Diderot - Esto No Es Un Cuento
Diderot - Esto No Es Un Cuento
Diderot - Esto No Es Un Cuento
Esto no es un cuento
Título original: Ceci n’est pas un conte
Algún cuento que otro también escribió Diderot. Quizá su faceta de cuentista sea la
menos conocida. Se dice Diderot y el estereotipo hace pensar automáticamente en el
enciclopedista, en el filósofo, todo lo más, en el autor de La Monja. En cambio, los relatos
diderotescos no son una rareza, un trabajo secundario o sinsubstancia, en el contexto de su
quehacer. Limitarse al Diderot acostumbrado es desconocer, o despreciar, su ancha obra
narrativa que no desmerece ante su obra de pensamiento. Además, Diderot es uno de esos
escritores que hace muy angostas las fronteras entre sus diversas creaciones: pensamiento
hay, y no poco intencionado, en sus novelas y cuentos; y un impulso renovador, y un estilo
despreocupado y antiárido, nunca faltan en sus libros filosóficos. Es que Diderot es alérgico
al encasillamiento, lo que producirá su chasco a los amantes de la rotulación y el formol,
pero lo que también supone una estimulante terra nullius donde no es poco alentador ir a
detectar filosofía en una comedia, narrativa en un tratado doctrinal, diálogo teatral en un
cuento, etc…
Los cuentos de Diderot son entonces extrañas criaturas, sin sexo claro. Son un poco
como esos houyhnhnms que pinta Swift. Tienen apariencia de caballos, pero un raciocinio
tan fino que les hace emplear a los yahoos —también conocidos bajo el sema hombres—
como animales de carga. Así de resistente es el cuento diderotesco a aceptar súcubamente la
evidencia, la etiqueta, la mordaza de la categoría «cuento». Baste pensar que al más
depurado de sus cuentos Diderot lo martiriza con el título Esto no es un cuento. Más que
nada, Diderot concebía sus breves narraciones como un haz de pretextos para proponerse
las cuestiones que se le ocurrían sobre la marcha, para provocarse o desdecirse, incluso, sin
más, para charlar un poco consigo mismo. Dice en El Sobrino de Rameau: «converso
conmigo mismo de política, de amor, de arte, de filosofía. Abandono mi espíritu a todo su
libertinaje». Echar a volar el globo rojo del espíritu, sin mayores trabas, es lo que sueña un
hombre que debe echar las cuentas a una sociedad altamente empolvada y represiva. Había
que construir un parque mental para escapar, siquiera un rato, del extenuante desafío
iluminista. Diderot encuentra su diversión así: «mes pensées, ce sont mes catins». «Mis
pensamientos son mis amantes», se podría decir intentando vanamente traducir el
hormigueo, la lucidez, la precisión y el destello de esta frase.
Su complacido discurrir, su amar alguna vez sus divagaciones, son la matriz de
éstos contracuentos. No hay que mojarles encima con el hisopo de lo trascendental. Son
todo lo contrario que insignificantes, pero conviene mirarlos, como diría Barthes, desde el
punto de vista de le plaisir du texte. Tras una época en la que el mismo Barthes nos había
enseñado a temer el gozo de un libro (pues había que purgarlo con toda suerte de
consideraciones sobre su lenguaje, su simbolismo…) por fin, se rompe una lanza a favor de
esa vena de arte puro que lleva todo libro bueno, y que escapa a cualquier posible
codificación o racionalización. No hay ya que sonrojarse ante el placer que da un buen
texto, y es un alivio que sea Barthes quien así lo postule.
Esta última posición barthesiana no es mal aperitivo para la degustación del
contenido de Esto no es un cuento. Se trata de literatura salpicada, si acaso, con múltiples
alusiones a graves cuestiones. Si no están más desentrañadas esas graves cuestiones es
porque Diderot no escribió sólo cuentos. No hay que olvidar que Diderot viene a ser una
especie de peregrino en su propia narrativa. Viaja sobre ella como viaja sobre la cultura de
su tiempo. Se tiene la impresión de que está transitando sobre lo que piensa, que sus tesis
son siempre espirales abiertas. En cinco años, de sus Pensamientos Filosóficos, de fondo
deísta, pasa a una fase incrédula (El Paseo de un Escéptico), para llegar, en torno a 1749,
a un criterio claramente materialista: «si queréis que crea en Dios me lo tenéis que hacer
tocar». Este constante proceso de reelaboración se da en la vasta temática que Diderot
afrontó fuera y dentro de la Enciclopedia. De su prisa y curiosidad exacerbada dice Voltaire:
«todo entra en la esfera de su genio: pasa de las alturas de la metafísica al oficio de un
tejedor, y luego se va al teatro».
Cualquier método y tema son buenos en Diderot, por tanto, para dar la puntada
crítica y desmitificadora al contorno cultural, científico, moral, religioso, social, político;
contra toda la semiología del ancien regime, podríamos decir. Cualquier herramienta es
válida: la Carta sobre los ciegos, las notas sueltas de la Enciclopedia, los cuentos. No son
éstos los utensilios más banales. En aquel entonces, cuando las espadas del Antiguo
Régimen estaban en alto, y cuando proliferaban las lettres de cachet contra todo bicho
viviente, escritores incómodos especialmente, un cuento bien cincelado, algo maligno, podía
ser el mejor vehículo para poner en solfa. No por nada estaba de moda la definición que el
obispo de Belley daba del cuento: «es un instrumento del diablo».
A estas alturas, los cuentos de Diderot no apestan a azufre, pero tampoco a rancio.
Como se verá en las páginas que siguen, formas y contenidos diderotescos, salvada la
cuestión de las fechas, tienen una cierta sintonía actual, y rebosan de un aire de desacato.
No es la típica repesca de unos textos no por muy venerables, menos llenos de moho y
polilla. La legibilidad de los mismos, sus connotaciones sobre algunos de los idiotismos
sociales y morales aún campantes, redimen del esfuerzo de una operación de traducción que
podría sonar fútil.
Cuando se cuenta un cuento, hay alguien que lo escucha; y por poco que
dure el cuento, es raro que el narrador no sea interrumpido varias veces por el
oyente. Esto explica por qué he introducido yo en el relato que se va a leer —y que
no es un cuento, o que, si lo dudáis, es un cuento malo— un personaje que viene a
desempeñar el papel de lector; y sin más empiezo.
—¿Y qué queréis decir con esto?
—Que un tema tan interesante debería excitarnos; convertirse durante un
mes en la comidilla de todas las tertulias de la ciudad; ser traído y llevado hasta
volverlo insípido; alimentar mil disputas, veinte libelos por lo menos, y algunos
centenares de coplas tanto en contra como a favor; y que, a pesar de toda la finura,
toda la sabiduría y todo el ingenio del autor, puesto que hasta la fecha no ha
levantado un gran revuelo, su obra tiene que ser mediocre, incluso muy mediocre.
—De todas formas, me parece que le debemos una velada más bien
agradable. Sin embargo, esta lectura ha provocado…
—¿Qué? Una letanía de cuentos manidos con los que unos y otros se
atacaban, y que no decían más que una cosa sabida desde toda la eternidad: que el
hombre y la mujer son dos animales muy malignos.
—No obstante, la epidemia os ha contagiado. Habéis pagado vuestro escote
como todo el mundo.
—Es que, de grado o por fuerza, hay que seguir la corriente. Normalmente,
cuando uno va a entrar en un salón, ya en la puerta empieza a poner la misma cara
de los que están dentro; simula jovialidad, cuando está triste; y tristeza, cuando
tendría más ganas de estar alegre; y no hay que extrañarse por nada, sea lo que sea;
ni porque el literato haga política, ni porque el político se ocupe de metafísica; ni
porque el metafísico moralice; ni porque el moralista hable de finanzas; y el
financiero, de literatura o de geometría; ni porque, en vez de escuchar o callarse,
cada cual hable de lo que ignora, y así resulta que todos se aburren o por estúpida
vanidad o por cortesía.
—Vaya humor os gastáis.
—El de siempre.
—Supongo que será mejor que deje mi cuento para otro momento más
adecuado.
—Es decir, que esperaréis hasta que me vaya.
—No es eso.
—Entonces teméis que tenga por vos menos indulgencia en privado, que la
que tendría por cualquier otro en público.
—No es eso.
—Dignaos, pues, decirme de qué se trata.
—Se trata de que mi cuento no va a demostrar nada nuevo en relación con
esos otros que tanto os han disgustado.
—Vamos. Contádmelo, sin embargo.
—No, no; ya tenéis bastante.
—¿Sabéis que, de todas las afectaciones que me dan rabia, la vuestra es la
que me resulta más antipática?
—¿Y cuál es la mía?
—Haceros de rogar por una cosa que os estáis muriendo de ganas de hacer.
Pues bien, amigo mío, os ruego, os suplico que tengáis la bondad de satisfaceros.
—¡Satisfacerme!
—Empezad, por Dios, empezad.
—Intentaré ser breve.
—Eso no será malo.
En este punto, un poco por malicia, tosí, escupí, desplegué lentamente mi
pañuelo, me soné, abrí la tabaquera, cogí una toma de rapé; y oí que mi hombre
murmuraba entre dientes: «Si el cuento es breve, los preliminares son largos…».
Me entraron ganas de llamar a un criado con el pretexto de algún recado, pero no
lo hice, y dije:
—Hay que reconocer que hay hombres verdaderamente buenos y mujeres
verdaderamente malas.
—Eso se ve todos los días, y a veces sin salir de casa. ¿Qué más?
—¿Qué más? Un día conocí una bella alsaciana, tan bella que se llevaba a los
viejos de calle y que tenía que parar los pies a los jóvenes.
—Yo también la he conocido. Se llamaba Reymer.
—Cierto. Un tal Tanié, recién llegado de Nancy, se enamoró perdidamente
de ella. Era pobre; era uno de esos jóvenes descarriados que unos padres crueles y
cargados de hijos echan de casa, y que se van a correr mundo sin saber qué va a ser
de ellos, porque su instinto les dice que no tendrán peor suerte de la que huyen.
Tanié, enamorado de la señora Reymer, inflamado por una pasión que le infundía
valor y que ennoblecía a sus ojos todos sus actos, se sometía sin repugnancia a los
trabajos más penosos y viles con tal de aliviar la miseria de su amiga. Por la
mañana, iba a trabajar al puerto; al atardecer, pedía limosna por las calles.
—Admirable, pero no podía durar.
—Efectivamente, Tanié, cansado de luchar contra la necesidad o, más bien,
de retener en la indigencia a una dama encantadora, asediada por tipos adinerados
que insistían en que despidiese a ese pordiosero de Tanié…
—Lo que ella habría hecho en quince días, o todo lo más en un mes.
—… y que aceptase sus riquezas, decidió abandonarla e irse lejos a probar
fortuna. Solicita y obtiene un pasaje a bordo de un navío del rey. Llega el momento
de su partida. Va a despedirse de la señora Reymer. «Amiga mía —le dice— no
puedo abusar más de vuestra ternura. Estoy decidido, me voy». «¿Os vais?».
«Sí…». «¿Y a dónde vais?». «A las islas. No quiero que por mi culpa dejéis de tener
la suerte que os merecéis…».
—¡El bueno de Tanié!…
—«¿Y qué será de mí ahora?…».
—¡Qué traidora!…
—«Os rodean personas que sólo se preocupan por agradaros. Os restituyo
vuestra palabra y vuestras promesas. Buscad entre esos pretendientes al que más
os guste; aceptadle, os lo suplico…». «¡Ah, Tanié! Si vos mismo me lo
proponéis…».
—Ahorraos la pantomima de la señora Reymer. Me parece estar viéndola.
La conozco.
—«Al marcharme, el único favor que pretendo de vos es que no aceptéis
ningún compromiso que nos separe para siempre. Jurádmelo, amiga mía. Tendré
que ser muy desdichado para que, antes de un año, cualquiera que sea la región de
la tierra en que habite, no os dé pruebas ciertas de mi tierna devoción. No
lloréis…».
—Todas las mujeres lloran cuando quieren.
—«… Y no rehuséis este proyecto que me han inspirado los reproches de mi
corazón, los mismos que no tardarán en hacerme volver». Y dicho esto, Tanié
partió para Santo Domingo.
—Realmente, partió en el momento oportuno tanto para la señora Reymer
como para él.
—¿Qué sabéis de eso?
—Sé, tan bien como pueda saberse, que cuando Tanié le aconsejó que
tomase una decisión, la Reymer ya la había tomado.
—¡Pero, bueno!
—Continuad vuestro relato.
—Tanié tenía ingenio y una gran habilidad para los negocios. No tardó
mucho en ser conocido. Entró a formar parte del Consejo soberano del Cabo[2]. Se
distinguió por sus luces y por su equidad. No ambicionaba una gran fortuna; sólo
deseaba hacerla honrada y rápidamente. Cada año enviaba una parte de sus
ganancias a la señora Reymer. Regresó al cabo de… nueve o diez años (no, no creo
que durase más su ausencia), y ofreció a su amiga una cartera que contenía el
producto de sus virtudes y de sus trabajos… y felizmente para Tanié, esto ocurrió
en el mismo momento en que ella acababa de separarse del último de los sucesores
de Tanié.
—¿Del último?
—Sí.
—¿Entonces había tenido varios?
—Evidentemente.
—Seguid, seguid.
—Quizás no pueda deciros nada que vos no sepáis mejor que yo.
—No importa. Continuad de todos modos.
—La señora Reymer y Tanié habitaban en una discreta vivienda en la calle
Sainte-Marguerite, al lado de mi domicilio. Yo apreciaba mucho a Tanié y
frecuentaba su casa, que, si no opulenta, al menos era bastante acomodada.
—Yo os puedo asegurar que, aunque no le haya echado las cuentas, la
Reymer disponía de más de quince mil libras de renta antes del regreso de Tanié.
—Entonces, ¿ocultaba a Tanié su fortuna?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque era avara y rapaz.
—Rapaz pase, ¡pero avara! ¡Una cortesana avara…! Además, hacía cinco o
seis años que nuestros dos amantes vivían de perfecto acuerdo.
—Gracias a la extraordinaria astucia de ella y a la ilimitada confianza del
otro.
—¡Oh! Ciertamente, era imposible que la sombra de la más mínima sospecha
penetrara en un alma tan pura como la de Tanié. La única cosa que noté a veces fue
que la señora Reymer había olvidado muy pronto su antigua indigencia; que se
consumía de amor por el lujo y la riqueza; que le humillaba el hecho de que una
dama tan hermosa como ella tuviese que ir a pie.
—¿Por qué no iba en carroza?
—… Y que el esplendor del vicio disimulaba su bajeza. ¿Os reís?… En aquel
tiempo el señor de Maurepas[3] proyectó establecer una casa comercial en el
Norte[4]. El éxito de la empresa exigía un hombre activo e inteligente. Puso los ojos
en Tanié, a quien había confiado la dirección de varios negocios importantes
durante su estancia en Santo Domingo, y que siempre los había resuelto con la
completa satisfacción del ministro. Tanié se sintió desolado por esta prueba de
estima. ¡Estaba tan contento, tan feliz al lado de su bella amiga! La amaba; y era, o
se creía, amado.
—Bien dicho.
—¿Qué podría añadir el oro a su felicidad? Nada. Sin embargo, el ministro
insistía. Había que tomar una determinación, había que decírselo a la señora
Reymer. Yo llegué a su casa precisamente al final de esta penosa escena. El pobre
Tanié se deshacía en llanto. «¿Qué os pasa, amigo mío? le dije». Y él me dijo
sollozando: «¡Es esta mujer!». La señora Reymer bordaba tranquilamente. Tanié se
levantó bruscamente y salió. Me quedé solo con su amiga, la cual no me ocultó lo
que ella calificaba la sinrazón de Tanié. Me exageró la modestia de sus recursos
económicos; adornó su lamento con todo el arte con que un espíritu perspicaz sabe
enmascarar los sofismas de la ambición. «¿De qué se trata? De una ausencia de dos
o tres años todo lo más». «Es bastante tiempo para un hombre que amáis y que os
ama tanto como a sí mismo». «¿Amarme él? Si me amase, ¿vacilaría en
complacerme?». «Pero, señora, ¿por qué no le acompañáis?». «¿Yo? Yo no voy a ese
país. Además, bien está que Tanié sea raro, pero ni siquiera se le ha ocurrido
preguntármelo. ¿Acaso duda de mí?». «No lo creo». «Después de haberle esperado
durante doce años, podría perfectamente confiar en mí durante otros dos o tres.
