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BIS509 - Rogers Kirby - Dos Balas para Un Corazon

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4—
INTRODUCCION

Arizona es llamado “el Estado Bebe Bebé” (Baby State), pero de todos
los Estados de América, seguramente es el que ha recibido el sobrenom-
bre menos apropiado. Este extenso territorio, más de la mitad de la su-
perficie de España, posee casi tantas tierras situadas verticalmente, como
horizontales.
Por su extensión es el quinto Estado de la Unión.
El origen de su nombre induce a error, sabiendo que se deriva de
“Arizonac”, palabra que en indio papago significa “región de pequeños
arroyos”.
El visitante podría por ello creer que se iba a encontrar en un oasis,
con murmurantes cursos de agua y limpios manantiales. Pero...

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Muy lejos de ello, la Naturaleza ha hecho de Arizona completamente
árida. Su único gran río, el Colorado, que forma la mayor parte de su
frontera occidental, toma sus aguas en otro Estado.
Los únicos cursos de agua de alguna importancia, el Gila y el Salt,
son alimentados por pequeñas torrenteras que solamente se llenan de
agua en las épocas de las lluvias. Sin embargo...
El Gobierno ha intentado, y con notable éxito, transformar Arizona
en un oasis artificial. Dos presas gigantes, la Boulder Dam, en el Colo-
rado, y la Roosevelt Dam, en el Salt, proporcionan el agua necesaria para
el riego de vastas comarcas, hoy día fértiles.
En todo el Estado se encuentran siete presas que riegan más de
240.000 acres de terreno.
Arizona se divide en dos regiones distintas: las mesetas y las, mon-
tañas.
La Gran Meseta septentrional, de una altura media de 4.000 pies, está
llena de espolones, cuyos escarpados flancos se elevan a veces, hasta al-
turas de mil pies por encima de la meseta.
En esta región es donde se encuentra el Painted Desert, el desierto
pintado, de suntuosos colores y el majestuoso Gran Cañón del Colorado,
que se hunde a una profundidad de 6.000 pies en las entrañas de la me-
seta.
Al sur de la Mesa Magallon, y atravesando el Estado de noroeste a
sureste, se alinean numerosas cadenas de altas montañas cortadas por
anchos valles, que el riego ha hecho florecer y verdear espléndidamente.
Estas montañas contienen algunas de las reservas vírgenes de pinos,
cedros y enebros de América del Norte.
Los picos más altos, que alcanzan casi los 13.000 pies, se encuentran
en la cadena volcánica de San Francisco, cuyas macizas alturas dominan
la floreciente ciudad de Flagstaff.
Los habitantes de los valles cultivan el famoso Pima, el mejor algo-
dón del mundo, de brizna larga, y producen ricas cosechas de maíz, de
trigo y de cebada.

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La irrigación ha hecho progresar el cultivo de los frutales a paso de
gigante. No se puede dejar el Estado sin haber probado algunos “gra-
pefruits” de Arizona, cuya pulpa azucarada estalla al ser mordida.
Phoenix, la capital, es el centro comercial de esta comarca agrícola.
En el extremo sur del Estado vuelven a encontrarse los colores bri-
llantes y la sobrecogedora y desolada belleza del desierto. Las llanuras
de arena del sudoeste encierran las regiones más tórridas existentes al
norte de Panamá.
La gran llanura desértica no es la extensión muerta y pelada que uno
se imagina. Sus apacibles espacios están cubiertos de una verdadera flo-
rescencia de salvia, de yuca, de “mesquite” de “palo verde” y de cactus,
cuya variedad más decorativa recuerda a un gran pie verde cuyos dedos
serían flores rojas e hinchadas.
Estos cactus tienen, además, la ventaja de ser comestibles. Los habi-
tantes de origen mejicano, después de haberlos desembarazado de sus
pinchos, sacan una especie de excelente azúcar cande de su consistente
pulpa.
A la sombra de estas plantas espinosas y hostiles vive todo un mundo
de conejos de monte, ratas del desierto y otros pequeños mamíferos. Por
todos lados pululan las serpientes, los sapos cornudos y les palpitantes
lagartos de color joya.
El grotesco y desgarbado monstruo de Gila, minúsculo dinosauro de
tres pies de largo, también se encuentra allí, pero no gana uno nada al
conocerle de demasiado cerca, siendo preferible mantenerse a prudente
distancia de él.
Le explotación minera constituye la industria más productiva de Ari-
zona. Se hallan allí algunas minas de oro, de cobre y de plata, en la ac-
tualidad de las más ricas de los Estados Unidos.
También existe en su suelo el plomo y el zinc en grandes cantidades.
Los nombres anglosajones de las ciudades mineras, como Bisbe, Douglas
y Lowell, demuestran lo reciente del descubrimiento de estos yacimien-
tos.

