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Cuentos Silvina Ocampo

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Cuentos de Silvina Ocampo.

La casa de los relojes


ESTIMADA SEÑORITA:
Ya que me he distinguido en sus clases con mis composiciones, cumplo con mi promesa: me ejercitaré
escribiéndole cartas. ¿Me pregunta qué hice en los últimos días de mis vacaciones?
Le escribo mientras ronca Joaquina. Es la hora de la siesta y usted sabe que a esa hora y a la noche, Joaquina,
porque tiene carne crecida en la nariz, ronca más que de costumbre. Es una lástima porque no deja dormir a
nadie. Le escribo en el cuadernito de deberes porque el papel de carta que conseguí del Pituco no tiene líneas y
la letra se me va para todos lados. Sabrá que la perrita Julia duerme ahora debajo de mi cama, llora cuando
entra luz de luna por la ventana, pero a mí no me importa porque ni el ronquido de Joaquina me despierta.
Fuimos a pasear a la laguna La Salada. Es muy lindo bañarse. Y me hundí hasta las rodillas en el barro. Junté
hierbas para el herbario y también, en los árboles que quedaban bastante apartados del lugar, huevos para mi
colección, de torcaza, de hurraca y de perdiz. Las perdices no ponen huevos en los árboles sino en el suelo,
pobrecitas. Me divertí mucho en la laguna Salada, hicimos fortalezas de barro; pero más me divertí anoche en la
fiesta que dio Ana María Sausa, para el bautismo de Rusito. Todo el patio estaba decorado con linternas
de papel y serpentinas. Pusieron cuatro mesas, que improvisaron con tablas y caballetes, con comidas y bebidas
de toda clase, que era de chuparse los dedos.
No hicieron chocolate por la huelga de leche y porque mi padre se vuelve loco al verlo y le hace mal al hígado.
Estanislao Romagán abandonó aquel día la tropilla de relojes que tiene a su cargo para ver cómo preparaban la
fiesta y para ayudar un poquito (él, que nien domingos ni en días de fiesta deja de trabajar). Yo lo quería mucho
a Estanislao Romagán. ¿Usted recuerda aquel relojero jorobado que le compuso a usted el reloj? ¿Aquel que en
los altos de esta casa vivía en esa casilla que yo llamaba La Casa de los Relojes, que él mismo construyó y que
parece de perro? ¿Aquel que se especializaba en despertadores? ¡Quién sabe si no lo ha olvidado!
¡Me cuesta creerlo! Relojes y jorobas no se olvidan así no más.
Pues ése es Estanislao Romagán. En láminas me mostraba un reloj de sol que disparaba un cañón
automáticamente al mediodía, otro que no era de sol cuya parte exterior representaba una fuente, otro, el reloj
de Estrasburgo, con escalera, con carros y caballos, figuras de mujeres con túnicas, y hombrecitos raros. Usted
no me creerá, pero era tan agradable oír las campanillas diferentes de todos los despertadores en cualquier
momento y los relojes que daban las horas mil veces al día. Mi padre no pensaba lo mismo. Para la fiesta,
Estanislao desenterró un traje que tenía guardado en un pequeño baúl, entre dos ponchos, una frazada y
tres pares de zapatos que no eran de él. El traje estaba arrugado, pero Estanislao, después de lavarse la cara y de
peinarse el pelo, que tiene muy lustroso, negro y que le llega casi hasta las cejas, como un gorro catalán, quedó
bastante elegante.
–Sentado, con la nuca apoyada sobre un almohadón, se le vería bien.
Tiene buena presencia, mejor que la de muchos invitados –comentó mi madre.
–Dejáme tocarte la espaldita –le decía Joaquina, corriéndolo por la casa.
Él permitía que le tocaran la espalda, porque era buenito.
–¿Y a mí quién me trae suerte? –decía.
–Sos un suertudo –le contestaba Joaquina–, tenés la suerte encima.
Pero a mí me parece que era una injusticia decirle eso. ¿A usted no, señorita?
La fiesta fue divina. Y el que diga que no, es un mentiroso. Pirucha bailó el Rock and Roll y Rosita bailes
españoles, que aunque es rubia lo hace con gracia. Comimos sándwiches de tres pisos pero un poquito secos,
merengues rosados, con gusto a perfume, de esos chiquititos, y torta y alfajores. Las bebidas eran riquísimas.
Pituco las mezclaba, las batía, las servía como un verdadero mozo de restaurante. A mí me daba todo el mundo
un poquito de acá, un poquito de allá y así llegué a juntar y a beber el contenido de tres copas, por lo menos.
Iriberto me preguntó:
–Che, pibe, ¿qué edad tenés? –Nueve años.
–Bebiste algo?
–No. Ni un trago –le contesté, porque me dio vergüenza.
–Entonces tomá esta copa.
Y me hizo beber un licor que me quemó la garganta hasta la campanilla.
Se rió y me dijo:
–Así serás un hombre.
Esas cosas no se hacen con un chico, ¿no le parece, señorita?

