El Necrofilo
El Necrofilo
El Necrofilo
TEXTO SOLAPA
Lo curioso es que haya sido una mujer, Gabrielle Wittkop, la que haya sabido
como pocos ahondar en el alma de un necrófilo, y lo ha hecho de la única
forma en que semejante tema permite ser tratado: elevándolo, mediante su
escritura de auténtica creadora, a categoría literaria sin por ello eludir su
crudeza inherente. Publicado por primera vez en 1972 por la gran editora
francesa de libros eróticos Régine Deforges, El necrófilo se agotó rápidamente
y permaneció inencontrable hasta que ella misma volviera a relanzarlo en
1990, convencida de que «es uno de los textos más inquietantes de la
literatura contemporánea»
El necrófilo
A la memoria de C.D.,
caído en la muerte
como Narciso en su imagen
12 de octubre de 19..
Las pestañas grises de la chiquilla arrojan una sombra gris sobre sus pómulos.
Tiene la sonrisa irónica y astuta de las taimadas. Dos tirabuzones lacios
enmarcan su cara, bajan hasta los festones de la camisa arremangada por
debajo de las axilas y que descubre un vientre del mismo blanco azulado que
se ve en algunas porcelanas de China. El monte de Venus, muy plano, muy
liso, reluce ligeramente bajo la luz de la lámpara; diríase que lo recubre una
película de sudor.
He separado los muslos para contemplar la vulva fina como una cicatriz, con
los labios transparentes de un malva pálido. Pero tendré que esperar aún unas
cuantas horas, pues, por ahora, todo el cuerpo está todavía un poco rígido, un
poco crispado, hasta que el calor de la habitación lo reblandezca como una
cera. Así que esperaré. Esta chiquilla vale la pena. Es realmente una muerta
muy hermosa.
13 de octubre de 19..
14 de octubre de 19..
15 de octubre de 19..
El camino de Sévres es el camino de cualquier carne y los suspiros de la
vomitadora no lo evitarán. ¡Ay!
2 de noviembre de 19..
Eros y Thanatos. ¿Alguien ha pensado alguna vez en todos esos sexos debajo
de la tierra?
La noche no tarda en caer. Aunque sea el día de difuntos, esta noche no saldré.
Suele decirse que los que aman a los muertos sufren de anosmia. En mi caso
no es así, y mi nariz percibe claramente los olores más diversos, aunque, como
todo el mundo, estoy acostumbrado a los de mi entorno hasta el punto de no
olerlos. Es posible, por tanto, que el olor de bómbice impregne todo mi
apartamento sin que yo lo sepa.
3 de diciembre de 19..
—Lo siento —le contesté—, pero generalmente las personas que poseen obras
de este artista no suelen deshacerse de ellas. De todos modos, si usted quiere
dejarme sus señas, podría, en el caso de que encontrara algo...
Se negó con una sequedad que daba a entender que había comprendido que
jamás le vendería nada semejante. ¡Yo guardo los netsukes de Koshi Muramato
para mí! Sólo un necrófilo puede coleccionar semejantes objetos y aquel
hombre me intrigaba.
Habían inhumado a una actriz que había sido cliente mía, una mujer ni guapa
ni fea, suficientemente insignificante como para parecer que jamás tenía que
inspirar sentimientos extremos. Tan pronto como me enteré de su muerte, la
deseé vivamente. Llegué al cementerio bajo una lluvia torrencial que sin duda
no iba a facilitarme las cosas. Como suelo hacer, descerrajé la cabaña que
contiene las herramientas de jardinería y me hice con una laya. Siempre
trabajo con extrema rapidez y jamás necesito más de una hora para abrir el
foso, bajar a él, levantar la tapa del ataúd con el cortafríos y, una vez cargado
el cadáver, trepar gracias a una técnica cuidadosamente ensayada. Entonces
sólo me resta el traslado hasta mi coche, y la única dificultad consiste en izar el
cuerpo por encima del muro, con la ayuda de una cuerda.
22 de diciembre de 19..
Esta mañana he ido a dar una vuelta por el cementerio de Ivry, delicioso bajo
la nieve, como una tarta de azúcar cande, extrañamente perdido en un barrio
plebeyo. Al contemplar cómo una viuda engalanaba la tumba del difunto con
un arbolito de Navidad, pensé de pronto cómo escasean ahora las mujeres de
luto riguroso, con velos flotantes, en la mayoría de los casos rubias, que
invadían las necrópolis no hace más de veinte años. Eran en general —aunque
no siempre— profesionales que practicaban su arte detrás de los panteones
familiares, con una ausencia de brío y de sinceridad absolutamente
deprimentes. Carne para viudos.
