Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Ruiz Adramis - La Filosofia Politica de Jorge Luis Borges

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 103

Colección dirigida por

Ricardo M. Rojas
e Ignacio Pablo Rico Guastavino
ADRAMIS RUIZ

LA
FILOSOFÍA
POLÍTICA
DE
JORGE LUIS
BORGES
Prólogo de
Martín Krause
Diseño de cubierta: PABLO JIMÉNEZ RECIO

© 2015 ADRAMIS RUIZ


© 2015 UNIÓN EDITORIAL, S.A.
c/ Martín Machío, 15 • 28002 Madrid
Tel.: 913 500 228 • Fax: 911 812 212
Correo: info@unioneditorial.net
www.unioneditorial.es

ISBN (página libro): 978-84-7209-665-3

Compuesto por JPM GRAPHIC, S.L.

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por las leyes, que establecen
penas de prisión y multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para
quienes reprodujeran total o parcialmente el contenido de este libro por cualquier procedimiento
electrónico o mecánico, incluso fotocopia, grabación magnética, óptica o informática, o cualquier
sistema de almacenamiento de información o sistema de recuperación, sin permiso escrito de UNIÓN
EDITORIAL, S.A.
Para Olga, porque sin ti mi vida sería un caos, porque
solo a tu lado cualquier cosa es posible.
Para mis padres, Adela y A. Guillermo, por su increíble
amor y paciencia, por mostrarme el verdadero valor de
la educación.
Y para mi hermano, Guio, por su impagable amistad.
Tú sabes, y hasta un ciego debería percibirlo con su
bastón, en quién pienso cuando hablo de heroísmo a mis
oyentes.
VICTOR KLEMPERER
Pero el padre omnipotente (puesto que ningún dios
puede anular lo que otro ha hecho), a cambio de la vista
perdida le concedió la facultad de conocer el futuro,
aliviando así su pena con ese honor.
OVIDIO
ÍNDICE

PRÓLOGO. POLÍTICA Y FILOSOFÍA POLÍTICA, por Martín Krause


INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE
BORGES EN PERSPECTIVA
CAPÍTULO I. CONTEXTUALIZACIÓN POLÍTICO-BIOGRÁFICA DE
JORGE LUIS BORGES
CAPÍTULO II. FILOSOFÍA POLÍTICA BORGEANA A PARTIR DE SUS
CRÍTICOS
SEGUNDA PARTE
LA PERSPECTIVA DE BORGES
CAPÍTULO III. BORGES, ¿ANARQUISTA?
CAPÍTULO IV. FILOSOFÍA POLÍTICA EN LA OBRA Y PENSAMIENTO
DE JORGE LUIS BORGES
CAPÍTULO V. CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
SIGLAS UTILIZADAS DE LAS OBRAS
DE JORGE LUIS BORGES

BO Borges oral
CF Cartas del fervor
CC Cuentos completos
D Discusión
LBA El lenguaje de Buenos Aires
TE El tamaño de mi esperanza
HE Historia de la eternidad
OCC Obras completas en colaboración
OI Otras Inquisiciones
PC Poesía completa
TRI Textos recobrados. 1919-1929
TRII Textos recobrados. 1931-1955
EA Un ensayo autobiográfico
Prólogo
POLÍTICA Y FILOSOFÍA POLÍTICA
por Martín Krause

Es difícil escribir un prólogo a un libro sobre Borges, porque el intento me


recuerda al libro de prólogos de este mismo autor, muchos de los cuales
superan al libro comentado (Prólogos con un prólogo de prólogos, Alianza
Editorial, 1998). No será este el caso: el libro de Adramis Ruiz es completo,
bien documentado y sólido en sus argumentos.
Se ubica a Borges en el contexto de las situaciones locales e internacionales
vividas y en la evolución de su pensamiento, que en verdad tuvo una sola
escala, desde una simpatía a la Revolución Rusa —más bien basada en la
rebeldía anarquista recibida de su padre— a una que Ruiz cataloga
acertadamente de liberal, clásica, para diferenciarla de distintas
interpretaciones que recibe esta palabra en otros tiempos o lugares.
No pienso reseñar el libro porque espero que lo lean. Me atrevo a plantear
dos temas que surgieron en mí a partir de su lectura. El primero es este: ¿es
distinta una posición política de una filosofía política? Y en tal caso, ¿puede
una ser diferente o contraria a la otra? El segundo es: ¿el problema que
Borges nos presenta es el mismo que sufrieron todos los liberales argentinos?
Y, ¿era esto en cierta forma inevitable?
Adelanto mi conclusión, luego presentaré el argumento. Creo que sí, que se
puede tener una filosofía política pero luego asumir posiciones políticas ante
cierta circunstancia coyuntural que no son compatibles o no se acomodan a los
principios de tal filosofía. Y creo, además, que el problema de Borges, tal vez
inevitable, fue compartido por otros liberales argentinos, y esto podría explicar
el rechazo de gran parte de los argentinos a las ideas liberales.
Adoptar una visión del mundo, una filosofía política, implica asumir una
serie de principios, y en el caso de la filosofía liberal estos consisten en la
prioridad de la libertad por sobre otros valores, el énfasis en el
individualismo, aunque no reñido con la cooperación en sociedad, sino más
bien de tipo metodológico; un rechazo a la coerción por sobre un
determinado mínimo, al estado omnipresente, a la democracia ilimitada.
Adramis Ruiz documenta con solvencia la preferencia borgiana por estos
valores en la Segunda Parte del libro.
La Primera Parte, por otro lado, repasa ciertas posiciones políticas que
Borges adoptó, algunas de las cuales parecen reñidas o cuestionables desde la
perspectiva de la filosofía política liberal. ¿Cómo es que se puede tener
ciertos principios pero luego aplicarlos defectivamente? No parece difícil
encontrar una explicación: eran situaciones tremendamente conflictivas,
gobiernos militares dictatoriales que habían reemplazado a democracias
totalitarias; era fácil pensar en términos del «mal menor», más que en
términos de principios. Todo esto en medio de un mundo agitado por grandes
pasiones, revoluciones, violencia y guerras.
Dicen que la política es el ámbito de lo posible, pero puede ser que una
elección en ese entorno termine minando el corazón de los argumentos. Más
difícil sería esto aún para quien estaba alejado de la política e incluso de las
mismas noticias, y en quien pesaba también una visión épica de los militares,
parte de una herencia familiar heroica.
Se pueden encontrar explicaciones, pero no se pueden evitar las
consecuencias. Estos errores tuvieron un alto coste para Borges, en particular
el premio Nobel de Literatura. No fue el coste de sostener ciertos principios,
fue el coste del error. Demasiado castigo para un genio literario de tal
magnitud. Y desbalanceado, desde otra perspectiva, cuando otros han
recibido el premio pese a su abierto apoyo a regímenes totalitarios, claro, de
izquierda (¿hay que volver a recordar la «Oda a Stalin», de Neruda, o los
elogios de García Márquez a Fidel Castro?). Comenta Borges que al aceptar
la invitación de Pinochet no pensó que la selección de un premio como el
Nobel estuviera influenciada por consideraciones de esa naturaleza; luego
admite su error, y se queda sin el premio, pero la vergüenza queda en la
Academia Sueca.
El segundo tema no está tratado en el libro pero es una pregunta más
general que surge no ya de divagar sobre este autor, sino sobre su país. Es la
pregunta que todo el mundo se hace para buscar una respuesta a décadas de
decadencia luego de haber alcanzado los altos podios del progreso. ¿Qué
explicación puede encontrarse? Como en todos los fenómenos complejos, no
habrá una sola respuesta, no será uno solo el factor que haya determinado tal
resultado. Hay cuestiones económicas (el impacto de la crisis de los años 30),
sociológicas (el temor a la creciente inmigración y la dificultad de generar
una identidad «nacional»), políticas (el predominio de ideas totalitarias en
Europa) y otras. No obstante, ellas también afectaron a otros países, que
pudieron atravesarlas.
La respuesta que pretendo ensayar fue que ante esos dilemas, los liberales
argentinos reaccionaron como Borges, es decir, erraron. Desde los años 1930
se vieron tentados a apoyar golpes militares, cayeron en las redes del
keynesianismo, menospreciaron la importancia de las instituciones y del
respeto irrestricto a los derechos individuales, mantuvieron una defensa de la
libertad económica basada en la eficiencia pero no en su superioridad moral,
perdieron en toda la línea la discusión sobre el papel redistribuidor del estado,
no supieron cómo enfrentar política e ideológicamente al populismo. El último
gran fracaso no pudo verlo Borges, la profunda crisis de fines del 2001,
asignada dramáticamente al neoliberalismo y cualquier otra cosa que se le
parezca, tal como el liberalismo clásico, el de Borges, por cierto bastante lejano
de ese neologismo.
En el mar de esos errores el populismo argentino, aquel que intentó que
Borges fuera inspector de aves y conejos, florece, pese a que sus propios
errores le habrían garantizado el menosprecio y el olvido general.
Tal vez, paradójicamente, la vida de Borges sea un reflejo de la vida del
liberalismo argentino, tan brillante pero incapaz de manejar la realidad social.
Para ambos, la política se parece a un laberinto, de los que tanto fascinaban al
escritor. En uno de ellos se perdió Borges, y en otro se perdió el liberalismo
argentino.
INTRODUCCIÓN

El propósito principal de este libro es profundizar en el conocimiento de Jorge


Luis Borges en sus vertientes filosófica y política, sin menoscabo de alguna
que otra referencia literaria a sus obras.
Nuestra intención ha sido la de acercar al lector al mundo borgeano, pero
desde un punto de vista diferente del establecido por otras obras críticas; se
trata de un acercamiento desde y por la política. El lector podrá entender
cómo vivió, sufrió y resistió Borges la dictadura peronista, cómo reaccionó
frente al nazismo, el fascismo o cómo veía él a los políticos de su tiempo que,
para bien o para mal, también es el nuestro.
Con respecto a la estructuración del libro, el estudio se divide en una
introducción breve, un epígrafe titulado «Contextualización político-
biográfica de Jorge Luis Borges», donde reseñamos brevemente aquellos
aspectos de la biografía del escritor con especial impacto político; «Filosofía
política borgeana a partir de sus críticos», donde repasamos los estudios que
preceden a este trabajo, tanto a los autores que están a favor de una huella
política en Borges, como los que se posicionan en contra; otro epígrafe que
reza «Borges, ¿anarquista?», donde nos replanteamos si dicha clasificación
resulta aplicable al bonaerense; «Filosofía política en la obra y pensamiento
de Jorge Luis Borges», a partir de un análisis de su obra poética, ensayística y
narrativa, así como de sus conversaciones transcritas y su correspondencia,
que abarca tanto del período de juventud como de la madurez; una
«Conclusión», donde recogemos algunas ideas extraídas del estudio y
tratamos de dilucidar características generales que arrojen algo de luz sobre el
tema en cuestión; y, finalmente, una «Bibliografía», con todas las obras que se
citan ordenadas por orden alfabético y rigurosamente establecidas.
¿Por qué Borges y no otro? La elección de este escritor se ciñe únicamente
a la necesidad por nuestra parte de profundizar en todas las facetas
humanísticas posibles dentro de su figura. Ya conocíamos a Jorge Luis
Borges y a su obra desde el punto de vista de la Filología, es decir, desde el
estudio literario y analítico de su obra; sin embargo, el aspecto filosófico-
político del personaje se presentaba como un tema nuevo ante nosotros. El
resultado ha sido satisfactorio para nuestra curiosidad, que ha quedado más o
menos saciada, hecho que esperamos se repita en el lector.
El criterio seleccionado para elegir a los filósofos o personajes que de
algún modo influyeron sobre nuestro poeta, no ha sido otro que el siguiente:
1) Decidimos escoger a aquellos autores que Borges menciona claramente o
de soslayo en su obra y conversaciones; y 2) a partir de la lectura de sus
ideas, extraer aquellos temas que son propios de la Filosofía política
(democracia, individualismo, Estado, etc.).
En algunos casos, las influencias son ejercidas por filósofos ampliamente
conocidos, como es el caso de Herbert Spencer; en otros casos, se trata de
algún autor admirado por Borges, pero de poca trascendencia académica,
como ocurre con Max Stirner que, aunque muy importante, apenas existe
mención alguna sobre su figura en los manuales recurrentes.
La mayoría de las referencias bibliográficas se han ceñido al tema central
tratado desde un punto de vista académico; sin embargo, en algunas ocasiones
hemos tenido que acudir a libros que rebasan lo académico para entrar en el
mundo de lo ensayístico literario, como en el caso de Carlos Alberto Montaner
o de Jorge Padrón.
Finalmente, esperamos que este acercamiento a uno de los escritores más
famosos de la cultura hispanoamericana y universal agrade al lector tanto
como nos ha agradado a nosotros escribir sobre él. Sin duda, Borges supone un
antes y un después en el quehacer literario, y a veces filosófico, del panorama
latinoamericano. Gracias a la profundidad intelectual de sus pensamientos e
inquietudes políticas, estamos convencidos de que Borges no dejará a nadie
indiferente.
PRIMERA PARTE
BORGES EN PERSPECTIVA
I.
CONTEXTUALIZACIÓN
POLÍTICO-BIOGRÁFICA
DE JORGE LUIS BORGES

Como afirma Volodia Teiltelboim: «Aunque el universal y pantanoso mar de


la política no figure en su reino, el hombre es una isla rodeada, salpicada y
hasta bañada por sus aguas» (Teitelboim, 2003: 164). Y en esto Borges no
supone una excepción.
Se ha escrito mucho en torno al ideario político de Borges y, sobre todo,
acerca de sus fobias y filiaciones. Antes de profundizar en ellas es necesario
que nos acerquemos a la biografía del escritor y que profundicemos en
aquellos instantes que supusieron un impacto político, ya sea directo o
tangencial, en su vida.
Por no ser este un trabajo sobre otras vertientes borgeanas, nos centraremos
únicamente en lo político de cara a comprender cómo vivió Borges esos
instantes, cómo reaccionó ante los acontecimientos, sin llegar a profundizar
en lo que pensaba al respecto, pues este tema será abordado en páginas
posteriores. Es necesario seguir un orden cronológico que nos ayude a
delimitar como es debido cada momento de su vida con su respectivo
acontecimiento histórico.

Niñez
Borges nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina, y murió el
14 de junio de 1986 en Ginebra, lo que significa que vivió bajo el período de
la historia argentina que comprende desde la conformación de la República
aristocrática —de corte liberal y conservadora— hasta la implantación de la
Democracia constitucionalista, tal y como Floria y García Belsunce
establecen en su obra (Floria y García Belsunce, 1988).
Según estos autores, la República aristocrática viene marcada por el
imperialismo colonial que a su vez se desarrolla en dos períodos claramente
delimitados: «el de la diplomacia de Bismarck, que se extendió entre 1871 y
1890, y el del progresivo endurecimiento de alianzas entre el 1891 y 1914,
que por crisis sucesivas estallaría en la Primera Guerra Mundial» (ibíd.: 59).
En este contexto y bajo estos hechos nace nuestro escritor bonaerense.
El primer contacto de Borges con la política viene de mano de su padre,
siendo el autor tan solo un niño. Su padre, Jorge Guillermo Borges, era
abogado y profesor de psicología en la Escuela Normal de Lenguas Vivas,
donde impartía en inglés sus clases,[1] apoyándose siempre en una breve
obra de psicología de William James. Su progenitor era anarquista y, por
tanto, reacio a cualquier institución de carácter público, motivo por el cual
tardó en escolarizar a su hijo. Borges lo explica como sigue en su
autobiografía:
En primer lugar, no comencé la escuela hasta los nueve años. Eso se debió a que mi
padre, como anarquista que era, desconfiaba de toda empresa dirigida por el Estado
(EA: 18).
Y prosigue afirmando que su padre desconfiaba también de las tendencias
nacionalistas de dichas instituciones:
Mi padre solía decir que la historia argentina había pasado a ocupar el lugar del
catecismo, con lo que se suponía que debíamos venerar todo lo que fuera argentino.
Se nos enseñó historia argentina, por ejemplo, antes de que se nos permitiera
conocimiento alguno sobre los muchos países y los muchos siglos que intervinieron
en crearla (EA: 18).
No solo se dedicó a predicar con el ejemplo el recelo hacia lo público, sino
que también enseñó a su hijo a desconfiar de las fronteras entre países.
Cuando María Esther Vázquez pregunta a Borges si su padre era anarquista,
este contesta lo siguiente:
Sí. Él me dijo que me fijara en las banderas, en las fronteras, en los distintos colores,
en los diversos países en los mapas, en los uniformes, en las iglesias, porque todo eso
iba a desaparecer cuando el planeta fuera uno y hubiera simplemente gobierno
municipal o policial, o quizá ninguno si la gente fuera suficientemente civilizada. Él
creía que esa utopía estaba esperándonos; ahora no se nota ningún síntoma, pero
quizás a la larga tenga razón. Por de pronto, los países tienden a agrandarse. Quizá
cuando todo el mundo sea Rusia, o China, o los Estados Unidos, no se necesitarán
pasaportes (Vázquez, 2001: 75).
Por parte de su madre, Leonor Acevedo, heredó un interés inusitado por la
historia bélica argentina y épica en general, ya que su bisabuelo materno fue
el coronel Isidoro Suárez, partícipe esencial en la batalla de Junín, penúltima
batalla de la independencia de Suramérica. Asimismo, su abuelo paterno, el
coronel Francisco Borges, murió también en una batalla, en la denominada La
Verde, en el año 1874, fruto de una de las muchas guerras intestinas que
sufrió Argentina. Sobre su abuelo materno, escribe Borges:
El padre de mi madre, Isidoro Acevedo, aunque no era soldado, luchó en otras
guerras civiles durante las décadas de 1860 y 1880. De modo que, por ambas ramas
de mi familia, tuve antepasados militares; eso puede explicar mi anhelo de un destino
épico que mis dioses me negaron, sin duda sabiamente (EA: 15).
Para Bravo y Paoletti, la historia de nuestro escritor entronca con la
historia misma de Argentina, con su fundación como país:
Los Borges-Acevedo descendían de los fundadores españoles de la ciudad («la muy
leal y muy remota» Santa María de los Buenos Ayres) y también de los fundadores
del nuevo país que surgió de las guerras de independencia, primero con el nombre
de Provincias Unidas de Río de la Plata y luego como República Argentina (Bravo y
Paoletti, 1999: 7).
El impacto que causó en Borges la historia familiar queda reflejado en
algunos de sus poemas más memorables. Así, «Poema Conjetural», que se
incluye en El otro, el mismo, de 1964, está dedicado a Francisco Narciso de
Laprida, familiar por parte de rama materna, firmante del Acta de
Independencia y Presidente del Congreso de Tucumán asesinado. Su
bisabuelo materno, el coronel Isidoro Suárez, está presente en su primer
poemario, Fervor de Buenos Aires, de 1923, en «Inscripción sepulcral», y en
El otro, el mismo, en un poema titulado «Página para recordar al coronel
Suárez, vencedor en Junín». Su abuelo materno es mencionado en Cuaderno
San Martín, de 1929, bajo el título que reza «Isidoro Acevedo». También su
abuelo paterno es protagonista de uno de sus poemas, «Alusión a la muerte
del coronel Francisco Borges (1833-1874)», aparecido en El Hacedor, de
1960.[2] Quien mejor ha expresado este impacto en el argentino es,
precisamente, uno de sus mejores biógrafos, Marcos R. Barnatán:
En el culto a los antepasados, en la vuelta cíclica de esos hombres, de esas sombras,
se desarrollará tanto la obra como la vida de Borges. La conciencia de un
determinismo inexorable, el presentimiento constatado de un destino fatal, la
seguridad final de impotencia ante el dibujado azar, parecen indicar una mística que
en Borges no se apaga nunca (Barnatán, 1978: 28).
Juventud
La juventud de Borges viene marcada por tres acontecimientos históricos de
especial relevancia: la Primera Guerra Mundial, en 1914; la Revolución rusa,
en 1917; y el golpe de Estado de José Félix Uriburu, en 1930.
Con respecto a la Gran Guerra, es precisamente en 1914 cuando los
Borges se trasladan de Buenos Aires a Europa, viajan a París y finalmente se
instalan en Ginebra, Suiza, en busca de una cura a la ceguera de don
Guillermo, que se muestra cada vez más acentuada. En Suiza, el joven Jorge
Luis estudiará en el Colegio de Ginebra, cuya fundación se debe a Calvino y
donde conocerá a uno de sus mejores amigos: Maurice Abramovicz. Por su
parte, Barnatán sostiene que el viaje de los Borges a Italia fue anterior a su
llegada a Ginebra:
La familia Borges se traslada a Europa, tras el retiro forzoso del padre, que pierde la
visión. Estancia en París, el norte de Italia (Milán, Venecia) y se instalan en Ginebra
ante el estallido de la guerra mundial (ibíd.: 14).
Sin embargo, otros autores, como María Esther Vázquez —o el propio
Borges—, defienden que el viaje a Italia se produjo un año después del
estallido:
La familia, acompañada por la abuela materna, viaja a Europa. Visita París y se
instala en Ginebra, Suiza, donde los niños realizarían sus estudios. […] Mientras los
padres realizan una gira por Alemania, estalla la guerra y regresan para reunirse con
sus hijos. Un año más tarde, sin embargo, todos realizan un viaje por el norte de
Italia y conocen Verona, Milán y Venecia (Vázquez, 2001: 394).
Vázquez coincide con Borges en la mención de los tiempos y lugares al
describir la situación que vivió la familia. Sin embargo, lo que ninguno de los
autores anteriores ha señalado, puesto que no fueron protagonistas de la
historia, es que uno de los motivos principales que llevó a los Borges a viajar a
Europa en vísperas de una acción bélica fue que estos se encontraban
totalmente desconectados de la realidad política de su tiempo. El escritor
bonaerense lo narra con especial viveza en su autobiografía:
Vivíamos tan ignorantes de la historia, sin embargo, que no teníamos la menor idea
de que la Primera Guerra Mundial se desataría en agosto. Mi madre y mi padre
estaban en Alemania cuando sucedió, pero después lograron reunirse con nosotros
en Ginebra. Un año después, a pesar de la guerra, viajaríamos a través de los Alpes
hasta el Norte de Italia (EA: 39).
Más adelante, la familia Borges viaja a España y se instala allí desde 1919 a
1921: Barcelona en primera instancia, después Palma de Mallorca, donde el
primogénito conocerá a Jacobo Sureda, joven poeta de Valldemosa. En enero
del año 20, nuestro autor entra en contacto con Rafael Cansinos-Asséns a
través de Pedro Garfias, que los presentará en el Café Colonial de Madrid.
Este hecho marcará para siempre a nuestro escritor. Por un lado, Cansinos
será uno de los creadores más admirados por el bonaerense: el joven se verá
fascinado por su poliglotismo y por el sinfín de lecturas que parecía haber
leído. Por el otro, gracias al autor sevillano, Borges pasará a formar parte del
movimiento literario denominado «ultraísmo», y lo hará escribiendo para
revistas como Ultra, Grecia o Gran Guignol. De 1920 a 1921, los Borges
regresan a Mallorca, siendo su segunda etapa en la isla. Quien mejor ha
descrito este período ha sido Carlos Meneses:
En la Mallorca de los años veinte, Borges no fue uno más, fue el protagonista de un
excelente momento literario de esta isla. Trajo de Madrid la semilla ultraísta y la
sembró en Palma y Valldemosa. Cosechó las respuestas de poetas como Jacobo
Sureda, Miguel Ángel Colomar, Joan Alomar y algún otro más, aunque en el caso
de Colomar se trataba de un asiduo contertulio pero no de un adscrito a las ideas que
comunicaba el ultraísmo. Borges se ciñó al papel de veinteañero, de un joven
inteligente y culto, que encontró en la amistad de Sureda la agradable comprensión
que ya había buscado en Sevilla y en Madrid (Meneses, 1999: 21-22).
Lo que nos interesa de este período, es que nuestro autor escribió dos obras
que no verían jamás la luz: Los ritmos rojos o Salmos rojos (poemario
dedicado a la revolución bolchevique, de la que se conservan unos pocos
poemas) y Los naipes del tahúr (conjunto de cuentos escritos bajo la
influencia de Pío Baroja). Por tanto, es aquí donde entra el segundo tramo de
este ciclo: la Revolución rusa, de la que Borges era partidario.
A finales del mes de febrero de 1921, los Borges parten de Mallorca a
Barcelona y de ahí a Buenos Aires.
Mientras Borges se encontraba fuera de su país, en 1916, en Argentina
había accedido al poder el partido U.C.R. (Unión Cívica Radical), con
Hipólito Yrigoyen como presidente y Francisco Beiró como vicepresidente.
Tal y como escriben Floria y García Belsunce:
En 1916 triunfó el primer partido orgánico nacional nacido desde la oposición. Llegó
conducido por un líder carismático, popular, principista, con tendencias mesiánicas y
raptos monárquicos. Carisma por el silencio, como lo calificó en ensayo agudo
Gregorio Marañón. Paternalismo popular, si se atiende a la percepción de muchos de
sus seguidores. Caudillo notable que cubrió una época, y que marcó con su estilo a un
partido que, a su vez, hizo de la ética una de las líneas maestras de su prédica, y de la
Constitución Nacional reivindicada, un programa de combate (Floria y García
Belsunce, 1988: 104).
Desde su llegada a Argentina y hasta 1930, Borges se mostraría, tal y como
veremos en capítulos posteriores, nacionalista e yrigoyenista. Hasta esa fecha,
momento en el que cambiará radicalmente de filosofía política, aparecen
publicados: Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y
Cuaderno San Martín (1929), bajo el género lírico; Inquisiciones (1925), El
tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928), bajo la
forma del ensayo.
El punto de inflexión será la toma del poder del general José Félix Uriburu.
Según Floria y García Belsunce, el régimen de Uriburu, que data del 6 de
septiembre de 1930, era de corte bifronte; se encontraba dividido entre el
ejército y los partidos que apoyaban la revolución: de un lado estaban «los
partidarios de un régimen corporativo que urgía una reforma constitucional»;
del otro, «aquellos que solo querían restaurar el orden constitucional, herido
por las prácticas yrigoyenistas, y llamar a elecciones lo antes posible» (ibíd.:
122).
Para Teitelboim el cambio de Borges no es gratuito, sino que está sujeto a
la atmósfera que se vivía en Buenos Aires. No solo cambió el autor de
cuentos, sino que también cambió Argentina:
El 6 de septiembre de 1930 concluyó una época en Argentina. Ese día un militar
especializado en Alemania y simpatizante de Mussolini, el general José Félix
Uriburu, al mando de los cadetes del colegio Militar, tomó la Casa Rosada.
Comenzó un espectáculo de rápidas vueltas de chaqueta. Macedonio Fernández pasó
de pro a anti Irigoyen. También Borges se alejó del radicalismo. Tardó en afiliarse a
un partido político y cuando lo hizo en la década del sesenta ingresó —lo repite— al
Conservador (Teitelboim, 2003: 158).

