que emanan de la oficialidad
del Estado-nación. El filme fabrica identidades en fuga, donde los sujetos marginales no enca-
jan dentro de ninguna identidad oficial predeterminada. “Frente al orden patriarcal del Estado
que fija identidades y regula comportamientos, el marginal es un extranjero al orden de la fa-
milia y de la sociedad” (León, 2005: 59). Por lo tanto, el filme de González Iñárritu no constru-
ye una crítica sobre la desigualdad de clases, pero da a conocer una imagen de las identidades
marginales que contribuye a cuestionar la constitución misma de la identidad institucional. De
este modo, la representación de la identidad del sujeto marginal y de la subcultura de la calle
que de ella se desprende, dejan entrever el modo ambivalente que el cine de la marginalidad
se aproxima a las instituciones sociales y el neoliberalismo: por una parte muestra una lejanía
respecto de las instituciones neoliberales y, por el otro lado, manifiesta su secreto ser incon-
fesable.
En resumen, la película Amores perros se constituye como pieza maestra de este árbol genea-
lógico porque logra romper con la época dorada y su visión maniquea de los pobres buenos
los ricos malos; con el cine de autor caracterizado por el nihilismo cinematográfico de Arturo
Ripstein; con el realismo social de Felipe Cazals; con el México sucio de las películas fronteri-
zas y de albures; con el realismo mágico de películas como Agua para chocolate, entre otros. De
esta manera, como señala Sánchez Prado (2006), González Iñárritu rompe con los exotismos
heredados de la tradición fílmica mexicana para instalar un nuevo exotismo: el del México ver-
tiginoso, violento y posmoderno.264
264
Creo importante apuntar que si bien la violencia es una de las manifestaciones transversales en la cinemato-
366
Vinculándola con su contexto, Amores perros hace circular imágenes de la pobreza y la margi-
nalidad que se establecen como un registro del desvanecimiento del estado priísta y la emer-
gencia de los valores neoconservadores encarnados con la llegada a la primera magistratura
del país de Vicente Fox. En tal sentido, la película puede ser leída tanto como la manifestación
sintomática del derrumbe de las nociones de ciudadanía engendradas y distribuidas por el PRI
durante buena parte del siglo veinte, como una expresión más o menos detalla de la emergencia
de una nueva ciudadanía que se sustenta en la llamada política del miedo y la violencia. Esta
“ciudadanía del miedo” no solo viene a llenar y consolidar el vacío emanado por las profundas
transformaciones económicas y sociales iniciadas a mediado de los años ochenta, sino también
instalan, paulatinamente, la violencia y la criminalidad como signo que sumerge al otro-mar-
ginal dentro de una categoría que lo convierte en un ente peligroso del cual no solo hay prote-
gerse, sino que también es necesario aislarlo en los márgenes de la ciudad. Como ha apuntado
Mabel Moraña (2002: 10), esta interpretación de la violencia se articula “como una de las más
claras y perturbadoras patologías identitarias derivadas de sociedades excluyentes, jerárquicas,
autoritarias, que expulsan de una ciudadanía ‘de primera clase’ a los grupos que no transitan
los canales del ‘orden’, el consumo, el progreso social, consagrados por el liberalismo desde la
fundación de las repúblicas”.
La violencia como patología identitaria se articula como una de los dispositivos que contribuye
a la segmentación social que divide el nosotros del ellos. Así, al equiparar marginalidad y pobre-
za con violencia y criminalidad, la película de González Iñárritu estructura la identidad margi-
nal que tiene su reverso no marginal en el miedo como seña de identidad. El resultado de este
imaginario es el de contribuir a naturalizar la violencia y el miedo que cruza las interacciones
sociales y la subjetividad, haciendo de los sujetos marginales y su marginalidad los enemigos
declarados del desarrollo y la modernidad, los portadores de los peligros que deben enfrentar
las clases medias docilizadas que buscan afianzar un modelo neoliberal en pleno ascenso.
grafía mexicana del siglo veinte, la novedad en el filme de González Iñárritu, radica, como ha observado Sánchez
Prado (2006), en que “la representación de la violencia en Amores perros se basa en una aporía profunda entre
fondo y forma. Por un lado, la película entrega a los espectadores de la clase media mexicana un discurso tes-
timonial y casi terapéutico de la violencia, en la que se puede identificar una escala de valores similar a la del
neoconservadurismo mexicano representado por la candidatura presidencial de Vicente Fox. Por otro, tenemos
un sistema audiovisual que transmite la imagen de una subcultura urbana de grupos musicales de vanguardia e
imágenes vertiginosas del devenir de la ciudad y que, en un contexto trasnacional, ha llevado a valoraciones po-
sitivas que plantean al filme como una suerte de fuerza renovadora del cine mexicano de vocación progresista.
Sin embargo, como se ve hasta en las valoraciones positivas, la película se funda en una subcultura que oscurece
la posibilidad de la transformación social. Esta aporía, finalmente, es la contradicción misma del neoliberalismo
mexicano: la imagen de un país moderno, de vanguardia, camino al primer mundo, que utiliza esta máscara para
la preservación de las profundas divisiones de clase y las ideologías conservadoras que han obstruido a lo largo
de la historia las promesas de cambio”.
367
5.1.5. Marginalidades fílmicas despolitizadas
La industria cultural desarrollada bajo una lógica neoliberal comporta toda una racionalidad
que hace de la pobreza y la marginalidad fílmica una construcción simbólica que ingresa al
mercado y hace circular narrativas que nos muestran la imagen del marginal como subjetivi-
dad estetizada. Esta subjetividad se desliza desde la ideología a la identidad y desde la iden-
tidad a la identificación. Codificado y decodificado como subalternidad en los márgenes, el
lumpen marginal ingresa al mercado como referencialidad cambiante en busca de su transna-
cionalización, que contribuye en la producción de una subjetividad. Una que da cuenta de un
conjunto de codificaciones preestablecidas, que ayudan a forjar una idea –bajo la hegemonía
de unos modos de ver neoliberales- de cómo tienen que ser los sujetos marginales. Estos idea-
les neoliberales impuestos bajo el capitalismo y sustentados por una red de oligarcas globales
y sus industrias culturales transnacionales, hacen de la pobreza y la marginalidad un bien de
consumo masivo.265 Se contribuye así a instaurar una mirada reduccionista y dejan entrever –
en sus distintas variaciones- la emergencia de un sujeto marginal inserto en tramas de miseria
y precariedad social estetizadas. Estas tramas estetizadas de la pobreza –como ha apuntado
Mabel Moraña- nos muestran que:
Mientras los sectores marginados y explotados pierden voz y representatividad política, aflu-
ye el rostro multifacético del indio, la mujer, el campesino, el “lumpen”, el vagabundo, el cual
entrega en música, videos, testimonios, novelas, etc. una imagen que penetra rápidamente el
mercado internacional, dando lugar no sólo a la comercialización de este producto cultural
desde los centros internacionales, sino también a su trasiego teórico que intenta totalizar la
empiria híbrida latinoamericana con conceptos y principios niveladores y universalizantes
(1998: 179-180).
En la gran mayoría de los filmes considerados en este capítulo vemos que lo marginal remite
a una cultura singular e individualizada. Es decir, los sujetos marginales se encuentran aisla-
dos del ideal de lo colectivo, donde lo social –la pertenencia a una determinada clase social o
a una determinada comunidad- no se constituye como uno de los núcleos que contribuyen a
formar una determinada subjetividad marginal. Lo que vemos desfilar en la pantalla grande
265
Me parece necesario insistir que la producción de las subjetividades en la filmografía mexicana no es algo
abstracto, sino por el contrario, es un modo concreto en donde es posible “desarrollar modos de subjetivación
singulares, aquello que podríamos llamar ‘procesos de singularización’” (Guattari, 2006a:25). Procesos que se
encuentran enraizados en la vida misma y más precisamente en las formas de vida, abarcando una diversidad
de esferas políticas, morales, culturales, sociales que se traducen concretamente en los modos de sentir, de amar,
de percibir, de imaginar, de soñar, de hacer, pero también de habitar, de vestirse, de seducir, de gozar, etc., (Pál
Pelbart, 2009).
368
es al individuo en singular, un sujeto claramente definido y presentado como una una entidad
autónoma, vaciado del sustrato social que lo constituye en sujeto. Esto se debe, a grandes ras-
gos, a que en el capitalismo tardío la cultura de masas “produce individuos: individuos norma-
lizados, articulados unos con otros según sistemas jerárquicos, sistemas de valores, sistemas
de sumisión; no se trata de sistemas de sumisión visibles y explícitos, (…) sino de sistemas de
sumisión mucho más disimulados” (Guattari, 2006a: 25).
No deja de ser llamativo que en muchos de los filmes analizados podamos apreciar la idea de
que el sujeto marginal, encuentra una salida o salvación a una realidad compleja y opresiva
mediante el escape. La ideología del escape nos dibuja un mundo social en el que la fantasía de
la evasión abre el camino no solo para la redención, sino también a la posibilidad de acceder
a una mejor vida. Muchas de estas películas (Nocaut, La mujer del puerto, Lolo, Hasta morir,
Amores perros, Perfume de violetas), sugieren que al dejar atrás una ciudad sin futuro, una fa-
milia desestructurada, un barrio cruel que los devora, los ataca y lastima, que al abandonar ese
espacio de marginalidad social, corrupta y decadente, esa realidad opresiva se vuelve un es-
pectro, abriendo la posibilidad de dar vuelta la página y resurgir como un nuevo individuo. En
un nivel ideológico, por un lado, la ideología del escape trae aparejada la idea de que el espacio
social no juega ningún rol relevante en la construcción del sujeto y las subjetividades y, por el
otro, de que un poco más allá verdaderamente existen oportunidades, de que una vez arrojado
el lastre del pasado y los vínculos se puede aspirar a una mucho mejor posición en la sociedad.
Otro elemento frecuente en muchas de las películas analizadas –principalmente la de los años
noventa-, es que el espacio social marginal emerge como desterritorializado. La desterritoria-
lización la entiendo aquí como la no pertenencia a una identidad localizable, es un no lugar
que se muestra irreconocible en términos de adscripciones culturales. Son lugares indiferen-
ciados o, como diría Néstor García Canclini, son espacios en donde lo urbano es representado
como “una ciudad sin mapa” (1995:72). Se trata de narrativas fílmicas en las que se nos mues-
tran una serie de espacios –como el cementerio de ferrocarriles en Hasta morir, el prostíbulo
en La mujer del puerto- que no poseen cualidades referenciales, puesto que mantienen una
relación indiferente o transnacional con el espacio social que están representando. De este
modo, en los entornos marginales fílmicos se percibe “una deslocalización de las concentra-
ciones urbanas, la disminución (no la desaparición) de lo distintivo en beneficio de lo deste-
369
rritorializado y deshistorizado” (Ibíd.: 87).
Ahora bien, como ha demostrado Michel Foucault (1995a, 1995b), cada época carga con su
propio a priori histórico (episteme) que delimita, establece y determina las condiciones de
posibilidad material de los enunciados. Es decir, los discursos fílmicos están limitados por el
hecho de que cada época se caracteriza por la configuración subterránea que perfila unas pau-
tas del saber que hacen posible la emergencia, consolidación y decadencia de los discursos de
una determinada época (Foucault, 1995a; Albano, 2003). Para el caso del período neoliberal
mexicano, estos anclajes discursivos visibilizan aquello que Roger Bartra ha denominado la
condición posmexicana. Esta condición supone nuevas resignificaciones, sentidos y adaptacio-
nes de las esferas de la raza, la clase y el género, las cuales son cooptadas por el mercado y se
alinean al cuerpo político mexicano. Se conforma así un cuerpo de imágenes, predeterminadas
por un conjunto de valores, que forjan una nueva síntesis social (el neoliberalismo) y que final-
mente se impone como un dogma (Sánchez Prado, 2015).
370
Se puede argumentar que en el cine neoliberal mexicano se inscriben un conjunto de discursos
concernientes a la desigualdad social, que registran en la imagen cinematográfica borraduras
o visibilizaciones de la fractura social de clases que el neoliberalismo promueve. Siguiendo la
tesis planteada por David Harvey (2007) en su libro Breve historia del neoliberalismo, podemos
sostener que la ideología neoliberal se instala en México como un proyecto utópico que consi-
gue generar un consenso ideológico incuestionable dentro de la clase política y económica, lo
cual le permite implementar y legitimar socialmente una agenda de desarrollo neoconserva-
dora, principalmente, porque logra implantar dentro del campo social “su aparato conceptual
[el cual] se inserta en el sentido común que pasa a ser asumido como algo dado y no cuestio-
nable” (Harvey, 2007: 11). Por otro lado, el neoliberalismo se constituye como un instrumento
de gestión y ordenamiento macro y microeconómico, en el que el proceso de redistribución de
la riqueza se da a partir de la lógica del chorreo –de arriba hacia abajo-. Con ello se consolida
el dominio económico de una élite que, mediante el gobierno de la esfera pública (la política)
en conjunto con la tutela del capital financiero (la economía) y la hegemonía de la producción
simbólica (arte, religión, ciencia, industria cultural), impone su modelo de desarrollo econó-
mico, social y cultural.266
Dentro de esta estrategia de dominación global, los sistemas simbólicos juegan un rol central
en la implementación del consenso neoliberal. Consenso que se da a partir de lo que Gramsci
(2005) describió como “el sentido poseído en común” que posibilita el establecimiento del
consentimiento. En consecuencia, el cine mexicano participa en la construcción del consenti-
miento neoliberal, en la medida en que produce y hace circular un imaginario que asevera el
carácter utópico del capitalismo tardío y activa en la ciudadanía valores y prácticas que dicha
utopía promueve; o bien, cuando se trata de un discurso crítico, genera una mirada que cues-
tiona las consecuencias pero no ese consenso utópico.
Así, por ejemplo, la reiterada asimilación que se hace del sujeto marginal como delincuente
violento, contribuye, como indica Sánchez Prado (2006), al “reposicionamiento cultural de la
266
De acuerdo con Harvey el neoliberalismo se constituyó en un pensamiento hegemónico en la medida en que
logró articular una respuesta política concebida por las clases dominantes globales para disciplinar y restaurar
los parámetros de explotación considerados razonables después de la segunda guerra mundial. De este modo, la
estrategia neoliberal está constituida por la convicción de que las relaciones sociales están irremediablemente
gobernadas por la violencia de clase y por la certidumbre de que para obtener la victoria, las elites han de imple-
mentar un planteamiento integral que pueda asegurar un impacto suficientemente amplio como para modificar
drásticamente las relaciones sociales vigentes.
371
violencia que ha pasado de ser una manifestación marginal a convertirse en el centro mismo
de una nueva identidad emergente que comienza a definir ciudadanías e imaginarios”. De este
modo, muchas de las películas del llamado Cine de la Marginalidad mexicano en las que se
expone y resalta la delincuencia urbana y la violencia juvenil, contribuyen a instaurar la sensa-
ción de inseguridad urbana, contribuyendo a afianzar aquello que se ha denominado “Ciuda-
danía del miedo”. Estas imágenes –que encontramos en películas que van desde La banda de
los panchitos hasta Amores perros- pueden ser consideradas como:
372
según la cual las acciones responden más a una actuación individual que a un contexto social
excluyente, desigual y que se instituye como una terrible fábrica de riqueza y de miseria. De
ahí que sea fácil señalar culpabilidades, apuntar comportamientos, dictar sentencias y el resul-
tado son películas disfrazada de no moralistas en su interpretación de la violencia. Esta visión
termina generando narrativas incapaces de trascender la esfera de la vida privada, haciendo
que la politización de la violencia se vuelva un imposible o, en el mejor de los casos, un asunto
que no tiene mayor consecuencia (Sánchez Prado, 2006).
Siguiendo a Mabel Moraña, se puede argumentar que las imágenes mediáticas de la violencia
pueden ser leídas como la continuación de la política por otros medios,267 una política que,
bajo el orden neoliberal, documenta la ausencia de política y pérdida del principio de realidad.
“Convertida en producto simbólico, la representación de la violencia exhibe obscenamente la
destrucción del cuerpo individual y colectivo, de la propiedad y de las redes intersubjetivas
que forman lo social. La violencia se expone como un dispositivo que despierta admiración y
deseo” (2014: 334). En consecuencia, la violencia fílmica como eje discursivo de lo marginal
en la cinematografía posmexicana, se configura como un paradigma que se inserta sobre el
campo social y sobre los imaginarios, y actúa como un imperativo cultural: así son los jóvenes
que habitan el extrarradio de Ciudad de México, así se comportan, esos son sus modos violen-
tos de relacionarse con los otros, así se matan entre ellos. Esto contribuye a instaurar lo que
Sánchez Prado (2006) llama “neomacondismo perverso”,268 que se posiciona –social y cultural-
mente- como seña de identidad, contribuyendo en la articulación de la diferencia y haciendo
del otro-marginal uno de los elementos que vienen a turbar la paz neoliberal.269
Aceptar la violencia como marca identitaria y como signo de representación (…) implica, en
el fondo, hacerle el juego tanto al neocolonialismo como al neoliberalismo operante en estos
267
Moraña realiza aquí una inversión, por un lado invierte el famoso aforismo de Clausewitz de la “La guerra es
la continuación de la política por otros medios”. Esta inversión surge, a mi modo de ver, siguiendo la ya recono-
cida inversión realizada por Michel de Foucault (2000: 29) cuando escribe que “la política es la continuación de
la guerra por otros medios”.
268
Sánchez Prado (2006) siguiendo a Sylvia Molloy (2005), plantea que el imperativo del realismo-mágico en
su vertiente neoliberal ha sido acompañado o mejor dicho sazonado con el imperativo de la violencia el cual se
configura como una suerte de neomacondismo perverso que rearticula el discurso civilización o barbarie “con-
forme los espectadores metropolitanos empiezan a pensar una otredad fundada en la violencia. Los placeres del
trópico vienen aderezados con el exotismo de la miseria” (Sánchez Prado, 2006).
269
Si bien en muchos de los filmes del cine de la marginalidad mexicana se pueden apreciar visibilizaciones que
bien podrían tender hacia una lectura crítica a las desigualdades que el neoliberalismo engendra y tensionar el
statu quo; por lo general, “el sistema coopta de modo total la posible caga ‘subversiva’ de estas formas gratuitas
de violencia despolitizada, las cuales terminan por reforzar el mismo establishment que parecerían denunciar,
al agotarse en su provocativa, inconducente y sin duda deprimente teatralidad” (Moraña, 2014: 335).
373
discursos. Toda referencia a la violencia debería ser una crítica de la violencia, una compren-
sión de sus profundas raíces económicas, sociales y políticas. (Sánchez Prado, 2006).
En suma, son estos procesos de naturalización los que contribuyen a la instalación de la ideo-
logía neoliberal como un dogma desbocado, en el que el mercado pulveriza los vínculos socia-
les y convierte las relaciones intersubjetivas en cuestiones individuales atomizadas. El desbo-
camiento neoliberal hace referencia a la pérdida de referentes sociales que unan al colectivo
a una entidad mayor, sea ésta local o nacional. Se instala entonces la incertidumbre individual
como centro de las relaciones objetivas, mientras que los sistemas simbólicos reproducen una
lógica comercial atomizada. Para decirlo de manera sencilla, si durante buena parte del siglo
veinte los mexicanos adscribían al ideal ilustrado de “cuanto más capaces seamos de com-
prender racionalmente el mundo y a nosotros mismos, mejor podremos manejar la historia
para nuestros propósitos” (Giddens, 2000: 14); con el neoliberalismo esa máxima se invierte:
mientras menos sepamos de nosotros mismo, mejor podremos soportar nuestra historia y a
nosotros mismo.
374
social a partir de “bienes clasados [classés] de ‘buen’ o ‘mal’ gusto, ‘distinguidos’ o ‘vulgares’,
clasados [classés] y al mismo tiempo clasantes [classants], jerarquizados y jerarquizantes, y
personas dotadas de principios de clasamiento [classements]”.
En resumen, a partir de los años sesenta comienzan a desplegarse una serie de variantes cultu-
rales respecto a los imaginarios de la pobreza, la marginalidad y los sujetos populares.218 Estas
variantes, si bien en algunas películas se configuran bajo el signo de una utopía emancipadora,
por lo general tienden a suprimir lo político. Siguiendo a Jacques Rancière, podemos argumen-
tar que el cine mexicano de los sesenta y setenta no es un cine político porque contenga unos
mensajes descoloridos (o no) acerca del mundo social, tampoco no es cine político porque
fabrique una representación ambigua (o no) de las estructuras de la sociedad, los conflictos
sociales o las identidades culturales. Por el contrario, no es un cine político porque no logra
articular la “distancia que toma con respecto a sus funciones, por la clase de tiempos y de es-
pacio que instituye, por la manera en que recorta ese tiempo y puebla ese espacio” (2011: 33).
Dicho de otra manera, el cine mexicano del período encadena y reafirma un acercamiento a lo
popular que se reduce a un mero testimonio de los acontecimientos represores –como en Las
poquianchis o Canoa de Felipe Cazals–, o detalla los mecanismos disciplinarios de sujeción de
lo marginal en películas como El apando o, como en la película El lugar sin límites, se despliega
un desciframiento de las relaciones intersubjetivas de dominación y enfrentamiento de clase
y sexualidad. En este sentido, podemos encontrar una suerte de revelación o divulgación de
algunos de los mecanismos y prácticas de dominación que se utilizan en la domesticación de
los sujetos populares. Sin embargo, esta difusión no logra “liberar en el lenguaje una ilusión
–el cambio social– que pueda reunir los segmentos de una historia de enfrentamientos, des-
víos y pérdidas de la potencialidad de la subjetividad y la emancipación” (Ossa, 2013: 39). Si
bien estas películas describen desde una mirada crítica algunas problemáticas sociales, esta
mirada no intenta cumplir una función social sustantiva, ni mucho menos plasmar una mirada
que devenga en acciones emancipadoras. El resultado es que estas cinematografías no logran
(o no pretenden) configurarse como un espacio específico de poder y lucha que imagine y so-
218
Estas variantes se encuentran inmersas dentro del contexto histórico de los años sesenta donde la idea de la
liberación, especialmente en el Tercer Mundo, viene aparejada, como sugiere Fredric Jameson (2014a), con una
cierta ambigüedad puesto que la descolonización de los pueblos del Tercer Mundo, especialmente el norte de
África, vino de la mano con la emergencia del neocolonialismo. Es decir, al momento en que se pone punto final
a un sistema de dominio violento e imperialista se inventa y construye un nuevo tipo de dominio que, según
Jameson, simbólicamente puede ser entendido como el reemplazo del Imperio Inglés por el Fondo Monetario
Internacional (FMI).
303
cialice el poder popular de las clases subalterna como mecanismo de resistencia. En la repre-
sentación de lo popular no se elabora lo que Jacques Rancière (2011: 33) ha descrito como “el
recorte de una esfera particular de experiencia, de objetos planteados como comunes y como
dependientes de esa decisión común, de sujetos reconocidos como capaces de designar estos
objetos y de argumentar sobre ellos”.
Dentro de lo que se ha dado en llamar como nuevo cine latinoamericano “no existe en absoluto
un estilo moderno, -sino que- hay una pluralidad de estilos que pueden asociarse a una esté-
tica de la modernidad o, si se quiere, a una poética o, más bien, a un conjunto de poéticas (lo
que abre la comprensión del problema a) un abanico muy amplio de posibilidades expresivas
que difícilmente pueden establecer una categoría orgánica” (León Frías, 2013: 264). El cine
mexicano del período responde a ese abanico de posibilidades a partir de una serie de repre-
sentaciones del pueblo y lo popular que, no obstante ello, como nos indica Georges Didi-Hu-
berman (2014b: 61), “choca con una doble dificultad, si no con una doble aporía, que proviene
de nuestra imposibilidad para subsumir cada uno de los dos términos, representación y pueblo,
en la unidad de un concepto”.
En el caso del cine mexicano, esta imposibilidad se debe al peso de ciertos relatos que se han
instalado social y culturalmente en el imaginario mexicano, en los que, pese al tremendo es-
fuerzo de algunos cineastas por romper con las fórmulas estético-comerciales del cine indus-
trial, éstas se encuentran tan profundamente arraigadas que ni siquiera el ejercicio consciente
impide su reproducción. De ahí que muchos de los cineastas nóveles no logren desprenderse
del todo del contrato social que le concede a una parte de la industria cultural “el don de pro-
veer de imágenes y sonidos perdurables a los deseos y obsesiones, mientras la otra parte –el
público/la Gente- se compromete a reproducir y desvirtuar imaginativamente los modelos a
su disposición” (Monsiváis, 2006: 43).
En suma, lo que predomina durante los años sesenta y setenta en el cine mexicano es una
suerte de sincretismo (o hibridación) entre la búsqueda de un cine nuevo y el peso de las fór-
mulas del cine industrial instalado como modelo que convierte, como señala Carlos Monsiváis
(2006), la singularidad en utopía de masas, mientras que la utopía de masas se transforma, en
el cine de aliento, en singularidad.
304
Capítulo Quinto
racionalidad neoliberal y
subjetividad popular en la
representación fílmica de la
pobreza
Lo único universal del capitalismo es el mercado. No hay Estado universal porque
ya existe un mercado universal cuyos focos y cuyas Bolsas son los Estados. No es
universalizante ni homogeneizador, es una terrible fábrica de riqueza y de mise-
ria. Los derechos humanos no conseguirán santificar las “delicias” del capitalismo
liberal en el que participan activamente. No hay un sólo Estado democrático que
no esté comprometido hasta la saciedad en esta fabricación de miseria humana.
Gilles Deleuze (1996: 270)
Existe cierto consenso entre historiadores, economistas y cientistas sociales, al señalar que el
neoliberalismo se instala en México a partir del sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-
1994). También hay acuerdo respecto a que el neoliberalismo se instala –casi siempre– como
un proceso antecedido por una fuerte crisis económica que se sitúa, por lo general, como uno
de los elementos facilitadores para la implantación de las transformaciones de las políticas
económicas y sociales que el capital requiere para su expansión y engorde. En el caso mexica-
no, este proceso se inició en las postrimerías del sexenio de José López Portillo (1976-1982),
que en 1982 enfrentó una dura crisis económica producto de la baja del precio del petróleo
a nivel mundial. La consecuente crisis inflacionaria llevó a devaluar el peso y se vaciaron las
arcas del Estado, por lo que el gobierno de López Portillo optó por nacionalizar la banca. Sin
embargo, fue el presidente Miguel de la Madrid (1982-1988), heredero de esta crisis, quien
impulsó las primeras medidas de corte neoliberal mediante un Programa Inmediato de Reor-
denamiento Económico (PIRE), con el cual buscó enfrentar la inflación, la devaluación del peso
y la cesantía y, una vez controlado esos índices, sentar las bases para la implementación de su
Programa Global de Desarrollo. Este programa estableció transformaciones estructurales que
apuntaban hacia la apertura económica, la desregularización del capital y la privatización de
empresas estatales, proceso que se incrementaría y profundizaría con su sucesor, Salinas de
Gortari (Cárdenas, 2012).
Uno de los factores clave que permitieron la instalación de una economía neoliberal a la mexi-
cana y que comenzó a producirse a partir de la crisis de 1982, fue la pérdida de poder polí-
tico de los trabajadores y sindicatos, mientras las asociaciones empresariales se fortalecían
políticamente, participando activamente en la esfera pública gracias a la transformación de
un Estado centralizado hacia uno privado y abierto. Este cambio de paradigma respecto de la
historia mexicana del siglo veinte, se manifestó principalmente en el vínculo que se estableció
entre poder político y poder económico, mucho más integrado e indisoluble de lo que había
sido bajo la burocracia priísta, y que llegaría a su punto culmine en el año 2000 cuando uno
de los empresarios más activos política y económicamente, Vicente Fox, asume la presidencia.
307
apertura económica y en los noventa el modelo quedó completamente implantado e integrado
a la realidad social, política, económica y cultural mexicana. De este modo, durante buena par-
te de los años ochenta y noventa, la agenda pública fue cooptada por una visión mercantilizada
que dejó fuera casi cualquier referencia al salario, la contratación, la seguridad laboral y el
bienestar de los trabajadores y sus familias. Paulatinamente, se fue desplazando del discurso
público el rol de los sindicatos en la democracia, se acallaron las voces que buscaban mecanis-
mos para una mejor distribución de la riqueza, la igualdad social, la salud y la vivienda, y en
su lugar –en los medios, las academias y en los gobiernos– el discurso se centró casi exclusiva-
mente en el ranking de la economía a nivel mundial, en el comportamiento de las exportacio-
nes, en los niveles de competitividad, en las alianzas estratégicas, en las cifras e índices. El úni-
co objetivo era llevar a delante las reformas pendientes, aunque éstas implicaran un enorme
sacrificio para la población, puesto que era fundamental para el “bienestar de la nación” que
la economía mexicana quedara instalada, de una vez por todas, dentro del mundo globalizado
(Rodríguez, 2012).
308
socialización que transformaron en buena medida las identidades, las relaciones sociales y de
poder, en la medida en que se abrieron nuevis nichos para la mercantilización y el consumo de
prácticas culturales y saberes locales. Siguiendo a Roger Bartra (2013b) se puede argumentar
que este modelo de desarrollo económico originó un nuevo paradigma de socialización que
inundó lo social, lo cultural y lo político mexicano, mediante una serie de crisis y microcrisis
que afectaron y quebrantaron el complejo sistema de legitimación y consenso social fundado
en el modelo postrevolucionario, generando lo que Bartra llama la condición postmexicana.
Ésta se puede entender, a grandes rasgos, como la perdida de legitimidad de las identidades y
los imaginarios tradicionales (que fueron las que dieron cierta coherencia y sentido social al
colectivo durante el siglo veinte mexicano); posibilitando el desarrollo y circulación de lo que
Jürgen Habermas (2007) llamó –en relación a la realidad socio-histórica alemana–, formas
postnacionales de identidad. De acuerdo con Bartra (2013b: 53), “podemos hablar de una con-
dición postmexicana, no sólo porque la era del TLC nos sumerge en la llamada globalización,
sino principalmente porque la crisis del sistema político ha puesto fin a las formas específica-
mente ‘mexicanas’ de legitimación e identidad”.
Como señala Ignacio Sánchez Prado (2015), la instalación del neoliberalismo produjo una
tensión entre el cine mexicano, las instituciones culturales, la industria cultural y el contexto
sociopolítco. El cine mexicano de las últimas dos décadas y media, iniciado sobre todo con la
privatización de la infraestructura de las salas de exhibición durante el gobierno de Salinas de
Gortari, ha construido una estética y un imaginario que se distanció significativamente de los
paradigmas y el contrato social desarrollados sucesivamente en la época de oro, el cine arte
nutrido del legado de Luis Buñuel y el nuevo cine de la época echeverrista, y el cine de cariz po-
pular impulsado por el lópezportillismo. Estas nuevas estéticas e imaginarios se caracterizan
–nos dice Sánchez Prado–, por su relación estructural con la configuración del neoliberalismo,
no como política económica, sino como construcción ideológica que mantiene importantes
vínculos con los órdenes simbólicos e imaginarios que han permitido el acomodo cultural de
las clases medias y altas urbanas a las que se dirige buena parte de la producción actual, así
como los valores y desigualdades que el capitalismo avanzado engendra y naturaliza.
El presente capítulo reflexiona acerca de cómo el cine mexicano del período neoliberal contri-
buye en la circulación e instalación de la condición postmexicana. Para ello es necesario iden-
309
tificar ciertas relaciones de poder simbólico (identidades, cotidianidades, espacios sociales,
etc.) apreciables en las películas del período y valorar los alcances ideológicos inscritos en
las representaciones fílmicas de los sujetos marginales, sus prácticas culturales y relaciones
sociales. Parto del supuesto que la práctica cinematográfica, sea ésta de autor o comercial, está
impregnada por un capitalismo que “parcializa la vida de los seres humanos y construye en
ellos, en sus consciencias, una imagen falsa (…) de sí mismos [que] aísla y cosifica a los indivi-
duos, y finalmente genera en ellos un estado de alienación” (Rojo, 2014a: 107).
En tal sentido, siguiendo a Félix Guattari (2006b), se puede argumentar que las relaciones
de producción económica y las relaciones de producción subjetivas no se contraponen, sino
que se entretejen dentro de un sistema de redes y de relaciones jerárquicas y jerarquizantes,
estructurales y estructurantes, que son al mismo tiempo materiales y semióticas.219 La insta-
lación de un orden social como el neoliberalismo, no logra su hegemonía únicamente con la
conquista del poder económico, puesto que para controlar las relaciones sociales y las relacio-
219
Siguiendo a Guattari (2006b:41), podemos argumentar que “esa producción de competencia en el dominio
semiótico depende de su confección por el campo social como un todo: es evidente que para fabricar un obrero
especializado no existe sólo la intervención de las escuelas profesionales. Existe todo lo que pasó antes, en la
escuela primaria, en la vida doméstica, toda una suerte de aprendizaje que consiste en habitar la ciudad desde
la infancia, ver televisión, en definitiva, estar inmerso en todo un ambiente maquínico”.
310
nes de producción requiere también conquistar las relaciones de poder cultural y simbólico
(subjetividades, imaginarios, cotidianidades) que se despliegan dentro del entramado socio-
cultural y político. De ahí, que “la producción de la subjetividad constituye la materia prima de
toda y cualquier producción” (Guattari, 2006b: 42).
En suma, sostengo que el cine mexicano del período neoliberal dibuja lo popular como un
territorio ideológico –racional, simbólico y estético– en pugna. Un territorio que es necesario
conquistar para lograr modelar los comportamientos, las sensibilidades y las relaciones socia-
les. Para ello es fundamental producir (fabricar) una subjetividad de lo popular, en la que el
sujeto subalterno es desprendido de su condición colectiva para que florezca inexorablemente
el sujeto individualizado, es decir desclasado.
Todo lo que es producido por la subjetivación capitalística220 –todo lo que nos llega por el
lenguaje, por la familia y por los equipamientos que nos rodean– no es sólo una cuestión de
ideas o de significaciones por medio de enunciados significantes. Tampoco se reduce a mode-
los de identidad o a identificaciones con polos maternos y paternos. Se trata de sistemas de
conexión directa entre las grandes máquinas productivas, las grandes máquinas de control
social y las instancias psíquicas que definen la manera de percibir el mundo (Guattari, 2006b:
41).
El objetivo de este subcapítulo es develar esa racionalidad y sus implicancias sociales, cultura-
les y políticas inscritas en la representación fílmica de la pobreza y la marginalidad dentro del
contexto neoliberal mexicano.
Terry Eagleton (2011: 16) ha expuesto los diversos mecanismos conceptuales que le per-
mitieron a Marx configurar y desarrollar “la más perspicaz, rigurosa y exhaustiva” crítica al
capitalismo, proporcionándonos de paso las primeras herramientas teóricas que vinieron a
desmantelar –desde una perspectiva radical y comprometida socialmente– la estructuración
y el funcionamiento de este sistema. Su vigencia –nos dice Eagleton– radica en haber logrado
220
Como nos recuerda Suely Rolnik en una nota aclaratoria al texto de Félix Guattari. quien “agrega el sufijo
‘ístico’ a ‘capitalista’ porque le parece necesario crear un término que pueda designar no sólo a las llamadas
sociedades capitalistas, sino también a sectores del llamado ‘Tercer Mundo’ o del capitalismo «periférico», así
como de las llamadas economías socialistas de los países del Este, que viven en una especie de dependencia y
contradependencia del capitalismo. Dichas sociedades, según Guattari, funcionaban con una misma política del
deseo en el campo social; en otras palabras, con un mismo modo de producción de la subjetividad y de la rela-
ción con el otro” (2006:27-28).