14
1 de enero de 19..
Con ella, el amor está impregnado de una cierta -calma. No abrasa mi carne, la
refresca. Yo, habitualmente tan avaro del tiempo que paso con los muertos —
un tiempo que corre con mucha rapidez— y que intento exprimir cada segundo
vivido en su compañía, me he acostado esta noche a su lado para dormir unas
cuantas horas, igual que un esposo junto a su esposa, con un brazo debajo de
su fina nuca y la mano posada sobre el vientre que me había proporcionado
algún placer. La menuda portera se llamaba Marie-Jeanne Chaulard. Un nombre
que seguramente habría complacido a los hermanos Goncourt. Sus senos son
en verdad notables. Al juntarlos, se consigue un pasadizo estrecho, rollizo,
infinitamente suave. Acaricio ligeramente sus cabellos grises y ralos, echados
hacia atrás, el cuello y los hombros, en los que se seca ahora una baba
plateada como la que dejan los caracoles.
Mi sastre —un sastre que ha conservado los untuosos modales de los viejos
tiempos y me habla en tercera persona— no ha conseguido a la postre dejar de
sugerirme un vestuario menos sombrío. «Pues, por elegante que sea, el negro
resulta triste.» Es, por tanto, el color que me conviene, ya que yo también
estoy triste. Triste por tener que separarme siempre de los que quiero. El
sastre me sonríe en el espejo. Ese hombre cree conocer mi cuerpo porque sabe
dónde coloco mi virilidad en el pantalón y porque ha descubierto con asombro
que los músculos de mis brazos están anormalmente desarrollados en un
hombre de mi profesión. Si supiera para lo que pueden servir también unos
buenos músculos... Si supiera el uso que hago de esa virilidad, que, tal y como
ha anotado en su libreta, cargo a la izquierda...
15
2 de febrero de 19..
Una clienta ha dicho esta mañana una frase muy bella con respecto a un cofre
marino portugués, del siglo XVII: «¡Qué hermoso es! ¡Parece un ataúd!».
Además, lo ha comprado.
12 de mayo de 19..
Repetí esta fantasía sin modificar nada cada vez que mi deseo lo exigió, y
durante mucho tiempo me procuró unas voluptuosidades en extremo intensas.
Después Gabrielle abandonó la ciudad; al dejar de verla, acabé por olvidarla y
la imagen que me había proporcionado tantas alegrías acabó a su vez por
desvanecerse.
3 de agosto de 19..
7 de agosto de 19..
20 de noviembre de 19..
En aquella época, todavía no llevaba mi diario, pero ahora quiero escribir, para
revivirlo una vez más, el relato de mi encuentro con ella.
No era guapa, seguramente jamás lo fue, sólo de cara graciosa, con su nariz
respingona y sus cejas enarcadas en un formidable asombro. La muerte debió
de sorprenderla tal vez entre unas compras en el Bon Marché y la preparación
de una tarta de manzana, y segarla de un golpe seco, de un infarto o algo
parecido. No mostraba la menor huella de combate ni tampoco de
apaciguamiento, nada. Sólo el asombro de estar muerta. Suzanne tenía una
piel suave y unas uñas almendradas. Al quitarle la blusa, descubrí unas axilas'
cuidadosamente afeitadas. Llevaba ropa interior de Crepé de China, de una
calidad superior a la de su traje, y deduje de ello una dignidad, un pudor
femenino de buena ley. Se veía por su cuerpo que siempre lo había respetado
con una especie de ascetismo, pero un ascetismo amable, civilizado, clemente.
Desde el primer momento supe lo que Suzanne significaría para mí. De modo
que, aunque yo fuera muy friolero, me apresuré a cerrar la calefacción y a
organizar esas solapadas corrientes de aire que refrigeran las habitaciones en
un momento y durante muchas horas. Preparé hielo y alejé de Suzanne todo lo
que pudiera dañarle. Salvo a mí mismo, desgraciadamente.