Señor, esta es una de esas ocasiones extraordinarias que sólo se presentan una vez
en la vida; y yo no quiero que un día se arrepienta y me reproche el haber perdido
la oportunidad». «Tanié no se lamentará de nada mientras tenga la dicha de
placeros». «Muy atento por vuestra parte, pero ya veréis qué contento se pone
cuando él sea rico y yo vieja. La mayor equivocación de las mujeres es no
preocuparse nunca del porvenir; no es mi caso». El ministro estaba en París. No
había más que un paso de la calle Sainte-Marguerite a su palacio. Tanié había ido y
se había comprometido. Volvió a casa sin lágrimas en los ojos, pero con el corazón
encogido. «Señora, le dijo, he estado con el señor de Maurepas; le he dado mi
palabra. Me iré, sí, me iré. Así os quedaréis satisfecha». «¡Ah, querido mío!…». La
señora Reymer aparta el bastidor, se abalanza sobre Tanié, le rodea el cuello con
los brazos, le colma de caricias y de dulces palabras. «¡Ah! Ahora veo cuánto me
queréis». Tanié le respondió fríamente «Vos queréis ser rica».
—Y la bribona de ella lo era ya diez veces más de lo que merecía.
—«Y lo seréis. Ya que lo que amáis es el oro, iré a buscarlo». Era martes. El
ministro había fijado su partida para el viernes, sin demora. Fui a despedirme de
Tanié justo en el momento en que luchaba consigo mismo, tratando de alejarse de
los brazos de la bella, indigna y cruel Reymer. Estaba hecho un mar de
confusiones, tan lleno de desesperación y de angustia, que nunca he visto cosa
igual. El suyo no era un lamento; era un grito continuo. La señora Reymer estaba
todavía en la cama. Tanié le había cogido una mano y no dejaba de decir y de
repetir «¡Mujer cruel!, ¡mujer cruel! ¿No os bastan las comodidades de que
disfrutáis, y un amigo, un amante como yo? He ido a buscar para ella la fortuna en
las ardientes regiones de América; ahora quiere que vaya a buscarla de nuevo a los
hielos del Norte. Amigo mío, me parece que esta mujer está loca; me parece que
soy un insensato; pero me cuesta menos morir que apenarla. Queréis que os deje,
pues bien, os dejo». Estaba de rodillas, junto a la cama, con la boca pegada a su
mano y la cara escondida entre las mantas que ahogaban sus lamentos, haciéndoles
más tristes y sobrecogedores. Se abrió la puerta de la habitación; levantó
bruscamente la cabeza; vio al postillón que venía a decirle que los caballos estaban
enganchados. Profirió un grito, y volvió a esconder la cara entre las mantas de la
cama. Tras un momento de silencio, se levantó; dijo a su amante: «Abrazadme,
señora; abrazadme aún otra vez, porque ya no me veréis más». Su presentimiento
era cierto. Partió. Llegó a Petersbourg[5], y, tres días más tarde, le atacó una fiebre
que le mató al cuarto.
—Ya sabía todo eso.
—A lo mejor habéis sido uno de los sucesores de Tanié.
—Justo. Ha sido esa maldita mujer la que me ha arruinado.
—¡El pobre Tanié!
—No faltarán personas en este mundo que os digan que Tanié es un tonto.
—No voy a defenderle; pero me gustaría que la mala estrella de todas esas
personas les haga toparse con una mujer tan bella y tan falsa como la señora
Reymer.
—Vuestras venganzas son realmente crueles.
—Después de todo, si hay mujeres malas y hombres buenos, también hay
mujeres muy buenas y hombres muy malos; y tened presente que el que voy a
narrar, al igual que el precedente, tampoco es un cuento.
—Estoy convencido.
—El señor d’Hérouville[6]…
—¿Quién? ¿Ese que vive todavía? ¿El lugarteniente general de los ejércitos
del rey?, ¿el que se casó con esa encantadora criatura llamada Lolotte?
—El mismo.
—Es un hombre caballeroso, amante de las ciencias.
—Y de los sabios. Durante mucho tiempo ha trabajado en una historia
general de la guerra en todos los siglos y en todas las naciones.
—Ambicioso proyecto.
—Para realizarlo, había reunido a su alrededor a varios jóvenes de mucho
mérito, como el señor de Montucla[7], autor de la Historia de las Matemáticas.
—¡Diablos! ¿Y había muchos de semejante talento?
—Uno que se llamaba Gardeil[8], el héroe de la aventura que os voy a contar,
no le iba a la zaga. Gracias a un idéntico fervor por el estudio del griego, nació
entre Gardeil y yo una amistad que con el tiempo, los consejos que recíprocamente
nos dábamos, el gusto por la vida tranquila y, sobre todo, la continua ocasión de
vernos, se convirtió en una gran intimidad.
—Vos entonces vivíais en la calle de l’Estrapade.
—Él, en la calle Sainte-Hyacinthe, y su amante, la señorita de La Chaux[9] en
la plaza de Saint-Michel. La llamo por su nombre porque la pobre infeliz ya ha
muerto; y porque su vida sólo puede suscitar la admiración, el pesar y las lágrimas
de todos aquellos a los que la naturaleza haya favorecido —o castigado— con tan
sólo una pequeña parte de la sensibilidad de su alma.
—Pero, vuestra voz se entrecorta. Se diría que estáis llorando.
—Aún me parece estar viendo sus grandes ojos negros, brillantes y dulces.
Todavía el conmovedor sonido de su voz resuena en mis oídos y turba mi corazón.
¡Qué criatura tan encantadora!, ¡criatura única!, ¡ya no existes! Hace ya casi veinte
años que no existes y, sin embargo, mi corazón aún se angustia al recordarte.
—¿La habéis amado?
—No. ¡Oh la señorita de La Chaux! ¡Oh Gardeil! Ambos fuisteis un par de
prodigios; uno, de ternura femenina; el otro, de la ingratitud del hombre. La
señorita de La Chaux era de buena familia. Abandonó a sus padres para echarse en
los brazos de Gardeil. Gardeil no tenía nada; la señorita de La Chaux poseía
algunos bienes que sacrificó por entero a las necesidades y fantasías de Gardeil. No
lamentó ni su fortuna malgastada, ni su deshonra. Su amante era todo para ella.
—Entonces ese Gardeil sería un hombre extraordinariamente seductor y
amable, ¿no?
—Nada de eso. Un hombrecillo hosco, taciturno y cáustico; seco de cara,
muy moreno; en suma, un tipo flaco y enclenque; y feo, si es que un hombre puede
ser feo teniendo una fisonomía inteligente.
—Y a pesar de ello, hizo perder la cabeza a una chica encantadora.
—¿Os sorprende?
—Siempre.
—¿A vos?
—A mí.
—¿Pero ya no os acordáis de vuestra aventura con la Deschamps[10] y la
profunda desesperación en que os sumisteis cuando esta criatura os puso en la
puerta?
—Dejemos esto. Proseguid.
—Yo os decía: «Entonces, ¿es muy guapa?». Y vos me respondíais
tristemente: «No». «¿Es inteligente?». «Es tonta». «Entonces, ¿os sedujeron sus
talentos?». «No tiene más que uno». «¿Y cuál es ese raro, sublime, maravilloso
talento?». «Hacer que sea más feliz entre sus brazos que entre los de cualquier otra
mujer». Pero la señorita de La Chaux, la honrada y sensible señorita de La Chaux
confiaba secretamente, instintivamente, sin darse cuenta, en el tipo de felicidad que
vos conocíais y que os hacía decir de la Deschamps: «Si esta desgraciada, si esta
infame se obstina en echarme de su casa, cogeré una pistola y me saltaré la tapa de
los sesos en su puerta». ¿Dijisteis esto, sí o no?
—Lo dije; y aún no sé por qué no lo he hecho.
—Entonces, lo admitís.
—Admito todo lo que os plazca.
—Amigo mío, el más sabio de nosotros es feliz por no haber encontrado la
mujer hermosa o fea, inteligente o tonta, que le hubiera vuelto loco hasta el punto
de tener que ser encerrado en el manicomio de Petites-Maisons. Compadezcamos
mucho a los hombres, pero censurémosles poco; consideremos los años
transcurridos como tantos momentos sustraídos a la maldad que nos acosa; y no
pensemos nunca, sin dejar de estremecernos, en la fuerza que tienen ciertas
atracciones de la naturaleza, sobre todo para las almas ardientes y las
imaginaciones febriles. La chispa que, por azar, cae sobre un barril de pólvora, no
produce tan terribles efectos. Quizás ya esté levantado el dedo dispuesto a lanzar
sobre vos o sobre mí esa chispa fatal.
El señor d’Hérouville, ansioso de terminar cuanto antes su obra, baldaba a
sus colaboradores. Gardeil se puso enfermo. Para hacerle más llevadero su trabajo,
la señorita de La Chaux aprendió el hebreo; y mientras su amante descansaba, se
pasaba una buena parte de la noche interpretando y transcribiendo fragmentos de
autores hebreos. Llegó el momento de seleccionar los autores griegos; la señorita
de La Chaux se apresuró a perfeccionarse en esta lengua, de la cual ya tenía alguna
noción: y mientras Gardeil dormía, se ocupaba en traducir y copiar pasajes de
Jenofonte y de Tucídides. Al conocimiento del griego y del hebreo, añadió el del
italiano y el inglés. Dominó el inglés hasta el punto de que fue capaz de traducir al
francés los primeros ensayos de la metafísica de Hume, obra que entrañaba no sólo
el problema de la lengua sino la enorme dificultad de la materia. Cuando el estudio
agotaba sus fuerzas, se entretenía escribiendo música. Cuando temía que su
amante se estuviese aburriendo, cantaba. No exagero nada; apelo al testimonio del
señor Le Camus[11], doctor en medicina, que ha consolado sus penas y socorrido su
indigencia; que le ha hecho repetidos favores; que la ha seguido hasta la buhardilla
donde la arrojó su pobreza; y que le ha cerrado los ojos cuando ha muerto. Pero
olvido una de sus mayores desdichas. Me refiero a la persecución que tuvo que
soportar por parte de una familia indignada a causa de sus públicas y escandalosas
relaciones. Se empleó la verdad y la mentira para privarle —de manera
infamante— de su libertad. Sus padres y los curas la persiguieron de barrio en
barrio, de casa en casa, y la obligaron a vivir varios años sola y escondida. Se
pasaba todo el día trabajando para Gardeil. Íbamos a buscarla por la noche; y con
la sola presencia de su amante, se desvanecía todo su pesar, toda su inquietud.
—Vaya. Joven, pusilánime, sensible, a pesar de todas sus adversidades, era
feliz.
—¡Feliz! Sí. No dejó de serlo hasta que Gardeil empezó a comportarse como
un ingrato.
—No es posible que la ingratitud haya sido la recompensa de tantas
cualidades excepcionales, de tantas muestras de afecto, de tantos sacrificios de
todo tipo.
—Os equivocáis. Gardeil fue un ingrato. Un buen día, la señorita de La
Chaux se encontró sola en el mundo, sin honra, sin fortuna, sin apoyo. Digo mal,
yo la ayudé durante algún tiempo, y el doctor Le Camus, siempre.
—¡Ah, los hombres, los hombres!
—¿De quién habláis?
—De Gardeil.
—Sólo reparáis en el hombre malvado, sin ver al lado al hombre bueno. Ese
día de dolor y de desesperación ella vino a verme. Era por la mañana. Estaba
pálida como la muerte. La víspera había conocido su triste suerte, y en su
semblante se notaba lo mucho que había sufrido. No lloraba, pero se veía que
había llorado abundantemente. Se arrojó sobre un sillón; no hablaba; no podía
hablar; me tendía los brazos y, al mismo tiempo, gemía. «¿Qué ocurre? —le dije—.
¿Ha muerto Gardeil?…». «Mucho peor: ya no me ama, me deja…».
—Continuad.
—No sé si podré; la miro, la oigo, y mis ojos se llenan de lágrimas. «¿Ya no
os ama?». «No». «¡Os deja!». «¡Ay!, sí. ¡Después de todo lo que he hecho por él!…
Señor, estoy perdiendo la cabeza, apiadaos de mí, no me abandonéis…». Mientras
pronunciaba estas palabras, me había cogido el brazo y me lo apretaba
fuertemente, como si alguien la estuviese amenazando con agarrarla y arrastrarla
fuera. «No temáis, señorita». «Tengo miedo de mí misma». «¿Qué puedo hacer por
vos?». «Lo primero, salvarme de mí misma… ¡Ya no me ama! ¡Le canso! ¡Le
aburro! ¡Le exaspero! ¡Me odia! ¡Me abandona! ¡Me deja! ¡Me deja!». Tras repetir
esta frase, se produjo un profundo silencio; y luego rompió a reír con carcajadas
convulsivas mil veces más aterradoras que los gritos de la desesperación o los
estertores de la agonía. Más tarde sobrevinieron lloros, gritos, palabras
inarticuladas, miradas al cielo, labios trémulos, un torrente de dolores que había
que dejar correr; y así lo hice; y no empecé a razonar con ella hasta que vi que ya
no podía con su alma. Entonces continué: «¡Os odia, os deja! ¿Pero quién os lo ha
dicho?». «Él». «Vamos, vamos, señorita, un poco de esperanza y de valor. Gardeil
no es un monstruo…». «Vos no le conocéis; pero ya le conoceréis. Es un monstruo
como no hay otro igual, como no lo ha habido nunca». «No puedo creeros». «Ya lo
veréis». «¿Acaso ama a otra?». «No». «¿Le habéis dado algún motivo de sospecha,
algún disgusto?». «Ninguno, ninguno». «¿Qué es entonces?». «Mi inutilidad. Soy
una inútil. Ya no tengo nada. No sirvo para nada. Su ambición; él siempre ha sido
un ambicioso. La pérdida de mi salud, la pérdida de mis encantos: he sufrido
tanto, he trabajado tanto; el aburrimiento, el hastío». «Si dejasteis de ser amantes,
podéis seguir siendo amigos». «Me he convertido en un objeto insoportable; mi
presencia le molesta, mi vista le aflige y le hiere. ¡Si supieseis lo que me ha dicho!
Sí, señor, me ha dicho que si le condenasen a pasar veinticuatro horas conmigo,
preferiría tirarse por la ventana». «Pero esta versión no habrá surgido de
improviso». «Qué sé yo. Por naturaleza es tan despreciativo, tan indiferente, tan
frío. ¡Es tan difícil leer en el fondo de almas así! ¡Es tan duro leer la propia
sentencia de muerte! ¡Y él me la ha dictado, y con qué crueldad!». «No lo
entiendo». «Quiero pediros un favor, y por eso he venido. ¿Me lo concederéis?».
«Por supuesto». «Escuchad. Él os respeta; ya sabéis todo lo que me debe. Quizás se
avergüence de mostrarse ante vos tal como es. No, no creo que tenga la
desfachatez ni el atrevimiento. Yo no soy más que una mujer, y vos sois un
hombre. Un hombre sensible, honrado y justo, es algo que impone. Le infundiréis
respeto. Dadme el brazo y no os neguéis a acompañarme hasta su casa. Quiero
hablarle delante de vos. ¡Quién sabe lo que podrán influirle mi dolor y vuestra
presencia! ¿Me acompañáis?». «Con mucho gusto». «Vamos…».
—Me temo que tanto su dolor como vuestra presencia no sirvieron de nada.
¡El hastío! ¡Es una cosa terrible el hastío en amor, y de una mujer!…
—Envié a por una silla de manos porque ella no podía casi ni caminar.
Llegamos a casa de Gardeil, ese edificio nuevo y grande, el único que hay a la
derecha de la calle Hyacinthe según se entra por la plaza de Saint-Michel. Allí, los
portadores de la silla se detienen, abren. Espero. Pero ella no sale. Me acerco, y veo
a una mujer acometida por un temblor universal; sus dientes castañeteaban como
en los escalofríos de la fiebre; sus rodillas se entrechocaban. «Un instante, señor; os
pido perdón; no sé si seré capaz… ¿Qué voy a hacer aquí? Ya os he robado
demasiado tiempo en balde; lo lamento; os pido perdón…». Mientras, yo le di el
brazo. Se cogió a mi e intentó levantarse; no pudo. «Todavía un momento, señor —
me dijo—. Yo sé que os doy lástima; mi estado os debe apenar…». Por fin, pudo
recuperarse un poco y, saliendo de la silla portátil, añadió en voz baja: «Hay que
entrar. Tenemos que verle. ¡Quién sabe! Acaso me muera…». Atravesamos el patio,
abrimos la puerta y llegamos al despacho de Gardeil. Estaba sentado frente a su
escritorio, en bata, con gorro de dormir. Me hizo un saludo con la mano y siguió
con el trabajo que tenía entre manos. Luego, se me acercó, y me dijo: «Estaréis de
acuerdo, señor, con que las mujeres son bastante fastidiosas. Os pido mil perdones
por las extravagancias de la señorita». Después, dirigiéndose a la pobre criatura
que estaba más muerta que viva: «Señorita —le dijo—. ¿Qué más pretendéis de mí?
