Ruiz Adramis - La Filosofia Politica de Jorge Luis Borges
Ruiz Adramis - La Filosofia Politica de Jorge Luis Borges
Ruiz Adramis - La Filosofia Politica de Jorge Luis Borges
Ricardo M. Rojas
e Ignacio Pablo Rico Guastavino
ADRAMIS RUIZ
LA
FILOSOFÍA
POLÍTICA
DE
JORGE LUIS
BORGES
Prólogo de
Martín Krause
Diseño de cubierta: PABLO JIMÉNEZ RECIO
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sistema de almacenamiento de información o sistema de recuperación, sin permiso escrito de UNIÓN
EDITORIAL, S.A.
Para Olga, porque sin ti mi vida sería un caos, porque
solo a tu lado cualquier cosa es posible.
Para mis padres, Adela y A. Guillermo, por su increíble
amor y paciencia, por mostrarme el verdadero valor de
la educación.
Y para mi hermano, Guio, por su impagable amistad.
Tú sabes, y hasta un ciego debería percibirlo con su
bastón, en quién pienso cuando hablo de heroísmo a mis
oyentes.
VICTOR KLEMPERER
Pero el padre omnipotente (puesto que ningún dios
puede anular lo que otro ha hecho), a cambio de la vista
perdida le concedió la facultad de conocer el futuro,
aliviando así su pena con ese honor.
OVIDIO
ÍNDICE
BO Borges oral
CF Cartas del fervor
CC Cuentos completos
D Discusión
LBA El lenguaje de Buenos Aires
TE El tamaño de mi esperanza
HE Historia de la eternidad
OCC Obras completas en colaboración
OI Otras Inquisiciones
PC Poesía completa
TRI Textos recobrados. 1919-1929
TRII Textos recobrados. 1931-1955
EA Un ensayo autobiográfico
Prólogo
POLÍTICA Y FILOSOFÍA POLÍTICA
por Martín Krause
Niñez
Borges nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina, y murió el
14 de junio de 1986 en Ginebra, lo que significa que vivió bajo el período de
la historia argentina que comprende desde la conformación de la República
aristocrática —de corte liberal y conservadora— hasta la implantación de la
Democracia constitucionalista, tal y como Floria y García Belsunce
establecen en su obra (Floria y García Belsunce, 1988).
Según estos autores, la República aristocrática viene marcada por el
imperialismo colonial que a su vez se desarrolla en dos períodos claramente
delimitados: «el de la diplomacia de Bismarck, que se extendió entre 1871 y
1890, y el del progresivo endurecimiento de alianzas entre el 1891 y 1914,
que por crisis sucesivas estallaría en la Primera Guerra Mundial» (ibíd.: 59).
En este contexto y bajo estos hechos nace nuestro escritor bonaerense.
El primer contacto de Borges con la política viene de mano de su padre,
siendo el autor tan solo un niño. Su padre, Jorge Guillermo Borges, era
abogado y profesor de psicología en la Escuela Normal de Lenguas Vivas,
donde impartía en inglés sus clases,[1] apoyándose siempre en una breve
obra de psicología de William James. Su progenitor era anarquista y, por
tanto, reacio a cualquier institución de carácter público, motivo por el cual
tardó en escolarizar a su hijo. Borges lo explica como sigue en su
autobiografía:
En primer lugar, no comencé la escuela hasta los nueve años. Eso se debió a que mi
padre, como anarquista que era, desconfiaba de toda empresa dirigida por el Estado
(EA: 18).
Y prosigue afirmando que su padre desconfiaba también de las tendencias
nacionalistas de dichas instituciones:
Mi padre solía decir que la historia argentina había pasado a ocupar el lugar del
catecismo, con lo que se suponía que debíamos venerar todo lo que fuera argentino.
Se nos enseñó historia argentina, por ejemplo, antes de que se nos permitiera
conocimiento alguno sobre los muchos países y los muchos siglos que intervinieron
en crearla (EA: 18).
No solo se dedicó a predicar con el ejemplo el recelo hacia lo público, sino
que también enseñó a su hijo a desconfiar de las fronteras entre países.
Cuando María Esther Vázquez pregunta a Borges si su padre era anarquista,
este contesta lo siguiente:
Sí. Él me dijo que me fijara en las banderas, en las fronteras, en los distintos colores,
en los diversos países en los mapas, en los uniformes, en las iglesias, porque todo eso
iba a desaparecer cuando el planeta fuera uno y hubiera simplemente gobierno
municipal o policial, o quizá ninguno si la gente fuera suficientemente civilizada. Él
creía que esa utopía estaba esperándonos; ahora no se nota ningún síntoma, pero
quizás a la larga tenga razón. Por de pronto, los países tienden a agrandarse. Quizá
cuando todo el mundo sea Rusia, o China, o los Estados Unidos, no se necesitarán
pasaportes (Vázquez, 2001: 75).
Por parte de su madre, Leonor Acevedo, heredó un interés inusitado por la
historia bélica argentina y épica en general, ya que su bisabuelo materno fue
el coronel Isidoro Suárez, partícipe esencial en la batalla de Junín, penúltima
batalla de la independencia de Suramérica. Asimismo, su abuelo paterno, el
coronel Francisco Borges, murió también en una batalla, en la denominada La
Verde, en el año 1874, fruto de una de las muchas guerras intestinas que
sufrió Argentina. Sobre su abuelo materno, escribe Borges:
El padre de mi madre, Isidoro Acevedo, aunque no era soldado, luchó en otras
guerras civiles durante las décadas de 1860 y 1880. De modo que, por ambas ramas
de mi familia, tuve antepasados militares; eso puede explicar mi anhelo de un destino
épico que mis dioses me negaron, sin duda sabiamente (EA: 15).
Para Bravo y Paoletti, la historia de nuestro escritor entronca con la
historia misma de Argentina, con su fundación como país:
Los Borges-Acevedo descendían de los fundadores españoles de la ciudad («la muy
leal y muy remota» Santa María de los Buenos Ayres) y también de los fundadores
del nuevo país que surgió de las guerras de independencia, primero con el nombre
de Provincias Unidas de Río de la Plata y luego como República Argentina (Bravo y
Paoletti, 1999: 7).
El impacto que causó en Borges la historia familiar queda reflejado en
algunos de sus poemas más memorables. Así, «Poema Conjetural», que se
incluye en El otro, el mismo, de 1964, está dedicado a Francisco Narciso de
Laprida, familiar por parte de rama materna, firmante del Acta de
Independencia y Presidente del Congreso de Tucumán asesinado. Su
bisabuelo materno, el coronel Isidoro Suárez, está presente en su primer
poemario, Fervor de Buenos Aires, de 1923, en «Inscripción sepulcral», y en
El otro, el mismo, en un poema titulado «Página para recordar al coronel
Suárez, vencedor en Junín». Su abuelo materno es mencionado en Cuaderno
San Martín, de 1929, bajo el título que reza «Isidoro Acevedo». También su
abuelo paterno es protagonista de uno de sus poemas, «Alusión a la muerte
del coronel Francisco Borges (1833-1874)», aparecido en El Hacedor, de
1960.[2] Quien mejor ha expresado este impacto en el argentino es,
precisamente, uno de sus mejores biógrafos, Marcos R. Barnatán:
En el culto a los antepasados, en la vuelta cíclica de esos hombres, de esas sombras,
se desarrollará tanto la obra como la vida de Borges. La conciencia de un
determinismo inexorable, el presentimiento constatado de un destino fatal, la
seguridad final de impotencia ante el dibujado azar, parecen indicar una mística que
en Borges no se apaga nunca (Barnatán, 1978: 28).
Juventud
La juventud de Borges viene marcada por tres acontecimientos históricos de
especial relevancia: la Primera Guerra Mundial, en 1914; la Revolución rusa,
en 1917; y el golpe de Estado de José Félix Uriburu, en 1930.
Con respecto a la Gran Guerra, es precisamente en 1914 cuando los
Borges se trasladan de Buenos Aires a Europa, viajan a París y finalmente se
instalan en Ginebra, Suiza, en busca de una cura a la ceguera de don
Guillermo, que se muestra cada vez más acentuada. En Suiza, el joven Jorge
Luis estudiará en el Colegio de Ginebra, cuya fundación se debe a Calvino y
donde conocerá a uno de sus mejores amigos: Maurice Abramovicz. Por su
parte, Barnatán sostiene que el viaje de los Borges a Italia fue anterior a su
llegada a Ginebra:
La familia Borges se traslada a Europa, tras el retiro forzoso del padre, que pierde la
visión. Estancia en París, el norte de Italia (Milán, Venecia) y se instalan en Ginebra
ante el estallido de la guerra mundial (ibíd.: 14).
Sin embargo, otros autores, como María Esther Vázquez —o el propio
Borges—, defienden que el viaje a Italia se produjo un año después del
estallido:
La familia, acompañada por la abuela materna, viaja a Europa. Visita París y se
instala en Ginebra, Suiza, donde los niños realizarían sus estudios. […] Mientras los
padres realizan una gira por Alemania, estalla la guerra y regresan para reunirse con
sus hijos. Un año más tarde, sin embargo, todos realizan un viaje por el norte de
Italia y conocen Verona, Milán y Venecia (Vázquez, 2001: 394).
Vázquez coincide con Borges en la mención de los tiempos y lugares al
describir la situación que vivió la familia. Sin embargo, lo que ninguno de los
autores anteriores ha señalado, puesto que no fueron protagonistas de la
historia, es que uno de los motivos principales que llevó a los Borges a viajar a
Europa en vísperas de una acción bélica fue que estos se encontraban
totalmente desconectados de la realidad política de su tiempo. El escritor
bonaerense lo narra con especial viveza en su autobiografía:
Vivíamos tan ignorantes de la historia, sin embargo, que no teníamos la menor idea
de que la Primera Guerra Mundial se desataría en agosto. Mi madre y mi padre
estaban en Alemania cuando sucedió, pero después lograron reunirse con nosotros
en Ginebra. Un año después, a pesar de la guerra, viajaríamos a través de los Alpes
hasta el Norte de Italia (EA: 39).
Más adelante, la familia Borges viaja a España y se instala allí desde 1919 a
1921: Barcelona en primera instancia, después Palma de Mallorca, donde el
primogénito conocerá a Jacobo Sureda, joven poeta de Valldemosa. En enero
del año 20, nuestro autor entra en contacto con Rafael Cansinos-Asséns a
través de Pedro Garfias, que los presentará en el Café Colonial de Madrid.
Este hecho marcará para siempre a nuestro escritor. Por un lado, Cansinos
será uno de los creadores más admirados por el bonaerense: el joven se verá
fascinado por su poliglotismo y por el sinfín de lecturas que parecía haber
leído. Por el otro, gracias al autor sevillano, Borges pasará a formar parte del
movimiento literario denominado «ultraísmo», y lo hará escribiendo para
revistas como Ultra, Grecia o Gran Guignol. De 1920 a 1921, los Borges
regresan a Mallorca, siendo su segunda etapa en la isla. Quien mejor ha
descrito este período ha sido Carlos Meneses:
En la Mallorca de los años veinte, Borges no fue uno más, fue el protagonista de un
excelente momento literario de esta isla. Trajo de Madrid la semilla ultraísta y la
sembró en Palma y Valldemosa. Cosechó las respuestas de poetas como Jacobo
Sureda, Miguel Ángel Colomar, Joan Alomar y algún otro más, aunque en el caso
de Colomar se trataba de un asiduo contertulio pero no de un adscrito a las ideas que
comunicaba el ultraísmo. Borges se ciñó al papel de veinteañero, de un joven
inteligente y culto, que encontró en la amistad de Sureda la agradable comprensión
que ya había buscado en Sevilla y en Madrid (Meneses, 1999: 21-22).