311
exponer consistentemente la naturaleza siempre cambiante del sistema capitalista.221 De este
modo, desde la óptica de Marx, el capitalismo se constituye como una organización social, po-
lítica y económica que está en permanente transformación, manifestándose como un “sistema
inmanente que constantemente desplaza sus límites y constantemente vuelve a encontrarse
con ellos a una escala ampliada, ya que el límite es el propio Capital” (Deleuze, 1996: 268). El
capital como límite implica la reproducción constante de un modelo que no es capaz de aven-
turarse más allá de su frontera autoimpuesta (el capital mismo), de ahí que el neoliberalismo
“actuará antisocialmente si le resulta rentable hacerlo” (Eagleton, 2011: 21).
El capitalismo neoliberal puede ser entendido, siguiendo a Góran Therborn (1999: 31), como
“una superestructura ideológica y política que acompaña una transformación histórica del ca-
pitalismo moderno”. La tesis de Therborn sugiere que a partir del neoliberalismo se instala un
entramado económico, político, social y cultural que promueve un conjunto de transforma-
ciones en distintos ámbitos y que tienen como finalidad llevar al capitalismo hacia un nuevo
estadio de realización y producción. En tal sentido, los procesos actuales de globalización de
la economía, de la política y de las comunicaciones no sólo manifiestan una tendencia a la uni-
formidad cultural, sino también tienden a polarizar el mundo –como diría Deleuze (1996)– en
una espantosa fábrica de riqueza y miseria, en la que las desigualdades de todo tipo se vuelven
cada vez más visibles y próximas.
No olvidemos, nos dice Terry Eagleton (2011: 16), que es “precisamente al marxismo al que le debemos el
221
concepto de las diferentes formas históricas del capital: mercantil, agrario, industrial, monopólico, financiero,
imperial, etc.”
312
Para el capitalismo neoliberal todo puede ser reducido a un intercambio económico, siempre y
cuando genere una ganancia para el capitalista inversor. Como nos apuntan Deleuze y Guattari,
si toda la economía política y toda la política económica que reina sobre el mundo globalizado
se configura ante nuestros ojos como “un todo global, unificado y unificante, (…) [es] precisa-
mente porque implica un conjunto de subsistemas yuxtapuestos, imbricados, ordenados, de
suerte que el análisis de las decisiones pone de manifiesto todo tipo de compartimentaciones
y de procesos parciales que no se continúan entre sí sin que se produzcan desfases o desvia-
ciones” (2012: 215). Al operar sobre la base de desplazamientos simbólicos, yuxtaposiciones
jerárquicas y segmentaciones excluyentes, el neoliberalismo se articula como un sistema eco-
nómico total y totalizante que, al mercantilizar las distintas esferas de la vida pública y priva-
da, logra transformar la subjetividad del pueblo y lo popular en una masa cosificada e instala lo
que Félix Guattari (1996: 146) ha denominado “una suerte de revolución de las mentalidades”.
Esta revolución neoconservadora hace de hombres y mujeres sujetos masificados, desclasa-
dos y sometidos “que ya no luchan contra el capital sino contra el hecho de que el capital ni
siquiera se interese por ellos” (Pál Pelbart, 2009: 88).
Dentro de esta lógica, la vida cotidiana, el espacio público, los sujetos y las subjetividades
entran en un proceso de individualización en el que el mercado y el consumo se posicionan
“como eje articulador de la mayor parte de las prácticas sociales” (Santa Cruz, 2000). La lógica
mercantil trae consigo la exaltación de la ley de la oferta y la demanda como verdad absoluta e
inapelable, y hace del consumo masivo de bienes suntuarios un valor social al que todo sujeto
debe aspirar. Esta vorágine mercantilizadora invade también la idea de la identidad nacional,
generando un nacionalismo de mercado. Como ha observado Tomás Moulian (1998: 18), las
“sociedades capitalistas necesitan consumidores ávidos, ellas necesitan instalar el consumo
como necesidad interior”. Cuando esto se logra, el capitalismo neoliberal hace del consumo
un territorio de deseo primordial y, con ello, la existencia y el reconocimiento social de los
individuos fluctúa a partir de la exhibición de sus posesiones materiales, las cuales se vuelven
elementos simbólicos de distinción y control social.222
222
No obstante este inagotable proceso de distinciones y control social que el capitalismo neoliberal construye
y reconstruye a cada instante, es importante tener presente que, “una constante del capitalismo sigue siendo la
extrema miseria de las tres cuartas partes de la humanidad, demasiado pobres para endeudarlas, demasiado
numerosas para encerrarlas: el control no tendrá que afrontar únicamente la cuestión de la difuminación de las
fronteras, sino también la de los disturbios en los suburbios y guetos” (Deleuze, 1996: 284).
313
Estas falsas necesidades que el capitalismo neoliberal ha instalado como deseo primordial
responden, como apunta Grínor Rojo (2006), al hecho de que se trata de un sistema econó-
mico totalitario que hegemoniza y subyuga lo social, lo político y lo cultural, bajo un orden
que requiere construir relaciones adquisitivas y que se basa en una condición que es nuestra
perdición: si no se expande muere; si se fatiga, perece. La causa de esta fatalidad –nos dice
Grínor Rojo– no es sólo ideológica sino también estructural, puesto que el objetivo supremo
del neoliberalismo es la acumulación de capital a través de la ganancia y, por consiguiente, se
genera la necesidad constante de expandir el capital invertido, puesto que para el capitalista
la producción sólo alcanza su razón de ser cuando obtiene un beneficio neto, esto es, ganancia
líquida sobre todos los desembolsos de capital (Luxemburgo, 1968; Rojo, 2006).223
La hegemonía neoliberal también produce lo que Gilles Lipovetsky (2007) ha denominado “el
creciente proceso de personalización” de las sociedades contemporáneas. Este proceso puede
ser entendido como la aparición de una nueva forma de organización social que surge con el
capitalismo tardío y que se basa en una serie de alianzas y redes entre dos lógicas antinómicas:
el retroceso del poder disciplinario y el avance del posmodernismo. Esto trae como resultado
un cambio en los modos de vida y en las modalidades de socialización a partir de un modelo
que se sustenta en la seducción y el hedonismo individual como mecanismo de socialización.
Este nuevo paradigma habilita nuevas prácticas culturales y resignifica las antiguas a partir
de la afirmación y el impulso de nuevas formas de consumo. El resultado final es la reificación
de los asuntos de interés general, la cosificación de éstos como mercancías y la consecuente
pérdida de la participación política en los asuntos de interés colectivo, transformando al ciuda-
dano en un sujeto individualista. Lo social se configura como un mosaico de posibilidades que
adquieren interés para el individuo solo cuando responden a la satisfacción de sus necesida-
des personales. De esta manera, lo social deja de ser una relación colectiva y comienza a ser co-
lonizado por relaciones individuales que personalizan y mercantilizan las relaciones sociales.
223
El capitalismo neoliberal, como nos ha enseñado Pierre Bourdieu, se ha consolidado como una revolución
neoconservadora que actúa sobre los sujetos y las subjetividades exaltando el progreso, la razón o la ciencia
como herramientas que justifican la instauración de determinadas normas que se convierten en reglas ideales
y universales. Pensemos brevemente en la lógica que mueve el mundo económico hoy en día y, nos daremos
cuenta, que la ley del libre mercado actúa no sólo como la ley del más fuerte, sino también como una fuerza
simbólica en la cual se difunde, bajo una difusa palabrería compuesta por una serie de conceptos –globaliza-
ción, flexibilidad, desregularización– que apelan, gracias a sus connotaciones liberales o libertarias, a darle una
fachada de libertad y liberación a una ideología conservadora que se presenta como contraria a toda ideología
(Bourdieu, 2002g).
314
Otro de los triunfos ideológicos del capitalismo neoliberal es haber logrado estructurar el mito
del consumo como felicidad. El mito que vincula la satisfacción personal con la abundancia y
la multiplicación de objetos y servicios, de bienes materiales y simbólicos, contribuyen a crear
una mentalidad consumidora que ha consolidado sociedades culturalmente arraigadas en rela-
ciones mercantiles de consumo individual y masivo, donde las necesidades y recompensas de
los consumidores se establecen y se reproducen como fuerzas productivas, tan racionalizadas
y forzadas como cualquier otra fuerza de producción (Baudrillard, 2009).
Siguiendo algunos de los planteamientos de Neil Postman (2001), podemos argumentar que
nuestra sociedad de consumo se encuentra más próxima a la visión descrita por Aldous Huxley
en Un mundo Feliz y no tanto a la visión presentada por George Orwell en 1984. Contrariamen-
te a la creencia generalizada –nos dice Postman– Orwell y Huxley no profetizan la misma cosa.
Para Orwell los sujetos y las subjetividades son subyugadas por el delirio y la opresión impues-
ta exteriormente por el ojo mecánico del Gran Hermano; mientras que Huxley no requiere de
un Gran Hermano que prive a la gente de su autonomía, de su historia y de su devenir, ya que
las personas han llegado a amar su opresión porque ella implica placer y felicidad. Si Orwell te-
mía que se llegaran a prohibir los libros, Huxley teme que no haya razón para prohibirlos por-
que ya no habrá interés en leerlos; si en 1984 se luchaba en contra de la falta de información,
Huxley sospecha, en cambio, que la abundancia de información nos reducirá a una condición
de entes pasivos y egoístas; si en 1984 la gente es controlada mediante el dolor, en Un mundo
feliz la gente es controlada mediante el placer; si Orwell temía que lo que odiamos terminara
arruinándonos, Huxley temía que lo que amamos fuera la fuente de nuestra decadencia (Post-
man, 2001). La sociedad de consumo que nos gobierna hoy en día, se encuentra más cercana
metafórica e ideológicamente a la posibilidad planteada por Huxley que a la de Orwell.
El mundo feliz al que nos conduce el capitalismo neoliberal es, como ha observado Gilles Lipo-
vetsky (2010: 31), el de una felicidad paradójica en el que “toda la cotidianidad está impregna-
da del imaginario de la felicidad consumista, de sueños playeros, de ludismo erótico, de modas
ostensiblemente juveniles”. Se ha instaurado toda una mitología del cuerpo y de la juventud
eterna y radiante, suprimiendo certezas de antaño y construyendo un mundo social, cultural
y político cada vez más propenso a la vida en el presente, a la satisfacción inmediata, a la pri-
vatización de la vida y a la autonomización de los sujetos frente a las instituciones colectivas.
315
Se vislumbra la ruptura de la antigua modernidad disciplinaria y autoritaria, y emerge una
posmodernidad que establece su control a partir de la seducción y el deseo, fragmentando
el mundo social en una multiplicidad de segmentos. El consumismo paraliza las relaciones
intersubjetivas, comunitarias y públicas, puesto que reduce nuestro interés por los otros, por
la comunidad y lo público.
Este nuevo orden social no se reduce exclusivamente a exacerbar un ego individualizado in-
merso en una existencia de consumo que lo consume y lo aleja de lo social-comunitario, sino
también trae consigo lo que Marx llamaba subsunción del trabajo (asalariado) al capital. Si en
el pasado el trabajador se veía sometido por el capital dentro de la fábrica, en un determinado
momento de la expansión capitalista ese mismo trabajador pasó a ser sometido por el capital
fuera de la fábrica. La famosa frase de Henry Ford acerca de que sus trabajadores también
deberían ser sus clientes, implicó un largo proceso ideológico de aculturación del trabajador
como consumidor. De este modo, como nos recuerda Peter Pál Pelbart:
La sujeción del trabajador, por consiguiente, se extendió en varias direcciones: a las máqui-
nas técnicas (los bienes de producción), a las máquinas domésticas (los bienes de consumo
de masas), a los equipamientos colectivos que deberían garantizar el funcionamiento conti-
nuo del circuito y su diaria reanudación, a las máquinas sindicales que pretendían represen-
tar al conjunto de los trabajadores. Pero, en todos los casos, la sujeción se daba a partir de la
independencia de un sujeto, de una subjetividad soberana, que sólo se actualizaba por medio
de la sumisión voluntaria a las condiciones capitalistas de producción, consumo y circulación
(2009: 89).
Por otro lado, con el capitalismo neoliberal la subsunción del trabajo en capital implica una
nueva concepción del uso social del tiempo. Siguiendo algunos de los planteamientos de Eric
Alliez y Michel Feher (1988), se puede argumentar que en el neoliberalismo cada sujeto pro-
duce (trabaja) apuntando hacia la obtención de una satisfacción final (comprar, viajar, etc.),
pero los individuos dedican más tiempo a adquirir esa satisfacción que usufructuando de ella.
Como ha observado Pál Pelbart (2009: 93), en la actualidad el objetivo consiste en “adquirir
cada vez más medios para ganar tiempo, para tener más tiempo, para tener más tiempo libre.
Pero cuanto más tiempo libre quiere tener el trabajador y comprar artefactos para poder li-
brarse de las tareas que le toman tiempo, tanto más tiempo invierte trabajando para adquirir
dichos artefactos”. En este sentido, si en el pasado el capital se presentaba como un dispositivo
316
que proporcionaba trabajo, en la actualidad el capital se presenta como un dispositivo que en
apariencia entrega tiempo, pero que en la práctica se traduce en la esclavitud del trabajador en
pos de un tiempo que nunca llega.
El antiguo régimen de sujeción capitalista concedía un tiempo libre –aún si ese tiempo libre
era controlado–, para que la fuerza de trabajo se recompusiera, se reconstituyera. Ahora, el
neocapitalismo tiende a invertir ese mismo tiempo libre en nombre del crecimiento de satis-
facciones finales, y con eso el capital tiende a subsumir la integralidad del tiempo. El tiempo
libre se convirtió en tiempo esclavizado, tiempo invertido en ganar tiempo. En la informática
doméstica, entre otros muchos ejemplos triviales, esa frontera entre trabajo, entretenimien-
to, hipnosis y fetiche se diluye, en un esfuerzo constante por optimizar el propio desempeño
(Ibíd.: 93).
En consecuencia, el nuevo orden social fomenta la utilización de todos los artificios necesa-
rios y todos los caminos posibles para hacer rentable el uso social del tiempo. Para ello se
establecen nuevos criterios sociales, económicos y políticos que transforman el orden de lo
sociocultural. Esto se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de que “el sujeto ya no se somete a
reglas, sino que invierte en ellas, tal como se hace una inversión financiera: quiere hacer rendir
su cuerpo, su sexo, su comida, invierte en las más diversas informaciones para rentabilizarse,
para hacerse rendir, para hacer rendir su tiempo” (Ibíd.: 92). El capital como dispositivo con-
trolador del tiempo engendra lo que Zygmunt Bauman (2004) ha denominado modernidad
líquida; es decir, con el capitalismo neoliberal algunas instituciones sociales, ciertos estilos de
vida, formas de relacionarse socialmente que se encontraban enraizadas en el andamiaje de la
sociedad, comienzan a sufrir mutaciones culturales (la familia, la escuela, el barrio, el trabajo,
etc.). Uno de los resultados de esta modernidad líquida es lo que Michel Maffesoli (2005: 92)
ha descrito como “territorio flotante” donde los “frágiles individuos” se topan con una “reali-
dad porosa” que los envuelve dentro de un territorio en el que sólo pueden encajar personas y
cosas ambiguas, fluidas y fluviales donde “la realidad en sí no es más que una ilusión, siempre
flotante, y no puede ser aprehendida más que en su perpetuo devenir”.
317
de libros, inscritos en los Film Studies, que tratan sobre el cine mexicano en la era neoliberal.
En su conjunto estos textos, que son bastante complementarios, permiten hacer una reflexión
crítica sobre los cambios estéticos e institucionales reflejados en la producción mexicana a
partir de la década de los ochenta (Sánchez Prado, 2015).
El libro de Misha MacLaird (2013) Aesthetics and politics in the mexican film industry, se con-
centra en analizar los cambios ocurridos a partir de la crisis económica de 1994 y las conse-
cuentes transformaciones en la industria cinematográfica mexicana, centrándose en la priva-
tización y reconfiguración de las relaciones entre ciudadanía y audiencia. MacLaird (2013)
despliega distintos puntos de vista respecto a la cinematografía neoliberal y desarrolla el con-
cepto de “neo-tremendismo autoritario”, que emerge y se impone a partir de la relación entre
censura y sensacionalismo. La autora plantea que la emergencia de los tropos de realismo y
violencia constituyen, junto con la transnacionalización del cine y la emergencia del cine inde-
pendiente, las bases para la articulación de una cinematografía neoliberal. Uno de los méritos
de este libro fue el de abrir una nueva línea de análisis sobre la relación entre cine mexicano y
neoliberalismo, vinculando la producción fílmica a fenómenos socioculturales. Como sugiere
Sánchez Prado (2015), MacLaird fue la primera persona en haber intentado leer el cine mexi-
cano contemporáneo como fenómeno en sí mismo y no como un conjunto de filmes en los que
sólo importan aquellos que han alcanzado la transnacionalización. La investigadora evalúa
una amplia selección de películas, producidas desde la década de 1990 hasta el presente, con
la finalidad de desmitificar este período. Para ello, toma en consideración cómo han cambiado
los métodos de producción, la demografía de la audiencia y los planteamientos estéticos a lo
largo de las últimas dos décadas, y cómo estos cambios se relacionan con las transiciones de
México a un sistema político democrático y una economía de libre mercado.
El libro Mex –ciné. Mexican filmmaking, production, and consumption in the twenty-first century
(2013) de Frederick Aldama, es un intento por demostrar la relación cognitiva que mantie-
nen los filmes con sus públicos. A través del análisis de una serie de filmes, el autor busca dar
cuenta de las técnicas cinematográficas y los efectos ideológicos y estéticos que estas técnicas
tienen en su interacción entre la cognición del público y el contexto social. Al centrarse en los
modos de construcción cinematográfica (la forma), el libro contribuye a develar como los di-
rectores mexicanos contemporáneos utilizan un conjunto de dispositivos técnicos, estructuras
318
compositivas, caracterizaciones y retóricas específicas en la construcción de sus películas, que
les permiten guiar las facultades perceptivas, emotivas y cognitivas de sus audiencias ideales,
al mismo tiempo que provee el contexto histórico en el que estas películas son hechas y con-
sumidas. En tal sentido, Mex-ciné se constituye como una investigación multidisciplinaria del
cine mexicano contemporáneo que combina el estudio de la industria, la técnica y la sociopolí-
tica con el análisis de los modos de recepción a través de la teoría cognitiva. El objetivo central
de Aldama es hacer visible la industria fílmica mexicana del siglo XXI y las facultades cogniti-
vas y emotivas involucradas en crear y consumir ese conjunto de obras dentro de un contexto
neoliberal. De este modo, el libro de Aldama no sólo posiciona las películas mexicanas recien-
tes dentro de su contexto histórico, cultural e industrial, sino que al mismo tiempo analiza las
películas como puntos de partida (o mapas) diseñados para elicitar y elucidar patrones de
pensamiento y emoción en los espectadores.
El trabajo de Paul Julian Smith Mexican screen fiction: between cinema and television (2014)
se concentra en examinar el florecimiento de la ficción audiovisual en México desde el 2000,
tomando en consideración el cine y la televisión, persiguiendo pesquisar las influencias mu-
tuas entre ambos medios. Plantea que el auge del cine mexicano emerge a partir de las trans-
nacionalización de películas como Amores Perros (2000) de Alejandro González Iñárritu o Y tú
mamá también (2001) de Alfonso Cuarón. Sostiene que las películas mexicanas muestran en la
actualidad una gama más amplia y diversa en comparación con el resto de América Latina, des-
de el cine arte a las populares películas de género, y con directores de renombre internacional
que han logrado posicionarse en el difícil mercado hollywoodense. Al mismo tiempo, sugiere
que la televisión ha ampliado su producción, yendo más allá de las telenovelas para producir
series y miniseries de mayor valor estético. Argumenta que en la actualidad la televisión se
ha ido configurando como uno de los principales referentes constructores de imaginarios e
identidades, y que hoy en día, producto de esta posición de privilegio, la televisión reclama el
derecho a ser la narrativa nacional, gracias a su dinamismo y penetración en las audiencias. En
este trabajo el autor aborda algunas películas poco analizadas y se involucra con temas emer-
gentes, que incluyen la violencia, la cultura juvenil y los festivales de cine.
Existen otras investigaciones anteriores a estas cuatro que he reseñado. Una de ellas es el
libro de Andrea Noble (2005) Mexican national cinema en el que la autora desarrolla una his-
toriografía del cine mexicano. Otro libro interesante es el de Claudia Schaefer (2003), Bored
to distraction. Cinema of excess in end-of-the-century Mexico and Spain, en el que trabaja las
nociones de aburrimiento y entretenimiento en la coyuntura neoliberal en México y España.
Estos trabajos constituyen las principales fuentes de los trabajos reseñados más arriba. Más
recientemente encontramos el libro de Deborah Shaw (2013), The three amigos, en el que la
autora trata la transnacionalización de los directores Guillermo del Toro, Alejandro González
Iñárritu y Alfonso Cuarón. También en el 2013 se presentó el libro de Niamh Thornton (2013)
Revolution and rebellion in mexican film que trata acerca del espíritu revolucionario y rebelde
desde la Revolución de 1910, pasando por el movimiento estudiantil de 1968 y su fatal desen-
lace con la matanza de Tlatelolco, para finalizar con el movimiento zapatista. En este trabajo
320
se analizan, entre otras, a las películas Vámonos con Pancho Villa (1936), El grito (1968) y Co-
razón del tiempo (2008).
En líneas generales, este conjunto de libros da cuenta de la voluntad de estudiar el cine mexi-
cano de manera orgánica, conectando sus estéticas con sus realidades institucionales con los
contextos sociales y políticos que se desprenden del paradigma neoliberal, enfocando la aten-
ción tanto en la producción cinematográfica comercial como en el cine arte (Sánchez Prado,
2015). No obstante la importancia de estos trabajos, éstos no enuncian –puesto que no es su
intención– una crítica a los modos en que el cine mexicano contribuye en la producción de una
subjetividad popular, ni tampoco profundizan –y si lo hacen lo hacen de forma tangencial– en
la representación que el cine neoliberal construye acerca de la pobreza y la marginalidad.
Si bien el sexenio de José López Portillo se benefició con el descubrimiento de nuevos yaci-
mientos petroleros que le permitieron contar con liquidez monetaria, conforme avanzó su
gobierno éste se fue tornando cada vez más excéntrico y despilfarrador. La corrupción y el
nepotismo se naturalizaron y el excesivo endeudamiento externo se sumó la crisis económica
de 1982, lo que tuvo importantes repercusiones en el proyecto político de Miguel de la Madrid,
quien introduciría las primeras transformaciones de corte neoliberal en México. A lo largo de
la década de los ochenta, estos cambios neoconservadores alterarían el conjunto de relaciones
sociales, políticas, culturales y económicas que gobernaron México desde la década del treinta.
Al igual que en muchos países de América Latina, el neoliberalismo a la mexicana constituyó
una ruptura radical con el modelo económico previo que ponía hincapié en la sustitución de
las importaciones, con el objetivo de impulsar la industria nacional –lo que se conoce como
desarrollo hacia adentro–, y que había implicado la articulación de una economía mixta.
Antes de centrarme en algunas de las películas realizadas dentro del contexto neoliberal mexi-
cano, me parece necesario comentar algunos filmes que anteceden al neoliberalismo pro-
piamente tal. Como he señalado más arriba, la instalación de un capitalismo de mercado se
desarrolló como un proceso que, en el caso del cine mexicano, implicó todo un andamiaje,
adecuación, debilitamiento y transformación del rol jugado por el Estado como poder político
central y omnipresente que gradualmente dejó su lugar a una élite económica que fue con-
321
quistando parcelas de poder político. Este proceso de desustancialización de un orden social
fundado en el Estado como eje patriarcal comenzó hacia el final de la era del lópezportillismo,
a la vez que emergía una nueva matriz discursiva fundada en nociones como globalización,
libre mercado, consumo, flexibilidad, etc. Por lo tanto, analizar primero la cinematografía de
inicios de los años ochenta permite dibujar el proceso mediante el cual el síntoma neoliberal
se instala, paulatinamente, dentro del campo cinematográfico mexicano.
Durante el gobierno de López Portillo el cine quedó bajo el control de su hermana Margari-
ta, para quien se creó una nueva institucionalidad: Radio Televisión y Cinematografía (RTC).
Como directora de esta nueva entidad burocrática, la hermana del presidente ideó un plan
para “propiciar un retorno al cine familiar” y “regresar a la época de oro”. Sin embargo, en la
práctica se dio inicio a un proceso de desmantelamiento de la estructura cinematográfica de-
sarrollada en el sexenio de Echeverría. De este modo, la política cinematográfica del lópezpor-
tillismo significó “el regreso de la producción a la iniciativa privada y el inicio de la liquidación
de las empresas estatales, al tiempo que se buscó en el prestigio de realizadores extranjeros la
reactivación del cine nacional” (Obscura, 2010: 113-114). Además se realizaron importantes
cambios en la legislación que vinieron a relajar la censura en las políticas de exhibición. Se
daba inicio, entonces, a una nueva industria cinematográfica privada, que en pocos años se
adueñó del mercado y produjo películas de bajo costo y nula calidad estética-narrativa.
El éxito de taquilla lo obtuvieron explotando un cine de géneros redituales entre los que sobre-
salían las sexicomedias de albures y desnudos, y el cine fronterizo de narcotraficantes, indocu-
mentados y policías de migración. De modo que, “la temática popular de contenido social y de
cierta calidad, como la que se había intentado en el sexenio anterior, ya no tuvo continuación”
(Ibíd.: 114). Sólo unos pocos filmes de esta época abordan la temática del marginal urbano
como Ratero (1978) de Ismael Rodríguez o Perro Callejero (1979) de Gilberto Gazcón.
En Perro callejero, por ejemplo, se fabrica una representación de los sujetos marginales y de
la subjetividad de lo popular en la que la pobreza, la violencia y la drogadicción se presen-
tan como inherentes a la naturaleza social de México.224 El discurso manifiesto de la película
224
Perro callejero nos cuenta el drama cotidiano de pobreza, violencia, drogadicción y encierro que ha experi-
mentado, desde su más tierna infancia el protagonista del filme, apodado Perro. La película pone en escena ese
viaje de la niñez marginal hasta la juventud delincuencial de Perro y en ese tránsito se va dibujando una descrip-
ción que muestra un conjunto de hechos, situaciones y momentos. Así la película se inicia con el asesinato del
padre de Perro cuando éste tenía cuatro años. De ahí en adelante Perro, que no sabe cómo se llama ni qué edad
tiene, comienza a vivir en la calle con otros niños abandonados. Se dedica a pequeños robos hasta que es apre-
322
de Gazcón es que el mundo marginal existe como una realidad aparte, que debe su compor-
tamiento social violento, drogadicto y delincuencial al hecho de que, tanto las instituciones
de socialización (familia, escuela, barrio, etc.) como las instituciones castigadoras del Estado
(policía, reformatorios, prisión), han fallado en su labor de proteger y educar a los más necesi-
tados, producto de su descomposición y corrupción. En oposición al Estado corrupto emerge
la figura del cura proletarizado que, sin ayuda ni de iglesia ni del gobierno, lucha por propor-
cionar a los jóvenes marginales un espacio de acogida y educación. La figura quijotesca del
sacerdote representa una postura ideológica, que ve la posible solución a la problemática de la
exclusión social en las acciones individuales y no en la comunidad, ya que el colectivo mexica-
no –representado aquí por los aparatos ideológicos del Estado (correccional, cuerpo policial,
etc.)–, se encuentra infectado por una corrupción que engendra más pobreza, delincuencia y
violencia.
Todos estos ambientes representados en Perro callejero funcionan para anclar el contexto so-
cial de la pobreza como desterritorializado. Aquí el universo marginal se encuentra separado
de cualquier otro orden social mayor, no hay ningún vínculo con una sociedad más amplia y
compleja. Lo marginal se representa como un mundo social singular, un microcosmos del que
no hay salida y cuya única relación con la esfera cultural, social o política mexicana, es a través
de las instituciones corruptas del Estado o, en la vereda contraria, con la bondad de un sujeto
particular encarnado en la figura del cura Maromas.
La película Maldita miseria (1980) de Julio Aldama, narra el drama de un campesino pobre
que decide partir a trabajar como bracero a los Estados Unidos.227 Si bien la película muestra
las dificultades que tienen los inmigrantes indocumentados para cruzar la frontera y trabajar
en Estados Unidos, lo central del filme es la exaltación del valor moral judeocristiano del arre-
pentimiento. Casi todas las malas acciones que se relatan en el filme suponen el pago de una
penitencia; es necesario expiar el mal causado con una acción moralmente superior y reivindi-
cativa para volver a un estado de “pureza social”. El precio máximo de esta moralidad lo paga
José Manuel, el protagonista, quien compensa con su vida el haber traicionado a su mujer e
hijos al enamorarse perdidamente de la patrona.
Aquí la pobreza es consecuencia de la esterilidad de la tierra, que obliga a los campesinos po-
bres a abandonar su país. La desigualdad social o la falta de oportunidades que se desprende
de la explotación y el abuso de los grandes terratenientes no entran en la ecuación. En esta
película la maldad del latifundista se expresa únicamente a través de su acoso sexual a la mujer
del bracero. La hacienda gringa, por su parte, aparece como un espacio idealizado: un lugar
armonioso, acogedor, hospitalario y con consciencia social, lo que se manifiesta, por ejemplo,
227
La película Maldita pobreza, nos cuenta la historia de José Manuel, quien cansado de la miseria y el hambre
con la que debe lidiar día tras día, producto de la sequía y las cosechas que no le permiten sostener a su familia,
decide que partir, junto con su amigo Lencho, quien ha estado haciendo buen dinero trabajando como bracero
en Estados Unidos, probar suerte en el país del norte. Para ello requiere vender su yunta de bueyes al rico ha-
cendado don Ramón. Ambos pasan la frontera como espaldas mojadas y trabajan en el rancho de míster Stanley.
Lupita, la hija de éste, se interesa en que José la enseñe a cantar y tocar la guitarra, pues tiene buena voz. Por
temor a los agentes de migración no sale del rancho y le pide a Lencho que envíe a su familia su dinero. Lencho
juega ese dinero y lo pierde. José se enamora de Lupita pensando que ella le corresponde pero en realidad ella
ama a su novio Jorge. Al esconderse de los agentes José es mordido por una víbora pero Lencho lo auxilia. Para
entonces la esposa es acosada por el hacendado pero se defiende. No obstante la gente la cree adúltera y le nie-
gan el trabajo. Ella acaba robando víveres al malvado hacendado. Lencho confiesa a José su falta y le repone su
dinero. La esposa lo recibe y puede atender a sus hijos. José comprende que Lupita no lo quiere, se pone a beber
y se mata al caer de un árbol. El patrón envía dinero a su familia con Lencho, quien promete ayudarlos siempre.
325
cuando José Manuel es mordido por una serpiente y los patrones lo llevan a vivir a la casa pa-
tronal para que así pueda recibir las atenciones necesarias para su recuperación. Así el patrón
gringo –que habla como mexicano y se comporta como mexicano, que bautiza a su hija con el
nombre de Lupita– demuestra un humanitarismo sin medida, mientras que su hija Lupita se
relaciona de igual a igual con sus inquilinos, se hace amiga de José Manuel quien le enseña a
tocar guitarra e intercede por los trabajadores ante su padre.
En la hacienda gringa los elementos culturales trascienden las disposiciones de clase: a todos
les gusta la misma música, comparten las mismas tradiciones, conjugan las mismas identida-
des, disfrutan de los mismos espacios sociales. En contraste, en el lado mexicano el hacendado
es un sujeto malvado, despótico, borracho y despreciable, mientras el pueblo llano es chismo-
so, represor y censurador cuando creen que alguno de sus miembros ha transgredido la moral
y las buenas costumbres. La película traza una frontera simbólica entre el allá y el acá. El norte
emerge como un lugar mítico de donde siempre hay alguien que ha vuelto cargado de dólares
contando una historia de éxito que incita a quienes viven en la miseria mexicana a tomar el
mismo camino: “Me voy al norte”, “se acabó la pobreza”, se oye decir a José Manuel dispuesto a
perseguir el sueño americano, a partir tras el “brillo de los dólares”.
La película de Aldama forma parte de un conjunto de películas mexicanas que abordan el tema
de los migrantes que se desplazan entre la frontera mexicana-estadounidense.228 Todas ellas
construyen relatos acerca de la migración del campesino pobre y narran, desde ópticas di-
versas, “el camino de los mexicanos que deciden trasladarse ilegalmente a Estados Unidos y
recrea[n] situaciones propias de la ciudad fronteriza que se transforma vertiginosamente por
efecto del tránsito de los migrantes” (Mora Ordoñez, 2012). En estas películas es posible iden-
tificar algunos temas transversales y que tienen directa relación con el fenómeno migratorio
ilegal: la construcción de una imagen de un México rural pobre que obliga a sus campesinos a
migrar hacia el norte, la ciudad fronteriza como espacio de encuentro, el viaje como experien-
cia límite, el coyote como un mal necesario para los indocumentados, la búsqueda de trabajo
228
El inicio de esta temática migratoria “se halla en el cine mexicano de los años cuarenta, década en la que se
creó el Programa Bracero, de 1942 a 1964, con el cual se promovió el desplazamiento de trabajadores mexica-
nos, principalmente del sector agrícola, hacia Estados Unidos” (Mora Ordoñez, 2012). Películas como Pito Pérez
se va de bracero (1948) de Alonso Patiño Gómez; Espaldas mojadas (1953) de Alejandro Galindo; Las pobres
ilegales (1979) de Marcial Mariscal; o más recientemente Siete soles (2008) de Pedro Ultreras. Para un análisis
detallado de estas películas y su relación con la migración bracera véase Mora Ordóñez (2012).
326
al otro lado, la explotación y la precariedad de los trabajos, y la incertidumbre de aquellos
familiares que se quedan en México, entre otros (Mora Ordoñez, 2012).
Si bien la película Maldita miseria comparte muchos de estos temas, el modo en que los aborda
tiende a despolitizar la problemática migratoria para reinsertarla dentro de un espectáculo en
el que prima la decepción amorosa. Pero, por sobre todo, fabrica una imagen del norte como
un territorio en donde es posible la convivencia armoniosa entre el patrón y el indocumenta-
do, y donde es posible hacer un poco de dinero. Por lo tanto, la configuración ideológica que
trasunta el filme de Adama es la de una aspiración por la estadounidización de lo mexicano,
no sólo en cuanto a referentes cosméticos (vestirse o comer como lo hacen en el país del nor-
te) sino también en referencia al modo de comportarse e interactuar, a las formas en que las
relaciones sociales se darían sobre la base de la igualdad dentro del marco idealizado de la
hacienda gringa. El México rural queda reducido, ideológicamente, a “una vida que se sabe
muy provisional, que se sabe basada en fortunas raquíticas, mal habidas, que hay que decorar
inmediatamente” (Carlos Fuentes citado en Monsiváis 2012f: 31).
La película de Durán se inscribe dentro de una práctica y una lógica cinematográfica que ad-
quiere cierta resonancia en la década de los ochenta y que se conoce con el nombre de cine
fronterizo.230 Una cinematografía variada compuesta por un conjunto de filmes de bajísimo
presupuesto, con guiones deficientes, y nula calidad técnica y narrativa, pero que fueron un
éxito de taquilla entre el público mexicano de ambos lados de la frontera. El cine fronterizo
tiende a la sobreexplotación de los estereotipos más trillados y, como ocurre en Las Braceras,
lo popular se representa como un mundo plagado de drogas, violencia, corrupción y sexo.