Creo que he sido suficientemente claro y preciso como para que entendáis que
todo está acabado entre nosotros. Os he dicho que ya no os amaba; os lo he dicho
en privado, pero parece ser que deseáis que lo repita delante de este señor: pues
bien, señorita, ya no os amo. El amor es un sentimiento extinguido para vos en mi
corazón; y añadiré, por si eso os sirve de consuelo, que también se ha extinguido
para cualquier otra mujer». «Pero decidme por qué ya no me amáis». «Lo ignoro.
Todo lo que sé es que he comenzado sin saber por qué y he acabado sin saber por
qué; y que me parece que va a ser imposible que esta pasión resurja. Ha sido una
locura juvenil de la que creo que, afortunadamente, me he curado por completo».
«¿Cuáles son mis equivocaciones?». «Ninguna». «¿Tenéis que hacer algún secreto
reproche a mi conducta?». «Ni uno sólo; habéis sido la mujer más constante, más
honesta y más dulce que un hombre pueda desear». «¿Olvidé algo que estaba en
mi mano poder hacer?». «Nada». «¿Por vos no he sacrificado mis padres?». «Es
cierto». «¿Mi fortuna?». «Lo deploro». «¿Mi salud?». «Puede ser». «¿Mi honor, mi
reputación, mi bienestar?». «Todo lo que queráis». «¡Y os resulto odiosa!». «Cuesta
decirlo, incluso cuesta escucharlo, pero puesto que es así, hay que admitirlo». «¡Le
resulto odiosa!… ¡Es como para desesperarse!… ¡Odiosa! ¡Ah, cielos!…». Mientras
pronunciaba estas palabras, una palidez mortal se extendió por su rostro; sus
labios perdieron el color; gotas de sudor frío que le nacían en las mejillas, se
mezclaban con las lágrimas que bajaban de sus ojos; los tenía cerrados; la cabeza,
caída sobre el respaldo del sillón. Apretaba los dientes; le temblaba todo el cuerpo;
al temblor siguió un desmayo que pareció el cumplimiento de la esperanza que
había concebido al llegar a aquella casa. La duración de ese estado acabó por
asustarme. Le quité el chal; desaté los los cordones de su vestido; aflojé los de sus
enaguas, y le eché varias gotas de agua fresca sobre la cara. Entreabrió los ojos; su
garganta emitió un murmullo sordo; quería pronunciar: «Le soy odiosa», pero no
podía articular más que las últimas sílabas; después, dejaba escapar un agudo
grito. Se le cerraban los párpados y volvía a desmayarse. Gardeil, sentado en un
sillón, con los codos apoyados sobre la mesa, y la cabeza apoyada en su mano, la
miraba fríamente, sin ninguna emoción, y me dejaba a mi que la atendiera. Varias
veces le dije: «Pero señor, se está muriendo… convendría avisar a alguien». Me
respondió sonriendo y encogiéndose de hombros: «Las mujeres tienen la piel dura;
no mueren por tan poco: esto no es nada; ya se le pasará. Vos no las conocéis;
hacen todo lo que quieren con sus cuerpos…». «Os digo que se está muriendo».
Efectivamente, su cuerpo parecía no tener ni fuerza ni vida; resbalaba del sillón, y
si yo no la hubiese sujetado, hubiera rodado por el suelo. Mientras tanto, Gardeil
se había levantado bruscamente, y paseándose por la habitación, decía con tono
impaciente y malhumorado: «Ya me podía ahorrar esta penosa escena. Pero espero
que sea la última. ¿Qué diablos tiene contra mí esta criatura? La he amado. Me
daría con la cabeza contra la pared, pero no cambiaría nada. Ya no la amo; ahora
ya lo sabe, y si no lo sabe es que no lo sabrá jamás. Ya está dicho todo…». «No,
señor, no está dicho todo. ¿O acaso creéis que un hombre honrado despoja a una
mujer de todo cuanto tiene y luego la deja plantada?». «¿Y qué queréis que haga?
Soy tan pobre como ella». «¿Sabéis lo que quiero que hagáis? Que asociéis vuestra
miseria con aquella a la que habéis reducido a vuestra amante». «Es muy fácil
decirlo. Pero ella no iba a ganar nada con eso, y yo, en cambio, tendría mucho que
perder». «¿Os comportaríais igual con un amigo que os hubiera sacrificado todo?».
«¡Un amigo!, ¡un amigo! No confío gran cosa en los amigos; y esta experiencia me
ha enseñado a no tener tampoco fe en las pasiones. Me fastidia no haberlo sabido
antes». «¿Es justo que esta desdichada sea la víctima de los errores de vuestro
corazón?». «¿Y quién os dice si dentro de un mes o de un día no hubiera sido yo —
y no menos cruelmente— la víctima de los errores del suyo?». «Me lo dice todo lo
que ella ha hecho por vos, me lo dice el estado en que se encuentra». «¡Lo que ha
hecho por mí!… Cielo santo, ya se lo he pagado con creces con la pérdida de mi
tiempo». «¡Ah, señor Gardeil, cómo os atrevéis a comparar vuestro tiempo y todas
las inestimables cosas que le habéis arrebatado!». «Yo no he hecho nada, no soy
nada, tengo treinta años: ahora o nunca tengo que empezar a pensar en mí mismo
y a considerar todas esas tonterías en lo que valen…».
Entretanto, la pobre señorita de La Chaux había vuelto un tanto en sí. Al oír
las últimas palabras, replicó vivamente: «¿Qué ha dicho sobre la pérdida de su
tiempo? He aprendido cuatro idiomas para ayudarle en sus trabajos; he leído mil
volúmenes; he escrito, traducido, copiado días y noches; he agotado mis fuerzas,
consumido mis ojos y quemado mi sangre; he contraído una enfermedad penosa y
quizás incurable. No se atreve a confesar la causa de su hastío, pero vais a
conocerla». Inmediatamente, se quita el chal; se desnuda un brazo hasta el hombro,
y, enseñándome una mancha de erisipela, me dice: «Esta es la razón de su cambio;
este es el resultado de todas las noches que he pasado en vela. Él llegaba por la
mañana con sus rollos de pergamino. El señor d’Hérouville —me decía— tiene
mucha prisa por saber lo que hay dentro; habría que hacer este trabajo para
mañana; y al día siguiente estaba hecho…». En aquel momento oímos los pasos de
alguien que avanzaba hacia la puerta; era un criado que anunció la llegada del
señor d’Hérouville. Gardeil se puso pálido. Invité a la señorita de La Chaux a que
arreglara su vestido y a que se retirara. «No —dijo—, no; me quedo. Quiero
desenmascarar a este hombre indigno. Esperaré al señor d’Hérouville y le
hablaré». «¿De qué serviría?». «De nada —me respondió ella—. Tenéis razón».
«Mañana lo lamentaríais. Dejadle solo con todas sus culpas; es una venganza digna
de vos». «Pero ¿acaso es digna de él? Es que no veis que este hombre no es…
Vámonos, señor, vámonos deprisa, porque no puedo responder ni de lo que haría
ni de lo que diría…». La señorita de La Chaux arregló en un abrir y cerrar de ojos
el desorden existente en sus vestidos tras esta escena, y salió como una flecha del
despacho de Gardeil. La seguí, y oí la puerta que se cerraba violentamente a
nuestras espaldas. Después supe que Gardeil había dado instrucciones al portero
para no dejarla entrar de nuevo.
La llevé a su casa, donde encontré al doctor Le Camus, que nos esperaba. La
pasión que tenía por esta mujer no difería mucho de la que ella sentía por Gardeil.
Le conté nuestra visita sin ahorrar sus gestos de cólera, de dolor, de indignación…
—No sería difícil leer en la cara de Le Camus que vuestro poco éxito no le
desagradaba del todo.
—Es cierto.
—Así es el hombre. No vale gran cosa.
—A esta ruptura de relaciones siguió una violenta enfermedad, durante la
cual el bueno, honrado, tierno y sensible doctor la cuidaba como no lo hubiera
hecho a la primera dama de Francia. La visitaba tres, cuatro veces por día.
Mientras hubo peligro, durmió en su habitación, en un catre. No hay nada mejor
que una larga enfermedad cuando se sufren grandes penas.
—Acercándonos a nosotros mismos, la enfermedad aleja el recuerdo de los
demás. Y además constituye un buen pretexto para poderse afligir sin
indiscreciones, libremente.
—Esta reflexión, sin duda justa, no era aplicable a la señorita de La Chaux.
Organizamos el empleo de su tiempo durante su convalecencia. Tenía
inteligencia, imaginación, gusto y cultura suficientes como para entrar en la
Academia de Bellas Artes[12]. Nos había oído hablar tanto de metafísica, que las
más abstractas materias ya le resultaban familiares. Su primera tentativa literaria
fue la traducción de los Ensayos sobre el entendimiento humano, de Hume. La revisé;
y, verdaderamente había poca cosa que rectificar. Esta traducción fue publicada en
Holanda y bien acogida por el público.
Mi Carta sobre los Sordomudos[13] apareció casi simultáneamente. Tuve en
cuenta algunas sutiles objeciones que ella me hizo y que motivaron que yo
añadiera una parte a mi obra. Esta parte no es lo peor de lo que he escrito.
La señorita de La Chaux había recuperado un poco la alegría. El doctor nos
invitaba de vez en cuando a comer, y estas comidas no resultaban demasiado
deprimentes. Tras la ruptura de la señorita de La Chaux con Gardeil, la pasión de
Le Camus había hecho admirables progresos. Un día, en la mesa, a los postres,
mientras hablaba con toda la sinceridad, sensibilidad e ingenuidad de un niño, con
toda la finura que caracteriza a un hombre de ingenio, ella le dijo con una
franqueza que a mí me agradó infinitamente, pero que quizás desagrade a otros:
«Doctor, es imposible que aumente nunca la estima que tengo por vos. Estoy
abrumada por vuestras atenciones; y sería aún más abyecta que ese monstruo de la
calle Hyacinthe si no os estuviese agradecida. Vuestro ingenio me agrada a más no
poder. Habláis de vuestro amor con tanta gracia y delicadeza, que creo que me
enfadaría si no insistieseis sobre ese tema. Solamente la idea de perder vuestra
compañía o de carecer de vuestra amistad, bastaría para hacerme desgraciada. Sois
el hombre más honrado de la tierra. Vuestra bondad y vuestra dulzura de carácter
son incomparables. No creo que un corazón pueda caer en mejores manos. De día
y de noche predico al mío en vuestro favor; pero de nada vale predicar al que no
tiene ganas de obrar. No adelanto nada. Mientras tanto, vos sufrís y yo me apeno
profundamente. No conozco a nadie más digno que vos de alcanzar la felicidad
que solicitáis, y no sé de qué no sería capaz por haceros feliz. Todo lo que fuera
posible, sin excepción. Llegaría, doctor, llegaría… sí, hasta a acostarme…, hasta ahí
incluso. ¿Queréis acostaros conmigo? No tenéis más que decirlo. Esto es todo lo
que puedo hacer por vos; pero vos queréis ser amado, y eso sí que no puedo
hacerlo».
El doctor la escuchaba, le cogía la mano, la besaba y bañaba de lágrimas; y
yo no sabía si llorar o reír. La señorita de La Chaux conocía bien al doctor, y al día
siguiente cuando le dije: «Pero, señorita, ¿y si el doctor os hubiese tomado la
palabra?», ella me respondió: «La hubiera mantenido; pero esto no podía ocurrir;
mi ofrecimiento no era como para ser aceptado por un hombre como él…». «¿Por
qué no? Si yo estuviese en el lugar del doctor hubiese esperado a que lo demás
viniese después». «Sí, pero si vos hubieseis estado en el lugar del doctor, la
señorita de La Chaux no os hubiera hecho la misma propuesta».
La traducción de Hume no le había dado mucho dinero. Los holandeses
publican todo lo que se quiera con tal de no pagar nada.
—Afortunadamente para nosotros, porque con todas las trabas que se ponen
a la inteligencia, si ellos deciden pagar una vez a los autores, se harían
inmediatamente con todo el comercio de librería.
—Le aconsejamos que hiciese una obra de entretenimiento, por la que
obtendría menos honor pero más provecho. Se ocupó en este trabajo durante
cuatro o cinco meses, al cabo de los cuales me trajo una novelita realista titulada
Las Tres favoritas. Tenía un estilo ágil, finura e interés; pero sin que ella se diera
cuenta (incapaz como era de ninguna malicia) la obra estaba repleta de multitud de
alusiones aplicables a la querida del soberano, la marquesa de Pompadour[14]; no le
oculté que sin hacer algún sacrificio, ya fuese moderando o suprimiendo algunos
párrafos, iba a ser casi imposible que su obra se publicase sin comprometerla, y
que si sentía pena por estropear algo que estaba bien escrito, más se iba a apenar si
lo dejaba como estaba.
Se afligió mucho porque comprendió perfectamente el sentido de mi
observación. El bueno del doctor cubría todas sus necesidades, pero ella usaba de
su generosidad con gran moderación, porque no se sentía dispuesta a
corresponder como él podía esperar. Por otra parte, el doctor no era rico y tampoco
era de esa clase de hombres que pueden llegar a serlo en el futuro. De vez en
cuando, ella sacaba el manuscrito del cartapacio y me decía tristemente: «Bien, está
visto que no hay nada que hacer; tiene que quedarse aquí». Le di un consejo
singular; nada menos que enviase la obra, tal como estaba escrita, sin atenuar ni
cambiar nada, a la mismísima marquesa de Pompadour, con unas pocas líneas que
explicasen una carta encantadora desde todos los puntos de vista, pero, sobre todo,
por el tono de sinceridad que tenía y que no podía pasar inadvertido.
Transcurrieron dos o tres meses sin que recibiese ninguna noticia; ya consideraba
infructuosa la tentativa cuando un buen día un cruzado de San Luis trajo a su casa
la respuesta de la marquesa. La carta alababa la obra como se merecía; agradecía el
sacrificio; admitía algunas alusiones, que no se consideraban ofensivas; e invitaba
al autor a ir a Versalles, donde encontraría una mujer agradecida y dispuesta a
corresponder con todo lo que estuviese en su mano. El emisario, al salir de la casa
de la señorita de La Chaux, dejó hábilmente, sobre la chimenea, un rollo con
cincuenta luises.
El doctor y yo insistimos para que aprovechase la benevolencia de la
marquesa de Pompadour, pero teníamos que tratar con una muchacha cuya
modestia y timidez no eran menores que su talento. ¿Cómo iba a presentarse allá
con sus harapos? El doctor allanó inmediatamente esta dificultad. Después de los
vestidos, otros fueron los pretextos, y luego más pretextos aún. El viaje a Versalles
fue aplazado de día en día, hasta que ya casi no era oportuno el hacerlo. Hacía ya
tiempo que no hablábamos sobre este tema, cuando volvió el mismo emisario con
una segunda carta llena de los más amables reproches y con otra suma de dinero
equivalente a la primera, y ofrecida con idéntica discreción. No se ha sabido nada
de esta generosa acción de la marquesa de Pompadour. He hablado de ello al señor
Collin, su hombre de confianza y distribuidor de sus favores secretos. Lo ignoraba.
Me complace pensar que no ha sido la única buena acción que la marquesa
esconde en su tumba.
Y así fue como la señorita de La Chaux perdió por dos veces la oportunidad
de escapar de su miseria.
Después, se fue a vivir a las afueras de la ciudad, y la perdí completamente
de vista. Lo único que he sabido del resto de su vida es que ha sido una sarta de
amarguras, de enfermedades y de miseria. Su familia le cerró obstinadamente
todas las puertas. En vano solicitó la intercesión de esos santos personajes que la
habían perseguido con tanto celo.
—Eso es lo normal.
—El doctor no la abandonó. Se murió acostada sobre la paja, en un desván,
mientras el pequeño tigre de la calle Hyacinthe, el único amante que había tenido,
ejercía la medicina en Montpellier o en Toulouse, y gozaba, con gran fortuna, de
una merecida reputación de buen médico y de una usurpada reputación de
hombre honrado.
—Pero eso también es más o menos normal. Si existe un hombre bueno y
honrado como Tanié, la Providencia le hace topar con una mujer como la Reymer;
si existe una mujer buena y honrada como la señorita de La Chaux, le toca en
suerte un tipo como Gardeil, para que así todo resulte lo mejor posible.