Lo que nos interesa de este período, es que nuestro autor escribió dos obras
que no verían jamás la luz: Los ritmos rojos o Salmos rojos (poemario
dedicado a la revolución bolchevique, de la que se conservan unos pocos
poemas) y Los naipes del tahúr (conjunto de cuentos escritos bajo la
influencia de Pío Baroja). Por tanto, es aquí donde entra el segundo tramo de
este ciclo: la Revolución rusa, de la que Borges era partidario.
A finales del mes de febrero de 1921, los Borges parten de Mallorca a
Barcelona y de ahí a Buenos Aires.
Mientras Borges se encontraba fuera de su país, en 1916, en Argentina
había accedido al poder el partido U.C.R. (Unión Cívica Radical), con
Hipólito Yrigoyen como presidente y Francisco Beiró como vicepresidente.
Tal y como escriben Floria y García Belsunce:
En 1916 triunfó el primer partido orgánico nacional nacido desde la oposición. Llegó
conducido por un líder carismático, popular, principista, con tendencias mesiánicas y
raptos monárquicos. Carisma por el silencio, como lo calificó en ensayo agudo
Gregorio Marañón. Paternalismo popular, si se atiende a la percepción de muchos de
sus seguidores. Caudillo notable que cubrió una época, y que marcó con su estilo a un
partido que, a su vez, hizo de la ética una de las líneas maestras de su prédica, y de la
Constitución Nacional reivindicada, un programa de combate (Floria y García
Belsunce, 1988: 104).
Desde su llegada a Argentina y hasta 1930, Borges se mostraría, tal y como
veremos en capítulos posteriores, nacionalista e yrigoyenista. Hasta esa fecha,
momento en el que cambiará radicalmente de filosofía política, aparecen
publicados: Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y
Cuaderno San Martín (1929), bajo el género lírico; Inquisiciones (1925), El
tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928), bajo la
forma del ensayo.
El punto de inflexión será la toma del poder del general José Félix Uriburu.
Según Floria y García Belsunce, el régimen de Uriburu, que data del 6 de
septiembre de 1930, era de corte bifronte; se encontraba dividido entre el
ejército y los partidos que apoyaban la revolución: de un lado estaban «los
partidarios de un régimen corporativo que urgía una reforma constitucional»;
del otro, «aquellos que solo querían restaurar el orden constitucional, herido
por las prácticas yrigoyenistas, y llamar a elecciones lo antes posible» (ibíd.:
122).
Para Teitelboim el cambio de Borges no es gratuito, sino que está sujeto a
la atmósfera que se vivía en Buenos Aires. No solo cambió el autor de
cuentos, sino que también cambió Argentina:
El 6 de septiembre de 1930 concluyó una época en Argentina. Ese día un militar
especializado en Alemania y simpatizante de Mussolini, el general José Félix
Uriburu, al mando de los cadetes del colegio Militar, tomó la Casa Rosada.
Comenzó un espectáculo de rápidas vueltas de chaqueta. Macedonio Fernández pasó
de pro a anti Irigoyen. También Borges se alejó del radicalismo. Tardó en afiliarse a
un partido político y cuando lo hizo en la década del sesenta ingresó —lo repite— al
Conservador (Teitelboim, 2003: 158).
Madurez
Por tanto, a partir de 1930, Borges cambiará radicalmente de pensamiento
político, será antinacionalista, liberal-conservador (conservador con matices) y
rechazará el comunismo, así como cualquier tendencia política de izquierdas o
de derechas totalitaria. Escribirá también a partir de esta fecha para diversas
revistas: Crítica, Sur —fundada por su amiga Victoria Ocampo, y que
supondrá una de las entregas señeras contra el nazismo— o El hogar, revista
dedicada al público femenino. Sus artículos, junto a las obras ya publicadas,
irán granjeándole cierta fama en Argentina. En el año 1937 será contratado en
la Biblioteca Municipal Miguel Cané, situada en la zona sur de Buenos Aires.
En la Biblioteca Miguel Cané trabajará durante nueve largos años, años
que supondrán para él un auténtico calvario (EA: 76). Entre medias, el 24 de
febrero de 1945, llegará a la presidencia Juan Domingo Perón, del G.O.U.
(Grupo de Oficiales Unidos), con Quijano como vicepresidente. Borges será
uno de los mayores críticos del todavía no configurado peronismo. En los
comicios inmediatamente anteriores a la presidencia del caudillo, el G.O.U.
había gobernado con Rawson (con un mandato de 48 horas); con Pedro
Ramírez (con un gobierno de 8 meses) y, al final, el general Farrell será el
encargado de encumbrar la figura del entonces coronel, quien irá tejiendo
amistades dentro del partido y ganándose a los obreros desde su puesto en la
secretaría de Trabajo. Floria y García Belsunce explican con detalle este
proceso:
Sus frecuentísimos mensajes [los de Perón] estaban dirigidos a la clase obrera y a los
desposeídos y secundariamente a la baja clase media, a los nacionalistas y a ciertos
sectores católicos conquistados por la imposición de la enseñanza en las escuelas
públicas. La oposición nucleaba a los partidos políticos liberales, los militares
democráticos, los dirigentes de la clase alta, los medios universitarios —tanto
profesores como alumnos— y su prédica apuntaba a todos los sectores sociales donde
hubiese ciudadanos que privilegiasen la libertad y el sistema constitucional sobre el
orden y la justicia social (1988: 135).
Por tanto, Borges comparte dos rasgos esenciales de la oposición: posee
una visión liberal de la política, y dado su nivel cultural bien podría
encontrarse del lado del gremio universitario. Además, el escritor bonaerense
fue destituido de la Biblioteca por su oposición abierta al régimen, degradado
a inspector de aves por Siri, quien en esos instantes ocupaba el puesto de
intendente de Buenos Aires. Todo este maremágnum de sucesos ha sido
magistralmente sintetizado por la doctora e hispanista sueca Inger Enkvist:
Perón creó una gigantesca burocracia fiel al régimen. Todos los funcionarios de
cierto nivel, por ejemplo jueces y senadores, antes de acceder a su cargo tenían que
firmar sin fecha su renuncia, para que se les pudiera echar en cualquier momento. En
la Universidad fueron expulsados dos de cada tres profesores y reemplazados por
personal mediocre, pero leal al régimen. En opinión de muchos profesores
argentinos, la universidad de su país no se ha recuperado de este golpe hasta el día
de hoy. En el mundo de la literatura, la famosa Victoria Ocampo, editora de la
revista Sur, fue encarcelada durante un tiempo y el célebre escritor Borges perdió
su empleo en la biblioteca municipal de Buenos Aires cuando lo «ascendieron» a
inspector de aves en el mercado de abastos (Enkvist, 2008: 48).
Borges tampoco desaprovechó la ocasión: decide dimitir inmediatamente
de su nuevo puesto. Así lo narra en su autobiografía:
En 1946, un presidente de cuyo nombre no quiero acordarme llegó al poder. Poco
después fui honrado con la noticia de que me habían «promovido» de la biblioteca
al puesto de inspector de aves y conejos en las plazas del mercado. Fui al municipio
para saber de qué se trataba. «Miren», les dije, «parece bastante raro que entre tantos
otros de la biblioteca, yo haya sido seleccionado como merecedor de este nuevo
puesto». El empleado me contestó: «Y bien, usted estaba del lado de los Aliados,
¿qué esperaba?». Sus palabras eran incontestables; al día siguiente envié mi renuncia
(EA: 78).
Jorge B. Rivera (Dubatti, 1999) asegura que la degradación de Borges de
la Biblioteca Miguel Cané fue anterior a la llegada de Perón. Así, habría sido
el gobierno de facto del general Farrell quien decretaría una «circunspección
en materia política» sobre los funcionarios y empleados públicos con la
finalidad de que el gobierno fuera el que, en última instancia, decidiera de
quién podía o no prescindir de cara a las elecciones generales de 1946.
Según Rivera, ya que Borges había militado en Unión Democrática y se
había adherido a lo largo de 1945 a diversos manifiestos políticos, la
Dirección de Sumarios había solicitado una copia de sus antecedentes con
fecha del 23 de enero de 1946. El Expediente donde se degradará a Borges
será el 6691/46. El decreto está firmado, asegura Rivera, por el intendente
Caccia y el secretario de Cultura Cándido Fernández. Rivera es bastante claro
al respecto. Opina que la sanción no es excesiva; al contrario, la tilda de
«suave» y de «típica» según la época:
El sumario y la sanción, como se ve, son anteriores a la llegada de Perón a la
presidencia de la República, que se producirá un mes y medio más tarde, el 4 de
junio de 1946, y en ellos parece más o menos clara la voluntad burocrática de
suavizar disciplinariamente la falta, más allá de las consideraciones que pueda
merecer desde el punto de vista político el carácter del decreto, muy típico por otra
parte de las modalidades y estilos de esa etapa de la vida argentina (ibíd.: 36).
Para Blas Matamoro, Borges rechaza su puesto en el Mercado debido a su
aversión hacia las clases bajas, y no por motivos políticos:
El gobierno peronista lo traslada de una biblioteca municipal al mercado de Abasto.
La realidad de ese mundo de tango le asquea y renuncia. Gana otra vez: se le ofrecen
conferencias y tiene que estudiar escritores en lengua inglesa y lanzarse a hablar en
público, cosa para la que se había inhibido antes, sistemáticamente (Matamoro,
1971: 172).
Entre tanto, Borges ya ha publicado algunos de sus libros más importantes:
Evaristo Carriego (1930), Historia universal de la infamia (1933), Historia
de la eternidad (1936), Antología de la literatura fantástica (1940), El jardín
de los senderos que se bifurcan (1941), Seis problemas para don Isidro
Parodi (1942) —junto con Adolfo Bioy Casares, bajo el pseudónimo de H.
Bustos Domecq— y Ficciones (1944).
Tras publicar El Aleph (1949), probablemente la obra más famosa dentro
de su producción artística, Borges es nombrado presidente de la SADE
(Sociedad Argentina de Escritores). Nuestro autor acepta entonces la
presidencia de la SADE en un clima políticamente convulso debido a que
esta sociedad se oponía diametralmente al régimen peronista. El bonaerense
narra el significado de la entidad dentro de aquel marco:
En 1950 fui elegido presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. La República
Argentina, entonces como ahora, era un país blando, y la SADE era uno de los
escasos reductos contra la dictadura. Esto era tan evidente, que muchos distinguidos
hombres de letras no se atrevieron a pisar sus umbrales hasta después de la
revolución. Un curioso rasgo de aquella dictadura era que aun quienes la apoyaban
decían hacerlo no porque tomaran al gobierno en serio, sino por defender sus propios
intereses. Esto se les entendió y perdonó, ya que la mayoría de mis compatriotas
tienen una conciencia, si no moral, al menos intelectual (EA: 81).
Prosigue explicando cómo su propia familia también sufrió las
consecuencias de su presidencia al frente de esta organización:
Finalmente, cerraron la SADE. Recuerdo la última conferencia que me permitieron
dar allí. Entre el público, que era muy escaso, estaba un perplejo policía que intentaba
anotar, como mejor podía, algunos de mis comentarios sobre el sufismo persa.