El barrio es otro espacio social recurrente en el cine mexicano y el cine de inicios de los ochen-
ta no es la excepción. En la película Lagunilla, Mi barrio (1981) de Raúl Araiza, el vecindario
constituye el telón de fondo frente al que se desarrolla el romance entre un anticuario de clase
media y una vendedora de tacos.231 La película intenta mostrar el encuentro de esos dos mun-
230
La emergencia del cine fronterizo, así como el llamada narco-cine, le debe mucho a una política estatal que
reduce significativamente el apoyo a la producción cinematográfica, privilegiando un cine de ínfima calidad. Se
favorece el predominio de la comedia cabaretera (sexicomedias), el cine de acción de violencia, terror y narco-
tráfico. Se utilizan a los cantantes más populares, las vedettes más cotizadas con la finalidad de asegurar una
mínima taquilla. De este modo, se privilegia un cine apático y acrítico, donde temas como la migración ilegal
y la frontera, el narcotráfico y la violencia son desprendidos de su condición social, política y cultural, para
transformarse en espectáculo pasivo y grotesco. Este tipo de cine se manifiesta en películas como El gatillo de
la muerte (1980) de Arturo Martínez; Emilio Varela vs. Camelia la Texana (1980) de Rafael Portillo; Las pobres
ilegales (1982) de Alberto Mariscal; Asalto en Tijuana (1984) de Alfredo Gurrola; Operación marihuana (1985)
de José Luis Urquieta; La venganza de la Coyota (1986) de Luis Quintanilla Rico; Entre gringas y la migra (1987)
de Javier Gutiérrez; Mojado… pero caliente (1988) de Rafael Portillo, entre otras.
231 Lagunilla, mi barrio, nos cuenta la historia de amor entre un anticuario don Abel y una vendedora de tacos
Lencha. Don Abel es despedidos por los hijos de su antiguo patrón y decide, con indemnización poner un peque-
328
dos socialmente dispares, haciendo un contrapunto que dibuja lo popular como una comuni-
dad idealizada en la que el respetable anticuario es aceptado gracias a que demuestra tener
ciertos valores. La humanidad, la gentileza, la honradez y la caballerosidad del protagonista
validan su división del mundo entre malvados y buenos, y su valoración de la resignación y
la renuncia; una moralidad que intenta trasmitir al bajo pueblo que, por supuesto, carece de
ella. Por otro lado, para él lo popular se convierte en un refugio en oposición a la élite que se
constituye como una clase discriminadora y prejuiciosa ante un otro.
Como ha observado Siboney Obscura (2010), Lagunilla, Mi barrio se inscribe dentro de una
lógica neopopulista que hace de la marginación social un espectáculo y que utiliza un conjunto
de fórmulas narrativas archiconocidas heredadas de la época de oro. Películas como ¡Que viva
Tepito! (1980) de Mario Hernández, Los fayuqueros de Tepito (1982) de José Luis Urquieta,
Hermelinda linda (1983) de Julio Aldama, recurren a barrios populares como Tepito o Laguni-
lla para continuar una tradición que las vincula con películas como Nosotros los pobres (1948),
en las que el barrio es el escenario que permite el despliegue del drama amoroso con ribetes
humorísticos. Todas estas películas utilizan unos cuantos estereotipos de lo popular que re-
duce significativamente la diversidad del otro-marginal, idealizando la pobreza como bondad,
solidaridad y redención.
En suma, el cine de inicios de los ochenta se configura como una cinematografía pre-neolibe-
ral y puede ser vista como la respuesta visual a una realidad política corrupta e instituciona-
lizada, que hace del cine una práctica que pone en circulación, mayoritariamente, películas
sobre violencia, explotación y narcotráfico, o en su reverso cómico, un cine pícaro de albures
y desnudos (Obscura, 2010). Este cine elabora una marginalidad que, si bien repite fórmulas
conocidas en el cine de la época de oro, se desprende de esta tradición utilizando una estética
cinematografía decadente y frívola, que hace de la marginalidad un reducto grotesco, en el que
la pobreza de los sujetos populares emerge como espectáculo de lo ominoso.
frustrados cuando se topa con “Burro” Prieto, un corrupto y extorsionador policía, a quien conoce de su tiempo
de delincuente. Prieto, en un alarde de abuso de poder, le roba lo recaudado para el banco y lo obliga a tener que
volver a robar y así poder cobrarle una cantidad día tras día. Tarzán entra en una encrucijada moral, puesto que
como no quiere volver al delito, decide ir donde su jefe para que lo ayude a denunciar al corrupto policía. Al o
encontrarlo por ningún lado, Lira no ve ninguna salida y vuelve al delinquir.
233
A igual que el cine de autor, el documental-político iniciado en los setenta, continuó haciéndose durante el
sexenio de López Portillo. A contrapelo de las reformas políticas establecidas por el lópezportillismo, estas rea-
lizaciones buscaban poner en circulación una mirada comprometida cn el ideario de izquierda asociado con los
movimientos sindicales e indígenas. De este modo, el documental, como señala Eduardo de la Vega Alfaro (2010:
417), “alcanzó su etapa de esplendor”. Documentales con Jornaleros (Eduardo Maldonado, 1977), La experiencia
viva (Gonzalo Infante, 1977), Migraciones (Bosco Arochi, 1977-1980), Puebla hoy (Paul Leduc, 1978), Iztacalco,
Campamento 2 de octubre (José Luis González, Alejandra Islas y Jorge Prior, 1978), Tatlácatl (La lucha) (Ramón
Aupart, 1979), Chapopote (Historia de petróleo, derroche y mugre) (Carlos Mendoza y Carlos Cruz, 1979), Hucha-
ri Uinapekua (Nuestra fuerza) (Javier Téllez García, 1980), El chahuistle (Carlos Mendoza y Carlos Cruz, 1981),
Charrotitlán (Mendoza y Cruz, 1882), ¡Los encontraremos! (Represión política en México) (Salvador Díaz Sánchez
y Carlos Mendoza, 1982), y Juchitán, lugar de flores (Díaz Sánchez, 1983). Cabe mencionar que la trilogía realiza-
da por Mendoza y Cruz se convirtió en excelente ejemplo de un cine militante en sentido estricto, ya que ambos
realizadores se integraron al Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), justamente una de las primeras or-
ganizaciones de izquierda que en buena medida respondieron a la convocatoria lanzada por el gobierno federal
a través de la reforma política. El valor agregado de esas tres cintas fue su enfoque, pletórico de humor e ironía,
que hizo tabla rasa de las prácticas oficiales en materia de explotación petrolera, estrategia oficial para superar
la dependencia alimenticia y el “charrismo” sindical (de la Vega Alfaro, 2010: 417).
330
Con la administración de Miguel de la Madrid (1982-1988) se dió inicio al proceso de priva-
tización de las primeras empresas paraestatales,234 pero es durante el sexenio de Salinas de
Gortari (1988-1994) y con la presidencia de Ernesto Zedillo (1994-2000) cuando tuvo lugar
el desmantelamiento de importantes empresas del Estado. El proyecto neoliberal comenzó
a enquistarse en el entramado social y político mexicano, profundizando el modelo y articu-
lando con mayor claridad los principales postulados de la nueva política económica. Así, por
ejemplo, con el salinismo comienzan a realizarse algunas reformas constitucionales que van a
tener un fuerte impacto en la naturaleza del Estado. Tal es el caso de los Artículos 28, 73 y 123
referidos a la reprivatización de la Banca, la reforma electoral y la ley de culto; y del Artículo
27, que abre la posibilidad de que los ejidatarios vendan sus parcelas a capitalistas nacionales
y extranjeros, con la finalidad a eliminar los ejidos (Vidales, 1996).235
Dentro del contexto de crisis económica que caracterizó la década de los ochenta, encontra-
mos algunos filmes que entran en la categoría de lo que algunos investigadores llaman “cine de
falsa denuncia”, un cine que hace hincapié en la responsabilidad que los mismos pobres tienen
respecto a su situación a raíz de sus prácticas culturales, sus deseos de progreso y su trayecto-
ria individual, a la vez que se cae en la estetización de la miseria (Ayala Blanco, 1986; Obscura,
2010). Son películas financiadas por iniciativas privadas, como Televicine, y por el Estado a
través del IMCINE. Ejemplos de este tipo de cine son las películas El Milusos (1982) de Ro-
berto G. Rivera, Mexicano tú puedes (1983) de José Estrada; La esperanza de los pobres (1983)
de Rubén Galindo; Robachicos (1985) de Alberto Bojorquez; ¿La tierra prometida? (1985) de
Roberto G. Rivera.
Otro de los elementos novedosos de esta película, es la centralidad de la televisión como dis-
positivo de seducción para el consumo. Es la publicidad televisiva la que gatilla el deseo “feme-
nino” de tener la casa propia, de comprar impulsivamente muebles nuevos para la casa nueva
que aún no se construye, es la televisión la que nutre a Carmen con imágenes de una vida idea-
lizada y de sueños de grandeza. Estrada dibuja, estereotipadamente, el incontrolable impulso
femenino por el consumo alimentado por fantasía de llegar a ser una señora de alta sociedad
con casa propia, piscina y cancha de tenis; mientras que lo masculino se configura bajo la
lógica, también estereotipada, del macho proveedor. Este anhelo por dejar atrás un estilo de
vida popular y adoptar uno de consumo sofisticado y burgués, deja entrever no solo la opera-
ción de los mass media en la conformación de las subjetividades mercantilizadas, sino también
señalan la absorción ideológica que hace este filme de uno de los elementos más comunes y
transversales instalado por la ideología del neoliberalismo en las subjetividades populares: el
desclasamiento social.
Carmen: Es una injusticia que tus hijos no tengan donde caerse muertos… Ya estoy harta del
ruido, del smog, del tráfico y de esta gente. Tan harta del barrio… Si pensaras un poco en tus
hijos, todo sería distinto. Aquí no van a salir más que vagos y drogadictos, como el hijo de
Lorenzo, y a Georgina no le va a quedar más remedio que casarse con un vago de esos.239
derechos.
239
Extracto tomado de la película Mexicano, tú puedes.
333
Por otro lado, son precisamente esos sueños de progreso y grandeza, que comienzan poco a
poco a materializarse –aunque lejanos de la fantasía imaginada–, los que gatillan todo el dra-
ma familiar y social. De este modo, cuando se quiere “cambiar de aire”, cuando se quiere “pro-
gresar”, es cuando emergen todos los problemas, los engaños y el abuso de poder por parte de
la burocracia institucionalizada, por parte de la elite y por parte de los iguales. La película de
Estrada parece querer sugerir que los sujetos populares no están capacitados para lidiar con
un sistema que los sobrepasa, porque no manejan los códigos básicos para enfrentar la com-
plejidad de las relaciones intersubjetivas de la clase dominante. Por lo tanto, es mejor que se
queden en su mundo popular donde están protegidos por su comunidad. El mensaje político
de Estrada es que el camino no pasa por imitar a las clases privilegiadas sino que, antes de
tener la casa con piscina y cancha de tenis, es necesario que la clase trabajadora se organice
para luchar contra los abusos de poder de las clases privilegiadas y las instituciones corruptas
del Estado. Sin embargo, este mensaje se diluye dentro de un barroquismo melodramático en
el que los énfasis están más puestos en los aspectos sentimentales, emotivos o sensacionales.
Por otro lado, la película de Estrada continúa mostrando el machismo obstinado y recalcitran-
te que envuelve todas las relaciones sociales, según el cual las mujeres (y lo femenino) son el
origen de la mayoría de los problemas y los conflictos, sean éstos en el espacio doméstico o
el espacio público. Al igual que la gran mayoría de las películas que hemos analizado hasta el
momento, no es que Mexicano tú puedes tenga intención de denunciar el machismo, sino que
es simplemente la demostración de un machismo ideológicamente naturalizado.
La representación de lo popular dentro del cine “clase B”, “cine cutre” o “mexplotation” recurre
a una serie de elementos –violencia, lascivia, acción– que son sobre-explotados con la finali-
dad de generar sensacionalismo, morbosidad, erotismo y espectacularidad. Por ejemplo, en la
334
película Ratas de la ciudad (1984) de Valentín Trujillo,240 la corrupción se presenta como un
elemento anecdótico, sin una intención de denuncia, que sólo está presente en la trama porque
le permite al director generar secuencias de peleas, balaceras y sangre. No hay ninguna inten-
ción de generar conciencia o rechazo, y contribuye a su naturalización puesto que la versión
fílmica del envilecimiento policial, por ejemplo, es tan exagerada que la realidad cotidiana de
la corrupción aparece como normalidad.
Al igual que la mayoría de las películas de explotación, Ratas de la ciudad recurre a la mezcla
de géneros y estilos cinematográficos, echando mano de elementos y formas narrativas que
provienen del cine melodramático, el cine de acción, el cine erótico y el de terror. Esta reu-
tilización de una serie de clichés permite remarcar, de una manera bastante burda, ciertas
significaciones. Así por ejemplo, los niños de la calle son asociados a una camada de ratas y, a
partir de esa metonimia, se los inscribe como un enjambre de monstruos utilizando una serie
de recursos cinematográficos propios del cine de terror –música, primeros planos, sombras–.
Los niños-delincuentes habitan la ciudad como un grupo homogéneo, mecánico, violento. No
poseen subjetividad, ya que su condición de sujetos se encuentra suspendida y la irracionali-
dad de sus actos ni siquiera responde a los instintos primarios. Así, la película de Trujillo fabri-
ca ideológicamente a los niños de la calle como animales, niños-ratas, carentes que incluso de
lenguaje pues se comunican a través de una serie de señas sonoras y gestuales. Al desprender-
los del lenguaje articulado –que muy bien pudiera ser, como nos indica Agamben (2011: 257),
“el dispositivo más antiguo” que permite el paso de la especie humana (animal) a su condición
de sujeto–, la película aniquila la complejidad cultural, social y política del niño-delincuente y
los inserta dentro de la trama como espectáculo escabroso de violencia obscena.241
240
Esta película nos cuenta la historia de Pedro y su hijo. Pedro es un padre soltero preocupado por darle lo me-
jor a su hijo. Una tarde, luego de haber pasado un día de esparcimiento, su hijo es atropellado por un detective
corrupto. Mal herido el niño es operado de urgencia, mientras lo operan, el padre va a declarar por el accidente
pero lo quieren obligar a firmar una declaración que exculpa al autor de atropello. Pedro golpea ferozmente al
detective corrupto y es encarcelado y torturado. Pasa varios años en la cárcel. El hijo es llevado de un hospital
a otro hasta que un día decide escapar porque le ha llegado el rumor que lo van a internar en un orfanatorio.
Estando en la calle entra en contacto con la banda de niños delincuentes conocidos como La ratas. Los niños son
manejados por un grupo de narcotraficantes. Luego de salir de la cárcel, Pedro se hace detective (tira) y empieza
a buscar a su hijo. Después de peleas varias, lo encuentra medio moribundo, después que uno de los pachucos
que controlaba a la banda lo apuñalara.
241
Si bien la violencia es uno de los elementos que emergen reiteradamente en la cinematografía mexicana del
siglo veinte, en la película de Trujillo encontramos un primer vínculo, una primera aproximación, a lo que du-
rante los años noventa se convertirá casi en un tópico: lo marginal como sinónimo de violencia. De este modo,
en Ratas de la ciudad, se comienza a dibujar un primer esbozo del paradigma violencia-pobreza que mediante
distintos discursos fílmicos naturalizan al sujeto marginal como un ser violento o a contrapelo de esas cinema-
tografías visibilizan de manera crítica la condición social del sujeto marginal. Volveré sobre estas cuestiones
hacia el final de este apartado.
335
Dentro del cine de explotación, la película Lola, la trailera (1983) de Raúl Fernández y sus
secuelas (El secuestro de Lola (1985) y El gran reto (1991) del mismo director),242 ocupan un
lugar destacado dentro del llamado cine de narcotráfico, principalmente por su enorme po-
pularidad dentro de las clases populares. Con un bajísimo presupuesto y una cinematografía
básica, presenta a Lola como la heroína de un mundo gobernado por crueles narcotraficantes
y policías corruptos. Sin embargo esta construcción heroica de la femineidad es sólo una apa-
riencia, un simulacro que deja entrever la inscripción ideológica del machismo. En este filme,
como en muchos otros, las mujeres no sólo requieren de ayuda masculina para resolver sus
problemas, sino que también son objetivadas como un producto sexual que justifica su apari-
ción en la medida que exhibe su cuerpo semidesnudo.
En términos de construcción formal, tanto Lola la trailera como la gran mayoría de pelícu-
las del cine de explotación y narcotráfico, utilizan una cinematografía sucia que no sigue los
criterios y las formas narrativas canonizadas tanto por el cine industrial como por el cine de
autor. El cine de explotación mexicano no se preocupa por presentar una edición refinada o
compleja, por el contario, lo habitual es la discontinuidad de las secuencias y la falta de raccord
y de elipsis. En términos exclusivamente formales, estas películas no estarían lejanas a la idea
promovida por Glauber Rocha de que el cine latinoamericano debería producir un cine basado
en una “estética del hambre” que produjera películas sucias y feas;243 o la idea promovida por
242
Lola la Trailera, nos cuenta la historia de Lola, la hija de un honrado camionero que se niega a transportar
droga a Estados Unidos para un cartel mexicano. Producto de esta negativa es asesinado. La policía no ayuda a
esclarecer el crimen porque la mayor parte de ellos son corruptos y se encuentran en vinculación con los delin-
cuentes. Sin embargo no todos los policías son corruptos, Jorge es un paladín de la justicia que trabaja encubier-
to para tratar de capturar a los cárteles de la droga. Infiltrándose como camionero en la empresa de transporte
conoce a Lola y le confiesa que su padre fue asesinado por sus patrones. Lola quiere tratar de vengar la muerte
de su padre, para ello se une a Jorge de quien se enamora y juntos logran desarticular al cartel.
La película El secuestro de Lola no narra los hechos de cómo Lola es secuestrada por un contrabandista que
utiliza un camión blindado para introducir marihuana a Estados Unidos y armas en Centroamérica. Al ser per-
seguido por la policía toma a Lola como rehén para huir. Los amigos de ella luchan contra el contrabandista y
sus secuaces, los hacen apresar y rescatan a Lola.
La película El gran reto es la continuación de El secuestro de Lola. Lola y su novio, el policía Jorge, son atacados
por su archienemigo El maestro. Primero se salvan echándose a un río, pero en el siguiente ataque Lola pierde
su camión y muere su padrino Borolas. Como Jorge anda atrapando traficantes en Colombia, los mecánicos de
Lola y su madrina Susana la ayudan a reparar otro camión con el cual Lola compite en una carrera cuyo premio
es un trailer nuevo. En la competencia Lola es atacada por otra trailera cómplice de El maestro, pero Lola la
vence y además gana la carrera. Para entonces el Pelón, uno de los mecánicos de Lola ha sido secuestrado por El
maestro pero seduciendo a los vigilantes Lola y Susana se introducen en la guarida de los mafiosos y con ayuda
de Jorge, que regresa oportuno, acaban con ellos. No obstante, cuando Lola y sus amigos bautizan su nuevo trai-
ler son atacados por un asesino desconocido.
243
Rocha proponía que el cine debía ser “técnicamente imperfecto, dramáticamente disonante, poéticamente
rebelde y sociológicamente impreciso” (Rocha, 1981: 36). De este modo, una de las conceptualizaciones más
relevantes impulsadas por Rocha fue la de engarzar el concepto de revolución con la condición de pobreza, de
hambre y miseria de las naciones latinoamericanas, no sólo como un elemento que había que denunciar, sino
también como una condición que era necesaria asumir como discurso, como seña de identidad. “Ahí reside la
trágica originalidad del Cinema Novo delante del cine mundial, nuestra originalidad es nuestro hambre y nues-
tra mayor miseria es que ese hambre, siendo sentida, no es comprendida” (Rocha 1965). Lo revolucionario del
Cinema Novo en general y de Rocha en particular, es precisamente el asumir esa identidad hambrienta como
336
Julio Gracia Espinosa de un “cine imperfecto”. Sin embargo, el cine de explotación se distancia
de esos planteamientos, no sólo en términos de su conceptualización teórica, sino sobre todo
por la mirada política que había tras el nuevo cine latinoamericano. El cine de explotación
mexicano y su suciedad estilística responden a uno de los criterios más elementales del neoli-
beralismo: buscar la mayor rentabilidad del capital invertido. Bajo este criterio, no constituye
un problema incluir escenas que tienen ninguna o muy poca vinculación con el relato, pero
que agregan un atractivo que puede llevar público a las salas de cine.
En una línea radicalmente distinta al mexplotation, hacia mediados de los años ochenta también
se produjeron películas con una clara vocación por abordar las problemáticas que se despren-
den de la pobreza, la marginalidad, el abuso y la exclusión social. Éste se configuró como un
cine social que no pretendía exponer una visión crítica, sino tan solo ser una cinematografía
descriptiva que pusiera en pantalla las precarias condiciones de vida de las clases populares.244
La película Los motivos de Luz (1985) de Felipe Cazals, se inscribe dentro de esta tendencia
llevando a la pantalla un caso real de la crónica roja y, a través de éste, intenta representar la
miseria y la locura en la que se encuentra sumergida la protagonista.245 A partir de los diálo-
gos y algunos flashbacks, la película va revelando la historia de Luz: su participación, junto a
otros pobladores, en una toma de terreno para tener un lugar donde vivir; su romance con Se-
bastián; su difícil condición de madre trabajadora en un cinturón de miseria; y la complicada
relación con su suegra, quien justifica el machismo de su hijo y las golpizas que éste le propina.
Las conversaciones que Luz mantiene en la cárcel con la doctora Rebollar la retratan como
Al asumir un punto de vista descriptivo del mundo marginal, el filme de Cazals no solo intenta
mostrar la precariedad y la miseria que envuelve el devenir de Luz, sino también sugiere que
la pobreza y la marginalidad engendra sujetos y subjetividades que responden a otras lógi-
cas y maneras de estar y habitar el mundo, construyendo unos modos de ser que se vuelven
incomprensibles –intraducibles– para la mayoría de quienes han sido social y culturalmente
educados bajo la lógica burguesa o pequeño burguesa de la abundancia material y simbólica.
El diálogo final de Los motivos de Luz es ilustrativo a este respecto:
Doctora Rebollar: Queríamos demostrar que los criterios psicológicos son clasistas, que cual-
quier persona de bajo nivel sociocultural resulta necesariamente tarada con pruebas que
fueron diseñadas en Estados Unidos o Europa, ¿no es cierto? Para gente con otras formas de
vida, de acuerdo. Bueno, pues eso ya está. Ahí tienes tu argumento legal.
Abogada Alférez: Así y ¿cuál es?
Doctora Rebollar: Realidades distintas, Maricela, nada más.
Abogada Alférez: También quieres enseñarme mi oficio (…) ¿es Luz o no una persona normal?
Doctora Rebollar: ¿Y qué es lo normal, Maricela?
Abogada Alférez: Tú sabes de lo que estoy hablando, una persona como tú o como yo
Doctora Rebollar: Cómo tú o como yo, no. Tú tienes una educación, un modo de ver el mundo,
una manera de estar en él. Comes carne, tomas vino, piensas, luchas por algo, amas la vida. Lo
peor que te podría ocurrir sería morir.
Abogada Alférez: A cualquiera, para eso no se necesita un estudio de personalidad.
Doctora Rebollar: Cualquiera no. A Luz lo mejor que le podría suceder sería irse al cielo.246
Uno de los puntos que me parecen relevantes para efectos de esta genealogía, es la represen-
tación que se hace de la figura de la madre. Como ya se señaló en un capítulo previo y con la
excepción de Los Olvidados (Buñuel, 1950), en el cine mexicano la madre pobre es insistente-
mente representada como el guardián indiscutible de la moral, como un modelo de compor-
tamiento apropiado que encarna la bondad, el sufrimiento y la abnegación. Ella es un valor
social en sí mismo, lo que la convierte en un refugio que permite salvaguardar a su familia
246
Extracto tomado de la película Los motivos de Luz
338
–especialmente a los hijos– de todos las irrupciones del mundo exterior. Cazals rompe con ese
arquetipo sagrado de representaciones edulcoradas, moralizantes y edificantes, para introdu-
cir un retrato descarnado de la madre pobre potencialmente cruel y delirante a través de las
figuras de Luz y de la madre de Sebastián.
Otra película que se basa en “hechos reales” ocurridos en un entorno marginal es el filme La
banda de los panchitos (1987), de Arturo Velazco, que retrata a una pandilla de jóvenes sin fu-
turo que habita en la periferia de Ciudad de México.249 La película de Velazco no se concentra
en contar una historia específica o relatar algún evento significativo vinculado con la banda,
sino que es una seguidilla de situaciones y anécdotas a través de las que se muestra la vida
de unos jóvenes marginales que pasan los días enfrascados en atracos, peleas y abusos, con
el único objetivo de conseguir dinero para drogarse y cuidar su territorio de las amenazas de
las otras pandillas de la zona. En esta película la calle se conviere en espacio doméstico; es allí
donde la pandilla se forma y adquiere identidad como un sustituto de la familia y como ethos
cultural al grupo.
247
Algunas de las películas mexicanas que han abordado el tema de la locura son: La mansión de la locura (1972)
de Juan López Moctezuma; María de mi corazón (1979) de Jaime Humberto Hermosillo; El infierno de todos tan
temido (1980) de Sergio Olhovich; Los renglones torcidos de Dios (1983) de Tulio Demicheli. Si no me he dete-
nido en analizar estos filmes es porque en ellos la marginalidad no está representada y si lo está es de manera
muy secundaria.
248
A este respecto cabría señalar, como sugiere Roberto Aceituno (2012b: 137), que la locura se constituye so-
cialmente como aquella grieta que permite testimoniar “las cosas sin memoria”, haciendo de la locura no sólo
“una forma de sobrevivencia, también de búsqueda, que actúa como el testimonio de lo que no ha podido –o a
veces que no ha querido– ser testimoniado de otro modo. Es en este sentido que el trabajo con la locura da cuen-
ta de un trabajo con la historia que subraya su carácter de testimonio, de transmisión y de escritura, ahí donde
el lazo social ha fracasado en su función de simbolización”.
249
“Los panchitos” fue una banda de jóvenes formada en 1978, que obtuvo cierto renombre y que tenían como
principal zona de influencia varias colonias de las delegaciones Álvaro Obregón, Miguel Hidalgo y Cuajimalpa. El
nombre surgió porque tres de los fundadores de la pandilla se llamaban Francisco (Cruz Flores, 2006).
339
Durante buena parte del siglo veinte el cine mexicano construyó una representación idealiza-
da de la familia y el hogar como un espacio de protección abnegada, maternal y complaciente.
Tanto Los motivos de Luz (1985) como la película de Velazco, reinscriben lo doméstico como un
espacio en proceso de descomposición, un lugar de violencia y degradación en el que las rela-
ciones intrafamiliares se quiebran. La película de Velazco presenta el espacio familiar como un
territorio en pugna entre padres e hijos, que se ve “contaminado por la violencia y el deterioro
de las relaciones afectivas” (León, 2005: 57). El siguiente diálogo de La banda de los panchitos,
es ilustrativo al respecto:
Madre: ¿Y ahora tú, dónde andabas?... ¡Te estoy hablando cabrón, contesta!
El Hacha: Por ahí.
Madre: ¡Por ahí dónde! ¡Trajiste el dinero! ¡Te estoy hablando animal!
El Hacha: No, me lo quitaron.
Padre: ¡Hazte el pendejo!
Madre: ¿Te lo quitaron quiénes?
El Hacha: La ley, me agarró con mis cuates.
Madre: ¡Eso te sacas por andar con huevones!
El Hacha: Es mi pedo, ¿no?
Padre: Aquí no vas a venir a faltarnos el respeto, cabrón.
Madre: ¡Vaya a conseguir dinero para tragar hoy!
El Hacha: Conseguir, como si fuera tan fácil.
Padre: ¡Ese es tu pedo güey, a ver que dice ahora!
Madre: ¡Aquí no vas a vivir de gratis!
El Hacha: Pues, ¡a la chingada par de ojetes!, a poco que no creen que no me puedo ir a vivir
a otro lado.
Hermano: ¿Y ahora que vamos a comer?
Padre: ¡Mierda!
Las diversas situaciones que se ponen en escena en la película de Velazco, son presentadas
sin una continuidad diegética y se van articulando como un discurso fragmentado y disperso
que, sin embargo, logra evidenciar ciertos aspectos de anomia social y alienación subjetiva de
los jóvenes que habitan en la periferia del Distrito Federal. En tal sentido, La banda de los pan-
chitos no pretende imponer una mirada moralizadora acerca de las acciones y las conductas
340
de la pandilla, pero tampoco busca plantear un razonamiento o aventurar un punto de vista
acerca del por qué de estas características de los jóvenes marginales. Velazco se queda con la
descripción, más o menos detallada, tanto de los comportamientos antisociales de los jóvenes,
como del estilo de vida: formas de vestir, modos de utilizar el espacio público y de vincularse
intersubjetivamente.
Las prácticas culturales que se representan en esta película van produciendo códigos propios
que son positivados dentro de la pandilla marginal y, a través de complejos procesos de inter-
nalización, se construye una identidad nómada que va tomando y desechando subjetividades
hechas de transiciones y desplazamientos locales. El marginal nómade que se fabrica en La
banda de los panchitos, es un sujeto que está constantemente resituándose dentro de un espa-
cio social que reconoce como suyo. Siguiendo a Deleuze y Guattari (2012), este sujeto que hace
de la calle su lugar en el mundo, se aleja de los dispositivos tradicionales de disciplinamiento
y control social (escuela, trabajo, familia), para crear sus propios dispositivos de autocontrol
y disciplina. De este modo, la solidaridad entre los pares, la defensa del territorio y el uso de
la violencia, se constituyen en la forma mediante la cual la pandilla se estructura, reconoce y
regula. El sujeto marginal que muestra la película de Velazco no posee una conciencia de clase
sino de grupo, con una subcultura propia que se articula como el reverso inconsciente de la
sociedad productiva.
La película Lola (1989) de María Novaro nos sumerge dentro del mundo de la maternidad
marginal. Nuevamente nos encontramos con una película que prescinde del mito de la mater-
nidad abnegada, para narrar la decadencia de una joven madre soltera que trabaja como ven-
dedora ambulante, emparejada con un músico de rock que la abandona para marcharse a Los
Ángeles. La película intenta romper con los esquemas maniqueos de la madre buena o mala,
para hablar de una joven sobrepasada por las circunstancias y que se comporta más como una
compañera de juegos de su hija, que como un adulto que juega con ella y que al mismo tiempo
la educa, la cría, la cuida.
La película de Novaro busca relatar la vida cotidiana de una mujer abandonada, fragmentada
por la incertidumbre, que se deja llevar por los amores pasajeros y una vida de futuro incierto.
Lola se concentra en sí misma y su deseo de disfrutar de la vida. Esta vida despreocupada sufre
341
un remezón cuando, después de una noche de juerga, encuentra a su hija durmiendo con una
vela en la mano. La potencial tragedia la hace tomar la decisión de llevar a su hija a vivir con la
abuela. Vemos entonces el contraste entre Lola, descarriada e infantil en su relación maternal,
y la actitud preocupada, diligente, ordenada, protectora y educadora de la abuela.
342
A pesar de esta diversidad, todas estas películas coinciden en visibilizar la relación compleja
que se establece entre una (pos)modernidad mexicana sin modernización y el yo individual.
Es a partir de los años ochenta cuando el cine mexicano comienza a divulgar una serie de dis-
cursos –ya sean críticos o complacientes–, en los cuales la imagen del sujeto marginal emerge
no sólo como un síntoma que advierte de las desigualdades que genera la instalación del neo-
liberalismo, sino también da cuenta de aquello que Anthony Giddens (2000) ha llamado “un
mundo desbocado”. Lo que aparece transversalmente en la producción cinematográfica de la
marginalidad en los ochenta y se consolidará durante los años noventa, es la construcción y
circulación de imágenes y sonidos que cristalizan, consciente o inconscientemente, la estruc-
turación de una sociedad plagada de incertidumbres, que constantemente desplaza sus límites
y en la que hay una relación cambiante y desequilibrada entre una estructura social –domina-
da por un ordenamiento y una racionalidad neoliberal– y la individuación y la subjetivización
de las personas.
Durante la década de los ochenta el cine mexicano fue el reflejo, más o menos condicionado, de
los efectos de una crisis económica que remeció buena parte de la estructura política y cultu-
ral del país, y que se cristalizó en el desmantelamiento del Estado. Se clausuró así el proyecto
desarrollista que había caracterizado buena parte del entramado sociopolítico mexicano del
siglo veinte. La respuesta a esta crisis pesará sobre la cinematografía de la década de los no-
venta, que estará marcada por las exigencias de la economía de mercado.
La privatización de las empresas del Estado constituía una precondición para el ingreso de
México al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, de modo que el Estado
mexicano se alineó definitivamente con los ordenamientos neoliberales del consenso de Was-
hington. En concordancia con ello, los organismos estatales creados para el fomento de la pro-
ducción cinematográfica –como el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), el Centro
de Capacitación Cinematográfica (CCC) y los Estudios Churubusco Azteca (ECHA)– vieron se-
veramente reducidos sus presupuestos. Esto primeto limitó su radio de acción y luego las hizo
financieramente inviables, allanando así su venta a la empresa privada (King, 1994; Wiener,
1997; León, 2005). Al mismo tiempo, se intentó reflotar la alicaída industria fílmica generando
343
facilidades impositivas y crediticias para incentivar la inversión pública-privada. Al respecto,
John King comenta:
A partir de los años noventa la actividad fílmica mexicana busca reconstituirse y reconquis-
tar a un público que había sido recolonizado por la industria hollywoodense, diversificando
las temáticas tratadas y buscando nuevas fórmulas de financiamiento para la producción ci-
nematográfica (León, 2005). Así comienzan a producirse una serie de películas que abordan
temáticas cotidianas en directa sintonía con la realidad social y cultural del país. Algunas de
ellas se conviertieron en éxitos de taquilla y “abren un período signado por la inversión mixta
y la coproducción internacional” (Ibíd.: 27). El ejemplo paradigmático es la película Como agua
para chocolate (1992) de Alfonso Aráu, que no solo resultó ser la película más vista en el país,
sino que “se convirtió en la segunda producción extranjera más taquillera de todos los tiempos
en los Estados Unidos” (King, 1994: 205).
Como sugieren algunos investigadores (Ruffinelli 2000; Gundermann, 2005; León, 2005; An-
dermann 2007; Aguilar, 2006), es durante esta reconstitución de la producción y el mercado
del cine local, cuando “el Cine de la Marginalidad prolifera como una posición abierta a los cir-
cuitos masivos pero crítica respecto al ‘cine de calidad’ que encuentra en la espectacularidad
su medio de promoción” (León, 2005: 28). Este es el momento –según estos investigadores–
cuando en buena parte de Latinoamérica se produce un número importante de películas “que
muestran la vida de los marginales sin ninguna consideración paternalista o transformadora”
(Ibíd.: 29). Por lo general, son películas que intentan articular una “mirada hacia lo íntimo
que no acepta ni condena la violencia” (Ruffinelli, 2000: 20). Se sugiere, entonces, que estas
películas tensionan el pacto social contraído con el sistema neoliberal, en la medida en que
“esta nueva forma de mirar la violencia, muestra los procesos de exclusión generados por las
mismas instituciones sociales que pretenden combatirlos y los funestos costos de la moderni-
zación económica” (León, 2005: 29).
344
Los estudios de cine y la crítica cultural han clasificado este tipo de cinematografía como “rea-
lismo sucio”,250 basándose en los planteamientos teórico-práctico propuestos por Rocha y su
“estética del hambre”, a la vez que llaman la atención sobre la utilización de algunas de las
técnicas documentales exploradas por el direct cinema vinculadas con la segmentación de la
filmación. Otros estudios se enfocan en el plano estético-formal y señalan que este tipo de ci-
nematografía apela a una puesta en escena que rechaza la alegoría como dispositivo discursivo
(Andermann, 2007; Aguilar, 2007). Todo ello contribuye a la elaboración de una cinematogra-
fía que persigue “visibilizar con crudeza el oscuro mundo de la miseria y la pobreza, ignorado
por los medios masivos de comunicación” (León, 2005: 28). Por otro lado, desde una mirada
meta-cinematográfica, se destaca que las películas que abordan el mundo de la pobreza y la
exclusión social, persiguen plasmar un discurso acerca de la pérdida de las certezas respecto a
las instituciones que hasta entonces formaban parte el orden de las cosas dadas (familia, tra-
bajo, barrio, etc.), mostrando la fragmentariedad de la relaciones sociales (individualización,
desencanto con la modernidad, desenfreno y drogadicción) y el extravío político (despoliti-
zación, abandono de lo público, refugio en lo privado). De esta forma, evidencian el residuo
no deseado de la miseria y la exclusión social que produce el neoliberalismo y en el que se
encuentran sumergidos vastos sectores de la población que habitan en los barrios periféricos
de las grandes ciudades latinoamericanas.