Madurez
Por tanto, a partir de 1930, Borges cambiará radicalmente de pensamiento
político, será antinacionalista, liberal-conservador (conservador con matices) y
rechazará el comunismo, así como cualquier tendencia política de izquierdas o
de derechas totalitaria. Escribirá también a partir de esta fecha para diversas
revistas: Crítica, Sur —fundada por su amiga Victoria Ocampo, y que
supondrá una de las entregas señeras contra el nazismo— o El hogar, revista
dedicada al público femenino. Sus artículos, junto a las obras ya publicadas,
irán granjeándole cierta fama en Argentina. En el año 1937 será contratado en
la Biblioteca Municipal Miguel Cané, situada en la zona sur de Buenos Aires.
En la Biblioteca Miguel Cané trabajará durante nueve largos años, años
que supondrán para él un auténtico calvario (EA: 76). Entre medias, el 24 de
febrero de 1945, llegará a la presidencia Juan Domingo Perón, del G.O.U.
(Grupo de Oficiales Unidos), con Quijano como vicepresidente. Borges será
uno de los mayores críticos del todavía no configurado peronismo. En los
comicios inmediatamente anteriores a la presidencia del caudillo, el G.O.U.
había gobernado con Rawson (con un mandato de 48 horas); con Pedro
Ramírez (con un gobierno de 8 meses) y, al final, el general Farrell será el
encargado de encumbrar la figura del entonces coronel, quien irá tejiendo
amistades dentro del partido y ganándose a los obreros desde su puesto en la
secretaría de Trabajo. Floria y García Belsunce explican con detalle este
proceso:
Sus frecuentísimos mensajes [los de Perón] estaban dirigidos a la clase obrera y a los
desposeídos y secundariamente a la baja clase media, a los nacionalistas y a ciertos
sectores católicos conquistados por la imposición de la enseñanza en las escuelas
públicas. La oposición nucleaba a los partidos políticos liberales, los militares
democráticos, los dirigentes de la clase alta, los medios universitarios —tanto
profesores como alumnos— y su prédica apuntaba a todos los sectores sociales donde
hubiese ciudadanos que privilegiasen la libertad y el sistema constitucional sobre el
orden y la justicia social (1988: 135).
Por tanto, Borges comparte dos rasgos esenciales de la oposición: posee
una visión liberal de la política, y dado su nivel cultural bien podría
encontrarse del lado del gremio universitario. Además, el escritor bonaerense
fue destituido de la Biblioteca por su oposición abierta al régimen, degradado
a inspector de aves por Siri, quien en esos instantes ocupaba el puesto de
intendente de Buenos Aires. Todo este maremágnum de sucesos ha sido
magistralmente sintetizado por la doctora e hispanista sueca Inger Enkvist:
Perón creó una gigantesca burocracia fiel al régimen. Todos los funcionarios de
cierto nivel, por ejemplo jueces y senadores, antes de acceder a su cargo tenían que
firmar sin fecha su renuncia, para que se les pudiera echar en cualquier momento. En
la Universidad fueron expulsados dos de cada tres profesores y reemplazados por
personal mediocre, pero leal al régimen. En opinión de muchos profesores
argentinos, la universidad de su país no se ha recuperado de este golpe hasta el día
de hoy. En el mundo de la literatura, la famosa Victoria Ocampo, editora de la
revista Sur, fue encarcelada durante un tiempo y el célebre escritor Borges perdió
su empleo en la biblioteca municipal de Buenos Aires cuando lo «ascendieron» a
inspector de aves en el mercado de abastos (Enkvist, 2008: 48).
Borges tampoco desaprovechó la ocasión: decide dimitir inmediatamente
de su nuevo puesto. Así lo narra en su autobiografía:
En 1946, un presidente de cuyo nombre no quiero acordarme llegó al poder. Poco
después fui honrado con la noticia de que me habían «promovido» de la biblioteca
al puesto de inspector de aves y conejos en las plazas del mercado. Fui al municipio
para saber de qué se trataba. «Miren», les dije, «parece bastante raro que entre tantos
otros de la biblioteca, yo haya sido seleccionado como merecedor de este nuevo
puesto». El empleado me contestó: «Y bien, usted estaba del lado de los Aliados,
¿qué esperaba?». Sus palabras eran incontestables; al día siguiente envié mi renuncia
(EA: 78).
Jorge B. Rivera (Dubatti, 1999) asegura que la degradación de Borges de
la Biblioteca Miguel Cané fue anterior a la llegada de Perón. Así, habría sido
el gobierno de facto del general Farrell quien decretaría una «circunspección
en materia política» sobre los funcionarios y empleados públicos con la
finalidad de que el gobierno fuera el que, en última instancia, decidiera de
quién podía o no prescindir de cara a las elecciones generales de 1946.
Según Rivera, ya que Borges había militado en Unión Democrática y se
había adherido a lo largo de 1945 a diversos manifiestos políticos, la
Dirección de Sumarios había solicitado una copia de sus antecedentes con
fecha del 23 de enero de 1946. El Expediente donde se degradará a Borges
será el 6691/46. El decreto está firmado, asegura Rivera, por el intendente
Caccia y el secretario de Cultura Cándido Fernández. Rivera es bastante claro
al respecto. Opina que la sanción no es excesiva; al contrario, la tilda de
«suave» y de «típica» según la época:
El sumario y la sanción, como se ve, son anteriores a la llegada de Perón a la
presidencia de la República, que se producirá un mes y medio más tarde, el 4 de
junio de 1946, y en ellos parece más o menos clara la voluntad burocrática de
suavizar disciplinariamente la falta, más allá de las consideraciones que pueda
merecer desde el punto de vista político el carácter del decreto, muy típico por otra
parte de las modalidades y estilos de esa etapa de la vida argentina (ibíd.: 36).
Para Blas Matamoro, Borges rechaza su puesto en el Mercado debido a su
aversión hacia las clases bajas, y no por motivos políticos:
El gobierno peronista lo traslada de una biblioteca municipal al mercado de Abasto.
La realidad de ese mundo de tango le asquea y renuncia. Gana otra vez: se le ofrecen
conferencias y tiene que estudiar escritores en lengua inglesa y lanzarse a hablar en
público, cosa para la que se había inhibido antes, sistemáticamente (Matamoro,
1971: 172).
Entre tanto, Borges ya ha publicado algunos de sus libros más importantes:
Evaristo Carriego (1930), Historia universal de la infamia (1933), Historia
de la eternidad (1936), Antología de la literatura fantástica (1940), El jardín
de los senderos que se bifurcan (1941), Seis problemas para don Isidro
Parodi (1942) —junto con Adolfo Bioy Casares, bajo el pseudónimo de H.
Bustos Domecq— y Ficciones (1944).
Tras publicar El Aleph (1949), probablemente la obra más famosa dentro
de su producción artística, Borges es nombrado presidente de la SADE
(Sociedad Argentina de Escritores). Nuestro autor acepta entonces la
presidencia de la SADE en un clima políticamente convulso debido a que
esta sociedad se oponía diametralmente al régimen peronista. El bonaerense
narra el significado de la entidad dentro de aquel marco:
En 1950 fui elegido presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. La República
Argentina, entonces como ahora, era un país blando, y la SADE era uno de los
escasos reductos contra la dictadura. Esto era tan evidente, que muchos distinguidos
hombres de letras no se atrevieron a pisar sus umbrales hasta después de la
revolución. Un curioso rasgo de aquella dictadura era que aun quienes la apoyaban
decían hacerlo no porque tomaran al gobierno en serio, sino por defender sus propios
intereses. Esto se les entendió y perdonó, ya que la mayoría de mis compatriotas
tienen una conciencia, si no moral, al menos intelectual (EA: 81).
Prosigue explicando cómo su propia familia también sufrió las
consecuencias de su presidencia al frente de esta organización:
Finalmente, cerraron la SADE. Recuerdo la última conferencia que me permitieron
dar allí. Entre el público, que era muy escaso, estaba un perplejo policía que intentaba
anotar, como mejor podía, algunos de mis comentarios sobre el sufismo persa.
Durante aquella monótona y desesperanzada época, mi madre —ya en sus setenta
años— estaba bajo arresto domiciliario. Mi hermana y uno de mis sobrinos pasaron
un mes en la cárcel. Yo mismo tenía un detective que me seguía a todas partes, a
quien comencé llevando a largas caminatas sin objeto y de quien al final me hice
amigo. Él admitió que también odiaba a Perón, pero que estaba cumpliendo órdenes
(EA: 81).
Para su amiga Alicia Jurado, este momento subraya el valor y la
coherencia del escritor:
Su conducta fue siempre de una sola línea, que alguien podría juzgar equivocada
pero que responde a una sincera convicción; de ella no lo ha movido nada ni nadie.
Fue antinazi, anticomunista y antiperonista; es decir, enemigo de todo régimen
totalitario. Durante la tiranía, ni aceptó sobornos ni se acobardó ante la persecución;
fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores cuando eso significaba un
riesgo, y ejemplo de coraje cívico a lo largo de la dictadura (Jurado, 1996: 27).
El 16 de septiembre de 1955, el general Lonardi, junto al coronel Ossorio
Arana, en compañía de otros oficiales, lograron la sublevación de la Escuela
de Artillería de Córdoba y, tras una intensa lucha, consiguieron hacerse con el
control de la ciudad y con sus cercanías (Floria y García Belsunce, 1988:
158).
El cambio de régimen supuso para Borges un sinfín de nuevas
oportunidades: fue nombrado director de la Biblioteca Nacional;
seleccionado, entre varios aspirantes de renombre, para el puesto de profesor
de literatura inglesa en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de
Buenos Aires (UBA) y elegido miembro de número de la Academia
Argentina de Letras. Además, su nombre comienza a resonar en todo el
mundo y los premios nacionales e internacionales se le acumulan uno detrás
de otro: Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cuyo (1956), Premio
Internacional de Literatura Formentor (1961), la insignia francesa de
Comendador de las Artes y las Letras (1962), Caballero de la Orden del
Imperio Británico (1964), Doctor Honoris Causa por la Universidad de
Oxford (1971), Premio Cervantes (1979), etc. También es invitado por
multitud de Universidades para impartir conferencias: la Universidad de
Harvard, la de Oklahoma, el ICA (Instituto de Arte Contemporáneo) de
Londres, etc.
Y es aquí donde entra en juego otro momento de especial impacto político
en la vida de nuestro autor, que se convierte en centro de la polémica a
propósito del Premio Nobel. Todo comienza con una invitación del régimen
dictatorial de Pinochet a Borges, con la finalidad de nombrarlo Doctor
Honoris Causa de la Universidad de Chile en la rama de Filosofía y Letras. El
rector delegado es el que hace la entrega en nombre del general Augusto
Pinochet. Borges es invitado al país desde el 15 de septiembre hasta el día 22
del año 1976, y no solo no se negó a aceptar el premio, sino que dio un
discurso apologético en esos días sobre el uso de las espadas, en teoría,
símbolo del ejército:
En esa época de anarquía, sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria
fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada. Yo
declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita. Y lo digo sabiendo
muy claramente, muy precisamente lo que digo. Pues bien, mi país está emergiendo
de la ciénaga creo, espero que con felicidad. Creo que merecemos salir de la ciénaga
en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por obra de las espadas, precisamente. Y aquí
ya han emergido de esa ciénaga (citado en Teitelboim, 2003: 219).
Quien mejor ha estudiado este fragmento de la vida del bonaerense ha sido
el político y literato chileno Volodia Teitelboim (2003). Según Teitelboim, la
entrega del título a Borges por parte de la dictadura se debe a que el general
Pinochet pretendía ocultar un asesinato con una noticia: el atentado contra el
embajador chileno Orlando Letelier en Washington, homicidio perpetrado el
21 de septiembre de ese mismo año, exactamente por los mismos días en que
Borges se encontraba en Chile. Teitelboim asegura que tanto él como Carlos
Altamirano debían ser asesinados por orden del general en aquellas fechas y
que, gracias a un retraso de los sicarios, ambos lograron sobrevivir. En
palabras de Teitelboim:
Borges no lo sabía, pero toda su visita a Chile se desarrolló simultáneamente con los
preparativos y la consumación del doble homicidio (ibíd.: 221).
Sea como fuere, el discurso y la aceptación del título por parte de Borges
del régimen supusieron el rechazo absoluto de la Academia Sueca a hacerle
entrega del Premio Nobel; no en vano su nombre resonaba con fuerza entre
los posibles galardonados. En este sentido, Teitelboim también aporta datos
interesantes. Afirma que la negación del Nobel se debe al académico y poeta
Arthur Lundkvist, quien, escandalizado por la actuación del escritor, contó a
Teitelboim su reticencia:
De pronto Lundkvist saca a colación el homenaje de Borges a Pinochet, la historia
de «la clara espada y la furtiva dinamita» y hace una declaración a primera vista
insólita, tomando en cuenta que los miembros del Jurado deben guardar secreto bajo
juramento. Lundkvist me dice: —Soy y seré un tenaz opositor a la concesión del
Premio Nobel de Literatura a Borges por su apoyo a la dictadura de Pinochet, que
ha sido usado por la propaganda de la tiranía para intentar una operación cosmética
(ibíd.: 233).
A la luz de estos acontecimientos, el periodista y escritor Carlos Alberto
Montaner escribe que Lundkvist, a pesar de ser académico y especialista en
lengua española, también es susceptible de actuar bajo sus propias filias y
fobias:
Entre los académicos de Estocolmo solo Artur Lundkvist, presidente, por cierto, de
la Academia, escritor e hispanista, está más o menos enterado de lo que se publica
en nuestra extraña lengua. Pero Lundkvist tiene sus filias y sus fobias. A Borges lo
ha vetado por ser derechista —Lundkvist es filocomunista—. A Cela por
provinciano. A Vargas Llosa porque es muy joven. A Nicolás Guillén porque no le
parece serio. A Cardenal porque (justamente) le parece malo. A García Márquez
porque nunca pudo desenredar el lío de la familia Buendía. Y es que Lundkvist,
como todos, lee con prejuicios éticos y estéticos los pocos libros a que tiene acceso
un lectómano que dedique cuatro horas diarias a entretener las retinas (Montaner,
1980: 72).
A causa del revuelo montado a partir del discurso, Borges se arrepintió de
haber aceptado el premio. Después de que su amiga María Esther Vázquez le
recordara lo mucho que había sido criticado por su aceptación, Borges
responde:
Y, desde luego, yo obré mal. Sabía que estaba jugándome el Premio Nobel, pero
pensé: qué absurdo juzgar a un escritor por sus ideas políticas. Además, en aquel
momento confieso que me equivoqué; no me di cuenta de que no se trataba de una
razón política, sino que se trataba de una razón ética. Ahora, por ejemplo, he
recibido una invitación del Paraguay, que no acepté, porque si no apoyo a los
militares de aquí, por qué voy a apoyar a los de allá (Vázquez, 2001: 292).
Finalmente, debemos subrayar un último hecho que provocó que Borges
renegara de las democracias y que se enmarca dentro de esta parte de su vida:
la vuelta de Perón al poder a través de las urnas. En la década del 50, la
situación política del país se encontraba en un panorama de crisis
institucional. Tuvieron lugar en Argentina una serie de actos violentos a
medida que el peronismo se fusionaba con el Estado, de forma que quien no
estaba con el régimen, se posicionaba directamente en su contra. Perón
empezó a sentir pánico y a imaginar conspiraciones militares allí donde no las
había, lo cual provocó que declarara el «estado de guerra» hasta el final del
régimen —1955—, motivo por el cual pudo detener a ciudadanos sin la
necesidad de acudir al poder judicial (Floria y García Belsunce, 1988: 145 y
ss.). Desde el punto de vista económico, la fundición del peronismo con el
Estado también pasó factura al país:
La política económica de Perón fue negativa para el país. En 1945, después de la
Segunda Guerra Mundial, los sótanos del Banco Central estaban repletos de lingotes
de oro. Al final del gobierno de Perón, en 1955, el país andaba mal
económicamente. Perón cambió paulatinamente, y el régimen se hizo más opresivo
y más personalista. El padre Hernán Benítez, confesor de Evita, afirma que el Perón
al que había conocido en 1942 era inteligente, servicial y buena persona, pero que el
poder lo cambió (Enkvist, 2008: 49).
A pesar de la crisis, en 1951 se llevaron a cabo elecciones y las ganó el
peronismo. Mucho tiempo después, tras ser derrocado por la «revolución
libertadora» de 1955 —más arriba explicada—, Juan Domingo Perón se
presentó en septiembre de 1973 a unas nuevas elecciones tras el gobierno de
Cámpora; elecciones que ganó con un margen bastante amplio. Estos hechos
produjeron una gran desazón en Borges que, acostumbrado a actuar sin
reflexionar cuando algo lo disgustaba, optó por atrincherarse en el rechazo de
la democracia. Aunque algo extenso, dado su carácter sintético y didáctico
merece la pena transcribir el fragmento que recoge las palabras de Bravo y
Paoletti sobre este curioso proceso:
Perón será César y Borges será el conservador de las esencias republicanas. El
reparto hubiese sido perfecto si, además, Perón pudiese representar la dictadura y
Borges la democracia. Pero hete aquí que Perón ha ganado la presidencia legalmente
y será reelegido por mayoría abrumadora. Borges solucionará este problema técnico
a su manera: si Perón representa la democracia, hay que impugnar la democracia.
¿Acaso no había escrito Carlyle que la democracia era «el caos provisto de urnas»?
Mejor ser partidario, entonces, de una dictadura ilustrada que nos ponga a salvo de
hombres providenciales carentes de escrúpulos. De aquí, de este abusivo ejercicio de
simplificación, arrancan cuarenta años de declaraciones macarrónicas contra la
democracia en las que se mezclan sus pulsiones aristocráticas con la necesidad de
negar a Perón incluso en aquello que puede tener de positivo y favorable (Bravo y
Paoletti, 1999: 21).
Sin embargo, como ocurre con otros aspectos de su pensamiento, el
rechazo a la democracia no sería duradero en el tiempo.
Así, el 24 de marzo de 1976 se produce un golpe de Estado en Argentina.
Este proceso fue denominado «Proceso de Reorganización Nacional» y no es
más que la sustitución del poder político por el poder militar. Perón había
accedido al poder junto a su segunda mujer, María Estela Martínez de Perón,
conocida como Isabelita, en 1973; sin embargo, él muere el 1 de julio de ese
mismo año y su esposa ocupa el cargo de presidenta sin estar muy preparada
para ello, lo que hace que Italo Luder la sustituya de forma interina. La
situación será tan crítica que el 23 de marzo de 1976 Isabelita se irá de la
Casa Rosada en helicóptero abandonando la presidencia, tal y como relatan
Floria y García Belsunce (1988: 236). Sobre el posterior golpe de Estado
militar, escriben los autores:
Las fuerzas armadas habían decidido ocupar el Estado, reunir la mayor cantidad de
recursos de poder aplicados a la regresión de la guerrilla subversiva, pero al mismo
tiempo cumplir objetivos mucho más ambiciosos: reorganizar la nación, cambiar
sus estructuras económicas, reformar las constituciones políticas, actuar sobre la
cultura y reformar los valores básicos que evocaba el Preámbulo de la Constitución
Nacional (ibíd.: 238).
La Junta Militar elegirá como presidente a Jorge Rafael Videla y hasta ese
momento, incluso la prensa extranjera —europea y americana— compartía la
impresión de la fatalidad de un golpe militar justificado por el caos (ibíd.:
242). En este sentido, Borges también apoyará el golpe de Estado. Será
entonces cuando pronunciará una de sus declaraciones más controvertidas y
terribles, no solo apoyando la dictadura, sino tachando de débiles a los
militares por no atreverse a fusilar a los guerrilleros:
Debernos [sic] hacer todo lo posible por defender a este gobierno. Los militares son
caballeros y decentes. No han llenado la ciudad de retratos, no hacen propaganda.
Eso sí, son débiles, pues no han respondido a los crímenes con fusilamientos. Pero
nos han salvado del caos, de la ignominia, de la infamia y del comunismo (citado en
Matamoro, 2008: 119).
Lo cierto es que en esos momentos, Borges no era consciente —se sabría
con posterioridad— de que la Junta Militar procedía con inusitada violencia
contra sus adversarios, cuya representación primera recaía en la guerrilla que
era, además y supuestamente, de izquierdas. La realidad es que, aunque esta
también ejercía la violencia, en ella había un totum revolutum ideológico:
La guerrilla subversiva que actúa en los años 70 tiene antecedentes tan complicados
como desconcertantes. Su «geografía» es accidentada y compleja. Su ideología es
un cruce de ideologías más bien que un fenómeno unitario y homogéneo, salvo
excepciones. Hay mentalidades y no solo contenidos doctrinarios; vínculos nacidos
en la doctrina o en la práctica, según los casos. Reúne a nacionalistas de extrema
derecha con marxistas acríticos y fascistas aparentemente conversos a la cabeza de
jóvenes rebeldes saturados por la violencia y los mitos revolucionarios (Floria y
García Belsunce, 1988: 217).
Comienza entonces un ciclo de violencia sin justificación por parte del
Estado, cuya vulneración de los derechos humanos sobrepasaría lo imaginable:
fusilamientos, desapariciones, tortura, etc. Tras enterarse de las desapariciones
y ser informado por las madres de los desaparecidos, conocidas como Madres
de Plaza de Mayo, Borges defenderá el Estado de derecho:
Tardé en tenerlas [noticias sobre los desaparecidos], soy ciego, no leo los diarios. En
mi caso, un día vinieron a casa las Madres y las Abuelas de Plaza Mayo a contarme
lo que pasaba. Algunas serían histriónicas, pero yo sentí que muchas, la señora
Agustina Paz, por ejemplo, venían llorando sinceramente porque uno siente la
veracidad. ¡Pobres mujeres, tan desdichadas! Eso, no quiere decir que sus hijos
fueran invariablemente inocentes, pero no importa. Todo acusado tiene derecho por
lo menos a un fiscal, para no hablar de un defensor. Quiero decir, María Esther, que
todo acusado tiene derecho a ser juzgado (Vázquez, 2001: 285).
Con posterioridad y a nivel internacional, el régimen militar iría perdiendo
cada vez más apoyos hasta caer definitivamente. El 28 de junio de 1983 se
crea la ley 22838 para convocar elecciones libres. Para Floria y García
Belsunce, estas se produjeron debido a tres hechos específicos:
1. La aparición de una nueva alternativa de gobierno (Unión Cívica
Radical, con Raúl Alfonsín),
2. el repliegue del justicialismo sobre el potencial sindicalista,
3. y el mundo cultural, que estaba dispuesto a aprender del pasado, a
reivindicar la democracia «formal» y a practicar el criticismo sobre el
autoritarismo militar y civil del pasado (1988: 267).
Y, como era de esperar, Unión Cívica Radical será la vencedora de las
elecciones argentinas, las primeras libres y abiertas, pasándose así de un
régimen militar a una democracia constitutiva, cuyo testigo presidencial sería
recogido por Raúl Alfonsín, con Víctor Martínez como vicepresidente.
Entonces Borges rectificará nuevamente, dando un vuelco de actitud. Nuestro
autor rechazará la presencia del ejército y apoyará la democracia. Con
respecto a la primera parte, es decir, el rechazo del ejército, afirmará:
No hay ninguna razón para suponer que los militares puedan gobernar bien. Nos
llegan del más artificial de los mundos. Un mundo de jerarquías, órdenes, audiencias,
arrestos, saludos, marchas, aniversarios, desfiles y ascensos. Suponer que un
gobierno militar puede ser eficaz es tan absurdo como suponer que puede ser eficaz
un gobierno de escritores, de médicos, de abogados, de farmacéuticos o de buzos. El
ejército y la policía se parecen peligrosamente (citado en Bravo y Paoletti, 1999:
129).
Con respecto a la democracia, a la pregunta que María Esther Vázquez le
plantea en 1984 sobre si Argentina estaba viviendo en esos instantes
momentos difíciles debido al proceso de cambio democrático, contesta el
autor:
Sí, pero creo que nuestro deber es la esperanza, la verosímil esperanza. Debemos
esperar y debemos hacerlo porque es la única solución que tenemos. Yo he
descreído de la democracia mucho tiempo pero el pueblo argentino se ha encargado,
felizmente, de demostrarme que estaba equivocado porque el cincuenta y dos por
ciento ha votado, yo no diría por Alfonsín ni por los radicales, sino por la sensatez,
por la cordura y, finalmente, por la ética. Pero el presidente tiene una tarea muy
difícil, creo que debemos perdonar lo que pueden parecer complicidades o flaquezas
puesto que él no puede gobernar contra el cuarenta por ciento del país; en fin, creo
que está obligado a muchas cosas (Vázquez, 2001: 283).
Así pues, Borges se reafirmará en la necesidad de la democracia y se
convertirá en defensor de la misma, siempre desde una tendencia liberal.
II.
FILOSOFÍA POLÍTICA BORGEANA
A PARTIR DE SUS CRÍTICOS

Antes de proseguir con nuestro estudio, es necesario abordar el estado del


panorama crítico en torno al tema que nos reúne. En realidad, se ha escrito
muy poco sobre el papel de la filosofía política en Borges. En este sentido, se
puede dividir a la crítica en dos grandes vertientes: 1) La primera,
caracterizada por la negación de la importancia de la política en nuestro autor.
Asimismo, esta línea argumental tiende a negar que exista un reflejo de lo
social en su producción artística; y 2) la segunda, que afirma que no solo está
presente, sino que su obra se construye en ocasiones a partir de su
pensamiento ideológico.
A continuación, repasaremos lo que se ha escrito desde estas dos
tendencias. Es preciso que comencemos por los estudiosos que se decantan
por la afirmación, ya que son más, en lo que a cantidad se refiere, y sus
escritos invitan a ahondar en sus respectivas teorías. Finalmente, podremos
establecer una visión de conjunto respecto a lo que sus exégetas opinan sobre
la filosofía política de Borges.