La gente estaba muy alegre. Mi madre que habla poco charlaba como una señora cualquiera y Joaquina, que es
tímida, bailó sola cantando una canción mejicana que no sabía de memoria. Yo, que soy tan huraño, conversé
hasta con el viejito malo que siempre me manda al diablo. Era tarde ya cuando bajó de su casilla por fin vestido
y peinado Estanislao Romagán que se disculpó de llevar un traje arrugado. Lo aplaudieron y le dieron de beber.
Le hicieron mil atenciones: le ofrecieron los mejores sándwiches, los mejores alfajores, las más ricas
bebidas. Una muchacha, la más bonita, creo, de la fiesta, arrancó una flor de una enredadera y se la puso en el
ojal. Puedo decir que era el rey de la fiesta y que se fue alegrando con cada copa que tomaba. Las señoras le
mostraban el reloj pulsera descompuesto o roto, que llevaban casi todas en la muñeca. El los examinaba
sonriente, prometiendo que los iba a componer sin cobrar nada. Se disculpó de nuevo de tener un traje tan
arrugado y riendo dijo que era porque no acostumbraba ir a las fiestas. Entonces Gervasio Palmo, que tiene una
tintorería a la vuelta de casa, se le acercó y le dijo:
–Vamos a planchárselo ahora mismo en mi tintorería. ¿A qué sirven las tintorerías si no es para planchar los
trajes de los amigos?
Todos acogieron la idea con entusiasmo, hasta el mismo Estanislao, que es tan moderado, gritó de alegría y dio
unos pasitos al compás de la música de un aparato de radio que estaba colocado en el centro del patio. Así
iniciaron la peregrinación a la tintorería. Mi madre, apenada porque le habían roto el adorno más bonito de la
casa y ensuciado una carpeta de macramé, me retuvo del brazo:
–No vayas, querido. Ayúdame a arreglar los desperfectos.
Como si me hubiera hablado el gato (aunque usted no lo crea), salí corriendo detrás de Estanislao, de Gervasio
y del resto de la comitiva. Después
de la casilla de los relojes de Estanislao Romagán, la casa del barrio que más me gusta es esa tintorería La
Mancha. En su interior hay hormas de sombreros, planchas enormes, aparatos de donde sale vapor, frascos
gigantescos y una pecera, en el escaparate, con peces colorados. El socio de Gervasio Palmo, que llamamos
Nakoto, es un japonés, y la pecera es de él. Una vez me regaló una plantita que murió en dos días. ¿A un chico
cómo quiere que le guste una planta?
Esas cosas son para los grandes, ¿no le parece, señorita? Pero Nakoto tiene anteojos, los dientes muy afilados y
los ojos muy largos; no me atreví a decírselo: lo que yo quería que me regalara era uno de los peces. Cualquiera
me comprende.
Ya había oscurecido. Caminamos media cuadra cantando una canción que desafinábamos o que no existe.
Gervasio Palmo, frente a la puerta de la tintorería, buscó las llaves en su bolsillo, tardó en encontrarlas porque
tenía muchas. Cuando abrió la puerta, todos nos agolpamos y ninguno podía entrar, Gervasio Palmo impuso
tranquilidad con su voz de trueno. Nakoto nos apartó, encendió las luces de la casa, quitándose los anteojos.
Entramos en una enorme sala que yo no conocía. Frente a una horma que parecía la montura de un caballo me
detuve para mirar el lugar donde iban a planchar el traje de Estanislao.
–¿Me desnudo? –interrogó Estanislao.
–No –respondió Gervasio–, no se moleste. Se lo plancharemos puesto.
–¿Y la giba? –interrogó Estanislao, tímidamente.
Era la primera vez que yo oía esa palabra, pero por la conversación me enteré de lo que significaba (ya ve que
progreso en mi vocabulario).
–También te la plancharemos –respondió Gervasio, dándole una palmada sobre el hombro.
Estanislao se acomodó sobre una mesa larga, como le ordenó Nakoto que estaba preparando las planchas. Un
olor a amoníaco, a diferentes ácidos, me hicieron estornudar: me tapé la boca, siguiendo sus enseñanzas,
señorita, con un pañuelo, pero alguien me dijo "cochino", lo que me pareció de muy mala educación. ¡Qué
ejemplo para un chico! Nadie se reía, salvo Estanislao. Todos los hombres tropezaban con algo, con los
muebles, con las puertas, con los útiles de trabajo, con ellos mismos. Traían trapos húmedos, frascos, planchas.
Aquello parecía, aunque usted no lo crea, una operación quirúrgica. Un hombre cayó al suelo y me hizo una
zancadilla que por poco me rompo el alma. Entonces, para mí al menos, se terminó la alegría. Comencé a
vomitar. Usted sabe que tengo un estómago muy sano y que los compañeros de colegio me llamaban avestruz,
porque tragaba cualquier cosa. No sé lo que me pasó. Alguien me sacó de allí a los tirones y me llevó a casa.
No volví a ver a Estanislao Romagán. Mucha gente vino a buscar los relojes y un camioncito de la relojería La
Parca retiró los últimos, entre los cuales había uno que parecía una casa de madera, que era mi preferido.
Cuando pregunté a mi madre dónde estaba Estanislao, no quiso contestarme como era debido. Me dijo, como si
hablara al perro: "Se fue a otra parte", pero tenía los ojos colorados de haber llorado por la carpeta de macramé
y el adorno y me hizo callar cuando hablé de la tintorería.
No sé lo que daría por saber algo de Estanislao. Cuando lo sepa le escribiré otra vez.
La saluda cariñosamente, su discípulo preferido.
N. N.