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La última noche lavé a Suzanne, la vestí con su fina ropa interior y su trajecito
burgués, que dos semanas antes, en plena euforia, le había quitado. Envuelta
en una manta escocesa, la llevé hasta el coche. Suzanne verde, Suzanne azul,
y creo que ya habitada. En el momento en que dejé que se deslizara por el
Sena, lancé un grito que oí resonar, como procedente de otro planeta. Me
pareció que me arrancaban el corazón, que me arrancaban el sexo.
30
16 de enero de 19..
Esta noche he ido a buscar unas flores a la floristería y he adornado con ellas a
mi amigo Jérôme, cuyas carnes ya conceden sus matices al azufre verde, pardo
y violáceo de las orquídeas. Unas y otras tienen el mismo resplandor carnoso,
como pegajoso; unas y otras han alcanzado esa fase triunfante de la materia
que en su apogeo, en la extrema realización de sí misma, precede a la
efervescencia de la putrefacción. Recostado de lado, Jérôme parece dormir, su
sexo metido en el cáliz de una flor cuyo licor le inunda, mientras que una
cascada de floraciones lívidas escapa de las magulladuras ahumadas que
jaspean su rosa secreta.
Yo había supuesto que Jérôme tendría los ojos de su madre, pero, una vez
levantado, su párpado blanco ha descubierto un iris de un verde profundo, de
un pardo violáceo: el tono que se encuentra en las viscosas paredes de algunos
crustáceos.
20 de enero de 19..
15 de abril de 19..
23 de abril de 19..
2 de mayo de 19..
Geneviéve era una mujer francamente bonita. Seguro que sufrió mucho, no
sólo en su pobre cuerpo desgarrado sino sobre todo en su alma, ya que su
rostro tenía impresa aquella tristeza típica de los que se van sin haberlo
querido. Me gustaba su tez transparente, sus grandes senos pálidos. Su sexo
era impracticable, una cosa horrible que procuré no mirar. Di la vuelta
suavemente a su cuerpo y, deslizándome a la sombra de su soberbio trasero,
disfruté «como un ahorcado» en aquel laberinto ajeno a las trampas y a las
desdichas de la procreación.
Jugué un rato acariciando al bebé, una criaturita que, sin embargo, era más
bien fea, con su cara arrugada, sus miembros canijos y su enorme cabeza. La
suavidad glacial de su carne y el fortísimo olor a bómbice que desprendía no
tardaron en inspirarme unos gestos más precisos. Coloqué al bebé sin nombre
encima de mis muslos, con la cabeza descansando sobre mis rodillas y las
piernas subidas en ángulo recto, de modo que sus pies casi tocaban mi pecho.
Me limité a introducirme entre sus muslos pero para descubrir inmediatamente
que eso no me procuraría ningún placer. Su carne me parecía tan sosa como
una sopa de leche. Sin embargo, mi estupidez me llevó a obstinarme y
precipitar mis movimientos hasta una conclusión que no me aportó éxtasis
alguno. Alguien todavía más estúpido que yo habría evocado tal vez el nombre
de Gilíes de Rais, no tanto por el niño como por la posición elegida, favorable al
desventramiento de alguien que, por otra parte, no era mi víctima. No me
gusta Gilíes de Rais, un hombre de una sexualidad deficiente, eterno chiquillo
que no cesaba de suicidarse en los demás. Gilíes de Rais me repugna. Sólo hay
una cosa asquerosa: ocasionar dolor. No conservé mucho tiempo a Geneviéve
y a su bebé, pero la historia tuvo consecuencias o, por lo menos, habría podido
tenerlas fácilmente con un poco de mala suerte.
Solté la bolsa en la que había depositado a ambos, abrazados entre sí, para
que nada los separara antes de que sus huesos escaparan en las corrientes, se
volvieran porosos y ligeros como la piedra pómez, se deshicieran y
desaparecieran para renacer en la cal de las estrellas de mar. En el instante en
que el agua se cerraba sobre ellos, resonaron unas puertas en el silencio de la
noche y se oyeron unas voces. Unos hombres corrían por la orilla y se dirigían
hacia mí. «¡En, allí! ¡Eh! ¡Por allí! ¡Por allí!» Me habían descubierto los obreros
de la fábrica de gas. Me perseguían como una jauría a la liebre e igual que ella
yo corría en zigzag, por las calles nocturnas de Levallois. A veces sus gritos se
acercaban peligrosamente y después, de repente, parecían perder mi pista.