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Arizona ha sido siempre una tierra fronteriza. Empezó pertene-
ciendo a España, pero se encontraba demasiado lejos de Méjico y de
Santa Fe, donde se había desarrollado una cierta civilización, para intere-
sarle demasiado.
Desde 1687, los jesuitas, conducidos por el infatigable Padre Kino,
fundaron misiones, una de las cuales, la de San José Tumacacori, hoy res-
taurada en toda su primitiva belleza, es fácilmente accesible a los autos
que vengan desde Tucson.
Pero fue preciso llegar a 1776 para que se instalase una guarnición
española en San Agustín de Tucson.
Arizona siguió siendo considerado como una especie de niño mal re-
cibido de Nuevo Méjico, del que entonces formaba parte, hasta los alre-
dedores de 1850. Después empezaron a descubrirse allí ricos yacimientos
minerales y el territorio cayó en toda la histeria delirante de un tropel
hacia el oro.
En su calor de horno, rudos e hirsutos mineros se afanaron, sudaron,
juraron, bebieron, batallaron y murieron a millares.
Esta afluencia de blancos no había apartado, ni mucho menos, a los
feroces apaches del sendero de la guerra. Por el contrario, cuando la gue-
rra de Secesión trajo consigo la retirada de las tropas federales del terri-
torio, los Pieles Rojas se hicieren tan agresivos, que varias comunidades
mineras o agrícolas de reciente fundación, tuvieron que ser abandonadas
y siguieron estándolo hasta el regreso de las tropas protectoras. Así y
todo...
Los indios hostiles no fueron domeñados hasta muchos años más
tarde. Todavía en 1880, un cuero cabelludo de apache significaba para el
que lo había conseguido una fuerte gratificación de las autoridades.
Hoy en día los indios, que constituyen una décima parte de los
500.000 habitantes que tiene el Estado, se han transformado en ciudada-
nos respetuosos de las leyes, inteligentes y perfectamente asimilados al
resto de la población.

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El castillo de Moctezuma, en el centro del Estado, y la Casa Grande,
en el sudoeste de Phoenix, son las mejores muestras de la arquitectura
primitiva de los pueblos que posee América.
Tombstone, pequeña y somnolienta ciudad al este de Tucson, tiene
una fascinadora historia que atrae a muchos visitantes. Después de la
guerra civil los “cattlemen” “guardianes de ganado” trajeron consigo el
taconeo de sus botas altas, el tintineo de sus espuelas de plata y el trueno
de sus revólveres que se unieron al estruendo ya considerable de los sa-
lones y de las salas de baile de la frontera.
La venta de ganado llenaba los bolsillos de los “cow-boys” de lindos
dólares de plata, que ellos se apresuraban a jugarse en furiosas partidas
de póker en las cantinas de Tombstone contra los mineros, de carteras
igualmente provistas.
Los tarambanas prosperaban y los ataques a las diligencias se hicie-
ron un medio muy corriente de restaurar una fortuna vacilante.
La única ley que era respetada era la de los Vigilantes o “Extrangu-
ladores”, personajes sin miedo y sin tacha, que no se andaban por las
ramas cuando se trataba de colgar a un culpable, de sus crímenes, que
iban desde la fullería jugando a las cartas, al asesinato de un enemigo por
la espalda. Ninguno que hubiera matado a su adversario cara a cara, leal-
mente, tuvo nunca nada que temer de su implacable justicia.
Tombstone se yergue como un monumento a estos temibles adver-
sarios y a su tiempo. Los bares tapizados de espejos, la Opera, de sillones
de terciopelo rojo y dorado y la estación de la diligencia, siguen aún allí.
A las puertas de la ciudad se halla el famoso “Boot Hill Cementery”, el
cementerio de las Colina de las Botas.
Una visita obligada para el que entre en Arizona por el noroeste es la
del Bosque Petrificado que se halla no lejos de Halbrook. Los árboles de
este bosque han sido transformados, hace milenios, en piedra sólida, por
la acción del agua cargada de minerales. Su sección muestra todos los
detalles, hasta el más insignificante vaso, hecho duro cuarzo, de exquisi-
tas tonalidades.