Viaje olvidado

Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía tanto las cejas que a cada instante las personas grandes
la interrumpían para que desarrugara la frente. Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo de su
nacimiento.
Los chicos antes de nacer estaban almacenados en una gran tienda en París, las madres los encargaban, y a
veces iban ellas mismas a comprarlos. Hubiera deseado ver desenvolver el paquete, y abrir la caja donde venían
envueltos los bebés, pero nunca la habían llamado a tiempo en las casas de los recién nacidos. Llegaban todos
achicharrados del viaje, no podían respirar bien dentro de la caja, y por eso estaban tan colorados y lloraban
incesantemente, enrulando los dedos de los pies.
Pero ella había nacido una mañana en Palermo haciendo nidos para los pájaros. No recordaba haber salido de su
casa aquel día, tenía la sensación de haber hecho un viaje sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras
misteriosas y de haberse despertado en un camino de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente
haciendo nidos para los pájaros. Los ojos de Micaela, su niñera, la seguían como dos guardianes. La
construcción de los nidos no era fácil; eran de varios cuartos: tenía que haber dormitorio y cocina.
Al día siguiente, cuando volvió a Palermo, buscaba los nidos en el camino de casuarinas. No quedaba ninguno.
Estaba a punto de llorar cuando la niñera le dijo: "Los pajaritos se han llevado los nidos sobre los árboles, por
eso están tan contentos esta mañana". Pero su hermana, que tenía cruelmente tres años más que ella, se rió, le
señaló con su guante de hilo el jardinero de Palermo que tenía un ojo tuerto y que barría la calle con una escoba
de ramas grises. Junto con las hojas muertas barría el último nido. Y ella, en ese momento sintió ganas de
lanzar, como si oyera el ruido de las hamacas del jardín de su casa.
Y después, el tiempo había pasado desde aquel día alejándola desesperadamente de su nacimiento. Cada
recuerdo era otra chiquita distinta, pero que llevaba su mismo rostro. Cada año que cumplía estiraba la ronda de
chicas que no se alcanzaban las manos alrededor de ella.
Hasta que un día jugando en el cuarto de estudio, la hija del chauffeur francés le dijo con palabras atroces,
llenas de sangre: "Los chicos que nacen no vienen de París" y mirando a todos lados para ver si las puertas
escuchaban dijo despacito, más fuerte que si hubiera sido fuerte: "Los chicos están dentro de las barrigas de las
madres y cuando nacen salen del ombligo", y no sé qué otras palabras oscuras como pecados habían brotado de
la boca de Germaine, que ni siquiera palideció al decirlas.
Entonces empezaron a nacer chicos por todas partes. Nunca habían nacido tantos chicos en la familia. Las
mujeres llevaban enormes globos en las barrigas y cada vez que las personas grandes hablaban de algún bebito
recién nacido, un fuego intenso se le derramaba por toda la cara, y le hacía agachar la cabeza buscando algo en
el suelo, un anillo, un pañuelo que no se había caído. Y todos los ojos se tornaban hacia ella como faroles
iluminando su vergüenza.
Una mañana, recién salida del baño, mirando la flor del desagüe mientras la niñera la secaba envolviéndola en
la toalla, le confió a Micaela su horrible secreto, riéndose. La niñera se enojó mucho y volvió a asegurarle que
los bebes venían de París. Sintió un pequeño alivio.
Pero cuando la noche llegaba, una angustia mezclada con los ruidos de la calle subía por todo su cuerpo. No
podía dormirse de noche aunque su madre la besara muchas veces antes de irse al teatro. Los besos se habían
desvirtuado. Y fue después de muchos días y de muchas horas largas y negras en el reloj enorme de la cocina,
en los corredores desiertos de la casa, detrás de las puertas llenas de personas grandes secreteándose, cuando su
madre la sentó sobre sus faldas en su cuarto de vestir y le dijo que los chicos no venían de París.
Le habló de flores, le habló de pájaros; y todo eso se mezclaba a los secretos horribles de Germaine. Pero ella
sostuvo desesperadamente que los chicos venían de París.
Un momento después, cuando su madre dijo que iba a abrir la ventana y la abrió, el rostro de su madre había
cambiado totalmente debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba de visita en su casa. La
ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su madre que el sol estaba lindísimo, vio el
cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro.