Les oía hablar entre ellos, insultarse, aconsejarse. Las paredes con los carteles
desgarrados, las fachadas ciegas de los almacenes ruinosos, las fábricas
abandonadas pasaban a mi lado a un ritmo de pesadilla. Ignorando dónde me
encontraba, corriendo como un loco por el dédalo de calles hostiles, me
angustiaba sobre todo la idea de meterme en un callejón sin salida. Y, de
repente, ocurrió el milagro que ya no esperaba: mi buen Chevrolet, carroza de
todas mis bodas, sensatamente aparcado junto a la acera. Mientras arrancaba,
todavía tuve tiempo de descubrir a unos hombres que aparecieron de repente
en la esquina de un muro, gesticulando agitadamente bajo la luz de una farola.
15 de junio de 19..
2 de julio de 19..
Intermezzo all'improvviso... Volvía de visitar el claustro de Santa Chiara y,
queriendo bajar al Corso Umberto, atajé por esa fantástica escalera descrita
por Malaparte3, el Pendino Santa Barbara, donde sólo viven enanas. Horribles,
deformes, casi siempre calvas, en ocasiones llevando en sus brazos a unos
niños que parecen hechos de trapos grisáceos, las enanas viven allí en medio
del griterío y de la agitación. Grandes insectos cavernícolas ocupan los bassi,
esas habitaciones sin ventanas que abren sus puertas a la calle, todas
idénticas con su gran cama cubierta de nailon rosa, su aparato de televisión y
sus imágenes piadosas.
34
16 de julio de 19..
35
5 de agosto de 19..
Catacumbas de San Gaudisio. Comparadas con ellas, las de París no son nada,
hay que ir a Nápoles para ver algo semejante. Barrocas, fantásticas, las
catacumbas de San Gaudisio se extienden sobre un inmenso recorrido y se
dice incluso que algunas galerías olvidadas las unen a las de San Gennaro. Las
mujeres las frecuentan para implorar las gracias de las «ánimas del
purgatorio», como denominan ingenuamente a las fuerzas infernales, y
practicar el culto de los huesos. Los cráneos, muchas veces encerados, tocados
con pelucas, colocados en unos altarcitos privados por fieles que, por otra
parte, no tienen ningún parentesco con ellos, son objeto de un activísimo
negocio por parte de los guardas. La atmósfera de esas catacumbas paganas
— pues de eso exactamente se trata— es del todo irreal. Las oraciones
musitadas, las sombras de las mujeres que la luz de los cirios proyecta sobre
las paredes de macabra rocalla, los esqueletos y las momias vestidos en sus
nichos, el olor de las osamentas y de las ofrendas forman un entorno
indescriptible. Desde el primer momento, me sentí entusiasmado.
Confieso que me confundió la artimaña grosera con la que supo dar la vuelta a
la situación. Pero, sin añadir nada, volvió a su cráneo, con los ojos entornados y
la lengua tensa.
37
Al tacto todavía era más liso que a la vista. Después de meterle la mano en la
raja, saqué los dedos mojados por un licor opalino que me desconcertó —las
muertas no segregan nada semejante— y que tal vez me habría repugnado si
su olor no me hubiera recordado el del mar, imagen y hermano de la muerte.
Así pues, la idea de que toda carne lleva en sí el fermento de su destrucción
avivó el deseo que sentía por esa mujer, pero éste me abandonó en el mismo
instante en que intenté un contacto más profundo, igual que un castillo de
naipes que se hunde no bien lo tocan. La mujer se volvió hacia mí, con la cara
alterada por la cólera.
12 de septiembre de 19..
Era tan estúpido como para no creer en el milagro. Esta noche quiero anotar
con precisión todas las peripecias de la aventura, a fin de recordarlas con
mayor facilidad, ya que todo se ha desarrollado tan rápidamente y de modo
tan inesperado que presiento amenazada mi memoria. Es cierto que siempre, y
de una manera difusa, percibo una parte de mí mismo, cuando no mi persona
entera, bajo el dominio de una oscura amenaza. O como bajo la amenaza de
una amenaza.
—Es por culpa de los dos hermanos suecos, él y ella, dos jóvenes clientes
cuyos cadáveres ha habido que rescatar esta mañana. Es una historia increíble
y ni nosotros acabamos de creérnosla. ¡Nadaban como peces! Uno de ellos ha
debido de sentirse mal y el otro habrá querido ayudarle. Ah, sí... los ahogados
te arrastran... como si lo hicieran adrede para no morir solos... ¡Pero menudo
problema para el hotel!