Partidarios del Borges político[3]


En primer lugar, es necesario que abordemos a aquellos autores que
consideran a Borges un escritor comprometido o, al menos, coherente con
una filosofía política concreta.
En este sentido, Annick Louis, en su Borges ante el fascismo, habla de
«militancia borgesiana», un término «basado en una historización de la obra
que implica una recontextualización de sus escritos» (Louis, 2007: 12).
La investigadora propone estudiar las obras de nuestro autor a la luz del
contexto histórico en que se escribieron. Según Louis, Borges libró «dos
frentes: el de los fascistas (sus enemigos ideológicos y estéticos) y el de los
antifascistas (que se transforman en enemigos en el plano de la estética y, en
cierta medida, de la ideología, aunque no política)» (ibíd.). Por supuesto, su
arma será el «discurso», que servirá al bonaerense para librar una «batalla
textual» basada en una «funcionalidad múltiple». Esta técnica, según Louis,
consiste en lo siguiente:
Ante la realidad contemporánea, Borges descarta la posibilidad del debate o del
análisis para concentrarse en abrir, desplegar y diseminar diversos aspectos de una
realidad que se impone, mostrando de qué modo se infiltra en todas las facetas de lo
real. Despliega los problemas, los hechos de la lengua, los acontecimientos y las
cuestiones ideológicas en un vasto conjunto mientras fragmenta su pensamiento a
través de textos que llegan a públicos distintos (ibíd.: 24-25).
Señala, sin embargo, que aun así existe conexión entre dichos fragmentos.
Por tanto, como Emerson, Borges no intenta convencer, afirma la autora, ni
persuadir, ya que el bonaerense solo «expone la incoherencia argumentativa
de los otros» (ibíd.: 25).
Cercano al posicionamiento de Louis, Jaime Rest defiende que Borges es
un autor comprometido socialmente ya que, desde su punto de vista, su
quehacer artístico cumple la función social más importante, el compromiso
consigo mismo:
La tarea del escritor apunta a que no resplandezca la producción en sí misma, pues es
ese el motivo de que su labor reciba tal nombre por antonomasia. Es decir, el poeta
exalta el trabajo en sí mismo, no sus consecuencias o su aplicación. Por lo tanto, los
méritos del artista suelen ser proporcionales a su disciplina e independencia; su
función social consiste principal y acaso exclusivamente en obrar con absoluta
libertad, pero también con obstinado e inclaudicable rigor íntimo, con el objeto de
desarrollar las posibilidades de su acción hasta el término que se ha propuesto, sin
concesiones. Esta es una de las cualidades más notables de cuanto Borges ha
realizado (Rest, 2009: 36).
La profesora universitaria y ensayista Beatriz Sarlo subraya la autonomía
de la obra de Borges respecto de su ideología; sin embargo, no niega que
ciertas producciones artísticas del autor no estén del todo exentas de la
influencia del contexto sociopolítico en que se escribieron:
Aunque Borges siempre trató de preservar su literatura como espacio libre de
pasiones inmediatamente políticas, excepto en el caso de dos o tres relatos suscitados
por el peronismo, sus cuentos de los años treinta y cuarenta pueden ser leídos como
una respuesta hiperliteraria no solo a procesos europeos, donde el surgimiento del
fascismo y la consolidación de un régimen comunista en la URSS preocupaba a
todos los intelectuales liberales, sino también a las desventuras de la democracia en
Argentina, escindida por golpes militares, y a la masificación de la cultura en una
sociedad donde la modernización parecía no haber dejado nada en pie (Sarlo, 2007:
93-94). [La cursiva es nuestra].
Sobre la «respuesta hiperliteraria» de la que hace mención Sarlo, tan solo
afirmar que ahondaremos más adelante en ella como una de las características
esenciales de nuestro autor. Curiosamente este la acuña en forma de respuesta
política a los acontecimientos que le tocaron vivir. De momento, nos
conformaremos con subrayar que dicha «respuesta» entra también en el
ámbito de lo político-filosófico.
Dentro de las afirmaciones relativistas se encuentra Teitelboim (2003).
Para Volodia Teitelboim, Borges se convirtió en un héroe antiperonista
inmediatamente después de ser enviado al Mercado de Abasto por el régimen
dictatorial de Perón. El banquete organizado en su honor por la Sociedad
Argentina de Escritores de mano de Leónidas Barletta lo catapultó casi por
accidente, en opinión del autor chileno, hasta llegar a convertirse en la
imagen del desagravio y la injusticia peronistas. Según él, «nadie nunca lo
hubiera soñado y menos Borges. Pero así fue» (ibíd.: 165). Contrariamente a
la opinión esgrimida por Teitelboim, y tal y como hemos visto más arriba,
Alicia Jurado (1996) sostiene que Borges siempre se mantuvo coherente
consigo mismo y con una línea política concreta de la que fue plenamente
consciente. Dicho posicionamiento se caracterizó por el rechazo de las
dictaduras y fue siempre defendido con un valor cívico no exento de peligros.
No en vano, Carlos Alberto Montaner cree que cuando Borges decide no
decantarse políticamente en público lo hace movido por las continuas
amenazas que tanto él como su madre sufren (Montaner, 1980: 160).
Quizá algo menos sutil que otros autores, Alejandro Solomianski cree que
Borges pertenece a una tradición imperialista-occidental escorado hacia lo
universal (Dubatti, 1999: 55). Sin embargo, considera positivo que Borges se
muestre anticapitalista y sostiene que su filosofía política se halla en un nivel
más profundo, en la autocrítica que genera su escritura de todo lo establecido:
La literatura borgeana realiza una autocrítica de la institución literaria (y del discurso
letrado en general) explicitando la arbitrariedad de todo ordenamiento y derribando
todas sus jerarquizaciones, es decir aquello que sirve de excusa y que junto con la
violencia coercitiva posibilita el mantenimiento de las relaciones sociales de
dominación y explotación (ibíd.: 58).
La crítica de Matamoro
Mención aparte merece la crítica que el ensayista y novelista argentino Blas
Matamoro ha dedicado a Borges, no solo porque entra dentro de aquellos
autores que consideran al bonaerense un escritor político, sino porque en el
conjunto de obras que versan sobre este tema, la suya es probablemente la
más radical, a veces atrabiliaria, de cuantas se han publicado.
El ensayo Jorge Luis Borges o el juego trascendente de Blas Matamoro se
divide en dos partes desde el punto de vista del contenido. La primera parte
se escora en el psicoanálisis de Freud y analiza la obra y figura de Borges a
partir de la psicología freudiana. La segunda, se rige en base a un análisis
marxista de su obra.
Por muy interesante que resulte ahondar en la primera parte de las
afirmaciones de Matamoro, nuestro trabajo se centra en el Borges político, de
ahí que tan solo abordemos su crítica marxista.[4]
Así, Matamoro está convencido de que Borges niega la realidad y apuesta
siempre por la irrealidad —en una especie de juego irresponsable—, de ahí
que sistematice la irrealidad, según la perspectiva del escritor argentino, a
partir de su producción:
1. La elisión del mundo real en general.
2. La elisión de lo real por medio del ensueño.
3. La elisión de lo real por la negación de sus atributos concretos.
4. La elisión de lo real por medio de su incognoscibilidad.
5. La elisión de lo real por medio de la ilusión (Matamoro, 1971: 76-88).
La segunda característica, es decir, la elisión de lo real por medio del
ensueño, lleva al solipsismo que, según Matamoro, se une al concepto de
«capitalismo», lo que entronca a Borges con una tradición europea colonial:
Borges se une así al idealismo solipsista repetido en la filosofía occidental a través
del pensamiento individualista más denso, el que corresponde a las etapas de
expansión capitalista universal, el siglo XVII de los corsarios ingleses y el XIX, de
la formación de los grandes imperior [sic] centrales y la conquista de las orillas
universales (ibíd.: 77).
Como hemos dicho, del psicoanálisis de Freud, el autor da un salto
discursivo y se sitúa en el marxismo. Considera que Borges se dedica a la
metafísica y a la filosofía porque es un ocioso desocupado, no como la
mayoría de la gente que es, en su opinión, obrera (ibíd.: 138-139). Afirma
también que el bonaerense rechaza todo intento por comprender la realidad y
lo hace a partir de una serie de rechazos irracionalistas que entroncan con el
liberalismo, el capitalismo y el colonialismo europeo, a saber:
a) Rechazo del pensamiento matemático.
b) Rechazo por la historicidad de la vida humana.
c) Rechazo por la interpretación psicoanalítica de la vida personal.
d) Negación y destrucción del lenguaje (ibíd.: 146 y ss.).
De ahí que para el crítico, Borges pertenezca a la tradición liberal
argentina, asociada siempre al imperialismo inglés y a las políticas
económicas obsesionadas con la economía productiva (ibíd.: 158-159). En
resumen, Matamoro considera a Borges un conservador reaccionario.
Aunque el texto resulta algo extenso, merece la pena transcribirlo íntegro:
A través de sus abstracciones, evasiones y vaguedades, Borges ha sido siempre un
pensador de derecha, al servicio de la factorización inglesa del país, individualista y
conservador, defensor del régimen y del orden más allá de la coherencia de las
normas políticas, lo cual es una clara defensa de los fines por sobre los principios, y
lo define concretamente en el plano político como un amanuense del sistema mucho
más allá de la clásica figura del escritor derechista independiente y crítico. Esto
transparece de manera implícita en su estética, […], pero aparece explícitamente en
sus confesiones directamente ideológicas. En el seno del régimen que lo cuida como
el útero al feto, Borges sueña. En la intemperie del peligro revolucionario, Borges
siempre opina (ibíd.: 172-173).
Sobre la filosofía política de Borges, Matamoro destaca las siguientes
características:
1. Misoneísmo conservador.
2. El pensamiento arcaico.
3. Elogio de las formas aristocráticas de sociabilidad.
4. Elogio de la sumisión.
5. El eterno retorno.
6. El individualismo.
7. La defensa del imperio (ibíd.: 186-187).
En definitiva, para el crítico «justificar a Borges es justificar el asesinato
del Che, la invasión de Cochinos, los bombardeos de napalm, la tuberculosis
infantil de Tucumán y la persecución antinegra en los Estados Unidos, entre
otras minucias que a la literatura no le importan» (ibíd.: 187).
Sin embargo, las observaciones de Blas Matamoro no resultan tan claras
a la luz de otras investigaciones. En primer lugar está el ítem que podríamos
denominar como «la negación total y parcial de la realidad» que denuncia
Matamoro. El doctor y profesor de la Universidad de Granada Antonio
Gómez López-Quiñones ha estudiado la obra de Borges a partir de su
incansable lucha contra el nazismo en Borges y el nazismo. Gómez duda
sobre las afirmaciones que cuestionan el interés del bonaerense por la
realidad y lo hace a partir de tres creencias basadas en los siguientes hechos:
1) Opina que existe una confusión entre la presencia de la realidad en la
obra de Borges con la aparición de ciertos temas de índole social que puedan
figurar en ella; 2) aunque la realidad no sea el centro de su obra, en ella
pueden aparecer temas igualmente importantes; y 3) Gómez cree que dichas
afirmaciones no son verdaderas, pues está convencido de que lo real aparece
en su producción, y así lo demuestra a partir del análisis que hace sobre la
preocupación del escritor por el Holocausto en particular y por el avance
nazi en general, tal y como se desprende de sus artículos publicados en la
revista Sur, artículos escritos entre los años que van desde 1937 a 1946
(Gómez, 2004: 11-12).
En cualquier caso, también podríamos apostillar que si Borges nunca ha
mostrado preocupación por la realidad, como arguye el crítico Matamoro,
¿por qué lo considera un escritor colonial y conservador? Es decir, si Borges
solo escribe ficciones lúdicas e intrascendentes basadas en la evanescencia y
la metafísica, ¿por qué ocuparse de su producción desde un punto de vista
político? El catedrático inglés en Filosofía Jonathan Wolff, ha establecido
que la filosofía política puede ser, por un lado, normativa, es decir, que puede
estar basada en el establecimiento de normas o criterios más o menos ideales
que versan sobre cómo deberían ser las cosas desde un punto de vista moral;
y, por el otro, descriptiva, es decir, basada en cómo son en realidad las cosas
(Wolff, 2012: 18). Sin embargo, lo cierto, prosigue el profesor, es que en
política, incluso al margen de la toma de decisiones, uno se postula siempre:
En filosofía política, a diferencia de lo que sucede en otras áreas de la filosofía, uno
no puede esconderse. […] Los que decidan quedarse al margen se encontrarán con
que otros han tomado las decisiones políticas por ellos, les agraden o no. No decir ni
hacer nada equivale en la práctica a aceptar la situación presente, por muy repulsiva
que ésta sea (ibíd.: 20).
Por lo que en última instancia, la política siempre redunda en la realidad, y
Borges no es ajeno a esta observación. En otras palabras, en política nadie es
abstencionista. Fernando Savater ha escrito sobre esta imposibilidad lógica de
forma enfática:
¡Como si eso fuera posible, como si uno pudiera vivir en una sociedad política
desentendido de esa actividad, como si renunciar a la política no fuese también una
actitud política y por cierto de las peores, porque cede a otros sin saberlo la
capacidad de tomar decisiones sobre lo que antes o después va a afectarnos! (Savater,
2007: 12).
De ahí que el argumento de Matamoro pierda fuerza al unir la falta de
realidad en Borges con una pretensión soterradamente política.
En segundo lugar, en lo que respecta a las características de la filosofía
política borgeana, creemos que Matamoro es incapaz de distinguir entre el
Borges artista y el Borges político, lo que explicaría su rechazo total del
escritor. Justificar a Borges no significa necesariamente justificar la gran
cantidad de crímenes que Matamoro narra en su ensayo, pues Borges es ante
todo un gran literato, con todas las repercusiones positivas que ello implica a
nivel social y que el crítico pasa por alto. Aunque algo extenso, Jaime Rest
escribe al respecto:
Por cierto, ningún lector está obligado a compartir la óptica política o social de
Dante, de Shakespeare o de Racine; pero si se los ha reconocido como clásicos, ello
deriva de que no abrigamos dudas en compartir la óptica que tenían con respecto a
su oficio. No es una mera reivindicación del formalismo, téngase bien en cuenta; es
una exaltación del trabajo como aptitud configuradora por cuyo intermedio cada
hombre contribuye, en su campo, al desenvolvimiento de la vida comunitaria. Más
allá de todo debate, esto es lo que queda de la obra de Borges —y sin duda no es
poco— como aporte ejemplar: se propuso desentrañar una imagen del hombre que
tenían imperiosa necesidad de comunicar. Lo ha hecho en las circunstancias más
difíciles, en medio de grandes conflictos y de profundos cambios cuya concreción
tantos han querido capitalizar sin orden ni claridad mentales (Rest, 2009: 36).
Quizá por obviar, precisamente, esta importantísima labor social que se
cumple en Borges es por lo que Matamoro ha llegado a escribir sobre la prosa
borgeana que, para él, «una erudición inculta y pedante, un abarrotamiento de
lecturas raras, un estilo de arcaísmos y metáforas retorcidas en una sintaxis
aprendida en Mallarmé, unos cuentos inspirados en lecturas más o menos
armonizados en apuro, no garantizan que Borges sea un gran literato»
(Matamoro, 1971: 189).

Partidarios del Borges apolítico


Existe un conjunto de autores que rechaza el cariz político en Borges.
Aunque probablemente la nómina sea superior, presentaremos a los más
destacados dentro de la bibliografía que hemos manejado y que, huelga decir,
es cerrada y finita.
El primero digno de mención es el profesor norteamericano Raymond H.
Doyle, quien en su La huella española en la obra de Borges se hace eco del
libro de Matamoro citado más arriba y, en una nota a pie de página, niega
cualquier postura política del escritor, sin escindir el artista del ideólogo
político. Escribe Doyle:
En el libro: Jorge Luis Borges: el juego trascendente, de Blas Matamora [sic], […],
el autor denuncia el conservadurismo, su supuesto racismo, defensor de los valores
falsos de la sociedad acomodada argentina llegando al extremo de llamar a Borges
una prefiguración moderna de Hitler. No compartimos en absoluto esta tesis, ya que
como persona o artista Borges es prácticamente apolítico. Si tiene una ideología
política es simplemente un odio a cualquier sistema político totalitario (Doyle, 1977:
162).
En este sentido, para Raúl Antelo, «Borges no practica la política sino la
impolítica», pues se sitúa en un punto de indiferencia entre la creatividad del
ser —la historia— y la destrucción de su misma acción —la literatura—
(Dabove, 2008: 272-273). Por tanto, no se trataría tanto de un proceso de
ordenación, es decir, un proceso político, como de destrucción, impolítico.
Según Antelo, este desarrollo lo logra Borges gracias a lo que denomina la
«metafísica del ser»:
Admitiendo, pues, que la tradición occidental existe, la metafísica del ser trata de
reivindicarlo como nuestra [de Argentina], como desgarrado linde o entrelugar que
guarda la memoria del desgarramiento originario. Se busca así la reapropiación de
lo mejor de esa cultura, como arma contra lo peor de ella misma, accionada desde
nuestra situación ambivalente, en la cual el Occidente se miraría a sí mismo (ibíd.:
274).
De lo que se deduce que Borges esgrimía la cultura como «arma» política
con fines impolíticos.
Y, finalmente, debemos incluir al catedrático de Ética y escritor Fernando
Savater dentro de este apartado por ser uno de los más destacados opositores
del argumentario a favor del Borges político. Así, a pesar del cuento del
bonaerense La fiesta del monstruo, escrito bajo el pseudónimo de H. Bustos
Domecq en colaboración con Adolfo Bioy Casares, para Savater apenas
existen indicios que apoyen la tesitura de que Borges sintió alguna vez interés
por lo político, quizá movido por las opiniones del propio escritor, que
apuntan siempre en esa dirección:
En cualquier caso, la importancia de la ideología política en Borges es difícilmente
perceptible: no fue un escritor «comprometido» (en una ocasión observó que hablar
de «literatura comprometida» le resultaba tan incongruente como elogiar la
«equitación protestante») ni con la izquierda ni con la derecha, pero tampoco con el
debate político mismo, que fue la verdadera religión del siglo XX (Savater, 2008:
46).

Más adelante sostiene que, para él, Borges es un agnóstico político y ese es
el motivo por el que el argentino despierta el descontento de sus críticos. Sin
embargo, si bien comprende que no es motivo suficiente de elogio, también
está convencido de que tampoco lo es de rechazo (ibíd.).
Segunda Parte
LA PERSPECTIVA
DE BORGES
III.
BORGES, ¿ANARQUISTA?

Hemos dicho que en su juventud Borges profesó una ideología de izquierdas,


así como un interés lógico por la Revolución Bolchevique y por el
comunismo en general. Pero pronto abandonaría esas posturas para
decantarse por lo que él mismo denominaba un «anarquismo a lo Spencer»
(Vázquez, 2001: 74). La pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿Cuál era
la ideología que mantuvo Borges desde su madurez hasta el día de su muerte?
¿Era de verdad anarquista? ¿Qué significa ser anarquista «a lo Spencer»? O
¿Borges sencillamente conservador? Son varios los autores que defienden
que el escritor en realidad era liberal, pero pocos han tratado de demostrar
esta afirmación. Sostenemos que, en efecto, el autor de El Aleph poseía una
visión liberal del quehacer político y del orden social, si bien estos principios
comprendían una serie de peculiaridades de las que hablaremos más adelante.
De momento nos contentaremos con analizar el concepto de «anarquismo» y
ver si es aplicable a Borges.

Anarquía en Borges
Estamos totalmente de acuerdo con la profesora Alejandra Salinas cuando
escribe que «Borges’ opinions on politics and on his own political affiliation
have not been the object of much systematic analysis. This may be due to the
fact that most works on Borges are literary, or to a suspicion that his opinions
were perhaps quite controversial» (Salinas, 2010). Lo que explicaría la
ausencia de claridad en lo poco que se ha escrito al respecto. Ahora
trataremos de arrojar algo de luz sobre el anarquismo borgeano con la
intención de analizarlo en detalle.
Cuando su amiga María Esther Vázquez pregunta al escritor que a qué se
refiere al autodenominarse anarquista, este responde:
Que tendría que haber un mínimo de gobierno, que no se notara, que no influyera.
Se trata de un anarquismo a lo Spencer (Vázquez, 2001: 74).
El historiador Antonio Fernández define el anarquismo como sigue:
El anarquismo, que supone un rechazo en bloque del proceso de industrialización y
parece mirar con nostalgia hacia un mundo agrario, de pequeñas células de
población, es un movimiento de escasa coherencia doctrinal, en el que caben desde
predicadores de la violencia hasta apóstoles de la no violencia. En su recinto se ha
intentado encuadrar a figuras tan dispares como Tolstoi y Sorel, y en nuestros días,
se ha calificado con el sello anarquista a todo movimiento de «contestación», de
rechazo total, y de revoluciones del tercer mundo, «el proletariado en harapos»
(Fernández, 1979: 150).
Quizá este totum revolutum doctrinal del que habla Fernández explique
por qué es posible clasificar a Borges de anarquista sin llegar a cuestionarse
siquiera su veracidad. A partir de la obra de Bakunin, uno de los mayores
representantes del movimiento, Fernández establece tres características
básicas del anarquismo desde el punto de vista político: 1) La eliminación del
Estado, que es siempre represivo; 2) la desaparición de los ejércitos,
consecuencia de la primera; y 3) la creencia en una revolución del
campesinado, hecha por las masas, desde abajo y espontánea (ibíd.: 151).
Obsérvese que Borges pide un «mínimo de gobierno» y que de estas tres
características tan solo comparte (y no de forma tan absoluta) la eliminación
del Estado. No en vano, Borges descree del concepto de «masa» debido a su
afinidad con el nominalismo y siente una profunda admiración por el
ejército, que asocia con el heroísmo y el valor. Por tanto, ¿puede considerarse
a Borges anarquista? Creemos que no. Sin embargo, el escritor sí comparte
una característica esencial con el anarquismo: la utopía, que según Pierre
Bouretz es la única que sobrevive del movimiento (Raynaud y Rials, 2001:
38). En efecto, tal y como hemos visto más arriba, Borges soñaba con un
Estado casi imperceptible, que influyera lo menos posible en la vida de los
ciudadanos.
Pero, ¿y por la parte de Spencer? Como ha señalado Fernando Savater,
muchas de las ideas de Herbert Spencer son hoy reclamadas por «algunos de
los más feroces neoliberales» (Savater, 2008: 16). En otras palabras, los
representantes del anarquismo de ayer son los liberales de hoy. Por
expresarlo con las palabras de Bouretz:
Pero es forzoso admitir en seguida que si hoy la doctrina persiste renovándose, es
gracias al rodeo de una traslación que hace que la encontremos del lado de unos
lejanos alumnos indisciplinados de Adam Smith; entre esos autores de la segunda
mitad del s. XX que intentan volver a encontrar en la misma raíz de la libertad los
ideales liberales y libertarios; entre estos bien llamados libertaristas que vuelven a
interpretar la partitura de una economía como lugar efectivo del mundo vivido
individual y como espacio concreto d e una autonomía desvinculada del poder
(Raynaud y Rials, 2001: 37).
A medida que la utopía anárquica señalada por Bouretz cobra cuerpo, lo
que equivale a su desaparición, va quedando más claro que florece en el seno
de las democracias liberales. El catedrático Jonathan Wolff lo expresa a
través de la paradoja de la violencia. Según él, la violencia pone en jaque al
anarquismo: si esta se diera en el interior de una sociedad anárquica, esa
sociedad no debería hacer nada; si hiciera algo, nos encontraríamos frente a
un Estado. De ahí que para Wolff el anarquismo se haya fusionado a la postre
con el liberalismo:
En resumen, tan pronto como la imagen anarquista de la sociedad se hace más
realista y menos utópica, también se hace más difícil diferenciarla de un estado
liberal y democrático. Al final, tal vez simplemente nos falte una explicación de
cómo sería una situación pacífica, estable y deseable en ausencia de algo muy
parecido a un estado (con la excepción de las explicaciones antropológicas de las
pequeñas sociedades agrarias) [Wolff, 2012: 51].
Por su parte, Alejandra Salinas no se decanta por una permutación. La
autora piensa más bien que Borges profesa un híbrido entre el liberalismo y el
anarquismo que denomina «anarquismo liberal»:
So what was Borges’ liberal anarchism? According to Sylvan[5] the therm anarchy
means «without head» and implies a decision-making process dispersed among all
members of polity, as opposed to governmental coercion and closed ideas of
authority. In this sense, anarchy is not the Hobbesian depiction of the war of all
against all, nor does it carry a connotation of disorder, but is rather a political stance
that sees the State as corrupt, intrusive and aggressive. However, as with many
political concepts, anarchy is a noun that needs to be accompanied by adjectives to
avoid confusions. Conceptually, anarchy can be compatible with a communist
organization that is inimical to liberalism insofar the latter defends a notion of
private property absent in the former. From this angle, Borges considered himself a
liberal anarchist (Salinas, 2010).
Sin embargo, creemos que el anarquismo y el liberalismo son términos
claramente distintos. Como veremos a continuación, la filosofía política de
Borges se articula mejor sobre el segundo ideario.