Quizás alguien me diga que es un poco arriesgado emitir un juicio definitivo
sobre el carácter de un hombre a partir de una sola de sus acciones; que una regla
tan severa como esta reduciría el número de personas honradas hasta dejar tan
pocas sobre la tierra como, según el evangelio cristiano, hay elegidos en el cielo;
que quizás se pueda ser inconstante en el amor, alardear de pocos escrúpulos con
las mujeres, sin carecer por ello de honor y probidad; que uno no es dueño ni de
sofocar una pasión que se enciende ni de atizar otra que se extingue; que ya hay
bastantes hombres, en las casas y en las calles, que merecen el justo título de
granujas, sin tener que inventar para ello crímenes imaginarios que multiplicarían
su número hasta el infinito. Se me preguntará si yo nunca he traicionado, ni
engañado, ni abandonado sin motivo a una mujer. Si se me ocurriera responder a
estas preguntas, mi respuesta no quedaría sin réplica y se originaría una disputa
que no acabaría sino el día del Juicio Final. Pero, con la mano sobre el corazón,
decidme vos, señor apologista de falsos y de infieles, si escogeríais como amigo
vuestro al doctor de Toulouse… ¿Dudáis? Es suficiente; con lo cual, ya no me
queda más que rogar a Dios que proteja a toda mujer a la que se os pase por la
imaginación galantearla.
Los dos amigos de Bourbonne[1]
falsa remiscet.
imum[19].
¡Y viene tan bien un poco de moral después de un poco de poética! Félix era
un pordiosero que no tenía donde caerse muerto; Oliverio era otro pordiosero que
no tenía donde caerse muerto: se puede decir otro tanto del carbonero, de la
carbonera, y de los restantes personajes de este cuento; concluiréis que apenas
puede haber amistades completas y sólidas salvo entre hombres que no tienen
donde caerse muertos. Un hombre es entonces toda la fortuna de su amigo y su
amigo toda la suya. De ahí se deduce la verdad de la experiencia: que la desdicha
estrecha los lazos de la amistad; y que hay materia para añadir un párrafo más a la
próxima edición del libro De l’esprit[20].
La señora de La Carlière[1]
—¿Regresamos?
—Es temprano.
—¿Veis esos nubarrones?
—No temáis; se disolverán ellos solos, sin la ayuda del menor soplo de
viento.
—¿Creéis?
—Lo he observado a menudo en verano, cuando hace calor. La parte baja de
la atmósfera, que la lluvia ha liberado de su humedad, recoge una porción del
espeso vapor que forma ese oscuro velo que os oculta el cielo. La masa de este
vapor se distribuirá equilibradamente por toda la masa del aire; y, gracias a esta
exacta distribución o combinación, como más os guste llamarla, la atmósfera se
volverá transparente y luminosa. Se trata de un experimento que realizamos en
nuestros laboratorios y que se ejecuta a gran escala por encima de nuestras
cabezas. Dentro de algunas horas, varios puntos azules comenzarán a traspasar las
nubes enrarecidas; las nubes se enrarecerán cada vez más; los puntos azules se
multiplicarán y se extenderán; muy pronto no sabréis lo que ha sido de aquel
crespón negro que os asustaba; y os sorprenderá y deleitará la nitidez del aire, la
pureza del cielo y la belleza del día.
—Es cierto, porque, mientras hablabais, yo estaba mirando y el fenómeno
parecía que se ejecutaba a vuestras órdenes.
—Este fenómeno no es más que una especie de disolución del agua en el
aire.
—También el vapor que empaña la superficie exterior de un vaso lleno de
agua helada, no es más que una especie de precipitación.
—Y esos enormes globos que nadan o permanecen colgados en la atmósfera
no son más que una superabundancia de agua que el aire saturado no puede
disolver.
—Se quedan allí como grumos de azúcar en el fondo de una taza de café que
ya no puede absorber más.
—Exacto.
—Entonces me aseguráis a nuestra vuelta…
—El cielo más estrellado que nunca hayáis visto.
—Ya que vamos a seguir paseando, ¿podréis decirme, vos que conocéis a
todos los que frecuentan este lugar, quién es ese personaje alto, seco y melancólico,
que está sentado, que no ha dicho una palabra y a quien los demás contertulios,
dispersándose, han dejado solo en el salón?
—Es un hombre cuyo dolor respeto verdaderamente.
—¿Cómo se llama?
—Es el caballero Desroches.
—¿Ese Desroches que después de heredar una inmensa fortuna tras la
muerte de su avaro padre, se ha hecho célebre por su derroche, sus galanteos y la
variedad de sus ocupaciones?
—El mismo.
—¿Es ese loco que ha sufrido toda clase de metamorfosis, y que lo mismo
iba vestido con alzacuello, con toga o de uniforme?
—Sí, ese loco.
—¡Cuánto ha cambiado!
—Su vida es un sinfín de acontecimientos singulares. Es una de las más
desgraciadas víctimas de los caprichos de la suerte y de los desconsiderados juicios
de los hombres. Cuando dejó la Iglesia por la magistratura, su familia puso el grito
en el cielo; y toda la gente necia, que siempre toma el partido de los padres contra
los hijos, se puso a chismorrear al unísono.
—También se armó un buen jaleo cuando dejó la magistratura para entrar en
la milicia.
—¿Y qué fue esto sino una enérgica decisión de la que nos vanagloriaríamos
tanto vos como yo? Sin embargo, sirvió para calificarle del mayor calavera de la
historia. Luego os extrañáis de que el desenfrenado cotilleo de esta gente me
moleste, me impaciente y me ofenda.
—A fe mía que os confieso que he juzgado a Desroches como todo el
mundo.
—Así pasa que de boca en boca —ridículos ecos unas de otras— se juzga vil
a un hombre caballeroso; ingenioso, a un tonto; honrado, a un bribón; valeroso, a
un insensato; y a la inversa. No, no merece tener en cuenta la aprobación o la
desaprobación de esos impertinentes habladores sobre la conducta de Desroches.
Por todos los diablos, escuchad y morid de vergüenza.
A Desroches le nombraron muy joven consejero en el Parlamento; gracias a
circunstancias favorables, llega rápidamente a la Gran Cámara; a su vez pertenece
a la Cámara Tournelle[2], y es uno de los relatores en un proceso. Tras sus
conclusiones, se condena al malhechor a la pena capital. Es costumbre que el día de
la ejecución los que han dictado la sentencia del tribunal se reúnan en el
ayuntamiento para escuchar allí la última voluntad del reo, si es que éste la
tuviera, como ocurrió en esta ocasión. Era invierno. Desroches y su colega estaban
sentados ante el fuego cuando les anunciaron la llegada del condenado. Llevaban a
este hombre, descoyuntado por las torturas sufridas, tendido en un colchón. Al
entrar, se incorpora, dirige la vista al cielo, grita: «¡Santo Dios! Tus juicios son
justos». Estaba siempre sobre su colchón, a los pies de Desroches. «¡Y sois vos,
señor, quien me ha condenado!» le dijo apostrofándole con tono duro. «Soy
culpable del crimen del que se me acusa; sí, lo soy, lo confieso. Pero de esto vos no
sabéis nada». Luego, tras la revisión de todo el proceso, demostró, tan claramente
como la luz del día, que ni las pruebas tenían consistencia, ni la sentencia era justa.
Desroches, acometido por un temblor universal, se levanta, se desgarra la toga, y
renuncia para siempre al peligroso oficio de pronunciarse sobre la vida de los
hombres. ¡Y por esto le llaman loco! Un hombre como él, que se conoce y que teme
envilecer la sonata con las malas costumbres, o encontrarse un día manchado con
la sangre de un inocente.
—Se ignoran estas cosas.
—Cuando uno no sabe, se calla.
—Pero para callarse, hay que desconfiar.
—¿Y qué inconveniente hay en desconfiar?
—Rechazar la opinión de veinte personas a las que se estima, en favor de la
de un desconocido.
—Bueno, señor mío, no os pido tantas garantías cuando de lo que se trata es
de asegurar el bien.
—Pero ¿y el mal?…
—Dejemos esto; me desviáis de mi relato y me ponéis de mal humor. Sin
embargo, Desroches tenía que ocuparse en algo. Armó una compañía de soldados.
—Es decir, dejó el oficio de condenar a sus semejantes, por el de matarles sin
ninguna clase de juicio.
—No comprendo cómo se pueda bromear en un caso como este.
—¿Y qué queréis? Vos estáis triste y yo estoy alegre.
—Hay que conocer el resto de la historia de Desroches para apreciar el valor
de la cháchara pública.
—Lo sabré, si vos queréis.
—Va para largo.
—Tanto mejor.
—Desroches lucha en la campaña de 1745 y se comporta valerosamente.
Escapa de los peligros de la guerra, de doscientos mil tiros de fusil, y resulta que se
parte la pierna a causa de un caballo espantadizo, a doce o quince leguas de la casa
de campo donde había previsto fijar su cuartel de invierno. ¡Sólo Dios sabe cómo
fue interpretado este accidente por nuestros simpáticos murmuradores!
—Hay ciertos personajes de los que la gente se suele reír y a los que no se
compadece en absoluto.
—¡Ya! Es algo muy gracioso un hombre con la pierna rota. Bien, reíd,
impertinentes graciosos, reíd; pero sabed que quizás le hubiera valido más a
Desroches que una bala de cañón se le hubiese llevado por delante, o haber
quedado en el campo de batalla con el vientre despanzurrado de un bayonetazo.
Este accidente le ocurrió en un pueblo de mala muerte, donde los únicos
alojamientos decentes eran la casa del cura o el castillo. Le llevaron al castillo, que
pertenecía a una joven viuda llamada de La Carlière, señora del lugar.
—¿Quién no ha oído hablar de la señora de La Carlière? ¿Quién no ha oído
hablar de sus ilimitadas condescendencias para con su viejo y celoso marido, a
quien la avaricia de sus padres la había sacrificado a los catorce años?
—A esta edad, cuando de ordinario se acepta el más serio de los
compromisos simplemente por ponerse un poco de colorete o por llevar unos
bonitos bucles, la señora de La Carlière ya fue con su primer marido la mujer de
conducta más reservada y honesta.
—Lo creo, ya que me lo aseguráis.
—Acogió y trató al caballero Desroches con todas las atenciones
imaginables. Sus negocios la reclamaban en la ciudad; a pesar de sus negocios y de
las constantes lluvias de un feo otoño que, al hinchar las aguas del cercano río, el
Marne, la exponían a no poder salir de casa más que en barca, prolongó su estancia
en el campo hasta que Desroches se curó completamente. Ya está curado; ya está
junto a la señora de La Carlière en un mismo coche que les lleva a París; ya
tenemos al caballero, rebosante de agradecimiento y prendido de su joven, rica y
bella enfermera.
—Es cierto que era una criatura celestial; hacía sensación cada vez que iba al
teatro.
—¿La habéis visto allí?…
—Sí.
—A lo largo de una intimidad que duró varios años, el enamorado caballero,
que no era indiferente a la señora de La Carlière, le había propuesto contraer
matrimonio; pero el reciente recuerdo de las penas que había padecido bajo la
tiranía de su primer esposo y, aún más, la reputación de galanteador a la que el
caballero se había hecho acreedor por una multitud de aventuras, asustaban a la
señora de La Carlière, que no creía en la conversión de hombres de este carácter.
En aquel tiempo tenía un pleito con los herederos de su marido.
—¿Y no hubo más habladurías con motivo de este pleito?
—Muchas, y de todos los colores. Imaginad si Desroches, que había
conservado numerosos amigos entre los jueces, iba a descuidar los intereses de la
señora de La Carlière.
—¡Es de suponer que la señora de La Carlière se lo agradeció!
—Desroches no cesaba de asediar a los jueces.
—Lo cómico es que, perfectamente curado de su fractura, no les visitaba
nunca sin ponerse un borceguí[3]. Se imaginaba que sus peticiones, reforzadas por
el borceguí, eran más conmovedoras. Lo que pasaba es que unas veces se lo ponía
en el pie derecho, y otras, en el izquierdo, y algunas veces se notaba.
—Además, para distinguirle de su padre que tenía el mismo nombre, le
llamaron «Desroches el Borceguí». Sin embargo, gracias al buen derecho y al
patético borceguí del caballero, la señora de La Carlière ganó su pleito.
—Y se convirtió en la señora Desroches.
—¡Vais muy de prisa! No os gustan los detalles banales; bien, os los voy a
ahorrar. Ambos estaban de acuerdo; ya se acercaba el día de la boda, cuando la
señora de La Carlière, después de una comida de gala, ante una numerosa
compañía compuesta por las dos familias y un cierto número de amigos, con porte
majestuoso y tono solemne, se dirigió al caballero y le dijo:
«¡Señor Desroches, escuchadme. Hoy somos libres tanto el uno como el otro;
mañana ya no lo seremos; y yo quiero convertirme en la dueña de vuestra felicidad
o de vuestra desdicha; y vos, igual. He reflexionado mucho. Dignaos pensar en ello
seriamente. Si seguís sintiendo esa propensión a la inconstancia que os ha
dominado hasta hoy; si yo no os bastase para colmar todos vuestros deseos, no os
comprometáis. Os lo ruego encarecidamente, tanto por vos como por mí. Pensad
que así cuanto menos creo merecer ser olvidada, más vivamente me dolería un
agravio. Soy vanidosa, y mucho además. No sé odiar; pero nadie sabe despreciar
mejor que yo, y mi desprecio es perpetuo. Mañana, al pie del altar, juraréis que me
pertenecéis, y que sólo yo os pertenezco. Reflexionad; preguntad a vuestro corazón
antes de que sea demasiado tarde; pensad que está en juego mi vida. Caballero, se
me hiere fácilmente; y la herida de mi alma no cicatriza nunca; sangra siempre. No
me quejaré, porque la queja que al principio importuna, acaba por amargar el mal;
y porque la compasión es un sentimiento que degrada a quien lo inspira. Me
encerraré en mi dolor; y de él moriré. Caballero, os voy a entregar mi persona y mi
fortuna, voy a poner en vuestras manos mi voluntad y mis caprichos; vos seréis
todo en el mundo para mí; pero es preciso que yo sea todo el mundo para vos; no
me contento con menos. Soy, creo, la única para vos en este momento; y
ciertamente vos lo sois para mí; pero es muy posible que encontremos, vos una
mujer más amable; yo, a alguien que me lo parezca. Si la superioridad de los
méritos del otro —reales o supuestos— justificase la infidelidad, se acabarían las
buenas costumbres. Yo soy una mujer de buenas costumbres, quiero tenerlas y
quiero que vos también las tengáis. Pretendo conseguiros sin reservas, con todos
los sacrificios imaginables. Estos son mis derechos, estos son mis títulos, a los que
no renunciaré por nada del mundo. Haré todo lo posible para que no sólo no seáis
infiel, sino para que, según la opinión de los hombres sensatos y la opinión de
vuestra propia conciencia, seáis el último de los hombres ingratos. Acepto el
mismo reproche si no respondo, mejor de cuanto esperáis, a vuestros desvelos, a
vuestras atenciones, a vuestro afecto. He sabido de lo que era capaz al lado de un
marido que no me hacía fáciles ni agradables los deberes de esposa. Ahora ya
sabéis lo que podéis esperar de mí. Ved lo que tenéis que temer de vos mismo.
Habladme, caballero, habladme claramente. O me convertiré en vuestra esposa o
seguiré siendo vuestra amiga; la alternativa no es cruel. Amigo mío, mi entrañable
amigo, os suplico que no me obliguéis a detestar, a abandonar al padre de mis
hijos, y acaso, en un acceso de desesperación, a rechazar sus inocentes caricias. Que
pueda, durante toda mi vida, con un renovado amor, reconoceros en ellos y
alegrarme de haber sido su madre. Dadme la mayor prueba de confianza que una
mujer honrada nunca haya solicitado a un hombre caballeroso; rechazadme si
creéis que mi precio es demasiado alto. Lejos de sentirme ofendida, os abrazaré; y
el amor de las que habéis cautivado, y las insulsas galanterías que las habéis
tributado, nunca os habrán valido un beso tan sincero, tan dulce, como el que
habréis obtenido de vuestra franqueza y de mi agradecimiento!».
—Creo haber oído hace tiempo una parodia muy cómica de este discurso.
—¿Y hecha por alguna buena amiga de la señora de La Carlière?
—A fe mía que la recuerdo; lo habéis adivinado.
—¿Y no bastaría esto para retirarse en lo más profundo de un bosque, lejos
de toda esta decente canalla para la que no hay nada sagrado? Me iré; esto tiene
que acabarse así. Estoy más que decidido, me iré. Los asistentes al banquete, que
habían comenzado por sonreír, terminaron derramando lágrimas. Desroches se
arrojó a los pies de la señora de La Carlière, prorrumpió en tiernas y discretas
quejas; no omitió nada de lo que podía agravar o excusar su conducta pasada;
comparó a la señora de La Carlière con otras mujeres que había conocido y
abandonado; de este parangón justo y adulador sacó argumentos para convencerla
y guardarse a sí mismo de la inclinación a la moda, de la efervescencia de la
juventud, del vicio de las costumbres imperantes, más que del suyo propio; no dijo
nada que no pensara y que no estuviera dispuesto a hacer. La señora de La Carlière
le miraba, le escuchaba, intentaba penetrar en sus palabras, y todo lo interpretaba a
su favor.