Me pareció que toda la sangre se me subía al corazón. Cubrí mi rostro con una
máscara de indiferencia aburrida y fingí que me interesaba por otra cosa. ¿Es
posible?, me repetía, ¿es posible? Y si es posible, ¿cómo? Se trataba de
establecer un plan sin fallos. Lo elaboré en menos de una hora. Abandoné el
hotel y tomé el camino transitable que lleva a la cima del Paito, para esperar
allí la noche. No podía ocultarme que, a decir verdad, la empresa estaba llena
de peligros. Los ladridos repentinos de un perro, el encuentro con los
pescadores de pulpos que casi todas las noches buscan su botín con enormes
linternas, una irrupción inesperada podían convertir mi proyecto en una
horrible catástrofe. Pero mi decisión era firme. Bastaría con actuar con rapidez
y sangre fría. Nervioso, lábil, extremadamente emotivo en la vida corriente,
dispongo de una formidable reserva de calma y de inventiva en cuanto se trata
de apoderarme de un muerto. Me convierto en otro, en un extraño a mí mismo,
siendo más que nunca yo mismo. Dejo de ser vulnerable, dejo de ser
desdichado, alcanzo la quintaesencia de mi ser, cumplo la tarea que la suerte
me ha destinado.
A eso de las diez, comenzó a caer la lluvia con suficiente fuerza como para
alejar la amenaza de los pescadores que van ala mpare. Lo entendí como un
buen presagio. Dos horas después, tomé la carretera de Seiano, cuyo
embarcadero es más cómodo que el de Vico. Dejé el automóvil en las cocheras
de los autobuses, un almacén sucio y herrumbroso, con el suelo manchado de
aceite y cuya puerta no se cierra jamás por vieja.
Hoy sólo quedan unas cuantas casas ruinosas, con no más de dos o tres siglos
de antigüedad, allí donde antes se alzaba la villa de Sejanus. Todas las luces
estaban apagadas, a excepción del faro que en la punta del malecón parpadea
cada noche con una luz intermitente. Sólo se oía la crepitación de la lluvia y la
resaca del mar entre las rocas. Me dirigí a una barca que había descubierto por
la tarde, un mal cascarón de tablas que desamarré sin hacer ruido. Remé hasta
la playa del hotel. También allí estaban apagadas las luces. Como no podía
atracar en la playa pedregosa, me quité los pantalones, até la barca a la punta
de una roca y, metiéndome en el agua hasta los muslos, alcancé la gruta. La
noche, el murmullo de la lluvia, el ruido del mar y sobre todo la idea de lo que
iba a descubrir me embriagaban como si hubiera bebido. Levanté la lona que
cubría los dos cuerpos y los trasladé, uno tras otro, a la barca. Después volví a
Seiano, a fuerza de remos, lo más aprisa que pude. Todavía no había tenido
tiempo de examinar el aspecto que tenían mis muertos, pero me parecieron
livianos como niños. Una vez más, todo se desarrolló sin ningún tropiezo,
aunque tuviera que hacer dos veces cada una de las operaciones, y transporté
los suecos al coche, donde me costó cierto trabajo introducirlos. Ya estaban
rígidos pero conseguí colocarlos diagonalmente en el asiento trasero,
enfrentados entre sí y disimulados bajo una manta.
Fuera se ha levantado la tormenta y agita los árboles del Pausilipo. Unas nubes
enormes recorren el cielo. La jauría de Hécate pasa aullando.
17 de octubre de 19..
18 de octubre de 19..
20 de octubre de 19..
22 de octubre de 19..
Mis ángeles irradian un arco iris. Qué hermosos son. Su unión:Trionfo della
Morte...
28 de octubre de 19..
De vez en cuando, rectifico su postura, ya que mis hermosos muertos con uñas
blancas se deterioran. Ya han abierto unas tristes bocas de sombra, sus cuellos
se pliegan como tallos heridos por el hielo, su piel violácea se tiñe de verde,
sus miembros se alabean.
30 de octubre de 19..
No quiero salir. Llevo dos días sin comer, pero carece de importancia: me
queda todavía un poco de whisky y el agua del grifo, si bien es cierto que con
un espantoso sabor a cloro. A veces tengo la impresión de que mis ángeles se
levantan y caminan por el apartamento, procurando que yo no los vea.
31 de octubre de 19..
desde siempre...