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¿Existe El Cuerpo... (Sin El Género) ?

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“¿Existe el cuerpo...(sin el género)?

Apuntes sobre la pedagogía de la


sexualidad” Graciela Morgade
Presentación
El presente trabajo podría haber tenido algún otro título con “gancho”. Por
ejemplo, ¿Hay algo natural en el sexo humano?”; o bien, subiendo la apuesta,
“Ángeles, corporeidad y sexo: una cuestión cultural”. Todas estas alternativas
aluden a los debates alrededor de la producción del sujeto social y, en particular,
de su sexualidad. Es decir, de los procesos de subjetivación sexuada que, al
mismo tiempo, son procesos de construcción de la sociedad.

El propósito del artículo es entonces desplegar teórica y empíricamente la


articulación entre sexo y género implicada en la cuestión de la sexualidad. Y, en
particular, los modos en que la educación formal viene interviniendo en la
construcción de sujetos (y cuerpos) feminizados y masculinizados según una
división sexual del trabajo de características tradicionales.

La construcción de los sujetos sexuados

Ya desde el viejo Cassirer y su concepto del ser humano como “animal simbólico”
de la década de los treinta, la filosofía y la psicología, a las que luego se sumaron
con gran vigor la antropología y la (etno)historia, se han dedicado a mostrar, de
maneras cada vez más sofisticadas y profundas, cómo la dimensión significativa
de la acción humana constituye lo real tanto como las condiciones materiales de
la existencia. O bien, para decirlo de otro modo, cómo es que se puede dejar de
comer hasta morir en la anorexia; o cómo la desigualdad y la miseria son
naturalizadas y justificadas “científicamente” en ocasiones, y son combatidas y
resistidas en otras.

En las décadas de los ‘70 y ‘80, se produce un hito en el estudio de los modos de
producción de las subjetividades sociales con la obra de Michel Foucault, que
resultó una síntesis de gran interés para la comprensión de cómo se articulan

1
dimensiones que hasta el momento aparecían como dicotómicas. En particular,
su desarrollo de la noción de “discurso” y más precisamente de las “tecnologías”,
como síntesis de significaciones y prácticas, en tanto efecto y también causa de
las relaciones sociales que establecen los sujetos y a los sujetos. “Es la ‘economía’
de los discursos, quiero decir su tecnología intrínseca, las necesidades de su
funcionamiento, las tácticas que ponen en acción, los efectos de poder que los
subtienden y que conllevan – es esto y no un sistema de representaciones lo que
determina los caracteres fundamentales de lo que dicen” (1992). Es decir, el
discurso no solo es lo que se expresa sino también y sobre todo lo que se
genera, lo que se hace en un determinado contexto de significación.

La búsqueda histórica del autor lo fue llevando a precisar estas cuestiones en las
“Tecnologías del yo” (1996)que define como matrices de razón práctica “que
permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto
número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o
cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin
de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad”. Las
tecnologías del yo se combinan con otras; en particular, con las tecnologías de
poder, que “determinan la conducta de los individuos, los someten a cierto tipo de
fines o de dominación y consisten en una objetivación del sujeto” (1996).

Desde Foucault en adelante, y en particular desde su obra “Historia de la


sexualidad”, entendemos que los códigos sociales formalizados y no formalizados
(las leyes, las reglas, las tradiciones, etc.) en tanto efectos del poder, no
solamente reprimen o controlan sino que también y fundamentalmente, tienen
un efecto productivo en la vida social. Y el cuerpo, que tan “naturalmente” nos
acompaña desde el nacimiento, que parece lo más privado que tenemos, y sobre
el cual tanto se habla y se silencia, se cuenta entre esas producciones.

Ni nosotras/os mismas/os nos vinculamos ni los/as demás se vinculan en forma


directa con nuestro cuerpo: existe siempre la mediación del sentido; y el sentido
es histórico y, de alguna manera, contingente. Cuando la sensorialidad pasa a
ser percepción, el juego de las representaciones, los símbolos, las fantasías, las

2
reglas, pasa a construir un cuerpo que, en ese acto mismo, se traslada al terreno
de la probabilidad antes que al de la necesidad. ¿Se puede vivir sin sentir
hambre?. La enorme mayoría no puede, algunas/os sí pueden. ¿Se puede vivir
sin hacer el amor regularmente? Muchos/as no pueden pero muchos/as sí
pueden. El límite físico, para algunos/as al menos, pasa a ser la muerte. Y a
veces se “detiene” a la muerte para esperar la llegada de un ser querido, o se
apresura cuando esa persona ya se murió...