Los escenarios: las calles sucias, malolientes y hacinadas de las grandes ciudades latinoame-
ricanas, los barrios que no figuran en los folletos de promoción turística, refugios de misera-
bles y proscritos. Los personajes: jóvenes callejeros arrastrados por esa gran marea urbana,
desempleados irredentos tratando de sobrevivir al día, a la hora, en los límites de la legalidad.
Las historias: cuentos de inocencia perdida, ilusiones rotas, violencia, delito y crimen. Son los
escenarios, los personajes y las historias de la crisis retratados con crudeza y sin asomo de
compromiso ideológico (Citado en Christian León, 2005: 23).
Por lo general, los estudios acerca del cine de la marginalidad de este período platean que, si
bien en América Latina la imágenes de las poblaciones marginales ha estado presente a lo lar-
go de todo el siglo veinte, estas suelen responder a una mirada hegemónica que utiliza un len-
guaje cinematográfico clásico heredado de la cultura burguesa: primero, el cine industrial lati-
noamericano construyó pobres estereotipados que cumplían una función pintoresca y tierna
de la vida en la miseria; luego el nuevo cine latinoamericano de los años sesenta elaboró una
nueva constelación discursiva, construyendo representaciones de la marginalidad que exaltan
al sujeto marginal utópico, portador de una cultura nacional políticamente revolucionaria y
que persigue generar consciencia de clase.
En líneas generales se puede estar de acuerdo con esta mirada que le atribuye al Cine de la
Marginalidad de los años noventa el mérito de centrarse en la micropolítica del cuerpo violen-
346
to y violentado, en una cotidianidad drogadicta, precaria, indigente y callejera. Se trata de una
representación de la marginalidad como un espacio social residual en el que cohabitan aque-
llos sujetos excluidos de los intentos modernizadores de América Latina. Sin embargo este
panorama general planteado por algunos investigadores (Ruffinelli, 2000; León 2005; Ander-
mann, 2007; Aguilar, 2007), no da cuenta de los matices locales que responden a los contextos
de producción, exhibición y consumo del cine en cada país.
En el caso mexicano, el cine de los noventa muestra una continuidad con el llamado cine de
aliento de los años sesenta y setenta. Aun cuando nunca se trató de un cine militante y politiza-
do, en capítulos previos hemos visto como ya a finales de los años sesenta aparecen películas
que apuestan por visibilizar, de manera más o menos cruda y directa, la miseria, la violencia, la
drogadicción y el abuso de poder al que se ven enfrentados los hombres y mujeres, niños y jó-
venes que habitan las zonas periféricas de las grandes ciudades. Estas películas no constituían
la norma, se trataba de un cine independiente y autoral, pero intentaban mostrar las inequi-
dad de la sociedad mexicana, al mismo tiempo que perseguían desarticular lo que Monsiváis
(1993) llama “las mitologías del cine mexicano”.
Como indica Siboney Obscura (2010), el cine mexicano de los años noventa –específicamente
el que se produce a partir del sexenio de Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000)–, fue la
obra de un conjunto de productoras privadas que, siguiendo las fórmulas comerciales dictadas
por Hollywood, buscaron revitalizar la cinematografía incorporando a una nueva generación
de guionistas, directores, camarógrafos y productores, cuyas propuestas fílmicas contribuye-
ron a cambiar paulatinamente el panorama y las expectativas del cine mexicano. Esta cinema-
tografía noventera redujo bruscamente la producción del cine de cariz popular que lo había
precedido, dejando de lado las películas de frontera y narcotráfico, de albures y sexi-comedias
que tanto rédito económico habían producido durante los ochenta. Es un cine que apunta a un
público objetivo compuesto por las clases medias y altas de la sociedad mexicana, porque era
este segmento de la población el que podía permitirse el lujo de “acceder a los modernos con-
juntos de exhibición que sustituyeron rápidamente a los antiguos cines de barrio o de segunda
corrida, y cuyos precios de entrada resultaban prohibitivos para las mayorías” (Oscura, 2010:
119).
347
Sin embargo, como he querido demostrar en esta genealogía de la representación de la mar-
ginalidad, las ideologías dominantes nunca imperan sobre la totalidad social y siempre exis-
ten espacios para la emergencia de posiciones contraculturales. En consecuencia, durante los
años noventa se presentan al menos tres grandes modos de representar la marginalidad. Por
un lado está el cine que busca la rentabilidad ofreciendo entretención con películas ligeras en
las que “la crítica social se reducía al tema de la corrupción o la delincuencia, vistas desde una
óptica de clase, es decir, sólo en la medida en que afectaban a los grupos privilegiados de la so-
ciedad; y los elementos populares sólo aparecían ocasionalmente y como pintoresco telón de
fondo” (Ibíd.: 119). Son películas que están dirigidas principalmente al segmento adulto joven,
profesional, que goza de una buena situación económica y que ve en el cine un espacio para el
esparcimiento y el ocio (Sánchez Prado, 2015; Obscura, 2010). De ahí la decisión de priorizar
tramas que abordan superficialmente los problemas sexuales y sentimentales de la pareja y
que transcurren en sitios modernos, equivalentes al de cualquier país desarrollado.251
Un segundo grupo lo constituyen aquellos filmes que mantienen una continuidad discursiva
con el cine industrial y que, hasta cierto punto, forman parte de éste. Cintas como Pandilleros.
Olor a muerte II (1990), de Ismael Rodríguez Jr., reúnen algunos de los elementos que carac-
terizan al cine de falsa denuncia, ofreciendo una visión tremendista de las pandillas adoles-
centes atrapadas en el círculo de la pobreza (Obscura, 2010). Ángel de fuego (1991) de Dana
Rotberg o El callejón de los milagros (1994) de Jorge Fons, vuelven a utilizar la vecindad y el
entorno barrial como un escenario desprovisto de significación social.
La tercera categoría está compuesta por películas que tienen una clara intención autoral, que
buscan la innovación cinematográfica experimentando con el uso de la cámara y el montaje,
y que tratan el tema de marginalidad social con una mirada cruda, directa y no moralizante.
Todos estos elementos permiten clasificarlas dentro del llamado Cine de la Marginalidad La-
tinoamericana: películas como La mujer del puerto (1991) de Arturo Ripstein; Lolo (1992) de
Francisco Athié; Hasta morir (1994) de Fernando Sariñana; Perfume de Violetas: Nadie te oye
(2000) de Maryse Sistach; Amores perros (2000) de Alejandro González Iñárritu.
251
A ese estilo corresponden títulos como Cilantro y perejil (1996, Rafael Montero), Sexo, pudor y lágrimas (1998,
Antonio Serrano), La primera noche y La segunda noche (1997, 2000, Alejandro Gamboa), Por la libre (2000,
Juan Carlos de Llaca), entre otras (obscura, 2010).
348
Ya he analizado previamente las películas del primer tipo y la marginalidad está ausente de las
películas de la segunda categoría, por lo que me concentraré en algunas de las películas de este
último segmento, para luego reflexionar acerca de hasta qué punto se inscribe en ellas la racio-
nalidad neoliberal. Esta racionalidad puede manifestarse tanto como tachaduras en la repre-
sentación de la pobreza, alineándose así bajo la lógica neoliberal, o bien como visibilizaciones
que presentan una perspectiva crítica respecto de la hegemonía neoliberal y su consecuente
fabricación de miseria y marginalidad. Me parece necesario señalar que estas tachaduras y
visibilizaciones son elementos que con frecuencia cohabitan en una misma película. De hecho,
esta mixtura forma parte de las características de este tipo de cine en México, sin embargo eso
no es obstáculo para que cada película muestre una clara tendencia ya sea hacia la tachadura
o hacia la visibilizaciones crítica. Por lo tanto, aquí busco identificar la tendencia de cada filme,
pero también dar cuenta de las zonas grises y los matices que contienen.
La película La mujer del puerto (1991) de Arturo Ripstein, presenta un mundo marginal para
narrar una historia de prostitución, drama familiar y violencia.252 Al igual que en la versión de
Arcady Boyter del año 1933, Ripstein toma como base el cuento “El puerto” de Guy de Maupas-
sant, pero se distancia de la primera versión en la que la narración es lineal y la prostitución es
representada como glamorosa y sofisticada. Ripstein nos sumerge en una historia que se de-
sarrolla dentro de un espacio sórdido de pobreza y marginalidad. Contada como una historia
triangular, los acontecimientos se presentan según los puntos de vistas de los tres personajes
centrales: El Marro, Perla y Tomasa.
Lo interesante de esta narración tripartita es que las distintas versiones de los protagonistas
se contradicen o impugnan entre sí, haciendo de la verdad una cuestión relativa. Así por ejem-
plo, en la versión de Perla es Tomasa (su madre) quien la fuerza a abortar, mientras que en la
versión de Tomasa, es Perla quien le suplica que le realice el aborto. Se construye así una pelí-
cula que hace colisionar los acontecimientos para mostrarnos sus matices y la importancia de
252
La mujer del puerto trata de un marinero –El Marro–, una prostituta –Perla– y la madre de ambos –Tomasa. La
película se inicia contándonos la historia del El Marro quien medio moribundo decide bajar del barco en el cual
estaba encerrado producto de una cuarentena. Dirige sus pasos hacia el lupanar “El Eneas”, donde es seleccio-
nado por Perla para que ella le realice una felación. En pleno acto el marinero cae enfermo y es cariñosamente
cuidado por Perla. Ambos se enamoran pero descubren que son hermanos. Ella, en lugar de suicidarse –como en
el cuento de Maupassant–, no se inmuta y le propone a su hermano vivir el amor plenamente (“un pecado más,
qué más da” –dirá). En cambio, él es el que se horroriza y se enrola como marino mercante y huye. Ella reacciona
cortándose las venas y arrojándose al mar, pero es salvada para luego descubrir que está embarazada de su her-
mano. Aborta. Tiempo después, El Marro vuelve a Veracruz se junta nuevamente con su hermana Perla, forman
una familia con hijos y se vuelven propietarios de un burdel.
349
las subjetividades, invitando al espectador a pensar en la discontinuidad, en la contradicción
y en la idea de que el recuerdo responde a las particularidades de quien recuerda. En conse-
cuencia, la película quiere dejar claro que no existe una versión verdadera, sino que construye
una discursividad llena de matices y con distintos focos de atención. Cada uno de los persona-
jes se posiciona como un fragmento que a la vez se opone e integra con el otro, contribuyendo
a la conformación de una totalidad.
Este final –desconcertante para muchos– es el golpe de gracia al cine mexicano de la época de
oro: la madre consigue hacer felices a sus hijos, el deber de toda madre, pero lo logra aceptan-
do el tabú del incesto y rompiendo con la moral normativa de su sociedad. Si, como dice Peter
Brook, en el melodrama tradicional “el momento del clímax es ‘ese instante en el que la moral
se impone y se hace reconocer”’ (…) [en] el melodrama de Ripstein, [éste] se desentiende
conscientemente de ese requisito moral (Esterrich, 2005).
En consecuencia, se trata aquí de tensionar al máximo las relaciones familiares, llevarlas hasta
el extremo de quebrantar el tabú del incesto –aquello que para Levi-Strauss (1981) constituye
el pasaje universal mediante el cual el ser humano consolida el tránsito que va de la naturaleza
a la cultura–, con la finalidad de fabricar una discursividad que desbarajusta el melodrama
tradicional. Ripstein destroza lo que Monsiváis denomina “la mitología de la moral” (1993:
24), que hegemoniza los comportamientos, las actitudes, las relaciones (sexuales y sociales),
a la que el cine melodramático mexicano sirve regularmente poniendo en circulación la idea
de que la “Moral, es lo que admite la Iglesia, la Familia, el Estado (…), inmoral es lo de afuera”
350
(Ibíd.: 22) de esos aparatos ideológicos. Al tensionar la prohibición del incesto y desnaturalizar
la figura materna (“pinches hijos, no más nacen pa’ que uno lo odie”253) La mujer del puerto
“explora sin miramientos su peculiar antropología privada” (León Frías, 1997: 133).
No obstante, La mujer del puerto también lleva residualmente inscrito aquello que se ha de-
finido como la condición posmexicana del neoliberalismo. Esto queda manifiesto en la mini-
mización visual y discursiva de la nación y la mexicanidad. El melodrama tradicional estaba
plagado de héroes y fetiches ligados a un nacionalismo cultural, todo un muestrario de con-
cepciones acerca de lo auténticamente mexicano que confeccionaba una mexicanidad cinema-
tográfica que se constituía –compulsiva, imaginaria y estereotípicamente– como paradigma
de la nación, de la honra familiar, de la modernidad y de lo popular (Monsiváis, 1993). En esta
versión nocturna del melodrama, la idea de la nación como territorio culturalmente identifica-
ble desaparece del discurso fílmico. De hecho en La mujer del puerto, salvo por el acento mexi-
cano de los protagonistas, no hay referencia directa a la nación, ni como espacio físico ni como
subjetivación de las identidades. Se construye así una historia que, al privilegiar la identidad
familiar por sobre lo colectivo, al desprenderse de cualquier referencia a un contexto histórico
mayor, sea este local, regional o nacional, confecciona un orden simbólico desterritorializado,
esto es, un espacio social indiferenciado culturalmente.
253
Extracto tomado de la película La mujer del puerto.
351
La película Lolo (1992), de Francisco Athié,254 se asemeja a La mujer del puerto en esta opción
por construir un espacio marginal en el que se privilegia una versión subjetiva de la historia
del protagonista que se ve atrapado, producto de circunstancias externas y psicológicas, en
una espiral de decadencia que lo hace transitar por espacios sociales cada vez más corruptos
y deteriorados moralmente. Lolo describe el proceso de declive y deshumanización en el que
se va sumergiendo un joven obrero que es despedido de su trabajo luego de ser asaltado y gol-
peado por un grupo de delincuentes. Así, la película presenta un panorama de la vida marginal
y miserable que experimentan miles de jóvenes que habitan en los barrios periféricos de Ciu-
dad de México, evitando emitir cualquier juicio moralizante respecto de aquellos sujetos que,
producto de las circunstancias, caen en la delincuencia.
La película de Athié forma parte de un conjunto de películas que hasta cierto punto recogen
el legado de Los Olvidados de Luis Buñuel, cinta que abordó por primera vez los temas vincu-
lados con la disolución del vínculo social y la crisis de los valores modernos. Películas como
Nocaut (1983) de José García, ¿Cómo ves? (1986) de Paul Leduc o La banda de los panchitos
(1987) de Arturo Velazco, recogen la herencia de Buñuel, la resignifican e intentan construir
historias que muestren la vida decadente y miserable de los jóvenes de las zonas marginadas
de la ciudad. Todas ellas abordan el crimen, la droga y la corrupción moral originados por las
condiciones de miseria que rodean a los protagonistas.
La película Lolo nos sumerge dentro de un mundo de violencia descarnada que está en las
antípodas de la versión de la pobreza como abnegada redención. Aquí la marginalidad es re-
presentada como un entorno corrupto, violento y degradado moralmente; un mundo en el que
el individualismo es un mecanismo de sobrevivencia; y donde la ausencia de sentido de comu-
nidad es caldo de cultivo para la instalación de la corrupción. Más específicamente, el barrio se
configura como un espacio de relaciones violentas, de tensión constante, plagado de intoleran-
cia y rudeza. Un lugar inclemente del que no se puede salir. De ahí que la vida comunitaria se
254
La película de Francisco Athié nos cuenta la historia de Dolores Chimal, apodado Lolo, quien es despedido
“por ausencias injustificadas”, al tener que pasar varios días en el hospital producto de un asalto el día de pago.
Sin embargo, el verdadero motivo de su despido haberse rebelado por el miserable sueldo. Lolo se enamora de
Sonia, una joven recién llegada al barrio que conoce cuando trabaja como ayudante de organillero, pero se ve
arrastrado al mundo de la delincuencia cuando un descubrimiento lo induce a cometer un robo que cree será
fácil, pero es sorprendido en flagrante delito por la hermana de la usurera a quien mata sin premeditación. Las
averiguaciones sobre el crimen corren a cuenta de su primo “político” Marcelino, un policía corrupto, ex pandi-
llero convertido en representante de una ley. La policía detiene al Bobo, amigo de Lolo acusándolo del crimen,
sin embargo, Marcelino sospecha de Lolo y lo extorsiona. Finalmente, Lolo es ayudado por su novia Sonia a
escapar, mientras que Bobo es golpeado hasta la muerte.
352
presente como una serie de relaciones cargadas de traiciones y amistades poco fiables, donde
cada cual vela por sus propios intereses y donde la ideología del sálvese quien pueda emerge
como el mecanismo más eficaz para la sobrevivencia individual.
Por otro lado, como señala Geoffrey Kantaris (2004), la representación de la marginalidad y
la violencia urbana en la película de Athié muestra una variante significativa respecto de la re-
presentación de la pobreza y la juventud marginal que caracterizó al cine de los años noventa,
y que tuvo su cénit con la transnacionalización de la película Amores perros (2000) de Alejan-
dro González Iñárritu. En líneas generales, la mayoría de las películas que se inscriben en el
llamado cine de la marginalidad tienden a “equiparar la hipermasculinidad con la violencia”
(Kantaris, 2004: 58). En consecuencia, los jóvenes marginales que habitan en la periferia de
las grandes urbes mexicanas aparecen, en el imaginario cinematográfico noventero, como si-
nónimo de delincuencia, drogadicción y violencia. Sin embargo, en la película Lolo esa imagen
queda, sino reducida, al menos matizada. El protagonista es un muchacho modesto, un tanto
enfermizo, temeroso, con rasgos de sensibilidad y ternura, y no muy integrado en los círculos
de las pandillas callejeras de su barrio; de hecho su mejor amigo es “El Bobo”, un joven mental-
mente limitado. Por lo tanto, la construcción psicológica y estética de la figura de Lolo rompe
con los cánones del cinematográficos, “no hay otro ejemplo de un hombre tan poco ‘macho’ en
el cine urbano contemporáneo de México, y su carácter parece diseñado para trastocar una de
las imágenes estandarizadas del género en la cual el crimen suele convertirse en fetiche en el
cine” (Ibíd.: 67).
Al igual que los otros dos filmes que he analizado más arriba, la película de Sariñana representa
el espacio social marginal como un no lugar. Sin embargo, a diferencia de los otros dos filmes
donde el espacio urbano se encuentra reducido al burdel (La mujer del puerto) o al barrio (Lolo),
aquí es la ciudad y sus diversos espacios (barrio, vecindad, estación de autobuses, cementerio
de trenes, etc.), la que va componiendo el escenario marginal por donde transitan estos jóvenes
sin futuro. En esta representación del espacio urbano se deja traslucir (aunque no sea ésta la
intención del filme); “el vaciamiento del sentido de localidad y al mismo tiempo los vínculos
profundos que tienen todos los lugares que habitan los personajes con un más allá, de fronteras,
cruces y mezclas de cultura, y, claro está, con el más allá de los Estados Unidos como destino
imaginario” (Kantaris, 2004: 72). Edward Soja (2008) caracteriza la metrópolis postmoderna
como espacios sociales que llevan residualmente inscritas ciertas continuidades con los modos
354
y las formas en que las grandes ciudades de la modernidad se constituían como tal hacia finales
del siglo diecinueve y principios del veinte y, al mismo tiempo, en una discontinuidad radical,
la megalópolis posmoderna se constituye como una cuestión considerablemente nueva y di-
ferente.256 De este modo, “la postmetrópolis puede ser representada como un producto de la
intensificación de los procesos de globalización, a través de los cuales y de forma simultánea, lo
global se está volviendo local y lo local se está volviendo global” (Soja, 2008: 224).
Esta intensificación de la que habla Edward Soja, trae como resultado palpable, principalmen-
te para los países en vías de desarrollo, la primacía de lo global-transnacional que se conso-
lida como mecanismo hegemónico para la circulación de identidades estandarizadas; mien-
tras que lo local-nacional va perdiendo su poder identitario, mediante la desconexión de las
identidades próximas, localizadas e inscritas dentro de un territorio contenido por relaciones
histórica-identitarias. Hasta morir hace referencia a este vaciamiento de lo local, haciendo del
espacio social urbano una megalópolis postmoderna constituida de flujos y reflujos, de luga-
res y no lugares, de espacios indiferenciados y homogéneos, que bien podrían ser Ciudad de
México, Lima o Santiago de Chile. Sin embargo, la ciudad representada fílmicamente también
se constituye como un trasfondo metacultural, que contribuye a la ambientación de un relato
que aborda las problemáticas ligadas con la violencia, la amistad, el amor y el dinero. En tal
sentido, la película Hasta morir no pretende introducirnos en la complejidad de las relaciones
sociales de los sujetos marginados, tampoco quiere ser una crítica sobre el modo en que los su-
jetos populares se ven envueltos dentro de significaciones híbridas, trasnacionales y globales
que se despliegan dentro del capitalismo tardío. La cinta de Sariñana se concentra en resaltar
los aspectos más banales, sensacionales y sentimentales. De ahí que sea posible advertir una
cierta continuidad con el maniqueísmo que hemos apreciado en algunas de las películas del
cine industrial; un maniqueísmo que quiere ser más sofisticado y complejo, pero maniqueís-
mo al fin y al cabo.
256
De acuerdo con Edward Soja (2008: 218), “en muchos sentidos, la postmetrópolis puede ser considerada
como una variación particular de las cuestiones vinculadas a la reestructuración generada por crisis y al desa-
rrollo geohistóricamente desigual, que han estado modelando (y remodelando) los espacios urbanos desde los
orígenes del capitalismo industrial y urbano. En la actualidad existen poderosas continuidades con las geohisto-
rias de Manchester y Chicago, y aún más con la metrópolis fordista-keynesiana moderna que se consolidó de for-
ma tan formidable en las décadas posteriores a la guerra. (…) En este sentido, la postmetrópolis representa, en
gran medida, un resultado, o mejor, una extensión de ese urbanismo moderno y modernista, una metamorfosis
aún parcial e incompleta que siempre llevará consigo restos de los espacios urbanos previos (…) Pero al mismo
tiempo, la metrópolis postmoderna, postfordista y postkeynesiana representa algo considerablemente nuevo y
diferente. Se trata del resultado de una era de intensa y extensa reestructuración, con un impacto más profundo,
sobre cada una de las facetas de nuestras vidas, que en ningún otro periodo que haya tenido lugar durante los
últimos dos siglos –es decir, desde los orígenes de la ciudad capitalista industria”
355
En cuanto a la representación del sujeto marginal, aquí se nos introduce en el mundo del cho-
lo (pospachuco) y del chilango. Ambos sujetos son construidos bajo la lógica de la violencia
como característica distintiva, pero con algunas diferencias psicosociales: mientras el cholo es
fundamentalmente un sujeto centrado en sí mismo, el chilango muestra rasgos de bondad y
empatía. Así por ejemplo, la figura de “el Boy”, que representa lo chilango, es un “chico malo”
que cuida tiernamente de su tía loca. Inversamente, el cholo, representado en la figura de “el
Mau”, se muestra como un sujeto egocéntrico, violento e incapaz de mostrar compasión. Así, en
la mediatización que se hace del joven marginal éste se nos presenta bajo la lógica de grados
de degeneración, siendo el último peldaño la figura del cholo.
La película de Sariñana recurre a una serie de rasgos culturales para caracterizar la marginali-
dad: el argot callejero como medio de expresión, vestimentas que responden a la lógica contra-
cultural de los años noventa, ritos de pasaje propios de las pandillas juveniles. Por otro lado, la
película visibiliza dos construcciones de lo femenino claramente diferenciadas: por una parte
está la chica urbana punk, una joven activa y que no tiene ningún inconveniente en demostrar-
le su interés sexual al hombre que le interesa conquistar; en el otro extremo está la mujer de
barrio, pobre pero buena, casera, tímida con los hombres y que espera a que sea el varón el
que tome la iniciativa. En ambas construcciones la figura de la mujer se define en su relación
con el sujeto masculino, evidenciando nuevamente la ideología de la dominación masculina.
La película Perfume de Violetas: Nadie te oye (2000) de Maryse Sistach es un intento por re-
tratar la complejidad de la marginalidad y la violencia de género a la que se ve enfrentada una
356
adolescente que habita una zona periférica de Ciudad de México.257 Buscando desprenderse
de la mirada androcéntrica que caracteriza a la gran mayoría de la producción cinematografía
mexicana, la película relata la amistad entre dos jovencitas de secundaria, Jessica y Miriam.
Jessica es una chica desfachatada, insolente, rebelde, desmesurada, que por lo general reaccio-
na con malos modos y que vive en la pobreza más extrema con una madre abusiva y machista.
Miriam es la contracara: una chica recatada, tímida y que se apega a las normas del colegio y a
las de su madre que a toda costa quiere mantenerla dentro de la burbuja que es su casa, y así
protegerla de los peligros de la vida marginal. Entre ellas, que no sólo tienen dos piscologías
disímiles sino que además viven en dos realidades familiares distintas, surge una amistad que
se profundiza a raíz de la violencia sexual a la que se ve sometida Jessica. A partir de esta tra-
ma, se dibuja un mundo femenino-juvenil centrado en el maquillaje, el perfume –en este caso
de violetas– la música y el baile, que intenta reflejar las maneras cotidianas de ser y habitar
socialmente el extrarradio de Ciudad de México.
Absteniéndose de proyectar una mirada moralizante sobre las acciones de las chicas y sobre
las violencias a las que se ven sometidas, la película pone el foco de atención en la relación en-
tre la mirada juvenil y la mirada adulta, marcada por la incomunicación, el prejuicio y el abuso
de poder. La esfera de los adultos está representada por personajes de la clase media popular
(maestras de escuela, madre de Miriam) y el mundo marginal (familia de Jessica, el conductor
del microbús), caracterizado por el machismo, la incomprensión, la incomunicación “y en el
uso de la violencia verbal o simbólica hacia los adolescentes” (Obscura, 2010: 173). Dentro
del mundo adolescente de los estudiantes se muestran relaciones de discriminación, violen-
257
La película nos narra la amistad entre Jessica y Miriam, dos adolescentes que se hacen amigas cuando Jessica
ingresa, al colegio de Miriam. Ambas habitan en la periferia de Ciudad de México. Jessica vive en condiciones
muy limitadas al lado de su madre, su padrastro, dos pequeños hermanitos y el abusivo hijo del padrastro.
Miriam tiene mejores condiciones de vida con su madre Alicia quien a pesar de ser una mujer posesiva, insa-
tisfecha y desconfiada, ama a su hija sobre todas las cosas y la cuida como hueso santo. Después de que Jessica
es violada queda en un estado de shock, aterrada y avergonzada, prefiere callar lo ocurrido, hecho que termina
por afectar gravemente su estado psicológico. Jessica sólo encuentra consuelo en Miriam, a la que empieza a
frecuentar cada vez más. Sin embargo dos hechos van a cambiar la amistad: primero, un día en que están pa-
seando por un mercado Jessica decide robarse un perfume de violetas (el mismo que utiliza su amiga y que a
ella le encanta), sin embargo el robo sale mal y Miriam es aprendida por los guardias y debe pagar con su dinero
el hurto de su amiga. Segundo cuando la madre quiere comprar una nueva televisión con los ahorros que ha
estado guardando en el cofre de las joyas, se da cuenta que le han robado, señalando como culpable a la amiga
de su hija. Estos hechos van a desencadenar el trágico final: cuando Jessica está siendo atendida en la enferme-
ría del colegio, Miriam le hace llegar una nota para que se ven en el baño antes de salir de clases. Ahí tienen un
discusión, puesto que Miriam la encara por haber robado el perfume y por haberle robado el dinero a su madre,
Jessica no reconoce el robo y comienza un forcejeo que termina con la muerte de Miriam producto de un golpe
en la cabeza. Jessica se ve desbordada por la situación y huye a casa de Miriam donde se esconde dentro de la
cama. Cuando Alicia regresa del trabajo se inquieta al ver la puerta de entrada abierta. Va hacia la habitación de
su hija y se tranquiliza ya que Jessica finge ser Miriam durmiendo en su cama. Suena el teléfono y se escucha la
voz de Alicia.
357
cia y abuso de poder, pero también, a través del vínculo de Jessica y Miriam, la fraternidad, la
intimidad y la complicidad de una amistad forjada en el entorno de incertidumbre, peligros y
violencias de la marginalidad.
Tanto la casa en la que vive Miriam con su madre, como la escuela en la que estudian ambas
chicas, se configuran como espacios sociales relevantes que dejan entrever la inscripción neo-
liberal respecto de lo público y lo privado. La escuela emerge como el espacio donde no sólo
se dan relaciones conflictivas entre los alumnos, sino que son también víctimas de la incom-
prensión de las profesoras. A pesar de ser la institución socialmente legitimada para cuidar y
educar, la escuela se constituye como espacio disciplinario y de control más cercano a la cárcel
como dispositivo de poder y sujeción, descrito por Foucault en Vigilar y castigar, y menos
como un espacio de formación y crecimiento en donde se prepara a los niños y jóvenes para su
desenvolvimiento social. En contraste, la casa de Miriam funciona como un espacio de refugio
para Jessica, es un lugar protegido y confortable donde la presencia materna inunda el espa-
cio con perfumes, maquillaje, joyas, espejos, ropa. Nótese aquí la inscripción neoliberal que
realiza el filme al equiparar bienestar familiar con la posesión de productos de consumo que
históricamente han sido catalogados de femeninos, reduciendo la femineidad a una cuestión
netamente mercantil y el bienestar a la posibilidad de adquirir esos productos. Un aspecto
interesante del relato es que para Jessica este espacio sólo es accesible mientras la madre está
trabajando, cuando el adulto regresa al hogar ella debe marcharse y volver a la miseria de su
casa familiar. Mientras la madre está ausente las muchachas pueden crear sus propias reglas
y disfrutar de cierto grado de libertad: pueden bañarse juntas, pintarse, bailar, contarse los
secretos más íntimos y sombríos.
Uno de los méritos del filme es que el espacio marginal que muestra no es homogéneo, sino
que se representan distintas gradaciones y matices. La película constantemente remarca la
condición de pobreza en la que vive Jessica, señalando las carencias económicas como uno
de los motivos de la inestabilidad familiar y los malos tratos a los que se ve sometida la pro-
tagonista. En oposición a este núcleo familiar disfuncional y precario económicamente está la
familia de Miriam, compuesta por ella y su madre que trabaja como vendedora de zapatos y
llega cansada del trabajo, pero que pese a ello se da el tiempo para mostrarse preocupada, ca-
riñosa y eficiente a la hora de educar a su hija. Este tampoco es un entorno idealizado, puesto
358
que en este espacio familiar se representa también el prejuicio y la desconfianza de la madre
cuando su hija le cuenta que tiene una nueva amiga en el colegio, estigmatizándola en base a
su nombre.
La cinta evita planteamientos sobre violencia en abstracto, pues la mayor parte del filme
asistimos a una clara descripción de su práctica, ligada a patrones de desigualdad en las re-
laciones de poder dentro de la familia y en la escuela, las instituciones más próximas a los
adolescentes. Asimismo, hay un intento por mostrar el debilitamiento de los mecanismos
tradicionales de protección social (familia y comunidad), que vuelven más vulnerables a los
258
Aquí se hace referencia a toda una red de asesinatos y desapariciones que, a partir de los años noventa, se
comenzaron a perpetrar en contra de mujeres obreras que trabajan en distintas fábricas transnacionales en
Ciudad Juárez y que, por lo general, quedaban en la impunidad. De acuerdo con Siboney Obscura, estos hechos
que continúan hasta nuestros días e incluso se han replicado en otras regiones de México, “se pueden considerar
como parte de los efectos negativos de la articulación entre lo local y lo global, ya que en gran medida son resul-
tado del debilitamiento o desarticulación parcial del papel del Estado-nación como ‘contenedor de los procesos
sociales’, propiciado por la globalización económica.299Ese debilitamiento ha posibilitado el ascenso de nuevas
jerarquías, como la subnacional, donde las prácticas y las condiciones locales se articulan directamente con la
dinámica global, pasando por alto lo nacional y generando vacíos de poder que pueden derivar en situaciones de
impunidad y violación de los derechos humanos. En esa perspectiva, los asesinatos contra mujeres deben verse
en el contexto de un déficit de soberanía del Estado-nación, cuya centralización del poder y autoridad legítimos
aparecen socavados por la inserción parcial de lo global en lo nacional, a través de las empresas maquiladoras,
las cuales se caracterizan por ofrecer un trabajo temporal y precario con salarios bajos, y una continua violación
de los derechos humanos y laborales de las trabajadoras” (2010: 179-180).
359
adolescentes en las áreas urbanas. Eludiendo el recurso fácil de explicar la violencia por las
condiciones de pobreza, la película intenta mostrar el complejo proceso socio-cultural en que
se sustenta, donde la miseria no es la única causa (Ibíd.: 179).
Al construir una mirada crítica respecto de la violencia de género, al presentarnos a una ado-
lescente que se rebela ante la situación de dominio forzado a la que se ve enfrentada en su
cotidianidad (escuela y hogar), la película intenta desarticular los lugares comunes del cine
mexicano respecto a la identidad femenina adolescente.
La película también muestra, aunque no sea éste su objetivo, el creciente aumento del deseo
de consumo que interviene en las vidas marginales. La cinta lleva inscrita de manera natura-
lizada la idea de que, “para ajustarse a la norma social, para ser un miembro consumado de
la sociedad, es preciso responder con velocidad y sabiduría a las tentaciones del mercado de
consumo” (Bauman, 2000: 139). En este film, los pobres, que por su condición económica son
esencialmente “no-consumidores”, requieren emprender acciones violentas para satisfacer su
deseo de consumo; acciones como la que comete el hermanastro de Jessica quien “la vende” a
su jefe con el único fin de poder adquirir un par de zapatillas último modelo. Pese a dibujar de
manera subyacente la ideología del consumo, la película no articula una crítica a dicho modelo.
Lo denuncia pero no lo enuncia, no problematiza el creciente proceso de pauperización de la
pobreza que sufren los protagonistas y sus familias marginales.259
Al ser una película de su tiempo, Perfume de violetas deja entrever de manera secundaria y
naturalizada lo que Zygmun Bauman (2000) ha caracterizado como la transformación de una
sociedad de productores, orientada por la ética del trabajo (moderna, industrial, disciplinaria,
sólida), hacia una sociedad de consumidores gobernada por la estética del consumo (posmo-
derna, consumista, controladora, líquida).260 Al configurarse el consumo como un imposible
259
La pauperización de la pobreza puede ser entendida como la emergencia de amplios sectores sociales-mar-
ginales donde los pobres de hoy son mucho más pobres que los de antes –aunque en apariencia estén hoy en
día mejor vestidos. “Como balance podemos decir que el neoliberalismo ha producido un retroceso social muy
pronunciado, una reafirmación de las desigualdades dondequiera que haya sido puesto en práctica. (…) En cam-
bio, el resultado más perdurables del neoliberalismo ha sido la constitución de una sociedad dual, estructurada
a dos velocidades y que coagula en un verdadero apartheid social” (Boron, 1999: 97).
260
Si con la modernidad disciplinaria se desplegaba toda una ética del trabajo que tenía por finalidad atraer a los
pobres hacia las fábricas con la idea de erradicar la pobreza para garantizar la paz social, pero que en la práctica
–nos dice Bauman– sirvió para amaestrar y disciplinar, inculcó la obediencia y la docilidad, como mecanismo de
control social que el régimen capitalista de corte fabril-industrializado necesitaba para su correcto funciona-
miento. Con la estética del consumo se genera, en cambio, una nueva episteme. Una que fabrica un mundo de con-
sumidores masivos que, de acuerdo con Bauman, hace que “la producción masiva no requiera ya mano de obra
masiva. Por eso los pobres, que alguna vez cumplieron el papel de ‘ejército de reserva de mano de obra’, pasan
a ser ahora ‘consumidores expulsados del mercado’. Esto los despoja de cualquier función útil (real o potencial)
con profundas consecuencias para su ubicación en la sociedad y sus posibilidades de mejorar en ella” (2000: 12).