Durante aquella monótona y desesperanzada época, mi madre —ya en sus setenta
años— estaba bajo arresto domiciliario. Mi hermana y uno de mis sobrinos pasaron
un mes en la cárcel. Yo mismo tenía un detective que me seguía a todas partes, a
quien comencé llevando a largas caminatas sin objeto y de quien al final me hice
amigo. Él admitió que también odiaba a Perón, pero que estaba cumpliendo órdenes
(EA: 81).
Para su amiga Alicia Jurado, este momento subraya el valor y la
coherencia del escritor:
Su conducta fue siempre de una sola línea, que alguien podría juzgar equivocada
pero que responde a una sincera convicción; de ella no lo ha movido nada ni nadie.
Fue antinazi, anticomunista y antiperonista; es decir, enemigo de todo régimen
totalitario. Durante la tiranía, ni aceptó sobornos ni se acobardó ante la persecución;
fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores cuando eso significaba un
riesgo, y ejemplo de coraje cívico a lo largo de la dictadura (Jurado, 1996: 27).
El 16 de septiembre de 1955, el general Lonardi, junto al coronel Ossorio
Arana, en compañía de otros oficiales, lograron la sublevación de la Escuela
de Artillería de Córdoba y, tras una intensa lucha, consiguieron hacerse con el
control de la ciudad y con sus cercanías (Floria y García Belsunce, 1988:
158).
El cambio de régimen supuso para Borges un sinfín de nuevas
oportunidades: fue nombrado director de la Biblioteca Nacional;
seleccionado, entre varios aspirantes de renombre, para el puesto de profesor
de literatura inglesa en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de
Buenos Aires (UBA) y elegido miembro de número de la Academia
Argentina de Letras. Además, su nombre comienza a resonar en todo el
mundo y los premios nacionales e internacionales se le acumulan uno detrás
de otro: Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cuyo (1956), Premio
Internacional de Literatura Formentor (1961), la insignia francesa de
Comendador de las Artes y las Letras (1962), Caballero de la Orden del
Imperio Británico (1964), Doctor Honoris Causa por la Universidad de
Oxford (1971), Premio Cervantes (1979), etc. También es invitado por
multitud de Universidades para impartir conferencias: la Universidad de
Harvard, la de Oklahoma, el ICA (Instituto de Arte Contemporáneo) de
Londres, etc.
Y es aquí donde entra en juego otro momento de especial impacto político
en la vida de nuestro autor, que se convierte en centro de la polémica a
propósito del Premio Nobel. Todo comienza con una invitación del régimen
dictatorial de Pinochet a Borges, con la finalidad de nombrarlo Doctor
Honoris Causa de la Universidad de Chile en la rama de Filosofía y Letras. El
rector delegado es el que hace la entrega en nombre del general Augusto
Pinochet. Borges es invitado al país desde el 15 de septiembre hasta el día 22
del año 1976, y no solo no se negó a aceptar el premio, sino que dio un
discurso apologético en esos días sobre el uso de las espadas, en teoría,
símbolo del ejército:
En esa época de anarquía, sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria
fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada. Yo
declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita. Y lo digo sabiendo
muy claramente, muy precisamente lo que digo. Pues bien, mi país está emergiendo
de la ciénaga creo, espero que con felicidad. Creo que merecemos salir de la ciénaga
en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por obra de las espadas, precisamente. Y aquí
ya han emergido de esa ciénaga (citado en Teitelboim, 2003: 219).
Quien mejor ha estudiado este fragmento de la vida del bonaerense ha sido
el político y literato chileno Volodia Teitelboim (2003). Según Teitelboim, la
entrega del título a Borges por parte de la dictadura se debe a que el general
Pinochet pretendía ocultar un asesinato con una noticia: el atentado contra el
embajador chileno Orlando Letelier en Washington, homicidio perpetrado el
21 de septiembre de ese mismo año, exactamente por los mismos días en que
Borges se encontraba en Chile. Teitelboim asegura que tanto él como Carlos
Altamirano debían ser asesinados por orden del general en aquellas fechas y
que, gracias a un retraso de los sicarios, ambos lograron sobrevivir. En
palabras de Teitelboim:
Borges no lo sabía, pero toda su visita a Chile se desarrolló simultáneamente con los
preparativos y la consumación del doble homicidio (ibíd.: 221).
Sea como fuere, el discurso y la aceptación del título por parte de Borges
del régimen supusieron el rechazo absoluto de la Academia Sueca a hacerle
entrega del Premio Nobel; no en vano su nombre resonaba con fuerza entre
los posibles galardonados. En este sentido, Teitelboim también aporta datos
interesantes. Afirma que la negación del Nobel se debe al académico y poeta
Arthur Lundkvist, quien, escandalizado por la actuación del escritor, contó a
Teitelboim su reticencia:
De pronto Lundkvist saca a colación el homenaje de Borges a Pinochet, la historia
de «la clara espada y la furtiva dinamita» y hace una declaración a primera vista
insólita, tomando en cuenta que los miembros del Jurado deben guardar secreto bajo
juramento. Lundkvist me dice: —Soy y seré un tenaz opositor a la concesión del
Premio Nobel de Literatura a Borges por su apoyo a la dictadura de Pinochet, que
ha sido usado por la propaganda de la tiranía para intentar una operación cosmética
(ibíd.: 233).
A la luz de estos acontecimientos, el periodista y escritor Carlos Alberto
Montaner escribe que Lundkvist, a pesar de ser académico y especialista en
lengua española, también es susceptible de actuar bajo sus propias filias y
fobias:
Entre los académicos de Estocolmo solo Artur Lundkvist, presidente, por cierto, de
la Academia, escritor e hispanista, está más o menos enterado de lo que se publica
en nuestra extraña lengua. Pero Lundkvist tiene sus filias y sus fobias. A Borges lo
ha vetado por ser derechista —Lundkvist es filocomunista—. A Cela por
provinciano. A Vargas Llosa porque es muy joven. A Nicolás Guillén porque no le
parece serio. A Cardenal porque (justamente) le parece malo. A García Márquez
porque nunca pudo desenredar el lío de la familia Buendía. Y es que Lundkvist,
como todos, lee con prejuicios éticos y estéticos los pocos libros a que tiene acceso
un lectómano que dedique cuatro horas diarias a entretener las retinas (Montaner,
1980: 72).
A causa del revuelo montado a partir del discurso, Borges se arrepintió de
haber aceptado el premio. Después de que su amiga María Esther Vázquez le
recordara lo mucho que había sido criticado por su aceptación, Borges
responde:
Y, desde luego, yo obré mal. Sabía que estaba jugándome el Premio Nobel, pero
pensé: qué absurdo juzgar a un escritor por sus ideas políticas. Además, en aquel
momento confieso que me equivoqué; no me di cuenta de que no se trataba de una
razón política, sino que se trataba de una razón ética. Ahora, por ejemplo, he
recibido una invitación del Paraguay, que no acepté, porque si no apoyo a los
militares de aquí, por qué voy a apoyar a los de allá (Vázquez, 2001: 292).
Finalmente, debemos subrayar un último hecho que provocó que Borges
renegara de las democracias y que se enmarca dentro de esta parte de su vida:
la vuelta de Perón al poder a través de las urnas. En la década del 50, la
situación política del país se encontraba en un panorama de crisis
institucional. Tuvieron lugar en Argentina una serie de actos violentos a
medida que el peronismo se fusionaba con el Estado, de forma que quien no
estaba con el régimen, se posicionaba directamente en su contra. Perón
empezó a sentir pánico y a imaginar conspiraciones militares allí donde no las
había, lo cual provocó que declarara el «estado de guerra» hasta el final del
régimen —1955—, motivo por el cual pudo detener a ciudadanos sin la
necesidad de acudir al poder judicial (Floria y García Belsunce, 1988: 145 y
ss.). Desde el punto de vista económico, la fundición del peronismo con el
Estado también pasó factura al país:
La política económica de Perón fue negativa para el país. En 1945, después de la
Segunda Guerra Mundial, los sótanos del Banco Central estaban repletos de lingotes
de oro. Al final del gobierno de Perón, en 1955, el país andaba mal
económicamente. Perón cambió paulatinamente, y el régimen se hizo más opresivo
y más personalista. El padre Hernán Benítez, confesor de Evita, afirma que el Perón
al que había conocido en 1942 era inteligente, servicial y buena persona, pero que el
poder lo cambió (Enkvist, 2008: 49).
A pesar de la crisis, en 1951 se llevaron a cabo elecciones y las ganó el
peronismo. Mucho tiempo después, tras ser derrocado por la «revolución
libertadora» de 1955 —más arriba explicada—, Juan Domingo Perón se
presentó en septiembre de 1973 a unas nuevas elecciones tras el gobierno de
Cámpora; elecciones que ganó con un margen bastante amplio. Estos hechos
produjeron una gran desazón en Borges que, acostumbrado a actuar sin
reflexionar cuando algo lo disgustaba, optó por atrincherarse en el rechazo de
la democracia. Aunque algo extenso, dado su carácter sintético y didáctico
merece la pena transcribir el fragmento que recoge las palabras de Bravo y
Paoletti sobre este curioso proceso:
Perón será César y Borges será el conservador de las esencias republicanas. El
reparto hubiese sido perfecto si, además, Perón pudiese representar la dictadura y
Borges la democracia. Pero hete aquí que Perón ha ganado la presidencia legalmente
y será reelegido por mayoría abrumadora. Borges solucionará este problema técnico
a su manera: si Perón representa la democracia, hay que impugnar la democracia.
¿Acaso no había escrito Carlyle que la democracia era «el caos provisto de urnas»?
Mejor ser partidario, entonces, de una dictadura ilustrada que nos ponga a salvo de
hombres providenciales carentes de escrúpulos. De aquí, de este abusivo ejercicio de
simplificación, arrancan cuarenta años de declaraciones macarrónicas contra la
democracia en las que se mezclan sus pulsiones aristocráticas con la necesidad de
negar a Perón incluso en aquello que puede tener de positivo y favorable (Bravo y
Paoletti, 1999: 21).
Sin embargo, como ocurre con otros aspectos de su pensamiento, el
rechazo a la democracia no sería duradero en el tiempo.
Así, el 24 de marzo de 1976 se produce un golpe de Estado en Argentina.
Este proceso fue denominado «Proceso de Reorganización Nacional» y no es
más que la sustitución del poder político por el poder militar. Perón había
accedido al poder junto a su segunda mujer, María Estela Martínez de Perón,
conocida como Isabelita, en 1973; sin embargo, él muere el 1 de julio de ese
mismo año y su esposa ocupa el cargo de presidenta sin estar muy preparada
para ello, lo que hace que Italo Luder la sustituya de forma interina. La
situación será tan crítica que el 23 de marzo de 1976 Isabelita se irá de la
Casa Rosada en helicóptero abandonando la presidencia, tal y como relatan
Floria y García Belsunce (1988: 236). Sobre el posterior golpe de Estado
militar, escriben los autores:
Las fuerzas armadas habían decidido ocupar el Estado, reunir la mayor cantidad de
recursos de poder aplicados a la regresión de la guerrilla subversiva, pero al mismo
tiempo cumplir objetivos mucho más ambiciosos: reorganizar la nación, cambiar
sus estructuras económicas, reformar las constituciones políticas, actuar sobre la
cultura y reformar los valores básicos que evocaba el Preámbulo de la Constitución
Nacional (ibíd.: 238).
