Cuentos Silvina Ocampo
Cuentos Silvina Ocampo
Cuentos Silvina Ocampo
La gente estaba muy alegre. Mi madre que habla poco charlaba como una señora cualquiera y Joaquina, que es
tímida, bailó sola cantando una canción mejicana que no sabía de memoria. Yo, que soy tan huraño, conversé
hasta con el viejito malo que siempre me manda al diablo. Era tarde ya cuando bajó de su casilla por fin vestido
y peinado Estanislao Romagán que se disculpó de llevar un traje arrugado. Lo aplaudieron y le dieron de beber.
Le hicieron mil atenciones: le ofrecieron los mejores sándwiches, los mejores alfajores, las más ricas
bebidas. Una muchacha, la más bonita, creo, de la fiesta, arrancó una flor de una enredadera y se la puso en el
ojal. Puedo decir que era el rey de la fiesta y que se fue alegrando con cada copa que tomaba. Las señoras le
mostraban el reloj pulsera descompuesto o roto, que llevaban casi todas en la muñeca. El los examinaba
sonriente, prometiendo que los iba a componer sin cobrar nada. Se disculpó de nuevo de tener un traje tan
arrugado y riendo dijo que era porque no acostumbraba ir a las fiestas. Entonces Gervasio Palmo, que tiene una
tintorería a la vuelta de casa, se le acercó y le dijo:
–Vamos a planchárselo ahora mismo en mi tintorería. ¿A qué sirven las tintorerías si no es para planchar los
trajes de los amigos?
Todos acogieron la idea con entusiasmo, hasta el mismo Estanislao, que es tan moderado, gritó de alegría y dio
unos pasitos al compás de la música de un aparato de radio que estaba colocado en el centro del patio. Así
iniciaron la peregrinación a la tintorería. Mi madre, apenada porque le habían roto el adorno más bonito de la
casa y ensuciado una carpeta de macramé, me retuvo del brazo:
–No vayas, querido. Ayúdame a arreglar los desperfectos.
Como si me hubiera hablado el gato (aunque usted no lo crea), salí corriendo detrás de Estanislao, de Gervasio
y del resto de la comitiva. Después
de la casilla de los relojes de Estanislao Romagán, la casa del barrio que más me gusta es esa tintorería La
Mancha. En su interior hay hormas de sombreros, planchas enormes, aparatos de donde sale vapor, frascos
gigantescos y una pecera, en el escaparate, con peces colorados. El socio de Gervasio Palmo, que llamamos
Nakoto, es un japonés, y la pecera es de él. Una vez me regaló una plantita que murió en dos días. ¿A un chico
cómo quiere que le guste una planta?
Esas cosas son para los grandes, ¿no le parece, señorita? Pero Nakoto tiene anteojos, los dientes muy afilados y
los ojos muy largos; no me atreví a decírselo: lo que yo quería que me regalara era uno de los peces. Cualquiera
me comprende.
Ya había oscurecido. Caminamos media cuadra cantando una canción que desafinábamos o que no existe.
Gervasio Palmo, frente a la puerta de la tintorería, buscó las llaves en su bolsillo, tardó en encontrarlas porque
tenía muchas. Cuando abrió la puerta, todos nos agolpamos y ninguno podía entrar, Gervasio Palmo impuso
tranquilidad con su voz de trueno. Nakoto nos apartó, encendió las luces de la casa, quitándose los anteojos.
Entramos en una enorme sala que yo no conocía. Frente a una horma que parecía la montura de un caballo me
detuve para mirar el lugar donde iban a planchar el traje de Estanislao.
–¿Me desnudo? –interrogó Estanislao.
–No –respondió Gervasio–, no se moleste. Se lo plancharemos puesto.
–¿Y la giba? –interrogó Estanislao, tímidamente.
Era la primera vez que yo oía esa palabra, pero por la conversación me enteré de lo que significaba (ya ve que
progreso en mi vocabulario).
–También te la plancharemos –respondió Gervasio, dándole una palmada sobre el hombro.
Estanislao se acomodó sobre una mesa larga, como le ordenó Nakoto que estaba preparando las planchas. Un
olor a amoníaco, a diferentes ácidos, me hicieron estornudar: me tapé la boca, siguiendo sus enseñanzas,
señorita, con un pañuelo, pero alguien me dijo "cochino", lo que me pareció de muy mala educación. ¡Qué
ejemplo para un chico! Nadie se reía, salvo Estanislao. Todos los hombres tropezaban con algo, con los
muebles, con las puertas, con los útiles de trabajo, con ellos mismos. Traían trapos húmedos, frascos, planchas.
Aquello parecía, aunque usted no lo crea, una operación quirúrgica. Un hombre cayó al suelo y me hizo una
zancadilla que por poco me rompo el alma. Entonces, para mí al menos, se terminó la alegría. Comencé a
vomitar. Usted sabe que tengo un estómago muy sano y que los compañeros de colegio me llamaban avestruz,
porque tragaba cualquier cosa. No sé lo que me pasó. Alguien me sacó de allí a los tirones y me llevó a casa.