Borges, liberal
Jaime Rest sostiene que «en el pensamiento moderno existe una estrecha
relación subyacente entre nominalismo filosófico, lenguaje místico y
concepción liberal de la tolerancia» (Rest, 2009: 33), y Borges no está exento
de seguir dicha línea. Pero, ¿qué entendemos por liberalismo? Entendemos
por liberalismo «la ideología (el conjunto de principios) que colocan las
relaciones voluntarias (la libertad) por encima de las relaciones coercitivas (la
violencia): los liberales aspiran a minimizar la coacción dentro de una
sociedad y consideran que aquellas interacciones humanas que nacen del
libre consentimiento de ambas partes poseen una presunción de validez (in
dubio, pro libertate)».[6] Pero, ¿qué ideas defiende el liberalismo?
En opinión de L.T. Hobhouse (1927: 20 y ss.), el liberalismo posee las
siguientes políticas:
1. Libertad civil. Donde la ley ha de garantizar el derecho a ser tratado en
condiciones de igualdad ciudadana respecto de todos los hombres y respecto
del gobierno.
2. Libertad fiscal. Que se traduce en un control sobre el Estado de forma
que este gaste responsablemente.
3. Libertad personal. Que incluye la libertad de pensamiento, la libertad de
intercambio del pensamiento, la libertad de escritura, de impresión, de debatir
ideas y libertad religiosa.
4. Libertad social. Que comprende la libertad individual de pertenecer a
cualquier grupo social.
5. Libertad económica. Donde se defiende el libre comercio frente al
intervencionismo o proteccionismo estatal.
6. Libertad doméstica. La libertad en el hogar.
7. Libertad local, racial y nacional. Donde se busca la autonomía.
8. Libertad internacional. Que se apoya en: 1) La oposición al uso de la
fuerza de los sistemas totalitarios; 2) combatir a dichos Estados; y 3)
implantar gobiernos libres que no supongan amenazas.
9. Libertad política y soberanía popular. Que su vez se compone de: 1) El
liberalismo como propulsor de un Estado moderno y 2) el liberalismo como
fuerza histórica efectiva.
En los próximos epígrafes trataremos de demostrar que Borges defendió
muchos de estos principios, si no directamente, al menos de forma tangencial
a lo largo de su madurez, salvo algunas excepciones. Por ejemplo, durante
mucho tiempo fue reacio a la democracia, pero subsanó su error y finalmente
la apoyó. Es posible que el lector se pregunte por qué los términos
«liberalismo» y «democracia» han de estar unidos indefectiblemente. Sin
duda, puede que alguna de las libertades que describe Hobhouse de forma
aislada se presente como incompatible con la democracia; sin embargo, todas
ellas configuran la teoría liberal que esgrimimos en este libro, y todas, dadas
a la vez o en su mayor parte, solo pueden desarrollarse en sociedades abiertas
y libres.[7] También debemos señalar que otro tema al que Borges dio de
lado fue la economía, por lo que los puntos de libertad fiscal y de libertad
económica apenas constan entre sus divagaciones. Como ha escrito su amiga
Alicia Jurado:
Su desinterés en materia de dinero era poco común. Tal vez ocurriese que, fuera de los
libros, codició muy pocas cosas; […] Una vez ofrecieron pagarle una suma bastante
alta por una conferencia y él pidió que se la rebajaran, porque le pareció excesiva. Del
dinero se despreocupaba por completo; lo escondía entre las páginas de un libro que
luego olvidaba en su biblioteca; lo regalaba; lo miraba con indiferencia; no hacía
jamás un cálculo. Y sin embargo, no ha sido nunca un hombre rico (Jurado, 1996: 26).
En la entrada «Liberalismo» del Diccionario Akal de Filosofía política,
Raynaud concluye que:
La fuerza del pensamiento liberal radica en que expresa conscientemente las nuevas
aspiraciones que acompañan a estas transformaciones políticas, al desterrar del lado
de la antigua organización «autoritaria» de la sociedad todo cuanto, en el Estado
moderno, podría limitar la libertad de los hombres (Raynaud y Rials, 2001: 463).
Y esa fue la lucha constante que mantuvo Borges a lo largo de toda su
vida. Además, veremos que incluso en ciertas ocasiones, dicha pugna queda
reflejada en la trama de algunos de sus cuentos, no exentos de lecturas
políticas.
IV.
FILOSOFÍA POLÍTICA
EN LA OBRA Y PENSAMIENTO
DE JORGE LUIS BORGES

Según Volodia Teitelboim (2003), en esencia existen dos Borges. Un primer


Borges o de juventud y un segundo Borges o de madurez. El Borges de
juventud siente simpatía y hasta afinidad por la ideología de izquierda,
mientras que el Borges adulto se escoró en un rechazo absoluto hacia
cualquier tendencia proveniente de la izquierda y, sobre todo, ante cualquier
sistema que aspirara a explicar la realidad de forma totalizadora, como el
marxismo o el psicoanálisis de Freud.
La percepción del joven está más ligada a lo cotidiano. No refuta, sino que
presupone cierta democracia de la actitud y curiosidad por la vida directa. El adulto
miró con ojo crítico al muchacho. No le gustaron ni sus ideas ni el estilo. En 1978,
refiriéndose a su labor literaria de 1921 a 1930, lo menospreció como «una actividad
atolondrada y sin sentido» (Teitelboim, 2003: 57).
A continuación, analizaremos estas dos etapas en la obra del escritor
argentino a partir de sus textos y pensamientos.

EL PRIMER BORGES O «BORGES DE JUVENTUD»


La profesora Annick Louis afirma que en el escritor argentino de la década
del veinte confluyeron tres tendencias, que se dieron tres Borges:
1. Un Borges que exaltó la Revolución rusa.
2. Un Borges nacionalista, que se extendió desde la década del veinte hasta
la del treinta.
3. Un Borges yrigoyenista (2007: 51).

A partir de esta clasificación estudiaremos la obra de Borges. Sin embargo,


debemos añadir que el intelectual de esta época se mostraba también idealista
(no así en la madurez, en contra de lo que sostienen algunos autores).
Además, en este período comenzó a germinar en él una defensa del
individualismo a través de las lecturas de Max Stirner, a quien leyó con
fruición precisamente en este período.

Borges admirador de la Revolución rusa


En su autobiografía, Borges se refiere a su admiración por la Revolución
bolchevique de 1917 como sigue:
En España escribí dos libros. Uno era una colección de ensayos que había titulado,
ahora me pregunto por qué, Los naipes del tahúr. Eran ensayos literarios y políticos
(yo era todavía un anarquista, un librepensador, y estaba a favor del pacifismo),
escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Se suponía que debían ser amargos e
implacables, pero de hecho, eran bastante moderados. Llegué a utilizar palabras
como tontos, meretrices, mentirosos. Al no encontrar editor, destruí el manuscrito
tan pront o regresé a Buenos Aires. El segundo libro se titulaba algo así como Los
salmos rojos o Los ritmos rojos. Era una colección de poemas —alrededor de veinte
— en verso libre, y en elogio a la Revolución rusa, a la hermandad del hombre, al
pacifismo. Tres o cuatro de ellos se abrieron paso en las revistas: Épica bolchevique,
Trincheras y Rusia (EA: 43).
Del primer libro no se salvó absolutamente nada, y el segundo, Los salmos
rojos o Los ritmos rojos, fue destruido en España. Sin embargo, de este
poemario se conservan cinco piezas favorables a la Revolución de Octubre:
«Rusia», «Gesta maximalista», «Trinchera», «Último rojo sol» y «Guardia
roja», todas escritas en la década del veinte. Estos poemas están claramente
influenciados por la poesía expresionista alemana, de ahí que reflejen las
preocupaciones del joven escritor pero que no vayan más allá de la mera
expresión subjetiva, lo que incide en ausencia de claridad, como en su poema
escrito en prosa «Rusia»:
La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje con gallardetes de hurras:
mediodías estallan en los ojos. Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres
y el sol crucificado en los ponientes se pluraliza en la vocinglería de las torres del
Kreml; [sic]. El mar vendrá nadando a esos ejércitos que envolverán sus torsos en
todas las praderas del continente. En el cuerno salvaje de un arco iris clamaremos su
gesta bayonetas que portan en la punta las mañanas (TRI: 57).
El uso de la interjección «hurras» indica que el poeta celebra la Revolución
bolchevique. Al escribir «mediodías estallan en los ojos», este expresa un
momento victorioso, ya que el «mediodía» es el instante en que el sol se sitúa
en el punto álgido de su trayectoria, pero también puede significar que ha
llegado ese momento del día. Con «El mar vendrá nadando a esos ejércitos
que envolverán sus torsos en todas las praderas del continente», se sugiere
que el proceso revolucionario es imparable. Y, finalmente, al escribir que «En
el cuerno salvaje de un arco iris clamaremos su gesta bayonetas que portan en
la punta las mañanas», el escritor expresa que por medio de la guerra
(«bayonetas») se puede cambiar el futuro, tal y como refleja el uso del
adverbio «mañanas». No cabe duda de que este es un tema que preocupa
mucho al joven Borges.
El poema «Trincheras» expresa el dolor de un grupo de combatientes que
se encuentra en una zanja. Se trata de un poema que denuncia la
incongruencia de la guerra:
Angustia
En lo altísimo una montaña camina
Hombres color de tierra naufragan en la grieta más baja
El fatalismo unce las almas de aquellos
Que bañaron su pequeña esperanza en las piletas de la noche
Las bayonetas sueñan con los entreveros nupciales
El mundo se ha perdido y los ojos de los muertos lo buscan
El silencio aúlla en los horizontes hundidos (TRI: 49).
No es gratuito que «Trincheras» comience con el sustantivo «angustia». El
verso «El mundo se ha perdido y los ojos de los muertos lo buscan» sugiere
que la guerra no aporta nada al conjunto de los hombres.
Igual de pacifista resulta «Guardia roja», que es un canto a la sinrazón de
la guerra:
El viento es la bandera que se enreda en las lanzas
La estepa es una inútil copia del alma
De las colas de los caballos cuelga el villorrio incendiado.
Y la estepa rendida
no acaba de morirse
Durante los combates
el milagro terrible del dolor estiró los instantes
Ya grita el sol
Por el espacio trepan hordas de luces.
En la ciudad lejana
donde los mediodías tañen los tensos viaductos
y de las cruces pende el Nazareno
como un cartel sobre los mundos
se embozarán los hombres
en los cuerpos desnudos (TRI: 121).
Más allá del título, la referencia a la lucha bolchevique es bastante velada.
Pero lo que sí expresa el poema es que en la guerra todos pierden, o al menos
eso es lo que se desprende de la estrofa: «Y de las cruces pende el Nazareno/
como un cartel sobre los mundos/ se embozarán los hombres/ en los cuerpos
desnudos», donde el poeta sugiere como mínimo dos cosas: que al igual que
Jesús de Nazaret, los combatientes morirán por una idea; o que al igual que
sucedió con Jesús de Nazaret, los combatientes morirán por la locura de los
hombres. El verso «como un cartel sobre los mundos» bien podría reflejar
una idea pesimista de la condición humana.
Sea como fuere, como ha escrito Daniel Balderston:
Los pocos poemas que sobreviven de ese momento de entusiasmo por la revolución
rusa —escritos en 1920 y 1921— dan múltiples indicios de un interés profundo por
parte del escritor joven en lo que pasaba en Rusia: en su política, en su arte, en su
literatura. Apuntan a la conmoción que causó la revolución rusa en el mundo y en el
poeta (Dabove, 2008: 32).
Pero ese entusiasmo por el movimiento ruso al que hace referencia
Balderston duraría muy poco. En una carta destinada a su amigo Maurice
Abramovicz y fechada el 12 de enero de 1920, Borges escribe:
Estoy de acuerdo contigo en lo del bolchevismo. Es una sucia gentuza de arribistas,
que llegarán y harán de la Vida una inmundicia moral mediocre y monótona (CF:
73).
Un mes antes, en diciembre de 1919, otra carta a Abramovicz da fe de que
el socialismo también comenzaba a inquietarle:
En el fondo estoy convencido de que ninguno de nosotros dos, Amigo mío, tenemos
las preciadas cualidades requeridas para ser monos gesticulantes del socialismo ni
«Zaratustras de salas de juego y casas de citas», como dijo el impar Baroja (CF: 69).
Por tanto, compartimos plenamente las palabras de uno de los más grandes
estudiosos del primer Borges, Carlos Meneses, cuando afirma que «lo único
que demuestran estos poemas es la conmoción que el hecho socio-político
produjo en el joven poeta» (Meneses, 1999: 74).
Borges y el nacionalismo (década del veinte)
La autora Annick Louis señala que el nacionalismo argentino, al menos hasta
la primera mitad de los años veinte, carece de carácter político y de
unificación ideológica. Es más, según Louis, sería más apropiado hablar de
nacionalismos, en plural. Esto será así hasta el golpe de Estado de Uriburu en
los años treinta:
El golpe de Estado encabezado por el general José Félix Uriburu encarna el primer
intento de articular el pensamiento nacionalista con un programa político concreto,
aunque su gobierno no dure: el golpe se produce el 6 de septiembre, Uriburu
renuncia el 20 de febrero de 1932 como consecuencia de la agudización de los
conflictos que la oponen al general Justo y porque ha resultado imposible definir
una política coherente y eficaz, especialmente en el terreno de lo económico (Louis,
2007: 53).
Se pasó así de lo que los historiadores Floria y García Belsunce (1988)
denominan una «tradición republicana» a una de corte «nacionalista».
Siguiendo la distinción de Cristián Buchrucker,[8] Louis (2007: 52-57)
distingue entre un «nacionalismo restaurador» y un «nacionalismo
populista». El primer grupo está representado por autores como Leonardo
Castellani, sacerdote jesuita, o Julio y Rodolfo Irazusta, entre otros. Así, se
vinculaban revistas como Criterio, Sol y Luna o La voz de la Plata. En
palabras de Louis, «se dedicaron a la agitación vulgar contra enemigos tan
variados como el librecambio, el imperialismo, la plutocracia, el socialismo,
el comunismo, el sindicalismo, así como a difundir la tesis de la conspiración
universal judía». El segundo grupo, el «nacionalista populista», estuvo
representado por autores como Ortiz Pereyra, Alonso Baldrich o Saúl
Taborda, entre otros. En los años que van desde 1931 a 1935 se fundó
FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), de la que
formarán parte Pereyra o Arturo Jauretche. Los diarios más representativos
de esta tendencia fueron Cuadernos de Forja, Argentinidad o Reconquista,
entre otros. Sobre su ideario, Louis afirma que «reivindica los valores de
“pueblo, nación y tradición” y la independencia argentina, expresando su
admiración por Rosas, rasgo que sí comparte con el restaurador», donde
también encontramos al Borges de los años veinte. La erudita sostiene que
Borges mantuvo vínculos con ambos movimientos, llegando a prologar El
paso de los libres de Jauretche, hasta el acercamiento de este al peronismo,
hecho que los enemistaría para siempre.
Así, en un texto publicado originalmente en la revista Cosmópolis en el
año 1921 y titulado «Crítica del paisaje», el joven poeta llega a escribir que
«Lo marginal es lo más bello», y ejemplifica en el mismo artículo la
afirmación de la siguiente forma:
Por ejemplo: Cualquier casita del arrabal, seria, pueril y sosegada. El café donde
estoy (cuyos detalles solo nebulosamente conozco). El paisaje urbano que los
verbalismos no mancharon aún. La cantinela intermitente de un organillo que se
derrama por los cangilones de los ruidos más duros (TRI: 101).
En otro artículo titulado «Buenos Aires», aprovecha para atacar a España y
a la democracia, que tacha de invención norteamericana; cultura, la española,
que estudiará y respetará en la adultez, llegando incluso a publicar un libro
sobre su literatura. «Buenos Aires» es un canto a la ciudad, a la que describe
desde una posición casi idealista, aunque también habla (algo tímidamente)
de cómo los argentinos tienen derecho a Occidente:
Estas casas de que hablo son la traducción, en cal y ladrillo, del ánimo de sus
moradores, y expresan: Fatalismo. No el fatalismo individualista y anárquico que se
gasta en España, sino el fatalismo vergonzante del criollo que intenta hoy ser
occidentalista y no puede. ¡Pobres criollos! En los subterráneos del alma nos brinca
la españolidad, y empero quieren convertirnos en yanquis, en yanquis falsificados, y
engatusarnos con el aguachirle de la democracia y el voto… (TRI: 103).
No en vano, como ha subrayado Louis, Borges no se siente cómodo en
ninguno de los dos nacionalismos anteriormente citados y comienza a
configurar una posición intermedia, propia. En el artículo «De la dirección de
Proa», Borges responde desde esas mismas páginas a la acusación de Juan
Antonio Villoldo (que escribe desde Nosotros) contra la dirección de Proa.
Villoldo la tacha de fascista y de caer en el «extranjerismo». Borges se
enfrenta contra las dos tendencias nacionalistas imperantes apostando por un
patriotismo nuevo:
Todos los patriotismos que aquí se estilan —el románico, el quichua y el de los
barrulleros de la Raza— me parecen exóticos y no escalono jerarquías en su
condenación común. ¿Cuándo habrá un patriotismo criollo, que no sepa ni de
Atahualpa ni de don Diego de Mendoza ni de Maurice Barrés?... (TRI: 207).
En El tamaño de mi esperanza, de 1926, Borges se muestra nacionalista:
Tierra de desterrados es esta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los
gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma (TE: 11).
En este ensayo utiliza palabras como «realidá», «voluntá», «ciudá»,
«proceridá», etc. Y asegura que Argentina debe buscar su lugar, que puede
venir tanto de la mano de las artes como de la metafísica, de ahí el título del
ensayo:
Ya Buenos Aires, más que una ciudá, es un país y hay que encontrarle la poesía y la
música y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen. Ese
es el tamaño de mi esperanza, que a todos nos invita a ser dioses y a trabajar en su
encarnación (TE: 14).
La receta de esta esperanza no se forja ni con el progresismo ni con el
criollismo, en su opinión. Nos encontramos ante un joven escritor
nacionalista incómodo ante la vaguedad de los contenidos que abarca esta
ideología:
No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corriente de esas palabras. El
primero es un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos, un tesonero
ser casi otros; el segundo, que antes fue palabra de acción […], hoy es palabra de
nostalgia […]. No cabe gran fervor en ninguno de ellos y lo siento por el criollismo
(TE: 14).
En El idioma de los argentinos, publicado originalmente en 1928, Borges
aborda una defensa de Argentina a través del estudio de la lengua. Igual que
en el texto anterior, no se posiciona ni del lado de los españoles ni del lado de
los nacionalistas con tendencias criollas. Busca una posición nueva:
Dos influencias antagónicas entre sí militan contra un habla argentina. Una es la de
quienes imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes;
otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y en la
impiedad de su refacción (LBA: 13).
Aquí, Borges afirma que no se puede sustituir el habla o español de
Argentina por el lunfardo (LBA: 17). Asimismo, argumenta que la riqueza
léxica no puede esgrimirse a favor de una lengua frente a otra, porque a pesar
de que el diccionario recoja gran cantidad de palabras, sus hablantes bien
pueden no usarlas todas (LBA: 22-23). Por tanto, afirma que el «idioma
argentino» no debe ni tratar de ser español ni ocultarse tras el arrabal,
defiende que el «idioma argentino» posee un temperamento propio:
No pienso aquí en los algunos miles de palabras privativas que intercalamos y que
los peninsulares no entienden. Pienso en el ambiente distinto de nuestra voz, en la
valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, en su
temperamento no igual (LBA: 25).
Es decir, piensa en la connotación. O por expresarlo con sus palabras:
Nuestra discusión será hispana, pero nuestro verso, nuestro humorismo, ya son de
aquí (LBA: 26).
Veremos más adelante cómo en Discusión, de 1932, Borges toma una
posición concreta sobre el nacionalismo.

Borges yrigoyenista
Daniel Balderston ha escrito:
Sabemos que Borges lideró una agrupación de jóvenes intelectuales yrigoyenistas en
la segunda campaña presidencial de Yrigoyen, y que su insistencia en que la revista
Martin Fierro se incorporara a esa lucha fue motivo para que el director de dicha
revista —que era empleado público y amigo de Marcelo T. de Alvear, el rival de
Yrigoyen dentro del radicalismo— la cerrara en 1927 (Dabove, 2008: 38).
Este es un tema que en nuestro autor se asocia con el nacionalismo.
Curiosamente, Borges considera a Yrigoyen como el único argentino
verdadero. En El tamaño de mi esperanza escribe sobre el caudillo:
Entre los hombres que andan por mis Buenos Aires hay uno solo que está
privilegiado por la leyenda y que va en ella como en un coche cerrado; ese hombre es
Irigoyen (TE: 13).
Obsérvese que en estos años la admiración de Borges va unida a una visión
legendaria del presidente de Unión Cívica Radical. Parece centrarse más en
su personalidad que en su gestión. Sin embargo, el político también poseía
una característica que por aquel entonces atraía mucho al poeta: el idealismo
y el patriotismo. Según Floria y García Belsunce, lo cierto es que Yrigoyen
hacía gala de una extraña personalidad capaz de atraer la atención de diversos
sectores:
Era un principista más que un doctrinario; un idealista más que un pragmático; un
intransigente más que un negociador. Pero al mismo tiempo un líder político difícil
de situar en las tipologías corrientes, porque no se ajustaba totalmente a ninguno de
los tipos ideales de los marcos de análisis. Tal vez por eso pudo justificar sus
prácticas conspirativas hábiles con su respeto a la Constitución, y su «egoísmo
sagrado», con la prédica de una causa reparadora con el lenguaje propio de un
krausista, pensamiento seguido por el caudillo radical de su versión española. Esto,
y la prédica opuesta a la razón de Estado que Yrigoyen atribuía a la oposición
militante como una suerte de antimaquiavelista de tu tiempo, explican la
expresión, de otro modo críptica, de Octavio R. Amadeo cuando llama al
radicalismo «la fracción española de la política argentina» (1988: 105-106).
Por otro lado, no debe descartarse la posibilidad de que también le atrajera
del presidente el hecho de que este pasase por ser el primero en sentar las
bases democráticas; no tanto por el acto en sí —ya hemos visto que Borges
se oponía a la democratización— como por sus consecuencias: la libertad de
expresión fue posible bajo el gobierno de Yrigoyen y el bonaerense era
asiduo de escribir en revistas que llegaban a distintos lectores y, muchas
veces, lo hacía contra el pensamiento establecido:
Habría de ser, y fue, una gestión paradójica. En nombre de una causa, se usó la
intervención federal con menosprecio hacia sus contradictores. En nombre de la
Constitución como programa y de la legitimidad mayoritaria como raíz de la
autoridad, hubo, sin embargo, respeto por la libertad de expresión en un escenario
recién montado para la democratización. Y contra la vieja oligarquía apareció un
nuevo príncipe (ibíd.: 107).
Tal era la admiración de Borges por Yrigoyen que la profesora Louis opina
que el golpe de Estado de Uriburu contra el líder de Unión Cívica Radical
marca un antes y un después en su ideología. Este instante, según la autora,
sería el punto de inflexión en la filosofía política borgeana:
Desde el punto de vista de la cronología política, es probable que sea a partir del
golpe de Estado a Yrigoyen que Borges comience a leer su propio proyecto poético
como un fracaso, oponiéndose de este modo a la valoración de sus admiradores de
los años 1920, muchos de los cuales apoyaron el golpe (Louis, 2007: 74).
En la madurez, Borges hablará de Yrigoyen refiriéndose de nuevo a su
personalidad y a la rareza que suponía en un político argentino la honradez de
la que hizo gala:
No lo conocí [a Yrigoyen]. En mi familia, sí. Eran amigos de él. Yrigoyen cultivaba
el misterio. Hasta se dijo que, durante su presidencia, él seguía conspirando, como lo
había hecho toda su vida. A diferencia de otro gobernante de cuyo nombre no
quiero acordarme, creo que fue un hombre de escasas luces pero también un
hombre muy probo. Por ejemplo, él siguió viviendo modestamente en los altos de
una casa de la calle Brasil. No tuvo el esnobismo de algunos dictadores que
frecuentaban el teatro Colón y les gustaba mucho la idea del lujo. Al contrario:
siendo de buena familia, no le interesó nunca asistir a las reuniones de sociedad; a
la hija de él no le interesó vestirse en París; a él le desagradaba que aparecieran
retratos suyos. Es decir, que siguió siendo un modesto y oscuro señor argentino,
siendo, además, presidente de la República (citado en Bravo y Paoletti, 1999: 187).
Leyendo al segundo Borges, es probable que las observaciones de Daniel
Balderston no estén del todo desencaminadas cuando asegura que en su
cuento «El Sur»[9] Borges menciona la calle Brasil como la ubicada «a pocos
metros» de la casa de Yrigoyen, destruida por orden de Uriburu. Para Borges,
esa casa seguía siendo la del presidente de Unión Cívica Radica, incluso tras
su desaparición (Dabove, 2008: 37).
Hemos visto de soslayo que casi toda la producción artística del primer
Borges pasa por una línea maestra, pasa por el idealismo. Manejamos el
término tal y como lo define Ferrater Mora en su Diccionario. Según el autor
catalán:
Se llama entonces «idealismo» a toda doctrina —y a toda actitud— según la cual lo
más fundamental, y aquello por lo cual se supone que deben regirse las acciones
humanas, son los ideales —realizables o no, pero casi siempre imaginados como
realizables— (2008: 173-174).
Como hemos visto, su apoyo a la Revolución rusa, su visión nacionalista y
su devoción por Yrigoyen pasan por dicho prisma. Así, en la década del
veinte, Borges se mostraba abiertamente idealista. En esa misma década
escribirá a su amigo Abramovicz:
Las cosas no existen: solo existe nuestra idea de las cosas. En esto como ves soy
kantiano. Por otra parte […] si quieres desembrollar el fondo de esta cuestión del yo
y del mundo externo te aconsejaría —sin matiz dictatorial— leer el libro de Stirner.
Para mí, ese libro de Stirner es algo inaudito, esencial como los Salmos de David, o
los dramas de Shakespeare, o los Evangelios (CF: 117).
Sobre la importancia de Stirner en la configuración del individualismo en
Borges volveremos más adelante. De momento nos interesa señalar que, en
contra de muchas opiniones, creemos que Borges no fue idealista en la
madurez y sí lo fue durante sus primeros años. Este dato resulta importante
porque su visión política de juventud está íntimamente ligada al idealismo,
como hemos podido observar. Esta tendencia le hizo escribir poemas como
«Al horizonte de un suburbio» en Luna de enfrente (1925), donde canta a una
Pampa idealizada, o «Fundación mítica de Buenos Aires» en Cuaderno San
Martín (1929), donde retoma la fundación de su ciudad natal a partir de una
revisión desde cierto idealismo acendrado, cuyos últimos versos rezan: «A mí
se me hace cuento que empezó Buenos Aires:/ la juzgo tan eterna como el
agua y el aire» (PC: 88). La diferencia entre estos textos con los escritos en
madurez y que versarán sobre esta temática filosófica radica en que ya no se
los creía. En efecto, tal y como veremos, en su vejez, y en lo político, Borges
ya no profesaba visiones basadas en ideas; sin embargo, se escoró en un
nominalismo que marcaría de forma tajante su ideario político. Este último
dato resulta de vital importancia porque, como ha observado el doctor
Mauricio Rojas, la creencia en el proyecto utópico marxista solo es posible
con grandes dosis de idealismo. El «hombre nuevo» que trató de crear Lenin
y que ideó Marx se basa en la idea, negada hasta la saciedad por Borges en la
madurez, de que la realización individual de las personas solo es posible
como «masa», como ente colectivo:
Este ser humano «masivamente transformado» fundaría una sociedad cuya
característica esencial sería la unidad inmediata y absoluta del hombre con su
especie o, para decirlo con el vocabulario de Hegel, el fin de toda separación entre
las partes (los individuos) y el todo (la sociedad o comunidad). Con ello se propone
el surgimiento de una «sociedad total», totalizante y totalitaria en el sentido estricto
de la palabra. De esta manera, Marx reformuló aquella vieja utopía de corte
mesiánico que planteaba el advenimiento de un reino celestial en la tierra, con sus
hombres nuevos, surgidos, tal como los de Marx, de una hecatombe que los
depuraría y los pondría en condiciones de poblar ese reino de armonía y
reconciliación sin límites que según la profecía bíblica duraría mil años (Rojas,
2012: 16).
Sin embargo, es importante subrayar que esto tan solo se dio en el ámbito
político, esfera en la que Borges demostraría continuamente un escepticismo
inusitado. Aunque para ser exhaustivos debemos señalar que quizá este
cansancio viniera de mucho antes. Sin olvidar que «maximalista» es
traducción española del término ruso «bolchevique», acerquémonos a una
carta fechada el 20 de agosto de 1920, en la que Borges escribe a su amigo
Abramovicz:
Ya no creo en ninguna utopía, ni maximalista whitmaniana, ni de ninguna otra clase
(CF: 95).
Terminamos este epígrafe con las palabras de Carlos Meneses a modo de
resumen en referencia a lo que significó este período. Para el periodista, el
punto de inflexión lo encontramos en 1924 y no en 1930:
Firmó manifiestos ultraístas, colaboró en revistas de esta tendencia, pero mantuvo
una apreciable serenidad para sus pocos años. Eso no fue óbice para que se lanzara
por el camino de las metáforas, y no tuviera ciertos devaneos con la triunfante
revolución bolchevique. Todo perfectamente en consonancia con su edad. A partir
de 1924, año en que retorna a Argentina después de su segunda visita a Europa, el
recreo juvenil habrá concluido (Meneses, 1988: 27).