La Junta Militar elegirá como presidente a Jorge Rafael Videla y hasta ese
momento, incluso la prensa extranjera —europea y americana— compartía la
impresión de la fatalidad de un golpe militar justificado por el caos (ibíd.:
242). En este sentido, Borges también apoyará el golpe de Estado. Será
entonces cuando pronunciará una de sus declaraciones más controvertidas y
terribles, no solo apoyando la dictadura, sino tachando de débiles a los
militares por no atreverse a fusilar a los guerrilleros:
Debernos [sic] hacer todo lo posible por defender a este gobierno. Los militares son
caballeros y decentes. No han llenado la ciudad de retratos, no hacen propaganda.
Eso sí, son débiles, pues no han respondido a los crímenes con fusilamientos. Pero
nos han salvado del caos, de la ignominia, de la infamia y del comunismo (citado en
Matamoro, 2008: 119).
Lo cierto es que en esos momentos, Borges no era consciente —se sabría
con posterioridad— de que la Junta Militar procedía con inusitada violencia
contra sus adversarios, cuya representación primera recaía en la guerrilla que
era, además y supuestamente, de izquierdas. La realidad es que, aunque esta
también ejercía la violencia, en ella había un totum revolutum ideológico:
La guerrilla subversiva que actúa en los años 70 tiene antecedentes tan complicados
como desconcertantes. Su «geografía» es accidentada y compleja. Su ideología es
un cruce de ideologías más bien que un fenómeno unitario y homogéneo, salvo
excepciones. Hay mentalidades y no solo contenidos doctrinarios; vínculos nacidos
en la doctrina o en la práctica, según los casos. Reúne a nacionalistas de extrema
derecha con marxistas acríticos y fascistas aparentemente conversos a la cabeza de
jóvenes rebeldes saturados por la violencia y los mitos revolucionarios (Floria y
García Belsunce, 1988: 217).
Comienza entonces un ciclo de violencia sin justificación por parte del
Estado, cuya vulneración de los derechos humanos sobrepasaría lo imaginable:
fusilamientos, desapariciones, tortura, etc. Tras enterarse de las desapariciones
y ser informado por las madres de los desaparecidos, conocidas como Madres
de Plaza de Mayo, Borges defenderá el Estado de derecho:
Tardé en tenerlas [noticias sobre los desaparecidos], soy ciego, no leo los diarios. En
mi caso, un día vinieron a casa las Madres y las Abuelas de Plaza Mayo a contarme
lo que pasaba. Algunas serían histriónicas, pero yo sentí que muchas, la señora
Agustina Paz, por ejemplo, venían llorando sinceramente porque uno siente la
veracidad. ¡Pobres mujeres, tan desdichadas! Eso, no quiere decir que sus hijos
fueran invariablemente inocentes, pero no importa. Todo acusado tiene derecho por
lo menos a un fiscal, para no hablar de un defensor. Quiero decir, María Esther, que
todo acusado tiene derecho a ser juzgado (Vázquez, 2001: 285).
Con posterioridad y a nivel internacional, el régimen militar iría perdiendo
cada vez más apoyos hasta caer definitivamente. El 28 de junio de 1983 se
crea la ley 22838 para convocar elecciones libres. Para Floria y García
Belsunce, estas se produjeron debido a tres hechos específicos:
1. La aparición de una nueva alternativa de gobierno (Unión Cívica
Radical, con Raúl Alfonsín),
2. el repliegue del justicialismo sobre el potencial sindicalista,
3. y el mundo cultural, que estaba dispuesto a aprender del pasado, a
reivindicar la democracia «formal» y a practicar el criticismo sobre el
autoritarismo militar y civil del pasado (1988: 267).
Y, como era de esperar, Unión Cívica Radical será la vencedora de las
elecciones argentinas, las primeras libres y abiertas, pasándose así de un
régimen militar a una democracia constitutiva, cuyo testigo presidencial sería
recogido por Raúl Alfonsín, con Víctor Martínez como vicepresidente.
Entonces Borges rectificará nuevamente, dando un vuelco de actitud. Nuestro
autor rechazará la presencia del ejército y apoyará la democracia. Con
respecto a la primera parte, es decir, el rechazo del ejército, afirmará:
No hay ninguna razón para suponer que los militares puedan gobernar bien. Nos
llegan del más artificial de los mundos. Un mundo de jerarquías, órdenes, audiencias,
arrestos, saludos, marchas, aniversarios, desfiles y ascensos. Suponer que un
gobierno militar puede ser eficaz es tan absurdo como suponer que puede ser eficaz
un gobierno de escritores, de médicos, de abogados, de farmacéuticos o de buzos. El
ejército y la policía se parecen peligrosamente (citado en Bravo y Paoletti, 1999:
129).
Con respecto a la democracia, a la pregunta que María Esther Vázquez le
plantea en 1984 sobre si Argentina estaba viviendo en esos instantes
momentos difíciles debido al proceso de cambio democrático, contesta el
autor:
Sí, pero creo que nuestro deber es la esperanza, la verosímil esperanza. Debemos
esperar y debemos hacerlo porque es la única solución que tenemos. Yo he
descreído de la democracia mucho tiempo pero el pueblo argentino se ha encargado,
felizmente, de demostrarme que estaba equivocado porque el cincuenta y dos por
ciento ha votado, yo no diría por Alfonsín ni por los radicales, sino por la sensatez,
por la cordura y, finalmente, por la ética. Pero el presidente tiene una tarea muy
difícil, creo que debemos perdonar lo que pueden parecer complicidades o flaquezas
puesto que él no puede gobernar contra el cuarenta por ciento del país; en fin, creo
que está obligado a muchas cosas (Vázquez, 2001: 283).
Así pues, Borges se reafirmará en la necesidad de la democracia y se
convertirá en defensor de la misma, siempre desde una tendencia liberal.
II.
FILOSOFÍA POLÍTICA BORGEANA
A PARTIR DE SUS CRÍTICOS
Más adelante sostiene que, para él, Borges es un agnóstico político y ese es
el motivo por el que el argentino despierta el descontento de sus críticos. Sin
embargo, si bien comprende que no es motivo suficiente de elogio, también
está convencido de que tampoco lo es de rechazo (ibíd.).
Segunda Parte
LA PERSPECTIVA
DE BORGES
III.
BORGES, ¿ANARQUISTA?
Anarquía en Borges
Estamos totalmente de acuerdo con la profesora Alejandra Salinas cuando
escribe que «Borges’ opinions on politics and on his own political affiliation
have not been the object of much systematic analysis. This may be due to the
fact that most works on Borges are literary, or to a suspicion that his opinions
were perhaps quite controversial» (Salinas, 2010). Lo que explicaría la
ausencia de claridad en lo poco que se ha escrito al respecto. Ahora
trataremos de arrojar algo de luz sobre el anarquismo borgeano con la
intención de analizarlo en detalle.
Cuando su amiga María Esther Vázquez pregunta al escritor que a qué se
refiere al autodenominarse anarquista, este responde:
Que tendría que haber un mínimo de gobierno, que no se notara, que no influyera.
Se trata de un anarquismo a lo Spencer (Vázquez, 2001: 74).
El historiador Antonio Fernández define el anarquismo como sigue:
El anarquismo, que supone un rechazo en bloque del proceso de industrialización y
parece mirar con nostalgia hacia un mundo agrario, de pequeñas células de
población, es un movimiento de escasa coherencia doctrinal, en el que caben desde
predicadores de la violencia hasta apóstoles de la no violencia. En su recinto se ha
intentado encuadrar a figuras tan dispares como Tolstoi y Sorel, y en nuestros días,
se ha calificado con el sello anarquista a todo movimiento de «contestación», de
rechazo total, y de revoluciones del tercer mundo, «el proletariado en harapos»
(Fernández, 1979: 150).
Quizá este totum revolutum doctrinal del que habla Fernández explique
por qué es posible clasificar a Borges de anarquista sin llegar a cuestionarse
siquiera su veracidad. A partir de la obra de Bakunin, uno de los mayores
representantes del movimiento, Fernández establece tres características
básicas del anarquismo desde el punto de vista político: 1) La eliminación del
Estado, que es siempre represivo; 2) la desaparición de los ejércitos,
consecuencia de la primera; y 3) la creencia en una revolución del
campesinado, hecha por las masas, desde abajo y espontánea (ibíd.: 151).
Obsérvese que Borges pide un «mínimo de gobierno» y que de estas tres
características tan solo comparte (y no de forma tan absoluta) la eliminación
del Estado. No en vano, Borges descree del concepto de «masa» debido a su
afinidad con el nominalismo y siente una profunda admiración por el
ejército, que asocia con el heroísmo y el valor. Por tanto, ¿puede considerarse
a Borges anarquista? Creemos que no. Sin embargo, el escritor sí comparte
una característica esencial con el anarquismo: la utopía, que según Pierre
Bouretz es la única que sobrevive del movimiento (Raynaud y Rials, 2001:
38). En efecto, tal y como hemos visto más arriba, Borges soñaba con un
Estado casi imperceptible, que influyera lo menos posible en la vida de los
ciudadanos.
Pero, ¿y por la parte de Spencer? Como ha señalado Fernando Savater,
muchas de las ideas de Herbert Spencer son hoy reclamadas por «algunos de
los más feroces neoliberales» (Savater, 2008: 16). En otras palabras, los
representantes del anarquismo de ayer son los liberales de hoy. Por
expresarlo con las palabras de Bouretz:
Pero es forzoso admitir en seguida que si hoy la doctrina persiste renovándose, es
gracias al rodeo de una traslación que hace que la encontremos del lado de unos
lejanos alumnos indisciplinados de Adam Smith; entre esos autores de la segunda
mitad del s. XX que intentan volver a encontrar en la misma raíz de la libertad los
ideales liberales y libertarios; entre estos bien llamados libertaristas que vuelven a
interpretar la partitura de una economía como lugar efectivo del mundo vivido
individual y como espacio concreto d e una autonomía desvinculada del poder
(Raynaud y Rials, 2001: 37).
A medida que la utopía anárquica señalada por Bouretz cobra cuerpo, lo
que equivale a su desaparición, va quedando más claro que florece en el seno
de las democracias liberales. El catedrático Jonathan Wolff lo expresa a
través de la paradoja de la violencia. Según él, la violencia pone en jaque al
anarquismo: si esta se diera en el interior de una sociedad anárquica, esa
sociedad no debería hacer nada; si hiciera algo, nos encontraríamos frente a
un Estado. De ahí que para Wolff el anarquismo se haya fusionado a la postre
con el liberalismo:
En resumen, tan pronto como la imagen anarquista de la sociedad se hace más
realista y menos utópica, también se hace más difícil diferenciarla de un estado
liberal y democrático. Al final, tal vez simplemente nos falte una explicación de
cómo sería una situación pacífica, estable y deseable en ausencia de algo muy
parecido a un estado (con la excepción de las explicaciones antropológicas de las
pequeñas sociedades agrarias) [Wolff, 2012: 51].