—¿Y por qué no, si era verdad?
—La señora de La Carlière le había dado una mano, que él besaba y
apretaba contra su corazón, que volvía a besar, que mojaba con sus lágrimas. Todo
el mundo se hacía partícipe de su ternura; todas las mujeres sentían lo mismo que
la señora de La Carlière; todos los hombres, lo mismo que el caballero.
—La honradez logra el efecto de que los asistentes a una reunión no tengan
más que un pensamiento y un alma. ¡Cómo se estiman, cómo se aman todos en
estos momentos! Por ejemplo, ¡qué bella es la humanidad en el teatro! ¡Por qué hay
que separarse tan pronto! ¡Son tan buenos y tan felices los hombres cuando la
honradez preside sus buenas obras, las confunde, las unifica!
—Estábamos gozando de esta felicidad que nos hermanaba, cuando la
señora de La Carlière, en un momento de exaltación, se levantó y dijo a Desroches:
«Caballero, todavía no os creo, pero os creeré en seguida».
—La condesita[4] representaba sublimemente el entusiasmo de la señora de
La Carlière.
—Tiene más condiciones para representarlo que para sentirlo. «Los
juramentos pronunciados al pie del altar…». ¿Reís?
—Demontre, os pido perdón; pero es que todavía me parece estar viendo de
puntillas a la condesita, y oyendo su enfático tono.
—Pero bueno, sois un malvado, un pervertido como toda esta gente. Me
callo.
—Os prometo que no volveré a reír.
—Tened cuidado.
—Vale; «los juramentos pronunciados al pie del altar…
—… han sido acompañados de tantos perjurios, que no me fío de la solemne
promesa que haremos mañana. La presencia de Dios es menos temible para
nosotros que el juicio de nuestros semejantes. Acercaos, señor Desroches. Tened mi
mano; dadme la vuestra y juradme una fidelidad, un afecto eterno; las personas
aquí presentes son testigos. Permitidme que, si me dais legítimos motivos de queja,
os denuncie ante este tribunal para así exponeros a su indignación. Permitid que se
reúnan a mi llamada, que os llamen traidor, ingrato, pérfido, falsario, malvado.
Son mis amigos y los vuestros. Permitid que os abandonen el día en que yo os
pierda. Vosotros, amigos míos, juradme que le dejaréis solo».
Inmediatamente, gritos confusos resonaron en el salón: «¡Lo prometo!», «¡lo
permito!», «¡lo consiento!», «¡lo juramos!». Y en medio de este delicioso tumulto, el
caballero que estrechaba entre sus brazos a la señora de La Carlière, la besaba en la
frente, en los ojos, en las mejillas. «Pero ¡caballero!».
—«Pero, señora, la ceremonia ha terminado; soy vuestro esposo, vos sois mi
mujer».
—«En la selva, quizás; aquí ya sabéis que todavía falta una formalidad de
rigor. Para que podáis esperar mejor, tened mi retrato; disponed de él como más os
plazca. ¿No habéis encargado el vuestro? Si ya lo tenéis, dádmelo…».
Desroches dio su retrato a la señora de La Carlière. Se lo colgó en la pulsera.
Durante el resto del día se hizo llamar señora Desroches.
—Estoy impaciente por saber en qué va a quedar todo esto.
—Un poco de paciencia. Os he prometido que iba para largo y debo
mantener mi palabra. Pero… es verdad…, esto ocurría cuando realizabais ese gran
viaje. Entonces estabais ausente del reino.
Durante dos años, dos años enteros, Desroches y su mujer fueron los
esposos más unidos, más felices. Se pensó que Desroches se había corregido por
completo; y efectivamente, lo había hecho. Sus compañeros de libertinaje, que
habían oído hablar de la escena que os acabo de contar, y que se habían divertido
con ella, decían que realmente era el cura el que traía desgracia, y que la señora de
La Carlière había descubierto, al cabo de dos mil años, el secreto para esquivar la
maldición del sacramento. Desroches tuvo un hijo de la señora de La Carlière, a
quien llamaré señora Desroches hasta que me convenga llamarla de otra forma.
Quiso criarlo ella misma por encima de todo. Fue un largo y peligroso intervalo
para un hombre joven, de ardiente temperamento, y poco adaptable a esta especie
de régimen. Mientras la señora Desroches atendía sus obligaciones de madre, su
marido se prodigó en sociedad; y tuvo la desgracia de encontrar un día en su
camino a una de esas mujeres seductoras, engañosas, irritadas secretamente al ver
en los otros una paz que ellas no poseen; una de esas mujeres cuyo empeño y único
consuelo parece ser hundir a los demás en la miseria que sufren.
—Esta es vuestra historia, pero no la suya.
—Desroches, que se conocía, que conocía a su mujer, que la respetaba, que la
temía…
—Es casi la misma cosa…
—… no se separaba de su lado. Su hijo, al que amaba con locura, estaba casi
tan a menudo entre sus brazos que entre los de su madre. Para aliviar su honrada,
pero penosa tarea, junto con algunos amigos comunes, entretenía a su esposa con
una serie de diversiones domésticas.
—¡Qué hermosura!
—Ciertamente. Uno de sus amigos había trabajado para el gobierno. El
ministerio le debía una suma considerable que constituía casi toda su fortuna, y
cuyo cobro solicitaba en vano. Confió su problema a Desroches. Este, tratando de
solucionar el asunto, se acordó de que antaño había mantenido muy buenas
relaciones con una mujer bastante influyente. Se calló. Pero, al día siguiente, vio a
esta mujer y le habló. Ella se alegró de volver a encontrar y de poder servir a un
hombre tan galante, al que había amado tiernamente y luego sacrificado por más
ambiciosas miras. A este primer encuentro siguieron otros varios. Era una mujer
encantadora. Claro que hacía cosas que no debía hacer. Además, su forma de
explicarse no era equívoca. Desroches vaciló durante algún tiempo; no sabía cómo
comportarse.
—A fe mía que no sé por qué.
—Pero, a medias por gusto, por falta de ocupación o debilidad; a medias por
miedo a que un miserable escrúpulo…
—Sobre una diversión que a su mujer la iba a dejar bastante indiferente…
—… enfriase el interés de la protectora de su amigo o impidiese el éxito de
su negociación, olvidó un poco a la señora Desroches y se enredó en una aventura
que su cómplice era la primera interesada en mantener secreta, e inició una
correspondencia necesaria y frecuente. Se veían poco, pero se escribían a menudo.
Yo a los amantes les he dicho cien veces: No escribáis; las cartas os perderán; tarde
o temprano el azar desviará una de ellas de su dirección. El azar combina todos los
casos posibles y no precisa más que de un poco de tiempo para originar la
situación fatal.
—¿No os ha hecho caso nadie?
—Y todos se han perdido, y Desroches, lo mismo que cien mil que le han
precedido y que cien mil que le seguirán. Guardaba las cartas en uno de esos
pequeños cofres forrados de láminas de acero. Tanto en la ciudad como en el
campo, el cofre permanecía bajo llave dentro de un escritorio. Durante los viajes
iba en uno de los baúles de Desroches, en la baca del coche. Esta vez también
viajaba allí. Parten; llegan. Al apearse, Desroches da el cofre a un criado para que
lo lleve a su habitación, a donde se llegaba atravesando la de su mujer. Allí, se
rompe el asa, cae el cofre, se desprende la tapa, y ya tenemos un montón de cartas
desperdigadas a los pies de la señora Desroches. Recoge algunas y se convence de
la perfidia de su esposo. Siempre se acordó de este instante con escalofríos. Un día
me confesó que un sudor frío le había bañado todo el cuerpo, y que sintió como si
una garra de hierro le apretase el corazón y le estrujase las entrañas. ¿Qué va a ser
de ella? ¿Qué va a hacer? Reflexionó; recordó que estaban de su parte la razón y la
fuerza. Eligió las cartas más significativas; arregló el cofre y ordenó al criado que lo
colocase en la habitación de su amo sin decir ni media palabra de lo que acababa
de ocurrir, so pena de ser despedido inmediatamente. Había prometido a
Desroches que no oiría ni una queja de su boca; mantuvo su palabra. No obstante,
le embargó una gran tristeza; a veces lloraba; quería estar sola, en casa y durante el
paseo; se hacía servir la comida en su habitación; guardaba un silencio continuo;
no se le escapaban más que suspiros involuntarios. El afligido, pero tranquilo
Desroches, achacaba su estado a los vapores[5], aunque las mujeres que crían no
suelen sufrirlos. En muy poco tiempo, la salud de su mujer se debilitó hasta el
punto de que tuvieron que dejar el campo y volver a la ciudad. Su marido le dio
permiso para viajar en otro coche. De vuelta aquí, se comportó tan reservada y
diestramente, que Desroches, que no se había dado cuenta de la sustracción de las
cartas, no observó en los ligeros desdenes de su mujer, en su indiferencia, en los
suspiros que dejaba escapar, en sus lágrimas contenidas, en su gusto por la
soledad, sino los síntomas habituales de la indisposición que la atribuía. Algunas
veces, Desroches le aconsejaba que dejase de dar de mamar a su hijo; pero éste era
precisamente el único medio de alejar, mientras le conviniese, una explicación
entre ella y su marido. Desroches seguía, pues, viviendo al lado de su mujer sin la
menor sospecha sobre el misterio de su conducta, cuando una mañana su mujer se
le presentó grave, noble, digna, vestida con el mismo traje y engalanada con los
mismos adornos que había llevado en la ceremonia familiar de la víspera de su
matrimonio. La nobleza de su porte compensaba con creces toda la lozanía y la
salud que había perdido, todos los encantos que le había robado la secreta pena
que la consumía. Desroches escribía a su amante cuando entró su mujer. La
turbación se apoderó del uno y del otro; pero ambos eran igualmente hábiles y
tenían interés en disimular; así que la turbación fue pasajera. «¡Oh, mujer mía —
exclamó Desroches al verla, mientras arrugaba, como distraídamente, el papel que
había escrito—. Qué guapa estáis! ¿Qué proyectos tenéis para hoy?». «Mi proyecto,
señor, es reunir a las dos familias. Están invitados nuestros amigos, nuestros
parientes, y también cuento con vos». «Por supuesto. ¿A qué hora os parece bien?».
«¿Que a qué hora me parece bien? Pues… a la hora de costumbre». «Lleváis el
abanico y los guantes, ¿vais a salir?». «Si me lo permitís». «¿Y podría saberse a
dónde vais?». «A casa de mi madre». «Os ruego que le presentéis mis respetos».
«¿Vuestros respetos?». «Naturalmente».
La señora Desroches no volvió hasta la hora de sentarse a la mesa. Habían
llegado los convidados. La esperaban. Cuando apareció, se repitieron las mismas
exclamaciones del marido. Los hombres, las mujeres, la rodearon, diciendo todos
al mismo tiempo: «Hay que ver, ¡qué hermosa es!». Las mujeres retocaban el
peinado de la señora. Los hombres, un poco alejados y mudos de admiración, se
decían: «No. Ni Dios ni la naturaleza han hecho nada, no han podido hacer nada
más imponente, más grande, más bello, más noble, más perfecto». «Pero, mujer
mía —le decía Desroches— parece como si no os importara la impresión que nos
habéis causado. Por favor, no sonriáis; una sonrisa, acompañada de tantos
encantos, nos haría perder la cabeza». La señora Desroches contestó con un ligero
gesto de indignación, volvió la cabeza, y se llevó el pañuelo a los ojos, que
comenzaban a humedecerse. Las mujeres, que se fijan en todo, se preguntaban en
voz baja: «¿Qué le pasa? Se diría que tiene ganas de llorar». Desroches, que les
observaba, se llevaba la mano a la sien y les hacía un gesto como para indicar que
la señora estaba un poco mal de la cabeza.
—Efectivamente, cuando me encontraba de viaje fuera de Francia, me
escribieron para decirme que circulaba el sordo rumor de que la bella señora
Desroches, antes de La Carlière, se había vuelto loca.
—Sirvieron la comida. La alegría se dibujaba en todos los rostros, salvo en el
de la señora de La Carlière. Desroches bromeó un poco acerca de su aire de
dignidad. Se conoce que no caía en la cuenta de la razón que asistía tanto a su
mujer como a sus amigos, ya que no temía el peligro de una de sus sonrisas.
«Mujer mía, si quisierais sonreír…». La señora de La Carlière fingió no oírle, y
mantuvo su aire grave. Las mujeres dijeron que pusiese la cara que pusiese todas le
iban a sentar tan bien, que se podía dejar que eligiese. Acaban de comer. Entran en
el salón. Se forma un círculo. La señora de La Carlière…
—¿Queréis decir la señora Desroches?
—No; ya no me gusta llamarla así. La señora de La Carlière toca una
campanilla; hace una señal. Le traen a su hijo. Le recibe temblando. Descubre su
seno, le da de mamar, y lo devuelve a la aya después de haberle contemplado
tristemente, besado y mojado con una lágrima que cayó sobre el rostro del niño.
Dice, enjugándose esta lágrima: «No será la última». Pero pronunció estas palabras
en un tono tan bajo, que apenas fueron oídas. El espectáculo enterneció a los
asistentes y produjo un profundo silencio en el salón. Fue entonces cuando la
señora de La Carlière se levantó y, dirigiéndose a los allí reunidos, dijo lo que
sigue, o algo parecido:
«Parientes, amigos míos, todos vosotros estabais aquí el día en que prometí
fidelidad al señor Desroches, y él me prometió la suya. Recordáis sin duda las
condiciones con las que recibí su mano y le di la mía. Señor Desroches, hablad. ¿He
sido fiel a mis promesas?…». «Escrupulosamente». «En cambio, vos señor, me
habéis engañado, me habéis traicionado…». «¡Yo, señora!…». «Vos, señor».
«¿Quiénes son los desgraciados, los indignos…?». «Aquí no hay más desgraciados
que yo, ni más indignos que vos…». «Señora, mujer mía…». «Ya no lo soy…».
«¡Señora!». «Señor, no añadáis la mentira y la arrogancia a la perfidia. Cuánto más
os defendáis, más os acusaréis. Ahorraos el trabajo…».
Tras estas palabras, sacó las cartas de su bolso, enseñó algunas de soslayo a
Desroches, y distribuyó las otras entre los asistentes. Cogían las cartas, pero no las
leían. «Señores, señoras —decía la señora de La Carlière— leed y juzgadnos. No
saldréis de aquí sin haber pronunciado vuestra sentencia». Luego, dirigiéndose a
Desroches: «Vos, señor, debéis conocer la letra». Los invitados todavía dudaron,
pero insistió tanto la señora de La Carlière que acabaron por leerlas. Mientras
tanto, Desroches, temblando, inmóvil, había apoyado la cabeza contra un espejo, y
daba la espalda a los convidados, a quienes no se atrevía a mirar. Uno de sus
amigos se compadeció de él, le cogió de la mano y le sacó del salón.
—Cuando me contaron los detalles de esta escena, me dijeron que él se había
comportado muy rastreramente, y su mujer, honrada pero ridículamente.
—La ausencia de Desroches hizo que todos se sintieran a sus anchas.
Estuvieron de acuerdo en que era culpable; aprobaron el resentimiento de la
señora de La Carlière, a condición de que no lo exagerase. Se agruparon a su
alrededor; la presionaron, la suplicaron, la rogaron. El amigo que había sacado a
Desroches entraba y salía, y le enteraba de lo que pasaba. La señora de La Carlière
mantuvo firmemente una resolución que aún no se había explicado a sí misma. A
todo quien pretendía defender a Desroches, respondía la misma cosa. Decía a las
mujeres: «Señoras, no censuro vuestra indulgencia». A los hombres: «Señores, esto
no puede ser; hemos perdido la confianza mutua, y ya no hay solución». Trajeron
al marido. Estaba más muerto que vivo. Cayó, mejor que se arrojó, a los pies de su
mujer; y allí permanecía sin hablar. La señora de La Carlière le dijo: «Señor,
levantaos». Se levantó, y ella añadió: «Sois un mal esposo. Si sois, o no sois, un
caballero, lo voy a saber pronto. No puedo ni amaros ni estimaros; es como
confesaros que no estamos hechos para vivir juntos. Os dejo mi fortuna. Sólo
reclamo una parte que sea suficiente para mi estricta subsistencia y la de mi hijo.