EL SEGUNDO BORGES O «BORGES DE MADUREZ»


Como afirma Alejandra Salinas en su impagable artículo:
Borges conveys a political philosophy that rests on the belief in a self-sufficient
individual, the pre-eminence of individual liberty and responsibility, a distrust of
government, and nostalgia for anarchy understood as a self-organized order. Borges’
intention was not to persuade on political philosophical issues but to take them as
inspiration for his writings, inspiration that reflects —but does not intend to do so—
his political opinions. So although his intention was not to philosophize, he did use
philosophical ideas as topics for his writings (Salinas, 2010).
Es decir, Borges tenía muy clara su posición política, esta estribaba sobre
el individualismo, el lugar del Estado frente al individuo, la situación de los
totalitarismos, etc., y todo sin el menor atisbo de intolerancia por su parte.
Como veremos, la tolerancia supone un factor importante de cara al
liberalismo que profesaba. Es por eso que a continuación abordaremos la
Filosofía política de Borges en la madurez y trataremos de demostrar su
afinidad con el liberalismo. Estudiaremos esta desde cuatro perspectivas: la
ideología política en Borges; la realidad política y la ficción en sus obras y
pensamientos; el Estado frente al individuo; y la política y el lenguaje bajo su
pluma.

Ideología política en Borges


La ideología política de Borges debe enmarcarse en la cosmovisión filosófica
de la que participaba. Quien mejor ha estudiado esta faceta borgeana es
Zulma Mateos (1998). Según la autora, esta weltanschuung de la que es
partícipe nuestro autor se enmarca en un «pesimismo metafísico radical», tal
y como lo demuestran los siguientes temas de sus obras:
1. El universo: donde se muestra sin substancia y en forma de conjetura.
2. El conocimiento: que incluye la imposibilidad de resolver el enigma del
universo y que lleva a un escepticismo que recae sobre los misterios
humanos.
3. El lenguaje: que resulta un instrumento ineficaz para expresar la
realidad; sin embargo sí es idóneo para expresar ficciones (ibíd.: 23).
Esto lleva al autor de El Aleph, asegura Mateos, a asumir un «pesimismo
radical», es decir, aquel que se basa en un ánimo pesimista según los
parámetros establecidos por Arthur Schopenhauer y von Hartmann. Este
«pesimismo natural» estriba sobre los siguientes aspectos:
— Consiste en una tendencia a ver y juzgar las cosas en su aspecto más
desfavorable.
— Existe también una inclinación a pensar que el error prevalece sobre la
verdad, y el mal o el dolor sobre el bien o el placer.
— Hay una propensión a ver al mundo y, en especial, al hombre, al que se
considera esencialmente egoísta y finito, como algo imposible de cambiar de
manera substancial.
En este sentido, la autora señala que en Borges el caos prevalece sobre el
orden; la incertidumbre prevalece sobre el conocimiento; el dolor prevalece
sobre el placer; y el azar y el destino prevalecen sobre el libre albedrío (ibíd.:
30-33). De todo esto se desprende que el escritor es un pesimista «tanto en el
plano gnoseológico como en el cosmológico» (ibíd.: 36). Leemos en Mateos:
El hombre es incapaz de conocer la realidad y de captar su sentido, de ahí su
pesimismo gnoseológico. En cuanto al cosmológico, se puede resumir en estas pocas
palabras: se pone en duda, no la existencia de un mundo real, sino la existencia de un
cosmos, de un orden en el universo que pueda ser interpretado por el hombre, siendo
esta la causa por la cual el acontecer pierde su sentido (ibíd.: 37).
Mateos ha establecido, sin saberlo, la base sobre la que se sostendrá toda la
Filosofía política borgeana. Debemos entender que su pesimismo
gnoseológico y su pesimismo cosmológico serán argumentos suficientes en
Borges para que renuncie a toda creencia en que la humanidad logrará cierto
orden en el ámbito político, es decir, Borges será un escéptico: criticará al
Estado, apoyará al individuo (no sin ciertas reticencias) y desconfiará de todo
ordenamiento. Esto lo acercará al liberalismo moderno, aunque su rechazo de
la democracia lo alejará del mismo. Robert Lemm ha escrito al respecto:
El escepticismo de Borges cubre cada orden artificial, como lo revela en «La
biblioteca de Babel», una Biblioteca que es el universo, del que nada sabemos. Ese
escepticismo no ignora que el hombre sigue buscando el orden verdadero, la
solución del dilema (Lemm, 2005: 25).
Para Raymond H. Doyle, el escepticismo borgeano es de raigambre
española:
Íntimamente ligado, tanto en Borges como en la concepción artística española, a esta
vena escéptica es el concepto fatalista ante la vida y la utilización, directa o
indirectamente, de la metáfora de un laberinto para expresar la naturaleza caótica de
la vida y del destino humano. El destino caótico y sin sentido es un frecuente tema
en la literatura española como lo es en la obra de Borges y es una consecuencia de la
tendencia hacia el escepticismo precisamente porque el aparente caos del universo,
por lo menos en la imaginación española, forzosamente provoca una actitud más
bien escéptica que optimista (Doyle, 1977: 110-111).
En cualquier caso, no debemos olvidar que el liberalismo es simiente del
escepticismo. Philippe Raynaud ha sido muy claro al respecto cuando explica
la génesis de este ideario:
El declive del aristotelismo, que comienza con el nominalismo de finales del
Medioevo, y que trae consigo la ruina de la cosmología antigua y el desarrollo de la
ciencia moderna, es el aspecto más conocido de este cambio, pero también tiene
efectos políticos, el más importante de los cuales es tal vez el nacimiento de un
nuevo tipo de escepticismo, dirigido en particular a los fines que puede darse a sí
misma la acción humana (Raynaud y Rials, 2001: 463).
De ahí surgirá la política moderna, que a su vez engendrará el liberalismo:
La política moderna nace, por tanto, de la emancipación gradual de la sociedad
respecto de las autoridades religiosas, que se traduce simultáneamente en el
fortalecimiento del Estado y en una nueva conciencia de lo que pronto se va a
llamar los «derechos del hombre» (ibíd.).
Otro dato de interés lo encontramos en que, políticamente hablando,
Borges dará fe de una tolerancia extrema. De hecho, se declarará conservador
porque, según él, es una forma de escepticismo y de tolerancia:
Soy un conservador, pero ser en mi país un conservador no significa ser una momia,
significa, digámoslo así, un liberal moderado. Si se es un conservador en la
Argentina, nadie piensa que se es un fascista o un nacionalista. Por el contrario, a
decir verdad, creo que ser conservador en la Argentina, significa ser bastante
escéptico en asuntos políticos e incrédulo en cuanto a cambios violentos se refiere
(Burgin, 1974: 124).
Cuando afirmamos que Borges es tolerante, estamos empleando el término
esgrimido por Fernando Savater, que rebasa tanto a las ideologías de
izquierdas como a las de derechas:
La tolerancia es la disposición cívica a convivir armoniosamente con personas de
creencias diferentes y aun opuestas a las nuestras, así como con hábitos sociales o
costumbres que no compartimos. La tolerancia no es mera indiferencia sino que
implica en muchas ocasiones soportar lo que nos disgusta: por supuesto, ser
tolerante no impide formular críticas razonadas ni obliga a silenciar nuestra forma
de pensar para no «herir» a quienes piensan de otro modo (Savater, 2007: 81).
Este rasgo de tolerancia también puede verse en la estrategia editorial de
Borges. Louis ha sido de las primeras autoras en señalar que el escritor
apostaba por el didactismo, rechazando la pedagogía. No le interesaba tanto
enseñar o escribir apologísticamente sobre un tema como posibilitar un
camino de comprensión entre sus lectores. Ello explicaría las distintas
rupturas que presentan sus cuentos entre géneros literarios, de lo que se
desprende un inconformismo ante formas institucionalizadas de la cultura
(Louis, 2007: 141).
En este sentido, se limita a expresar sus opiniones sin esperar una
conversión o giro ideológicos por parte del interlocutor. Existe una anécdota
muy interesante al respecto, María Esther Vázquez cuenta que en cierta
ocasión un grupo de estudiantes interrumpió la clase de literatura inglesa que
impartía el escritor en la UBA para obligar a sus estudiantes, y a él mismo, a
unirse a una huelga conmemorativa de la figura del Che Guevara. La
conversación entre los huelguistas y el autor de cuentos fue como sigue:
— Ríndanle homenaje después de la clase— agregó Borges.
— No. Tiene que ser ahora y usted se va.
— Yo no me voy, y si usted es tan guapo, venga a sacarme del escritorio.
— Vamos a cortar la luz— prosiguió el otro.
— Yo he tomado la precaución de ser ciego. Corte la luz, nomás.
Borges se quedó, habló a oscuras, fue el único profesor que dictó su clase hasta el
final y sus alumnos, impresionados, no se movieron del aula (Vázquez, 2001: 30).
Sobre ese mismo hecho, el propio Borges le expresa a Burgin su opinión:
cree que la gente debe responsabilizarse de las decisiones que toma sin forzar
a otras a hacer lo mismo:
Que las hagan [las huelgas] me parece bien, pero que obliguen a otros a no asistir a
clase, eso no lo entiendo. ¿Que intentan asustarme? Bien, me dije, si me tumban de
un golpe no importa en absoluto porque el resultado de una pelea no tiene
importancia. Lo que importa es que un hombre no debe permitir que le atropellen,
¿no le parece? (Burgin, 1974: 49).
Esto se une al concepto de libertad personal y libertad civil, tal y como
expusimos más arriba a partir de los criterios de Hobhouse. También
debemos rememorar la definición de «liberalismo» expuesta por el doctor
Juan Ramón Rallo más arriba.
Según Fernando Savater, «son progresistas quienes luchan contra la miseria
y la ignorancia, reaccionarios quienes las favorecen por cualquier razón»
(Savater, 2007: 66). Siguiendo la definición del catedrático vasco y a partir de
todo lo expuesto, bien puede definirse a Borges como progresista. Más
adelante estudiaremos la faceta progresista de Borges con respecto al Estado.
De momento, nos basta con señalar que para el propio escritor argentino,
libertad y progreso se imbrican:
Esa creencia mía en el progreso vendría a ser, a la vez, una forma de mi creencia en
el libre albedrío; es decir, si me dicen que todo mi pasado ha sido fatal, ha sido
obligatorio, no me importa, pero si me dicen que yo, en este momento, no puedo
obrar con libertad, me desespero (Borges y Ferrari, 1992: 204).
En resumen, el autor de El Aleph jamás hará gala de una actitud
conservadora, si bien siempre se definió en esta etapa como conservador;
nunca trató de convencer a nadie en términos políticos y siempre se expresó
con total libertad, fue favorable al suicidio, fue antinacionalista, favorable al
aborto y se declaró ateo, aunque siempre mostró preocupación por temas
teológicos (véase Bravo y Paoletti, 1999). Asimismo, cuando se dio cuenta de
que la democracia era posible en Argentina, la apoyó, dando fe de una
flexibilidad poco usual. Su ideología se enmarca bien en el liberalismo
porque esta le concede la libertad que necesita para pensar y actuar acorde a
lo que marca su razón. Quizá por eso se granjeó tantos enemigos en lo
político y quizá esto también explique el último fragmento de «Nueva
refutación del tiempo»:
El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges (OI: 293).
Y ese mundo que le tocó vivir a Borges es precisamente, como ha apuntado
Beatriz Sarlo, el que gestó publicaciones como Ideología y utopía de
Mannheim o La traición de los intelectuales de Benda (2007: 140). Es decir,
la ideología de Borges posee muchas similitudes con el concepto de
«ideología» defendido por Mannheim. En una conversación con el periodista,
poeta y ensayista Osvaldo Ferrari, este comenta a Borges que él cree que el
hombre de cultura debe ser independiente, autónomo y no encasillarse, a
pesar de que la mayoría de los intelectuales apuesten por el encasillamiento
ideológico. Borges le contesta:
Sí, yo trato de hacer eso, y muchos de mis amigos lo hacen también. Pero resulta un
poco difícil (Borges y Ferrari, 1992: 156).
Pero veamos por qué Sarlo considera relevante la figura de Mannheim y su
concepto de «ideología» aplicado a Borges. Existen, según Mannheim, dos
tipos de ideología: 1) La ideología particular; y 2) la ideología total. La
primera denota el escepticismo de un individuo con respecto a las ideas y
representaciones del contrario. Son deformaciones de la realidad que chocan
directamente con los intereses del ideólogo. La segunda, la total, hace
referencia a la ideología sostenida por un conjunto de individuos en una
época determinada (Mannheim, 1973: 57-58). Queda bastante claro que
Borges pertenece al primer grupo. Según Mannheim, tres son las diferencias
que se presentan entre una y otra ideología:
a) La ideología particular solo enfrenta parte del discurso del contrario;
mientras que la ideología total pone en tela de juicio todo el Weltanschauung
del contrario e incluso trata de comprender los conceptos del otro.
b) La ideología particular se mueve en un ámbito puramente psicológico;
mientras que la ideología total se mueve en un nivel teórico y noológico al
contraponer sistemas enteros de pensamiento a mundos divergentes.
c) Teniendo en cuenta este último aspecto, la ideología particular opera con
una psicología de intereses; mientras que la ideología total lo hace haciendo
uso de un análisis funcional de corte formal (ibíd.: 58 y ss.).
Según Mannheim, en el siglo XX se habría dado el paso de una ideología
particular a una total. El sociólogo determina que las ideologías vienen a ser
algo así como prejuicios. Afirma que aquellas ideas que de alguna forma
trascienden la realidad (en el sentido de que no se ajustan al orden
socialmente establecido) se llaman ideologías y utopías. Para Mannheim, las
ideologías son ideas bienintencionadas que nunca logran realizarse en la
sociedad, dado que en la práctica su teoría carece de sentido. Pone de ejemplo
el cristianismo en la Edad Media:
La idea de amor fraternal cristiano, por ejemplo, dentro de una sociedad que se base
sobre la servidumbre feudal, es solo una idea irrealizable, y en ese sentido es
puramente ideológica, aunque su pleno significado constituya, de buena fe, un motivo
de la conducta del individuo. No es posible vivir de modo consecuente con la luz del
amor fraternal cristiano en una sociedad que no esté organizada sobre el mismo
principio (ibíd.: 198).
Existen, por tanto, tres tipos de ideología según el estudioso alemán:
1) Aquellas que son conscientes de la incongruencia que existe entre sus
ideas y la realidad.
2) Aquellas de «mentalidad insincera», es decir, las que tienen la
posibilidad de, apoyándose en la historia, descubrir que sus ideas son
incongruentes con la realidad y, sin embargo, opta por el autoengaño, ya sea
por intereses externos o emocionales.
3) La «mentalidad del engaño consciente», donde la incongruencia se
oculta deliberadamente con la finalidad de engañar a otros (ibíd.).
Finalmente, están las utopías: aquellas ideas irrealizables «desde el punto
de vista de un orden social determinado y ya existente» (ibíd.: 200).
No cabe la menor duda de que la visión ideológica de Borges será muy
similar a la sostenida por Mannheim, que publicó su obra en Alemania en
1929, motivo por el cual sus influencias pudieron llegar a Borges directa o
indirectamente. Para el bonaerense, como para Mannheim, las ideologías
políticas son prejuicios que sufre el individuo y que se oponen a la libertad de
pensamiento:
Lo que deploro en este juego de las derechas y de las izquierdas —dice Borges—, es
que Europa haya perdido la hegemonía (Vázquez, 2001: 294).
Lo que nos lleva al siguiente tema.

Realidad política frente a ficción


Según Louis, Borges fue un «militante». Esta «militancia borgesiana» posee
una característica esencial que «es su manifestación constante en una trama
literaria, que a menudo se presenta de manera brutal, poniendo en contacto
elementos del campo político y social. Borges se niega al abandono de la
reflexión literaria para desplazarse hacia el de lo social, político o histórico,
por eso sus referencias (sus ataques, podríamos decir) están contenidos en
ensayos literarios, notas bibliográficas y prólogos» (Louis, 2007: 24). Es
decir, ante la realidad política y social, Borges apuesta por la cultura (en su
forma literaria) y desde ella se posicionará contra todos los frentes. Así, según
la autora, Borges da la «batalla textual» basada en una «funcionalidad
múltiple» y esto lo hará a través de un uso del discurso basado en una visión
múltiple que consiste en presentar problemas a lo real a partir de aspectos
específicos de esa misma realidad (ibíd.: 24-25).
En cierto aspecto, en sus obras se da una oposición entre la realidad y la
ficción, como en su cuento «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», incluido en
Ficciones (1944), donde Tlön es un mundo inventado por una sociedad
secreta que se muestra a lo real a través de Orbis Tertius, la enciclopedia que
recoge todo lo referente a Tlön. Poco a poco, Tlön se irá apoderando de la
realidad. Louis ha querido ver en este relato «la historia de la sustitución del
mundo real por un mundo imaginario que al imponerse se vuelve opresivo y
unificador» (ibíd.: 201). Por lo que podría tener lecturas políticas, sobre todo
por parte del nazismo, tema que veremos más adelante, ya que abusaba del
discurso como forma de convencimiento:
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su
rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de
ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural) «idioma primitivo» de Tlön;
ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha
obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el
sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre —ni siquiera que es falso. Han
sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la
biología y las matemáticas aguardan también su avatar… (CC: 107).
Teniendo en cuenta el texto anterior y que Borges apenas hacía distinción
entre nazismo y nacionalismo, debemos leer «Dos libros», que se incluye en
Otras Inquisiciones, y que es un artículo razonado contra los nacionalistas.
Escribe a propósito de Let the People Think de Bertrand Russell:
Russell propone que el Estado trate de inmunizar a los hombres con esas agüerías, y
esos sofismas. Por ejemplo, sugiere que los alumnos estudien las últimas derrotas de
Napoleón, a través de los boletines del Moniteur, ostensiblemente triunfales. Planea
deberes como este: una vez estudiada en textos ingleses la historia con Francia,
reescribir esa historia, desde el punto de vista francés. Nuestros «nacionalistas» ya
ejercen ese método paradójico: enseñan la historia argentina desde un punto de vista
español, cuando no quichua o querandí (OI: 198-199).
Las semejanzas entre lo que Tlön hace en las escuelas y lo que hace la
ideología nacionalista en Argentina son patentes.
Por otro lado, y regresando sobre la realidad frente a la ficción, en «Poema
conjetural», de su obra poética El otro, el mismo, Borges nos habla sobre su
sentir (de ahí el título) a partir de lo anecdótico. Así, se expresa a través de
Francisco Laprida con las siguientes palabras:
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas (PC: 175).
Se produce una escisión entre los deseos del poeta y la realidad. También
puede decirse que la realidad se impone a los deseos relacionados con lo
literario, lo que explicaría la apuesta borgeana —su lucha— por imponer la
cultura literaria frente al ámbito de lo real. Se puede decir sin temor a
equivocarnos que en esta línea de pensamiento, Borges presenta una
oposición entre civilización y barbarie, donde la civilización equivale a
cultura, tal y como establece el doctor Juan Jesús Páez Martín en su libro
Sociedad y cultura en el mundo actual:
El concepto y término de civilización nace como opuesto a barbarie y se refiere a los
aspectos materiales y técnicos, es aplicable a las sociedades modernas y se define
como el conjunto de caracteres propios de la vida intelectual, artística, moral, social y
material que presenta la vida colectiva de un grupo o de una época (Domínguez y
Páez, 2006: 71).
En Borges, según Lojo, la barbarie se identifica con el caos o con un orden
que se nos escapa por incomprensible, que «estaría más allá de la cultura y de
la Historia». La autora pone como ejemplos «El inmortal», «La lotería en
Babilonia», «El libro de Arena» o «La biblioteca de Babel», como cuentos
donde se da un orden a cuyo sentido último resulta imposible acceder
(Dubatti, 1999: 45).
Otra característica de esta oposición en Borges, y que pocos autores han
visto, quizá sea la de que la literatura —como espacio cultural— posibilita un
lugar adecuado para pensar lo que otros dan por hecho, aquellas cuestiones
que en ocasiones vienen dadas socialmente, ya sea desde estamentos políticos
o del lado de presiones ciudadanas. Cuando María Esther Vázquez pregunta a
Borges sobre qué es lo mejor que ha recibido de su padre, este le contesta:
El hábito, que no siempre observo, de no recibir las cosas sin examinarlas. Veo que
la mayoría de la gente tiende a aceptar la realidad sin detenerse a observarla, sin
pensar que puede ser cuestionada. Todo es admitido como real, y en especial lo que
sucede el día de hoy. Se entiende que lo actual tiene una gran fuerza. Claro que el
único tiempo que conocemos es el actual, pero como va renovándose, no sé si tiene
un valor para el porvenir (Vázquez, 2001: 119).
Por expresarlo con las palabras del doctor Jorge Rodríguez Padrón:
La total autonomía que la obra literaria adquiere en Borges no es producto,
únicamente, de ese escepticismo independiente, individualista, tan característico en
nuestro escritor y que tantas veces se le ha censurado, sino que proviene de que el
acto de escribir, el acto de crear una realidad nueva por medio de la palabra es, al
propio tiempo, una manera de descubrir y de conocer realidades que están siempre un
poco más allá: un acto que equivale a una fundación, pero con datos y con referencias
extraídos de la memoria, puesto que en ella habitan (Rodríguez, 1989: 11-12).
Esa escritura de la que nos habla el profesor canario no se opone en
absoluto a la realidad, por lo que no puede afirmarse que Borges sea un autor
dedicado al pensamiento contemplativo y abstracto sin vínculos con el
mundo; al contrario, sus textos refuerzan la realidad invitando a repensarla
desde posiciones nuevas:
Borges no está reñido con la realidad, pero prefiere la literatura; la realidad de la
palabra dicha. De la mayor o menor credibilidad por parte del autor, de su mayor o
menor credibilidad por parte del lector, de su mayor o menor colaboración o
reconocimiento, depende la ulterior valoración de esos mundos que el escritor nos
revela (ibíd.: 29-30).
Además, esta apuesta por la cultura es, en opinión de Mannheim, una
actitud propia del pensamiento liberal:
La actitud fundamental del liberal se caracteriza por una aceptación positiva de la
cultura y por la aplicación de un tono ético a los asuntos humanos. Le es más propio
el papel de crítico que el de destructor creador. No ha roto su contacto con el
presente: el aquí y ahora. En todos los acontecimientos percibe una atmósfera de
ideas inspiradoras y de objetivos espirituales que deben ser alcanzados (Mannheim,
1973: 224).
Además, este amor y defensa hacia la cultura casa a la perfección con la
libertad social y personal esgrimida por Hobhouse tal y como vimos en
párrafos anteriores.