Se podría argumentar que estamos hablando de “casos” individuales o aislados.


Sin embargo, cada uno de estos casos podría ser analizado en un contexto de
relaciones sociales que definen, por ejemplo, el peso óptimo aceptable, la
frecuencia óptima para el encuentro íntimo o cuál de todos los vínculos que se
establecen durante la vida de un sujeto es el más intenso (hoy es el de pareja)1.

En este sentido entonces, podríamos poner en duda que “exista”, para los seres
humanos, un cuerpo por fuera de las significaciones sociales hegemónicas y que
sea algo absolutamente “dado” e inmutable. Ese cuerpo cambia por movimientos
estéticos (el control del peso pero también los tatuajes permanentes, la depilación
definitiva, etc.), por la intervención de la medicina (la implantación de órganos
donados, y también los marcapasos, los dispositivos intrauterinos, las hormonas
otras seres vivos, etc.), por las relaciones económicas dominantes (la dentadura,
la textura de la piel, etc., entre sujetos de diferentes sectores sociales con la
misma edad cronológica, que marcan una “edad” corporal en ocasiones con
diferencias aparentes de veinte o treinta años). Donna Haraway, en un artículo
ya clásico de 1985, hablaba del “cyborg” como nuevo concepto para pensar a los
sujetos sociales: el cyborg tiene una parte humana, pero también una parte
máquina y una parte animal.

Ahora bien, si el cuerpo humano entonces no es uno y el mismo, entre otros,


pero con una relevancia sobresaliente, el sexo del cuerpo también es construido
en el marco de determinadas relaciones sociales; relaciones económicas, étnicas
y, en particular, relaciones de género. Para ser más precisa, la materialidad del

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cuerpo es interpelada y configurada como diferencia sexual en un conjunto
de relaciones simbólicas; relaciones dicotómicas en que “lo femenino” –
todavía - ocupa un lugar de subordinación, y se asimila a lo pasivo, lo
pasional, lo privado... Mientras que lo masculino aún aparece como lo activo, lo
racional, lo público... Relaciones de género construidas en un contexto
dualizador (dos sexos, dos géneros, dos clases, etc.) de diferencias jerárquicas
que determinan un polo más “valioso” y un polo que lo es menos...

Las relaciones de género hegemónicas no se plasman solamente en las normas y


tradiciones que regulan los modos de estar en el mundo ni constituyen
solamente una posición en el mundo del trabajo, la familia, la cultura en
general. También , en tanto tecnologías del yo, construyen subjetividades, “su
cuerpo y su alma”. Pero lejos de tratarse de un corset que ahoga toda crítica, la
dinámica del discurso de género es contradictoria internamente (es la única
manera de entender que la mujer sea a veces despreciada y a veces “sagrada”); o
en relación a otras determinaciones sociales (la clase por ejemplo): pensadas
desde esta perspectiva, se trata más bien de un flujo permanente entre fuerzas
más o menos “tradicionalizantes”.

Sexualidad, educación y relaciones de género

Julia Varela (1997)2 retoma y especifica el concepto de dispositivo tributario del


pensamiento foucaultiano para estudiar los procesos históricos en que durante la
modernidad –y aún con raíces en la alta Edad Media - se gestaron los modos
“femeninos” de estar en el mundo.

Dice Varela: “El dispositivo de feminización confirió a la supuesta naturaleza


femenina, a través de determinadas técnicas y tecnologías de gobierno, ligadas al
ejercicio de poderes concretos y a la constitución de regímenes de verdad,

1
Sabemos que la causa de stress más fuerte es la muerte del cónyuge.
2
Varela, Julia (1997) Nacimiento de la mujer burguesa. Madrid: La Piqueta.

4
cualidades específicas, y se articuló sobre el dispositivo de sexualidad”. La autora
identifica y estudia algunos de esos procesos. Por una parte, la expulsión de las
mujeres de las clases populares del ámbito reglado de las corporaciones. Y
también, por otra parte, la diferenciada vinculación de las mujeres con el saber
legítimo y la expulsión de las mujeres “burguesas” de las universidades cristiano
escolásticas que abrían el acceso al ejercicio de las nacientes profesiones
liberales. En el plano del cuerpo y la intimidad, la institucionalización de la
prostitución y la institucionalización del matrimonio cristiano con su carácter
indisoluble. En suma, el surgimiento de estilos de vida “femeninos” diferenciados
de los “masculinos”, “a los que contribuyeron de forma especial los humanistas al
diseñar la utopía de la mujer cristiana ideal (de la perfecta casada), constituyen
piezas indispensables para entender la génesis del dispositivo de feminización.”