360
para los protagonistas, la película describe la pobreza y la marginalidad como un espacio so-
cial que configura sujetos que ya no son, que quedan fuera o que ya no podrán ser.
La película Amores perros (2000) de Alejandro González Iñárritu se constituye –al igual que
Allá en el Rancho Grande, Nosotros los pobres, Los olvidados o Canoa–, en una sólida rama den-
tro del árbol genealógico de la representación fílmica de la marginalidad.261 La importancia de
la película de González Iñárritu radica en que se constituye en modelo para la práctica cinema-
tográfica mexicana y viene a consolidar una particular forma de representar la marginalidad, a
saber, el sujeto popular como delincuente violento. Amores perros y sus inscripciones ideológi-
cas ayudan a comprender la internalización de la violencia como espectáculo y estetización de
la marginalidad, que hacen de la precariedad y la pobreza un producto de mercado destinado
a las clases medias y altas dentro del contexto neoliberal mexicano.
En tanto película bisagra, que abre y cierra determinados discursos respecto de la pobreza,
Amores perros ha sido objeto de diversos análisis. Utilizando la conocida fórmula de apoca-
lípticos e integrados de Umberto Eco (1984),262 podemos distinguir las interpretaciones de
261
Amores perros nos cuenta tres historias – la de Octavio y Susana, la de Valeria y Daniel, y la del Chivo– entrela-
zadas diegéticamente por un accidente automovilístico que altera la vida de los tres protagonistas. En la primera
historia se nos cuenta el enamoramiento que siente Octavio por Susana, la esposa maltratada de su hermano
Ramiro. En el intento por liberar a su cuñada de su violento marido y escapar con ella, Octavio, decide introducir
a su perro, El Cofi, en el mundo de las peleas de perro clandestinas. El pero es un campeón que va derrotando en
repetidas ocasiones a los perros del Jarocho, y con ello, Octavio va acumulando una importante cantidad de di-
nero que le entrega a Susana para que lo guarde y puedan escapar algún día. La aventura de las peleas de perros
terminara con una persecución en donde Octavio terminará chocando el vehículo que conduce. Por su parte, Ra-
miro, aparte de trabajar como cajero en un supermercado, se dedica a asaltar farmacias junto con un cómplice.
En uno de los asaltos es asesinado por un agente de la policía. Este hecho, junto con el accidente automovilístico
de Octavio, hará recapacitar a Susana quien decide no huir con su cuñado. La segunda historia, se concentra
en el amor adúltero entre Daniel y Valeria. Daniel es un periodista que ejerce como editor de una importante
revista de farándula. Valeria una Top model española arraigada en México. Daniel decide abandonar a su familia
para irse a vivir con su amante Valeria. Se alquilan un departamento, pero el día de su inauguración, Valeria se
ve envuelta en el mismo accidente de Octavio y comienza un proceso en donde su vida de pareja se convertirá
en un infierno, finalmente Valeria terminará con una pierna amputada. El correlato canino de la historia lo hace
Richie, un pequeño perro que queda atrapado bajo el piso del departamento recién estrenado de los amantes.
La tercera historia nos narra la vida de un asesino a sueldo apodado El Chivo, quien en los años setenta, era un
reconocido profesor que se une a la guerrilla, y que luego de poner una bomba es apresado y es condenado a
pasar veinte años en la cárcel. Esta situación lo lleva a perderlo todo, transformarse en sicario y trabajar para el
mismo policía corrupto que veinte años antes lo había arrestado. El Chivo solo piensa en su hija quien ni siquiera
sabe que él existe. El Chivo come, duerme y vive con una jauría de perros que lo acompaña siempre. Es también
testigo presencial del accidente automovilístico entre Octavio y Valeria, y es el quien rescata y salva al perro
de Octavo, El Cofi. En su último trabajo, El Chivo decide no cumplir con el encargo de un hombre de matar a su
hermano y decide confrontarlos a ambos en cuanto se entera de la relación familiar. Finalmente, una vez aseado,
afeitado y peinado, El Chivo va en busca de su hija, pero al no encontrarla en su casa le deja un mensaje en su
contestadora contándole de su malograda existencia.
262
En términos generales, Umberto Eco (1984) plantea que la industria cultural y la cultura de masas despren-
dida de ella ha sido objeto de dos grandes categorizaciones: la de los apocalípticos y la de los integrados. Estos
dos polos han hecho circular una enorme cantidad de conceptualizaciones genéricas: “conceptos fetiches”. De
acuerdo con Eco, “la fórmula ‘apocalípticos e integrados’ no plantearía la oposición entre dos actitudes (y ambos
términos no tendrían valor substantivo) sino la predicación de dos adjetivos complementarios, adaptables a
los mismos productores de una “crítica popular de la cultura popular” (1984: 13). Me parece necesario señalar
que “El apocalíptico, en el fondo, consuela al lector, porque le deja entrever, sobre el trasfondo de la catástrofe,
361
aquellos que sitúan la película como una de las mayores críticas al neoliberalismo (los inte-
grados) y aquellos que, desde la vereda contraria, la catalogan como un filme ideológicamente
neoliberal. Desde la perspectiva de los integrados, Christian León (2005) ve en la película de
González Iñárritu la puesta en pantalla de la disolución de las identidades estables como una
crítica al entramado neoliberal, en la medida en que Amores perros, “esboza una identidad en
fuga que desafía los ordenamientos a partir de los cuales se ejerce el poder y la autoridad po-
lítica, cultural y moral” (León, 2005: 59).
Desde una mirada crítica al filme de González Iñariitu, el análisis de Ignacio Sánchez Prado
(2006; 2015) detecta la internalización de la ideología neoliberal en la representación de la
diferencia social. Para este autor, Amores perros muestra de manera literal a las clases bajas
como elementos no simbolizados de la sociedad, cuya irrupción es traumática para los suje-
tos de la élite. Los tres personajes de clase baja representados por el Chivo, Ramiro y Octavio,
tienen una existencia espectral desde la mirada de Daniel y Valeria, que son el eje centrípeto
del relato y que son, respectivamente, un reconocido editor de una revista de farándula y una
modelo, dos profesiones que responden a la lógica del éxito neoliberal. Así, la vida de Daniel
y Valeria queda interrumpida por lo que hasta ese momento era para ellos una inexistente
subjetividad popular-delincuencial, que literalmente irrumpe accidentalmente en su mundo
perfecto. La película dibuja acertadamente la invisibilidad de la marginalidad para los suje-
tos de clase media alta, de modo que en Amores perros no hay fricción social, sino tan sólo un
contratiempo. El azar hace que estas dos realidades sociales que se mueven en paralelo, que
nunca interactúan real o simbólicamente, se encuentren brevemente para luego volver a sus
esferas separadas. Esta idea puede ser leída como una crítica al neoliberalismo, en tanto visi-
biliza estas burbujas de clase que el imaginario neoliberal promueve.
Desde mi punto de vista, Sánchez Prado lleva razón cuando observa que Amores perros se con-
figura como un filme que transmite una moralidad neoconservadora. Esto se manifiesta, por
ejemplo, en que el adulterio conlleva siempre un reverso trágico que se traduce en el castigo a
la pareja infiel. De este modo, “el centro del filme es esta narrativa maestra del adulterio, todas
la existencia de una comunidad de “superhombres” capaces de elevarse, aunque sólo sea mediante el rechazo,
por encima de la banalidad media. Llevado al límite, la comunidad reducidísima —y elegida— del que escribe y
del que lee, “nosotros dos, tú y yo, los únicos que hemos comprendido y que estamos a salvo: los únicos que no
somos masa” (Ibíd.: 13). En cambio el integrado, se articula como una reflexión optimista que ve en la cultura de
masas el lugar en donde la superación de “las diferencias de clase, es ya la protagonista de la historia y por tanto
su cultura, la cultura producida por ella y por ella consumida, es un hecho positivo” (Ibíd.: 23).
362
las manifestaciones de la violencia en la película, sean fortuitas (como el accidente de auto) o
no, son consecuencia directa o indirecta de acciones morales y nunca son interpretadas desde
un sustrato social” (Sánchez Prado, 2006). La mirada moral y melodramática inscrita en la
película de González Iñárritu va descomponiendo el mundo social hasta presentar una visión
distorsionada de la pobreza, los marginales y su entorno social, convirtiéndolos en un conjun-
to de singularidades con personajes que viven la realidad social que les ha tocado vivir.
En las películas de la época dorada los pobres asumían su condición social de manera abnega-
da, en el cine de la marginalidad la abnegación se transforma en violencia urbana. La película
de González Iñárritu recoge este argumento y “no hace ningún esfuerzo por problematizar
la posición ética de sus personajes, y todo funciona en una suerte de justicia divina en la cual
cada quien obtiene los resultados de sus decisiones en términos de una moral en blanco y ne-
gro: los adúlteros fracasan, la mujer hermosa queda mutilada y los que abandonan a la familia
viven en el purgatorio de la nostalgia” (Sánchez Prado, 2006). Esta mirada moralizante se con-
figura como un elemento de transferencia ideológica en la medida en que, no sólo dictamina lo
que está bien y lo que está mal, sino que emite una sentencia ética respecto de las acciones y
decisiones que asumen los personajes. De este modo, los sujetos marginales quedan signados
como “salvajes urbanos” y naturaliza la ideología del miedo como uno de los bastiones neo-
conservadores que “profundizan aún más el abismo social, económico y cultural en el que se
finca la violencia” (Ibíd.).
En cuanto a la representación del sujeto marginal, Amores perros se esfuerza por elaborar una
síntesis aparentemente realista de la vida en la periferia. Este realismo urbano recurre a una
cámara y un montaje agitado que busca imprimir al relato un dinamismo que no sólo frag-
menta la acción en una pluralidad de microrelatos, sino también “desliza subrepticiamente la
huella de lo real que cuestiona el universo cierto y estable del discurso cinematográfico” (León,
2005: 66). De este modo, el mayor mérito de González Iñárritu, a mi modo de ver, está en la
construcción formal del discurso fílmico, pero esta factura sofisticada y bien lograda en tér-
minos formales no oculta o disminuye la carga ideológica neoliberal que esta película exhibe
en la representación del sujeto marginal. De hecho, contribuye a la estetización de la violencia
urbana y el afianzamiento de la idea de lo marginal como un territorio turbulento e irracional.
363
Por otro lado, al presentar a unos sujetos marginales singularizados, la película evade la ne-
cesidad de articular una relación crítica entre contexto neoliberal, marginalidad y sociedad.
González Iñárritu realiza una economía discursiva: la película describe la marginalidad, pero
no la expone como una problemática que se desprende de la desigualdad estructural y de la
corrupción institucional que atraviesa todo el entramado social, político y cultural del México
de finales del siglo veinte. No deja de ser llamativo que las instituciones sociales y la corrup-
ción que las envuelve estén completamente invisibilizadas en filme. Así por ejemplo, el único
representante de la institucionalidad es el policía corrupto que administra los contratos de El
Chivo. Este agente, sin embargo, aparece aislado, vaciado de cualquier referente que lo una o
relacione con el cuerpo policiaco. 263
Llama la atención el proceso de despolitización que el filme realiza sobre el sujeto revolucio-
nario encarnado en la figura de El Chivo, que ha devenido en terrorista y de terrorista en ase-
sino a sueldo. De este modo, los sueños de transformación social que un día tuvo El Chivo “no
sólo transmite el fracaso del discurso utópico y revolucionario de la generación de los 60, sino
que en más de un sentido alegoriza las interpretaciones que la ‘ciudadanía del miedo’ de la
263
No pretendo señalar que la aparición literal de la institucionalidad del Estado sea un requisito o una “condi-
ción sine qua non [para la confección de] una crítica política, sino que en ningún momento del filme aparece una
manifestación de la violencia o del crimen que no sea ultimadamente reducible a una decisión moral” (Sánchez
Prado, 2006).
364
burguesía capitalina incorpora a su imaginario” (Sánchez Prado, 2006). El Chivo, se configura
entonces, no solo como la cara visible de la destrucción del sueño utópico de la emancipación
de los oprimidos, sino que también es, metafóricamente, la encarnación de la violencia urbana
que, desde una mirada burguesa, entiende la desigualdad social, la corrupción, la violencia, la
pobreza y la marginalidad como una problemática individual, alejada de los contextos sociales,
políticos y culturales que constituyen al individuo en sujeto social, cultural y político.
En definitiva, entre el juicio moral respecto del adulterio, la ideología de la familia como bas-
tión de la sociedad mexicana y la excesiva individualización que se hace de los sujetos margi-
nales envueltos en tramas que los aíslan de los contextos sociales, la película fabrica un vacío
que suprime cualquier vínculo con la realidad social, reduciendo la violencia y la criminalidad
a una moralidad que impide una crítica política al neoliberalismo y la desigualdad que genera.
La película de González Iñárritu instala la violencia urbana como estética posmoderna, que no
logra develarnos una realidad social marginal desde un punto de vista crítico; por el contra-
rio, en Amores perros, se dibuja una mirada neoconservadora acerca de la marginación social,
puesto que tiende a privilegiar un discurso en el que priman los miedos que la burguesía ca-
pitalina tiene respecto de los sujetos marginales. Estos miedos, como nos recuerda Sánchez
Prado (2006; 2015), son interpretaciones estéticas que transmiten un discurso neoconserva-
dor sustentado en una escala moral que considera a la violencia el producto, no de las proble-
máticas desprendidas de la profunda corrupción de las instituciones sociales, de la inmensa
desigualdad social y económica que atraviesa al país, sino son cuestiones de la “naturaleza
humana” producto de la decadencia de los valores familiares que acompaña la caída del Estado
fuerte a partir de 1968.
Por otro lado, Amores perros logra exteriorizar una visión del sujeto marginal como un ente
desprendido de los ordenamientos que regulan las identidades que emanan de la oficialidad
del Estado-nación. El filme fabrica identidades en fuga, sujetos marginales que no encajan den-
tro de ninguna identidad oficial predeterminada. “Frente al orden patriarcal del Estado que fija
identidades y regula comportamientos, el marginal es un extranjero al orden de la familia y de
la sociedad” (León, 2005: 59). Por lo tanto, el filme de González Iñárritu no construye una críti-
ca sobre la desigualdad de clases, pero da a conocer una imagen de las identidades marginales
que contribuye a cuestionar la constitución misma de la identidad institucional. De este modo,
365
la representación de la identidad del sujeto marginal y de la subcultura de la calle que de ella
se desprende, dejan entrever el modo ambivalente en que el cine de la marginalidad se aproxi-
ma a las instituciones sociales y el neoliberalismo: por una parte muestra una lejanía respecto
de las instituciones neoliberales y, por el otro lado, manifiesta su secreto ser inconfesable.
En resumen, la película Amores perros se constituye como pieza maestra de este árbol genea-
lógico porque logra romper con la época dorada y su visión maniquea de los pobres buenos
los ricos malos; con el cine de autor caracterizado por el nihilismo cinematográfico de Arturo
Ripstein; con el realismo social de Felipe Cazals; con el México sucio de las películas fronteri-
zas y de albures; con el realismo mágico de películas como Agua para chocolate, entre otros. De
esta manera, como señala Sánchez Prado (2006), González Iñárritu rompe con los exotismos
heredados de la tradición fílmica mexicana para instalar un nuevo exotismo: el del México ver-
tiginoso, violento y posmoderno.264
Vinculándola con su contexto, Amores perros hace circular imágenes de la pobreza y la margi-
nalidad que se establecen como un registro del desvanecimiento del estado priísta y la emer-
gencia de los valores neoconservadores encarnados en la llegada a la primera magistratura
del país de Vicente Fox. En tal sentido, la película puede ser leída tanto como la manifestación
sintomática del derrumbe de las nociones de ciudadanía engendradas y distribuidas por el PRI
durante buena parte del siglo veinte, como una expresión más o menos detallada de la emer-
gencia de una nueva ciudadanía que se sustenta en la llamada “política del miedo y la violen-
cia”. Esta “ciudadanía del miedo” no solo viene a llenar y consolidar el vacío emanado de las
profundas transformaciones económicas y sociales iniciadas a mediado de los años ochenta,
sino también instalan, paulatinamente, la violencia y la criminalidad como signo que sumerge
al otro-marginal dentro de una categoría que lo convierte en un ente peligroso del cual no sólo
264
Creo importante apuntar que si bien la violencia es una de las manifestaciones transversales en la cinemato-
grafía mexicana del siglo veinte, la novedad en el filme de González Iñárritu, radica, como ha observado Sánchez
Prado (2006), en que “la representación de la violencia en Amores perros se basa en una aporía profunda entre
fondo y forma. Por un lado, la película entrega a los espectadores de la clase media mexicana un discurso tes-
timonial y casi terapéutico de la violencia, en la que se puede identificar una escala de valores similar a la del
neoconservadurismo mexicano representado por la candidatura presidencial de Vicente Fox. Por otro, tenemos
un sistema audiovisual que transmite la imagen de una subcultura urbana de grupos musicales de vanguardia e
imágenes vertiginosas del devenir de la ciudad y que, en un contexto trasnacional, ha llevado a valoraciones po-
sitivas que plantean al filme como una suerte de fuerza renovadora del cine mexicano de vocación progresista.
Sin embargo, como se ve hasta en las valoraciones positivas, la película se funda en una subcultura que oscurece
la posibilidad de la transformación social. Esta aporía, finalmente, es la contradicción misma del neoliberalismo
mexicano: la imagen de un país moderno, de vanguardia, camino al primer mundo, que utiliza esta máscara para
la preservación de las profundas divisiones de clase y las ideologías conservadoras que han obstruido a lo largo
de la historia las promesas de cambio”.
366
hay que protegerse, sino que también es necesario aislarlo en los márgenes de la ciudad. Como
ha apuntado Mabel Moraña (2002: 10), esta interpretación de la violencia se articula “como una
de las más claras y perturbadoras patologías identitarias derivadas de sociedades excluyentes,
jerárquicas, autoritarias, que expulsan de una ciudadanía ‘de primera clase’ a los grupos que no
transitan los canales del ‘orden’, el consumo, el progreso social, consagrados por el liberalismo
desde la fundación de las repúblicas”.
La violencia como patología identitaria se articula como una de los dispositivos que contribuye
a la segmentación social que divide el nosotros del ellos. Así, al equiparar marginalidad y pobre-
za con violencia y criminalidad, la película de González Iñárritu estructura la identidad margi-
nal que tiene su reverso no marginal en el miedo como seña de identidad. El resultado de este
imaginario es el de contribuir a naturalizar la violencia y el miedo que cruza las interacciones
sociales y la subjetividad, haciendo de los sujetos marginales y su marginalidad los enemigos
declarados del desarrollo y la modernidad, los portadores de los peligros que deben enfrentar
las clases medias docilizadas que buscan afianzar un modelo neoliberal en pleno ascenso.
La industria cultural desarrollada bajo una lógica neoliberal comporta toda una racionalidad
que hace de la pobreza y la marginalidad fílmica una construcción simbólica que ingresa al
mercado y hace circular narrativas que nos muestran la imagen del marginal como subjetivi-
dad estetizada. Esta subjetividad se desliza desde la ideología a la identidad y desde la iden-
tidad a la identificación. Codificado y decodificado como subalternidad en los márgenes, el
lumpen marginal ingresa al mercado como referencialidad cambiante en busca de su transna-
cionalización. Esta imagen contribuye a la producción de una subjetividad que da cuenta de un
conjunto de codificaciones preestablecidas, que ayudan a forjar una idea –bajo la hegemonía
de unos modos de ver neoliberales– de cómo tienen que ser los sujetos marginales. Estos idea-
les neoliberales impuestos bajo el capitalismo y sustentados por una red de oligarcas globales
y sus industrias culturales transnacionales, hacen de la pobreza y la marginalidad un bien de
consumo masivo.265 Se instaura así una mirada reduccionista que –con variaciones– estetiza al
265
Me parece necesario insistir que la producción de las subjetividades en la filmografía mexicana no es algo
abstracto, sino por el contrario, es un modo concreto en donde es posible “desarrollar modos de subjetivación
singulares, aquello que podríamos llamar ‘procesos de singularización’” (Guattari, 2006a:25). Procesos que se
encuentran enraizados en la vida misma y más precisamente en las formas de vida, abarcando una diversidad
de esferas políticas, morales, culturales, sociales que se traducen concretamente en los modos de sentir, de amar,
367
sujeto marginal y sus tramas de miseria y precariedad. Estas tramas estetizadas de la pobreza
–como ha apuntado Mabel Moraña– nos muestran que:
Mientras los sectores marginados y explotados pierden voz y representatividad política, aflu-
ye el rostro multifacético del indio, la mujer, el campesino, el “lumpen”, el vagabundo, el cual
entrega en música, videos, testimonios, novelas, etc. una imagen que penetra rápidamente el
mercado internacional, dando lugar no sólo a la comercialización de este producto cultural
desde los centros internacionales, sino también a su trasiego teórico que intenta totalizar la
empiria híbrida latinoamericana con conceptos y principios niveladores y universalizantes
(1998: 179-180).
En la gran mayoría de los filmes considerados en este capítulo vemos que lo marginal remite
a una cultura singular e individualizada. Es decir, los sujetos marginales se encuentran aisla-
dos del ideal de lo colectivo, donde lo social –la pertenencia a una determinada clase social o
a una determinada comunidad– no se constituye como uno de los núcleos que contribuyen a
formar una determinada subjetividad marginal. Lo que vemos desfilar en la pantalla grande
es al individuo en singular, un sujeto claramente definido y presentado como una una entidad
autónoma, vaciado del sustrato social que lo constituye en sujeto. Esto se debe, a grandes ras-
gos, a que en el capitalismo tardío la cultura de masas “produce individuos: individuos norma-
lizados, articulados unos con otros según sistemas jerárquicos, sistemas de valores, sistemas
de sumisión; no se trata de sistemas de sumisión visibles y explícitos, (…) sino de sistemas de
sumisión mucho más disimulados” (Guattari, 2006a: 25).
No deja de ser llamativo que en muchos de los filmes analizados podamos apreciar la idea de
que el sujeto marginal, encuentra una salida o salvación a una realidad compleja y opresiva
mediante el escape. La ideología del escape nos dibuja un mundo social en el que la fantasía de
la evasión abre el camino no solo para la redención, sino también a la posibilidad de acceder
a una mejor vida. Muchas de estas películas (Nocaut, La mujer del puerto, Lolo, Hasta morir,
Amores perros, Perfume de violetas), sugieren que al dejar atrás una ciudad sin futuro, una
familia desestructurada, un barrio cruel que los devora, los ataca y lastima, que al abandonar
ese espacio de marginalidad social, corrupta y decadente, esa realidad opresiva se vuelve un
espectro, abriendo la posibilidad de dar vuelta la página y resurgir como un nuevo individuo.
En un nivel ideológico, por un lado, este discurso trae aparejada la idea de que el espacio social
de percibir, de imaginar, de soñar, de hacer, pero también de habitar, de vestirse, de seducir, de gozar, etc., (Pál
Pelbart, 2009).
368
no juega ningún rol relevante en la construcción del sujeto y las subjetividades y, por el otro,
de que un poco más allá verdaderamente existen oportunidades, de que una vez arrojado el
lastre del pasado y los vínculos se puede aspirar a una mucho mejor posición en la sociedad.
Otro elemento frecuente en muchas de las películas analizadas –principalmente la de los años
noventa–, es que el espacio social marginal emerge como desterritorializado. La desterrito-
rialización la entiendo aquí como la no pertenencia a una identidad localizable, es un no lugar
que se muestra irreconocible en términos de adscripciones culturales. Son lugares indiferen-
ciados o, como diría Néstor García Canclini, son espacios en donde lo urbano es representado
como “una ciudad sin mapa” (1995:72). Se trata de narrativas fílmicas en las que se nos mues-
tran una serie de espacios –como el cementerio de ferrocarriles en Hasta morir, el prostíbulo
en La mujer del puerto– que no poseen cualidades referenciales, puesto que mantienen una
relación indiferente o transnacional con el espacio social que están representando. De este
modo, en los entornos marginales fílmicos se percibe “una deslocalización de las concentra-
ciones urbanas, la disminución (no la desaparición) de lo distintivo en beneficio de lo deste-
rritorializado y deshistorizado” (Ibíd.: 87).
Ahora bien, como ha demostrado Michel Foucault (1995a, 1995b), cada época carga con su
propio a priori histórico (episteme) que delimita, establece y determina las condiciones de
posibilidad material de los enunciados. Es decir, los discursos fílmicos están limitados por el
hecho de que cada época se caracteriza por la configuración subterránea que perfila unas pau-
tas del saber que hacen posible la emergencia, consolidación y decadencia de los discursos de
una determinada época (Foucault, 1995a; Albano, 2003). Para el caso del período neoliberal
mexicano, estos anclajes discursivos visibilizan aquello que Roger Bartra ha denominado la
condición posmexicana. Esta condición supone nuevas resignificaciones, sentidos y adaptacio-
nes de las esferas de la raza, la clase y el género, las cuales son cooptadas por el mercado y se
alinean al cuerpo político mexicano. Se conforma así un cuerpo de imágenes, predeterminadas
por un conjunto de valores, que forjan una nueva síntesis social (el neoliberalismo) y que final-
mente se impone como un dogma (Sánchez Prado, 2015).
370
modelo de desarrollo económico, social y cultural.266
Dentro de esta estrategia de dominación global, los sistemas simbólicos juegan un rol central
en la implementación del consenso neoliberal, que se da a partir de lo que Gramsci (2005)
describió como “el sentido poseído en común” que posibilita el establecimiento del consen-
timiento. En consecuencia, el cine mexicano participa en la construcción del consentimiento
neoliberal, en la medida en que produce y hace circular un imaginario que asevera el carácter
utópico del capitalismo tardío y activa en la ciudadanía valores y prácticas que dicha utopía
promueve; o bien, cuando se trata de un discurso crítico, genera una mirada que cuestiona las
consecuencias pero no ese consenso utópico.
Así, por ejemplo, la reiterada asimilación que se hace del sujeto marginal como delincuente
violento, contribuye, como indica Sánchez Prado (2006), al “reposicionamiento cultural de la
violencia que ha pasado de ser una manifestación marginal a convertirse en el centro mismo
de una nueva identidad emergente que comienza a definir ciudadanías e imaginarios”. De este
modo, muchas de las películas del llamado Cine de la Marginalidad mexicano en las que se
expone y resalta la delincuencia urbana y la violencia juvenil, contribuyen a instaurar la sensa-
ción de inseguridad urbana, contribuyendo a afianzar aquello que se ha denominado “Ciuda-
danía del miedo”. Estas imágenes –que encontramos en películas que van desde La banda de
los panchitos hasta Amores perros– pueden ser consideradas como:
266
De acuerdo con Harvey el neoliberalismo se constituyó en un pensamiento hegemónico en la medida en que
logró articular una respuesta política concebida por las clases dominantes globales para disciplinar y restaurar
los parámetros de explotación considerados razonables después de la segunda guerra mundial. De este modo, la
estrategia neoliberal está constituida por la convicción de que las relaciones sociales están irremediablemente
gobernadas por la violencia de clase y por la certidumbre de que para obtener la victoria, las elites han de imple-
mentar un planteamiento integral que pueda asegurar un impacto suficientemente amplio como para modificar
drásticamente las relaciones sociales vigentes.
371
ginalidad, trae consigo un sentido poseído en común (Gramsci, 2005) que hace de la violencia
delincuencial un dispositivo mediante el cual la ideología del miedo y la inseguridad se ins-
talan dentro del campo social como discursos no cuestionados. De este modo, la producción
simbólica –a sabiendas o a ciegas–, contribuye en la circulación de un nuevo sentido de comu-
nidad que evidencia nuevas formas “de relacionarse con el espacio urbano, con los semejantes,
con el Estado, con el concepto mismo de ciudadanía” (Susana Rotker citada en Sánchez Prado,
2006). En tal sentido, como ha apuntado Ignacio Sánchez Prado (2006); “En el caso de México,
la emergencia de estas ‘ciudadanías del miedo’ coincide con el derrumbe de las nociones de
ciudadanía emanadas del discurso priísta, y en cierto sentido viene a llenar un vacío identita-
rio creado por las radicales transformaciones políticas y culturales de los años 90”.
Siguiendo a Mabel Moraña, se puede argumentar que las imágenes mediáticas de la violencia
pueden ser leídas como la continuación de la política por otros medios,267 una política que,
bajo el orden neoliberal, documenta la ausencia de política y pérdida del principio de realidad.
“Convertida en producto simbólico, la representación de la violencia exhibe obscenamente la
destrucción del cuerpo individual y colectivo, de la propiedad y de las redes intersubjetivas
que forman lo social. La violencia se expone como un dispositivo que despierta admiración y
267
Moraña realiza aquí una inversión, por un lado invierte el famoso aforismo de Clausewitz de la “La guerra es
la continuación de la política por otros medios”. Esta inversión surge, a mi modo de ver, siguiendo la ya recono-
cida inversión realizada por Michel de Foucault (2000: 29) cuando escribe que “la política es la continuación de
la guerra por otros medios”.
372
deseo” (2014: 334). En consecuencia, la violencia fílmica como eje discursivo de lo marginal
en la cinematografía posmexicana, se configura como un paradigma que se inserta sobre el
campo social y sobre los imaginarios, y actúa como un imperativo cultural: así son los jóvenes
que habitan el extrarradio de Ciudad de México, así se comportan, esos son sus modos violen-
tos de relacionarse con los otros, así se matan entre ellos. Esto contribuye a instaurar lo que
Sánchez Prado (2006) llama “neomacondismo perverso”,268 que se posiciona –social y cultural-
mente– como seña de identidad, contribuyendo en la articulación de la diferencia y haciendo
del otro-marginal uno de los elementos que vienen a turbar la paz neoliberal.269
Aceptar la violencia como marca identitaria y como signo de representación (…) implica, en
el fondo, hacerle el juego tanto al neocolonialismo como al neoliberalismo operante en estos
discursos. Toda referencia a la violencia debería ser una crítica de la violencia, una compren-
sión de sus profundas raíces económicas, sociales y políticas. (Sánchez Prado, 2006).
En suma, son estos procesos de naturalización los que contribuyen a la instalación de la ideo-
logía neoliberal como un dogma desbocado, en el que el mercado pulveriza los vínculos socia-
les y convierte las relaciones intersubjetivas en cuestiones individuales atomizadas. El desbo-
268
Sánchez Prado (2006) siguiendo a Sylvia Molloy (2005), plantea que el imperativo del realismo-mágico en
su vertiente neoliberal ha sido acompañado o mejor dicho sazonado con el imperativo de la violencia el cual se
configura como una suerte de neomacondismo perverso que rearticula el discurso civilización o barbarie “con-
forme los espectadores metropolitanos empiezan a pensar una otredad fundada en la violencia. Los placeres del
trópico vienen aderezados con el exotismo de la miseria” (Sánchez Prado, 2006).
269
Si bien en muchos de los filmes del cine de la marginalidad mexicana se pueden apreciar visibilizaciones que
bien podrían tender hacia una lectura crítica a las desigualdades que el neoliberalismo engendra y tensionar el
statu quo; por lo general, “el sistema coopta de modo total la posible caga ‘subversiva’ de estas formas gratuitas
de violencia despolitizada, las cuales terminan por reforzar el mismo establishment que parecerían denunciar,
al agotarse en su provocativa, inconducente y sin duda deprimente teatralidad” (Moraña, 2014: 335).
373
camiento neoliberal hace referencia a la pérdida de referentes sociales que unan al colectivo
a una entidad mayor, sea ésta local o nacional. Se instala entonces la incertidumbre individual
como centro de las relaciones objetivas, mientras que los sistemas simbólicos reproducen una
lógica comercial atomizada. Para decirlo de manera sencilla, si durante buena parte del siglo
veinte los mexicanos adscribían al ideal ilustrado de “cuanto más capaces seamos de com-
prender racionalmente el mundo y a nosotros mismos, mejor podremos manejar la historia
para nuestros propósitos” (Giddens, 2000: 14); con el neoliberalismo esa máxima se invierte:
mientras menos sepamos de nosotros mismo, mejor podremos soportar nuestra historia y a
nosotros mismo.
374
Capítulo sexto
La historia del cine es una herramienta para entender la historia del siglo. Por
qué este siglo fue en gran parte dado, moldeado y representado por el cine. Enton-
ces la historia del cine no es la ‘Historia del cine’, si no es la historia de la relación
entre el mundo y el cine.
Jean-Louis Comolli (2007)
Los estereotipos, las frases hechas, los códigos de conducta y de expresión estan-
darizados, cumplen la función socialmente reconocida de protegernos frente a la
realidad, esto es, frente a los requerimientos que sobre nuestra atención pensante
ejercen todos los hechos y acontecimientos en virtud de su misma existencia.
Hannah Arendt (1984: 14)
Este proceso de desclasificación supone un intento por articular relaciones genealógicas entre
aquellos elementos que pueden ser considerados claves. Todos ellos conllevan inscripciones
ideológicas, relaciones de poder asimétrico y hegemonías discursivas que contribuyen en la
conformación de lo que podemos llamar modos modernos de ver y hacer entender la margina-
lidad y la pobreza. Estos modos modernos se encuentran determinados, orientados (e incluso
coaccionados) por la episteme de la modernidad, la cual posibilita las relaciones sociales, los
sentimientos, las vivencias, los estilos de vida y las costumbres. De este modo, la experiencia
epistémica de la modernidad constituye y confecciona lo que Hermann Herlhinghaus (2002:
21) ha llamado “imaginación moderna”.
Esta imaginación moderna puede ser comprendida bajo la forma reconocible de pluralida-
des que enraízan cotidianidades y discursos, saberes y conocimientos, estilos de vida y cos-
tumbres, imaginarios nacionales e imaginarios populares, etc. Como señala Renato Ortiz, la
modernidad debe ser comprendida en su doble dimensión: la de ser una y al mismo tiempo
diversa. “Una, en cuanto matriz civilizadora; diversa, en su configuración histórica. Industria-
lización, urbanización, tecnología, racionalización son rastros que penetran todas las moder-
nidades (...) Pero cada una de ellas se realiza de manera distinta de acuerdo a las condiciones
históricas de cada lugar. En ese sentido ella es múltiple” (Ortiz, 2000: 9). Herlinghaus propone
la noción de modernidad heterogénea para señalar “un marco de historización doblemente
377
diferencial, distinto tanto del discurso de una ‘posmodernidad legítima’ como de algunas po-
siciones postcoloniales que ven todo pensamiento de modernidad preso en las lógicas de
un discurso colonial. La episteme de la modernidad se constituye más por mecanismos de
incorporación que de exclusión, o mejor dicho, de marginalización, subordinación y rese-
mantización que funcionan por inclusión” (2000b: 773). Bolívar Echeverría (2011), define la
modernidad a partir de tres características fundamentales (o claves): el primer fenómeno –y
quizás el más relevante– detectado por Echeverría, es la aparición de “una confianza práctica
en la ‘dimensión’ puramente ‘física’ –es decir, no ‘metafísica’– de la capacidad técnica del ser
humano; la confianza en la técnica basada en el uso de una razón que se protege del delirio
mediante un autocontrol de consistencia matemática, y que atiende así de manera preferente
o exclusiva al funcionamiento profano o no sagrado, de la naturaleza y el mundo” (2011: 14).
El segundo fenómeno es la “secularización de lo político” o el “materialismo de lo político”,
donde la supremacía de “la política económica” hegemoniza cualquier otro tipo de política.