El Estado frente al individuo en Borges


Según el catedrático Jonathan Wolff, existen dos argumentos que justifican la
obediencia al Estado: 1) La teoría del consentimiento, defendida por Locke; y
2) la teoría utilitarista defendida por Jeremy Bentham. En la primera visión,
el Estado «está justificado si y solo si cada uno de los individuos sobre los
cuales reclama tener autoridad le ha dado su consentimiento». En la segunda
visión, se sostiene que el Estado solo debe existir si este produce y busca la
felicidad de los individuos: «Según esto, el estado está justificado si y solo si
produce más felicidad que cualquier otra alternativa» (Wolff, 2012: 53-54).
En su obra Otras inquisiciones, Borges presenta un artículo llamado
«Nuestro pobre individualismo». El título ha de entenderse en dos sentidos:
por un lado, en el de que el individualismo argentino es «pobre» por escaso,
lo que indica que es necesaria más cantidad de individualismo en Argentina;
y por otro lado, es «pobre» en el sentido de infeliz, debido al maltrato que el
individualismo recibe por parte del Estado. En efecto, en el pensamiento
borgeano, a más Estado, menos individuo. Nos encontramos aquí con una de
las claves de su pensamiento político. En ese mismo artículo Borges
aprovecha para arredrar las posiciones nacionalistas en su país:
Aquí, los nacionalistas pululan; los mueve, según ellos, el atendible o inocente
propósito de fomentar los mejores rasgos argentinos. Ignoran, sin embargo, a los
argentinos; prefieren definirlos en función de algún hecho externo; de los
conquistadores españoles (digamos) o de una imaginaria conquista católica o del
«imperialismo sajón» (OI: 61).
Asegura Borges que los argentinos no se identifican con el Estado, no
como los europeos o los estadounidenses (OI: 61-62). Según él, esto se debe
a que el Estado es abstracto o a que su gestión resulta ineficiente. Escribe en
una nota a pie de página:
El Estado es impersonal: el argentino solo concibe una relación personal. Por eso,
para él, robar dineros públicos no es un crimen. Compruebo un hecho; no lo
justifico o excuso (OI: 62).
Es decir, según el bonaerense, el argentino es un individuo, no un
ciudadano (OI: 62). Así, Borges sostiene que mientras que para el europeo el
mundo es un cosmos, un orden, para el argentino se presenta como un caos,
un desorden:
Se dirá que los rasgos que he señalado son meramente negativos o anárquicos; se
añadirá que no son capaces de explicación política. Me atrevo a sugerir lo contrario.
El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética
lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los
actos del individuo; en la lucha con ese mal, cuyos nombres son comunismo y
nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora,
encontrará justificación y deberes (OI: 64).
En su opinión, en esa lucha del individuo contra el Estado, queda mucho
camino por recorrer en Argentina. Lemm ve aquí un motivo de peso por el
que Borges no podía aceptar el peronismo dada su creencia en el
individualismo:
Es por esto que procurar un orden más justo sería una insensatez. El argentino
defiende su individualismo. Ese es su destino. Cree que renunciar a él sería
traicionarse. Esto explicaría el rechazo de Borges al peronismo, un proyecto
colectivo de salvación (Lemm, 2005: 22).
Y lo sitúa entre la tradicional rama de intelectuales que se muestran
escépticos frente al Estado:
Los pensadores, los filósofos, los sabios se encontrarán frente al mismo dilema: ¿Es
bueno servir al Estado? Y agregarán ¿Es posible el proceso de la humanidad? Dios y
servir a Dios no son ya una obligación hacia el Estado. Frente a este, los filósofos
son utopistas o escépticos. Francis Bacon, Voltaire, y luego, Hegel, incurren en
postulaciones utópicas. Montaigne, Justus Lipsius y Schopenhauer se mantuvieron
escépticos. Entre los escépticos frente al Estado se encuentra Borges (ibíd.: 14-15).
Quizá por ser parte de la tradición señalada por Lemm, Borges igualmente
arremete contra los nacionalistas, a los que acusa de estar también de parte
del Estado:
El nacionalismo quiere embelesarnos con la visión de un Estado infinitamente
molesto; esa utopía, una vez lograda en la tierra, tendría la virtud providencial de
hacer que todos anhelaran, y finalmente construyeran, su antítesis (OI: 64-65).
O en otras palabras: si los nacionalistas consiguieran su objetivo, estarían
trabajando sobre su propia desaparición porque la gente se daría cuenta de
que la intromisión del Estado en los asuntos individuales no supone beneficio
a corto o largo plazo. Del artículo de Borges se desprende que se posiciona en
el primer tipo de justificación estatal, la defendida por John Locke, tal y
como establece Wolff; sin embargo, no parece dar su consentimiento como
ciudadano al Estado para que actúe en su nombre, más bien todo lo contrario.
En esta línea argumentativa, tres son las influencias que llevarán a Borges
a desdeñar del Estado en pro del individuo: Max Stirner, Herbert Spencer y
David Thoreau.
Del anarquista Max Stirner y su obra El único y su propiedad, leída en su
juventud, Borges aprenderá la importancia del individuo, además de otras
cuestiones relacionadas con su ideario político primero, como por ejemplo,
el socavamiento del orden establecido. Sin embargo, nos centraremos
únicamente en la importancia del individualismo en la obra de Stirner.
Para Max Stirner, la individualidad es la propiedad más preciada, incluso
por encima de la libertad. Para ser libre de algo o de alguien, sencillamente
hay que estar exento de ese algo o alguien:
La individualidad, es decir, mi propiedad, es en cambio toda mi existencia y mi
realidad, es yo mismo. Yo soy libre frente a lo que no tengo; soy propietario de lo
que está en mi poder o de aquello de lo que soy capaz. Yo soy en todo tiempo y en
todas circunstancias mío, desde el momento en que entiendo ser mío y no me
prostituyo a otro. El estado de libertad no puedo verdaderamente quererlo, pues que
no puedo realizarlo, crearlo; todo lo que puedo hacer es desearlo y soñar con él,
porque queda siendo un ideal, un fantasma (Stirner, 2003: 199).
En Stirner, Borges encuentra esa oposición radical del individuo contra el
Estado, que se perfeccionará con Spencer:
Mi voluntad individual es destructora del Estado; así, él la deshonra con el nombre
de indisciplina. La voluntad individual y el Estado son potencias enemigas, entre
las que ninguna «paz eterna» es posible. En tanto que el Estado se mantiene,
proclama que la voluntad individual, su irreconciliable adversaria, es no-razonable,
mala, etcétera. Y la voluntad individual se deja convencer, lo que prueba que lo es,
en efecto: no ha tomado aún posesión de sí misma, ni adquirido conciencia de su
valor; así que es todavía incompleta, maleable, etc. (ibíd.: 235).
Como en Borges, para Stirner más Estado equivale a menos individuo:
El Estado no persigue jamás sino un fin: limitar, encadenar, sujetar al individuo,
subordinarlo a una generalidad cualquiera. No puede subsistir sino a condición de
que el individuo no sea para sí mismo todo en todo; implica la limitación del yo, mi
mutilación y mi esclavitud (ibíd.: 265).
Finalmente, Stirner resume su filosofía del egoísmo, como sigue, lo que
puede aplicarse también a Borges:
En suma, no siendo mi objeto derribar lo que es, sino elevarme por encima de ello,
mis intenciones y mis actos no tienen nada de político ni de social; no teniendo otro
objeto que yo y mi individualidad, son egoístas (ibíd.: 354).
De hecho, Borges llegará a afirmar:
Sí, actualmente yo me definiría como un inofensivo anarquista; es decir, un hombre
que quiere un mínimo de gobierno y un máximo de individuo. Pero eso no es una
posición política ahora, desde luego (Borges y Ferrari, 1992: 150).
Otra de las grandes, sin duda la más grande, influencia filosófico-política
en Borges es la de Herbert Spencer con su obra El hombre contra el Estado.
Todo el ensayo de Spencer gira en torno al concepto de libertad. Para el inglés,
y para Borges, el Estado se interpone entre el ciudadano y su libertad:
La libertad que disfruta un ciudadano ha de medirse no por la naturaleza de la
maquinaria gubernamental bajo la cual vive, sea o no representativa, sino por la
relativa escasez de restricciones que se le impongan (Spencer, 2012: 60).
Como hemos adelantado en páginas anteriores, en Borges la libertad se
une con la idea de progreso. Para Borges, progresar equivale a ser libre; sin
libertad, no hay progreso:
Si no creemos en el progreso, descreemos de toda posibilidad de acción. Esa
creencia mía en el progreso vendría a ser, a la vez, una forma de mi creencia en el
libre albedrío; es decir, si me dicen que todo mi pasado ha sido fatal, ha sido
obligatorio, no me importa, pero si me dicen que yo, en este momento, no puedo
obrar con libertad, me desespero. Yo creo que es lo mismo: el concepto de progreso
sería para la historia lo que el concepto del libre albedrío es para el hombre, para el
individuo (Borges y Ferrari, 2001: 204).
En contraste, escribe Spencer:
El progreso que existe desde una gruta a una casa confortable es la consecuencia de
los deseos de aumentar el bienestar personal (Spencer, 2012: 145).
Y lo único que se interpone entre el progreso y el individuo es el Estado.
Volvamos a Borges:
Nuestro destino individual está en estos tiempos en manos de insensatos. El consuelo
es que, felizmente, en medio de tanta insensatez, en medio de tanto disparate, hay
gente que sigue pintando o modelando, que sigue escribiendo o soñando; es decir,
produciendo belleza. ¡Qué misteriosa es la belleza! (citado en Bravo y Paoletti,
1999: 164).
En este sentido, es indudable que puede aplicarse a Borges la definición
que establece Spencer para referirse a la persona que profesa el liberalismo.
Según Spencer, liberal es «una persona que aboga por una mayor libertad,
sobre todo en cuestiones políticas» (Spencer, 2012: 62).
Spencer, también lo hemos visto en el bonaerense, defiende la idea de que a
más Estado, menos peso civil posee la sociedad:
Realmente, cuanto más se extiende la acción estatal más se generaliza el concepto
entre los individuos de que todo ha de hacerse para ellos y nada por ellos. Cada
generación está menos familiarizada con la idea de que los fines deben ser
realizados por acciones individuales o asociaciones privadas, y más familiarizada
con el pensamiento de que ha de lograrse por la intervención del Estado, hasta que
llegue a considerarse la acción del gobierno como la única realmente valiosa
(ibíd.: 87).
Las similitudes de este fragmento con las ideas expuestas en el artículo
«Nuestro pobre individualismo» de Borges son abrumadoras.
Otra idea que encontramos en Spencer y, por ende, en Borges, es la
reticencia a creer en sistemas socialistas o comunistas. Para los dos autores
—el socialismo en Spencer y el comunismo en Borges— estas ideologías son
contrarias a las libertades individuales, motivo por el que las rechazan. Para
Spencer, «todo socialismo implica esclavitud»:
Las transformaciones socialistas efectuadas por el Parlamento, unidas a otras
muchas que están en vías de realizarse, se fundirán pronto en un Estado socialista, y
desaparecerán en la inmensa ola que habrán levantado poco a poco (ibíd.: 93).
Puede observarse que el autor inglés utiliza el mismo argumento esgrimido
por Borges en «Nuestro pobre individualismo» contra los nacionalistas, que
sin duda el argentino tomó prestada: la idea de que estas ideologías, por
razones de fondo y de forma, poseen en su desarrollo ulterior la semilla de su
pronta desaparición. Cuando Burgin pregunta a Borges sobre qué es lo que le
disgusta del comunismo, el argentino responde:
Bueno, me han enseñado a pensar siempre que el individuo debe ser fuerte y el
estado débil. No podía entusiasmarme una teoría en la que el estado sea más
importante que el individuo (Burgin, 1974: 124).
La última idea que observamos en Spencer y en Borges se asocia al
pesimismo y al escepticismo borgeano, que bien puede haberlo aprendido
leyendo al filósofo político inglés. La idea de Spencer es que el Estado
tenderá siempre a la corrupción porque es obra de los hombres:
El amor al poder, el egoísmo, la injusticia, la deslealtad, que a menudo y a corto
plazo conduce a las organizaciones al desastre, engendrarán donde sus efectos se
acumulan de generación en generación, males muy grandes y difíciles de evitar,
puesto que la organización administrativa, vasta, compleja y provista de todos los
recursos, una vez desarrollada y consolidada, llega a ser irresistible (Spencer, 2012:
107).
Faverón observa esta misma idea de la ineluctable corrupción humana en
Borges a propósito de su cuento «El atroz redentor Lazarus Morell», recogido
en Historia universal de la infamia:
En ese estadio de la ficción Borges propone por vez primera la idea (indispensable
en cualquier lectura de su obra) de la sociedad como inevitable productora de su
propia vileza, lo que implica no solo la noción del orden como generador del caos,
sino, más aun, una postulación del orden como forma del mal, en el que incluso, o
quizá especialmente, las figuras mesiánicas o redentoras están degradadas ab origo
(Dadove, 2008: 106).
Esto puede entresacarse de sus palabras en el cuento «Tlön, Uqbar, Orbis
tertius», recogido en Ficciones, donde el pesimismo borgeano en relación con
la humanidad muestra preocupación hasta en su multiplicación como raza:
Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado
que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los
hombres (CC: 91).
Así, si hasta en la reproducción la humanidad perpetúa su corrupción, ¿qué
se puede esperar de cualquier forma de orden político humano? Como ha
escrito Faverón, el orden es en Borges sinónimo y signo de maldad:
Si la representación es bosquejada en Borges como operación perversa, no se trata
de la equivalencia fundadora de una estética autorreferencial ex nihilo, sino de otra
de las típicas ejecuciones especulares borgeanas, transmutada en método estético: la
organización del texto es perversa porque intenta representar una realidad que
encuentra, en el orden, la perversión. Mientras más orgánica y sistemática sea
aquella realidad, más perversa serán ella y su posible representación narrativa
(Dadobe, 2008: 107).
Según José Antonio Marina, tal y como establece en su La pasión del
poder. Teoría y práctica de la dominación, el Estado es la máxima
representación de poder. Según él, resulta absolutamente normal el recelo
que la política despierta en el ciudadano, dada la acumulación de
competencias de las que esta dispone:
El poder, su ejercicio y sus límites es la esencia de la política. Y el Estado es la
máxima personificación del poder. En él podemos encontrar la suprema
acumulación de recursos: el monopolio de la fuerza, el dinero público, la capacidad
para establecer las reglas de juego, la facultad de conceder puestos y poderes
subalternos, extensas redes para intentar cambiar las opiniones y creencias, y el
apoyo de grandes organizaciones como son el ejército, el sistema educativo, la
hacienda pública o la burocracia. Y esos recursos están a disposición de los
gobernantes, junto a potentísimos sistemas de legitimación que persuaden a la
obediencia. Es lógico que una concentración tal de poder despierte todo tipo de
codicias y de miedos (Marina, 2008: 185).
Lo más importante a resaltar de cara a nuestro estudio es que, según
Marina, las instituciones políticas son «ficciones constituyentes»,
entendiendo por esto «aquella sobre la que se puede construir un proyecto
real, de tal manera que, si desaparece la ficción, lo construido se desploma»
(ibíd.: 210). Es decir, que son ficciones necesarias. En esta línea, Borges
descree de las instituciones políticas porque las sabe obras humanas. No en
vano, Borges escribirá en su obra poética Elogio de la sombra (1969) un
poema titulado «Fragmentos de un Evangelio apócrifo». Allí, la enseñanza 41
es la siguiente: «Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero/
nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena…» (PC: 332). En el
prólogo a Ficciones, y sobre su cuento «La lotería en Babilonia», Borges ha
escrito que este «no es del todo inocente de simbolismo» (CC: 89). Las
referencias políticas de este cuento resultan evidentes. La historia narra el
establecimiento de una lotería en Babilonia que comienza como un juego
sencillo e inocente, pero que cada vez va a más hasta apoderarse de todos los
ámbitos de la vida de los babilonios. El narrador del cuento es desconocido y
al final del mismo se marcha de Babilonia. Todo indica que ha sido
desterrado, pero no se sabe muy bien por qué:
Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo;
también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles (CC: 125).
Partiendo de lo que hemos visto hasta ahora, ¿no hace aquí Borges
referencia al doble carácter del ciudadano, que es servido por sus
instituciones políticas pero a la vez es esclavo de las mismas? Escribe sobre
la lotería:
Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad: hasta el
día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los dioses
indescifrables o de mi corazón (CC: 125).
La narración explica cómo al principio dicha lotería se valía de
mecanismos simples, pero cómo después se complicó todo. Esta historia es
conocida por el narrador gracias a su padre. Este hecho no resulta gratuito,
recordemos que Borges supo de Spencer a través de su padre. La lotería se
complicó tanto que al final se despreciaba a los que no jugaban y a los que
perdían, que tenían que pagar sanciones. Surgió así la Compañía (¿el
Estado?) que debía velar por los ganadores asegurándose de que los
perdedores pagaban sus multas. «De esa bravata de unos pocos nace el
todopoder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico» (CC: 125).
¿Acaso Borges no está insinuando que a causa de una minoría problemática
se ha dispuesto todo un entramado político cuyo poder es infinito? Obsérvese
que escribe «valor eclesiástico»; esta idea se ve también en Spencer:
La gran superstición política del pasado fue el derecho divino de los reyes. La gran
superstición política del presente es el derecho divino de los parlamentos (Spencer,
2012: 173).
Prosigue la historia afirmando que la lotería (¿la democracia?) pasó de
ocuparse de la gestión económica individual a todos los elementos existentes
y relevantes de la vida en sociedad, de la vida en Babilonia. Sabemos que
Borges rechazaba la democracia y que hacía suyas las palabras de Carlyle,
aquellas que afirmaban que se trataba del caos provisto de urnas.[10] En
contraste, leamos el siguiente fragmento:
Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de las multas
y se limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso.
Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la
primera aparición en la lotería de elementos no pecuniarios (CC: 126).
Todo parece indicar que hasta la felicidad depende de las instituciones
gobernantes de Babilonia:
En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del
azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la
Compañía usaban de las sugestiones y de la magia (CC: 127).
¿Se denuncia aquí la falta de argumentación, el populismo que a veces
esgrimen los políticos? La urna también aparece en este relato. Esta urna, que
en realidad es una letrina, se llama Qaphqa y, como ha señalado Beatriz Sarlo
(2007), se trata de una transcripción fonética de Kafka, uno de los autores
occidentales más críticos para con el Estado y la burocracia en general:
Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había más
grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la
Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios.
Un archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad (CC: 127).
Vemos aquí una vieja queja liberal relacionada con la democracia que
Borges siempre sacaba a colación en cualquier tertulia: lo que a la hora de
votar en unas elecciones libres se denomina la «dictadura de la mayoría».
Afirma Borges:
Lo que me parece raro es que se permita a todo el mundo opinar en materia política
y no se permita hacerlo en materia filosófica, matemática, ni científica. Se supone
que el changador de la esquina puede discurrir en materia política, los analfabetos
también, pero no se supone, sin embargo, que tengan opiniones muy interesantes
sobre el cálculo infinitesimal o sobre la teoría de los conjuntos… (Vázquez, 2001:
331).
L.T. Hobhouse ha expresado como nadie cómo también a uno de los
padres del liberalismo moderno, John Stuart Mill, le preocupó profundamente
este asunto:
El peligro mayor que vió [sic] Mill en la democracia fue [sic] el de la tiranía de las
mayorías. Advirtió también, acaso con más perspicacia que ningún otro maestro del
Liberalismo, la diferencia entre el deseo de la mayoría y el bien de la colectividad.
Comprobó que los diferentes derechos que vindicaba el Liberalismo debían tender,
en la práctica, a armonizarse entre sí, y que si la libertad personal representaba algo
fundamental, solo podía verse amenazada por la denominada libertad política, que
diera a la mayoría poderes coactivos ilimitados. Durante muchos años, laboró
activamente para proporcionar a las minorías medios prácticos para que obtuvieran
la debida representación proporcional, tendió a hacer, del Parlamento, reflejo no de
una parte del pueblo, preponderante desde el punto de vista numérico, sino del
conjunto de la nación (Hobhouse, 1927: 94).
El cuento borgeano finaliza denunciando la pasividad del babilonio que se
entrega irremediablemente a la Compañía, sin preocuparse siquiera por lo que
esta esconde:
El Babilonio no es especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida,
su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas,
ni las esferas giratorias que lo revelan (CC: 128).
Por otro lado, la última influencia en Borges dentro de este apartado nos
viene de la mano de Henry David Thoreau con su obra Desobediencia civil.
Escribe Borges sobre Thoreau, en un estudio dedicado íntegramente a la
literatura norteamericana, junto a Esther Zemborain:
En 1849, un año después de la aparición del Manifiesto Comunista de Marx, había
publicado [Thoreau] el ensayo «Desobediencia civil», que influiría en el
pensamiento y el destino de Gandhi. Las primeras líneas afirman que el mejor
gobierno es el que gobierna menos y mejor aún es el que no gobierna. Así como
rechazó la idea de un ejército permanente, rechazó la de un gobierno permanente.
Creía que el gobierno estorbaba el desarrollo natural del pueblo americano. La única
obligación que aceptaba era la de hacer en cada momento lo que le parecía más
justo. Prefería obedecer al derecho y no a las leyes (Borges y Zemborain, 1997: 39-
40).
Y continúa un poco más abajo:
Los historiadores del anarquismo suelen omitir el nombre de Thoreau; esto acaso se
debe a que su anarquismo, como casi toda su vida, fue de orden negativo y pacífico
(ibíd.: 40).
Pero a pesar de que Borges afirma que Thoreau era anarquista, nuevamente
el término moderno sería liberal. El propio Thoreau rechaza en la obra
mencionada el término anarquista para referirse a sí mismo:
Pero, para hablar desde el punto de vista práctico y como ciudadano, a diferencia
de los que se autodenominan anarquistas (no-government men), no reclamo la
supresión inmediata del gobierno sino que haya de inmediato un gobierno mejor
(Thoreau, 2002: 7).
Thoreau aboga porque la gente no viva del Estado, no dependa del Estado:
Hay que vivir una vida interior, y depender tan solo de sí mismo, siempre
arremangado y dispuesto a empezar de nuevo, y no estar metido en muchas cosas
(ibíd.: 29).
Otra de las características que vemos en Borges y que esgrimía Thoreau es
su defensa del individuo como única vía para lograr el progreso:
El progreso de una monarquía absoluta a una monarquía limitada, y de una
monarquía limitada a una democracia, es un progreso hacia un verdadero respeto
por el individuo (ibíd.: 46).
En definitiva, no debemos olvidar que estas tres fuentes de las que bebe
Borges y que nutren sus preocupaciones en el ámbito político, sitúan sus
nacientes en la política liberal. Como ha expresado Philippe Raynaud:
Lo que caracteriza al liberalismo en conjunto, es que considera la distinción entre el
Estado y la sociedad como un dato natural e insuperable, o al menos como un
progreso decisivo de la «civilización» moderna, y que rechaza a la par la idea de una
dominación completa del Estado sobre la sociedad («estatismo») y la idea de una
absorción de la organización política dentro de la sociedad («anarquismo»)
[Raynaud, 2001: 464].
Asimismo, todo este apartado se relaciona con la libertad política y de
soberanía popular que planteábamos más arriba a partir de la obra de
Hobhouse. Solo así puede entenderse que nuestro escritor no fuera
comprendido ni por los conservadores ni por los progresistas. Para Borges,
tanto la izquierda como la derecha defendían el Estado. Cuando Ferrari le
explica al bonaerense que comprende su independencia política y artística a
partir de lo que piensa sobre el Estado, Borges le contesta:
Sí, desde luego, y ahora el Estado nos cerca en todas partes, ¿eh?; y además en los
dos bandos, digamos: la extrema derecha, la extrema izquierda son igualmente
partidarias del Estado, y de la intromisión del Estado en cada instante de nuestra vida
(Borges y Ferrari, 1992: 150).