Mi madre ya lo sabe. Me han preparado un alojamiento en su casa; permitiréis que
me vaya a vivir allí inmediatamente. El único favor que os pido, y que tengo
derecho a obtener, es que me ahorréis un escándalo, que no cambiaría mis
propósitos y cuyo único efecto sería acelerar la cruel sentencia que habéis dictado
contra mí. Permitid que me lleve al niño, y que espere así a que mi madre me cierre
los ojos o que yo cierre los suyos. Por si os sentís apenado, sabed que seguramente
mi dolor y la avanzada edad de mi madre pronto acabarán con ella».
Entretanto, todos lloraban a lágrima viva; las mujeres le cogían las manos;
los hombres estaban consternados. Cuando la señora de La Carlière se dirigió hacia
la puerta, llevando a su hijo en brazos, se oyeron sollozos y gritos. El marido
gritaba: «¡Mujer mía!, ¡mujer mía!, escuchadme, no lo sabéis todo». Los hombres
gritaban, las mujeres gritaban: «¡Señora Desroches!, ¡señora!». El marido gritaba:
«Amigos míos, ¿vais a dejar que se vaya? Detenedla, detenedla entonces; que me
oiga; que pueda hablarla». Le instaban a que fuera él a detenerla: «No —decía—,
no sabría, no me atrevería: ¡yo ponerle la mano encima!, ¡tocarla!, no soy digno».
La señora de La Carlière se marchó. Yo estaba en casa de su madre cuando
llegó agotada por los esfuerzos que había hecho. Tres de sus criados la habían
bajado del coche y la llevaban en andas; les seguía la aya, pálida como la muerte,
con el niño dormido sobre su pecho. Depositaron a la desdichada mujer en un sofá
camilla, donde permaneció durante largo tiempo sin dar señales de vida, y bajo la
vigilancia de su anciana y respetable madre, que se lamentaba sin proferir grito,
que se agitaba a su lado, que quería socorrer a su hija sin poder hacerlo. Al fin,
recobró el conocimiento; y sus primeras palabras, al abrir los párpados, fueron:
«¡Entonces no estoy muerta! ¡Es tan dulce estar muerta! Madre, venid aquí, a mi
lado, y muramos las dos juntas. Pero, si morimos, ¿quién cuidará del pobre niño?».
Luego, cogió las dos manos secas y temblorosas de su madre con una de las
suyas; puso la otra sobre su hijo; empezó a derramar un torrente de lágrimas.
Sollozaba, quería quejarse, pero un fuerte hipo interrumpía sus quejas y sus
sollozos. Cuando pudo articular alguna palabra, dijo: «¡Será posible que él sufra
tanto como yo!». Mientras tanto, los amigos de Desroches se ocupaban en
consolarle y convencerle de que no duraría mucho el resentimiento de su mujer
por una falta tan pequeña como la suya; pero que había que conceder un cierto
tiempo al orgullo de una mujer altiva, sensible y ofendida; y que la solemnidad de
tan extraordinaria ceremonia constituía para ella una cuestión de honor que la
obligaba a una reacción violenta. «Nosotros tenemos un poco la culpa» —decían
los hombres—… «Ciertamente, sí —decían las mujeres—; si hubiésemos
contemplado esta sublime mojiganga con los ojos de la gente o de la condesa, no
hubiera ocurrido nada de lo que ahora nos aflige… Lo que pasa es que las cosas
que se hacen con un cierto aparato nos imponen respeto, y nos dejamos llevar por
una estúpida admiración cuando lo que habría que hacer es encogerse de hombros
y reír… Ya veréis, ya veréis el escándalo que esta escena va a desencadenar; nos
van a poner verdes a todos».
—Entre nosotros: la cosa se prestaba.
—Desde este día, la señora de La Carlière volvió a usar su nombre de viuda,
y no soportaba que la llamaran señora Desroches. Su puerta, que durante mucho
tiempo estuvo cerrada para todo el mundo, lo estuvo para siempre para su marido.
Desroches le escribió; ella quemó sus cartas sin abrirlas. La señora de La Carlière
dijo a sus parientes y amigos que dejaría de ver al primero que intercediera por él.
Los curas se mezclaron en el asunto sin resultado. Por lo que se refiere a las
personas influyentes, rechazó su mediación con tanta altivez y firmeza que pronto
la dejaron en paz.
—Sin duda dijeron que era una impertinente, una mojigata de tomo y lomo.
—Y a los demás les faltó tiempo para repetirlo. Mientras tanto, se adueñó de
ella una profunda melancolía; perdió su salud con una rapidez increíble. Había
tantas personas que estaban al corriente de esta inesperada separación y del
motivo que la había originado, que pronto su caso se convirtió en el comadreo
general. En este punto os ruego que desviéis vuestra atención, si puede ser, de la
señora de La Carlière, para detenerla en la gente, en esa muchedumbre imbécil que
nos juzga, que dispone de nuestro honor, que nos pone por las nubes o que nos
arrastra por el fango, y que respetamos más cuanto más enérgicos y virtuosos
somos. ¡Esclavos de la gente, vosotros podríais ser los hijos adoptivos del tirano;
pero jamás veréis el cuarto día de los Idus de marzo!…[6]
No existía más que una opinión sobre la conducta de la señora de La
Carlière: «Era una loca de atar… ¡Bonito ejemplo para dar y tomar!… Supondría
separar de sus mujeres a las tres cuartas partes de los maridos… ¿Las tres cuartas
partes, decís? ¿Acaso hay dos de cada cien que sean rigurosamente fieles?… Sin
duda la señora de La Carlière es encantadora; había puesto sus condiciones, de
acuerdo; es la belleza, la virtud, la honestidad personificadas. Añadid a esto que el
caballero se lo debe todo. Pero querer además ser la única en todo un reino a la que
el marido se atenga estrictamente, es una pretensión demasiado ridicula». Luego
continuaba la gente: «Si este Desroches está tan enamorado, ¿por qué no apela a las
leyes y hace entrar en razón a esta mujer?». Pensad lo que habría dicho la gente si
Desroches o su amigo hubieran podido explicarse; pero todo les obligaba a callar.
Refirieron inútilmente estas últimas habladurías al caballero. Hubiera recurrido a
todo con tal de recobrar a su mujer excepto a la violencia. Por otra parte, la señora
de La Carlière era una mujer que infundía respeto; y entre estas voces que la
censuraban, se elevaban algunas que se atrevían a decir una palabra en su defensa;
pero una palabra muy tímida, muy débil, muy reservada, menos convencida que
cortés.
—Cuánto más equívocas sean las circunstancias, más son los tránsfugas que
pasan a engrosar el partido de la cortesía.
—Exacto.
—Una desgracia persistente reconcilia a todos los hombres, y la pérdida de
los encantos reconcilia a la mujer hermosa con todas las demás.
—Más exacto todavía. Efectivamente, cuando la bella señora de La Carlière
se quedó en los huesos, los cotilleos de compasión se mezclaron con los de censura.
«Extinguirse en la flor de su edad, marchitarse así, y a causa de la traición de un
hombre al que había advertido, un hombre que debía conocerla y que no tenía más
que un medio para corresponder a todo lo que ella había hecho por él; porque,
entre nosotros, cuando Desroches se casó con ella, era un segundón de Bretaña que
no tenía más que la capa y la espada… ¡Pobre señora de La Carlière!, ¡qué historia
tan triste! Pero, bien mirado, ¿por qué no vuelve con él?… ¡Ah!, ¿por qué? Lo cierto
es que cada cual tiene su carácter, y que ojalá fuesen más frecuentes caracteres de
este tipo; nuestros señores y dueños tendrían más ojo».
Mientras las cotillas, sin dejar de hilar o bordar una prenda, se divertían
tomando partido a favor o en contra, y mientras la balanza se inclinaba
insensiblemente a favor de la señora de La Carlière, Desroches se encontraba en un
deplorable estado de ánimo y de salud; pero nadie le veía. Se había retirado al
campo, donde esperaba, con dolor y aflicción, un sentimiento de compasión que
inútil y sumisamente había solicitado hasta lo indecible. Por su parte, reducida al
último grado de depauperación y debilidad, la señora de La Carlière se vio
obligada a confiar la cría de su hijo a una mercenaria. Temía que el cambio de leche
causase un percance; y efectivamente así fue. Día tras día, el niño se fue
debilitando y murió. Entonces dijo la gente: «¿No lo sabéis? La pobre señora de La
Carlière ha perdido a su hijo… No hay quien la consuele… ¿Consolarla, decís? La
suya es una pena que no se puede ni imaginar. La he visto; ¡qué lástima da! No
puede más… ¿Y Desroches?… No me habléis de los hombres; son tigres. ¿Estaría
en el campo si quisiera un poco a esta mujer?, ¿no hubiera acudido a verla?, ¿no la
hubiera asediado por las calles, en las iglesias, en la puerta de su casa? Si uno se
empeña verdaderamente, puede hacer que le abran cualquier puerta. Pero hay que
insistir, acostarse en el umbral, morir allí si es preciso…». En realidad, Desroches
había hecho todas estas cosas, lo cual se ignoraba; pero lo importante no es saber,
sino hablar. Se hablaba pues… «El niño ha muerto… ¿Quién sabe si no hubiera
sido un monstruo como su padre?… La madre se muere… ¿Y el marido, mientras,
a qué se dedica?… ¡Bonita pregunta! Durante el día, corre por el bosque tras sus
perros; por la noche, se dedica a la crápula con tipos de su calaña… Magnífico».
Otro acontecimiento. Cuando se casó, Desroches recibió los honores propios
de su rango. La señora de La Carlière le había exigido que dejase el ejército y que
cediese su regimiento a su hermano menor.
—Entonces, ¿Desroches tenía un hermano menor?
—El no. La señora de La Carlière.
—¿Y bien?
—Y bien. Mataron al joven en la primera batalla; por doquier se vocifera:
«¡Desroches ha traído la desgracia a esta casa!». Oyéndoles, parecía como si el
golpe que había matado al joven oficial había partido de la mano de Desroches. El
desenfreno y la sinrazón fueron tan generales como inconcebibles. A medida que
se sucedían las penas de la señora de La Carlière, la gente pintaba con tintes más
negros el carácter de Desroches, se exageraba su traición; y sin ser ni poco ni
mucho culpable, cada día se hacía más odioso. ¿Creéis que esto se acaba aquí? No,
no. La madre de la señora de La Carlière ya había cumplido los setenta y seis años.
Admito que la muerte de su nieto y el asiduo espectáculo del dolor de su hija
bastaban para abreviar sus días, pero estaba enferma y decrépita. No importa: la
gente olvidó su vejez y sus enfermedades; y Desroches fue de nuevo el responsable
de su muerte. Pronto, la gente habló sin rodeos: Desroches no era más que un
miserable a quien la señora de La Carlière no podía acercarse sin echar por los
suelos todo el pudor; ¡era el asesino de su madre, de su hermano, de su hijo!
—O sea que, según esta bonita lógica, si la señora de La Carlière hubiese
muerto, sobre todo tras una enfermedad larga y dolorosa que hubiese permitido
hacer grandes progresos a la injusticia y al odio públicos, la gente hubiera
considerado a Desroches el execrable asesino de toda la familia.
—Es lo que pasó, y lo que hizo la gente.
—¡Pero bueno!
—Si no me creéis, preguntad a cualquiera de los aquí presentes, y ya veréis
lo que os dicen. Desroches se ha quedado solo en el salón porque, justo cuando
entraba, todo el mundo le ha vuelto la espalda.
—¿Pero, por qué? Se puede saber que un hombre es un bribón; pero esa no
es razón para no dirigirle la palabra.
—El asunto es relativamente reciente; y todas esas personas son parientes o
amigos de la difunta. La señora de La Carlière murió el segundo domingo del
pasado Pentecostés, ¿y sabéis dónde? En San Eustaquio, durante la misa mayor, en
medio de los numerosos fieles asistentes.
—¡Qué locura! Se muere en la cama. ¿A quién se le ocurre morirse en la
iglesia? Se ve que esta mujer decidió ser extravagante hasta el final.
—Sí, extravagante; esa es la palabra. Se encontraba un poco mejor. Se había
confesado la víspera. Se creía con fuerzas suficientes como para ir a recibir el
sacramento a la iglesia, en vez de hacérselo traer a casa. La llevan en una silla de
mano. Oye la misa sin quejarse y, al parecer, sin sufrir. Llega el momento de la
comunión. Sus criadas le dan el brazo y la conducen al comulgatorio. El cura le da
la comunión, se inclina como para recogerse, y expira.
—¡Expira!
—Sí, expira extravagantemente, como habéis dicho.
—¡Sólo Dios sabe el tumulto que se organizaría!
—Dejemos eso; es sabido de sobra. Continuemos.
—De esta forma, la señora de La Carlière fue cien veces más apreciada, y su
marido cien veces más abominable.
—Se entiende.
—¿No es esto todo?
—No. El azar quiso que Desroches se encontrase en el camino, cuando
llevaban muerta a la señora de La Carlière desde la iglesia a su casa.
—Parece toda una conspiración contra este pobre diablo.
—Se acerca, reconoce a su mujer; grita. La gente se pregunta quién es ese
hombre. De entre la multitud se eleva una voz indiscreta (era la de uno de los curas
de aquella parroquia) que dice: «Es el asesino de esta mujer». Desroches añade,
retorciéndose los brazos, mesándose los cabellos: «Sí, sí, soy yo». Inmediatamente,
la gente se arremolina a su alrededor; le llenan de improperios; cogen piedras; y le
hubieran lapidado en aquel mismo lugar, a no ser que algunas personas honradas
no le hubieran salvado del furor del irritado populacho.
—¿Pero cuál había sido su comportamiento durante la enfermedad de su
mujer?
—Inmejorable. Engañado, como todos nosotros, por la señora de La Carlière,
que ocultaba a los otros, y que quizás se lo disimulaba a sí misma, su cercano fin…
—Entiendo; y sin embargo, le llamaron bárbaro, inhumano.
—Una bestia feroz que había hundido, poco a poco, un puñal en el pecho de
una mujer divina, su esposa y bienhechora, a quien había dejado morir sin
aparecer siquiera, sin dar la menor prueba de interés y de sensibilidad.
—Y todo esto por no haber sabido lo que se le ocultaba.
—Y que era ignorado, incluso por aquellos que vivían junto a la señora de
La Carlière.
—Y que podían verla todos los días.
—Justamente; este es el juicio público sobre nuestras acciones privadas; hay
que ver como una ligera falta…
—¡Oh! Ligerísima…
—Se agrava a los ojos de la gente a causa de una serie de acontecimientos
que era imposible de todo punto prever e impedir.
—E incluso a causa de circunstancias completamente extrañas a la primera
causa, tales como la muerte del hermano de la señora de La Carlière, a raíz de que
Desroches le cediese el regimiento.
—Los murmuradores son, tanto para bien como para mal, alternativamente,
ridículos panegiristas o absurdos censores. El acontecimiento constituye siempre la
medida de su elogio o de su censura. Amigo mío, escuchadles si no os aburren;
pero no les creáis, y no les imitéis jamás, si no queréis ser tan impertinente como
ellos. ¿En qué pensáis? Estáis soñando.
—Voy a cambiar la tesis suponiendo un comportamiento más normal de la
señora de La Carlière. Encuentra las cartas; se enfada. Al cabo de algunos días, el
mal humor desemboca en una explicación y la almohada aconseja una
reconciliación, como suele ocurrir. A pesar de las excusas, las protestas y los
juramentos renovados, el carácter voluble de Desroches le arrastra a un segundo
error. Otro enfado, otra explicación, otra reconciliación, otros juramentos, otros
perjurios, y así sigue la cosa durante treinta años, como suele ocurrir. Entretanto,
Desroches, que es un caballero, se dedica a reparar la ofensa, que es bastante
pequeña, mediante múltiples desvelos, mediante una complacencia ilimitada.
—Como no siempre suele ocurrir.
—Nada de separación, nada de escándalo; viven juntos, como vivimos los
demás; y la suegra, la madre, el hermano y el niño, se hubiesen muerto sin que
nadie hubiese dicho ni media palabra.
—O simplemente se hubiera hablado para compadecer a un hombre
desgraciado, perseguido por su sino, abrumado de desgracias.
—Es verdad.
—De lo que deduzco que no estáis muy lejos de despreciar como se merece a
esta bestia ruin, de cien mil pérfidas cabezas y de otras tantas pérfidas lenguas. De
todas formas, tarde o temprano no se recobra el sentido común, el buen juicio
futuro rectifica la murmuración del presente.
—Así pues, ¿creéis que llegará el día en que se vean las cosas tal como son:
que sea acusada la señora de La Carlière, y Desroches sea absuelto?