Las dos casas de Olivos


En las barrancas de Olivos había una casa muy grande de tres pisos, en donde no vivían más que cinco
personas: el dueño de casa, su hija de diez años, una niñera, una cocinera, y un mucamo (sin contar el jardinero
que vivía en el fondo de la quinta). Había cuartos inhabilitados, enormes cuartos con persianas siempre cerradas
de humedad, cuartos llenos de miniaturas de antepasados y cuadros ovalados en las paredes. El jardín era
espacioso con árboles altísimos.
Sólo una cosa preocupaba al dueño de casa y era la improbabilidad de conseguir frambuesas; en ese jardín
crecían flores, árboles frutales, había hasta frutillas, pero las frambuesas no podían conseguirse. En el bajo de
las barrancas de Olivos, en una casita de lata de una sola pieza vivían cuatro personas: el dueño de casa y sus
tres nietas; la mayor tenía diez años y cocinaba siempre que hubiera alguna cosa para cocinar.
Y sucedió que esas dos chicas se hicieron amigas a través de la reja que rodeaba el jardín. "Mi casa es fea", dijo
una. "tiene diez cuartos en donde no se puede nunca entrar; el jardín no tiene frambuesas y por esa razón mi
padre está siempre enojado." "Mi casa es fea", dijo la otra. "Es toda de latas, en la orilla delrío, donde suben las
mareas; en invierno hacemos fogatas para no tener tanto frío." "¡Qué lindo!" contestó la otra. "En casa no me
dejan encender la chimenea." Y cada una se fue soñando con la casa de la otra.
Al día siguiente volvieron a encontrarse en el cerco y era extraño ver que esas dos chicas se iban pareciendo
cada vez más; los ojos eran idénticos, el cabello era del mismo color; se midieron la altura en los alambres del
cerco y eran de la misma altura, pero había solamente dos cosas distintas en ellas: los pies y las manos. La chica
de la casa grande se quitó las medias y los zapatos; tenía los pies más blancos y más chiquitos que su
compañera; sus manos eran también más blancas y más lisas. Tuvo las manos durante varios días en palanganas
de agua y lavandina, lavando pañuelos, hasta que se le pusieron rojas y paspadas; caminó varios días descalza
haciendo equilibrio sobre las piedras; ya nada las diferenciaba, ni siquiera el deseo que tenían de cambiar de
casa. Hasta que un día, a escondidas en el ombú del cerco que servía de puente, se cambiaron la ropa y los
nombres. Una chica le dio a la otra sus pies descalzos, y la otra le dio los zapatos. Una chica le dio a la otra sus
guantes de hilo blanco y la otra le dio sus manos raspadas... ¡Pero se olvidaron de cambiar de
ÁngelesGuardianes!

Era la hora de la siesta; los Ángeles dormían en el pasto. Las dos chicas cruzaron por encima de la reja; la que
estaba en el jardín grande cruzó la calle, la que estaba en la calle cruzó al jardín. Se dijeron adiós. "No te
pierdas; mi cuarto de dormir queda al fondo del corredor a la derecha.
" Y la otra contestó:
"No te pierdas, hay que seguir caminando hasta el fondo del callejón" (el jardinero, que estaba cerca, pensó que
el eco se había vuelto sordo porque cambiaba el final de la frase que gritaba la niña). Y se fueron corriendo
cada una a casa de la otra.
Nadie se dio cuenta del cambio y ellas, que creían conocer sus casas, empezaban a reconocerlas según los
cuentos que se contaban diariamente a través del cerco; hacían descubrimientos que las asombraban.
Pero los Ángeles Guardianes dormían la siesta a la hora de las confidencias y seguían ignorando todo. Fue al
principio del otoño, un día caluroso; el cielo estaba negro y muy cerca de la tierra pesaban nubes grises de
plomo; era la hora en que las chicas se encontraban en el cerco, pero ninguna de las dos llegaba.
En la casita de latas no se podía respirar esa tarde; el abuelo y las tres nietas caminaban descalzos en el río
tomando fresco. La chica de diez años se acordó de que en el jardín de la casa grande, como de costumbre, su
amiga debía de estar esperándola; había ya pasado la hora, pero no importaba, iría de todas maneras. Vio un
caballo blanco muy desnudo, le puso un bocado que encontró en el suelo, se trepó encima y salió al galope
castigándolo con una rama de paraíso. La tormenta se acercaba, los árboles columpiaban grandes
hamacas contra el viento, filamentos como los que había en las bombitas de luz eléctrica de las casas grandes
llenaban el cielo, y primero un trueno y después otro rompían la tarde. El Ángel de la Guarda estaba despierto,
pero, acostumbrado a las tormentas que cruzaba siempre la chica sin resfriarse, tuvo cuidado solamente de
preservarla de los rayos.
"Los caballos blancos atraen los rayos", pensaba el Ángel. "Hay que tener cuidado. Hay que tener cuidado."
Las dos chicas se encontraron en el cerco y tuvieron apenas tiempo de decirse adiós; llovía con tanta fuerza que
la lluvia ponía entre ellas una cortinaespesa, imposible de levantar. Se oyó lejos, lejos, el galope de un caballo
entre la tormenta y un rayo y otro rayo hicieron lastimaduras de relámpagos, duras incisiones de fuego.