Política y lenguaje
En relación con las tendencias filosóficas de Borges se ha producido, a nivel
académico, una pugna entre los que defienden que Borges era idealista frente
a los que sostienen que era nominalista. Entre los primeros destaca el
desaparecido Juan Nuño con su obra La filosofía en Borges. Según el
profesor Nuño:
A través de la concepción idealista, entra Borges en el reino de lo imaginario por la
puerta grande […]. La literatura borgiana, si es algo, es eminentemente poética,
adjudicándole al término su valor griego, creativa, plenamente creativa,
prácticamente ex nihilo, que vale tanto como decir ex mente (Nuño, 2005: 55).
Nuño es bastante claro al respecto:
Si, aun contra su repetida modestia, se acepta hablar de la filosofía en Borges, esta se
podría reducir a un platonismo raigal. Quien cree que la verdadera realidad está en los
Arquetipos, quien postula la primacía de lo genérico sobre lo individual, concreto,
quien a la hora de intentar explicaciones de lo mudable y tornadizo tórnase a la
seguridad de las esencias, por fuerza tiene que concebir el mundo de los sentidos
como una suerte de alucinación y abrazar la fe idealista que termina por negar
materia, sustancia, yo y causalidad, y aun intentar la descomunal hazaña de refutar el
tiempo (ibíd.: 127).
Jaime Rest, en contra de la opinión de Nuño, defiende la tesis de que en
realidad Borges no reivindicaba ningún tipo de pensamiento platónico; ya
que los arquetipos a los que se refiere Nuño, y que encontramos en la
narrativa borgeana, no se refieren tanto a una visión aglutinadora de ideas
sustanciales como a arquetipos del inconsciente colectivo, en la línea de
Samuel Butler, no en la de Jung (Rest, 2009: 73). Rest concluye que Borges
es nominalista, afirma que el pensamiento lingüístico del autor de El Aleph
se puede resumir en los siguientes puntos:
1. Una manifiesta preocupación metalingüística, enfocada a desentrañar los
símbolos del conocimiento, a cuestionarse la validez de la especulación
filosófica y a profundizar sobre el papel relevante de la literatura, así como de
la relevancia de las palabras con respecto a la existencia.
2. Borges rechaza el pensamiento sistemático, ya que para él no es más que
un intento vano de interpretación de la realidad. Ello supone caer en
cuestiones metafísicas que no son sino una forma de ficción.
3. Los escritos de Borges, el sistema que proponen, se inscriben en la
tradición filosófica que atraviesa el nominalismo, el empirismo, el
positivismo y el pragmatismo hasta llegar a la filosofía analítico-lógica. Y
aquí introduce Rest un tema importante para nuestro trabajo, sostiene que
con frecuencia esta tendencia se asocia a una ideología liberal; no en vano,
apunta Rest, John Stuart Mill apostaba por revisar cada una de sus propias
ideas, rechazando únicamente aquellas contrarias al principio básico de
tolerancia.
4. Borges pone de relieve los problemas cognoscitivos que el formalismo
lógico de la filosofía analítica no ha podido resolver, debido a que, cayendo
en el idealismo, separó el lenguaje de la realidad (ibíd.: 115-117).
De todo lo anterior, y sobre todo del último punto, se desprende que el
Borges de madurez era nominalista y que se encontraba bien lejos del
idealismo preconizado en su juventud. De hecho, en «De las alegorías a las
novelas», en Otras Inquisiciones, Borges escribe que «el nominalismo, antes
la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta
y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara nominalista porque
no hay quien sea otra cosa» (OI: 240). Sobre el platonismo, escribirá en
Historia de la eternidad (1936):
Ignoro si mi lector precisa argumentos para descreer de la doctrina platónica. Puedo
suministrarle muchos; uno, la incompatible agregación de voces genéricas y de
voces abstractas que cohabitan sans gêne en la dotación del mundo arquetipo; otro,
la reserva de su inventor sobre el procedimiento que usan las cosas para participar
de las formas universales; otro, la conjetura de que esos mismos arquetipos
asépticos adolecen de mezcla y de variedad. No son irresolubles: son tan confusos
como las criaturas del tiempo (HE: 25).
Además, todos los puntos anteriormente señalados por Rest pueden
observarse en su ensayo «El idioma analítico de John Wilkins», recogido en
Otras Inquisiciones:
Notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La
razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo (OI: 165).
En «La Biblioteca de Babel», uno de sus cuentos más famosos, leemos
que:
Hablar es incurrir en tautologías (CC: 144).
Pero sin duda, el texto que más ríos de tinta ha vertido en torno al
nominalismo borgeano ha sido un fragmento de «El ruiseñor de Keats», que,
aunque algo extenso, merece la pena transcribir íntegramente:
Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los
últimos sienten que las clases, los órdenes y los géneros son realidades; los primeros,
que son generalizaciones; para estos, el lenguaje no es otra cosa que un aproximativo
juego de símbolos; para aquellos es el mapa del universo. El platónico sabe que el
universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede
ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y
de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno
es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles,
Locke, Hume, William James. En las arduas escuelas de la Edad Media, todos
invocan a Aristóteles, maestro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero los
nominalistas son Aristóteles; los realistas, Platón (OI: 184-185).
Este fragmento ha sido utilizado por Zulma Mateos con el fin de
determinar cómo en Borges se da una oposición entre el nominalismo y la
realidad:
De una manera muy general, diremos que para los nominalistas los universales no
son entidades existentes sino términos del lenguaje. Solo existen entidades
individuales. Mientras que por realismo debemos entender aquella posición que
otorga existencia real a los universales (Mateos, 1998: 49-50).
Así, la autora defiende que Borges se adscribe en el nominalismo y que
presenta dicha dicotomía:
Sintetizando: a lo largo de la historia de la filosofía occidental podemos ver dos
grandes líneas de pensamiento, que tienen su punto de partida en Platón y
Aristóteles. Como toda clasificación o división amplia, está hecha sobre la base de
enunciados o afirmaciones muy generales: en este caso, la división se origina en
reconocer o no la existencia real de entidades abstractas. Para la línea platónica, que
reaparece en el realismo medieval, lo primordial es lo universal, que tiene también
existencia real, no solo mental. Para la línea aristotélica, en la cual se inserta el
nominalismo medieval y, posteriormente, el inglés, lo primordial es el individuo y
lo universal no tiene existencia real porque o bien son generalizaciones producto del
entendimiento o bien no tiene ningún tipo de existencia, ni aun en el pensamiento
(ibíd.: 56).
Borges pertenecería, pues, a este último grupo (Rest, 2009: 126).
Extrapolando esto al ámbito político, nuestro escritor rechazará de forma
absoluta cualquier sistema ideológico totalizador o de aspiración generalista:
Borges es, en esta época, uno de los tantos intelectuales que señala el marxismo,
el psicoanálisis y el nazismo como los tres grandes sistemas contemporáneos que
proponen una visión totalizante del mundo con dos ejes en común: quien se
atribuye la función de descifrador legitima su posición mediante la postulación de
una realidad caótica, —las estructuras que se designan como ocultas tienen un
carácter ficcional (Louis, 2007: 170).
Por su parte, Bosteels afirma que la oposición entre individuo y Estado,
analizada por nosotros más arriba, no sería más que «una extensión política
del nominalismo filosófico de Borges», pero, ¿en qué sentido? Según
Bosteels, «considerado ahora desde el interior de la escritura borgeana y no
solo como convicción ideológica o cuestión filosófica, el nominalismo
político, por así llamarlo, vuelve extremadamente difícil y siempre
sospechoso, cuando no imposible, sostener la construcción de un término
colectivo, o sea, aquello que se situaría sobre la brecha que la crítica de la
representación abre entre el individuo y el Estado» (Dadove, 2008: 253). Es
decir, que para Borges, dado su nominalismo, era imposible —lo negó
infinidad de veces— el concepto de «masa», porque tan solo creía en el
individuo:
Las masas son una entidad abstracta y posiblemente irreal. Suponer la existencia de
la masa es como suponer que todas las personas cuyo nombre empieza por la letra
«b» forman una sociedad (citado en Bravo y Paoletti, 1999: 126).
Así, como apunta Bosteels, se puede explicar la negación democrática
sostenida por Borges durante años, ya que para él no existe representación
posible:
En su versión más elemental, por no decir trivial, el nominalismo afirma que las
ideas o los términos universales no existen sino en nombre solamente, como
convenciones basadas en lo individual como único punto de referencia verificable
(Dadove, 2008: 254).
Esta negación de la representación política puede observarse en su cuento
«El Congreso», incluido en El libro de arena. La historia, narrada por un
anciano llamado Alejandro Ferri, viene a explicar cómo su protagonista,
siendo joven, perteneció a un grupo encabezado por un personaje llamado
Alejandro Glencoe que intentó conformar un congreso representativo de la
humanidad entera. Dicha fundación se toparía con tres problemas en absoluto
menores: ¿qué idioma se hablará en el Congreso? ¿Qué libros conformarán la
biblioteca del Congreso? Y, por supuesto, el problema de la representación:
Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un
problema de índole filosófica. Planear una asamblea que representara a todos los
hombres era como fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que
ha atareado durante siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más
lejos, don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a
los orientales y también a los grandes precursores y también a los hombres de barba
roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega.
¿Representaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres
hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los
de Nueva Zelanda? (CC: 445-446).
El lenguaje cobrará también especial relevancia política en Borges gracias
a otro tema: el nazismo. Durante la Segunda Guerra Mundial, Argentina
mantendría una actitud de cortesía hacia el Tercer Reich. Los altos
estamentos criollos y alemanes consideraban a la Alemania nazi sinónimo de
orden, de eficacia y de modernidad armamentística. El 15 de enero de 1942,
los países del Cono Sur convocaron una reunión en Río de Janeiro con la
finalidad de replantearse sus relaciones con el Eje. Salvo Chile y Argentina,
todos los participantes del Congreso rompieron sus relaciones con Italia,
Japón y Alemania. Argentina se convirtió entonces en aliada económica de
Hitler y creó vínculos de unión tanto a nivel cultural como social con el
Tercer Reich (Gómez, 2004: 23).
En este contexto histórico, desde varias revistas, pero sobre todo desde la
revista Sur, Borges escribió contra la ideología nazi, haciendo uso del
discurso como arma política (Louis, 2007: 28-29). Annick Louis distingue
tres grupos textuales en referencia a este tema:
1. Los formados por textos que se refieren explícitamente a la guerra o al
nazismo.
2. Los formados por textos que presentan referencias oblicuas a los
acontecimientos políticos en el nuevo marco de reflexiones literarias o
culturales.
3. Los formados a partir de los libros alemanes publicados bajo el régimen
hitleriano, la censura en que la Alemania nazi piensa la historia de su literatura,
a partir de la segunda mitad de la década del 30 (ibíd.: 33-34).
Nosotros podemos añadir, al menos, un ejemplo de cada tipo. Sobre el
primer tipo textual señalado por la profesora Louis, podemos aportar
«Vindicación del 1900», publicado en la revista Saber vivir en el año 1945.
Aquí Borges arremete contra el nazismo y el comunismo, increpa a un
periodista que ha señalado lo «estúpido» que ha resultado el siglo XX en
comparación con el XIX:
El problema del año 1900 visto por 1945 no es otra cosa que un aspecto de un
problema más amplio: el siglo XIX juzgado por el siglo XX. Por la boca de un
periodista, el siglo XX ha calificado de «estúpido» al siglo XIX; tal vez no es ilícito
recordar que las doctrinas por las que están muriendo los hombres del siglo XX —
nazismo y comunismo— son invenciones del siglo XIX. El nazismo procede
notoriamente de Fichte y de Carlyle; el marxismo no carece de toda relación con
Karl Marx (TRII: 229).
Sobre el segundo tipo, podemos aportar el artículo «Hilda Roderick Ellis.
The road to hell. Cambridge University Press, 1945», publicado en Los
Andes de Buenos Aires en marzo de 1946. A partir de la obra de Roderick,
Borges aprovecha para «incursionar» en la Alemania nazi y analizar lo que
allí ocurre:
Hay paraísos contemplativos, paraísos voluptuosos; paraísos que tienen la forma del
cuerpo humano (Swedenborg), paraísos de aniquilación y de caos, pero no hay otro
paraíso guerrero, no hay otro paraíso cuya delicia esté en el combate. Mil y un
doctores alemanes lo han invocado para demostrar el temple viril de las viejas tribus
germánicas. Fuera de algunas líneas de César y de Cornelio Tácito, los alemanes
han perdido toda memoria de su mitología; nadie ignora que se han acogido a la de
los vikingos (TRII: 236).
Sobre el tercero y último tipo, podemos aportar «Alfredo Cahn. Cuentistas
de la Alemania libre», publicado en Buenos Aires en 1936, y que es un
análisis de Borges sobre esta obra escrita bajo la germanofilia de su autor. En
el artículo, Borges sospecha del adjetivo «libre» que aparece en la obra de
Cahn ya desde su título y que pretende preludiar algo importante:
Un antiguo rencor spenceriano de Hombre contra el Estado me hace abrazar con
todo fervor la tesis de Cahn y presuponer que los autores que gozan del favor
especial «de las autoridades políticas de Alemania» son verosímilmente tan nulos
como los que detentan igual favor en la Rusia soviética —a quienes tampoco he
leído— (TRII: 63).
En relación con el lenguaje y la política, quien mejor ha estudiado las
relaciones —o enfrentamientos— de Borges con el nazismo ha sido Antonio
Gómez López-Quiñones (2004). Según Gómez, la batalla contra el Tercer
Reich de Borges se erige sobre dos fuentes lingüísticas: a través de un
acercamiento a la Cábala y a través de un rechazo del discurso nazi, un
problema que Borges no ignoró.
En primer lugar, el autor señala los rasgos que atrajeron a Borges del
judaísmo y que motivaron su oposición al antisemitismo. Ambas
motivaciones son lingüísticas:
1) Le atrajo la importancia del lenguaje en la Cábala: para Borges, el
lenguaje funciona no como un medio por el que se transita de la realidad a la
epistemología humana, sino como «un filtro con un peso específico y con un
grosor propio. Un filtro que no sólo muestra o refleja, sino en el que también
hay/existe realidad».
2) El método hermenéutico de la Cábala, donde lo que más le atrae es la
relación intelectual entre el texto doctrinal y su pueblo, entre la Torá y el
pueblo judío (ibíd.: 36-38).
En segundo lugar, Borges sostendrá, afirma Gómez, que el lenguaje es la
mejor arma con la que cuenta Hitler:
Borges sitúa […] el lenguaje en el centro mismo de la problemática del Nazismo y
del Judaísmo. Ambos son concebidos por este autor como dos movimientos
culturales que hacen dos usos muy distintos del lenguaje, del discurso, y de la
institución literaria. El Nazismo pretendió estrechar los márgenes y rebajar la
heterogeneidad del fenómeno lingüístico. La lengua alemana debía ser un reflejo del
«ser» alemán que, por supuesto, ya habría sido fijado por los ideólogos del régimen.
El discurso tenía la obligación de rendirse al sublime destino imperial de la nación.
La institución literaria debía afrontar la responsabilidad de propagar y estimular los
aspectos más significativos del proyecto político que había devuelto a Alemania su
auténtica dimensión y su esplendorosa esencia (ibíd.: 46).
Lo cierto es que Borges estuvo muy acertado en su acusación. Quien mejor
ha tratado el problema del lenguaje en el nazismo ha sido una de sus
víctimas: Víctor Klemperer. En su obra LTI. El lenguaje del Tercer Reich, el
catedrático estudia la LTI (Lingua Tertii Imperii) gestada bajo el Gobierno de
Adolf Hitler. En su doble condición de judío y de catedrático de Literatura
Francesa, el estudio de Klemperer supone uno de los trabajos más
interesantes que se han escrito sobre el tema.[11] El profesor hebreo subraya
la importancia del lenguaje en los sistemas políticos basados en el
irracionalismo:
así como se suele hablar del rostro de una época o de un país, la expresión de una
época se define también por su lenguaje. El Tercer Reich se expresa con una
uniformidad espantosa en todas sus manifestaciones y en toda la herencia que ha
dejado: tanto en la fanfarronería desmesurada de sus pomposos edificios como en
sus ruinas, tanto en el tipo de soldados y hombres de la SA y la SS, profusamente
retratados como prototipos ideales en carteles siempre diferentes y, no obstante,
siempre iguales, como en sus autopistas y fosas comunes (Klemperer, 2012: 24-25).
La importancia del lenguaje se encontraba en el control sobre los medios
de comunicación y en la repetición constante:
El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través
de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía
repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e
inconsciente (ibíd.: 31).
Así, el lenguaje se convierte en un veneno capaz de contaminar todo a su
paso:
Pero el lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones,
dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la
inconsciencia con que me entrego a él. ¿Y si la lengua culta se ha formado a partir
de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas? Las
palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse
cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto
tóxico. Si alguien dice una y otra vez «fanático» en vez de «heroico» y «virtuoso»,
creerá finalmente que, en efecto, un fanático es un héroe virtuoso y que sin
fanatismo no se puede ser héroe (ibíd.).
Borges supo ver lo que Klemperer denunciaba, sin haberlo vivido ni leído.
[12] Tal es así que el primer artículo de Borges publicado en Sur es contra el
nazismo y lleva por título «Una pedagogía del odio». Allí comenta un libro
propagandístico nazi destinado al público infantil: Trau Keinem Fuchs aut
gruener Heid und Keinem bei seinem Eid. El artículo apareció en mayo de
1937, y el argumento principal de Borges es que el proyecto de Hitler no deja
de ser un proyecto textual basado en una ideología llena de prejuicios y odio
(Gómez, 2004: 94-98). Sin embargo, donde queda más patente esta idea
borgeana es en su cuento «Deutsches Requiem», publicado en El Aleph
(1949). La historia está narrada desde la perspectiva de Otto Dietrich sur
Linde, un nazi capturado por los aliados que fue subdirector del campo de
concentración de Tarnowitz en febrero de 1941:
El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia. El
cobarde se prueba entre las espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen
de las cárceles y el dolor ajeno. El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un
despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo (CC: 282).
Como ha señalado Gómez, la perspectiva de zur Linde choca con la del
editor, que continuamente nos hace dudar de las palabras del soldado nazi, lo
que bien podría significar que el nazismo, en buena parte, no hacía más que
sustentarse en el discurso, en la textualidad vacía pero potente de sus
mensajes:
El nacionalismo, asociado al carácter dictatorial, autoritario y racista del Nazismo,
no solo hace uso de la institución literaria, sino que, además, la adultera para que
esta sirva a sus intereses lo más servilmente posible. Borges, tanto en sus artículos,
como en el discurso de agradecimiento o en «Detsches Requiem», presta una
consideración especial al abuso y desvirtuación de las distintas «textualidades» que
influyen en la construcción de la identidad nacional (Gómez, 2004: 125).
La lucha de Borges contra el nazismo y el peronismo fue constante. En
marzo de 1945, Borges firma el «Manifiesto de escritores y artistas» en
Antinazi. Sus peticiones son las siguientes:
1. Levantamiento del estado de sitio y restablecimiento de las garantías
constitucionales.
2. Libertad sin demora de los presos políticos.
3. Restablecimiento de la autonomía universitaria acorde a los postulados
de la Reforma y restablecimiento de la ley de 1420 de la enseñanza laica, así
como la reincorporación del profesorado y de los estudiantes apartados de
forma arbitraria.
4. Convocatoria a elecciones sin fraude y sin violencia.
5. Cumplimiento de los compromisos internacionalmente contraídos, así
como el reanudamiento de las relaciones amistosas con los países
democráticos del mundo y la colaboración con la paz en Naciones Unidas.
6. Disolución de las organizaciones quintacolumnistas y lucha contra el
espionaje nazi (TRII: 355-366).
Como puede observarse, el nominalismo que profesó Borges, unido a su
escepticismo, le sirvió para desconfiar de los mensajes que el Tercer Reich
continuamente lanzaba al mundo y que tan buena acogida tuvieron en
Argentina, hasta el punto de que la revista Crisol, en enero de 1934, llegó a
acusar a nuestro autor de tener ascendencia judía. Borges responde —no sin
algo de sentido del humor— en la revista Megáfono con un artículo titulado
«Yo, judío».[13] Su principal argumento estriba en la arbitrariedad de los
racistas a la hora de buscar una víctima:
Nuestros inquisidores buscan hebreos, nunca fenicios, garamantas, escitas,
babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios,
paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y
lapitas. Las noches de Alejandría, de Babilonia, de Cartago, de Menfis, nunca
pudieron engendrar un abuelo; solo a las tribus del bituminoso Mar Muerto fue
deparado ese don (TRII: 90).
Entroncamos aquí con un tema que preocupó también mucho a Borges: el
nacionalismo. Ya sea contra los nacionalistas o contra los nacionalsocialistas,
Borges siempre realizó una argumentación rigurosamente racional y analítica
contra sus tesis y nunca se dejó llevar por pasiones. Su posicionamiento
siempre fue lingüístico, siempre fue textual:
Todos los reproches de Borges contra los germanófilos argentinos tienen como
diana la falta de consistencia, elaboración y exigencia intelectual con que estos
explican sus preferencias políticas. De hecho, Borges no se ocupa directamente de
los crímenes de Hitler o de las consecuencias históricas que el Nacional-Socialismo
podría tener en Argentina de imponerse como doctrina oficial, sino que se encarga
exclusivamente de los atentados contra la lógica y la razón en los que se ha
enquistado esta corriente política (Gómez, 2004: 42).
No en vano, escribe Borges en Otras Inquisiciones:
Desde el principio, comprendí que era inútil interrogar a los mismos protagonistas.
Esos versátiles, a fuerza de ejercer la incoherencia, han perdido toda noción de que
esta debe justificarse: veneran la raza germánica, pero abominan de la América
«sajona»; condenan los artículos de Versailles, pero aplaudieron los prodigios del
Blitzkrieg; son antisemitas, pero profesan una religión de origen hebreo; bendicen la
guerra submarina, pero reprueban con vigor las piraterías británicas; denuncian el
imperialismo, pero vindican y promulgan la tesis del espacio vital; idolatran a San
Martín, pero opinan que la independencia de América fue un error; aplican a los
actos de Inglaterra el canon de Jesús, pero a los de Alemania el de Zarathustra (OI:
202-203).
De hecho, uno de los relatos más escalofriantes —y uno de los menos
famosos— escrito por Borges en colaboración con Adolfo Bioy Casares bajo
el pseudónimo de Bustos Domecq es «La fiesta del monstruo». Se trata de
una sátira contra el dictador Perón y contra el antisemitismo argentino. Este
cuento, que tiene forma epistolar, está dirigido a una tal Nelly y narra las
aventuras de un grupo de «descamisados» que se dedican a cometer crímenes
en la ciudad para satisfacer al Monstruo, pseudónimo bajo el que se nombra
a Perón. Al final del cuento, este grupo, que en principio parecía inofensivo,
mata a un joven estudiante judío por pura diversión y movidos por el calor de
la masa. Lo escalofriante de la historia es que está escrita en un lenguaje
vulgar, lo que incide en el bajo nivel cultural de los asaltantes y, además, en
un tono de alegría que choca con los crímenes que estos «descamisados»
perpetran:
Lo pusimos de guardarropa al pibe Saulino, que así no pudo participar en el
apedreo. El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó
las encías, y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé
otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los
impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue desopilante; el jude se puso de
rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron
las campanas de Montserrat se cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos
desfogamos un rato más, con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro Nelly,
pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos
se rieran, me hizo clavar la cortaplumita en lo que hacía las veces de cara (OCC:
464).
En el seno de la ideología peronista se habían fraguado una serie de rasgos
que harían que Borges la rechazara de plano.[14] Uno de ellos es el
importante factor nacionalista que Perón profesaba. Floria y García Belsunce
opinan que era uno de los factores más importantes dentro del caudillaje
peronista, pero también uno de los elementos más radicalmente opuestos al
liberalismo argentino:
La idea de reemplazar un Estado neutro por un Estado dirigista, la posición
antiliberal tanto en política como en economía —el liberalismo es neutralismo que
favorece a los más fuertes en detrimento de los más débiles—, la desconfianza hacia
los partidos políticos admitidos como necesarios ante la evolución incompleta de la
sociedad, lo que significaba admitirlos solo temporariamente, eran notas comunes a
las prédicas de las corrientes nacionalista y algunas de ellas ya estaban incluidas en
la posición uriburista de 1930, aunque en un contexto de nacionalismo elitista (Floria
y García Belsunce, 1988: 145).
En el siguiente apartado, estudiaremos el nacionalismo desde la
perspectiva de Borges.

Borges como «clérigo». Nacionalismo en Borges (década del treinta en


adelante)
Antes de continuar, creemos que es necesario establecer aquí la distinción
que el hispanista Robert Lemm hace entre «patria» y «gobierno» en relación
a la obra de Borges y a la infinidad de acusaciones que continuamente
cercaron al escritor argentino:
Mucho se le reprochó a Borges no haber sido suficientemente latinoamericano o
argentino con vehemencia. La causa del reproche es un error de concepto en el que
se confunde patria con gobiernos. Nadie diría que Sócrates despreciaba a Atenas o
Séneca a Roma. El conflicto que estos filósofos tuvieron con los representantes del
Estado —y que causó su muerte— no era desamor por un país y sus tradiciones. Al
contrario. A Borges siempre le interesó el carácter secreto de su país. Quería saber
cómo se manifestaba allí el arquetipo y cuál era su significación en la multiplicidad
de lo humano (2005: 19-20).
Por tanto, Borges jamás odió a su país a pesar de que rechazaba la
ideología nacionalista argentina. Cuando María Esther Vázquez pregunta al
bonaerense si se considera un escritor latinoamericano, Borges contesta:
«¡Qué duda cabe!» (Vázquez, 2001: 137). También relata Borges más
adelante que no siempre odió el nacionalismo:
Cuando era joven era nacionalista bajo la influencia de Macedonio Fernández, que
llevaba el nacionalismo a un grado exagerado. Recuerdo que yo había leído un
artículo muy lindo de Unamuno en Caras y caretas. Él admitió que ese artículo era
excelente, pero su comentario fue el siguiente: «Vos ves, ahora hasta los gallegos
son inteligentes y son inteligentes —terminaba— porque saben que los leemos en
Buenos Aires». De modo que el mérito de ese artículo, que escribió Unamuno sin
pensar en su eventual publicación en Buenos Aires, correspondía solo a Buenos
Aires (ibíd.: 288-289).
Finalmente, cuando su amiga pregunta al escritor sobre sus motivos para
tal descreimiento, este responde: «Yo creo que los nacionalistas» (ibíd.: 289).
Ese cambio radical, ese viraje ideológico, se dará en 1930 con el golpe de
Uriburu a Yrigoyen. Será entonces cuando Borges escribirá en su ensayo
Discusión un artículo titulado «El escritor argentino y la tradición», que
marcará para siempre su rumbo argumentativo en lo concerniente a los
nacionalismos. Borges comienza el ensayo negando que exista un problema
de identidad en el seno de su país:
Creo que nos enfrenta un tema retórico, apto para desarrollos patéticos; más que una
verdadera dificultad mental entiendo que se trata de una apariencia, de un simulacro,
de un seudoproblema (D: 188).
Después sostiene que pretender definir la poesía argentina a partir de las
peculiaridades locales es un error, amén de un artificio (D: 193). Su
argumento se basa en los hechos, es decir, en la literatura universal, que
nunca ha caído en semejantes desmanes:
Sir ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le
hubiera negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos
y latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo
a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a
escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto
argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían
rechazar por foráneo (D: 194-195).
Además, Borges hace uso de la observación que el historiador Gibbon hizo
en su Historia de la decadencia y caída del imperio romano sobre la ausencia
de camellos en el Corán. Mahoma no menciona a los camellos porque son
parte de su realidad; sin embargo, arguye Borges, de haberse tratado de un
falso Mahoma habría añadido y llenado los pasajes coránicos con camellos
(D: 195).
Otro argumento que utiliza Borges consiste en desarticular el amor
nacionalista hacia los argentinos afirmando que no se puede respetar la
tradición literaria al mismo tiempo que se pretende introducir en ella temas
elaborados desde la política (D: 198). Finalmente, el bonaerense encuentra
una solución al supuesto problema:
¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay
problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y
creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener
los habitantes de una u otra nación occidental (D: 200).
Es decir, que los argentinos tienen todo el derecho a la cultura de
Occidente, sin complejos ni contemplaciones. Tal es la posición que Borges
sostendrá a lo largo de su vida y que se reflejará en su obra.
Según José Eduardo González, en su cuento «Pierre Menard, autor del
Quijote» incluido en Ficciones (1944), Borges pretendía poner de manifiesto
que lo verdaderamente importante en el arte es la creación literaria, estética, y
no las ideas políticas o morales que el autor pueda profesar (Dadove, 2008:
128). González no está desencaminado en su análisis, ya que Borges ha escrito
que «Es una insípida y notoria verdad que el arte no debe estar al servicio de la
política. Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o de
artillería liberal o de repostería endecasílaba» (TRII: 343). Por eso, González
cree que esta visión intelectual desinteresada de Borges responde a las
influencias de las lecturas que el argentino hizo de la obra de Julien Benda, en
concreto se basa en un fragmento de «Pierre Menard»:
Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el Don Quijote de
Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand
Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías! (CC: 114).
González no es el único autor que ha visto estas influencias. Beatriz Sarlo
también. Veamos en qué consisten.
La tesis principal de Julien Benda en su La traición de los clérigos,
término que esconde en realidad el concepto de «intelectuales», es que estos
son o deberían ser aquellos «hombres cuya función es defender valores
eternos y desinteresados como la justicia y la razón» (Benda, 2000: 45); sin
embargo, los clérigos traicionan su función en pro de la praxis. Por tanto,
«clérigo», en el peculiar lenguaje de Benda, es un término laico. El ensayo
pretende ser una denuncia de todo aquello que, en opinión de Benda, hacen
mal los pensadores modernos.
Aunque lo que nos interesa de este libro es el pensamiento de Benda en
relación con el nacionalismo, es necesario que expliquemos que según este
autor, existen dos tipos de civilizaciones: 1) Una civilización artística e
intelectual, que se centra en la creación de obras de arte y del espíritu; y 2) una
civilización moral y política, que se encarga de legislar sobre las relaciones
morales entre los hombres (ibíd.: 61). Sin duda, Borges pertenecería al primer
tipo.
En relación con el nacionalismo, Benda denuncia el racismo como una
pasión a la que los clérigos se adhieren:
Señalaré otro rasgo del carácter que adquiere el patriotismo en el clérigo moderno:
la xenofobia. El odio del hombre por el «hombre de afuera» (el extranjero), su
proscripción, su desprecio por aquello que no «es de aquí». Todas estas actitudes,
tan constantes en los pueblos y aparentemente necesarias para su existencia, las han
adoptado hoy día hombres dichos de pensamiento, y con una gravedad de
aplicación, con una ausencia de ingenuidad, que no contribuyen poco a hacer esta
adopción sea cuando menos digna de mención (ibíd.: 159).
Benda argumenta que los clérigos nacionalistas «se niegan» a la idea de
«que por encima de sus naciones existe un desarrollo de orden superior por el
que serán arrollados, como todas las cosas» (ibíd.: 162), y agrega que poseen
una «voluntad de relacionar la forma de su espíritu con una forma de espíritu
nacional, que naturalmente enarbolan contra otras formas de espíritu
nacionales» (ibíd.: 163). Por ello, cree que el clérigo moderno apuesta por el
espíritu gregario (ibíd.: 165). Benda critica que la moral por la que se inclinan
estos clérigos sea una moral local y no universal:
Sabemos que, desde hace medio siglo, toda una escuela, no solo de hombres de
acción, sino también de graves filósofos, enseña que un pueblo debe hacerse una
concepción de sus derechos y de sus deberes inspirada en el estudio de su genio
especial, de su historia, de su posición geográfica, de las circunstancias particulares
en las que se encuentra, y no en los postulados de una supuesta consciencia del
hombre de todos los tiempos y de todos los lugares (ibíd.: 189).
Para Benda, que el clérigo predique nacionalismo es sinónimo de
incitación al egoísmo:
Incitar a sus compatriotas a no conocer más que una moral personal y a rechazar
cualquier moral universal es mostrarse un maestro en el arte de incitarlos a que se
quieran distintos a todos los demás hombres, es decir, en el arte de perfeccionar en
ellos, al menos bajo uno de sus modos, la pasión nacional (ibíd.: 191).
Según el pensador francés, este particularismo, este nacionalismo, acaba en
una inversión de los valores:
La religión de lo particular y el desprecio de lo universal es una inversión de valores
que caracteriza en general la enseñanza del clérigo moderno, y que este proclama en
una esfera del pensamiento mucho más noble que la política (ibíd.: 193).
Las semejanzas con lo que hemos visto en este apartado a propósito de
Borges y del nacionalismo resultan evidentes: el carácter universal por el que
Borges se decantaba, el sentimiento de ser fiel al hecho mismo de escribir en
libertad (independientemente de la ideología del que lo hace) y la denuncia de
la inversión de los valores que el autor de El Aleph intuía como resultado de
las actitudes gregarias. Para Benda, lo que enseñan los clérigos modernos
puede resumirse en lo siguiente:
1) El hombre es grande en tanto piensa como lo ha hecho su raza, sus
antepasados (se obvia el individualismo).
2) El número grupal hace válidos los derechos (ibíd.: 212-213).
Y advierte Benda:
Nuestra era habrá visto a sacerdotes del espíritu enseñar que la forma loable del
pensamiento es la forma gregaria y que el pensamiento independiente es
despreciable. Por lo demás, no cabe duda de que un grupo que quiere ser fuerte no
tiene nada que hacer con un hombre que pretende pensar por su cuenta (ibíd.: 213).
Lo cierto es que el autor francés parece estar hablando de Borges, ya que
como ha escrito Carlos Alberto Montaner:
Por muchos años Borges ha sido centro de una feroz polémica. La izquierda no le
perdona que no sea antiyanqui, ni antijudío, ni que condene las dictaduras
comunistas. La derecha, especialmente la de su país, le censura la firme oposición al
fascismo de los peronistas (1999: 159).
Sea como fuere, muchas de las cualidades que Benda cree que debe tener
un clérigo no moderno, no nacionalista, las encontramos en nuestro escritor.
Como ha apuntado Gómez sobre el nacionalismo en Borges:
Estamos ante uno de los temas que otorgan a Borges una mayor contemporaneidad
y modernidad. Su visión del sujeto, así como de la identidad nacional, no está
basada en posturas esencialistas de corte romántico. Con su típica actitud descreída
frente a todos y cada uno de los movimientos populistas que apelaban a los
sentimientos colectivos, este autor afirma que «ser» alemán o «ser» inglés no
significa, «per se», absolutamente nada. Existe, por el contrario, una serie de valores
culturalmente artificiales, contingentes y alterables que, desde diversas instancias,
son creados, recreados y adaptados de una manera incesante. Estos valores no
brotan de un alma colectiva (una suerte de Volgeist), como tampoco surgen de un
Ser individual, sino de complejos procesos ideológicos que extienden e imponen
una determinada imagen de lo que es o debe ser un «alemán» o un «inglés» (Gómez,
2004: 114).
De ahí que para Gómez, lo que Borges rechaza en realidad es un tipo de
nacionalismo excluyente que apuesta por la elaboración de una identidad
colectiva, sea la que sea: basada en el orgullo nacional, la defensa de una
lengua, el conocimiento de una tradición frente a otra, etc. (ibíd.: 125). Esto
lo vemos en el descreimiento borgeano de una identidad argentina única y
pura. Por el contrario, sí cree posible que esta se halle en la pluralidad:
Claro, se habla de una busca de la identidad, pero, mejor es no encontrarla, me
parece; ya que somos, bueno, como he dicho más de una vez, digamos occidentales
y europeos en el destierro, en un feliz destierro. Ahora, curiosamente los
nacionalistas insisten en negar el rasgo diferencial de este país, que es la fuerte
inmigración (Borges y Ferrari, 2001: 81).
Una de las pocas autoras que ha defendido la «argentinidad» en Borges ha
sido Beatriz Sarlo. Sarlo estima que Borges se ha universalizado tanto por
parte de la crítica que casi ha perdido toda relación con su país natal; sin
embargo, está convencida de que es uno de los escritores más genuinamente
argentinos que existen:
No existe un escritor más argentino que Borges: él se interrogó, como nadie, sobre
la forma de la literatura en una de las orillas de Occidente. En Borges, el tono
nacional no depende de la representación de las cosas sino de la presentación de una
pregunta: ¿Cómo puede escribirse literatura en una nación culturalmente periférica?
La obra de Borges nunca deja de rodear este problema que pertenece al núcleo de
las grandes cuestiones abiertas en una nación joven, sin fuertes tradiciones
culturales propias, colocada en el extremo sur de los dominios de España en
América, tierras finales que fueron la sede del virreinato menos rico, que tampoco
pudo exhibir, como otras naciones latinoamericanas, grandes formaciones indígenas
precolombinas (Sarlo, 2007: 5).
Así, para la autora, Borges es un escritor en «conflicto» escorado en una
literatura «bifronte», es decir, que en sus escritos se da la dicotomía
cosmopolitismo/nacional (ibíd.: 5-6). Sarlo está convencida de que Borges
leyó a su manera particular la literatura universal, porque primero pudo leer
la literatura rioplatense (ibíd.: 7). De ahí que afirme que Borges es un escritor
en las orillas, entendiendo «orilla» como límite, margen, costa, playa (ibíd.:
35). Escribe Sarlo:
La topografía de «las orillas» se revela en el divagar lento del paseante y también en
el discurrir del lector siguiendo los rastros de la literatura argentina que Borges
reconoce en el siglo XIX: la poesía gauchesca (ibíd.: 39).
La tesis de Sarlo está en consonancia con una de las tesis defendidas por
Borges: para ser un escritor representativo de un país no es necesario que su
obra haga referencia a elementos folclóricos del mismo. Leemos en Borges:
Es curioso —no creo que esto haya sido observado hasta ahora— que los países
hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por
ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al Dr. Johnson como representante; pero no,
Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es —digámoslo así— el menos
inglés de los escritores ingleses (BO: 17).
Borges también nombra el caso de Goethe en Alemania, Víctor Hugo en
Francia y Miguel de Cervantes en España. El autor de El Aleph opina que lo
que los países eligen en realidad al decantarse a favor de un escritor es «una
suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus
defectos» (BO: 18). ¿Será ese el caso de Borges, escritor argentino por
antonomasia? De lo que no cabe la menor duda es que la postura del escritor
bonaerense en relación al nacionalismo entra dentro de l a libertad social,
personal, local, racial, nacional, política e internacional, tal y como las
expusimos más arriba a partir de la obra de L.T. Hobhouse, y que se enmarca
perfectamente en el pensamiento liberal.
V.
CONCLUSIÓN