Por su parte, Alejandra Salinas no se decanta por una permutación. La
autora piensa más bien que Borges profesa un híbrido entre el liberalismo y el
anarquismo que denomina «anarquismo liberal»:
So what was Borges’ liberal anarchism? According to Sylvan[5] the therm anarchy
means «without head» and implies a decision-making process dispersed among all
members of polity, as opposed to governmental coercion and closed ideas of
authority. In this sense, anarchy is not the Hobbesian depiction of the war of all
against all, nor does it carry a connotation of disorder, but is rather a political stance
that sees the State as corrupt, intrusive and aggressive. However, as with many
political concepts, anarchy is a noun that needs to be accompanied by adjectives to
avoid confusions. Conceptually, anarchy can be compatible with a communist
organization that is inimical to liberalism insofar the latter defends a notion of
private property absent in the former. From this angle, Borges considered himself a
liberal anarchist (Salinas, 2010).
Sin embargo, creemos que el anarquismo y el liberalismo son términos
claramente distintos. Como veremos a continuación, la filosofía política de
Borges se articula mejor sobre el segundo ideario.
Borges, liberal
Jaime Rest sostiene que «en el pensamiento moderno existe una estrecha
relación subyacente entre nominalismo filosófico, lenguaje místico y
concepción liberal de la tolerancia» (Rest, 2009: 33), y Borges no está exento
de seguir dicha línea. Pero, ¿qué entendemos por liberalismo? Entendemos
por liberalismo «la ideología (el conjunto de principios) que colocan las
relaciones voluntarias (la libertad) por encima de las relaciones coercitivas (la
violencia): los liberales aspiran a minimizar la coacción dentro de una
sociedad y consideran que aquellas interacciones humanas que nacen del
libre consentimiento de ambas partes poseen una presunción de validez (in
dubio, pro libertate)».[6] Pero, ¿qué ideas defiende el liberalismo?
En opinión de L.T. Hobhouse (1927: 20 y ss.), el liberalismo posee las
siguientes políticas:
1. Libertad civil. Donde la ley ha de garantizar el derecho a ser tratado en
condiciones de igualdad ciudadana respecto de todos los hombres y respecto
del gobierno.
2. Libertad fiscal. Que se traduce en un control sobre el Estado de forma
que este gaste responsablemente.
3. Libertad personal. Que incluye la libertad de pensamiento, la libertad de
intercambio del pensamiento, la libertad de escritura, de impresión, de debatir
ideas y libertad religiosa.
4. Libertad social. Que comprende la libertad individual de pertenecer a
cualquier grupo social.
5. Libertad económica. Donde se defiende el libre comercio frente al
intervencionismo o proteccionismo estatal.
6. Libertad doméstica. La libertad en el hogar.
7. Libertad local, racial y nacional. Donde se busca la autonomía.
8. Libertad internacional. Que se apoya en: 1) La oposición al uso de la
fuerza de los sistemas totalitarios; 2) combatir a dichos Estados; y 3)
implantar gobiernos libres que no supongan amenazas.
9. Libertad política y soberanía popular. Que su vez se compone de: 1) El
liberalismo como propulsor de un Estado moderno y 2) el liberalismo como
fuerza histórica efectiva.
En los próximos epígrafes trataremos de demostrar que Borges defendió
muchos de estos principios, si no directamente, al menos de forma tangencial
a lo largo de su madurez, salvo algunas excepciones. Por ejemplo, durante
mucho tiempo fue reacio a la democracia, pero subsanó su error y finalmente
la apoyó. Es posible que el lector se pregunte por qué los términos
«liberalismo» y «democracia» han de estar unidos indefectiblemente. Sin
duda, puede que alguna de las libertades que describe Hobhouse de forma
aislada se presente como incompatible con la democracia; sin embargo, todas
ellas configuran la teoría liberal que esgrimimos en este libro, y todas, dadas
a la vez o en su mayor parte, solo pueden desarrollarse en sociedades abiertas
y libres.[7] También debemos señalar que otro tema al que Borges dio de
lado fue la economía, por lo que los puntos de libertad fiscal y de libertad
económica apenas constan entre sus divagaciones. Como ha escrito su amiga
Alicia Jurado:
Su desinterés en materia de dinero era poco común. Tal vez ocurriese que, fuera de los
libros, codició muy pocas cosas; […] Una vez ofrecieron pagarle una suma bastante
alta por una conferencia y él pidió que se la rebajaran, porque le pareció excesiva. Del
dinero se despreocupaba por completo; lo escondía entre las páginas de un libro que
luego olvidaba en su biblioteca; lo regalaba; lo miraba con indiferencia; no hacía
jamás un cálculo. Y sin embargo, no ha sido nunca un hombre rico (Jurado, 1996: 26).
En la entrada «Liberalismo» del Diccionario Akal de Filosofía política,
Raynaud concluye que:
La fuerza del pensamiento liberal radica en que expresa conscientemente las nuevas
aspiraciones que acompañan a estas transformaciones políticas, al desterrar del lado
de la antigua organización «autoritaria» de la sociedad todo cuanto, en el Estado
moderno, podría limitar la libertad de los hombres (Raynaud y Rials, 2001: 463).
Y esa fue la lucha constante que mantuvo Borges a lo largo de toda su
vida. Además, veremos que incluso en ciertas ocasiones, dicha pugna queda
reflejada en la trama de algunos de sus cuentos, no exentos de lecturas
políticas.
IV.
FILOSOFÍA POLÍTICA
EN LA OBRA Y PENSAMIENTO
DE JORGE LUIS BORGES
Borges yrigoyenista
Daniel Balderston ha escrito:
Sabemos que Borges lideró una agrupación de jóvenes intelectuales yrigoyenistas en
la segunda campaña presidencial de Yrigoyen, y que su insistencia en que la revista
Martin Fierro se incorporara a esa lucha fue motivo para que el director de dicha
revista —que era empleado público y amigo de Marcelo T. de Alvear, el rival de
Yrigoyen dentro del radicalismo— la cerrara en 1927 (Dabove, 2008: 38).
Este es un tema que en nuestro autor se asocia con el nacionalismo.
Curiosamente, Borges considera a Yrigoyen como el único argentino
verdadero. En El tamaño de mi esperanza escribe sobre el caudillo:
Entre los hombres que andan por mis Buenos Aires hay uno solo que está
privilegiado por la leyenda y que va en ella como en un coche cerrado; ese hombre es
Irigoyen (TE: 13).
Obsérvese que en estos años la admiración de Borges va unida a una visión
legendaria del presidente de Unión Cívica Radical. Parece centrarse más en
su personalidad que en su gestión. Sin embargo, el político también poseía
una característica que por aquel entonces atraía mucho al poeta: el idealismo
y el patriotismo. Según Floria y García Belsunce, lo cierto es que Yrigoyen
hacía gala de una extraña personalidad capaz de atraer la atención de diversos
sectores:
Era un principista más que un doctrinario; un idealista más que un pragmático; un
intransigente más que un negociador. Pero al mismo tiempo un líder político difícil
de situar en las tipologías corrientes, porque no se ajustaba totalmente a ninguno de
los tipos ideales de los marcos de análisis. Tal vez por eso pudo justificar sus
prácticas conspirativas hábiles con su respeto a la Constitución, y su «egoísmo
sagrado», con la prédica de una causa reparadora con el lenguaje propio de un
krausista, pensamiento seguido por el caudillo radical de su versión española. Esto,
y la prédica opuesta a la razón de Estado que Yrigoyen atribuía a la oposición
militante como una suerte de antimaquiavelista de tu tiempo, explican la
expresión, de otro modo críptica, de Octavio R. Amadeo cuando llama al
radicalismo «la fracción española de la política argentina» (1988: 105-106).
Por otro lado, no debe descartarse la posibilidad de que también le atrajera
del presidente el hecho de que este pasase por ser el primero en sentar las
bases democráticas; no tanto por el acto en sí —ya hemos visto que Borges
se oponía a la democratización— como por sus consecuencias: la libertad de
expresión fue posible bajo el gobierno de Yrigoyen y el bonaerense era
asiduo de escribir en revistas que llegaban a distintos lectores y, muchas
veces, lo hacía contra el pensamiento establecido:
Habría de ser, y fue, una gestión paradójica. En nombre de una causa, se usó la
intervención federal con menosprecio hacia sus contradictores. En nombre de la
Constitución como programa y de la legitimidad mayoritaria como raíz de la
autoridad, hubo, sin embargo, respeto por la libertad de expresión en un escenario
recién montado para la democratización. Y contra la vieja oligarquía apareció un
nuevo príncipe (ibíd.: 107).
Tal era la admiración de Borges por Yrigoyen que la profesora Louis opina
que el golpe de Estado de Uriburu contra el líder de Unión Cívica Radical
marca un antes y un después en su ideología. Este instante, según la autora,
sería el punto de inflexión en la filosofía política borgeana:
Desde el punto de vista de la cronología política, es probable que sea a partir del
golpe de Estado a Yrigoyen que Borges comience a leer su propio proyecto poético
como un fracaso, oponiéndose de este modo a la valoración de sus admiradores de
los años 1920, muchos de los cuales apoyaron el golpe (Louis, 2007: 74).
En la madurez, Borges hablará de Yrigoyen refiriéndose de nuevo a su
personalidad y a la rareza que suponía en un político argentino la honradez de
la que hizo gala:
No lo conocí [a Yrigoyen]. En mi familia, sí. Eran amigos de él. Yrigoyen cultivaba
el misterio. Hasta se dijo que, durante su presidencia, él seguía conspirando, como lo
había hecho toda su vida. A diferencia de otro gobernante de cuyo nombre no
quiero acordarme, creo que fue un hombre de escasas luces pero también un
hombre muy probo. Por ejemplo, él siguió viviendo modestamente en los altos de
una casa de la calle Brasil. No tuvo el esnobismo de algunos dictadores que
frecuentaban el teatro Colón y les gustaba mucho la idea del lujo. Al contrario:
siendo de buena familia, no le interesó nunca asistir a las reuniones de sociedad; a
la hija de él no le interesó vestirse en París; a él le desagradaba que aparecieran
retratos suyos. Es decir, que siguió siendo un modesto y oscuro señor argentino,
siendo, además, presidente de la República (citado en Bravo y Paoletti, 1999: 187).
Leyendo al segundo Borges, es probable que las observaciones de Daniel
Balderston no estén del todo desencaminadas cuando asegura que en su
cuento «El Sur»[9] Borges menciona la calle Brasil como la ubicada «a pocos
metros» de la casa de Yrigoyen, destruida por orden de Uriburu. Para Borges,
esa casa seguía siendo la del presidente de Unión Cívica Radica, incluso tras
su desaparición (Dabove, 2008: 37).
Hemos visto de soslayo que casi toda la producción artística del primer
Borges pasa por una línea maestra, pasa por el idealismo. Manejamos el
término tal y como lo define Ferrater Mora en su Diccionario. Según el autor
catalán:
Se llama entonces «idealismo» a toda doctrina —y a toda actitud— según la cual lo
más fundamental, y aquello por lo cual se supone que deben regirse las acciones
humanas, son los ideales —realizables o no, pero casi siempre imaginados como
realizables— (2008: 173-174).
Como hemos visto, su apoyo a la Revolución rusa, su visión nacionalista y
su devoción por Yrigoyen pasan por dicho prisma. Así, en la década del
veinte, Borges se mostraba abiertamente idealista. En esa misma década
escribirá a su amigo Abramovicz:
Las cosas no existen: solo existe nuestra idea de las cosas. En esto como ves soy
kantiano. Por otra parte […] si quieres desembrollar el fondo de esta cuestión del yo
y del mundo externo te aconsejaría —sin matiz dictatorial— leer el libro de Stirner.