—Creo incluso que no está lejos ese día; en primer lugar, porque los
ausentes nunca tienen razón, y no hay ausente más ausente que un muerto; en
segundo lugar, porque se habla; se disputa; y cuando las historias más manidas
reaparecen en la conversación, se juzgan con menos parcialidad: acaso veamos
otros diez años aún a este pobre Desroches, arrastrando de casa en casa su
desventurada existencia; la gente volverá a acercarse a él; le preguntarán; le
escucharán; ya no tendrá ninguna razón para callarse; se sabrá lo que había en el
fondo de su historia; y su desliz se quedará en nada.
—Que es lo que vale.
—Es más, creo que ambos somos lo suficientemente jóvenes como para oír
calificar de inflexible y altiva mojigata a la señora de La Carlière; y esto porque
unos incitan a otros; y puesto que sus juicios carecen de toda regla, sus chismes
pueden ser ilimitados.
—Pero, si vos tuvieseis una hija casadera, ¿se la entregaríais a Desroches?
—Sin vacilar, porque fue el azar quien le hizo dar uno de esos pasos
resbaladizos de los que ni vos, ni yo, ni nadie puede librarse; porque la amistad, la
honradez, la generosidad, todas las circunstancias posibles habían favorecido su
falta, y también su justificación; porque la conducta que ha observado, tras la
voluntaria separación de su mujer, ha sido irreprochable; y porque, así como no
apruebo a los maridos infieles, así tampoco aprecio a las mujeres que dan tanta
importancia a esta infrecuente cualidad. Después de todo, tengo mis propias ideas,
quizás justas, seguramente extrañas, acerca de ciertas acciones, a las que no
considero tanto vicios del hombre como consecuencias de nuestras absurdas
legislaciones, a su vez fuentes de costumbres tan absurdas como ellas mismas, y de
una depravación a la que de buen grado llamaría artificial. Esto no está muy claro,
quizás lo aclare en otra ocasión. Volvamos a casa. Desde aquí oigo que os llaman a
gritos dos o tres de nuestras viejas cotorras; además, ya está declinando el día y la
noche avanza con ese nutrido séquito de estrellas que os había prometido.
—Es verdad.
Autores y críticos[1]
Los viajeros hablan de una especie de hombres salvajes que lanzan flechas
envenenadas contra todo el que pasa. Es la viva imagen de nuestros críticos.
¿Os parece exagerada esta comparación? Me concederéis al menos que se
parecen bastante a un hombre solitario que vivía en un valle rodeado de colinas
por todas partes. Para él, ese espacio limitado era todo el universo. Daba un paso,
recorría con la mirada su estrecho horizonte, y exclamaba: «Sé todo; he visto todo».
Pero un día tuvo la tentación de ponerse en camino y de acercarse a algunos
objetos que escapaban a su vista: trepa a la cima de una de las colinas. Cual no
sería su estupor al ver el inmenso espacio que se extendía ante sus ojos. Entonces,
cambiando de opinión, dijo: «No sé nada; no he visto nada».
He dicho que nuestros críticos se parecen a ese hombre; me he equivocado:
permanecen en el fondo de su choza, y nunca pierden el alto concepto que tienen
de sí mismos.
El papel de un escritor es un papel bastante vano; es el de un hombre que se
cree en grado de dar lecciones al público. ¿Y el papel del crítico? Es más vano aún;
es el de un hombre que se cree en grado de dar lecciones a quien se cree en grado
de darlas al público.
El escritor dice: «Señores, escuchadme, puesto que soy vuestro maestro». ¡Y
el crítico! «Es a mí, señores, a quien hay que escuchar puesto que soy el maestro de
vuestros maestros».
Por su parte, el público toma partido. Si la obra del escritor es mala, se burla
de ella; igual que de las observaciones del crítico si son falsas.
Tras lo cual, el crítico exclama: «¡Oh tiempos!, ¡oh costumbres! ¡Se ha
perdido el buen gusto!». Y ya se ha consolado.
Por su cuenta, el escritor acusa a los espectadores, a los actores y a la cábala.
Llama a sus amigos; les lee su obra antes de representarla: está destinada al triunfo.
Pero vuestros amigos, ciegos o pusilánimes, no se atreven a deciros que es una
pieza sin carácter, sin personajes y sin estilo; y creedme, el público casi nunca se
equivoca. Vuestra obra fracasa porque es mala.
—Pero también vaciló El Misántropo, antes de tener éxito, ¿no?
Es verdad. ¡Qué socorrido, después de un fracaso, poder contar con este
ejemplo! También lo recordaré yo, si alguna vez estreno una obra y me la silban.
La crítica se comporta de modo diverso con los vivos y con los muertos. ¿Ha
muerto un escritor? Se encarga de destacar sus cualidades y de paliar sus defectos.
¿Vive? Lo contrario: destaca sus defectos y olvida sus cualidades. Y esto tiene una
explicación: se puede corregir a los vivos; con los muertos no hay nada que hacer.
Sin embargo, el censor más severo de una obra es el propio escritor. ¡Cuánto
se mortifica a sí mismo! Sólo él conoce el defecto secreto; casi nunca es el que
señala la crítica. Esto me ha recordado a menudo lo que decía un filósofo:
«¿Hablan mal de mí? ¡Ah si me conocieran como yo me conozco!…».
Los escritores y los críticos de la antigüedad empezaban por instruirse; no
entraban en la carrera de las letras hasta no haber salido de las escuelas de filosofía.
¡Cuánto tiempo guardaba el escritor su obra antes de darla a conocer al público! De
ahí esa corrección que no se debe más que a los consejos, a la lima y al tiempo.
Nosotros nos preocupamos demasiado por publicar: pero quizá nos falta
inspiración y honestidad cuando cogemos la pluma.
Si el sistema moral está corrompido, el arte será falso.
La verdad y la virtud son las amigas de las bellas artes. ¿Queréis ser
escritor?, ¿queréis ser crítico?: comenzad por ser honrados. ¿Qué se puede esperar
del que es incapaz de conmoverse profundamente? ¿Y qué puede conmoverme
más que la verdad y la virtud, las dos cosas más pujantes de la naturaleza?
Si me aseguran que un hombre es avaro, me costará trabajo creer que pueda
producir algo grande. Ese vicio empequeñece el espíritu y endurece el corazón. Las
desgracias públicas no cuentan nada para el avaro. A veces se alegra de ellas. Es
duro. ¿Cómo podrá hacer algo sublime? Está constantemente agazapado sobre su
caja de caudales. Ignora la velocidad del tiempo y la brevedad de la vida.
Reconcentrado en sí mismo, no hace caridad. Valora más un pedazo de metal
amarillo que la felicidad de su semejante. Nunca ha conocido el placer de dar al
que lo necesita, de olvidar al que sufre, de llorar con el que llora. Es mal padre, mal
hijo, mal amigo, mal ciudadano. Para excusar su propio vicio ha creado un sistema
que inmola todos los deberes a su pasión. Si se propusiera pintar la conmiseración,
la liberalidad, la hospitalidad, el amor a la patria, al género humano, ¿dónde iba a
encontrar los colores? Cree, para sus adentros, que esas cualidades no son más que
caprichos y locuras.
Después del avaro, para el que todos los medios son viles y pequeños, y que
incluso se atrevería a cometer un delito con tal de conseguir dinero, el hombre de
genio más limitado, más capaz de hacer el mal, el menos dotado para lo verdadero,
lo bueno y lo bello, es el supersticioso.
Después del supersticioso, el hipócrita. El supersticioso tiene la vista turbia;
el hipócrita, el corazón falso.
Si sois un bien nacido, si la naturaleza os ha dado un espíritu recto y un
corazón sensible, escapad durante una temporada de la sociedad de los hombres;
id a estudiaros a vos mismo. ¿Cómo puede dar un instrumento la nota justa si está
desafinado? Elaborad nociones exactas de las cosas; comparad vuestra conducta
con vuestros deberes; volveos honrado, y no creáis que este trabajo y este tiempo
que tan bien empleados están para el hombre, no aprovechen al escritor. De la
perfección moral que hayáis establecido en vuestro carácter y en vuestras
costumbres, brotará un matiz de calidad y de justicia que se derramará sobre todo
lo que escribáis. Si tenéis que describir el vicio, no olvidéis cuán contrario es al
orden general y a la felicidad pública y particular; así lo describiréis con firmeza. Si
tenéis que describir la virtud, ¿cómo podríais logar que los otros la amen, si vos no
sois virtuoso? Al regresar entre los hombres, escuchad mucho a los que hablan
bien; y hablad a menudo con vos mismo.
Amigo mío, vos ya conocéis a Aristo[2]; acerca de él quiero contaros lo que
sigue. Tenía entonces cuarenta años. Se había entregado intensamente el estudio de
la filosofía. Se le apodaba el filósofo porque no tenía ambiciones, era honrado, y la
envidia nunca había alterado ni su dulzura ni su calma. Por lo demás, su talante
era grave; sus costumbres, severas; sus razonamientos, austeros y simples. El
manto de un viejo filósofo era casi la única cosa que le faltaba, porque era pobre y
estaba contento con su pobreza.
Un día se propuso conversar algunas horas con sus amigos sobre la
literatura o la moral, porque no le gustaba hablar de los asuntos públicos. Pero sus
amigos no acudieron, y decidió pasearse solo.
Frecuentaba pocos lugares donde los hombres se reúnen. Le gustaban más
los sitios apartados. Caminaba como soñando, y decía:
«Tengo cuarenta años. He estudiado mucho; me llaman el filósofo. Sin
embargo, si se presentase alguien que me dijese: “Aristo, ¿qué es lo verdadero, lo
bueno y lo bello?”, ¿tendría pronta la respuesta? No. “Pero, cómo, Aristo, ¿no
sabéis qué es lo verdadero, lo bueno y lo bello? ¡Y permitís que os llamen el
filósofo!”».
Tras algunas reflexiones sobre la vanidad de los elogios que se prodigan sin
conocimiento y que se aceptan sin pudor, se puso a buscar el origen de esas ideas
fundamentales de nuestra conducta y de nuestros juicios; así seguía razonando
consigo mismo:
«Quizás no haya en la entera especie humana dos individuos que tengan un
ligero parecido. La organización general, los sentidos, el aspecto exterior, las
vísceras, son muy diversas. Las fibras, los músculos, los sólidos, los fluidos, son
muy diversos. El espíritu, la imaginación, la memoria, las ideas, las verdades, los
prejuicios, los alimentos, los ejercicios, los conocimientos, los estados, la educación,
los gustos, la fortuna, los talentos, son muy diversos. Los objetos, los climas, las
costumbres, las leyes, los hábitos, los usos, los gobiernos, las religiones, son muy
diversas. Entonces, ¿cómo va a ser posible que dos hombres tengan precisamente
el mismo gusto o las mismas nociones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello? La
diversidad de la vida y la variedad de los acontecimientos bastarían por sí solos
para justificar toda clase de opiniones.
»Y esto no es todo. En el mismo hombre todo se encuentra en una perpetua
vicisitud, bien sea si consideramos el aspecto físico o el aspecto moral: la pena
sucede al placer, el placer a la pena; la salud a la enfermedad, la enfermedad a la
salud. Unicamente gracias a la memoria somos un mismo individuo para los otros
y para nosotros mismos. Con la edad que tengo, puede que ya no me quede en el
cuerpo ni una sola molécula de las que tenía al nacer. Desconozco el límite
prescrito a mi existencia; pero cuando llegue el momento de devolver mi cuerpo a
la tierra, seguramente ya no le quedará ninguna de las moléculas que tiene ahora.
El alma es diferente en los diversos períodos de la vida. Yo balbuceaba de niño;
ahora creo razonar, pero, razonando y todo, el tiempo pasa y retorno al balbuceo.
Tal es mi condición y la de todos. Así pues, ¿cómo va a ser posible que haya uno
solo entre nosotros que conserve el mismo gusto a lo largo de toda su existencia,
que defienda las mismas opiniones siempre sobre lo verdadero, lo bueno y lo
bello? Las revoluciones, causadas por la tristeza y la maldad de los hombres,
bastarían por sí solas para alterar sus opiniones.
»Entonces, ¿está condenado el hombre a no ponerse de acuerdo ni con sus
semejantes ni consigo mismo acerca de los únicos objetos que le importa conocer:
la verdad, la bondad, la belleza? ¿Son estas cosas, locales, momentáneas y
arbitrarias; palabras vacías de sentido? ¿No hay nada que sea como es? ¿Una cosa
es verdadera, buena y bella cuando me lo parece? En fin, todas nuestras disputas
sobre el gusto se podrían resolver con esta proposición: nosotros somos, vos y yo,
dos seres diferentes; y yo mismo, ¿es que no soy diverso a cada instante?».
Aquí Aristo hizo una pausa; luego prosiguió:
«Ciertamente nuestras disputas no tendrán fin hasta que cada uno se
considere tanto modelo como juez. Debe haber tantas medidas cuantos hombres, y
el mismo hombre tendrá tantos módulos diferentes como períodos sensiblemente
diferentes haya en su existencia.
»Esto me basta, me parece, para sentir la necesidad de buscar una medida,
un módulo fuera de mí. Mientras no lo consiga, la mayor parte de mis juicios serán
falsos y todos ellos, inciertos.
»Pero ¿dónde encontrar la medida invariable que busco y que me falta?…
¿En un hombre ideal que yo me formaré, a quien presentaré los objetos sobre los
que deberá pronunciarse, y a quien me ceñiré hasta no ser más que su eco fiel?…
Pero ese hombre será obra mía… ¡Qué importa si le creo a partir de elementos
permanentes…! Pero, esos elementos permanentes, ¿dónde están?… ¿En la
naturaleza?… Sea, pero ¿cómo ensamblarlos?… La cosa es difícil, ¿también
imposible?… Cuando desespere de poder formarme un modelo perfecto, ¿se me
dispensará de intentarlo?… No… Intentémoslo pues… Pero ¿a qué me he
comprometido habida cuenta de que el modelo de belleza, aquel a quien se
refirieron en todas sus obras los antiguos escultores, les costó tantas observaciones,
estudios y fatigas?… Sin embargo, es preciso hacerlo, o bien oírse llamar Aristo el
filósofo, y enrojecer».
En este punto, Aristo hizo una segunda pausa un poco más larga que la
primera, tras la cual continuó:
«A primera vista, compruebo que el hombre ideal que busco es un ser
compuesto como yo, y que los escultores, al determinar cuáles son las
proporciones más bellas de este hombre, han plasmado una parte de mi modelo…
Sí. Tomemos una estatua y animémosla… Démosla los órganos más perfectos que
un hombre pueda tener. Dotémosla de todas las cualidades que un mortal pueda
poseer, y habremos realizado nuestro modelo ideal… Sin duda… ¡Pero qué
estudio!, ¡qué trabajo! ¡Cuántos conocimientos físicos, naturales y morales hay que
acumular! No conozco ninguna ciencia, ningún arte en el que no me haya tenido
que versar profundamente. Sólo así podré yo poseer el modelo ideal provisto de
toda verdad, toda bondad y belleza… Claro que no seré capaz de formar ese
modelo general ideal a menos de que los dioses no me concedan su inteligencia y
me prometan su eternidad: heme aquí de nuevo inmerso en las incertidumbres de
las que me proponía liberar».
Aristo, triste y pensativo, se detuvo de nuevo en este punto.
«Pero ¿por qué —prosiguió tras un momento de silencio— no imito yo
también a los escultores? Ellos se han fabricado un modelo que se acomoda a sus
exigencias; yo tengo las mías… Que el literato se haga un modelo ideal con el más
perfecto de los literatos, y que juzgue por boca de este hombre las producciones de
los otros y las suyas propias. Que el filósofo haga igual… Todo lo que parezca
bueno y bello a su modelo, lo será. Este es el mecanismo de sus decisiones… El
modelo ideal será tanto más apreciable y severo cuanto más amplios sean sus
conocimientos… No hay nadie, y no puede haber nadie, que juzgue que todo es
igualmente verdadero, bueno y bello. No: y es quimérico creer que el hombre de
buen gusto es quien lleva en sí mismo el modelo general ideal de toda perfección.
»Pero ¿qué uso haré —cuando lo tenga— de ese modelo ideal que es propio
de mi calidad de filósofo, ya que se me quiere llamar así? El mismo que han hecho
del que tenían los pintores y los escultores. Lo modificaré según las circunstancias.
Esta es la segunda reflexión a la que ahora me dedicaré.
»El estudio encorva al literato. El ejercicio hace más marcial la marcha del
soldado. La costumbre de llevar fardos dobla los riñones al mozo de cuerda. La
mujer gorda echa la cabeza para atrás. El jorobado mueve sus brazos de forma
distinta del que no lo es. Estas son observaciones que, multiplicadas hasta el
infinito, forman al escultor y le enseñan a alterar, fortalecer, debilitar, desfigurar y
transformar a su antojo el modelo ideal. El estudio de las pasiones, costumbres,
caracteres, usos, enseñará al pintor del hombre a alterar su modelo y a no
considerar al hombre a secas, sino al hombre bueno o malo, paciente o colérico.