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La más célebre maravilla de Arizona es la del formidable abismo del
Gran Cañón, cuya belleza y deprimente grandiosidad no puede descri-
birse con palabras. Situado al noroeste del Estado, mide el Cañón 217
millas de longitud, y en algunos lugares su anchura en el vértice alcanza
las veinte millas.
Entre sus dos murallas, se levanta un mundo de construcciones titá-
nicas, con anfiteatros, gargantas, precipicios, fortalezas, templos tan
grandes como montañas; todo ello brillando en forma de masas horizon-
tales y coloreadas, cuyos tonos van cambiando constantemente, según la
posición del sol.
El que no pudiera conocer más que un sólo paisaje de América debe-
ría ver el Gran Cañón del Colorado: la maravilla de Arizona.
Bien pues, en Arizona es donde se desarrolla nuestra historia. Em-
pieza en un atardecer del mes de Junio del año 1880, cuando...

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CAPITULO PRIMERO

Moría la tarde. Hacia el Oeste, por detrás del Baboquivari Peak, aca-
baba de esconderse el sol. La tenue oscuridad del crepúsculo, que iba au-
mentando sin cesar, se convertiría pronto en un tenebroso manto de som-
bras que envolvería, durante algún tiempo, disimulándola, la desoladora
monotonía del paisaje.
Algo más tarde saldría la luna, y el firmamento se poblaría de millo-
nes de estrellas parpadeantes.
Los sonidos se propagarían con mayor claridad. Algún que otro ani-
mal de los que poblaban aquellas soledades daría señales de vida en su
nocturno vagar para procurarse alguna presa. Los cactus y las “choyas”
proyectarían sus sombras en la arena, como en un intento de animar algo
el paisaje, poblándolo de espectros fantasmagóricos.
Y sin embargo...
Nada de aquello disminuiría la sobrecogedora soledad. Si acaso, ha-
cer resaltar con más fuerza que nunca, la grandiosa inmensidad de los
misterios de la Naturaleza.
Porque el desierto seguiría siendo el mismo.
Allí, en aquellos parajes de desolación y de muerte, no cabía pensar
en otra cosa. Aunque a veces…
El jinete que avanzaba en dirección norte, escudriñando sin cesar el
terreno que le rodeaba, parecía estar acostumbrado a aquel ambiente.
Conducía su caballo con pulso firme y seguro. Sin mostrar el menor titu-
beo.
No daba la impresión de ser la primera vez que atravesaba un de-
sierto. Más que un caminante arriesgado y decidido, parecía un perse-
guidor.
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Y así era en efecto.
El jinete había salido tres días antes de Tubac. No había dudado un
momento en adentrarse en el desierto de Gila. Interiormente tenía la con-
vicción de que más pronto o más tarde conseguiría el objetivo que le ha-
bía obligado a entrar allí.
Trabamos contacto con él en el momento en que, al ocultarse el sol
por detrás de la lejana cumbre del Baboquivari Peak, detuvo su montura
un pequeño altozano arenoso.
Durante unos segundos permaneció inmóvil en su silla, atisbando,
como siempre, por delante de él. Y de pronto...
Procedente de algún sitio no muy lejano de donde él se encontraba,
el inconfundible relincho de un caballo llegó a sus oídos.
Algo parecido a una sonrisa apareció en el rostro del jinete.
Pero la oscuridad que por momentos iba envolviendo todo el lugar
hacía imposible distinguir si era a causa de alegría o de inquietud.
Sus aceradas pupilas bucearon en las sombras que iban envolvién-
dole. Por delante de él sólo distinguía algunos bultos de cactus gigantes
con sus alargados brazos.
Esperó a oír de nuevo el relincho de poco antes, pero fue inútil.
—Es igual. “Saltarín” —monologó en voz baja—. De todas formas, te
encontraré.
De uno de los bolsillos de su chaqueta sacó algo que metió en la boca
de su cabalgadura. No eran más que unos granos de sal para evitar que
respondiera al relincho del otro caballo.
Y de nuevo se puso en marcha.
Anduvo así, casi ya a oscuras, confiado en su instinto de orientación.
La diferencia estribaba en que ahora lo hacía con deliberada lentitud.
Observando a su alrededor el menor detalle del terreno que recorría.
Transcurrió casi un cuarto de hora desde que dejara el altozano y, de
pronto...