Para mí, ese libro de Stirner es algo inaudito, esencial como los Salmos de David, o
los dramas de Shakespeare, o los Evangelios (CF: 117).
Sobre la importancia de Stirner en la configuración del individualismo en
Borges volveremos más adelante. De momento nos interesa señalar que, en
contra de muchas opiniones, creemos que Borges no fue idealista en la
madurez y sí lo fue durante sus primeros años. Este dato resulta importante
porque su visión política de juventud está íntimamente ligada al idealismo,
como hemos podido observar. Esta tendencia le hizo escribir poemas como
«Al horizonte de un suburbio» en Luna de enfrente (1925), donde canta a una
Pampa idealizada, o «Fundación mítica de Buenos Aires» en Cuaderno San
Martín (1929), donde retoma la fundación de su ciudad natal a partir de una
revisión desde cierto idealismo acendrado, cuyos últimos versos rezan: «A mí
se me hace cuento que empezó Buenos Aires:/ la juzgo tan eterna como el
agua y el aire» (PC: 88). La diferencia entre estos textos con los escritos en
madurez y que versarán sobre esta temática filosófica radica en que ya no se
los creía. En efecto, tal y como veremos, en su vejez, y en lo político, Borges
ya no profesaba visiones basadas en ideas; sin embargo, se escoró en un
nominalismo que marcaría de forma tajante su ideario político. Este último
dato resulta de vital importancia porque, como ha observado el doctor
Mauricio Rojas, la creencia en el proyecto utópico marxista solo es posible
con grandes dosis de idealismo. El «hombre nuevo» que trató de crear Lenin
y que ideó Marx se basa en la idea, negada hasta la saciedad por Borges en la
madurez, de que la realización individual de las personas solo es posible
como «masa», como ente colectivo:
Este ser humano «masivamente transformado» fundaría una sociedad cuya
característica esencial sería la unidad inmediata y absoluta del hombre con su
especie o, para decirlo con el vocabulario de Hegel, el fin de toda separación entre
las partes (los individuos) y el todo (la sociedad o comunidad). Con ello se propone
el surgimiento de una «sociedad total», totalizante y totalitaria en el sentido estricto
de la palabra. De esta manera, Marx reformuló aquella vieja utopía de corte
mesiánico que planteaba el advenimiento de un reino celestial en la tierra, con sus
hombres nuevos, surgidos, tal como los de Marx, de una hecatombe que los
depuraría y los pondría en condiciones de poblar ese reino de armonía y
reconciliación sin límites que según la profecía bíblica duraría mil años (Rojas,
2012: 16).
Sin embargo, es importante subrayar que esto tan solo se dio en el ámbito
político, esfera en la que Borges demostraría continuamente un escepticismo
inusitado. Aunque para ser exhaustivos debemos señalar que quizá este
cansancio viniera de mucho antes. Sin olvidar que «maximalista» es
traducción española del término ruso «bolchevique», acerquémonos a una
carta fechada el 20 de agosto de 1920, en la que Borges escribe a su amigo
Abramovicz:
Ya no creo en ninguna utopía, ni maximalista whitmaniana, ni de ninguna otra clase
(CF: 95).
Terminamos este epígrafe con las palabras de Carlos Meneses a modo de
resumen en referencia a lo que significó este período. Para el periodista, el
punto de inflexión lo encontramos en 1924 y no en 1930:
Firmó manifiestos ultraístas, colaboró en revistas de esta tendencia, pero mantuvo
una apreciable serenidad para sus pocos años. Eso no fue óbice para que se lanzara
por el camino de las metáforas, y no tuviera ciertos devaneos con la triunfante
revolución bolchevique. Todo perfectamente en consonancia con su edad. A partir
de 1924, año en que retorna a Argentina después de su segunda visita a Europa, el
recreo juvenil habrá concluido (Meneses, 1988: 27).
Política y lenguaje
En relación con las tendencias filosóficas de Borges se ha producido, a nivel
académico, una pugna entre los que defienden que Borges era idealista frente
a los que sostienen que era nominalista. Entre los primeros destaca el
desaparecido Juan Nuño con su obra La filosofía en Borges. Según el
profesor Nuño:
A través de la concepción idealista, entra Borges en el reino de lo imaginario por la
puerta grande […]. La literatura borgiana, si es algo, es eminentemente poética,
adjudicándole al término su valor griego, creativa, plenamente creativa,
prácticamente ex nihilo, que vale tanto como decir ex mente (Nuño, 2005: 55).
Nuño es bastante claro al respecto:
Si, aun contra su repetida modestia, se acepta hablar de la filosofía en Borges, esta se
podría reducir a un platonismo raigal. Quien cree que la verdadera realidad está en los
Arquetipos, quien postula la primacía de lo genérico sobre lo individual, concreto,
quien a la hora de intentar explicaciones de lo mudable y tornadizo tórnase a la
seguridad de las esencias, por fuerza tiene que concebir el mundo de los sentidos
como una suerte de alucinación y abrazar la fe idealista que termina por negar
materia, sustancia, yo y causalidad, y aun intentar la descomunal hazaña de refutar el
tiempo (ibíd.: 127).
Jaime Rest, en contra de la opinión de Nuño, defiende la tesis de que en
realidad Borges no reivindicaba ningún tipo de pensamiento platónico; ya
que los arquetipos a los que se refiere Nuño, y que encontramos en la
narrativa borgeana, no se refieren tanto a una visión aglutinadora de ideas
sustanciales como a arquetipos del inconsciente colectivo, en la línea de
Samuel Butler, no en la de Jung (Rest, 2009: 73). Rest concluye que Borges
es nominalista, afirma que el pensamiento lingüístico del autor de El Aleph
se puede resumir en los siguientes puntos:
1. Una manifiesta preocupación metalingüística, enfocada a desentrañar los
símbolos del conocimiento, a cuestionarse la validez de la especulación
filosófica y a profundizar sobre el papel relevante de la literatura, así como de
la relevancia de las palabras con respecto a la existencia.
2. Borges rechaza el pensamiento sistemático, ya que para él no es más que
un intento vano de interpretación de la realidad. Ello supone caer en
cuestiones metafísicas que no son sino una forma de ficción.
3. Los escritos de Borges, el sistema que proponen, se inscriben en la
tradición filosófica que atraviesa el nominalismo, el empirismo, el
positivismo y el pragmatismo hasta llegar a la filosofía analítico-lógica. Y
aquí introduce Rest un tema importante para nuestro trabajo, sostiene que
con frecuencia esta tendencia se asocia a una ideología liberal; no en vano,
apunta Rest, John Stuart Mill apostaba por revisar cada una de sus propias
ideas, rechazando únicamente aquellas contrarias al principio básico de
tolerancia.
4. Borges pone de relieve los problemas cognoscitivos que el formalismo
lógico de la filosofía analítica no ha podido resolver, debido a que, cayendo
en el idealismo, separó el lenguaje de la realidad (ibíd.: 115-117).
De todo lo anterior, y sobre todo del último punto, se desprende que el
Borges de madurez era nominalista y que se encontraba bien lejos del
idealismo preconizado en su juventud. De hecho, en «De las alegorías a las
novelas», en Otras Inquisiciones, Borges escribe que «el nominalismo, antes
la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta
y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara nominalista porque
no hay quien sea otra cosa» (OI: 240). Sobre el platonismo, escribirá en
Historia de la eternidad (1936):
Ignoro si mi lector precisa argumentos para descreer de la doctrina platónica. Puedo
suministrarle muchos; uno, la incompatible agregación de voces genéricas y de
voces abstractas que cohabitan sans gêne en la dotación del mundo arquetipo; otro,
la reserva de su inventor sobre el procedimiento que usan las cosas para participar
de las formas universales; otro, la conjetura de que esos mismos arquetipos
asépticos adolecen de mezcla y de variedad. No son irresolubles: son tan confusos
como las criaturas del tiempo (HE: 25).
Además, todos los puntos anteriormente señalados por Rest pueden
observarse en su ensayo «El idioma analítico de John Wilkins», recogido en
Otras Inquisiciones:
Notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La
razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo (OI: 165).
En «La Biblioteca de Babel», uno de sus cuentos más famosos, leemos
que:
Hablar es incurrir en tautologías (CC: 144).
Pero sin duda, el texto que más ríos de tinta ha vertido en torno al
nominalismo borgeano ha sido un fragmento de «El ruiseñor de Keats», que,
aunque algo extenso, merece la pena transcribir íntegramente:
Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los
últimos sienten que las clases, los órdenes y los géneros son realidades; los primeros,
que son generalizaciones; para estos, el lenguaje no es otra cosa que un aproximativo
juego de símbolos; para aquellos es el mapa del universo. El platónico sabe que el
universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede
ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y
de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno
es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles,
Locke, Hume, William James. En las arduas escuelas de la Edad Media, todos
invocan a Aristóteles, maestro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero los
nominalistas son Aristóteles; los realistas, Platón (OI: 184-185).
Este fragmento ha sido utilizado por Zulma Mateos con el fin de
determinar cómo en Borges se da una oposición entre el nominalismo y la
realidad:
De una manera muy general, diremos que para los nominalistas los universales no
son entidades existentes sino términos del lenguaje. Solo existen entidades
individuales. Mientras que por realismo debemos entender aquella posición que
otorga existencia real a los universales (Mateos, 1998: 49-50).
Así, la autora defiende que Borges se adscribe en el nominalismo y que
presenta dicha dicotomía:
Sintetizando: a lo largo de la historia de la filosofía occidental podemos ver dos
grandes líneas de pensamiento, que tienen su punto de partida en Platón y
Aristóteles. Como toda clasificación o división amplia, está hecha sobre la base de
enunciados o afirmaciones muy generales: en este caso, la división se origina en
reconocer o no la existencia real de entidades abstractas. Para la línea platónica, que
reaparece en el realismo medieval, lo primordial es lo universal, que tiene también
existencia real, no solo mental. Para la línea aristotélica, en la cual se inserta el
nominalismo medieval y, posteriormente, el inglés, lo primordial es el individuo y
lo universal no tiene existencia real porque o bien son generalizaciones producto del
entendimiento o bien no tiene ningún tipo de existencia, ni aun en el pensamiento
(ibíd.: 56).
Borges pertenecería, pues, a este último grupo (Rest, 2009: 126).
Extrapolando esto al ámbito político, nuestro escritor rechazará de forma
absoluta cualquier sistema ideológico totalizador o de aspiración generalista:
Borges es, en esta época, uno de los tantos intelectuales que señala el marxismo,
el psicoanálisis y el nazismo como los tres grandes sistemas contemporáneos que
proponen una visión totalizante del mundo con dos ejes en común: quien se
atribuye la función de descifrador legitima su posición mediante la postulación de
una realidad caótica, —las estructuras que se designan como ocultas tienen un
carácter ficcional (Louis, 2007: 170).
Por su parte, Bosteels afirma que la oposición entre individuo y Estado,
analizada por nosotros más arriba, no sería más que «una extensión política
del nominalismo filosófico de Borges», pero, ¿en qué sentido? Según
Bosteels, «considerado ahora desde el interior de la escritura borgeana y no
solo como convicción ideológica o cuestión filosófica, el nominalismo
político, por así llamarlo, vuelve extremadamente difícil y siempre
sospechoso, cuando no imposible, sostener la construcción de un término
colectivo, o sea, aquello que se situaría sobre la brecha que la crítica de la
representación abre entre el individuo y el Estado» (Dadove, 2008: 253). Es
decir, que para Borges, dado su nominalismo, era imposible —lo negó
infinidad de veces— el concepto de «masa», porque tan solo creía en el
individuo:
Las masas son una entidad abstracta y posiblemente irreal. Suponer la existencia de
la masa es como suponer que todas las personas cuyo nombre empieza por la letra
«b» forman una sociedad (citado en Bravo y Paoletti, 1999: 126).