El pensamiento político de Jorge Luis Borges resulta controvertido, amén de


complicado. No solo debido a la gran cantidad de autores que leyó a lo largo
de su vida, sino también a causa de la complejidad de sus planteamientos,
llegando a dificultar el rastro intelectual de los mismos.
Borges dejó una gran cantidad de entrevistas que han resultado de gran
utilidad de cara a la realización de este trabajo. Asimismo, el número
limitado, pero profundo, de su obra poética, narrativa y ensayística también
han facilitado la configuración de su filosofía política.
En primer lugar, hemos visto que, en esencia, existen dos Borges. Un
Borges de juventud caracterizado por el nacionalismo, el yrigoyenismo y una
marcada preocupación por las políticas de izquierdas, cuyo primer período
comprende desde 1919, aproximadamente, hasta 1930. Y un segundo Borges,
conservador de dicho —no de hecho—, de tendencias liberales, preocupado
por el avance de los totalitarismos y del nacionalismo, en clara oposición al
peronismo, cuyo período va desde 1930 hasta su muerte. Bruno Bosteels lo
resume a grandes rasgos, como sigue:
Fervor juvenil por el anarquismo al estilo de Pío Baroja, seguido por una breve etapa
de simpatía bolchevique en los años veinte; radicalismo y apoyo electoral a la
campaña de Irigoyen antes de la «década infame»; fuerte compromiso antifascista y
antinazi en los años treinta y cuarenta; oposición indignada al peronismo a lo largo
de su historia y en todas sus variantes; adscripción oficial al Partido Conservador,
presentada como una forma de escepticismo; apoyo inicial a las dictaduras militares
en Chile y Argentina, con arrepentimiento público tardío; declaración de entusiasmo
por la transición democrática; retirada y muerte en la neutralidad familiar de Ginebra
(Dabove, 2008: 252).
En segundo lugar, hemos sostenido como tesis central de este trabajo que
Borges, más que situarse, políticamente hablando, en el anarquismo,
profesaba el liberalismo de corte sajón que va desde John Locke hasta
Herbert Spencer. A partir de las afirmaciones de autores como Jaime Rest
(2009: 33), Blas Matamoro (1971: 173), Alejandra Salinas (2010) o incluso
según las confesiones del propio Borges (Burgin, 1974: 124), que lo
presentan como liberal, hemos tratado de descubrir por qué debería
encuadrarse en esta tipología política. Su escepticismo frente al Estado a
favor del individuo; la libertad de escritura, pensamiento y opinión de la que
hacía gala; su rechazo a los totalitarismos (aunque al principio les dio su
apoyo, pronto rectificó sobre los dictadores Pinochet y Videla), su rechazo de
los sistemas con aspiraciones totalizadoras, su pertenencia a la modernidad,
etc.; son algunas de las características que convierten a Borges en un autor
liberal, ya lo asumiera consciente o inconscientemente.
Por otro lado, podemos extraer una serie de rasgos propios de la filosofía
política de Borges a partir de lo planteado aquí, a saber:
1. Borges fue un escritor comprometido con la Cultura como respuesta a
la política. ¿Qué entendemos por cultura? Seguro que al lector no se le
escapa la dificultad que entraña definir un concepto de tal calibre. Las
definiciones pueden ser infinitas dependiendo de los intereses personales,
artísticos o incluso culturales del definidor. Creemos que el fondo metafísico
de Borges era precisamente la Cultura, con mayúsculas, de ahí que se hayan
vertido ríos de tinta intentando establecer o dar por finiquitada una respuesta
última que aclare dicho fondo en nuestro escritor. Por Cultura entendemos el
conjunto infinito de interrelaciones que poseen entre sí las distintas ramas del
saber, desde la pintura a la escritura, pasando por la arquitectura y las
matemáticas, así ad infinitum. Es sabido que Jorge de Burgos, uno de los
personajes de la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, es un trasunto
de Jorge Luis Borges. Jorge de Burgos es mayor, ciego y —al igual que
Borges— parecía haber leído todos los libros. Fray Guillermo de Baskerville
se pregunta sobre él: «¿Cómo hizo para acumular tanto saber antes de
volverse ciego?». Aunque la cuestión se nos antoje algo infantil, creemos que
se trata de una pregunta que todo lector de Borges se ha hecho al menos una
vez. El motivo a este planteamiento reside en que Borges apostaba por la
Cultura como cura contra la política. Esto se percibe en que se opuso
abiertamente al nazismo, al comunismo, al fascismo y al peronismo. Dejando
siempre claro lo que pensaba, aun a riesgo de sufrir daños personales y
cuando la mayoría de sus compañeros intelectuales apoyaban dichas causas.
Así, apostó por la palabra en vez de decantarse por la guerra (aunque esta le
fascinara). Como sostiene Isabel Ackerley, la «coexistencia social tiende al
caos, a la perversión de los sentidos, donde no existe otro orden que el libre
albedrío de un Aleph que deforma continuamente la realidad. En esta realidad
Borges, que vivió el siglo de las guerras, nos ofrenda un mundo enriquecido a
través de la palabra» (Ackerley, 2009).
2. Borges fue políticamente coherente. Siempre defendió aquellas ideas en
las que creía. Cuando cambiaba de opinión, reconocía haberlo hecho y,
mostrando coherencia, defendía su nueva postura, aunque ello implicara
rectificar en público.
3. Borges fue tolerante en política. Nunca trató de convencer a nadie para
que cambiara de opinión. De igual forma, nunca dejó que nadie lo forzara a
cambiar por otro medio que no fuera el diálogo razonado. Sus textos siempre
daban pie a la reflexión, dejando la última palabra a sus lectores. En ellos
nunca pontificaba sobre un tema.
4. Borges fue un escritor libre. Y ello tuvo un impacto social y político. En
el sentido indicado por Víctor Bravo, a causa de ejercer la crítica y de usar su
libertad, puede decirse de Borges que es moderno:
Sin duda que la conciencia crítica y la libertad constituyen uno de los principales
logros de la modernidad. Este hallazgo, en una de las más interesantes
contradicciones de la modernidad, rompe con el valor fundamental de toda sociedad
y todo orden, con su centro de cohesión: el sometimiento, la identificación, la
subordinación (Bravo, 2004: 16-17).
5. Borges fue un escritor con una filosofía política compleja. Al igual que
en el uso de los géneros literarios que daba a sus cuentos, Borges nunca se
mantuvo fiel a un único ideario político. Ello complica cualquier clasificación
por parte de sus exégetas.
6. La filosofía política de Borges posee una base erudito-libresca. En este
sentido, siempre fue más politólogo que político. Todos los conceptos que
manejaba los había aprendido de los libros o de la lectura de los diarios. En
esta línea, nuestro autor escribe el cuento «Utopía de un hombre que está
cansado», de El libro de arena (1975), siguiendo con la larga tradición
utópica que va desde La República de Platón, pasando por Utopía de Tomás
Moro, y que culmina en obras modernas como La rebelión de Atlas de Ayn
Rand o Una utopía moderna de Wells. Su protagonista, Eudoro Acevedo,
viaja al futuro, donde lo recibe un hombre que habla latín. Allí se define al
político negativamente. Como hemos visto es sabido que Borges no admiraba
a los gestores de lo público:
De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o
un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos
vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos
(CC: 487).
En el futuro (¿en su utopía?), los representantes del clamor popular han
desaparecido:
Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones,
declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y
pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de
publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios
honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda
habrá sido más compleja que este resumen (CC: 489).
En definitiva, Borges fue un escritor políticamente complejo, acorde a
tiempos políticamente convulsos. Ya sea por el momento que le tocó vivir o
por la predisposición del propio escritor al pesimismo, lo cierto es que Jorge
Luis Borges es una de las figuras más relevantes del panorama
hispanoamericano e internacional. Su inquietud lectora ha dado mucho de sí:
a un gran escritor, a un gran pensador y, sobre todo, ha dado a sus lectores la
oportunidad de pensar por sí mismos, al no posicionarse nunca por una
respuesta concreta, dejando siempre al lector la última palabra, fiel a su
preocupación primera: la literatura como forma de cultura fiel a la libertad
que, con sus actos y sus obras defendió como pocos lo hicieron en el siglo
XX.
BIBLIOGRAFÍA

ACKERLEY, I. (2009): «J.L. Borges y la Ética», en Babab [en línea], n.º 34,
disponible en: <http://www.babab.com/ no34/borges34.php> [Consultado el
día 30 de mayo de 2013].
BARNATÁN, M.R. (1978): Conocer Borges y su obra, Editorial Dopesa,
Barcelona.
BENDA, J. (2000): La traición de los clérigos, Círculo de lectores, Barcelona.
BORGES, J.L. (1981): Obras completas en colaboración. 1. Con Adolfo Bioy
Casares, Alianza Editorial, Madrid.
— (1988): Cartas de juventud (1921-1922), Editorial Orígenes, Madrid.
— y FERRARI, O. (1992): Diálogos, Editorial Seix Barral, Barcelona.
— (1994): El tamaño de mi esperanza, Editorial Seix Barral, Barcelona.
— y CLEMENTE, J.E. (1996): El lenguaje de Buenos Aires, Emecé Editores,
Buenos Aires.
— (1997): Textos recobrados, 1919-1929, Emecé Editores, Madrid.
— y ZEMBORAIN, E. (1997): Introducción a la literatura norte-americana,
Alianza Editorial, Madrid.
— (1999): Cartas del fervor. Correspondencia con Maurice Abramovicz y
Jacobo Sureda, Barcelona, Editorial Galaxia Gutenberg.
— (1999): Un ensayo autobiográfico, Editorial Galaxia Gutenberg,
Barcelona.
— (2001): Textos recobrados. 1931-1955, Emecé Editores, Barcelona.
— y FERRARI, O. (2001): Reencuentro. Diálogos inéditos, Editorial
Sudamericana, Barcelona.
— (2003): Borges oral, Alianza Editorial, Madrid.
— (2007): Discusión, Alianza Editorial, Madrid.
— (2007): Historia de la eternidad, Ediciones Destino, Barcelona.
— (2007): Otras Inquisiciones, Ediciones Destino, Madrid.
— (2009): Poesía completa, Ediciones Destino, Barcelona.
— (2011): Cuentos completos, Lumen, Barcelona.
BRAVO, P. y PAOLETTI, M. (1999): Borges verbal, Emecé Editores, Barcelona.
BRAVO, V. (2004): El orden y la paradoja. Jorge Luis Borges y el
pensamiento de la modernidad, Editorial Beatriz Viterbo, Buenos Aires.
BURGIN, R. (1974): Conversaciones con Jorge Luis Borges, Ediciones Taurus,
Madrid.
COHEN, M. (2002): Filosofía política. De Platón a Mao, Editorial Cátedra,
Madrid.
DABOVE, J. (ed.) [2008]: Jorge Luis Borges: políticas de la literatura,
Universidad de Pittsburgh, Pittsburgh.
DOMÍNGUEZ MÚJICA, J. y PÁEZ MARTÍN, J. (2006): Sociedad y cultura en el
mundo actual, Vicerrectorado de Estudiantes de Las Palmas de Gran Canaria,
Las Palmas de Gran Canaria.
DOYLE, R.H. (1977): La huella española en la obra de Borges, Editorial
Playor, Madrid.
DUBATTI, J. (comp.) [1999]: Acerca de Borges. Ensayos de poética, política y
literatura comparada, Editorial de Brelgano, Buenos Aires.
ECO, U. (1988): Cómo se hace una tesis. Técnicas y procedimientos de
investigación, estudios y escritura, Editorial Gedisa, Barcelona.
ENKVIST, I. (2008): Iconos latinoamericanos. 9 mitos del populismo del siglo
XX, Editorial Ciudadela, Madrid.
FERNÁNDEZ, A. (1979): Historia del mundo contemporáneo, Editorial
Vincens-Vives, Barcelona.
FLORIA, C. A. y GARCÍA BELSUNCE, C.A. (1988): Historia política de la
Argentina contemporánea. 1880-1983, Alianza Editorial, Madrid.
GÓMEZ LÓPEZ-QUIÑONES, A. (2004): Borges y el nazismo: «Sur» (1937-1946),
Universidad de Granada, Granada.
GRANDA, U. (2010): El árbol del conocimiento. Origen de la irracionalidad
actual. Madrid, Ediciones Flavia.
HOBHOUSE, L.T. (1927): Liberalismo, Editorial Labor, Barcelona.
JURADO, A. (1996): Genio y figura de Jorge Luis Borges, Editorial
Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires.
KLEMPERER, V. (2012): LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un
filólogo, Editorial Minúscula, Barcelona.
LEMM, R. (2005): El literato como filósofo. La biografía interior de Jorge
Luis Borges [Edición digital], Editorial Aspekt, Soesterberg.
LOUIS, A. (2007): Borges ante el fascismo, Editorial Peter Lang, Alemania.
MANNHEIM, K. (1973): Ideología y utopía. Introducción a la sociología del
conocimiento, Editorial Aguilar, Madrid.
MARINA, J.A. (2008): La pasión del poder. Teoría y práctica de la
dominación, Editorial Anagrama, Barcelona.
MATAMORO, B. (1971): Jorge Luis Borges o el juego trascendente, Editorial
Apel, Argentina.
— (2008): Diccionario privado de Jorge Luis Borges, Editorial Nausicaa,
Murcia.
MATEOS, Z. (1998): La filosofía en la obra de Jorge Luis Borges, Editorial
Biblos, Buenos Aires.
MENESES, C. (1999): El primer Borges, Editorial Fundamentos, Madrid.
MONTANER, C.A. (1980):De la literatura considerada como una forma de
urticaria, Editorial Playor, Madrid
NUÑO, J. (2005): La filosofía en Borges, Ediciones Reverso, Barcelona.
RAYNAUD, P. y RIALS S. (eds.) [2001]: Diccionario Akal de Filosofía política,
Akal Ediciones, Madrid.
REST, J. (2009): El laberinto del universo. Borges y el pensamiento
nominalista, Ediciones Eterna Cadencia, Buenos Aires.
RODRÍGUEZ PADRÓN, J. (1989): Tentativas borgeanas, Editora Regional de
Extremadura, Madrid.
ROJAS, M. (2012): Lenin y el totalitarismo, Editorial Sepha, Madrid.
SALINAS, A. (2010): «Political Philosophy in Borges: Falibillity, Liberal
Anarchism, and Civic Ethics» en The Review of Politics [En línea], n.º 72,
marzo. Disponible en:
<http//journals.cambridge.org/article_S003467670510000069> [Consultado el
18 de mayo de 2012].
SARLO, B. (2007): Borges, un escritor en las orillas, Editorial Siglo XXI,
Madrid.
SAVATER, F. (2007): Diccionario del ciudadano sin miedo a saber, Editorial
Ariel, Barcelona.
— (2008): Borges: la ironía metafísica, Editorial Ariel, Barcelona.
SPENCER, H. (2012): El hombre contra el Estado, Unión Editorial, Madrid.
STIRNER, M. (2003): El único y su propiedad, Editorial Sexto-piso, México.
TEITELBOIM, V. (2003): Los dos Borges. Vida, sueños, enigmas, Ediciones
Merán, España.
THOREAU, H.D. (2002): Desobediencia civil, Editorial José J. de Oñaleta,
Barcelona.
VÁZQUEZ, M.E. (2001): Borges, sus días y su tiempo, Editorial Punto de
lectura, España.
WOLFF, J. (2012): Filosofía política. Una introducción, Editorial Ariel,
Barcelona.

FIN
[1] El padre de Borges hablaba inglés gracias a su madre, Frances Haslam —o como también era
conocida, Fanny—, quien era oriunda de Northumberland, Gran Bretaña. De ahí el bilingüismo de
nuestro escritor. Además, recibía clases de inglés en su casa a través de una institutriz inglesa llamada
Miss Tink.
[2] No pretendemos agotar aquí las menciones líricas borgeanas a sus antepasados. Tan solo
ilustrar con unos pocos ejemplos algunas de las fuentes de las que emana su amor por la épica.
[3] El término «Borges político», que utilizaremos de ahora en adelante, no hace referencia tanto a
un Borges dedicado a la política como a un Borges ideólogo, es decir, que profesa una ideología
política concreta, sea la que sea.
[4] Según sus conclusiones, basadas en el psicoanálisis de Freud, Borges es un niño encerrado en el
cuerpo de un adulto torturado por su padre y obsesionado con el coito. Así, en la obra borgeana no
existe referencia coital porque «toda imagen coital será abominada por el escritor como reproducción
del horrible acto que es de imaginar han cometido repetidamente los padres, y que el hijo varón ansía,
sin poderlo reprimir, concretar con su propia ma-dre» (Matamoro, 1971: 22).
[5] La autora hace referencia al siguiente artículo: Sylvan, R., «Anarchism», en Goodin, R. y Pettit,
P. (1993), A Companion to Contemporary Political Philosophy. Malden, Oxford y Carlton, Blackwell
Publishing, p. 232.
[6] Rallo, J.R. (2014): «Liberalismo no es codicia», en Juan Ramón Rallo. Página personal
[online]. Disponible en <http://juanramon rallo.com/2014/01/liberalismo-no-es-codicia/> [Consultado:
13 de enero de 2014].
[7] El liberalismo en Borges es de raigambre lockiano, tal y como veremos más adelante. La unión
del liberalismo con la democracia es muy antigua. No hay que olvidar que las democracias comienzan a
gestarse en el mundo intelectual a partir de las aportaciones de John Locke. Uno de los pensadores
españoles más prometedores de los últimos tiempos, el filósofo Ulises Granda, escribe acerca de Locke
que «es el inspirador del liberalismo político moderno (que es casi tanto como decir de la democracia),
asentado en un contrato en virtud del cual los ciudadanos se garantizan un respeto mutuo a los
principales derechos de todos y cada uno, que para él eran la vida, la propiedad y la libertad» (Granda,
2010: 131).
[8] Buchrucker, C. (1987): Nacionalismo y peronismo. La Argentina en la crisis ideológica
mundial (1927-1955), Buenos Aires, Sudamericana/Historia y cultura.
[9] Se refiere al siguiente fragmento: «En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta
minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa»
(CC: 216).
[10] De hecho, en sus clases en la Universidad de Buenos Aires de Literatura inglesa, uno de los
temas de la programación estaba íntegramente dedicado a Carlyle, al que consideraba precursor del
nazismo. Puede verse la edición de estas clases en Arias, M. y Hadis, M. (eds.) [2002]: Borges, profesor,
Barcelona, Emecé Editores, p. 240.
[11] A pesar de verse obligado a abandonar la cátedra de Literatura Francesa que ostentaba en la
Universidad de Dresde por su condición de judío, Klemperer tuvo la suerte de no pisar nunca un campo
de concentración gracias a que su esposa era aria. Sin embargo, sí fue obligado a trabajar en fábricas
dedicadas a la metalurgia bajo condiciones precarias. Por fortuna, él y su esposa pudieron escapar de
Dresde cuando esta fue bombardeada por los ejércitos aliados. Con ellos se salvaron sus valiosos y
estremecedores testimonios.
[12] La obra escrita por Klemperer vio la luz por primera vez en 1995, cuando se publicó en
Alemania. Borges falleció en 1986.
[13] El título hace clara referencia a la obra Yo acuso, de Emile Zolá, denuncia del autor del «caso
Dreyfus», un intento fraudulento por parte del ejército francés de condenar a un oficial judío llamado
Dreyfus.
[14] A lo largo del trabajo hemos expuesto diversos motivos que explican el mencionado rechazo.
Amén de la persecución personal contra él y su familia, quizá el principal sea que se trataba de un
dictador populista. La hispanista sueca Inger Enkvist ha estudiado este populismo en Algunos iconos
latinoamericanos del siglo XX, entre ellos el de Evita y, de pasada, el de la figura de su marido Perón. La
conclusión de la autora es que existe una serie de rasgos característicos que comparten todas las figuras
dentro del contexto estudiado, a saber: la inestabilidad de las familias, que influye negativamente en el
carácter de los iconos y que se traduce en una falta de confianza en las demás personas, la omnipresencia
de la política en América Latina que se mezcla hasta con el mundo del deporte, un escaso interés por
parte de dichos iconos por el conocimiento que se traduce en una inclinación a favor de la acción y poco
hacia el estudio. Esto también significa que prefieren la emoción al cumplimiento de las reglas y las
leyes; y, finalmente, todos crean una gran distancia entre lo que afirman y lo que hacen (Enkvist, 2008:
265). No cabe duda de que la situación personal de Borges era radicalmente opuesta a las conclusiones
extraídas por la catedrática de la Universidad de Lund, es decir, que tanto en lo personal como en lo
ideológico, Borges y el peronismo resultan incompatibles: Borges proviene de una familia perfectamente
estructurada, se quejaba continuamente de la excesiva presencia de la política en todos los ámbitos,
siempre respetó la ley, sintió un amor por el conocimiento inusitado que se tradujo en un desinterés por
la acción y siempre se mostró coherente entre lo que decía y lo que hacía hasta que cambiaba de opinión,
a partir del cambio, actuaba con coherencia acorde a los nuevos cánones que regían su pensamiento.

También podría gustarte