La chica se bajó del caballo y se desmayó en la puerta de la casita de lata. La marea subía muy cerca; en ese
instante oyó un rayo sobre el animal que, disparando con un relincho de crines deshilachadas, quedó tendido en
el suelo negro. En el jardín el otro rayo cayó sobre la otra chica, mientras el Ángel la protegía de los resfríos
confiadamente, pensando que la casa tenía pararrayos desde tiempo inmemorial. En la puerta de la casita de lata
la otra chica no pudo resistir el frío y se fue al cielo después de la tormenta...

Había mucho canto de pájaros y de arroyos a la mañana siguiente cuando subidas las dos chicas sobre el caballo
blanco llegaron al cielo. No había casas ni grandes ni pequeñas, ni de lata ni de ladrillos; el cielo era un gran
cuarto azul sembrado de frambuesas y de otras frutas. Las dos chicas se internaron adentro y más adentro del
cielo, hasta que no se las alcanzó a ver más.

El retrato mal hecho


A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como
sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y
misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en
miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las
rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.
Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su
adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta,
eran como cunas para sus hijos traviesos. La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida
era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta
como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió
paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.
La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos
estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de
su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien
repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía
las camas, la que servía la mesa.
Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La
Moda Elegante: "Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro" o bien: "Traje de visita para señora
joven, vestido verde mirto", o bien: "punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y
pasado". Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: "Las hojas se hacen con seda color
de aceituna" o bien: "los enrejados son de color de rosa y azules", o bien: "la flor grande es de colorencarnado",
o bien: "las venas y los tallos color albaricoque".
Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la
buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico
sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: "Las venas y los tallos color albaricoque". Subió al
altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía
el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura
suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre.
Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: "Lo he matado".
Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba
dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.
La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por
la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de
horror. Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían
en una lenta ebullición: "Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de
un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón
dorados, verde mirto o carmín".

El vestido de terciopelo
Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa,
con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba
sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la
puerta y entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros
viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano.
De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero.
La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio
de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con
cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del
cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de
unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:
–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá
perros rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca.
Un ampo de nieve –me tomó del mentón y agregó–:
–No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda; agregó–:
–¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende
nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó:
–Alcanza de mi cartera los alfileres.
–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.
La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!
–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un
poquito de talco.
–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.
Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse. –¿Para cuándo será el
viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.
–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar
listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio, y brillante.
–Se va a París, ¿no?
–Iré también a Italia.
–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando un suspiro.
–Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y
poniéndoselo de nuevo.
Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la
señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía.
Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón;
luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de
lentejuelas negras, brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le
redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en
el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave
cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso
de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un
alfiler que tenía entre sus dientes–. ¿No le agrada, señora?
–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus
preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El
terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin
embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano, me atrae aunque
a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de
puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso
y es sobrio. Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un
diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque
el aire le hacía mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del
afilador, y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras
veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió
a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó.
El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos.
Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural,
que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué
risa! –Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante
algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su
rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa
–llevó la mano a la frente–. Es una cárcel.
¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó
inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
¡Qué risa!