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Su mano derecha acarició el cuello del animal que montaba. Pronun-
ció a continuación unas palabras en voz baja y, luego, deteniéndose junto
a un enorme cactus, ató allí al caballo.
El jinete, ahora a pie, torció un poco a la izquierda. Avanzó sigiloso
hasta llegar a unas tres yardas de distancia de una aglomeración de “cho-
yas” y...
Bruscamente saltó hacia adelante. Una mano férrea agarrotó las rien-
das del caballo que se encontraba allí atado y otra, empuñando un revól-
ver de seis tiros, apuntó amenazadoramente hacia la figura tendida en el
suelo que se veía a su lado. Luego...
—Se ha acabado el paseo, amigo —pronunció con voz fría y autori-
taria—. ¡Levante las manos al cielo o le agujereo! ¡No admito trucos de
ninguna clase!
Al ruido de su voz, la figura del suelo dio un respingo de sobresalto.
Por el contrario, el caballo que acababa de sujetar, tras enderezar las ore-
jas, pareció sosegarse del todo.
—Hizo mal negocio robándome mi caballo, amigo —siguió diciendo
la voz del que empuñaba el revólver—. Quienquiera que monte a “Salta-
rín” sin mi permiso está destinado a morir... ¡Vamos! Levántese de una
vez y de unos pasos hacia aquí!
¡Quiero verle la cara antes de enviarle al infierno!
El hombre ya no sujetaba el caballo.
Pero siguió a su lado, mientras su revólver se movía significativa-
mente apuntando a la figura del, a todas luces, sorprendido durmiente.
—Malo es robar un caballo en estas tierras, amigo —y la voz que sos-
tenía el revólver rezumbaba ironía—. Pero robar a “Saltarín” es ya un
suicidio. ¿Acaso creyó poder escapar a mi castigo por meterse en este
desierto?... ¡Vamos! ¡Venga hacia acá y responda! Pero sin bajar los bra-
zos, ¿eh?
La figura sentada en el suelo se movió con dificultad. No era fácil
desde luego incorporarse teniendo los brazos levantados.
Aunque lo consiguió.

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A pesar de la oscuridad, el del revólver pudo darse cuenta de que se
trataba de una persona de poca envergadura física. Los pantalones le pa-
recían venir sobrados de tamaño. Lo mismo ocurriría con la chaqueta que
llevaba. Y en cuanto al sombrero, colgado de su cuello por una fina co-
rrea, aunque no lo llevaba puesto, era tan grande, que sus alas, sobresa-
liendo per detrás y más arriba de la cabeza, convertían en una oscura
sombra la parte de cuerpo asentada sobre los hombros.
Pero sólo bastó un segundo para que el del revólver encontrara la
explicación de todo, al identificar con qué clase de enemigo tenía que ha-
bérselas.
De los labios del que tenía los brazos en alto acababan de brotar las
siguientes palabras:
—No era mi intención robarle su caballo, señor. Pensaba devolvér-
selo, junto con una cantidad en concepto de indemnización, apenas hu-
biera llegado a Tucson.
Naturalmente, no fueron las palabras en sí lo que hicieron soltar al
del revólver una exclamación de sorpresa. Si no que...
La voz que acababa de oír pertenecía a una mujer.
—¡Maldición! —exclamó, mientras enfundaba el arma—. Ganas me
dan de morirme de vergüenza. ¡Una mujer! ¡Ha sido una mujer quien
robó mi caballo!
—Repito que no se lo robé —oyó que le respondían, a la vez que
quien hablaba abatía los brazos que hasta entonces mantuviera en
alto—. Aunque reconozco que le sobran razones para haber pensado así,
la verdad es muy distinta. Se hubiera convencido de ello dentro de unos
días.
El hombre avanzó unos pasos hacia la menuda figura que así le ha-
blaba.
Pero de nada le sirvió. La oscuridad era tan profunda que no distin-
guía otra cosa que el bulto de su persona.
—Siéntese donde estaba —ordenó, mientras retrocedía con ella hasta
alcanzar la protección de las “choyas”—. Opino que así, a oscuras, no