Echeverría sostiene que “el materialismo político, la secularización de la política implicaría
entonces la conversión de la institución estatal de la ‘superestructura’ de ‘base burguesa’ o
‘material’ en que la sociedad funciona como una lucha de propietarios privados por defender
cada uno los intereses de sus respectivas empresas económicas” (Ibíd.: 16). El tercer aspecto
sería el individualismo, el cual se configura como “un comportamiento social práctico que
presupone que el átomo de la realidad humana es el individuo singular. Se trata de un fenó-
meno característicamente moderno que implica, por ejemplo, el igualitarismo, la convicción
de que ninguna persona es superior o inferior a otra” (Ibíd.: 16). Estas tres particularidades,
brevemente esbozadas aquí, caracterizan la modernidad como una cuestión múltiple, plural
o heterogénea que se establece de manera ambigua y ambivalente, tensionando la relación
entre nación y modernidad, entre tradición e industrialización. La modernidad latinoameri-
cana –como indica Renato Ortiz– muestra una ambigüedad entre el ser y el estar, que se mani-
fiesta en la valoración de la tradición y lo popular: si “el sueño latinoamericano se encontraba
anclado en la idea de modernización, lo tradicional se descubre como huella perturbadora del
orden anhelado. La cultura popular es, por lo tanto, fuerza y obstáculo. Fuerza porque el ele-
mento definitorio de la identidad pasa necesariamente por ella; obstáculo pues su presencia
nos aparta del ideal imaginado” (1995: 20).
378
Carlos Monsiváis (1993; 2006; 2013) ha señalado insistentemente que el cine mexicano cum-
plió la función social de enseñar las claves del accidentado tránsito a la modernidad a varias
generaciones de mexicanos: “El cine es un ordenamiento paralelo a la política, y su inmediatez
distribuye modelos de vida o de sensualidad que se acatan en forma casi unánime (…) Todo
se venera y se imita. Vestimentas instrucciones para el manejo del rostro y del cuerpo, gestua-
lidad del cinismo y de la hipocresía” (Monsiváis, 2006: 55). Efectivamente, a lo largo del siglo
veinte, el cine se configuró como uno de los medios con mayor influencia en la imaginación
moderna, gracias a que alcanzó a sectores de la sociedad en los que la experiencia de la moder-
nidad era algo que se iba a ver. Como ha observado Eduardo Santa Cruz (2005), las industrias
culturales han contribuido en la cotidianización de la modernidad, a dar sentido a la experien-
cia de la modernidad. A través de la mediación cinematográfica “lo que se activa es una estruc-
tura del sentir donde lo importante es la forma de vivir, sentir y pensar la modernidad en sus
micropolíticas, en los mismos pliegues de la vida cotidiana” (Salinas, 2010: 113).
Este papel preponderante del cine como lugar de acceso a la modernidad, se debió a que, en el
momento histórico de su aparición y consolidación, los nuevos medios de comunicación liga-
dos a la imagen en movimiento “constituían una forma de negociar las inquietantes transfor-
maciones de la vida cotidiana y la sociedad creadas por la industrialización masiva” (Mirzoeff,
2003: 140). Ahora bien, aquellos estilos de vida, formas de ser y de actuar que el cine mexicano
vuelve cotidianos, son selecciones que tienen el poder de consagrar y realzar aquello que se
estima debe ser cotidianizado. En ese proceso el cine se conforma como un poder simbólico,
como un poder performativo, capaz de designar, nominar, de hacer existir e instituir sobre el
campo social aquello que proyecta en la pantalla.
Pero el rol del cine en la consolidación de la imaginación moderna no sólo pasa por aquello que
muestra, sino también por su contribución en la conformación e instalación de la modernidad
como narrativa. “Ser moderno es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, todo
lo sólido se desvanece en el aire” (Berman, 2006: 1). Esta frase marxiana busca dar cuenta de
cómo la experiencia de la modernidad en el siglo XIX, se constituía en un territorio alimentado
por la turbulencia de los grandes descubrimientos científicos y tecnológicos que cambiaban
la concepción del universo y nuestro sitio en él. La industrialización de la producción crea
nuevos entornos urbanos, la aceleración del ritmo de vida produce nuevas formas de poder
379
colectivo y de lucha de clases (Berman, 2006). Toda esta atmósfera transformadora, toda esta
agitación, turbulencia y vértigo asociados a la sensibilidad moderna, encuentra su correlato
en el cine y será éste el que le proporcione al gran público una buena parte de la imaginería de
la modernidad. Será en la pantalla grande donde los mexicanos aprenderán –parafraseando a
Marx–, que todo lo sólido se desvanece en el cine.270
Este rol preponderante del cine se debió, entre otras cosas, a que dentro del relato cinema-
tográfico se estructura una enunciación en la cual “el cine no presenta solamente imágenes,
las rodea de un mundo. Por eso, tempranamente buscó circuitos cada vez más grandes que
unieran una imagen actual a imágenes-recuerdo, imágenes-sueño, imágenes-mundo” (Deleu-
ze, 1986: 97). Imágenes que actualizan la modernidad como matriz civilizatoria “que domina
en términos reales sobre otros principios escrutadores no modernos o pre-modernos con los
que se topa, pero que está lejos de haberlos anulado, enterrado o sustituido; es decir, la mo-
dernidad se presenta como un intento que está siempre en trance de vencer sobre ellos, pero
como un intento que no llega a cumplirse plenamente” (Echeverría, 2011: 17-18). De esto se
desprende, siguiendo a Jürgen Habermas (2006), que la modernidad como categoría narrativa
es “un proyecto incompleto”, que en el caso mexicano (y latinoamericano) pareciera “como si
algo en ella la incapacitara para ser lo que pretende ser: una alternativa civilizatoria ‘superior’
a la ancestral o tradicional” (Echeverría, 2011: 18).
Cotidianizar y narrar serían, entonces, dos de las características de la modernidad como epis-
teme que disuelve los límites del mundo y configura un cierto número de representaciones, sa-
beres, discursos, racionalidades, poderes, continuidades y discontinuidades. En este sentido,
cinematográficamente la modernidad se convierte en un tropo narrativo,271 en el que produce
270
Haciendo hincapié en rasgos tales como el primer plano y la cámara lenta, Walter Benjamin (2005: 26) decla-
ró que “la naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla el ojo; distinta sobre todo porque, gracias
a ella, un espacio constituido inconscientemente sustituye al espacio constituido por la conciencia humana”. De
este modo y siguiendo a Benjamin, la fotografía primero y el cine después, crean el acceso a una dimensión del
inconsciente óptico antes no explorada ni recorrida. Y es esta dimensión la que contribuye a que las experien-
cias de vida, que no tienen por qué ser narrativas, se transfiguren, desde una traducción cinematográfica, en una
categoría propiamente narrativa.
271
Fredric Jameson (2004: 39), argumenta que “la ‘modernidad’ debe considerarse como un tipo único de efecto
retórico o, si el lector lo prefiere, un tropo, pero con una estructura absolutamente diferente de las figuras tradi-
cionales, según se catalogaron desde la Antigüedad. En efecto, el tropo de la modernidad puede considerarse, en
ese sentido, como autorreferencial si no performativo, pues su aparición indica la emergencia de un nuevo tipo
de figura, una ruptura decisiva con formas previas de la figuratividad, y es en esa medida un signo de su propia
existencia, un significante que se indica a sí mismo y cuya forma es su contenido. En consecuencia, la “moder-
nidad”, como tropo, es un signo de la modernidad como tal. El concepto mismo de modernidad, por tanto, es
moderno y dramatiza sus propias pretensiones. 0, para expresarlo al revés, podemos decir que lo que pasa por
una teoría de la modernidad en todos los autores que hemos mencionado es poco más que la proyección de su
propia estructura retórica en los temas y el contenido en cuestión: la teoría de la modernidad no es mucho más
380
“una especie de fluctuación gestáltica entre la percepción de la modernidad como un aconte-
cimiento y su aprehensión como la lógica cultural de todo un período de la historia” (Jame-
son, 2004: 39). Así ,por ejemplo, la modernidad en América Latina ha sido ligada al proyecto
de constitución del Estado-nación (Ortiz, 1995); pensada como heterogeneidad no-dialéctica
(Cornejo Polar, 1996); discutida como hibridación de temporalidades (García Canclini, 2001);
analizada como el desplazamiento que va de los medios a las mediaciones (Martín-Barbero,
1991); inscrita como modernidad heterogénea (Herlinghaus, 200b); considerada como un es-
pacio de pérdida, pero también de fantasías reparadoras en las que la modernidad latinoa-
mericana deviene en periferia (Sarlo, 2003); o tratada como dominio y confianza suprema
en la técnica (Echeverría, 2011). Estas definiciones evidencian que las cuestiones relativas a
la comunicación de masas y a las representaciones que de ella se desprenden, se vuelven un
asunto central para comprender la relación entre modernidad y subjetividad, entre moderni-
dad y capitalismo, entre modernidad imaginada y modernidad realmente existente (objetiva).
El florecimiento de la industria cultural bajo la episteme de la modernidad, contribuye en la
inscripción de ésta como una cuestión heterogénea, ambigua, contradictoria y discontinua,
que interpela y disuelve lo popular en lo masivo. En consecuencia, la producción simbólica de
la modernidad como categoría narrativa “aparece como problemática no tanto de transmisión
o manipulación (…), [sino como una cuestión de] sentidos comunes en movimiento conflictivo
y conciliador al mismo tiempo, campo en que se teatralizan derechos y experiencias” (Herlin-
ghaus, 2000b: 776).
En suma, lo que intentaré desarrollar en este capítulo es una mirada teórico-crítica de la mar-
ginalidad fílmica, vista como el reverso de una modernidad imaginada y narrada cinematográ-
ficamente. Al profundizar en aquellos aspectos que el cine mexicano ha contribuido a estable-
cer como sentidos comunes no cuestionados, quiero reflexionar acerca de la estereotipación,
el nacionalismo cultural y las ideologías como dispositivos que instalan recurrencias que, al
circular masivamente dentro del campo social mexicano, contribuyen a conformar un cuerpo
de imágenes y entendimientos que objetivan y delimitan lo que se puede entender y reconocer
como marginalidad, pobreza y precariedad; instalando una doxa, una mediación cultural tan
integrada en un grupo histórico que no admite discusión. Se trata, entonces de comprender a
través de los procesos de clasificación/desclasificación epistémicos, “las razones que forma-
que una proyección del tropo”.
381
ron en la modernidad maneras peculiares de singularización y regímenes de creación de valor
simbólico” (García Canclini, 2010: 24).
En términos generales, el cine mexicano del siglo veinte puede ser comprendido como un lar-
go proceso de resemantización de la práctica cinematográfica. Un proceso que va desde “la
nacionalización de Hollywood”, pasando por el nacionalismo cultural, hasta devenir en un na-
cionalismo de mercado. En este tránsito se puede advertir que “a pesar de su impulso mera-
mente reproductivo, no tarda mucho para que la industria de cine en México considere que
imitar es suicida: no convence al público, no hay dinero para grandes producciones y su ritmo
de montaje es muy lento” (Monsiváis, 1993: 14). Rápidamente comienza, entonces, a surgir
una cinematografía mexicana con una “identidad” propia, en la que se hibridizan los géneros y
las estructuras narrativas hollywoodenses, se apela a los modos de hablar y a las costumbres
nacionales, se ubican a los personajes dentro de paisajes culturales reconocibles y, a partir
de ahí, “el público acepta feliz la mecánica de los chantajes sentimentales, de los esquemas
invariables, de la escasez de recursos que es pobreza e invitación a la fantasía” (Ibíd.: 15). En
este tránsito que hace la práctica cinematográfica para cautivar a un público envuelto en un
contexto social en transición –del campo a la ciudad, de la revolución a la institucionalización,
de la redistribución de la riqueza a la corrupción generalizada, del dominio del estado a la
hegemonía del mercado–, la comedia, el melodrama, el musical ranchero, el cine social, el cine
de albures y el cine de la marginalidad van confeccionando realidades fílmicas transfiguradas
por la tecnología.
382
unión que se da, paradójicamente, a partir de dos caras asimétricas: la palabra ciega, la visión
muda. En la gran mayoría de las películas vemos como “las voces van por un lado, como una
‘historia’ que ya no tiene lugar, y lo visible por otro, como un lugar vacío que ya no tiene histo-
ria (Deleuze, 1987: 93). Dentro de esta asimetría entre palabra e imagen, lo visible y lo enun-
ciable encuentra su punto de unión (o coexistencia) en las diversas estrategias de montaje que,
en líneas generales, buscan encauzar el relato a través de los llamados “efectos de realidad”.
Estos relatos hacen circular esencializaciones del mundo social, que exhiben una serie de bina-
rismos jerárquicos: hombre/mujer, cultura/naturaleza, público/privado, élite/popular, cam-
po/ciudad, bien/mal, moral/inmoral. Estos binarismos, en última instancia, contribuyen a tra-
zar una frontera entre lo público y lo privado. En la gran mayoría de las películas analizadas,
la marginalidad es un asunto privado. Es decir, en esos filmes “la familia, la pareja, el individuo
mismo llevan sus propios asuntos, aunque éstos expresen necesariamente las contradicciones
y problemas sociales o padezcan directamente sus efectos” (Deleuze, 1986: 288). La condición
de marginalidad se desarrolla en la interioridad del hogar, en la privacidad de la vecindad o del
rancho. Todo ocurre como desafectado de un espacio mayor en el que inciden lo público y lo
político, por lo tanto los problemas que engendra la pobreza se deben a actitudes personales y
no a contextos sociales excluyentes.
Películas como Allá en rancho grande, Nosotros los pobres, Ahí está el detalle, El revoltoso, Perro
callejero, Maldita miseria, Lola la trailera, Amores perros, comparten una matriz ficcional que
elabora historias en las que la pobreza es siempre una cuestión personal, un asunto que se re-
suelve en los límites del mundo privado, en las murallas de los doméstico. Dentro de esta ma-
triz discursiva encontramos una variante, en la que se parte presentando un espacio público
pero se termina resaltando lo privado. Esto es particularmente notorio en algunas de las pelí-
culas más taquilleras que tratan el tema de la revolución –Enamorada, Flor silvestre, La Cuca-
racha. En estas cintas la revolución es básicamente un telón de fondo para contar una historia
privada (o doméstica) sobre el amor de un guerrillero y la hija de un hacendado. Estas histo-
rias de amor en tiempos de Revolución tienen su clímax costumbrista en la cinta La cucaracha,
“donde la lucha armada es el pretexto del duelo histriónico de los Monstros Sagrados: María
Félix y Dolores del Río, Pedro Armendáriz y el Indio Fernández” (Monsiváis, 1993: 21).272
272
Lo que este tipo de películas dejan entrever es cómo un hecho histórico de la magnitud de la Revolución y su
383
Si bien el cine mexicano se concentra mayoritariamente en relatar historias privadas y domés-
ticas, hallamos algunas películas en donde el elemento privado logra traspasar la espesura de
su domesticidad y lo convierte en un espacio en el que tiene lugar la toma de conciencia social.
Cintas como El lugar sin límites, Canoa, El apando, Los albañiles, Las poquianchis, se centran en
lo domestico o en las relaciones personales para hablar de aquellos momentos en los que la
experiencia personal traspasa la singularidad, dejando entrever cómo los aspectos sociocul-
turales o los asuntos políticos se filtran en la esfera de lo privado –aunque no sea el objetivo
inmediato del filme–, logrando expresar una matriz ficcional que marca la correlación entre lo
político y lo privado (Deleuze, 1986).
Finalmente, se puede distinguir un tercer grupo películas que, teniendo una intención decla-
radamente política, muestran cómo situaciones o eventos que afectan personalmente al sujeto
subalterno generan una toma de consciencia que moviliza la acción colectiva. El asunto pri-
vado trasciende a lo público y lo público a lo privado. Por ejemplo, en la película Redes vemos
cómo la toma de conciencia política del protagonista se produce por una circunstancia parti-
cular –la muerte de un hijo– y, a partir de esa situación trágica, la película presenta la eman-
cipación como un problema comunitario. De este modo, la película establece una dialéctica
entre lo privado y lo público, enfatizando que la conciencia de clase fortalece tanto la defensa
del entorno familiar como de la comunidad de individuos.
Por otro lado, y siguiendo algunas de las conceptualizaciones desarrolladas por Gilles Deleuze
(1984, 1986), acerca del cine como acontecimiento que expresa el pensamiento por medio
de imágenes y sonidos,273 se puede argumentar que para el caso mexicano, la representación
del sujeto marginal muestra un tránsito paralelo al proceso de transformación de la imagen
innegable transformación del paisaje social, cultural, político y económico mexicano, termina no sólo reducido
a la interioridad de las relaciones afectivas sino que “se difunden los sermones de los revolucionarios idealistas,
se banalizan las causas específicas del movimiento armado (….); [porque] ni al régimen ni a los productores les
interesa un acercamiento genuino a la revolución, cuya violencia les resulta intraducible en imágenes” (Monsi-
váis, 1993: 21).
273
Deleuze propone que lo interesante del cine no son sólo las imágenes que forman una diégesis, sino el cine en
cuanto acontecimiento. Para él, el cine es un generador de conceptos y un productor de textos que representa el
pensamiento en términos audiovisuales, no mediante el lenguaje articulado sino en bloques de movimientos y
duración. Plantea que la transición del cine clásico (imagen-movimiento) al cine moderno (imagen-tiempo) es
multidimensional en tanto es a la vez narratológica, filosófica y estilística (Deleuze, 1986). Una idea fundamen-
tal en la concepción de Deleuze es que el plano se orienta en dos direcciones: hacia partes situadas al interior del
encuadre y hacia un todo más amplio que se desarrolla en el exterior del encuadre (Stam, 2001). El cine, como
la consciencia, aísla fenómenos perceptivos y los redistribuye para formar nuevas totalidades provisionales. En
este sentido, si la imagen movimiento (el cine clásico) relaciona la parte con el todo en un conjunto orgánico
(sinécdoque), la imagen-tiempo (cine moderno) engendra planos autónomos cuya causalidad es indirecta o
está ausente, en un proceso no totalizado donde se rompen los puentes de la continuidad (Deleuze, 1986; Stam,
2001).
384
cinematográfica. De acuerdo a Deleuze, la imagen cinematográfica va de la imagen-movimien-
to (un cine de figuras y mutaciones: cine mudo/decorado/actuado), pasando por una ima-
gen-tiempo (un cine-percepción: hablado/maquillado), hasta llegar, en la actualidad posmo-
derna, a la emergencia de una imagen-espacio.274 Así por ejemplo, tanto en el cine mudo como
en el cine de la época dorada se privilegia construir relatos en los que el mundo marginal se
presenta diegéticamente unificado, buscando expresar la coherencia espacio-temporal de un
montaje racional de causa-efecto. Por otro lado, el cine de autor (Buñuel, Ripstein, Cazals)
recurre mayoritariamente a una imagen-tiempo que busca descomponer el movimiento a tra-
vés de la discontinuidad, la ruptura y la yuxtaposición de un plano con otro (montaje). No
obstante esa ruptura, lo disperso y aleatorio se articula bajo secuencias y escenas, planos y
encuadres que buscan una cierta coherencia diegética. Finalmente, el cine de fin de siglo apela
a una imagen-espacio con la que se persigue elaborar “un realismo de la imagen antes que del
objeto, y tiene más que ver con la transformación de la figura en un logo que con la conquista
de nuevos lenguajes ‘realistas’ y representacionales. Se trata entonces de un realismo de la so-
ciedad de la imagen o del espectáculo” (Jameson, 2014b: 759).275 En consecuencia, el cine, en
tanto dispositivo que integra el movimiento (lo cinemático que fluye y transita), el tiempo (la
espacialidad del instante), el espacio y la representación (la co-presencia de una ausencia), se
configura como un territorio fértil para el advenimiento de una cinematografía que contribuye
en la colonización de la marginalidad como espectáculo.
386
gonista, un provinciano migrante que busca mejorar sus condiciones de vida, termina sumido
en una espiral de decadencia que lo mantiene en la incertidumbre social. La película Nosotros
los pobres nos muestra al protagonista, el carpintero Pepe “el toro”, en la fluctuación constante
entre su vida en la vecindad como macho alfa y su lucha por demostrar su inocencia ante un
crimen que él no cometió. En la película Nazarín vemos a un cura que se debate entre lo profa-
no y lo sagrado, suspendido entre esos dos ámbitos y sin llegar a ningún puerto. En la película
Reed, México insurgente, vemos una Revolución mexicana como lucha desorganizada, en la que
la épica y la heroicidad no llegan nunca a concretarse del todo. En Salón México la alteridad
liminal dibujada en la figura de Mercedes nos muestra como una doble vida –como prostituta y
simulacro de gran señora preocupada por la educación de su hermana– que conlleva un estado
en constate conflicto y confusión que solo la muerte redime. Con Cantinflas vemos emerger la
figura del vagabundo que vive estando en todos lados y en ninguno. En el filme Campeón sin
corona emerge la figura liminal de “kid” Terranova, quien vive en constante inseguridad pro-
ducto de su condición popular. La película El hombre de papel muestra la búsqueda obsesiva
de Adán, un cartonero mudo, por encontrar un afecto no compasivo para finalmente compren-
der que se encuentra irremediablemente sólo. En la película En este pueblo no hay ladrones se
nos muestra el acontecer cotidiano de un pueblo perdido en donde nunca pasa nada pero que
vive a la expectativa de que algo ocurra. En la película Amores perros, la figura de Octavio vive
una existencia fronteriza que finalmente lo despoja de las pocas certezas que conformaban su
identidad marginal, articulando una subjetividad de los que ya no son, de los que no podrán ser.
Ahora bien, la verdad del discurso fílmico de la marginalidad va a depender no tanto de lo que
se dice, sino de quién lo dice, de cuándo y dónde lo dice. Esto traslada nuestra preocupación
hacia las funciones que cumpliría una determinada narración en una época concreta; por lo
que ya no se trata tanto de “cómo” se cuenta una historia, sino “por qué” se cuenta. Así por
ejemplo, esta alteridad liminal de lo marginal inscrita en las narrativas audiovisuales durante
la época de oro se traduce en un imaginario docilizado de los sujetos marginales, mientras que
en la etapa neoliberal se traduce en violencia e inseguridad. Entre uno y otro se despliega toda
una “geografía imaginaria” que deja entrever una forma específica de lo que Edward Said llamó
en su momento “orientalismo”. Una que encuentra en la construcción de la marginalidad como
alteridad liminal el espacio para representaciones que fabrican y hacen circular afirmaciones
387
sobre la pobreza, autorizar visiones acerca de ella, instalar imaginarios, describir relaciones
sociales, encauzar interpretaciones. Por otro lado, sabemos que estos diferentes discursos no
son sobre la marginalidad sino que constituyen cada vez más, para muchos mexicanos, la ex-
periencia visual de la marginalidad (Storey, 2002). Esto no quiere decir que no exista la mar-
ginalidad en la realidad objetiva, sino sugiere que la percepción acerca de la marginalidad y la
pobreza se constituyen a partir de este conocimiento visual y discursivo que tiene, a su favor,
la idea culturalmente arraigada de que si se ve debe ser verdad.
276
De acuerdo con Rose (2003: 219), “esta no sería una historia continua del yo, sino más bien una descripción
de la diversidad de lenguajes de la ‘individualidad’ que cobraron forma –carácter, personalidad, identidad, re-
putación, honor, ciudadano, individuo, normal, lunático, paciente, cliente, esposo, madre, hija... –y las normas,
técnicas y relaciones de autoridad dentro de las cuales aquellos circularon en prácticas legales, domésticas,
industriales y de otros tipos para influir sobre la conducta de las personas”.
388
representaciones fílmicas de la marginalidad observamos cómo una determinada formación
discursiva instala discursos que hacen circular imaginarios, ideologías y visiones que se im-
ponen a otras visiones e ideologías. De aquí surgen racionalidades, estrategias y mentalidades
de autoridad y legitimación que actúan sobre nuestra relación con nosotros mismos (y con los
demás). Estas técnicas de gubernamentalidad se materializan a través de un conjunto de prác-
ticas, dispositivos y estrategias que muestran las superficies cambiantes del Saber, el Poder y
el Sujeto (o, mejor, de la gubernamentalidad y los modos de subjetivación), mediante las cuales
los sujetos –en este caso marginales– son descritos, adscrito, visualizados y representados, es
decir, construidos bajo una discursividad que trata de disciplinar, normalizar y encauzar.
Carlos Monsiváis (1976; 1978b; 1993; 1995; 2012c; 2013) ha planteado consistentemente
que el mito más enérgico que atraviesa la cinematografía mexicana del siglo veinte es el na-
cionalismo cultural. Éste elabora una imagen arquetípica (incluso estereotipada) que busca
construir y representar lo mexicano a partir de lo popular como categoría cultural central de
lo nacional. A diferencia de otras manifestaciones artísticas –literatura, teatro, pintura, danza–
el cine buscó su articulación cultural sobre una base más inclusiva del sujeto popular, que se
confecciona a partir de una discursividad que privilegia la idea de mexicanidad en vez de la
idea convencional de nación. De acuerdo con Monsiváis (1993: 27), la mexicanidad cinemato-
277
Como ha planteado acertadamente Stuart Hall (2010b: 291), “la hegemonía cultural no se refiere nunca a la
victoria pura o a la dominación pura (esto no es lo que el término significa), no es nunca un juego cultural en el
que la suma deba ser cero; se refiere siempre a los cambios en la balanza de poder en las relaciones de cultura,
a cambios en las disposiciones y configuraciones del poder cultural”.
389
gráfica puede ser entendida como “la destrucción redentora, y el desenvolvimiento de imáge-
nes vibrantes. Todo es símbolo y todo deja de serlo”.
El nacionalismo cultural inscrito en el cine mexicano se establece como un tiempo mítico que
busca reflejar los rostros, las voces, las gesticulaciones y los espacios de un México deshisto-
rizado. El nacionalismo cinematográfico hace de México y los mexicanos una esencia y no una
historia que narra la cultura “no letrada” del siglo veinte mexicano.279 Estas esencializaciones
se configuran como mediaciones culturales que instalan identidades e imaginarios que cum-
plen una función transitiva. Es decir, parten del cine como categoría estética-discursiva, pero
transitan, se desplazan y se enraízan en la vida cotidiana articulándose como un modo de decir
que no sólo habla-de sino también habla por, y que materializa, bajo la forma reconocible de
imágenes y sonidos, maneras de hacer ver y entender lo nacional como categoría comunitaria.
A lo largo del siglo veinte mexicano, estas maneras de hacer ver y de hacer entender el nacio-
nalismo cultural inscrito en lo cinematográfico, sufre variaciones en función de los distintos
contextos sociopolíticos e históricos, las corrientes artísticas, la dependencia de un centro in-
Sobre el plan alfabetizador de José Vasconcelos véase Carlos Monsiváis (1976: 344-347).
278
Como nos recuerda Jesús Martin-Barbero (1983), la noción de “‘no letrada’ significa entonces una cultura cu-
279
yos relatos no viven en, ni del libro, viven en la canción y en el refrán, en las historias que se cuentan de boca en
boca, en los cuentos y en los chistes, en el albur y en los proverbios; de manera que incluso cuando esos relatos
son puestos por escrito no gozan nunca del estatus social del libro”.
390
terno o externo. Siguiendo algunas de las conceptualizaciones realizadas por Carlos Monsiváis
(1975) relativas al nacionalismo y la producción cultural; a continuación procuraré establecer
una periodización de la emergencia y consolidación del nacionalismo cultural cinematográfi-
co. Se trata de realizar una secuencialidad significante que permita avizorar un mapa crítico de
cómo el nacionalismo cultural emerge, se consolida y se transforma en base a su relación con
los contexto sociopolítico e históricos.
280
De acuerdo con Monsiváis (1975: 97), “la Revolución interrumpe el ritmo normal de las actividades cultura-
les, cierran los teatros, se interrumpe la llegada de libros y revistas extranjeras, cesa o disminuye radicalmente
la vida universitaria. Sin embargo, la actividad cultural “heroica” que prosigue no delata la influencia revolucio-
naria, lo que quizás explique la abrumadora mayoría de intelectuales que apoya el huertismo. La Universidad
Popular fundada en 1913 por los ateneístas es un intento de difundir, para ganar adeptos, una cultura elitista”.
391
materializada en la constitución de 1917, emerge todo un período de exaltación nacionalista
que se consagra a “la creación, recuperación y/o difusión de símbolos y mitologías/ la urgen-
cia de recrear acontecimientos inmediatos que sin embargo se van sintiendo perdidos o en el
proceso del desvanecimiento/ la necesidad de una cultura que no desmerezca ante la épica
de la Revolución” (Monsiváis, 1975: 98). La consolidación de Obregón dio impulso a la etapa
del caudillismo y cada caudillo buscará legitimidad social a partir de la institucionalización de
las prácticas culturales. Dentro de este contexto, el cine buscará internacionalizar la imagen
de la Revolución como “un fenómeno folclórico que sintetiza Pancho Villa. El programa del
nacionalismo cultural (redención del indio/ salvación moral de la patria/ el arte como épica/
captación de las esencias nacionales/ educación política y cultural a través del arte) es auspi-
ciado por el hecho que lo niega: la concentración unipersonal del poder. Se despliega el control
oficial del sindicalismo. Estructuralmente, la lucha de clases se subordina a las demandas de
las facciones” (Ibíd.: 99). Con Plutarco Elías Calle, la Revolución comienza su largo proceso de
institucionalización y tienen lugar las “luchas políticas de la izquierda que son reivindicacio-
nes nacionalistas, no de clase” (Ibíd.: 99). Mientras tanto, la corrupción administrativa se va
instalando como fuente de desarrollo y como práctica cultural. El cine pre-industrial se une,
en un primer momento, a la tarea de divulgar los logros revolucionarios y educar a los hijos de
los revolucionarios. Paulatinamente el cine comienza su tránsito hacia la ficción y para ello se
recurre a la nacionalización de la tragedia, haciendo uso de un nacionalismo cosmopolita que
permite que una góndola veneciana sea conducida por un gondolero vestido de mariachi; se
nacionaliza lo religioso a través de la puesta en pantalla de la religiosidad popular; se nacio-
naliza lo histórico a través de filmes que narran los hechos más destacados o destacables de la
independencia; surge un nacionalismo naturalista que lleva a la pantalla aquellos temas que,
si no son propiamente mexicanos, al menos son tratados mexicanamente, como es el caso de
la cinta Santa.
392
política y discursiva cimenta los debates encarnizados entre un arte para el pueblo y el cosmo-
politismo. Bajo este primer impulso nacional al cine, se produce una incipiente industrializa-
ción que privilegia el cine de la Revolución, la comedia ranchera y el melodrama naturalista.
Además surge Cantinflas como primera codificación de lo popular (el pelao).
En pos de atención entran a escena las madres bañadas en llanto y autocompasión, las prosti-
tutas que alcanzan al mismo tiempo la redención y la agonía, los curas que dirigen vidas con
técnicas de semáforo; los padres de familia que son embajadores de Dios en la sobremesa,
los policía buenos como el pan, los gánster que fueron caporales, las familias que padecen
porque nadie les informó a tiempo de la separación de cuerpos y almas, los galanes y acto-
res cómicos cuyo atractivo radica en la semejanza con los espectadores, los revolucionarios
bragados que cavan su propia tumba sin fijarse en las medidas… Involuntariamente satírico,
voluntariamente chistosos y sentimental, ocasionalmente épico, inesperadamente elocuente
y trágico, el repertorio de tres décadas del cine mexicano exhibe mitologías centrales y le-
yendas abyectas, y dibuja un pueblo generoso, prejuiciado, tanto más emotivo cuanto menos
393
racional, beato y fanático, enemigo de las beatas y más liberal de lo que declara, inhibido ante
el Señor Amo y el Señor Licenciado, cándido, rebelde hasta donde se puede, entusiasta del
chiste memorizado, y atento al regocijo que extrae de donde se puede. (…) Este cine, más que
ningún otro instrumento cultural, maneja alborozos y prejuicios, y rehace internamente el
nacionalismo volviéndolo un gran show (1993: 36-37).
394
cultural fabricado cinematográficamente va sintetizando una imagen de lo popular en la que
predomina la banalización, la frivolidad y la decadencia, todo ello envuelto dentro de un fulgor
chovinista.
(…) no remite, ni lo pretende, a algún basamento social, político, económico, religioso, etc., a
la manera como lo hacían los discursos identitarios clásicos (…), sino al individuo en tanto
consumidor-ciudadano, es decir, como poseedor de demandas provenientes de su particular
experiencia de vida que plantea indistintamente al mercado, al Estado, a los medios, etc. bajo
un mismo patrón. No se está frente a un ideario presentado como una causa colectiva, sobre
la base de un deber-ser totalizante de la vida individual y colectiva, que exija en nombre de la
defensa de la identidad nacional sacrificios o desgarramientos existenciales, sino que se vive
en la forma de eventos interactivos y a través del consumo (Santa Cruz, 2003: 213).
395
mexicano, se trata de un imaginario nacional que muestra la imagen cultural que cada estrato
de visibilidad quiere (o puede) proyectar, así como aquello que se quiere (o se puede) ser. Pa-
radójicamente, este nacionalismo fílmico revela la ausencia de la nación; la nación es lo que
falta, porque en estas narraciones lo que fluye es el estruendo del estereotipo mil veces repe-
tido, el arquetipo mañoso, el tropo retórico –metáfora, metonimia, sinécdoque– tan explotado
que ha perdido su capacidad expresiva y su poder de interpelación. El imaginario nacional que
exhibe el cine mexicano clasifica la nación bajo la forma comprimida de una mexicanidad des-
provista o vaciada de sentido histórico, es decir, muestra un conjunto de situaciones, hechos
y acciones como relatos aislados, desmembrados, atomizados unos de otros, favoreciendo un
orden discursivo que privilegia la identidad y la cosmovisión fundada en la sinonimia.
La galaxia de personajes que pueblan el cine mexicano, expone ciertas recurrencias y variacio-
nes que hacen de las representaciones de los sujetos populares una galería de estereotipos y
tipificaciones que divulgan y naturalizan el dominio cultural del logos masculino. De ahí que
las representaciones fílmicas de las figuras femeninas y masculinas se configuren como una
problemática cultural, social y política que muestra el modo en que el carácter semiótico-dis-
cursivo del cine distribuye “el valor construido (representacional) de las marcas de identidad
‘masculina’ y ‘femenina’ que la cultura [cinematográfica]sobreimprime sobre los cuerpos
‘hombre’ y ‘mujer’, obligándolas al calce anatómico para justificar –sustancialistamente– la
fijeza de las marcas de identificación sexual” (Richard, 1996: 734-735). Estas marcas identita-
rias se expresan bajo escenificaciones que exteriorizan el repertorio de códigos de conductas
anclados a una posición fija, reduciendo a los sujetos marginales a unas cuantas tipologías
simples y esencializadoras, universalizando determinados rasgos que se constituyen como
parte de “la naturaleza humana”.
396
ble, que el mundo tenga sentido. Nosotros entendemos el mundo por medio de referencias de
objetos, gente o eventos individuales en nuestra cabeza hacia los esquemas de clasificación
generales en los que, de acuerdo con nuestra cultura, encajan” (Hall, 2010a: 429). Este proce-
so de decodificación implica comprender lo particular en función de su “tipo”; en tal sentido,
tipificar es uno de los elementos clave para la producción de significados en la medida en que
las cosas adquieren sentido en función de categorías más amplias.281 El estereotipo, en cambio,
al simplificar bajo formas fácilmente percibidas y ampliamente reconocidas aquellas tipifica-
ciones que en algún momento dieron sentido a la figura de una persona (o grupo de personas),
reduce a los individuos y a las comunidades a un grupo limitado, simplificado y exagerado de
rasgos culturales y psicológicos, con los que quedan asociados para siempre. “Por consiguien-
te, el primer punto es: la estereotipación reduce, esencializa, naturaliza y fija la ‘diferencia’”
(Ibíd.: 430).