Las vestiduras peligrosas


Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en persona cuando charlábamos.
Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan, como decía mi tía Lucy. Lo peor es que por más que trate,
no puedo describirla sin quitarle algo de su gracia.
Me decía:
—Piluca, haceme un vestido peligroso.
Era ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso, hacía cada dibujo que lo
dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin contar cualquier perfil del lado derecho que es tan
difícil; paisaje con fogatas que daba miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía
mejor era dibujar vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque la niña vivía para estar
bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella en vestirse y perfumarse; en seguida me decía chau y ni
un lebrel la alcanzaba. Cuántas personas menos buenas que ella hay en el mundo
que están todo el día en la iglesia rezando.
Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le dije, de modo que estaba en
ascuas cada vez que tenía que hacerle un vestido.
Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente asqueroso al que le probé un pantalón.
Resulta que el pantalón era largo de tiro y había que prender con alfileres, sobre el cliente, el género que
sobraba. Siendo poco delicado para una niña de veinte años manipular el género del pantalón en
la entrepierna para poner los alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al espejo
miraba su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la primera vez me dijo:
—Tome un poco más, vamos —con aire puerco.
Le obedecí y volvió a decirme con el mismo tono, riéndose:
—Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?.
Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los alfileres. Entonces, de rabia,
agarré la almohadilla y se la tiré por la cara.
La patrona no me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una mal pensada y que la
protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado.
Soy una mujer seria y siempre lo fui. La señorita Artemia me tomó por el diario. Acudí a su casa con la cédula.
En seguida simpatizamos y le dije que me llamara por el sobrenombre, que es Piluca, y no por el nombre, que
es Régula. Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un cafecito o una tacita
de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué más quería?. Si yo hubiera sido una cualquiera, qué
más quería; pero siendo como soy me daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas
ricachonas, ella nunca me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su mesa de luz, pegada al
velador, tenía una fotografía del novio que era un mocoso. Tenía que serlo para dejarla salir con semejantes
vestidos. Pronto me di cuenta de que ese mocoso la había abandonado, porque los novios vienen siempre de
visita y él nunca. El amor es ciego. Le tomé cariño y bueno, ¿qué hay de malo?.
Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina de coser eléctrica estaba a mi disposición, un
maniquí rosado traído de París, que daba ganas de comerlo, una tijera grandota, que parecía de plata, un millón
de carreteles de sedalina de todos colores, agujas preciosas, alfileres importados, centímetros que eran un amor,
brillaban en el cuarto de costura. Una habitación con sus utensilios de trabajo no parece nada, pero es todo en la
vida de una mujer honrada.
Hay bondades que matan, como dije anteriormente; son como una pistola al pecho, para obligarle a uno a hacer
lo que no quiere.
—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y
el modelo —rogaba la Artemia—.
—Pero niña, no tengo tiempo.
—Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos.
—Manos a la obra —yo exclamaba sin saber por qué, y me ponía a trabajar—. Me tenía dominada. A
veces yo trabajaba hasta las cinco de la mañana, con los ojos desteñidos por la luz, para concluir pronto. El lirio
de la Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su estampita en mi bolsillo.
La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero dicen que la ociosidad es madre de
todos los vicios y a mí me atemorizan los vicios. Sin embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea
propia, sus vestidos, ya lo dije, para que yo se los copiara. No crean que esto era fácil. Con un molde, yo
cortaba cualquier vestido; pero sacar de un dibujo el vestido, es harina de otro costal. Lloré gotas de sangre. Ahí
empezó mi desventura.
Los vestidos eran por demás extravagantes. A veces ella misma pintaba las telas, que en general eran livianas y
rosadas. El jumper de terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran escote por donde me explicó
que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus pechos. Varias veces le recordé, después de terminarle
el jumper, que tenía que comprar la organza, para hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper, no
estaba hecha la blusa: resolvió, contra viento y marea, ponérselo. Parecía una reina, si no hubiera sido
por los pechos, que con pezón y todo se veían como en una compotera, dentro del escote. Mama mía. La
acompañé hasta la puerta de calle y después hasta la plaza. Allí me despedí de ella. No pude menos que admirar
la silueta envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo que a regañadientes yo le había cortado y
cosido. Qué extravagancia. Al día siguiente, cuando la vi, estaba demacrada.