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debe usted hablar. No puedo leer en sus ojos si pretende engañarme. Para
empezar, voy a ofrecerle una oportunidad de demostrar que es sincera.
—¿Qué clase de oportunidad? —la voz de la mujer, más tranquila
ahora y también menos preocupada, tenía un timbre agradable y argen-
tino.
—Voy a buscar el caballo que tuve que comprar por su culpa. No
tiene comparación con “Saltarín”, pero se trata de un buen animal —dijo,
alejándose.
Regresó poco después montado en el caballo que dejara atado al cac-
tus. Y mientras se apeaba, oyó que le decían:
—¿Se ha convencido ya de mi sinceridad? De haberlo querido, hu-
biese podido escapar a lomos de “Saltarín”.
La oscuridad impidió ver la sonrisa que esbozaban los labios del
hombre.
—Se equivoca, señora —respondió—. Ahora era muy distinto a la
noche en que se llevó a “Saltarín” de Tubac. Apenas hubiese montado en
él, el mismo caballo la hubiera conducido a mi presencia. Incluso puedo
asegurarle que, de haberlo deseado, habría podido recobrarlo sin necesi-
dad de llegar hasta aquí. ¿Recuerda cuando relinchó, hará cosa de media
hora? No necesitaba más para obligarle a regresar a mi lado. Pero no le
llamé porque quería también al ladrón. Agradezca a eso no encontrarse
ahora en este desierto, sin montura y condenada a sufrir la peor de las
muertes.
En el silencio que siguió, el hombre percibió claramente el suspiro
que dejaba escapar la mujer. Luego...
—¿Quiere que le explique por qué me llevé su caballo? —pronunció,
eludiendo todo comentario a las palabras que acababa de oír.
—No. Es mejor que procure dormir. Mañana va a necesitar de todas
sus fuerzas.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Está muy claro. Que en cuando amanezca nos pondremos en ca-
mino hacia Tucson. ¿No es allí donde iba?

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—Sí. Y tengo que llegar cuanto antes. A eso se debe precisamente que
me llevara su caballo y eligiese esta ruta.
De nuevo la oscuridad impidió ver la sonrisa del hombre.
—Para hacer lo que ha hecho no necesitaba robar..., bueno, digamos
tomar prestado a “Saltarín”. Con ese caballo podía haber avanzado mu-
cho más aprisa. Hubiera hecho lo mismo con cualquier otro.
—Es posible. Pero con ningún otro caballo me hubiera atrevido a cru-
zar este desierto. Me moría de impaciencia esperando las horas que fal-
taban para la salida de la diligencia de Tucson, cuando vi a un mozo del
hotel conduciendo a “Saltarín” hacia las cuadras. Oí al mismo tiempo al-
gunos comentarles ponderando las cualidades del caballo y fue entonces
cuando creí haber encontrado la solución. Con aquel animal y cortando
por el desierto, llegaría a Tucson casi tres días antes que la diligencia. Y
tan necesario me era llegar pronto a casa que no lo pensé más. Aquella
misma noche me puse estas ropas, entré en la cuadra del hotel y...
—Y se llevó usted a “Saltarín”, ya lo sé —la interrumpió el
hombre—. Yo me enteré a la mañana siguiente. Tardé un par de horas en
descubrir el camino que habían tomado y media más para procurarme
un caballo que me ofreciera ciertas garantías. Luego salí en su persecu-
ción y..., bueno, estaba dispuesto a recuperar a “Saltarín” aunque tuviese
que recorrer toda la Nación.
—Lamento haberle causada tantas molestias, señor —se excusó la
mujer—. Puede creerme que pensaba devolverle su caballo. Además, por
el favor que me hacía, mi padre hubiera pagado gustoso la cantidad que
usted mismo fijase como indemnización.
Junto a las “choyas” los dos que mantenían aquella conversación
eran ahora dos sombras más.
—Bien —dijo de pronto el hombre—. Ya que no quiere esperar a ma-
ñana, termine de aclararme este misterio. Algo muy importante debe ser
para que una mujer se arriesgue a... atravesar sola el desierto de Gila.
—¡Y tan importante! Imagínese que de la prisa que yo me dé en llegar
a Tucson depende la vida de mi padre.

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En la oscuridad, el hombre hizo un gesto imperceptible. Luego...
—Efectivamente, la cosa es importante —declaró, sin la menor ento-
nación en la voz—. Continúe.
—Verá. Todo se reduce a esto: hace cuatro días, sorprendí una con-
versación entre mi tío y su capataz. Hacía tres meses que me encontraba
en su rancho de Tubac y jamás había visto a mi tío tan nervioso. Claro
que lo que les oí decir no era para menos. Después de varios años de no
saber nada de él, se habían enterado de que el peor enemigo de mi padre
se dirigía a Tucson. Resulta que poco después de abandonar él el pueblo
habían encontrado muerto a un hermano suyo en tierras de nuestra pro-
piedad. Su familia, basándose en el antiguo antagonismo qué se profesa-
ban mutuamente acusó a la mía de aquel crimen.
De no haber sido porque mi padre posee un numeroso equipo de
hombres a su servicio ya habría estallado la guerra entre ellos. Al menos
eso era lo que creíamos nosotros. Ahora nos hemos enterado que nues-
tros enemigos no han hecho nada por estar esperando la llegada de su
jefe. Y según las noticias que mi padre tiene de él, se trata de un temible
pistolero que ha dado mucho que hablar en Texas. De labios de mi tío
pude enterarme de que ese hombre llegó a Tubac hace unos días. Se di-
rigía a Tucson y por lo que habían deducido de ciertas preguntas que
hizo, se proponía vengar a su hermano en la persona del jefe de mi fami-
lia: mi padre. ¿Comprende ahora por qué me urge tanto llegar pronto a
Tucson?
Una vez más, la oscuridad impidió a la mujer observar el efecto que
causaban sus palabras en su interlocutor. De haber podido verle el rostro,
habría percibido la glacial expresión que se había dibujado en el rostro
del hombre, apenas empezó su explicación.
Sin embargo, le llamó mucho la atención oírle preguntar de pronto,
en vez de responder a su pregunta:
—¡De modo que se expuso a los peligros de este desierto para avisar
a su padre de que un pistolero se dirige a Tucson en su busca, ¿eh? ¿Y no
pensó usted en las consecuencias que podían acarrearle si el dueño del