Como indica Roland Barthes, el estereotipo “es por lo común triste, porque está constituido
por una necrosis del lenguaje, una prótesis que pretende taponar un agujero, (…) el estereoti-
po se toma a sí mismo muy en serio; se cree más cerca de la verdad por su indiferencia hacia
su naturaleza lingüística: está completamente desgastado y, a la vez lleno de gravedad” (1986:
321). En todo estereotipo hay un oportunismo retórico, en la medida en que adhiere al lengua-
je dominante o aquello que el lenguaje pareciera dominar. Sin embargo hay un segundo aspec-
to del estereotipo y es que éste “despliega una estrategia de ‘hendimiento’. Divide lo normal y
lo aceptable de lo anormal y de lo inaceptable” (Hall, 2010a: 430). De este modo, el estereotipo
discrimina, desaloja y suprime aquello que no encaja o no se ajusta a su visión simplificadora
y reduccionista. Al respecto, Richard Dyer comenta:
(…) un sistema de estereotipos sociales se refiere a lo que está por dentro y fuera de los lími-
tes de la normalidad [es decir, la conducta que se acepta como ‘normal’ en cualquier cultura].
Los tipos son instancias que indican aquellos que viven de acuerdo con las reglas de la socie-
dad (tipos sociales) y aquellos designados para que las reglas los excluyan (estereotipos). Por
esta razón, los estereotipos son también más rígidos que los tipos sociales [...] Los límites [...]
deben quedar claramente delineados y también los estereotipos, uno de los mecanismos del
281
Stuart Hall ejemplifica esta idea señalando que “llegamos a ‘saber’ algo acerca de una persona pensando en
los papeles que lleva a cabo: ¿es padre, niño, trabajador, amante, jefe o pensionado? Lo asignamos como miem-
bro de diferentes grupos según la clase, género, grupo de edad, nacionalidad, ‘raza’, grupo lingüístico, preferen-
cia sexual, y así sucesivamente. Lo ordenamos en términos de tipo de personalidad: ¿es feliz, serio, deprimido,
demente, hiperactivo? Nuestra imagen de quien ‘es’ esa persona se construye a partir de la información que
acumulamos cuando la posicionamos dentro de estos órdenes diferentes de tipificación” (2010a: 429-30).
397
mantenimiento de límites, son característicamente fijos, inalterables, bien definidos (citado
en Stuart Hall, 2010a: 430).
A partir de este marco conceptual quisiera proponer una lectura crítica de las representaciones
estereotipadas que el cine mexicano realiza acerca de un conjunto más o menos restringido de
personajes. Se trata de pesquisar aquellos elementos que han contribuido en la naturalización
de lo femenino y lo masculino en la cinematografía mexicana. Prostitutas, charros, chinas po-
blanas, pelaos, soldaderas y pachucos, son parte de esta galería de estereotipos y tipificaciones
que puebla los imaginarios, y elaboran un mapa cultural que consigna una forma de conoci-
miento sobre el mundo marginal-popular. Estos estereotipos deben entenderse dentro de un
contexto mayor de intertextualidad, donde las cuestiones relativas al género cinematográfico
se vuelven centrales para comprender las operaciones de estereotipación y tipificación.
De acuerdo con historiadores y críticos del cine mexicano, éste presenta un conjunto de géne-
ros cinematográficos que son propios de la realidad sociocultural del país: el género ranchero
(comedia/melodrama), la épica revolucionaria/histórica, el melodrama familiar, el musical
cabaretero y la “comedia social”. Estos géneros se clasifican más a partir de sus funciones so-
ciales y su atmósfera que por sus particularidades narrativas, diegéticas y estructurales (Ace-
vedo-Muñoz, 2003). Jesús Martín-Barbero (1983) advierte que los géneros son dispositivos de
lo popular por excelencia, en cuanto se articulan como modos de escritura y lectura, configu-
398
rando un espacio audiovisual desde el que se lee y se mira, se descifra y comprende el sentido
de un relato. Esto supone una demarcación cultural importante, porque mientras el discurso
culto revienta los géneros, es en el popular-masivo donde estos siguen viviendo y cumpliendo
su rol: articular la cotidianidad con los arquetipos que devienen en estereotipos y tipificacio-
nes que se vuelven significantes; es decir, que expresan relaciones de poder simbólico que
marcan, clasifican y fijan determinadas comprensiones sobre los sujetos y su mundo social.
Los géneros cinematográficos se configuran, entonces, como una propiedad y función del dis-
curso que actúa como “un sistema de orientaciones, expectativas y convenciones que circulan
entre la industria, el texto y el sujeto” (Stam, 2001: 153).282
El cine épico revolucionario por lo general explota el lado espectacular del movimiento arma-
do y articula, como vimos en el apartado anterior, una sinécdoque de la nación; contribuyendo
en el proceso de legitimación simbólica del Estado y de las estructuras políticas resultantes
de la lucha armada. Los estereotipos que divulga el cine épico hacen del héroe masculino el
282
Jason Mittell sostiene que es fundamental “mirar más allá del texto como el locus del género y en su lugar
ubicar los géneros dentro de las complejas interrelaciones entre textos, industrias, audiencias y contextos his-
tóricos. Los límites entre los textos y las prácticas culturales que los constituyen (fundamentalmente la produc-
ción y la recepción) son demasiado cambiante y fluidos para ser reificados. Los textos existen sólo a través de su
producción y recepción, así que no podemos establecer un límite absoluto entre los textos y sus contextos cultu-
rales materiales. Los géneros trascienden estos límites, con las prácticas de producción, distribución, promoción
y recepción trabajando juntas para clasificar los textos mediáticos en géneros. Haciendo hincapié en los límites
entre elementos “internos” y “externos” a los géneros sólo obscurecemos el hecho de los géneros trascienden
estas fronteras inestables (2001: 7).
399
epicentro social de la Revolución y, así, la patria revolucionaria se ordena como metonimia de
la masculinidad: el hombre es el que encarna la Historia, es la Historia. La figura de Villa, por
ejemplo, se articula como el prototipo de la masculinidad mexicana revolucionaria. Con él se
inicia el proceso de inmortalizar la figura del macho mexicano como valiente, seductor pero
no promiscuo, parrandero pero responsable. En cambio, en este tipo de películas la figura de
la mujer es, mayoritariamente, el complemento de una historia que es predominantemente
masculina.283 En los 53 filmes en que la mujer figura como co-protagonista, por lo general ella
aparece bajo la forma estereotipada de la soldadera284 y sólo en unas pocas películas la vemos
como líderes militares. Veamos brevemente como se construyen los estereotipos femeninos
en algunas de las películas más relevantes del género épico revolucionario.
La película Adelita (1937) de Guillermo Hernández y Mario de Lara, es una de las primeras cin-
tas en las que aparece la imagen de la soldadera como centro discursivo del filme, aludiendo
a la figura histórica de miles de mujeres que perdieron a sus maridos en la lucha armada y se
enrolaron en la revolución con un afán de justicia y venganza. En la película, la mujer emerge
como mediadora del conflicto, como la “heroína que entiende que la solución a la Revolución
es la conciliación entre hacendados y rancheros, siendo ella el medio para lograrlo” (Mercader,
2010:798). En la película La Valentina (1938) de Martín de Lucenay, comienza a prefigurarse
el estereotipo de la soldadera como objeto de deseo sexual, cuyo amor los hombres luchan
por conquistar. Valentina elige al militar a cargo de las tropas, no porque éste sea un luchador
consciente y obstinado de la revolución, sino porque la respeta como mujer, la trata con delica-
deza y ternura, abriendo la posibilidad del regreso a lo domestico. En Flor Silvestre (1943) de
Emilio Fernández, vemos a una mujer que sobrevive la ejecución de su marido y se convierte
en la protectora de su familia. En Enamorada (1941) de Emilio Fernandez, ya surge el este-
reotipo de la mujer que, tras enamorarse del general revolucionario, se une a las tropas como
soldadera, pero su involucramiento no se debe a un compromiso político sino al amor. En la
película La soldadera (1966) de José Bolaños, se repite el estereotipo de la mujer que se enrola
283
De acuerdo con la investigación realizada por Yolanda Mercader (2010), el cine de la revolución que se en-
cuentra disponible para su visualización cuenta con 278 filmes la mujer es un personaje secundario en 255.
284
“El personaje de la soldadera toma dos vertientes en el cine: la primera corresponde a las películas más an-
tiguas y, por lo tanto, más cercanas al movimiento armado, en éstas encarna a la mujer aguerrida que se incor-
pora a los diferentes grupos revolucionarios en forma desinteresada, aunque muchas veces sea por seguir a su
hombre por amor, a medida que participan en la lucha no dudan en dar su vida por él o por el país. El segundo
caso son los filmes más recientes, en ellos los personajes femeninos se presentan estereotipados; mujeres co-
quetas, bellas, frívolas, con tendencias al romanticismo y carentes de una ideario político o social” (Mercader,
2010: 789).
400
producto del azar y no de la convicción. En las escasas películas en las que las mujeres asumen
el papel de líderes militares de la Revolución,285 aparecen como heroínas masculinizadas, son
señaladas como “marimachos” y son despreciadas tanto por hombres como por mujeres. Por
lo general, se unen a la lucha armada después que sus familias han sufrido alguna injusticia,
de ahí que sus motivaciones sean la venganza o la justicia. Su vínculo revolucionario carece de
sentido político y es la instrucción a cargo del macho revolucionario acerca del proceso que
está viviendo, el que le da sentido a sus acciones, Poseen una insuperable estrategia militar y
se convierten en líderes gracias a su entrega y fidelidad a la causa, son honradas y no admiten
la corrupción, y su sentido de la justicia es inamovible. (Mercader, 2010).
En suma, el cine mexicano de épica revolucionaria muestra a la mujer como un sujeto despoli-
tizado. Fetichizadas al extremo, el estereotipo de la mujer revolucionaria conlleva una inscrip-
ción que, bajo el dominio de una visión deshistorizada, naturaliza la dominación masculina.
Reducidas por lo general al espacio de lo doméstico, cuando sale de ese ámbito su actuar que-
da reducido a unos hechos que perpetúan, como arguye Pierre Bourdieu (2005b), la lógica de
la economía de los bienes simbólicos que se vinculan con la esfera privada, aun cuando éstas se
desarrollen en el espacio público: el amor, el cuidado de los enfermos, el bienestar de la tropa,
etc.
El melodrama familiar introduce las cuestiones relativas a los valores morales tradicionales
que se desprenden del catolicismo y el patriarcado. Su función social consistía en reafirmar la
seguridad en la iglesia, la familia y el estado, mientras atrae a las audiencias con el imán de la
lujuria, el incesto o el adulterio (Acevedo-Muñoz, 2003). Paradójicamente, su mensaje es que
la familia se articula como la sagrada institución en la que no sólo sobrevive la moral católica,
monogámica y piadosa, sino también es un refugio ante los embates del mundo exterior y los
cambios que atraviesa el país, mostrando un universo limpio y honesto de familia nuclear, que
incluía a ambos padres y varios hijos (Ayala Blanco, 1968). Los estereotipos que expone el
melodrama familiar suelen girar en torno al momento en que la familia se disgrega y pierde
su armonía. Este estado de incertidumbre y desesperación se resuelve mágicamente producto
del azar o la fortuna, que vuelve a reunir a la familia como un todo coherente y unificado.
285
Algunas de las cintas en las que la mujer aparece como líder militar son: Si Adelita se fuera con otro (1948) de
Chano Urueta; La Negra Angustias (1949) de Matilde Landeta; Juana Gallo (1960) de Miguel Zacarías; La Gene-
rala (1970) de Juan Ibáñez y La Rielera (1987) de Raúl Fernández.
401
La película Mi madrecita (1940) de Francisco Elías, es un claro ejemplo de esta moral edifi-
cante que le atribuye a la familia un aura de sacralidad.286 La película comienza y termina en el
mismo espacio –el comedor familiar– y en la misma fecha al año siguiente –el día de la madre.
La película relata el transcurso de una familia que se ha disgregado para volver reconciliar-
se volviendo al espacio materno, proceso durante el cual todo ha cambiado para seguir igual
(Sánchez Olivera, 2004). Este filme, como prototipo del melodrama familiar, dibuja el estereo-
tipo de la madre como figura que simboliza el sacrificio, la bondad y la abnegación, haciendo
de la familia y la vida familiar una experiencia moral.
La comedia “social”, que se popularizó a partir de la época de oro, cumplió la función de dar
a la clase obrera la ilusión de estar representados en el imaginario cinematográfico de la na-
ción. Los grandes cómicos Cantinflas y Tin-Tán se hicieron famosos por tipificar y estereotipar
a personajes populares cuyas desventuras eran fuente de bromas: estaba bien ser pobre si
era con sentido del humor y escrúpulos (Acevedo Muñoz, 2003). El estereotipo del “pelao” (o
vagabundo) encarnado en la figura universal de Cantinflas, revela la ausencia de cualquier as-
piración o afán de superación. Para Cantinflas el orden de las cosas es el espacio vital para des-
plegar su histrionismo verbalizado. No busca cambiar el mundo, no desea un mundo mejor ni
siquiera como utopía, sino que se contenta con que las cosas sigan tal como están. Esta invaria-
bilidad del “pelao” cantinflesco contribuye a la instalación de un estereotipo que, de acuerdo
con Roger Bartra, hace que el mexicano de la modernidad quede “reducido a una caricatura de
hombre. La energía, la agresividad y la fuerza vital –que habían sido exaltadas con vehemencia
por varios ilustradores de la Revolución mexicana como características del hombre nuevo– se
esfuman frente al prototipo de Cantinflas. Este frustrado Prometeo mexicano no sólo no trae
consigo el don del fuego, sino tampoco el don de la palabra” (Bartra, 1987: 147).
Hay quienes ven una crítica a la injusticia social tras las burlas y chistes de Cantinflas. Desde
mi punto de vista, Cantinflas plantea una mirada conformista frente a las asimetrías sociales,
286
En una pasible pueblo de provincia doña María espera con ansias la visita de sus te hijos que trabajan en Ciu-
dad de México, para celebrar el día de la madre. Sin embargo los tres hijos se excusan de no poder visitarla por
problemas laborales. Doña María comprende la situación. Doña María hipoteca su casa con un inescrupuloso
prestamista, con el dinero de la hipoteca financia el viaje de su hijo Julio quien desea probar suerte en Nueva
York como cantante. Al no poder hacer frente con los pagos de la hipoteca, abandona el rancho familiar y marcha
a la capital en donde espera encontrar el apoyo de sus hijos. En la ciudad tanto su hija Enriqueta como su hijo
Luis se sienten incómodos con ella. Doña María se va a vivir a una humilde pieza en una vecindad y se ve obli-
gada a limpiar escaleras para poder sobrevivir. Este estado de soledad y desdicha cambia cuando Julio vuelve
de Nueva york convertido en un exitoso cantante, paga la deuda de a casa familiar, recrimina a sus hermanos el
comportamiento hacia la madre. Doña María obliga a los hermanos a reconciliarse el 10 de mayo.
402
es más bien una invitación a la evasión y no a la lucha; no propone cambios sino que procura
el mantenimiento del orden de las cosas. Con Cantinflas, Tin-Tan, Resortes, Viruta y Capulina
se dibujan caricaturas del mundo popular que hacen del mexicano “un maestro de las fiestas
y los albures” (Ibíd.: 147). El cine de Cantinflas exalta esos atributos y elabora una imagen que
hace del “pelao” un sujeto alambicado, torcido, evasivo e indirecto. 287
Bartra lleva razón cuando advierte que el estereotipo del “pelao” cantinflesco no es aplicable al
mexicano popular, sino que es útil para definir el estilo político de los burócratas del gobierno.
Ve en el estereotipo de Cantinflas una metáfora que le ayuda a describir la peculiar estructura
de mediación que legítima la dictadura unipartidista y el despotismo gubernamental. Al res-
pecto, Roger Bartra comenta:
El mito del pelado en su versión cantinflesca es particularmente interesante, pues revela con
claridad la relación que la cultura política establece entre el gobierno y el pueblo. Cantinflas
no sólo es el estereotipo del mexicano pobre de las ciudades: es un simulacro lastimero del
vínculo profundo y estructural que debe existir entre el despotismo del Estado y la corrup-
ción del pueblo. El mensaje de Cantinflas es transparente: la miseria es un estado perma-
nente de primitivismo estúpido que es necesario reivindicar en forma hilarante: se expresa
principalmente por su típica corrupción del habla, por una verdadera implosión de los sen-
tidos: es el delirio de la metamorfosis en donde todo cambia sin sentido aparente alguno, Se
comprende que entre la corrupción del pueblo y la corrupción del gobierno hay una corres-
pondencia: este pueblo tiene el gobierno que merece. O al revés: el gobierno autoritario y
corrupto tiene el pueblo que le acomoda, el que el nacionalismo cantinflesco le ofrece como
sujeto de la dominación.
Un tema frecuente en las películas de Cantinflas es el de la confusión de papeles: el torero
es un ladronzuelo (en Ni sangre ni arena), el policía es un pelado (en El gendarme descono-
cido) o el juez y los abogados terminan hablando como Cantinflas (en Ahí está el detalle). La
corrupción intrínseca del pelado se encuentra presente en todo el sistema político; ya que
el régimen de la Revolución es popular, debe comportarse en concordancia con el carácter
del mexicano (de acuerdo con la “idiosincrasia nacional”, como gustan llamar los políticos a
esta corrupción del carácter). La moralina y la cursilería con que suelen ser presentadas las
hazañas de Cantinflas no logran borrar el hecho fundamental: son un simulacro del pelado
convertido en policía, del pueblo hecho gobierno, del sin sentido entronizado como discurso
político (Bartra, 1987: 150).
El análisis de Bartra es agudo y propone una lectura interesante respecto del inconsciente
287
Para Samuel Ramos (2013, 2001), la figura del “pelao” expresa lo más elemental del carácter del mexicano.
Desde una mirada psicosocial, Ramos ve en el “pelao” la concreción de una cierta inferioridad del mexicano.
Sugiere que “Ostenta cínicamente ciertos impulsos elementales (…) pertenece a una fauna social de categoría
ínfima y representa el desecho humano de la gran ciudad. En la Jerga económica es menos que un proletario”
(2001: 54).
403
cinematográfico que estaría inscrito en la figura de Cantinflas. Este sería una manifestación de
lo que Foucault llama biopoder, esto es, “la manera como se ha procurado, desde el siglo XVIII,
racionalizar los problemas planteados a la práctica gubernamental por los fenómenos propios
de un conjunto de seres vivos constituidos como población: salud, higiene, natalidad, longevi-
dad, razas...” (2009b: 311). Una racionalidad que se articula y “se constituye alrededor de dos
polos: la gestión política de la especie humana a partir de las nuevas categorías científicas y
ya no jurídicas, y la puesta a punto de tecnologías del cuerpo” (Dosse, 2004b: 383). De algún
modo, los gestos y la mímica de Cantinflas que se mueven en sintonía con su flujo incesante
de palabras que dicen para no decir, se configuran como un biopoder en la medida en que el
estereotipo del “pelao” que encarna, se alinean con el cuerpo político mexicano y con la lógica
burocrática, demagógica e institucionalizada que personifica el PRI en tanto “dictadura perfec-
ta”; y esto, de acuerdo con Bartra (1987: 150), no puede ser entendido como “una crítica de la
demagogia de los políticos: [sino que] es su legitimación”.
(…) un mundo de ventajas ilegales, de sexualidad sin erotismo, de poder sin representativi-
dad, de riqueza sin trabajo. Hay en los albures y en las fintas una sutil invitación al soborno:
las reglas del juego se fundan en una venalidad populachera que permite al mexicano evadir
a la policía, estafar a los imbéciles, escapar de la homosexualidad, conseguir coitos fáciles con
mujeres ajenas mientras evita que la propia le ponga cuernos. El pelado vive en un mundo
que, para funcionar, necesita ser aceitado permanentemente: así se construye una sociedad
resbalosa donde todo pierde sentido a cada instante y donde la civilidad es escurridiza y lú-
brica (Bartra, 1987: 150).
El género cabaretero, que se despliega en los espacios marginales de bares, cabarets, burde-
les y salones de baile, plantea la dificultad de sostener la moral tradicional en una época de
404
modernización y crecimiento urbano. Este género, que florece durante la administración del
presidente Miguel Alemán (1946-52), por una parte desvela las retrógradas posturas del me-
lodrama familiar y la ranchera, por la otra se configura como un llamado de atención sobre
las transformaciones sociales que experimenta la sociedad mexicana tras la segunda Guerra
Mundial (Acevedo-Muñoz, 2003). La centralidad de la figura de la prostituta en el cine mexi-
cano justifica hacer un repaso del modo en que este estereotipo se instala y se desarrolla en el
imaginario mexicano, procurando pesquisar aquellos elementos culturales, sociales y políti-
cos que se desprenden de las representaciones que la dibujan como seductora, a veces trágica
y victimizada, otras valiente y desafiante, en ocasiones traicionera y malvada.
La ubicuidad de la prostituta en el cine mexicano conlleva que se le atribuyan una serie de sig-
nificados culturales y simbólicos que muestran diversidad y contradicción. Desde la narrativa
fundacional de la Malinche, consorte y traductora de Hernán Cortés, signada al mismo tiempo
como Madre de la nación y como “puta” traicionera por ayudar a los españoles en la conquista
del imperio azteca, la mujer trasgresora representada como prostituta ocupa un estatus rele-
vante en el imaginario cultural mexicano.288 Los discursos y estereotipos atribuidos a la prosti-
tución contribuyen a revelar la compleja trama de relaciones sociales que históricamente han
modelado la regulación pública y privada del trabajo de las mujeres, sus relaciones sexuales y
el rol que se les asigna como madres y esposas en una nación en que prevalece el logos mascu-
lino. De acuerdo con Sergio de la Mora (2006: 25), “la figura de la prostituta es el emblemático
agente social que encarna las inquietudes, los anhelos y las contradicciones generados por la
transición de la tradición a la (post)modernidad. La prostitución femenina también funciona
para definir los modelos normativos y transgresivos específicos de clase de la feminidad y
masculinidad mexicana, un marcador de los límites socialmente aceptables de la sexualidad y
la moralidad”.
La prostituta fílmica puede ser comprendida como alteridad, en la medida en que es represen-
tada como una Otra social necesaria, por ejemplo, para instaurar el nuevo culto a la domes-
288
“La Malinche –en la leyenda mexicana– es la Gran Prostituta pagana: fue la barragana de Hernán Cortés y
se ha convertido en el símbolo de la traición femenina. Malintzin fue hija de los caciques de Painala; siendo
pequeña murió su padre y su madre se casó con otro cacique, de quien tuvo un hijo. Aquí se inicia la historia de
traiciones femeninas: la madre de Malintzin, para deshacerse de ella y asegurar la herencia del cacicazgo a su
nuevo hijo, la regaló a unos indígenas de Xicalango aunque anunció que había muerto: los de Xicalango la dieron,
posteriormente, a los de Tabasco, y éstos se la regalaron a Cortés. Así es como Malíntzin, apenas adolescente, se
convirtió –como dijo el poeta Rafael López– en ‘frágil y olorosa raja de canela en el chocolate del Conquistador’”
(Bartra, 1987: 178).
405
ticidad femenina promovido por el porfiriato (1876-1910).289 Su figura también fue útil para
contribuir a establecer las norma morales promovidas por los gobiernos de la postrevolución
mexicana (1920-1940), los cuales perseguían instaurar una “moral revolucionaria” que a la
larga se transformó en una “moral burocrática” y censuradora, que no permitía, por ejemplo,
las representaciones explícita de la sexualidad o los desnudos en el cine, haciendo de la figura
de la prostituta la encarnación del placer y los peligros ocasionados por la modernidad desen-
frenada. A partir de los años cincuenta la prostituta es vista como el mal necesario de una mo-
dernidad sin modernización, al mismo tiempo en que se configura como refugio casi materno
para el macho herido o bien como objeto de la descarga violenta del proxeneta. En los ochenta
su figura se banaliza al extremo, haciendo explícita la cosificación del cuerpo femenino como
territorio de dominación masculina. En los años noventa la prostituta fílmica emerge como un
recurso retórico que trasgrede normas morales, familiares y sexuales.
289
Como ha observado Sergio de la mora (2006: 26), “las campañas de pureza social y anti vicio de principios de
siglo xx, centradas en el trabajo sexual y las mujeres que trabajaban en cabarets, registran la politización de la
sexualidad, el trabajo, el ocio, y la enfermedad. Los discursos sobre el género, la familia, la nación, la ciudadanía,
la criminalidad y la salud pública, también permitieron la construcción de “sexualidades peligrosas”, ayudaron
a la normalización de la heterosexualidad, y reprodujeron las estructuras patriarcales que lo sustentaban, al
mismo tiempo que abrían un espacio para el debate y la resistencia”
406
La prostituta fílmica se constituye en un estereotipo que exterioriza las variaciones que, a lo
largo del siglo veinte, van normalizando y naturalizando prácticas y saberes ligadas al sexo, la
sexualidad y el género que hacen de la seducción y el erotismo mexicano “un juego donde el
placer se mezcla con lo involuntario y el consentimiento con la inquisición” (Foucault, 2013a:
95). La prostituta fílmica muestra los avances de la modernidad como un espacio de conflicto,
contradicción y utopía. Sergio de la Mora (2006: 66) propone que la figura de la prostituta es
una alegoría de la nación y que el discurso sobre la prostitución “revela las relaciones sociales
que han configurado históricamente la regulación pública y privada del ejercicio sexual de la
mujer”. Desde mi punto de vista, la representación fílmica de la prostituta no es tanto una ale-
goría de la nación, sino más bien una demostración del modo en que la dominación patriarcal
cosifica a la mujer e instala normas y códigos de conducta que definen lo permitido y lo pro-
hibido, lo prescrito y lo ilícito.
Siguiendo a Michel Foucault, podemos sostener que la prostituta fílmica se configura como un
dispositivo de sexualidad,290 que “funciona según técnicas móviles, polimorfas y coyunturales
de poder. (…) El dispositivo de sexualidad no tiene como razón de ser el hecho de reproducir,
sino el de proliferar, innovar, anexar, inventar, penetrar los cuerpos de manera cada vez más
detallada y controlar las poblaciones de manera cada vez más global” (2013a: 130). Por lo
tanto, la prostituta fílmica contribuye en la codificación de un conjunto de prácticas, saberes,
discursos y visualidades que vincula a las mujeres con un nuevo conjunto de limitaciones y las
somete a relaciones de poder asimétrico. Así por ejemplo, en la película Santa vemos como la
prostituta condensa la ideología masculina que históricamente ha puesto la sexualidad de la
mujer bajo el control de la doctrina religiosa. Santa, como diría Roger Bartra (1987), es una
“Chilangalupe” que muestra las dos caras impuestas a la mujer mexicana como puta/virgen.
En ella se plasman las contradicciones de una moral judeocristiana que victimiza y castiga a
las mujeres que trasgreden la norma social de llegar virgen al matrimonio, para que luego sea
su calvario lo que la sacraliza.
290
Foucault (2013a) sostiene que las relaciones de sexo dieron origen a dos tipos de dispositivos el de alianza y
el de sexualidad. El dispositivo de alianza implica todas aquellas relaciones de matrimonio, parentesco, heren-
cia, linaje. Para Foucault (2013a: 129) “el dispositivo de alianza, con los mecanismos coercitivos que lo aseguran,
con el saber que exige, a menudo complejo, perdió importancia a medida que los procesos económicos y las
estructuras políticas dejaron de hallar en él un instrumento adecuado o un soporte suficiente. Las sociedades
occidentales modernas inventaron y erigieron, sobre todo a partir del siglo XVIII, un nuevo dispositivo que se le
superpone y que contribuyó, aunque sin excluirlo, a reducir su importancia. Éste es el dispositivo de sexualidad”.
407
En suma, como ha observado de la Mora (2006), estas primeras versiones de las prostitutas en
el celuloide pueden ser comprendidas como versiones sexualizadas del arquetipo de la mujer
mexicana sufriente y autosacrificada. Son emblemas de una modernidad conflictuada que se
encuentra atrapada entre la moral tradicional y el enviste de la industrialización, la mecaniza-
ción y la vida urbana como un tejido de incertidumbres por conocer. Como ha observado Ana
López (1993: 160), con el advenimiento del género cabaretero emerge “la primera ruptura
decisiva con la mentalidad porfiriana” y con ello comienza a instalarse el estereotipo de la
prostituta trágica. Así por ejemplo, en la película Víctimas del pecado (1950) de Emilio Fernán-
dez, se aborda la problemática compleja de la maternidad y el trabajo sexual, pero a diferencia
de lo que ocurre en Salón México, no se castiga a la prostituta con la muerte. En consecuen-
cia, la estereotipación cultural de la prostituta fílmica establece, a lo largo el siglo veinte, una
conexión entre representación (estereotipos), diferencia (alteridad) y poder (dispositivo de
sexualidad), mostrando que la ubicuidad de la prostituta en el cine mexicano encarna las an-
siedades, deseos y contradicciones de la modernidad mexicana.
Uno de los aspectos socioculturales que en mi opinión son relevantes en la construcción del
sujeto popular y su devenir pueblo, es aquel que tiene lugar dentro del territorio espacial del
barrio y la vecindad. Ambas entidades poseen una doble dimensión: como espacio físico (geo-
408
gráfico, geométrico, de calles, casas, plazas, edificaciones etc.) y como espacio simbólico (prác-
ticas culturales, cotidianas, amorosas, cívicas, judiciales, delictuales, etc.). Tiene también una
doble existencia: una vez objetivamente en la materialidad diaria de los sujetos concretos y
reales y, una segunda vez, en las representaciones sociales e interpretaciones visuales, sono-
ras, literarias que el mundo artístico e intelectual hacen de aquellas existencias marginaliza-
das (Bourdieu, 2008b).
La vecindad como espacio simbólico comienza a figurar ya en el siglo XIX en las crónicas, no-
velas y grabados, que describen los barrios marginales como espacios lúgubres donde flore-
ce el resentimiento, la delincuencia y la promiscuidad. Así por ejemplo lo consigna el diario
El Imparcial que en 1908 publicó una serie de artículos sobre La Bolsa; un barrio periférico
ubicado al noroeste de Ciudad de México. La crónica fabricó una imagen en la que resaltaban
los crímenes pasionales, la miseria y la delincuencia. El tono utilizado por el reportero para
narrar su recorrido por el barrio parecía querer recordar el descenso al infierno de Dante,
describiendo el estado de los edificios como decrépitos, a los niños como hambrientos y mo-
lestosos, en tanto los residentes en general fueron catalogados como sujetos mal avenidos,
con un habla rudimentaria, entre los que abundan borrachos y gentes de aspecto peligroso. El
relato concluía señalando “que La Bolsa era un foco de ‘infección, mal e infamia’ y que debía ser
demolido” (Garza, 2013: 33).
291
Henri Lefebvre propone que el barrio “es una forma de organización concreta del espacio y del tiempo en la
ciudad. (…) Las relaciones del centro urbano con la periferia son un factor (una variable) importante. Pero no es
el único. El espacio social no coincide con el espacio geométrico; este último, homogéneo, cuantitativo, es sólo el
común denominador de los espacios sociales diferenciados, cualificados. El barrio (…) sería la mínima diferencia
entre espacios sociales múltiples y diversificados, ordenados por las instituciones y los centros activos. Sería
el punto de contacto más accesible entre el espacio geométrico y el espacio social, el punto de transición entre
uno y otro; la puerta de entrada y salida entre espacios cualificados y el espacio cuantificado, el lugar donde se
hace la traducción (para y por los usuarios) de los espacios sociales (económicos, políticos, culturales, etc.) en
espacio común, es decir, geométrico” (1978: 200-2001)
409
Carlos Monsiváis (2011c) ha fijado el inicio de la vecindad como espacio de reconocimiento
cultural a partir de la década de 1930. Literatura, prensa, fotografía, teatro de revista, antro-
pología social y, principalmente el cine, contribuyen a establecer la vecindad como punto de
partida para esclarecer lo popular urbano. La vecindad fílmica, principalmente durante la épo-
ca dorada, le otorga al barrio un aura y es allí donde “la comunidad capitalina aprende el habla
del momento y el vocabulario que cada cinco o diez años varía; el sentido del detalle y su con-
versión en chismes y apodos y burlas y admiraciones; la vulgaridad que es la falta de trámites
del habla y del lenguaje corporal; los matices y delicadezas que trae consigo la solidaridad;
el aprendizaje del respeto a lo contiguo (costumbres, vestuario, actitudes) que es parte de la
tolerancia como requisito urbano” (Monsiváis, 2011c: 84). En el cine, la vecindad adquiere ca-
rácter de institución social en donde se despliegan “las emociones convencionales y no tanto,
los secretos a voces y el intercambio de biografías que –clásicamente– elevan los lavaderos al
rango de confesionarios o ‘divanes psicoanalíticos’ que circulan con celeridad de látigos de
feria” (Ibíd.: 77). Así, el vecindario fílmico se configura como un microcosmos social que se
vuelve el lugar de los posibles, sean éstos melodramáticos, cómicos o tragicomedias que tejen
el espíritu cultural de las vecindades: amoríos que terminan en matrimonios desdichados, ma-
dres tuberculosas que deben espiar a la distancia el crecimiento de sus hijos, ancianas paralíti-
cas y mudas que vigilan la alacena en donde guardan el dinero para su funeral, jovencitas que
desprecian a la prostituta del barrio sin saber que es su madre, vecinos solidarios, chismes al
mayoreo, injusticias a granel. Todas estas acciones, actitudes, relaciones van conformando un
espacio social del cual no sería exagerado decir –como propone Monsiváis (2011c: 85)– “que
la Vecindad cinematográfica es la Vecindad del país entero”.
410
Esta mirada fílmica sobre la vecindad y la cotidianidad se irá transformando y adquiriendo
nuevas significaciones y sentidos conforme transcurre el siglo veinte. Durante la época dora-
da, películas como Campeón sin corona, Esquinas bajan, Nosotros los pobres y El rey del barrio,
entre muchas otras, presentan la vecindad como un espacio social idealizado en el que tienen
lugar las solidaridades, los chismes y los pleitos que hacen de la vecindad una suerte de fami-
lia extendida, en donde “el melodrama teatraliza el juego de las clases sociales” (Monsiváis,
2011c: 86). Con el cine de aliento de los años sesenta y setenta, la vecindad deja de ser el
espacio social relevante y pasa a ser la ciudad la que funciona como telón de fondo frente al
que se despliegan las relaciones sociales y la vida marginal. Esto responde al contexto social y
político que evidencia que “en treinta años (1950-1980), la capital abandona su organización
razonable, (…) se transforma en megalópolis o cadena de ciudades (la meta no tan disimulada:
que todo el país sea la capital ampliada)” (Ibíd.: 191). Es dentro de este contexto en el que pe-
lículas como La banda de los panchitos dejan de presentar el barrio y la ciudad como espacios
sociales amistosos, para convertirlo en un territorio hostil ocupado por una juventud violenta
y desinhibida. Durante los noventa, en pleno auge del neoliberalismo, el cine asimila y reduce
la ciudad y el vecindario a la individualización de las relaciones sociales. Así, por ejemplo, en la
película Lola, las imágenes de la ciudad están destinadas a significar la relación opresiva que el
entorno ejerce sobre la protagonista, no como una cuestión social, colectiva que afecta a todo
un entorno, sino como una cuestión personal. Es a partir de finales de los años ochenta cuan-
do el barrio comienza a configurarse como un territorio de violencia explícita, drogadicción y
muerte. Películas como Lolo, Hasta morir o Amores perros configuran la vida barrial y lo urba-
no como una escuela de la vida en donde, por sobre todo, se aprende el oficio de delincuente.
411
transformando en un espacio simbólico absorbido por la violencia, la drogadicción y la delin-
cuencia, conforme se instala la ideología neoliberal del miedo.