Tomó el diario bruscamente y me leyó una noticia de Budapest, llorando. Una muchacha había sido violada por
una patota de jóvenes que la dejaron inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto
un jumper de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus pechos enteramente descubiertos. La
Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una amiguita o de su madre. Yo le pregunté por
qué lloraba: qué podía importarle de una muchacha de Budapest que no había conocido. ¡Qué sensibilidad!.
—Debió de sucederme a mí —me contestó, enjugándose las lágrimas—.
—Pero niña, está bien que sea buena —le dije— pero no hasta el punto de querer sacrificarse por la humanidad.
—Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba esa mujer. El jumper que yo
dibujé, el que me quedaba bien a mí.
No comprendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuarto, para tomar una tacita de tilo.
Al día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que se lo copiara. Fruncí el
ceño y exclamé involuntariamente:
—¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!.
—¿Qué tiene de malo? —me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo no contestaba, prosiguió: —¿Para
qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para mostrarlo, acaso?—. Le dije que tenía razón, aunque no lo
pensara, porque soy educada muy a la antigua y antes de ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me
muero.
—Usted es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los demás.
—Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.
—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar. Ayúdeme, entonces —me
dijo—.
El vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo de gasa negra, con pinturas hechas a
mano: pinturas muy delicadas, que parecían reales, como el fuego de las fogatas y los perfiles. Las pinturas
representaban sólo manos y pies perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con anillos y sin
anillos. Al menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando terminé el
vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al espejo, viendo el movimiento de las
manos pintadas sobre su cuerpo, que se transparentaba através de la gasa. Le pregunté:
—¿Cómo le hago el viso?.
—Su abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso?. Usted, vieja, está muy anticuada.
Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía calor, no se puso un abrigo ni un chal
para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no dormí en toda la santa noche.
Al día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en una mano, mientras con la otra
bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en Tokio, en un suburbio, una patota de jóvenes había violado a
una muchacha a las tres de la mañana. El vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con
manos y pies pintados.
La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla.
—No puedo hacer nada en el mundo sin que otras mujeres me copien —exclamó sacudiendo la cabeza—.—
Pero, niña, no diga esas cosas.
—Son unas copionas. Y las copionas son las que tienen éxito.
—¿Qué éxito es ése?. No es nada de envidiar.
—No me entiende, Régula.
—Llámeme Piluca y no se enoje.
El siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de carne, que representaban
figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos esos cuerpos, representaban una orgía que ni en el
cine se habrá visto. Yo, Régula Portinari, metida en ésas; no parecía posible.
Durante una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero no sabía los efectos que
sobre el cuerpo de la Artemia podían producir.
Rebajé cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro nerviosa. Aquel cuarto de costura
era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos, piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el piso. Felizmente
la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie vio salir a la Artemia de casa, cubierta de
esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor movimiento. Le previne: —Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo.
—Qué frío puedo tener en el auto con calefacción.
Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío.
Al día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario, sorprendió una noticia que la
impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza de tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con
un vestido tan indecente, que la ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El
vestido era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían abrazarse lúbricamente.
Me dio pena y horror la perversidad del mundo.
Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre. Una vestimenta sobria, que
nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban.
En mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el pantalón y una camisa a cuadros, que corté y
cosí en dos patadas. Verla así, vestida de muchachito, me encantó, porque con esa figurita ¿a quién no le queda
bien el pantalón?. Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho. Tal vez pensó que no volvería a
verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana siguiente, un coche patrullero de la policía estaba estacionado
frente a la puerta. Ese silencio, esa luz cruel de la mañana, me anunciaron algo horrible que después supe y leí
en los diarios:
Una patota de jóvenes amorales violaron a la Artemia a las tres de la mañana en una calle oscura y después la
acuchillaron por tramposa.