Siguiendo este pensamiento, podríamos afirmar que, algunos siglos más tarde,
la educación formal también pasa a integrar “el dispositivo de feminización” de la
modernidad, ya que si hablamos de procesos de subjetivación, las políticas y las
prácticas educativas representan una instancia principal, tanto para el refuerzo
como para la resistencia. Y en el mundo occidental, el proceso de construcción de
la educación pública implicó la imposición de una visión del mundo por parte de
un sector de clase; pero también de un sector de género.

En este sentido, educación formal, si bien en forma contradictoria, fue un


complemento del dispositivo feminizador de la modernidad ya que lo reforzó al
menos en cuatro dimensiones:

• en la exacerbación de las cualidades femeninas en las maestras y la


expropiación de las mismas en las madres;
• en la división sexual del curriculum pero sobre todo en la valoración del
saber académico, androcéntrico y enciclopedista (la hegemonía del positivismo
científico estuvo muy lejos de la valoración de los saberes tradicionalmente
creados y transmitidos por las mujeres);
• en el disciplinamiento diferencial de las niñas y los niños en las
expectativas de rendimiento y comportamiento.

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• en el silenciamiento sistemático de las cuestiones que, de ese modo,
fortalecieron su calidad de “privadas”: en particular, la sexualidad.

También lo contrarrestó, por acción u omisión, en algunas otras dimensiones que


si bien no son motivo del presente artículo, constituyen los sentidos
contradictorios (reproducción/transformación) que la escuela ha tenido –y tiene -
para los grupos subordinados en cualquier orden de relaciones. En el caso de las
mujeres:

• el acceso a la lengua escrita;


• en particular en los sectores burgueses, la posibilidad de obtener
credenciales profesionales, lo cual contribuyó a la promoción y difusión del
ideario igualitario y la expresión de las voces silenciadas;
• su carácter “público” frente al proyecto doméstico para las niñas y mujeres
jóvenes excluyente en amplios sectores;
• su carácter “protegido”, y por lo tanto, confiable para las familias que
temían por la integridad moral de sus hijas.

La investigación educativa, en particular aquella inspirada por el movimiento


feminista, ha mostrado durante los último treinta años que la experiencia
escolar continúa siendo diferencial en términos de sexo/género. Sobre todo, ¡que
la tematización de la sexualidad no es cuestión del estado!

También está evidenciando, y esto es mucho más reciente, que la masculinidad


hegemónica es sólo una de las existentes en la sociedad y que las masculinidades
subordinadas estuvieron y están lejos de tener una expresión en el curriculum
escolar. En último sentido, la escuela también opera como un dispositivo de
masculinización, a través de por lo menos cuatro áreas críticas en las que las
escuelas tienden a reforzar la masculinidad hegemónica: el “hombre duro”
(Badinter, 1992):

• Si la escuela seleccionó los “saberes dignos de ser transmitidos”, también


se estableció una jerarquía interna entre los mismos. Durante varias

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décadas se discutió acerca de la conveniencia de que eran los varones
quienes debían necesariamente saber matemática, o filosofía...

• Los varones han recibido (y reciben) proporcionalmente muchas más


suspensiones, retos y sanciones que sus compañeras. Esta evidencia, que
ha sido entendida como la expresión de una “naturaleza” masculina, es más
bien un modo escolar de reforzar una masculinidad desafiante de la
autoridad. El extremo son los castigos corporales, en los que además se
demuestra la valentía y fortaleza frente al dolor físico (Connell, 1995). En
Argentina, los varones van con mayor frecuencia a los gabinetes de
orientación psicológica y tienen mayores tasas de extraedad y repitencia.

• El uso del cuerpo masculino tiene un punto máximo en los deportes


escolares, caracterizados por la alta competencia y la agresividad (unidas a
cierto “descuido” que llega a resultar atractivo).