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caballo de que se apropió conseguía alcanzarla? Imagínese por un mo-
mento que yo no quisiera seguir adelante. Y aún más. Que yo fuera un
hombre que aprovechando estar completamente solo aquí acompañado
de una mujer...
—Por suerte para mí usted no es de esa clase de hombres —le inte-
rrumpió ella. Y en su voz había convicción y seguridad—. Me convencí
de ello apenas le oí abrir la boca.
—¿De veras? Entonces debe ser usted muy lista. Nadie se atrevería a
hacer una afirmación como la suya, basándose simplemente en la voz de
una persona. Sin conocerme ha expresado su opinión. Por lo tanto, debe
conocer muy bien a ese hombre que según acaba de decir se dirige en
busca de su padre. Dígame: ¿No cree que ese pistolero, como usted le
llama, está en su derecho de querer vengar al que asesinó a su hermano?
La voz de la mujer tenía ahora un timbre distinto al de poco antes:
—Le digo que ese pistolero intenta asesinar a mi padre. Y mi padre
no tuvo nada que ver con la muerte del hombre que encontraron acribi-
llado en sus tierras.
—¿Está usted segura?
—Segurísima. Da la casualidad de que cuando debió ocurrir aquello,
mi padre y yo nos encontrábamos en Tombstone. Intenté decírselo a los
Lasky, pero no hubo manera de poder hablar con ellos. Y eso que lo in-
tenté muchas veces. Faltaba de Tucson desde que, siendo una niña, me
llevaron a los Nogales para poder estudiar en las Misiones, y confiaba en
que mi declaración serviría de algo. Podía demostrar que en aquel
tiempo mi padre se encontraba fuera de la población por haber salido de
viaje para recogerme. Cuando mataron a aquel hombre nosotros llevába-
mos una semana en Tombstone. ¿Cómo hubiera podido mi padre asesi-
narle y por qué razón?
—Abundan las razones para matar a un hombre, señorita. Aunque
su padre no lo hiciera en persona podía haberlo ordenado. Usted misma
dijo antes que dispone de muchos empleados a su servicio.
—Eso es cierto. En cambio, no lo es que mi padre diera tal orden.

18—
En aquel momento, un pálido resplandor empezó a iluminar el pai-
saje. Era la luna que comenzaba su misión.
—Bueno, señorita. Porque supongo que se trata de una señorita
—habló entonces el hombre—. Creo que ya hemos hablado bastante de
esto. Procure descansar ahora para que mañana esté en condiciones de
emprender la marcha... ¿Comió algo ya?
—Sí. He venido haciéndolo cuando empezaba a oscurecer. Luego me
echaba a dormir hasta que salía el sol. Y a propósito. Mi nombre es
Klondy Patterson. Ahora soy yo quien le va a dar la oportunidad de de-
mostrar que no me equivoqué al juzgarle.
—¿Se refiere a que no me considera igual como a ese pistolero que
va en busca de su padre?
—Exacto. Entre usted y Jesse Lasky hay una enorme diferencia. Se-
gún nuestro capataz Holt, Jesse Lasky era ya desde pequeño una mala
persona. Prueba de ello es que se marchó del pueblo en busca de aventu-
ras cuando más falta hacía a sus padres.
—¡Vaya! Conque eso le dijo su capataz, ¿eh?... Bueno, será mejor que
lo dejemos de una vez. Ya tendremos tiempo mañana para continuar esta
conversación. Particularmente, la encuentro muy interesante... ¡Ea! A
dormir.
Media hora más tarde, la mujer, rendida por el cansancio, dormía
junto al hombre que, pensativo y silencioso, se sentaba junto a ella.
La luz de la luna permitía ahora ver con cierta claridad el cuerpo ten-
dido de la durmiente. Sin embargo, su rostro, oculto por el amplio som-
brero con que se cubría la cara seguía siendo invisible para el hombre.
Hasta entonces no había querido fumar, para no dar la impresión de
que pretendía aprovechar la lumbre del cigarro como medio de verla. De
ahí que fuera ahora cuando lo hiciera. Y mientras encendía la yesca con
el pedernal, el hombre murmuró en voz baja:
—No se puede negar que eres una valiente, muchacha. Pero...
Sin acabar la frase, el hombre se apartó de la mujer para acercarse a
donde había dejado los caballos. Permaneció junto a ellos mientras acabó