No volví a ver a Estanislao Romagán. Mucha gente vino a buscar los relojes y un camioncito de la relojería La
Parca retiró los últimos, entre los cuales había uno que parecía una casa de madera, que era mi preferido.
Cuando pregunté a mi madre dónde estaba Estanislao, no quiso contestarme como era debido. Me dijo, como si
hablara al perro: "Se fue a otra parte", pero tenía los ojos colorados de haber llorado por la carpeta de macramé
y el adorno y me hizo callar cuando hablé de la tintorería.
No sé lo que daría por saber algo de Estanislao. Cuando lo sepa le escribiré otra vez.
La saluda cariñosamente, su discípulo preferido.
N. N.
Viaje olvidado
Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía tanto las cejas que a cada instante las personas grandes
la interrumpían para que desarrugara la frente. Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo de su
nacimiento.
Los chicos antes de nacer estaban almacenados en una gran tienda en París, las madres los encargaban, y a
veces iban ellas mismas a comprarlos. Hubiera deseado ver desenvolver el paquete, y abrir la caja donde venían
envueltos los bebés, pero nunca la habían llamado a tiempo en las casas de los recién nacidos. Llegaban todos
achicharrados del viaje, no podían respirar bien dentro de la caja, y por eso estaban tan colorados y lloraban
incesantemente, enrulando los dedos de los pies.
Pero ella había nacido una mañana en Palermo haciendo nidos para los pájaros. No recordaba haber salido de su
casa aquel día, tenía la sensación de haber hecho un viaje sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras
misteriosas y de haberse despertado en un camino de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente
haciendo nidos para los pájaros. Los ojos de Micaela, su niñera, la seguían como dos guardianes. La
construcción de los nidos no era fácil; eran de varios cuartos: tenía que haber dormitorio y cocina.
Al día siguiente, cuando volvió a Palermo, buscaba los nidos en el camino de casuarinas. No quedaba ninguno.
Estaba a punto de llorar cuando la niñera le dijo: "Los pajaritos se han llevado los nidos sobre los árboles, por
eso están tan contentos esta mañana". Pero su hermana, que tenía cruelmente tres años más que ella, se rió, le
señaló con su guante de hilo el jardinero de Palermo que tenía un ojo tuerto y que barría la calle con una escoba
de ramas grises. Junto con las hojas muertas barría el último nido. Y ella, en ese momento sintió ganas de
lanzar, como si oyera el ruido de las hamacas del jardín de su casa.
Y después, el tiempo había pasado desde aquel día alejándola desesperadamente de su nacimiento. Cada
recuerdo era otra chiquita distinta, pero que llevaba su mismo rostro. Cada año que cumplía estiraba la ronda de
chicas que no se alcanzaban las manos alrededor de ella.
Hasta que un día jugando en el cuarto de estudio, la hija del chauffeur francés le dijo con palabras atroces,
llenas de sangre: "Los chicos que nacen no vienen de París" y mirando a todos lados para ver si las puertas
escuchaban dijo despacito, más fuerte que si hubiera sido fuerte: "Los chicos están dentro de las barrigas de las
madres y cuando nacen salen del ombligo", y no sé qué otras palabras oscuras como pecados habían brotado de
la boca de Germaine, que ni siquiera palideció al decirlas.
Entonces empezaron a nacer chicos por todas partes. Nunca habían nacido tantos chicos en la familia. Las
mujeres llevaban enormes globos en las barrigas y cada vez que las personas grandes hablaban de algún bebito
recién nacido, un fuego intenso se le derramaba por toda la cara, y le hacía agachar la cabeza buscando algo en
el suelo, un anillo, un pañuelo que no se había caído. Y todos los ojos se tornaban hacia ella como faroles
iluminando su vergüenza.
Una mañana, recién salida del baño, mirando la flor del desagüe mientras la niñera la secaba envolviéndola en
la toalla, le confió a Micaela su horrible secreto, riéndose. La niñera se enojó mucho y volvió a asegurarle que
los bebes venían de París. Sintió un pequeño alivio.
Pero cuando la noche llegaba, una angustia mezclada con los ruidos de la calle subía por todo su cuerpo. No
podía dormirse de noche aunque su madre la besara muchas veces antes de irse al teatro. Los besos se habían
desvirtuado. Y fue después de muchos días y de muchas horas largas y negras en el reloj enorme de la cocina,
en los corredores desiertos de la casa, detrás de las puertas llenas de personas grandes secreteándose, cuando su
madre la sentó sobre sus faldas en su cuarto de vestir y le dijo que los chicos no venían de París.
Le habló de flores, le habló de pájaros; y todo eso se mezclaba a los secretos horribles de Germaine. Pero ella
sostuvo desesperadamente que los chicos venían de París.
Un momento después, cuando su madre dijo que iba a abrir la ventana y la abrió, el rostro de su madre había
cambiado totalmente debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba de visita en su casa. La
ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su madre que el sol estaba lindísimo, vio el
cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro.
Era la hora de la siesta; los Ángeles dormían en el pasto. Las dos chicas cruzaron por encima de la reja; la que
estaba en el jardín grande cruzó la calle, la que estaba en la calle cruzó al jardín. Se dijeron adiós. "No te
pierdas; mi cuarto de dormir queda al fondo del corredor a la derecha.