Así, como apunta Bosteels, se puede explicar la negación democrática
sostenida por Borges durante años, ya que para él no existe representación
posible:
En su versión más elemental, por no decir trivial, el nominalismo afirma que las
ideas o los términos universales no existen sino en nombre solamente, como
convenciones basadas en lo individual como único punto de referencia verificable
(Dadove, 2008: 254).
Esta negación de la representación política puede observarse en su cuento
«El Congreso», incluido en El libro de arena. La historia, narrada por un
anciano llamado Alejandro Ferri, viene a explicar cómo su protagonista,
siendo joven, perteneció a un grupo encabezado por un personaje llamado
Alejandro Glencoe que intentó conformar un congreso representativo de la
humanidad entera. Dicha fundación se toparía con tres problemas en absoluto
menores: ¿qué idioma se hablará en el Congreso? ¿Qué libros conformarán la
biblioteca del Congreso? Y, por supuesto, el problema de la representación:
Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un
problema de índole filosófica. Planear una asamblea que representara a todos los
hombres era como fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que
ha atareado durante siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más
lejos, don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a
los orientales y también a los grandes precursores y también a los hombres de barba
roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega.
¿Representaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres
hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los
de Nueva Zelanda? (CC: 445-446).
El lenguaje cobrará también especial relevancia política en Borges gracias
a otro tema: el nazismo. Durante la Segunda Guerra Mundial, Argentina
mantendría una actitud de cortesía hacia el Tercer Reich. Los altos
estamentos criollos y alemanes consideraban a la Alemania nazi sinónimo de
orden, de eficacia y de modernidad armamentística. El 15 de enero de 1942,
los países del Cono Sur convocaron una reunión en Río de Janeiro con la
finalidad de replantearse sus relaciones con el Eje. Salvo Chile y Argentina,
todos los participantes del Congreso rompieron sus relaciones con Italia,
Japón y Alemania. Argentina se convirtió entonces en aliada económica de
Hitler y creó vínculos de unión tanto a nivel cultural como social con el
Tercer Reich (Gómez, 2004: 23).
En este contexto histórico, desde varias revistas, pero sobre todo desde la
revista Sur, Borges escribió contra la ideología nazi, haciendo uso del
discurso como arma política (Louis, 2007: 28-29). Annick Louis distingue
tres grupos textuales en referencia a este tema:
1. Los formados por textos que se refieren explícitamente a la guerra o al
nazismo.
2. Los formados por textos que presentan referencias oblicuas a los
acontecimientos políticos en el nuevo marco de reflexiones literarias o
culturales.
3. Los formados a partir de los libros alemanes publicados bajo el régimen
hitleriano, la censura en que la Alemania nazi piensa la historia de su literatura,
a partir de la segunda mitad de la década del 30 (ibíd.: 33-34).
Nosotros podemos añadir, al menos, un ejemplo de cada tipo. Sobre el
primer tipo textual señalado por la profesora Louis, podemos aportar
«Vindicación del 1900», publicado en la revista Saber vivir en el año 1945.
Aquí Borges arremete contra el nazismo y el comunismo, increpa a un
periodista que ha señalado lo «estúpido» que ha resultado el siglo XX en
comparación con el XIX:
El problema del año 1900 visto por 1945 no es otra cosa que un aspecto de un
problema más amplio: el siglo XIX juzgado por el siglo XX. Por la boca de un
periodista, el siglo XX ha calificado de «estúpido» al siglo XIX; tal vez no es ilícito
recordar que las doctrinas por las que están muriendo los hombres del siglo XX —
nazismo y comunismo— son invenciones del siglo XIX. El nazismo procede
notoriamente de Fichte y de Carlyle; el marxismo no carece de toda relación con
Karl Marx (TRII: 229).
Sobre el segundo tipo, podemos aportar el artículo «Hilda Roderick Ellis.
The road to hell. Cambridge University Press, 1945», publicado en Los
Andes de Buenos Aires en marzo de 1946. A partir de la obra de Roderick,
Borges aprovecha para «incursionar» en la Alemania nazi y analizar lo que
allí ocurre:
Hay paraísos contemplativos, paraísos voluptuosos; paraísos que tienen la forma del
cuerpo humano (Swedenborg), paraísos de aniquilación y de caos, pero no hay otro
paraíso guerrero, no hay otro paraíso cuya delicia esté en el combate. Mil y un
doctores alemanes lo han invocado para demostrar el temple viril de las viejas tribus
germánicas. Fuera de algunas líneas de César y de Cornelio Tácito, los alemanes
han perdido toda memoria de su mitología; nadie ignora que se han acogido a la de
los vikingos (TRII: 236).
Sobre el tercero y último tipo, podemos aportar «Alfredo Cahn. Cuentistas
de la Alemania libre», publicado en Buenos Aires en 1936, y que es un
análisis de Borges sobre esta obra escrita bajo la germanofilia de su autor. En
el artículo, Borges sospecha del adjetivo «libre» que aparece en la obra de
Cahn ya desde su título y que pretende preludiar algo importante:
Un antiguo rencor spenceriano de Hombre contra el Estado me hace abrazar con
todo fervor la tesis de Cahn y presuponer que los autores que gozan del favor
especial «de las autoridades políticas de Alemania» son verosímilmente tan nulos
como los que detentan igual favor en la Rusia soviética —a quienes tampoco he
leído— (TRII: 63).
En relación con el lenguaje y la política, quien mejor ha estudiado las
relaciones —o enfrentamientos— de Borges con el nazismo ha sido Antonio
Gómez López-Quiñones (2004). Según Gómez, la batalla contra el Tercer
Reich de Borges se erige sobre dos fuentes lingüísticas: a través de un
acercamiento a la Cábala y a través de un rechazo del discurso nazi, un
problema que Borges no ignoró.
En primer lugar, el autor señala los rasgos que atrajeron a Borges del
judaísmo y que motivaron su oposición al antisemitismo. Ambas
motivaciones son lingüísticas:
1) Le atrajo la importancia del lenguaje en la Cábala: para Borges, el
lenguaje funciona no como un medio por el que se transita de la realidad a la
epistemología humana, sino como «un filtro con un peso específico y con un
grosor propio. Un filtro que no sólo muestra o refleja, sino en el que también
hay/existe realidad».
2) El método hermenéutico de la Cábala, donde lo que más le atrae es la
relación intelectual entre el texto doctrinal y su pueblo, entre la Torá y el
pueblo judío (ibíd.: 36-38).
En segundo lugar, Borges sostendrá, afirma Gómez, que el lenguaje es la
mejor arma con la que cuenta Hitler:
Borges sitúa […] el lenguaje en el centro mismo de la problemática del Nazismo y
del Judaísmo. Ambos son concebidos por este autor como dos movimientos
culturales que hacen dos usos muy distintos del lenguaje, del discurso, y de la
institución literaria. El Nazismo pretendió estrechar los márgenes y rebajar la
heterogeneidad del fenómeno lingüístico. La lengua alemana debía ser un reflejo del
«ser» alemán que, por supuesto, ya habría sido fijado por los ideólogos del régimen.
El discurso tenía la obligación de rendirse al sublime destino imperial de la nación.
La institución literaria debía afrontar la responsabilidad de propagar y estimular los
aspectos más significativos del proyecto político que había devuelto a Alemania su
auténtica dimensión y su esplendorosa esencia (ibíd.: 46).
Lo cierto es que Borges estuvo muy acertado en su acusación. Quien mejor
ha tratado el problema del lenguaje en el nazismo ha sido una de sus
víctimas: Víctor Klemperer. En su obra LTI. El lenguaje del Tercer Reich, el
catedrático estudia la LTI (Lingua Tertii Imperii) gestada bajo el Gobierno de
Adolf Hitler. En su doble condición de judío y de catedrático de Literatura
Francesa, el estudio de Klemperer supone uno de los trabajos más
interesantes que se han escrito sobre el tema.[11] El profesor hebreo subraya
la importancia del lenguaje en los sistemas políticos basados en el
irracionalismo:
así como se suele hablar del rostro de una época o de un país, la expresión de una
época se define también por su lenguaje. El Tercer Reich se expresa con una
uniformidad espantosa en todas sus manifestaciones y en toda la herencia que ha
dejado: tanto en la fanfarronería desmesurada de sus pomposos edificios como en
sus ruinas, tanto en el tipo de soldados y hombres de la SA y la SS, profusamente
retratados como prototipos ideales en carteles siempre diferentes y, no obstante,
siempre iguales, como en sus autopistas y fosas comunes (Klemperer, 2012: 24-25).
La importancia del lenguaje se encontraba en el control sobre los medios
de comunicación y en la repetición constante:
El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través
de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía
repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e
inconsciente (ibíd.: 31).
Así, el lenguaje se convierte en un veneno capaz de contaminar todo a su
paso:
Pero el lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones,
dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la
inconsciencia con que me entrego a él. ¿Y si la lengua culta se ha formado a partir
de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas? Las
palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse
cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto
tóxico. Si alguien dice una y otra vez «fanático» en vez de «heroico» y «virtuoso»,
creerá finalmente que, en efecto, un fanático es un héroe virtuoso y que sin
fanatismo no se puede ser héroe (ibíd.).
Borges supo ver lo que Klemperer denunciaba, sin haberlo vivido ni leído.
[12] Tal es así que el primer artículo de Borges publicado en Sur es contra el
nazismo y lleva por título «Una pedagogía del odio». Allí comenta un libro
propagandístico nazi destinado al público infantil: Trau Keinem Fuchs aut
gruener Heid und Keinem bei seinem Eid. El artículo apareció en mayo de
1937, y el argumento principal de Borges es que el proyecto de Hitler no deja
de ser un proyecto textual basado en una ideología llena de prejuicios y odio
(Gómez, 2004: 94-98). Sin embargo, donde queda más patente esta idea
borgeana es en su cuento «Deutsches Requiem», publicado en El Aleph
(1949). La historia está narrada desde la perspectiva de Otto Dietrich sur
Linde, un nazi capturado por los aliados que fue subdirector del campo de
concentración de Tarnowitz en febrero de 1941:
El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia. El
cobarde se prueba entre las espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen
de las cárceles y el dolor ajeno. El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un
despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo (CC: 282).
Como ha señalado Gómez, la perspectiva de zur Linde choca con la del
editor, que continuamente nos hace dudar de las palabras del soldado nazi, lo
que bien podría significar que el nazismo, en buena parte, no hacía más que
sustentarse en el discurso, en la textualidad vacía pero potente de sus
mensajes:
El nacionalismo, asociado al carácter dictatorial, autoritario y racista del Nazismo,
no solo hace uso de la institución literaria, sino que, además, la adultera para que
esta sirva a sus intereses lo más servilmente posible. Borges, tanto en sus artículos,
como en el discurso de agradecimiento o en «Detsches Requiem», presta una
consideración especial al abuso y desvirtuación de las distintas «textualidades» que
influyen en la construcción de la identidad nacional (Gómez, 2004: 125).