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de fumarse el cigarro y, por último, dejándose caer en el suelo a unos
pasos de la durmiente, se dispuso también a descansar.
Transcurrieron las horas. Se escondió la luna y por el horizonte em-
pezó a asomar la claridad del nuevo día.
La mujer seguía durmiendo. Pero despertó bruscamente cuando...
Mezclado con el seco estampido de un disparo percibió el silbido de
una bala que pasaba rozando su cuello.
Asustada, se incorporó a medias para mirar frente a ella y...
Un grito de horror salió de sus labios. A menos de dos yardas de
distancia, un hombre que no podía ser otro que el mismo de la noche
anterior, aparecía de pie frente a ella con un humeante revólver en su
mano.
¡Y el revólver estaba apuntando a su cabeza!

20—
CAPITULO II

—Perdone mi brusca manera de despertarla, señorita —fueron las


primeras palabras que oyó—. Mire detrás de usted. Encontrará la expli-
cación de mi disparo.
Temblorosa, asustada todavía por la impresión recibida, la mujer
obedeció la indicación que le habían hecho. Volvió la cabeza para mirar
a su espalda y...
Ahora, con la elasticidad de un muelle, de un salto se puso de pie.
Acababa de descubrir, justo casi donde ella descansara la cabeza
poco antes, la repugnante figura de una enorme serpiente moviéndose
aún en el estertor de su agonía.
Una bala le había destrozado la cabeza, salvándola a ella la vida.
Porque el reptil era una “cencuate”. La serpiente más venenosa y te-
mible de todas las que poblaban el desierto.
—No tema ya —y al volverse ahora hacia el que le hablaba observó
que el revólver había desaparecido en su funda—. Lamento haberla te-
nido que asustar, pero no podía hacer otra cosa. Descubrí a ese bicho
cuando ya era tarde para avisarle.
El hombre hablaba con una seguridad y a la vez con tanta despreo-
cupación que ella se equivocó al suponer que lo que hacía era tratar de
quitar importancia a la cosa.
Pero no era así. Las palabras que oyó a continuación se lo demostra-
ron.
—Ha tenido usted suerte de que yo estuviera aquí, señorita. De no
ser por mí, no habría llegado nunca a Tucson, Que eso le sirva de escar-
miento para no probar otra vez a cruzar sola el desierto.

—21
Y mientras hablaba, el hombre no dejaba de observar el rostro de la
mujer.
Se trataba de una muchacha muy linda. Las ropas que vestía impe-
dían darse una idea exacta de su cuerpo, pero por el rostro, casi se podía
asegurar que era de líneas esbeltas.
Menuda de figura, poseía una linda carita en la que resaltaban los
grandes ojos negros. La larga cabellera de color caoba la llevaba anudada
en la nuca con un lazo. Estaba un poco pálida, pero sus ojos no demos-
traban ningún temor.
—Un favor más que tengo que agradecerle, señor —pronunció ella,
mirándole de hito en hitó y sin moverse de donde estaba—. Si alguna vez
puedo serle útil en algo no titubee en pedírmelo. Los Patterson tenemos
fama de ser agradecidos.
Por un momento pareció que el hombre iba a decir algo en respuesta
a aquellas palabras. Pero como si cambiara de opinión, se limitó a mani-
festar:
—Acabo de hacer un poco de café. Tomaremos un sorbo y empren-
deremos la marcha. ¡Ah! Recuerde que habrá de cambiar de caballo. A
“Saltarín” lo montaré yo.
Dos días más tarde, hacia el mediodía, hacían su entrada en Tucson.
Una vez en la plaza, el jinete que montaba el magnífico garañón que
atraía las miradas de cuantos le veían ayudó a la joven a bajar de su mon-
tura.
Y todavía la sujetaba en el aire, cuando...
Una mano agarró al jinete por el hombro obligándole a girar sobre sí
mismo, para verse encañonado por un revólver de seis tiros.
Un hombretón de grandes bigotes que ornaban un rostro moteado
de pecas estaba detrás del arma. La ira fulguraba en su mirada cuando
ordenó:
—¡Apártese de mi hija, Lasky! ¡Apártese o le pegó un tiro!
Al oír aquellas palabras, la joven soltó un ahogado grito de asombro.