Para entender la relación entre cine e ideología me parece pertinente sumergirnos en los me-
canismos de transferencia ideológica (o modus operandi) a los que echa mano el cine para uni-
versalizar y naturalizar determinadas representaciones del mundo marginal. Lo ideológico,
como sugiere Jesús Martín-Barbero (2002: 54), “trabaja en el ámbito de los procesos y siste-
mas de codificación de la realidad y esos sistemas de codificación ‘no son meras excrecencias
de las condiciones materiales sino todo lo contrario: constituyen una dimensión central de
las condiciones materiales mismas, puesto que determinan la significación de las conductas
sociales y las condiciones materiales no son otra cosa que relaciones sociales’”. Al naturalizar
y universalizar ciertos aspectos de la vida marginal, el cine fabrica significaciones que entran
en relación con las jerarquizaciones, distinciones y combinaciones de la organización de lo
semántico, que se encuentra “hegemonizada por algún contenido particular que tiñe esa uni-
versalidad y explica su eficacia” (Zizek, 2005a: 137).
A lo largo de este estudio he planteado que las ideologías inscritas en las representaciones fíl-
micas de la marginalidad son un componente activo y constituyente del modo en que se hace
percibir (y se percibe) la subjetividad marginal. He sostenido que el cine se configura como un
aparato ideológico que difunde y reproduce un conjunto de conceptualizaciones acerca de la
vida marginal a través de un discurso que, como diría Althusser, interpela a los espectadores
en cuanto sujeto. Como institución socialmente legitimada para hablar, mostrar, seleccionar,
objetivar y reproducir representaciones del mundo social, el cine hace circular masivamente
imaginarios que contribuyen en la formación de las subjetividades.
Las representaciones, los significados y las significaciones adosadas a ellas sirven, bajo contex-
tos sociales particulares, para mantener relaciones de dominación a través de la producción
simbólica. Como señala John B. Thompson (1993: 90), para comprender la relación entre cine
e ideología es útil “identificar ciertos modos generales de operación de la ideología e indicar al-
gunas de las formas en que se pueden vincular, en circunstancias particulares, con estrategias
de construcción simbólica”. En el capítulo primero esbocé la existencia de cinco modos gene-
rales mediante los cuales opera la ideología: la “legitimación”, la “simulación”, la “unificación”,
la “fragmentación” y la “cosificación” (Thompson, 1993). Ahora parece necesario especificar y
analizar brevemente cado uno de estos modus operandi de la ideología, vinculándolos con las
representaciones fílmicas de la marginalidad.
Primero tomaré en consideración la legitimidad. Max Weber (2009) sostenía que las formas
de dominación se pueden establecer y sustentar porque éstas se constituyen como legítimas y
distinguió tres tipos o tipologías ideales sobre las cuales se sostienen estas relaciones de poder
y dominio: la primera es la dominación legal, caracterizada por la racionalidad y el ordenamien-
to jurídico292; la segunda es la dominación tradicional, cuya legitimidad se basa en el carácter
292
Nos dice Weber, con respecto a la dominación legal, que ésta se configura como un aparato administrativo de
carácter burocrático en el cual “el derecho puede ser establecido mediante pacto o por imposición por motivos
de índole racional (racionalidad instrumental o racionalidad wertrational, o ambas), con la pretensión que sea
obedecido al menos por los miembros de la organización. Pero, por lo general, tiene también la pretensión de
ser obedecido por personas que se encuentran en una relación social o realicen determinadas acciones sociales
dentro del ámbito de poder de la organización –o dentro del territorio en el caso de las organizaciones terri-
toriales–, relaciones o acciones que hayan sido declaradas por la organización como relevantes” (Weber, 2009:
67-68).
413
sagrado de la tradición 293; la tercera es la dominación carismática, basada en la cualidad excep-
cional que posee una persona capaz de reunir e influir sobre otros.294
El cine recurre, en distintos grados y de forma diversa, a estas tres tipologías. Por un lado, se
utilizan un conjunto de estrategias audiovisuales que tienen la capacidad de racionalizar el
mundo marginal construyendo “una cadena de razonamientos que buscan defender o justifi-
car un conjunto de relaciones o de instituciones sociales, y por medio de ello persuadir a un
público que es digno de apoyo” (Thompson, 1993: 93). Por otro lado, el cine mexicano apela
a la legitimidad de la tradición, haciendo circular un discurso que ensalza ciertas tradiciones
que deben ser cuidadas, protegidas y sacralizadas. Los ejemplos más evidentes son aquellos
que recurren a la ideología de “los viejos tiempos”, en donde el pasado imaginado e idealizado
responde no tanto a lo que fue sino a lo que se necesita que sea. Aquí se ubican relatos como
los de Allá en el rancho grande en los que el pasado porfirista se presenta como parte de una
tradición inmemorial; o, en la vereda contraria, algunas de las películas de la Revolución mexi-
cana que fabrican al héroe revolucionario como patrimonio nacional. De forma algo más sutil,
pero mucho más presente en el cine mexicano del siglo XX, la legitimación a partir de la tradi-
ción es el recurso al que apelan todas aquellas películas que hacen referencia a los valores y la
moral. Finalmente el star system puede ser visto como como una dominación carismática, en
la medida en que los actores y actrices basan su legitimidad en el supuesto carisma que ellos
encarnan.
293
Weber llama dominación tradicional a aquella cuya “legitimidad se basa y se cree en ella en virtud del carácter
sagrado del poder y del ordenamiento consagrado por el tiempo (“existen desde siempre”)” (Weber, 2009: 85).
294
“El elemento que determina la efectividad del carisma es el reconocimiento de sus sometidos. Se trata de un
reconocimiento libre, nacido de la entrega a una revelación, al culto del héroe, a la confianza en un líder, y garan-
tizado por alguna prueba, que originariamente era siempre un milagro. Pero este reconocimiento no es, en el
carisma genuino, el fundamento de la legitimidad, sino que el reconocimiento es una obligación que tienen los
sometidos de reconocer esa cualidad en virtud de sus pruebas” (Weber, 2009: 114).
414
lenguaje, de la amplitud, la vaguedad y la polisemia de las palabras. Esto permite que la utiliza-
ción de ciertos términos en distintos contextos discursivos, contribuya a que un mismo hecho
adquiera connotaciones diversas por medio de un imperceptible cambio de sentido (Thomp-
son, 1993). Así por ejemplo, la utilización de la violencia –sea esta simbólica o física– como
mecanismo para producir risa, no solo contribuye a banalizar la violencia, sino que puede
contribuir a que se la cargue de una valoración positiva.
295
Entiendo por tropo, siguiendo a Hayden White (1992, 2003), el uso de una figura retórica que consiste en la
utilización de las palabras en un sentido no literal. Existen diferentes clasificaciones de tropos, los más utilizados
son la metáfora, la metonimia y la sinécdoque. White añade a esta tríada la ironía como cuarto tropo narrativo.
415
La metáfora se constituye como otro de los dispositivos retóricos que facilitan la simulación.
Por lo general las expresiones metafóricas establecen una tensión en el orden el discurso ya
que, al combinar términos extraídos de diversos campos semánticos, predominan las asocia-
ciones sustitutivas. Thompson (1993) sugiere que las metáforas pueden contribuir a disimu-
lar las relaciones sociales asimétricas, puesto representan a los individuos y grupos dentro de
tramas de significación que pueden acentuar o minimizar ciertos rasgos a expensas de otros,
cargándolos con un sentido positivo o negativo. Así por ejemplo, el estereotipo de Cantinflas
puede ser leído como una metáfora trivializada, “que podría ser útil para definir el estilo polí-
tico de los burócratas del gobierno” (Bartra, 1987: 148).
La fragmentación emerge como el cuarto modo por virtud del cual opera la ideología. Si la
unificación tiende a homogenizar, la fragmentación tiende a diferenciar y separar a los grupos
que podrían constituir una amenaza efectiva para las élites dominantes. “Aquí, la estrategia
típica de construcción simbólica es la diferenciación, es decir, el hecho de enfatizar las distin-
ciones, diferencias y divisiones que hay entre los grupos e individuos, las características que
los desunen e impidan que se constituyan en un desafío efectivo para las relaciones existentes
416
o en un participante efectivo en el ejercicio del poder” (Ibíd.: 98). Ejemplo de esto es el modo
maniqueo en que el cine de la época dorada divide la sociedad entre pobres buenos y ricos
malos. Sin embargo dentro de un mismo grupo social, las relaciones quedan fragmentadas a
partir de oposiciones binarias: lo bueno/lo malo, lo permitido/lo prohibido, lo deseable/lo
indeseable, de modo que los sujetos marginales son representados bajo la apariencia de una
división insalvable que los va ubicando esquemáticamente a uno u otro lado de la oposición.
El quinto modus operandi de la ideología es la cosificación. Aquí la ideología opera para esta-
blecer un determinado orden social como si éste fuera natural, permanente y atemporal. “Así,
la ideología como cosificación implica la eliminación o la ofuscación del carácter social e his-
tórico de los fenómenos sociohistórico” (Thompson, 1993: 99). Al naturalizar comportamien-
tos, formas de ser, estilos de vida, relaciones sociales, el cine cosifica aquello que naturaliza y,
al mismo tiempo, lo eterniza. De este modo, “los fenómenos sociohistóricos son privados de
su carácter histórico al ser retratados como permanentes, invariables y siempre recurrentes”
(Ibíd.: 99). Así por ejemplo, en las películas de albures y sexi-comedias de los años ochenta, la
cosificación del cuerpo femenino muestra a la mujer signada como objeto de deseo, como un
bien de consumo sexual naturalizado y, con ello, se contribuye a la eternización de la domina-
ción masculina.
En suma, estos cinco modos de operación de la ideología (que no deben entenderse en forma
pura y clausurada), permiten describir algunas de las estrategias mediantes las cuales la pro-
ducción cinematográfica lleva a cabo el proceso de significar y clasificar el mundo social. Estas
significaciones se instalan en el campo social de forma fácilmente legibles y por ello legitima-
das, contribuyendo a establecer y mantener relaciones de poder asimétrico. Accedemos así a
los modos de reproducción del mundo social desde la episteme de la modernidad, imaginada
cinematográficamente.296 Por lo tanto, los diversos mecanismos ideológicos inscritos en las
representaciones fílmicas se estructuran, siguiendo a Pierre Bourdieu, “como interacciones
296
Me parece necesario señalar, siguiendo a John B. Thompson, que estos cinco modos de operación de la ideo-
logía deben ser considerados como “indicaciones preliminares de un terreno por explorar; deben considerarse
como directrices aproximadas que pueden facilitar la investigación de un tipo más empírico e histórico. Las
estrategias particulares de la construcción simbólica, o los tipos particulares de formas simbólicas, no son ideo-
lógicas en sí: sí el significado generado por las estrategias simbólicas, o transmitido por las formas simbólicas,
sirve para establecer y sostener las relaciones de dominación es una interrogante que sólo se puede responder
al examinar los contextos específicos en que se producen y reciben las formas simbólicas, sólo al examinar los
mecanismos específicos por medio de los cuales se transmiten de los productores a los receptores, y sólo al exa-
minar el sentido que tales formas simbólicas tienen para los sujetos que las producen y las reciben” (1993: 101).
417
simbólicas, es decir, como relaciones de comunicación que implican el conocimiento y el re-
conocimiento (…) [de] relaciones de poder simbólico donde se actualizan las relaciones de
fuerza entre locutores y sus respectivos grupos” (1999a: 11).
Los usos del pueblo realizados por el campo cinematográfico mexicano, muestran al menos
tres modos de inscripción audiovisual: como categoría política, como espectáculo y como
práctica cultural. El uso fílmico del pueblo como categoría política implica, a grandes rasgos,
situar, pensar y hacer visibles aquellos componentes de interés público inscritos en las proble-
máticas de la pobreza, la marginalidad, la explotación, etc. Por ejemplo, en la película Redes el
pueblo como sujeto político cumple la función de mostrar la toma de consciencia de clase de
un grupo de pescadores explotados por los dueños de los medios de producción. Al evidenciar
este proceso la película no solo muestra la posibilidad política de resistir y combatir la opre-
sión, sino también reinstala la elucidación de lo público como espacio y posibilidad para la
convergencia de los asuntos de interés colectivo.
El uso cinematográfico del pueblo como espectáculo –que es la categoría más utilizada en el
cine mexicano– lo desprende de su condición política para reinsertarlo en tramas despoliti-
zadas. Cantinflas, Tin-Tan, el cine cabaretero, la comedia ranchera, el melodrama familiar, las
películas de albures y sexi-comedias, todas ellas trazan un pueblo que se articula como un
418
recurso retórico en función de una trama que lo banaliza, lo esencializa, lo cosifica y lo feti-
chiza. Al inscribirlo como entretenimiento despolitizado y como espectáculo contemplativo,
confirma, por ejemplo, la condición de objeto sexual de la mujer o bien reduce la condición del
marginal a una categoría cómica.
El uso fílmico del pueblo como práctica cultural implica establecer visibilidades que naciona-
lizan lo popular, haciendo del pueblo una categoría de lo típico-nacional. De este modo, el uso
cinematográfico del pueblo como práctica cultural “se expresa con definiciones tajantes (…)
El cielo de los desheredados es la anécdota histórica, el sacrificio sin recompensas sociales es
la técnica de ocultamiento, la risa vulgar es el idioma de la incomprensión, los ideales son los
templos del resentimiento, y sólo la entrega forzada a la época –el río que todo lo arrasa, el
caudal de sangre que todo lo redime– justifica a los pobres en su matrimonio anónimo (Monsi-
váis, 2006: 17). Películas como Campeón sin corona, Nosotros los pobres, Allá en rancho grande,
Los albañiles, Amores perros, entre otras, exhiben –cada una con un tono discursivo, un registro
y una mirada estética particular de lo popular– un conjunto de prácticas culturales que preten-
den sintetizar una mexicanidad como doxa o sentido común.
Los usos cinematográficos de lo popular muestran que “las tomas de posición sobre ‘el pueblo’
o lo ‘popular’ dependen en su forma y su contenido de intereses específicos ligados en primer
término a la pertenencia al campo de producción cultural y a continuación a la posición ocu-
pada en el seno de ese campo” (Bourdieu, 2000b: 152). Las distintas posiciones desde las que
hablan los productores de bienes simbólicos, en este caso cinematográficos, evidencian una
polivalencia en donde los diversos géneros, así como los distintos temas, van evidenciando
una suerte de ideologización de lo popular, en la medida en que expresan y representan “el
pueblo” y “lo popular” a través de prácticas y discursos que hegemonizan y hablan por el pue-
blo, hablan acerca del pueblo, construyen imágenes y discursos en el cual se habla del pueblo
con palabras prestadas, cargadas de sentido social; y que van estructurando “un conjunto de
reglas implícitas sobre lo que puede ser enunciado o percibido en forma válida dentro de él,
y dichas reglas operan de un modo que Bourdieu llama ‘violencia simbólica’” (Eagleton, 2003:
250).
419
es el tipo de autoridad y legitimidad que está respaldando y cómo, a partir de esa legitimación,
un conjunto de películas contribuyen, primero a la invención y luego a la naturalización de
lo popular, de los sujetos populares, de la cultura popular (Silva Escobar, 2012). Las diversas
obras fílmicas conjugan distintas visiones, estereotipos, tramas de significación que se amal-
gaman en narrativas que, mayoritariamente, disuelven lo popular en lo masivo. Por el otro
lado, se articula aquello que se cree son los sujetos populares, aquello que se necesita que sean
para los distintos proyectos modernizadores: posrevolución, socialismo a la mexicana, desa-
rrollismo, contención de la crisis de los setenta, neoliberalismo. A partir de cada uno de estos
proyectos el cine mexicano objetiva en la pantalla lo popular:
(…) como un espectáculo ofrecido a un observador que adopta ‘un punto de vista’ sobre la
acción y que, importando al objeto los principios de su acción con el objeto, hace como si estu-
ello a intercambios simbólicos. Este punto de vista es el que se adopta a partir de las posiciones
elevadas de la estructura social desde las cuales el mundo social se da como una representación
(…), y desde las cuales las prácticas no son otra cosa que papeles teatrales, ejecuciones de par-
420
Conclusiones marginales
Prefiero la muerte a la gloria inútil de vivir sin ti, “México, País de los cursis”, pro-
claman desde hace décadas analistas, periodistas y vanguardias culturales. Los
ejemplos se prodigan, y las playas se visten de amargura porque tu barca tiene
que partir…
Carlos Monsiváis (2011b: 13)
Entre los capítulos segundo y quinto de este estudio, he trabajado sobre un cuerpo de películas
ordenadas dentro de cuatro grandes períodos –cine mudo, época de oro, nuevos cines, neoli-
beralismo-, que me permitieron conformar estratos de visibilidad respecto de la representa-
ción fílmica de la marginalidad y la pobreza. Estos estratos, como diría Gilles Deleuze (1987:
75), “son formaciones históricas, positividades o empiricidades. ‘Capas sedimentarias’, hechas
de cosas y de palabras, de ver y de hablar, de visible y de decible, de superficies de visibilidad y
de campos de legibilidad, de contenidos y de expresiones”. Cada uno de estos estratos me per-
mitió configurar ventanas de visibilidades a través de los cuales intenté pesquisar relaciones
de poder simbólico e ideológico, entendiendo que estos corpus de películas están insertas en
tramas históricas que, al ser analizadas en su especificidad, permiten analizar las singularida-
des inscritas en un filme, teniendo en mente “que cualquier película reflejará inevitablemente
lo que podría denominarse su lugar en la distribución global del poder cultural” (Jameson,
1995: 18).
Cada estrato posee, entonces, maneras de mostrar y de hacer ver, maneras de decir y formas de
enunciar, que remiten a la idea de que en el cine “se habla de lo que se ve, que se ve aquello de
lo que se habla, y que las dos cosas se encadenan” (Deleuze, 1987: 94). Este encadenamiento,
que se produce en la complejidad de una obra concreta, me llevó a trabajar cada película como
una singularidad, teniendo a la vista que cada escena, cada secuencia examinada contribuía en
la conformación una estratigrafía particular constituida por un grupo de obras que respondían
a un a priori histórico. Al sumergirme en la temporalidad histórica –arbitrariamente delimi-
tada-, me permitió no solo ordenar las películas dentro de una secuencialidad operativa para
trabajarlas como dispositivos de poder cultural, sino también me permitió abordar las cintas
en su relación intra-estratigráfica, buscando pesquisar relaciones genealógicas y comparati-
vas dentro de un mismo período.
A partir de una interpretación crítica de cada uno de estos estratos, busqué establecer un mon-
taje que, a través de las películas y las representaciones que éstas hacen de la marginalidad y
la pobreza, me permitieron acceder al cine como dispositivo de poder cultural y como práctica
significante que no solamente objetiva visibilidades y discursos de la marginalidad, sino tam-
bién se constituye en parte integrante de la cultura de la cual procede. Este trabajo de montaje
me permitió aprehender el campo cinematográfico mexicano y su diversidad, para develar los
imaginarios, las ideologías, los habitus de clase, las mitologías, las subalternidades, y las rela-
ciones de poder simbólico detectables en las representaciones fílmicas. Posteriormente, en el
capítulo sexto, este proceso de montaje fue tensionado mediante un proceso de desarticula-
ción (o desmontaje) de las distintas temporalidades, e intenté conformar una interpretación
teórica-crítica de las relaciones, las herencias, los contagios, las ideologías, las continuidades
y discontinuidades detectables entre los distintos períodos, vinculándolos con la episteme
422
de una modernidad mexicana imaginada cinematográficamente que hace un uso fílmico de la
marginalidad.
A lo largo de esta investigación he podido comprobar la pluralidad de maneras con que el cine
mexicano ha fabricado las representaciones de la marginalidad. Ellas responden a diversos
factores, tales como si una película posee una orientación comercial, de autor o política; o del
contexto histórico en el que una determinada producción se encuentra inmersa. Sin embargo,
más allá del contexto y la orientación de cada filme, esta pluralidad se encuentra atravesada
por el hecho de que al cine, por un lado, le concierne el reino de lo visible y ese hecho, que a
primera vista puede parecer evidente, le otorga a la producción cinematográfica un enorme
poder simbólico. En el caso específico del cine mexicano, estas visualidades cuentan con un
aliado excepcional: “el azoro ante los poderes tecnológicos (la rendición ante la ‘magia de la
pantalla’), es a tal punto absoluto que todo lo autoriza: idealizar desesperadamente –y sin que
esto se advierta contradicción- a la provincia y al medio rural, rodear de condenas admirativas
al medio urbano; exaltar el régimen patriarcal; convertir en virtudes las debilidades sociales
y defender a ultranzas (y escarnecer como no queriendo) los valores del conservadurismo”
(Monsiváis, 1993: 14).
Desde una mirada teórica he considerado al cine mexicano como un texto en el cual no sólo se
habla, se nombra y se representa la marginalidad, sino que se constituye como “un hecho en sí
mismo, un hecho que participaba en la producción de cierto tipo de sujeto” (Stam, Burgoyne
y Flitterman-Lewis 1999: 211). De este modo, en la producción cinematográfica del sujeto
marginal vemos como aparecen ciertas constantes que se repiten de una película a otra, de un
estrato a otro: los espacios sociales (la vecindad, la cantina, el cabaret, el rancho, la hacienda,
la iglesia); ciertas figuras (la puta, el charro, la madre, la esposa, el delincuente, el proxeneta,
el pelao, el cura); ciertas miradas políticas (la corrupción institucionalizada, la despolitización
de la corrupción, el nacionalismo idealizado). Carlos Monsiváis (1993: 13), plantea que el cine
mexicano, en cuanto mitología nacional, ha logrado establecer “una muy valiosa información
de conjunto sobre las creencias y modos de vida del siglo entero en el país, los estilos lingüís-
ticos, la idea de lo bello, lo vulgar y lo turístico, las formas elevadas o degradadas de la cultura
popular, las integraciones y desintegraciones de la moral tradicional”.
423
Cada una de los estratos analizados presenta continuidades y discontinuidades que expo-
nen la marginalidad ya sea como una categoría política, como prácticas culturales o como
espectáculo complaciente. Y las similitudes y diferencias revelan ramificaciones, contagios,
herencias y filiaciones, que presentan una variedad más bien limitada de construir repre-
sentaciones del otro-marginal. De modo que las relaciones genealógicas que he intentado
clasificar/desclasificar en este estudio, se encuentran atravesadas por una suerte de iteración
simbólica.297 Este concepto ayuda a comprender el modo en que las representaciones fílmicas
contribuyen al proceso de aculturación impuesto desde la élite mexicana, modelando un ima-
ginario de lo popular, la pobreza y la marginalidad que instala y reitera –con sus variaciones,
continuidades, discontinuidades y sedimentaciones- unos modos de ver modernos, que van
conformando un conjunto de signos o constelaciones de significados que entran en una rela-
ción significante y significativa con los sujetos y su contexto cultural. Esta relación se produce
a partir del vínculo que se establece entre imagen y discurso, entre codificación y decodifica-
ción, entre representación y representados.
Estos modos de ver se instituyen dentro del campo social a partir de la circulación reiterada
de una serie de representaciones de estilos de vida y formas socialmente legitimadas de com-
portamientos, que se constituyen en imperativos culturales: “lloren, arrepiéntanse, disfruten
de la bonita unidad familiar, juren nunca faltarle a la norma, desaparezcan de este valle de
lágrimas con una sonrisa de indulgencia, emborráchense como si condujesen a una muche-
dumbre al palacio municipal, llévenle serenata al pueblo entero, besen la mano de la madre-
cita, trasládense al final feliz más cercano” (Monsiváis, 1993: 15). Estas recurrencias fabrican
atavismos que se configuran como constelaciones discursivas de lo popular estableciendo
una serie de significados, que imponen ideas acerca de la nación, el género, la ética, la moral
y la religiosidad de los sujetos subalternos, y con ello, se va configurando un territorio en
“donde la iterabilidad simbólica de la sociedad moderna puede encontrar expresión en cons-
trucciones ficcionales autodescriptivas bajo la forma de identidad o cultura” (Mascareño,
2007: 73).
297
Tomo prestado el concepto de iterabilidad simbólica de Aldo Mascareño (2007) y de Jorge Larraín (2007).
Esta noción implica entender que la iteración simbólica parte “del supuesto que todo signo debe ser repetible,
y le pone límites a la intencionalidad del autor como responsable de la significación. Existiría una especie de ley
de contaminación que impediría decidir entre actos intencionales y repeticiones parasíticas que nunca pueden
ser excluidas. Así la cultura o campo de significación carecería de significados fijos o referidos a algo más allá
del discurso. Los significados se autonomizan y dependen más bien de la interrelación de significantes, de estas
repeticiones o citas que inevitablemente interfieren los significados intencionados”” (Larraín, 2007: 115).
424
Si bien en esta investigación me he concentrado en analizar los procesos de codificación y no
cómo éstos son leídos e interpretados por una audiencia; me parece necesario señalar que, en
general, los contenidos de los textos cinematográficos son polisémicos o abiertos a la interpre-
tación y, como sostiene Stuart Hall (1993), no poseen un significado unívoco, sino que pueden
ser leídos de formas distintas por distintas personas, no sólo en función de una situación social
sino también en cuanto a sus ideologías y deseos.298 No obstante, “las audiencias no ven sólo
lo que quieren ver, ya que un mensaje (o programa) no es simplemente una ventana abierta
al mundo, sino que es una construcción” (Morley, 1998: 422); que lleva inscrito mecanismos
significadores que estimulan ciertos significados. Por otro lado, me parece necesario tener en
cuenta que “el poder de los espectadores para reinterpretar los significados difícilmente pue-
de compararse al poder discursivo de las instituciones mediáticas centralizadas a la hora de
construir los textos que el espectador interpreta a continuación” (Ibíd.: 434).
298
Stuart Hall (1993) lleva razón cuando plantea que los contenidos mediáticos son susceptibles de distintas
lecturas basadas en contradicciones políticas e ideológicas; y que, estas distintas estrategias de lectura respecto
de la ideología dominante pueden calificarse en tres categorías: 1) la lectura dominante producida por un espec-
tador cuya situación es la de quien acepta la ideología dominante y la subjetividad que esta produce; 2) la lectu-
ra negociada que produce el espectador que en gran medida acepta la ideología dominante, pero cuya situación
en la vida real provoca inflexiones críticas; y 3) la lectura resistente producida por aquéllos cuya situación y
conciencia social les sitúa en una relación de oposición directa respecto de la ideología dominante.
425
lares sin contradicciones, puesto que son mundos despolitizados en los que los pobres resig-
nadamente asumen su condición, e incluso se dota la miseria de cualidades y valores positivos.
Estamos en presencia de una mirada higienizada y condescendiente de la marginalidad, que
suprime cualquier contenido radical y en cambio autoriza la glorificación de lo pintoresco.
La tercera, la mirada trivializante, son construcciones que se empeñan por confeccionar re-
presentaciones que tienden a minimizar la marginalidad, situándola como una problemática
social irrelevante y proyectando una imagen de los sujetos marginales como pasivos. La mar-
ginalidad no es más que un recurso retórico para cosificar y explotar la condición de pobreza
como un asunto vendible, que se materializa, fílmicamente, “en las distintas resonancias de un
idioma pobre, en tradiciones profundas de apariencia banal, en la sexualización de los espec-
táculos, en el número de hijos que garantiza la continuidad, no de la especie sino del engendra-
dor, en la devoción religiosa como constancia metafísica y segura de vida, y en la decisión de
sobrevivencia como ignorancia del pasado y temor al futuro” (Monsiváis, 1981: 52).
426
de imágenes más o menos articuladas en una línea de tiempo. Roberto Aceituno (2012a: 56)
sugiere que el imaginario es “proyección, montaje y, con ello, convoca el mundo de los semejan-
tes o de ‘los extranjeros (…). Se trata entonces, más que de la imagen imaginada, de la imagen
como zona, espacio, recorrido, cartografía, tal vez como objeto”. Gilles Deleuze (1987; 1996)
planteó, tanto respecto al cine como a la literatura moderna, que la función fabuladora con-
siste en inventar un pueblo, un pueblo que falta, un pueblo ausente. De ahí que el imaginario
pueda ser comprendido como el territorio en el que tiene lugar representaciones que no están
(Aceituno, 2012a).
Sin embargo, la industria cultural mexicana, en tanto producción industrial de los imaginarios,
coloniza un repertorio más o menos definido y restringido de imágenes de aquello que se en-
tiende y se quiere dar a entender respecto de la marginalidad, la pobreza, el pueblo y lo popu-
lar. Para ello hace circular y sedimenta representaciones fílmicas que se configuran como co-
dificaciones unitarias, más o menos unificadas, que perfilan identidades culturales definidas,
donde lo popular se desvanece en lo masivo. Los estereotipos, las tipificaciones y las ideologías
van instalando un tiempo fáctico y normativo, en el que el pueblo falta porque se lo excluye y
se lo despoja de su diversidad a través de construcciones despolitizadas que remiten a agentes
singulares. Se personaliza la marginalidad como si se tratara de una cuestión independiente
de lo social, de lo colectivo, de lo comunitario.
Hannah Arendt ha sugerido que la filosofía tiene buenos motivos para no encontrar nunca
el lugar en donde surge la política. Señala que el ser humano no es un zoom politikon (ani-
mal político) per se, no es una entidad política por naturaleza, como si en sus más profundas
427
fibras algo político perteneciera a su esencia. Por el contrario, propone que “la política nace
en el Entre–los–hombres, por lo tanto completamente fuera del hombre. De ahí que no haya
ninguna substancia propiamente política. La política surge en el entre y se establece como re-
lación” (1997: 46). Siguiendo los planteamientos de Arendt, podemos imaginar que si el cine
mexicano (o parte de éste) tuviera por objetivo construir un discurso político, o para decirlo
en los términos de Arendt una acción política, tendría que intentar articular espacios de inte-
rrelación entre sujeto y comunidad: un espacio activo de relaciones intersubjetivas en las que
el espacio público sea el núcleo en el que confluyan distintos actores que se relacionan en el
juego mutuo del poder y del estar juntos. A fin de cuentas, como nos recuerda Hannah Arendt:
“Este mundo de relaciones no ha nacido por la fuerza o la potencia de un individuo sino por la
de muchos que, al estar juntos, generan un poder ante el cual la más grande fuerza del indivi-
duo es impotente” (1997: 106).
Las diversas articulaciones que adopta el campo cinematográfico mexicano –cine comercial,
autoral, picaresco, etc.- muestra una tendencia a ideologizar y mitificar la imagen de la margi-
nalidad y la pobreza bajo esencializaciones que inscriben la figura del marginal bajo rótulos,
etiquetas o estereotipos que perfilan la imagen de la marginalidad bajo acciones fácilmente
reconocibles y gobernables: la abnegación de la madre complaciente, el sufrimiento como me-
dida para la virtud, la violencia como identidad proletaria, el chismorreo como mecanismo
299
Se me podrá objetar que el cine tiende a singularizar sus trama por una cuestión de economía discursiva y
gobernabilidad que le permitan la manipulación y el control de una historia que no es como la vida misma sino
un recorte de ésta; en el que “la eficacia de una película está en su credibilidad, en lo verosímil de sus unidades
audiovisuales, en su pertinencia con la realidad elaborada dentro de la película” (Gallardo, 2008: 81). Sin em-
bargo, como vimos en el capítulo sexto, existen algunas representaciones que logran traspasar la espesura de la
singularidad e instalan una pluralidad social, donde lo privado hace eco de lo público a través de encadenamien-
tos retóricos, visuales o discursivos que permitan mostrar hechos singulares o singularizados como relaciones
de interés general, haciendo aparecer un pueblo que faltaba.
428
de socialización, entre otras. Estas tipificaciones culturales tienden a hacer ver y entender la
marginalidad como una esfera autónoma que se encuentra desprendida de toda historicidad;
es decir, se fabrican imágenes y discursos que hacen circular un visión y una versión de la mar-
ginalidad donde los pobres, la miseria, la violencia, se encuentra despojada del vínculo que se
establece entre relación social y tiempo histórico.
Para finalizar quisiera referirme, brevemente, al barroquismo inscrito en buena parte de la ci-
nematografía mexicana del siglo veinte que, a mi modo de ver, se constituye como una cualidad
cultural que es transversal a toda la cinematografía analizada. El barroquismo cinematográfico
mexicano tiene directa relación con la episteme de la modernidad (y con el capitalismo) y, por
consiguiente, con el modo en que la práctica cinematográfica se inserta en su relación comple-
ja con los contextos sociales, culturales y políticos que la cobijan y posibilitan.
429
las ciudades mestizas del siglo XVII y XVIII” (Echeverría, 2011: 189).300 Este autor reconoce en
el barroco la conjunción de una representación, una missinscena assoluta que busca articular
una realidad holística; donde “la acción estetizadora no se conecta en ella solamente con una
parte o una perspectiva del mundo, sino con el mundo como un todo” (2010a: 160). Gilles De-
leuze propone la noción de pliegue para entender lo barroco;301 el pliegue se configura como
un concepto operativo, puesto que “el Barroco no remite a una esencia, sino más bien a una
función operatoria, a un rasgo. No cesa de hacer pliegues” (1989: 11).
El pliegue infinito como barroquismo cinematográfico puede ser leído como el espacio de lo
múltiple. Es el lugar de las operaciones en las que se despliegan y repliegan las variaciones
que muestran una construcción poliédrica, que “no solo es lo que tiene muchas partes, sino lo
que está plegado de muchas maneras” (1989: 11). El barroquismo cinematográfico se expresa
como una arquitectura que entrelaza la decorazione ossoluta y la missinscena assoluta bajo el
juego de los pliegues y despliegues “que ya no significan simplemente tensar-destensar, con-
traer-dilatar, sino envolver-desarrollar, involucionar-evolucionar” (Ibíd.: 17). De este modo,
decoración y escenificación absoluta se pliegan, despliegan y repliegan, no solo afectando a
todas la materias de la representación de la marginalidad fílmica, “que de ese modo devie-
nen materias de expresión, según escalas, velocidades y vectores diferentes (las montañas y
las aguas, los papeles, los tejidos, los tejidos vivientes, el cerebro), sino que determina y hace
aparecer la Forma, la convierte en una forma de expresión” (1989: 50). Pero esta forma de
expresión simbólica muestra una arquitectura cinematográfica que -en el caso del cine mexi-
cano- está conformada por materiales que tiene la consistencia de lo efímero.
Por último, me parece que el barroquismo del cine mexicano –en tanto decorazione ossoluta,
missinscena assoluta y pliegue infinito- encierra una segunda categoría cultural: el caos como
paradigma sociocultural que alude “a una de las caracterizaciones más constantes de la vida
mexicana, la que señala su ‘feroz desorden’” (Monsiváis 1995: 15). Podríamos hablar de un
caos absoluto que atraviesa toda la modernidad mexicana del siglo veinte y del que el cine
se hace eco en tanto expresión estética e ideológica de una realidad social, política y cultural
por descifrar. Cabarets, bares, tugurios, haciendas, barrio, ciudad, ranchos, campo, prostitu-
tas, pelaos, pachucos, chilangos, charros, soldaderas, madrecitas, revolucionarios, vendedores
ambulantes, pordioseros, borrachos, corrupción institucionalizada, violencia, resignación, pe-
cado, familia, machismo, delincuencia juvenil; desfilan por la pantalla grande componiendo
un tejido, un flujo de imágenes y sonidos, en el que el caos como ethos cultural articula, como
indica Carlos Monsiváis(Monsiváis.: 2011c; 1988), estados de ánimo nutridos en esa convic-
ción unánime de la falsa modernidad, o mejor dicho, de un país que no acaba nunca de ser
plenamente moderno.
El cine mexicano, en tanto industria cultural que lleva inscritos el barroquismo y el caos como
ethos cultural, contribuye a la escenificación de una modernidad imaginada que hace de la
marginalidad, los sujetos marginales, la pobreza, la cultura popular y el pueblo como categoría
política, un ordenamiento audiovisual que se articula como singularidades. Su rol es actuar
como funciones narrativas que conllevan valores, normas, códigos de conducta, estilos de vida,
que son representados como esencia de la marginalidad mexicana y no como una historia
con procesos en pugnas, rupturas, continuidades y contradicciones. De ahí que la modernidad
inscrita en la mayoría de esas representaciones es trivializada por una imaginación cinema-
tográfica que contribuye al congelamiento idealizado de la marginalidad, dejando entrever un
horizonte político e histórico severamente acotado y reducido.
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