La lucha de Borges contra el nazismo y el peronismo fue constante. En
marzo de 1945, Borges firma el «Manifiesto de escritores y artistas» en
Antinazi. Sus peticiones son las siguientes:
1. Levantamiento del estado de sitio y restablecimiento de las garantías
constitucionales.
2. Libertad sin demora de los presos políticos.
3. Restablecimiento de la autonomía universitaria acorde a los postulados
de la Reforma y restablecimiento de la ley de 1420 de la enseñanza laica, así
como la reincorporación del profesorado y de los estudiantes apartados de
forma arbitraria.
4. Convocatoria a elecciones sin fraude y sin violencia.
5. Cumplimiento de los compromisos internacionalmente contraídos, así
como el reanudamiento de las relaciones amistosas con los países
democráticos del mundo y la colaboración con la paz en Naciones Unidas.
6. Disolución de las organizaciones quintacolumnistas y lucha contra el
espionaje nazi (TRII: 355-366).
Como puede observarse, el nominalismo que profesó Borges, unido a su
escepticismo, le sirvió para desconfiar de los mensajes que el Tercer Reich
continuamente lanzaba al mundo y que tan buena acogida tuvieron en
Argentina, hasta el punto de que la revista Crisol, en enero de 1934, llegó a
acusar a nuestro autor de tener ascendencia judía. Borges responde —no sin
algo de sentido del humor— en la revista Megáfono con un artículo titulado
«Yo, judío».[13] Su principal argumento estriba en la arbitrariedad de los
racistas a la hora de buscar una víctima:
Nuestros inquisidores buscan hebreos, nunca fenicios, garamantas, escitas,
babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios,
paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y
lapitas. Las noches de Alejandría, de Babilonia, de Cartago, de Menfis, nunca
pudieron engendrar un abuelo; solo a las tribus del bituminoso Mar Muerto fue
deparado ese don (TRII: 90).
Entroncamos aquí con un tema que preocupó también mucho a Borges: el
nacionalismo. Ya sea contra los nacionalistas o contra los nacionalsocialistas,
Borges siempre realizó una argumentación rigurosamente racional y analítica
contra sus tesis y nunca se dejó llevar por pasiones. Su posicionamiento
siempre fue lingüístico, siempre fue textual:
Todos los reproches de Borges contra los germanófilos argentinos tienen como
diana la falta de consistencia, elaboración y exigencia intelectual con que estos
explican sus preferencias políticas. De hecho, Borges no se ocupa directamente de
los crímenes de Hitler o de las consecuencias históricas que el Nacional-Socialismo
podría tener en Argentina de imponerse como doctrina oficial, sino que se encarga
exclusivamente de los atentados contra la lógica y la razón en los que se ha
enquistado esta corriente política (Gómez, 2004: 42).
No en vano, escribe Borges en Otras Inquisiciones:
Desde el principio, comprendí que era inútil interrogar a los mismos protagonistas.
Esos versátiles, a fuerza de ejercer la incoherencia, han perdido toda noción de que
esta debe justificarse: veneran la raza germánica, pero abominan de la América
«sajona»; condenan los artículos de Versailles, pero aplaudieron los prodigios del
Blitzkrieg; son antisemitas, pero profesan una religión de origen hebreo; bendicen la
guerra submarina, pero reprueban con vigor las piraterías británicas; denuncian el
imperialismo, pero vindican y promulgan la tesis del espacio vital; idolatran a San
Martín, pero opinan que la independencia de América fue un error; aplican a los
actos de Inglaterra el canon de Jesús, pero a los de Alemania el de Zarathustra (OI:
202-203).
De hecho, uno de los relatos más escalofriantes —y uno de los menos
famosos— escrito por Borges en colaboración con Adolfo Bioy Casares bajo
el pseudónimo de Bustos Domecq es «La fiesta del monstruo». Se trata de
una sátira contra el dictador Perón y contra el antisemitismo argentino. Este
cuento, que tiene forma epistolar, está dirigido a una tal Nelly y narra las
aventuras de un grupo de «descamisados» que se dedican a cometer crímenes
en la ciudad para satisfacer al Monstruo, pseudónimo bajo el que se nombra
a Perón. Al final del cuento, este grupo, que en principio parecía inofensivo,
mata a un joven estudiante judío por pura diversión y movidos por el calor de
la masa. Lo escalofriante de la historia es que está escrita en un lenguaje
vulgar, lo que incide en el bajo nivel cultural de los asaltantes y, además, en
un tono de alegría que choca con los crímenes que estos «descamisados»
perpetran:
Lo pusimos de guardarropa al pibe Saulino, que así no pudo participar en el
apedreo. El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó
las encías, y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé
otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los
impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue desopilante; el jude se puso de
rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron
las campanas de Montserrat se cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos
desfogamos un rato más, con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro Nelly,
pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos
se rieran, me hizo clavar la cortaplumita en lo que hacía las veces de cara (OCC:
464).
En el seno de la ideología peronista se habían fraguado una serie de rasgos
que harían que Borges la rechazara de plano.[14] Uno de ellos es el
importante factor nacionalista que Perón profesaba. Floria y García Belsunce
opinan que era uno de los factores más importantes dentro del caudillaje
peronista, pero también uno de los elementos más radicalmente opuestos al
liberalismo argentino:
La idea de reemplazar un Estado neutro por un Estado dirigista, la posición
antiliberal tanto en política como en economía —el liberalismo es neutralismo que
favorece a los más fuertes en detrimento de los más débiles—, la desconfianza hacia
los partidos políticos admitidos como necesarios ante la evolución incompleta de la
sociedad, lo que significaba admitirlos solo temporariamente, eran notas comunes a
las prédicas de las corrientes nacionalista y algunas de ellas ya estaban incluidas en
la posición uriburista de 1930, aunque en un contexto de nacionalismo elitista (Floria
y García Belsunce, 1988: 145).
En el siguiente apartado, estudiaremos el nacionalismo desde la
perspectiva de Borges.
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FIN
[1] El padre de Borges hablaba inglés gracias a su madre, Frances Haslam —o como también era
conocida, Fanny—, quien era oriunda de Northumberland, Gran Bretaña. De ahí el bilingüismo de
nuestro escritor. Además, recibía clases de inglés en su casa a través de una institutriz inglesa llamada
Miss Tink.
[2] No pretendemos agotar aquí las menciones líricas borgeanas a sus antepasados. Tan solo
ilustrar con unos pocos ejemplos algunas de las fuentes de las que emana su amor por la épica.
[3] El término «Borges político», que utilizaremos de ahora en adelante, no hace referencia tanto a
un Borges dedicado a la política como a un Borges ideólogo, es decir, que profesa una ideología
política concreta, sea la que sea.
[4] Según sus conclusiones, basadas en el psicoanálisis de Freud, Borges es un niño encerrado en el
cuerpo de un adulto torturado por su padre y obsesionado con el coito. Así, en la obra borgeana no
existe referencia coital porque «toda imagen coital será abominada por el escritor como reproducción
del horrible acto que es de imaginar han cometido repetidamente los padres, y que el hijo varón ansía,
sin poderlo reprimir, concretar con su propia ma-dre» (Matamoro, 1971: 22).
[5] La autora hace referencia al siguiente artículo: Sylvan, R., «Anarchism», en Goodin, R. y Pettit,
P. (1993), A Companion to Contemporary Political Philosophy. Malden, Oxford y Carlton, Blackwell
Publishing, p. 232.
[6] Rallo, J.R. (2014): «Liberalismo no es codicia», en Juan Ramón Rallo. Página personal
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13 de enero de 2014].
[7] El liberalismo en Borges es de raigambre lockiano, tal y como veremos más adelante. La unión
del liberalismo con la democracia es muy antigua. No hay que olvidar que las democracias comienzan a
gestarse en el mundo intelectual a partir de las aportaciones de John Locke. Uno de los pensadores
españoles más prometedores de los últimos tiempos, el filósofo Ulises Granda, escribe acerca de Locke
que «es el inspirador del liberalismo político moderno (que es casi tanto como decir de la democracia),
asentado en un contrato en virtud del cual los ciudadanos se garantizan un respeto mutuo a los
principales derechos de todos y cada uno, que para él eran la vida, la propiedad y la libertad» (Granda,
2010: 131).
[8] Buchrucker, C. (1987): Nacionalismo y peronismo. La Argentina en la crisis ideológica
mundial (1927-1955), Buenos Aires, Sudamericana/Historia y cultura.
[9] Se refiere al siguiente fragmento: «En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta
minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa»
(CC: 216).
[10] De hecho, en sus clases en la Universidad de Buenos Aires de Literatura inglesa, uno de los
temas de la programación estaba íntegramente dedicado a Carlyle, al que consideraba precursor del
nazismo. Puede verse la edición de estas clases en Arias, M. y Hadis, M. (eds.) [2002]: Borges, profesor,
Barcelona, Emecé Editores, p. 240.
[11] A pesar de verse obligado a abandonar la cátedra de Literatura Francesa que ostentaba en la
Universidad de Dresde por su condición de judío, Klemperer tuvo la suerte de no pisar nunca un campo
de concentración gracias a que su esposa era aria. Sin embargo, sí fue obligado a trabajar en fábricas
dedicadas a la metalurgia bajo condiciones precarias. Por fortuna, él y su esposa pudieron escapar de
Dresde cuando esta fue bombardeada por los ejércitos aliados. Con ellos se salvaron sus valiosos y
estremecedores testimonios.
[12] La obra escrita por Klemperer vio la luz por primera vez en 1995, cuando se publicó en
Alemania. Borges falleció en 1986.
[13] El título hace clara referencia a la obra Yo acuso, de Emile Zolá, denuncia del autor del «caso
Dreyfus», un intento fraudulento por parte del ejército francés de condenar a un oficial judío llamado
Dreyfus.
[14] A lo largo del trabajo hemos expuesto diversos motivos que explican el mencionado rechazo.
Amén de la persecución personal contra él y su familia, quizá el principal sea que se trataba de un
dictador populista. La hispanista sueca Inger Enkvist ha estudiado este populismo en Algunos iconos
latinoamericanos del siglo XX, entre ellos el de Evita y, de pasada, el de la figura de su marido Perón. La
conclusión de la autora es que existe una serie de rasgos característicos que comparten todas las figuras
dentro del contexto estudiado, a saber: la inestabilidad de las familias, que influye negativamente en el
carácter de los iconos y que se traduce en una falta de confianza en las demás personas, la omnipresencia
de la política en América Latina que se mezcla hasta con el mundo del deporte, un escaso interés por
parte de dichos iconos por el conocimiento que se traduce en una inclinación a favor de la acción y poco
hacia el estudio. Esto también significa que prefieren la emoción al cumplimiento de las reglas y las
leyes; y, finalmente, todos crean una gran distancia entre lo que afirman y lo que hacen (Enkvist, 2008:
265). No cabe duda de que la situación personal de Borges era radicalmente opuesta a las conclusiones
extraídas por la catedrática de la Universidad de Lund, es decir, que tanto en lo personal como en lo
ideológico, Borges y el peronismo resultan incompatibles: Borges proviene de una familia perfectamente
estructurada, se quejaba continuamente de la excesiva presencia de la política en todos los ámbitos,
siempre respetó la ley, sintió un amor por el conocimiento inusitado que se tradujo en un desinterés por
la acción y siempre se mostró coherente entre lo que decía y lo que hacía hasta que cambiaba de opinión,
a partir del cambio, actuaba con coherencia acorde a los nuevos cánones que regían su pensamiento.