• Y también, las formas indirectas en que la valoración del trabajo escolar


“hablan” de masculinidades y femineidades. Por ejemplo, la relación con el
buen rendimiento. Paul Willis (1984) mostró cómo la cultura masculina de
los “chicos malos” incluye la hostilidad hacia las buenas calificaciones
escolares. La categoría de “afeminado” - y por lo tanto detestable – abarca,
entre otros, a aquellos/as que usan la escuela como vía del progreso social.
Estas prácticas generan a su vez una diferenciación entre varones: Mac an
Ghaill (1994) también distingue los “académicamente exitosos” y los “chicos
malos machos” entre otros subgrupos.

Es claro que no es solo la institución la que interviene en la vida infantil y


juvenil. En más, en algunos momentos parece más relevante el grupo de pares,
que también sostiene un orden de género. Según Connell (1995) y Brown y
Fletcher (1995) la relación heterosexual es uno de los componentes
centrales, en tanto fuente de satisfacciones sexuales y de prestigio grupal.
Y también “los amigos”, constituyen un espacio de importancia casi
equivalente: el lenguaje grosero, el humor agraviante – homofóbico y racista –

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y la agresión a otros suelen ser componentes de cohesión grupal.

Sin embargo, ni todas las chicas ni todos los varones responden de manera
homogénea al estímulo escolar y social, ni todas/os los/as docentes van en esa
misma dirección. Y las respuestas no son solamente individuales sino que las
hay grupales. Si bien requiere un particular trabajo emocional, la “buena
alumna” puede llegar a ser desprolija, o fea (horror) y aceptada socialmente.
Para los varones no hegemónicos por ejemplo, y principalmente para los
homosexuales, es crucial encontrar una red social de pares que acepte sus
diferencias; y en las escuelas a veces esto también ocurre.

En suma

La “identidad” femenina o masculina – que entendemos como una configuración


situada, con una cierta estabilidad en el corto plazo pero inestable en la duración
de la vida (Y si no, ¿cómo explicamos el cambio en nuestras madres y nuestros
padres?) - se construye, entre otros, como una relación particular con el cuerpo.
Por su parte, la educación formal, en tanto “dispositivo subjetivador”, no es
neutral en la transmisión /apropiación/ resistencia de los discursos
hegemónicos acerca de las relaciones entre femineidad y masculinidad. En este
sentido, tampoco lo es en los procesos de construcción de los modos sexuados de
estar en el mundo.

Decir que la escuela silencia la temática de la sexualidad es enfocar la cuestión


de manera demasiado restrictiva: efectivamente, se “habla” poco y nada de las
relaciones íntimas, del amor o del placer. Pero esto no implica que no se esté
“diciendo” algo y, menos aún, que la cuestión del sexo permanezca ajena a las
prácticas cotidianas. Hace falta mucho debate y muchos acuerdos para
“visibilizar” aquello que no por imperceptible resulta menos efectivo.
Desde hace unos cuantos años, muchos “cyborgs” estamos luchando por
transformar la valoración de lo femenino. Y también, aunque de manera bastante
más reciente, también por transformar lo masculino.

8
Bibliografía citada

Badinter, Elizabeth (1992) La identidad masculina. Madrid: Alianza Editorial.

Brown, Rollo and Fletcher, Richard (1995) Boys in schools: addressing the real
issues. Sydney: Finch

Connell, Robert (1995) Masculinities. Cambridge: Polity Press.

Foucault, Michel (1996, 1ª. Ed 1990) Tecnologías del yo. Barcelona: Paidós. Ver
también Sawicki, Jana (1991). Disciplining Foucault. New York : Routledge y
McNay, Lois (1993) Foucault and Feminism:Power, Gender and the Self. Boston:
Northeastern University Press. Y de Lauretis, T. (1996) “Tecnologías de género”
en Revista Mora del Area Interdisciplinaria de Estudios de la Mujer de la
Facultad de Filosofía y Letras, UBA.

Foucault, Michel (1992, 1ª. Ed. 1984) Microfísica del poder. Madrid: La Piqueta.

Foucault, Michel (1984, 1ª. Ed. 1977) Historia de la sexualidad. Barcelona:


Siglo XXI.

Haraway, Donna (1985). “A manifesto for cyborgs: science, technology and


socialist feminism in the 1980s” en Nicholson, Linda (ed., 1990).
Feminism/postmodernism. New York: Routledge.

Mac an Ghaill, Mairtín (1994) The making of men: masculinities, sexualities and
schooling. Buckingham: Open University Press.

Varela, Julia (1997) Nacimiento de la mujer burguesa. Madrid: La Piqueta.

Willis, Paul (1984) Aprendiendo a trabajar. Barcelona: Paidós

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