»De esta forma, de un solo simulacro emanará una infinita variedad de
representaciones diferentes destinadas a la escena o al lienzo. ¿Se trata de un
poeta? ¿Se trata de un poeta que compone? ¿Qué compone, una sátira o un himno?
Si una sátira, debe enfurecerse: poner la vista torva, la cabeza hundida entre los
hombros, la boca cerrada, los dientes apretados, la respiración contenida y
ahogada. ¿Se trata de un himno? Debe entusiasmarse: tener la cabeza alta, la boca
entreabierta, la vista perdida en el cielo, aire de inspiración y de éxtasis, la
respiración ansiosa y jadeante. Conseguido el éxito, ¿no tendrá visos diferentes la
alegría de estos dos hombres?».
Tras esta conversación consigo mismo, Aristo pensó que todavía tenía
mucho que aprender. Volvió a su casa. Se encerró durante quince años. Se dedicó a
la historia, a la filosofía, a la moral, a las ciencias y a las artes; y, a los cincuenta
años, fue un hombre honrado, un hombre instruido, un hombre de buen gusto,
gran escritor y excelente crítico.
DENIS DIDEROT (Langres, Francia, 1713-París, 1784). Filósofo y escritor
francés. Fue el hijo mayor de un acomodado cuchillero, cuyas virtudes burguesas
de honradez y amor al trabajo había de recordar más tarde con admiración. A los
diez años ingresó en el colegio de los jesuitas en Langres y en 1726 recibió la
tonsura por imposición de su familia con el propósito —luego frustrado— de que
sucediera como canónigo a un tío materno. En 1728 marchó a París para continuar
sus estudios; por la universidad parisiense se licenció en artes en 1732, e inició
entonces una década de vida bohemia en la que se pierde el hilo de sus
actividades.
En 1741 conoció a la costurera Antoinette Champion, que no tardó en
convertirse en su amante y con la cual se casaría dos años más tarde contra la
voluntad de su padre, quien trató de recluirlo en un convento para abortar sus
planes. Fue un matrimonio desdichado, marcado por la muerte de los tres
primeros hijos en la infancia (sólo sobrevivió la cuarta hija, más tarde autora de la
biografía de su padre). En 1745, inició una relación amorosa con Madame de
Puisieux, la primera de una serie de amantes que terminaría con Sophie Volland,
de la que se enamoró en 1755 y con quien mantuvo un intercambio epistolar que
constituye la parte más notable de su correspondencia.
En 1746, la publicación de sus Pensamientos filosóficos, en los que proclama su
deísmo naturalista, le acarreó la condena del Parlamento de París. Ese mismo año
entró en contacto con el editor Le Breton, quien le encargó la dirección, compartida
con D’Alembert, de la Enciclopedia. Durante más de veinte años, Diderot dedicó sus
energías a hacer realidad la que fue, sin duda, la obra más emblemática de la
Ilustración, a la cual contribuyó con la redacción de más de mil artículos y, sobre
todo, con sus esfuerzos por superar las múltiples dificultades con que tropezó el
proyecto.
En 1749, la aparición de su Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver
le valió ser encarcelado durante un mes en Vincennes por «libertinaje intelectual»,
a causa del tono escéptico del texto y sus tesis agnósticas; en la cárcel recibió la
visita de Rousseau, a quien conocía desde 1742 y que en 1758 acabó por
distanciarse de él.
En 1750 apareció el prospecto divulgador destinado a captar suscriptores
para la Enciclopedia, redactado por Diderot; pero en enero de 1752 el Consejo Real
prohibió que continuara la publicación de la obra, cuando ya habían aparecido los
dos primeros volúmenes, aunque la intercesión de Madame de Pompadour facilitó
la revocación tácita del decreto.
En 1759, el Parlamento de París, sumándose a la condena de la Santa Sede,
ordenó una nueva suspensión; D’Alembert, intimidado, abandonó la empresa,
pero el apoyo de Malesherbes permitió que la impresión prosiguiera
oficiosamente. En 1764, Diderot comprobó que el editor censuraba sus escritos; tras
conseguir que los diez últimos volúmenes del texto se publicaran en 1765,
abandonó las responsabilidades de la edición.
Inició entonces un período de intensa producción literaria, que había dado
ya frutos notables durante sus años de dedicación al proyecto enciclopédico. A
finales de 1753 habían aparecido sus Pensamientos sobre la interpretación de la
naturaleza, donde proclamaba la superioridad de la filosofía experimental sobre el
racionalismo cartesiano. Lo más notable de su producción lo integraron obras que
permanecieron inéditas hasta después de su muerte, aunque fueron conocidas por
sus amigos. Entre ellas destacan, sobre todo, dos novelas filosóficas: La religiosa y
Jacques el fatalista, así como el magistral diálogo El sobrino de Rameau, traducido al
alemán por Goethe en 1805.
Notas
entre ellos un curioso Proyecto para aniquilar la sífilis, y el Abdeker o Arte de conservar
la belleza. El primero es de 1767, y el Abdeker de 1756. También es suya una
traducción de la novela de Longus: Los amores pastorales de Dafnis y Cloe (1757).
Diderot le debió conocer, al igual que a los demás personajes del cuento, hacia
1746. Admiraba en el doctor Le Camus «la intrepidez con la que ordena sangrías,
purgas, baños, infusiones, cocciones…». <<
[12] La Academia de las Inscripciones y de las Bellas Letras es una de las cinco
que componen el Instituto de Francia. Las otras cuatro Academias son: Francesa,
de Ciencias, de Ciencias Morales y Políticas, y de Bellas Artes. <<
[13] La Carta sobre los Sordomudos, para uso de los que oyen y hablan —este es
Pompadour. Fue la favorita del rey Luis XV. Y no fue escasa su influencia sobre los
asuntos públicos franceses. Un botón de muestra: su declarada enemistad contra
los jesuitas, la llevó indirectamente a favorecer la Enciclopedia. Diderot la retrata
malignamente en Las Joyas Indiscretas. La Pompadour aparece como Mirzoza, la
amante del rey congolés Mangogul. Para aplacar su soberano aburrimiento,
Mangogul recurre al anillo prodigioso que hace hablar a los bijoux (órganos
sexuales) de las cortesanas de Banza, capital de un muy reconocible Congo. <<
[1]
Diderot fraguó este cuento a raíz del viaje que hizo al balneario de
Bourbonne-les-Bains (Haute-Marne), en agosto de 1770. Fue a pasar unos días con
su amiga la señora de Meaux, y con la hija de ésta la señora de Prunevaux. Ambas
mantenían una frecuente correspondencia, como se estilaba entonces, con los
círculos literarios de París. Saint-Lambert les acababa de enviar al balneario su
última creación: Los Dos Amigos, cuento iroqués. Diderot quiso también meter baza
en el argumento que más privaba: la amistad. En París, triunfaba el drama de
Beaumarchais: Los Dos Amigos, y Sellier de Moranville publicaba, para variar, una
novela titulada: Los Dos Amigos o el cuento de Meralbi. Como digo, Diderot abordó
también el tema, pero con más intención y profundidad. En primer lugar, escoge
como protagonistas no a personajes exóticos, sino a los contrabandistas que
pululaban en torno a Bourbonne. El peligro era hablar de los contrabandistas en
tono folklórico o hagiográfico, no en vano era popularísimo entonces Mandrin, un
bandido generoso del tipo de Luis Candelas. Pero Diderot cambia tono; se sirve de
los contrabandistas para realizar una auténtica digresión roussoniana. Félix y
Oliverio vienen a ser los «buenos salvajes» impulsados a la «maldad» por los
defectos de la sociedad, y, por tanto, responsables sólo relativamente de lo asocial
de sus actos. Pero lo más significativo es que Diderot al describir a los
contrabandistas como rebeldes al poder constituido (la magistratura, la iglesia…),
acerca la moraleja de su fábula a los problemas de su época. Método más eficaz,
por su cercanía, que apelar a los hurones, como hace Voltaire, o a los tahitianos,
como hace Diderot en otra obra, el Suplemento al Viaje de Bougainville. Con los
contrabandistas de Bourbonne, Diderot traza un contraste más incisivo entre lo
positivo del estado natural y la podredumbre moral —ya entonces— de aquella
Europa.
En un principio, Los Dos Amigos de Bourbonne pasó como obra de la señora de
Prunevaux. El librero-escritor Gessner deshizo el equívoco cuando lo publicó en
Zurich, en 1773, junto con la Conversación de un padre con sus hijos, bajo el título
general de Cuentos Morales y Nuevos Idilios. Dice Goethe que Los Dos Amigos de
Bourbonne inspiró a Schiller Los Bandidos. <<
[2]
La señora de Prunevaux, que se finge autora del cuento, llama petit frère a
Saint-Lambert, quien a su vez respondía en su correspondencia con un cariñoso y
ficticio petite soeur. <<
[3] La batalla de Hastembeck constituyó uno de los episodios más relevantes
juez de Reims que pinta Diderot. En una nota de la edición Kehl de El hombre de los
Cuarenta Escudos, de Voltaire, se dice que Coleau «fue casi tan famoso como lo
fueron en sus tiempos Laubardemont, Pierre d’Ancre, el duque de Alba…». Bien.
De Laubardemont, un magistrado que hacía de sicario a Richelieu, baste decir que
su nombre se ha empleado en Francia como sinónimo de «juez inicuo». El mariscal
d’Ancre era, en realidad, un aventurero florentino, un tal Concini, que, gracias a
intrigas sin cuento, llegó a ser ministro de Luis XIII. Respecto al duque de Alba,
nada más decir que su nombre aún crea una cierta aprensión entre los holandeses.
<<
[5]
Alusión al cuento de Saint-Lambert Los Dos Amigos, cuento iroqués. Muy en
síntesis: trata de la historia de dos salvajes Tolho y Monza, amigos desde la
infancia, manitous el uno para el otro. Se enamoraron de la misma chica Erimé,
cuyos favores se dividieron ambos amigos. <<
[6]
La historia de Romano y Testalunga la cuenta el diplomático alemán
Johann Hermann de Riedesel. Con su libro Reise durch Sicilien puso de moda a la
isla en los ambientes cultos europeos. Esta obra vino a ser una especie de breviario
para los viajeros que iban a la vieja Trinacria en el Setecientos. Riedesel, admirador
de Rousseau, vio en los bandidos sicilianos ejemplos de «buenos salvajes» capaces
de «las mejores virtudes caballerescas». Esto sintoniza muy bien con lo que escribe
Diderot en el Suplemento al Viaje de Bougainville acerca de otra región del
mezzogiorno italiano: Calabria. Diderot habla de los calabreses como de casi los
únicos que no se sujetan a «lo impuesto por los legisladores». Cuando le preguntan
si le gusta la anarquía de Calabria, Diderot llega a decir: «su barbarie es menos
viciosa que nuestra urbanidad». <<
[7]
La pértica es una medida agraria de longitud que equivale
aproximadamente a dos metros y setenta centímetros. <<
[8] En una copia de este cuento que poseía J. Assézat, uno de los más
mala manera los de La Fontaine. Diderot decía que desgarraba todos los años un
cuento de Vergier sobre la tumba de La Fontaine. <<
[13]
Ludovico Ariosto nació en Regio Emilia, en 1474. Murió en el 1533. Autor
de poemas (Carmina y Satire) y comedias de sabor latinizante (Cassaria,
II Negromante…). En 1515 se publica la primera edición de su obra maestra Orlando
Furioso. Poema éste no exento de esa comicidad a la que alude Diderot, pero no
menos dotado de fantasía «maravillosa» y desenfrenada. Lo prueba ese magnífico
pasaje que cuenta el viaje de Astolfo a la Luna, a lomos del Hipogrifo, y su
búsqueda de la ampolla que contenía «el juicio de Orlando». De hecho, Orlando,
donquijotescamente, había perdido la razón por su Angélica (¿Dulcinea?). <<
[14] Conde de Hamilton (1646-1720). Era un gentilhombre irlandés que llegó a
Francia con los Estuardos. Escribió las Memorias del conde de Gramont. Más conocida
es su faceta de cuentista: Le Bélier, Les Quatre Facardins… Según H. Benac, son más
que nada imitaciones de Las mil y Una Noches. <<
[15] Paul Scarron (1610-1660). Escribió Virgilio Travestido y Novela Cómica. Se
el inglés David Garrick, que fue el mejor actor de su tiempo. Grimm, amigo y
editor de Diderot, pensaba de Caillot lo siguiente: «Nadie hacía (en el teatro) con
tanta precisión todo lo que él hacía». En su Paradoja sobre el Comediante, Diderot
incluye un coloquio entre la princesa de Galitzine y este actor. Diderot consideraba
también a Caillot un ejemplo de «imitador de la naturaleza». <<
[19] Y así finge [Homero], combina sin cesar lo falso y lo verdadero, de tal
siglo XVIII. Helvetius la escribió en 1758, y al poco tiempo fue condenada por las
autoridades judiciales y religiosas. Tuvo que retractarse públicamente. Para tener
una idea —siquiera vaga— del tenor del libro, voy a citar estos párrafos: «Se estará
de acuerdo conmigo con que no llega a Europa ningún barril de azúcar que no esté
teñido de sangre humana»; «Los salvajes son más felices que los campesinos
franceses». No es extraño, pues, que los ortodoxos lo juzgaran el libro más
explosivo de su tiempo. Se miró a De l’esprit como el compendio de todo el
«veneno enciclopedista». El leitmotiv del libro era defender «un sistema moral
absolutamente independiente de la voluntad de Dios o de los preceptos de la
religión». En el prefacio, pone Helvetius: «He pensado que la moral se ha de tratar
como las restantes ciencias, o sea, que se debería hacer con la ética lo que se hace
con la física experimental». Las lenguas malignas atribuyeron a Diderot páginas
enteras del libro; pero, en realidad, como sostiene Arthur Wilson en The Testing
Years (Los Años Decisivos), el libro no hacía más que presentar detonantemente
lugares comunes, mejor tratados por separado por los enciclopedistas, de modo
especial por Diderot.
Claude-Adrien Helvetius, nacido en París (1715-1771), de familia originaria
del Palatinado, escribió también De l’homme. Diderot ya en sus últimos años de
vida, atacó De l’homme con una nota polémica de título tajante: Refutación. Diderot
critica el exacerbado materialismo de Helvetius. Pero se trata de una controversia
poco comprensible, dada la trayectoria intelectual del enciclopedista. Yves Benot se
pregunta si no fue una pequeña apostasía senil del viejo Diderot. <<
[1]
El editor Naigeon publicó este cuento, en 1798, con el título: Sur
l’Inconséquence du Jugement Public de nos Actions Particulières. Se nota enseguida que
es un título elefantiásico y feo; por eso he preferido el Madame de La Carlière de la
edición de J. Assézat (París, 1875). Diderot escribió esta narración en septiembre de
1772. La disquisición meteorológica con la que comienza La Señora de La Carlière es
prácticamente igual al diálogo entre A y B que abre el Suplemento al Viaje de
Bougainville. Una repetición que no se sabe si atribuir al descuido, o si, como parece
más probable, está hecha aposta. <<
[2]
La Tournelle, que se ocupaba de lo criminal, era una de las cuatro
Cámaras del Parlamento de París. En aquella época, se llamaba Parlamento a cada
uno de los tribunales superiores de justicia, que tenían además atribuciones
políticas y de policía. Por la Cámara Tournelle pasaban a turno los consejeros de
las otras tres Cámaras. La Gran Cámara se componía de 25 consejeros laicos y 12
eclesiásticos, aparte de los presidentes y los consejeros honorarios. <<
[3] Este borceguí debe consistir sin duda en un aparato ortopédico. Sin
seguir la tiranía del público reporta ventajas, pero uno no se puede librar de ella
como, en cambio, lo hizo Bruto con César. Jacques Proust, en su edición de los
relatos de Diderot (Quatre Contes, Droz, 1964), cree que el párrafo se refiere a
Pisón, que fue César durante sólo cinco días. <<
[1]
Se trata de un escrito difícil de clasificar, pero que puede ir perfectamente
por separado. Así procede la edición de André Billy (Oeuvres, de Diderot,
Bibliotheque de la Pléiade). Sin embargo, Des Auteurs et des Critiques constituye el
capítulo XXII y el final del Discurso sobre la Poesía Dramática, que Diderot incluyó
como colofón de su obra de teatro El Padre de Familia (1758). Autores y Críticos,
aparte de ser un compendio del pensamiento literario de Diderot, contiene también
una especie de «acción narrativa»: la divertida peripecia intelectual de Aristo. <<
[2] La descripción que Diderot hace de Aristo refleja su propia personalidad.