Casi el reflejo de la otra


Fue por televisión donde la vi. Me costó varias noches de desvelo, primero por lo extraña que me pareció y
segundo por lo seductora. Todo desaparecía a su alrededor. Reinaba en el centro de la pantalla, como cuando se
mira el sol y desaparece el resto.
La llamaban Lila Violeta, de modo que, al llamar a la una, llamaban instintivamente a la otra y contestaba
aceleradamente, cosa que no sucedía cuando llamaban por separado simplemente Lila o Violeta, sin recurrir al
nombre compuesto que tanto éxito tiene desde el tiempo de María Magdalena. El nombre seducía a cualquiera.
¡Dos flores de tan bonito color, y perfumadas!.
Una casi el reflejo de la otra, tímida, otra orgullosa, casi la coronación de la anterior. Pero estas dos flores no se
entendían o, más bien dicho, nunca estaban de acuerdo en sus gustos, aunque físicamente se parecieran tanto.
A Lila le gustaba la luz del día, a Violeta le gustaba la oscuridad más profunda de la noche. A Lila le gustaba la
ciudad, el bar de la esquina, el ruido desenfrenado de las fiestas, el gusto a fritura, las confiterías más elegantes.
A Violeta, por lo contrario, el campo, los hombres barbudos, el asado con cuero y, como aficionada a la música,
los conciertos al aire libre. A Lila le gustaba el teatro, el palco balcón, las cortinas de terciopelo rojo, las
escalinatas interminables y las pinturas del plafond. A Violeta, el silencio más apacible, el silencio a la orilla de
un lago desierto, las playas donde nadie va a veranear, donde sopla un viento que se lleva hasta las carpas.
A Lila le gustaba bordar, le gustaba hasta el aviso luminoso de "Corte y confección" de una calle de Burzaco,
donde soñó que aprendía el oficio de modista sin mayores dificultades. A Violeta le gustaba el piano, tocaba
escalas a hurtadillas, sin descanso, a la hora de la siesta, cuando se lo permitía, para adquirir agilidad en los
dedos.
A Lila le gustaba el órgano porque era más grandioso y podía hacerse oír en una iglesia; le gustaban los perros.
Siempre quería recoger uno abandonado, aunque fuera muy feo. A Violeta le gustaban los pájaros y cuando en
los jardines acudían a bandadas a besarle los pies, aunque no les llevara miguitas de pan ni alpiste ni lechuga.
A Lila le gustaban los vestidos de etiqueta, aunque no fuera a fiestas, los collares de filigrana y muchas
puntillas y cuellos de armiño. A Violeta le gustaban los pantalones vaqueros, suspiraba por ellos, pues nunca
estas niñas podían darse los gustos por no estar la una con la otra de acuerdo, ni siquiera en los alimentos.
A Lila le gustaban los duraznos, las mandarinas, el budín del cielo; a Violeta las yemas acarameladas, nunca
bastante dulces, solamente las manzanas verdes, nunca bastante verdes.
Un día conocieron a un joven que llegó de visita a la casa como mandato del cielo, trayéndoles, de parte de la
madrina que vivía en el campo, un paquete muy bien hecho, atado con cordones de colores; lo abrieron y,
dentro de otro paquete, una caja que estaba llena de duraznos, mandarinas y manzanas verdes.
—Qué bien conoce nuestros gustos —suspiró Violeta, arrodillándose junto a la caja que había posado en el
suelo y, acariciando una manzana, exclamó—:
Lástima que no sea deliciosa.
Lila se alegró más que Violeta.
Sin cuchillo, sin tenedor, sin plato para no tener que limpiarlos después, comieron luego de ofrecer al joven las
frutas.
Conversaron hasta la noche sin poder separarse, como siempre. A Lila le gustó el muchacho, a Violeta más,
pero nunca se puede saber el grado de embeleso que produce un recién llegado.
—No te vayas —le dijeron—.
—Pero ¿dónde dormiré? —preguntó el joven—.
—Aquí, sobre el felpudo —gritó Lila—, serás mi perro favorito.
—Por ustedes hago cualquier cosa, hasta volverme perro —y se puso a
ladrar—.
—A mí no me gusta —protestó Violeta—.
—¿No te gusta que me quede?
—No me gustan los perros —protestó Violeta—. Voy a tocar el piano. Algo que les haga llorar.
—¿Por qué? —preguntó Lila—.
—Porque me queda mejor llorar que reír —contestó Violeta—.
En un banquillo con un almohadón bordado se sentaron frente al piano y, mientras Violeta tocaba el piano,
sintió que Lila y el muchacho se besaban, con el mismo ruido que ella hacía para llamar los pajaritos. Se odió a
sí misma. "Porqué, por qué fingir alegría cuando el corazón está lleno de presentimientos", pensó.
Sobre la mesa, un frasco verde brillaba: era un remedio calmante, de minúsculas pastillas que en número
exagerado podían ser mortales. El vaso era bonito: inspiraba posturas bonitas al que lo sostuviera.
"Voy a matarme. Morir, dormir, tal vez soñar será la única solución para no verlos más", pensó. "Tengo el arma
a mano. Nadie se dará cuenta”.
Violeta, con el vaso de agua en la mano, empezó a tragar las píldoras sin molestias, admirablemente, y a
medida que tragaba miraba al muchacho, ignorando a Lila, que interponía su mirada con olas de rencor.
—¿Qué comes? —preguntó el muchacho.
—Grageas —dijo—. ¿Quieres probar?.
—Cómo se parecen ustedes.
—Es claro que sí.
—No sé a cuál quiero más.
—Tenés que elegir.
—Vos tenés que elegir —gritó Violeta a Lila—.—No puedo.
Nadie advirtió que simultáneamente se estaban muriendo Lila y Violeta, pero yo sí: un día, en la realidad y no
en la pantalla, tendría que suceder todo esto.
Y sucedió, porque tuve la fatal idea de visitarlas, amando más a Lila que a Violeta y seducido más por Violeta
que por Lila.
Asistí a la muerte de la primera y al suicidio de la segunda. Los pulsos se detuvieron simultáneamente, como si
no fuera bastante vivir dos veces la misma historia, una en la pantalla, la otra en la realidad.
La soga

1 A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de

2 mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender

3 papeles en la chimenea. Esos juegos lo entre t u v i e ron hasta que descubrió la

4 soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes

5 del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo

6 e n t re t u v i e ron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de

7 siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer

8 con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol,

9 después un arnés para caballo, después una liana para bajar de los árboles,

1 0 después un salvavidas, después una horca para los reos, después un

1 1 pasamanos, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia adelante, la

1 2 soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como

1 3 dispuesta a morder . A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los

1 4 árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar

1 5 que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien

1 6 llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes al principio, luego,

1 7 poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le

1 8 daba aquel movimiento de serpiente maligna y re t o rcida, que los dos hubieran

1 9 podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga”.

2 0 La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la

2 1 hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y

2 2 oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión.

2 3 El gato no se le acercaba, y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se

2 4 demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de

2 5 echarla al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba


2 6 p restar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de

2 7 sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor.

2 8 Si alguien le pedía:

2 9 — Toñito, préstame la soga.

3 0 El muchacho invariablemente contestaba:

31—No.

3 2 A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era algo

3 3 aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.

3 4 Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.

3 5 ¿Una soga, de qué se alimenta? £Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las

3 6 casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era

3 7 herbívora; le dio pasto y le dio agua.

3 8 La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada

3 9 movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula”. Y Prímula obedecía.

4 0 Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la pre c a u c i ó n

4 1 de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.

4 2 Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte,

4 3 de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo

4 4 Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la

4 5 energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó en el

4 6 pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.

4 7 Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos .

4 8 La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.

Silvina Ocampo, Cuentos difíciles. Antología, Buenos Aires, Colihue, 1999.

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