" Y la otra contestó:
"No te pierdas, hay que seguir caminando hasta el fondo del callejón" (el jardinero, que estaba cerca, pensó que
el eco se había vuelto sordo porque cambiaba el final de la frase que gritaba la niña). Y se fueron corriendo
cada una a casa de la otra.
Nadie se dio cuenta del cambio y ellas, que creían conocer sus casas, empezaban a reconocerlas según los
cuentos que se contaban diariamente a través del cerco; hacían descubrimientos que las asombraban.
Pero los Ángeles Guardianes dormían la siesta a la hora de las confidencias y seguían ignorando todo. Fue al
principio del otoño, un día caluroso; el cielo estaba negro y muy cerca de la tierra pesaban nubes grises de
plomo; era la hora en que las chicas se encontraban en el cerco, pero ninguna de las dos llegaba.
En la casita de latas no se podía respirar esa tarde; el abuelo y las tres nietas caminaban descalzos en el río
tomando fresco. La chica de diez años se acordó de que en el jardín de la casa grande, como de costumbre, su
amiga debía de estar esperándola; había ya pasado la hora, pero no importaba, iría de todas maneras. Vio un
caballo blanco muy desnudo, le puso un bocado que encontró en el suelo, se trepó encima y salió al galope
castigándolo con una rama de paraíso. La tormenta se acercaba, los árboles columpiaban grandes
hamacas contra el viento, filamentos como los que había en las bombitas de luz eléctrica de las casas grandes
llenaban el cielo, y primero un trueno y después otro rompían la tarde. El Ángel de la Guarda estaba despierto,
pero, acostumbrado a las tormentas que cruzaba siempre la chica sin resfriarse, tuvo cuidado solamente de
preservarla de los rayos.
"Los caballos blancos atraen los rayos", pensaba el Ángel. "Hay que tener cuidado. Hay que tener cuidado."
Las dos chicas se encontraron en el cerco y tuvieron apenas tiempo de decirse adiós; llovía con tanta fuerza que
la lluvia ponía entre ellas una cortinaespesa, imposible de levantar. Se oyó lejos, lejos, el galope de un caballo
entre la tormenta y un rayo y otro rayo hicieron lastimaduras de relámpagos, duras incisiones de fuego.
La chica se bajó del caballo y se desmayó en la puerta de la casita de lata. La marea subía muy cerca; en ese
instante oyó un rayo sobre el animal que, disparando con un relincho de crines deshilachadas, quedó tendido en
el suelo negro. En el jardín el otro rayo cayó sobre la otra chica, mientras el Ángel la protegía de los resfríos
confiadamente, pensando que la casa tenía pararrayos desde tiempo inmemorial. En la puerta de la casita de lata
la otra chica no pudo resistir el frío y se fue al cielo después de la tormenta...
Había mucho canto de pájaros y de arroyos a la mañana siguiente cuando subidas las dos chicas sobre el caballo
blanco llegaron al cielo. No había casas ni grandes ni pequeñas, ni de lata ni de ladrillos; el cielo era un gran
cuarto azul sembrado de frambuesas y de otras frutas. Las dos chicas se internaron adentro y más adentro del
cielo, hasta que no se las alcanzó a ver más.
El vestido de terciopelo
Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa,
con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba
sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la
puerta y entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros
viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano.
De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero.
La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio
de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con
cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del
cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de
unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:
–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá
perros rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca.
Un ampo de nieve –me tomó del mentón y agregó–:
–No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda; agregó–:
–¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende
nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó:
–Alcanza de mi cartera los alfileres.
–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.
La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!
–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un
poquito de talco.
–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.
Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse. –¿Para cuándo será el
viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.
–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar
listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio, y brillante.
–Se va a París, ¿no?
–Iré también a Italia.
–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando un suspiro.
–Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y
poniéndoselo de nuevo.
Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la
señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía.
Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón;
luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de
lentejuelas negras, brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le
redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en
el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave
cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso
de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un
alfiler que tenía entre sus dientes–. ¿No le agrada, señora?
–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus
preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El
terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin
embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano, me atrae aunque
a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de
puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso
y es sobrio. Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un
diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque
el aire le hacía mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del
afilador, y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras
veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió
a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó.
El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos.
Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural,
que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué
risa! –Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante
algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su
rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa
–llevó la mano a la frente–. Es una cárcel.
¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó
inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
¡Qué risa!
2 mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender
4 soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes
5 del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo
6 e n t re t u v i e ron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de
7 siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer
8 con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol,
9 después un arnés para caballo, después una liana para bajar de los árboles,
1 2 soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como
1 3 dispuesta a morder . A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los
1 5 que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien
1 8 daba aquel movimiento de serpiente maligna y re t o rcida, que los dos hubieran
2 1 hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y
2 8 Si alguien le pedía:
31—No.
3 2 A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era algo
3 4 Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.
3 5 ¿Una soga, de qué se alimenta? £Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las
3 6 casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era
4 1 de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
4 2 Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte,
4 3 de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo
4 4 Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la