Perra Vida, Perrra Muerte
Perra Vida, Perrra Muerte
Perra Vida, Perrra Muerte
Henry Cortés dedica 15 horas diarias a recoger perros muertos, para cremarlos o
enterrarlos, según los gustos y posibilidades económicas de los dueños.
Cortés explica en seguida que creó su funeraria por tres motivos básicos: evitar
que la gente bote sus animales muertos en los sitios públicos, ayudar a quienes de
repente se ven encartados con el cadáver y no saben qué hacer con él, y ofrecerle
consuelo a las personas que acaban de perder a sus mascotas.
La médica veterinaria de turno, María Cristina Ángel, nos conduce hacia donde
está el cadáver. Es una hembra Cooker Spaniel y se llama Paca Roncancio. Todo indica
que murió de ictericia. El cuerpo está envuelto en una finísima cobija humana, olorosa a
lavanda, que envió la dueña desde por la mañana. Mientras llenan la planilla con la
historia clínica de la perra, María Cristina y Henry se ponen a conversar sobre su
profesión. Ella se muestra interesada en saber cómo funcionan los diferentes servicios.
Para los que prefieren el entierro hay dos cementerios, uno en la vía a La Calera
y otro en el pueblo de Guasca. El lote se adjudica por cinco años y vale 270 mil pesos.
El cliente tiene derecho a una lápida tallada en piedra y a visitar la tumba el día que
quiera.
***
Cortés recibe en promedio tres animales diarios, pero este sábado llevamos
cuatro y apenas es la una de la tarde. Su beeper y su teléfono móvil repican
permanentemente. Lo llama su secretaria desde la oficina, para coordinar algún servicio.
O lo llama alguien desde un centro veterinario para que recoja un nuevo cadáver. O lo
llama un cliente viejo que dice no haberse recuperado de la pérdida de su perro. O lo
llama un padre de familia para preguntarle de qué manera debe transmitirle a su hijo la
noticia de que su mascota fue arrollada por un camión. Siempre que va a contestar,
cuadra la camioneta a un lado de la vía.
Henry quiere decir algo pero en este momento vuelve a sonar su teléfono celular.
Hemos llegado al centro veterinario donde debe dejar la urna que contiene las cenizas
de un French Poodle que cremó hace dos días. El aire huele a establo, a concentrado
sintético, a pelambre de bestia. Los ladridos son tan altaneros que desquician.
“Si tu mascota te da todo”, dice Henry Cortés, “¿por qué tú no puedes también
darle todo, inclusive después de que se muera?”
Cortés afirma que por lo general el primer contacto que un niño tiene con la
muerte es a través del perro de la casa. Esa situación hay que aprovecharla, según él,
con fines didácticos. Por ejemplo, enseñándole al chico que todos somos efímeros y
que, hagamos lo que hagamos, terminaremos embutidos en una fosa. Para convencer al
hombre de la necesidad de respetar al prójimo, no hay mejor argumento que mostrarle
sus límites y recordarle que tiene el pellejo frágil.
A ciertos niños consentidos que lo tienen todo, les viene bien aprender que la muerte no
respeta sus privilegios. Si acaba con la gente, ¿por qué tendría que perdonar al perro? La
sola reflexión, según Henry, es ya una ganancia. De acuerdo con su teoría, lo peor que
un padre puede hacer por el hijo que ha perdido a su mascota, es comprarle otra, porque
le envía el mensaje de que el afecto se reemplaza con dinero. “Es decir”, agrega, “que si
a uno se le muere el hermano no lo llora, porque ahí están los padres para hacerle otro
hermano. O si se le muere la mamá tampoco se inmuta, porque el papá puede buscarse –
o inclusive comprarse – otra novia. Y así no funcionan las cosas”.
***
De repente, Cortés se detiene y afirma que los entierros de los perros, por muy
excéntricos que parezcan, son sinceros. Aquí, según él, nadie viene a discutir si el finado
dejó herencia, ni a murmurar sobre el futuro de la viuda, ni a aparentar lo que no siente.
Una hora más tarde llegamos al otro cementerio, el de Guasca, donde las fosas
se encuentran alrededor de un lago lleno de gansos. Cada una tiene flores permanentes y
está recubierta con una malla de alambre, para protegerla de la voracidad de los patos.
Noto que las lápidas de los perros tampoco están a salvo de la cursilería humana,
como lo prueban algunos fragmentos de los epitafios que pesqué al azar: “gorda: eras
tan linda que parecías una azucena caminando”. “Papi, bebé, chocolatito, lord inglés:
nos haces mucha falta”. “Hijo de mi corazón: espero que sigas ladrando en el cielo”.
Justo cuando Henry me informa que hay que ir a atender un nuevo llamado, veo una
lápida de bordes rosados, en forma de corazón. “La muerte es inevitable”, dice. De esta
sentencia me acuerdo cuando veo en el camino a otro perro contrahecho, de esos que
andan por ahí sueltos, soportando desprecios y humillaciones. Para ellos lo inevitable no
es la muerte sino la vida.