22—
—No puede ser, ¿verdad, señor? Mi padre le confunde con otro. Le
ha llamado Lasky.
—Y ese es mi nombre, señorita —respondió el que durante dos días
había sido su compañero de viaje—. ¡Yo soy el... pistolero a quien usted
deseaba adelantar en su viaje hacia aquí! ¡Jesse Lasky en persona!
—¡Oh!
Y la muchacha se cubrió el rostro entre las manos.
Aunque pronto reaccionó para prestar atención a lo que ocurría de-
lante de ella.
Tras sacudirse la mano del hombre, el llamado Jesse Lasky se en-
frentó al que le había hablado de aquella manera. No pareció dar mucha
importancia al hecho de que el otro le siguiera encañonando.
—Patterson —le oyeron decir todos los que estaban presentes—. En
atención a que estamos delante de una señorita no le mato aquí mismo.
Guarde, pues ese revólver para cuando llegue el momento. Van a so-
brarle ocasiones de utilizarlo.
El hombre de los bigotes se estremeció violentamente al oír aquello.
Hubo un momento en que todos creyeron que iba a apretar el gatillo.
Pero no fue así.
—¡De acuerdo, Lasky! —rugió—. ¡Esperaré a otro momento para
agujerearle el cuerpo como una criba!
—Conmigo le costará más trabajo que con mi hermano, Patterson
—fue la respuesta que obtuvo. —Recuérdelo porque le será muy útil.
El segundo de silencio que siguió hizo creer a los presentes que Pat-
terson se decidiría a apretar el gatillo. Pero antes de que ocurriera así...
El “sheriff” Bedell Singer, surgiendo de pronto de entre los especta-
dores habló con aire de mal agüero:
—Derribaré de un tiro al primer caballero que dispare o intente ha-
cerlo. No quiero peleas en este pueblo.
Pero a Harper Patterson le hervía la sangre.

—23
—No se meta en esto, Singer. El asunto es estrictamente personal.
Lasky me ha retado y acabo de aceptar el desafío. No le voy a dejar res-
pirar hasta que...
—¡Papá!
Patterson interrumpió el torrente de sus palabras y se quedó mi-
rando, indeciso, de Lasky a su hija. Transcurrió así otro segundo y por
fin...
—Muy bien, Lasky —pronunció—. El reto queda aceptado. Le aba-
tiré donde le encuentre. Vaya con cuidado... Tú, Klondy, vuelve de nuevo
a montar a caballo.
Por toda respuesta, Lasky le volvió la espalda disponiéndose a ale-
jarse de allí.
Y entonces...
—¡Jesse Lasky! —llamó Klondy Patterson—. Si no me ayuda usted
mismo a subir a caballo no me moveré de aquí. Además, quiero saber
cuánto pide por él, para no devolvérselo.
Jesse Lasky se volvió para mirar hacia la joven.
—Puede usted quedárselo, señorita —respondió—. Está bien pagado
con haberme hecho compañía durante dos días. En cuanto a ayudarla a
montar de nuevo...
—¡Apártese de mi chica, Lasky! —rugió Patterson, llevándose la
mano hacia la funda de su revólver.
Pero Jesse Lasky no le hizo caso.
Muy decidido llegó junto a la muchacha y tomándola por la cintura
la colocó en la silla.
La mano de Patterson, engarfiada como una garra, se alejó de la cu-
lata. Al echar una ojeada a su alrededor había visto un corro de caras
sonrientes.
—Yo no podría decir que era una razón suficiente para disparar
—dijo el “sheriff” Singer arrastrando las sílabas—. ¿Y usted, Patterson?
—¡Váyase al diablo! —respondió el padre de la muchacha, terrible-
mente furioso.

24—
CAPITULO III

El regreso de Jesse Lasky a su rancho de Tucson despertó en el ánimo


de toda la familia el enconado rencor, retenido tanto tiempo, contra los
Patterson.
Y para colmo de males, aquella mañana, justo a los tres días de la
llegada del joven...
—¿Qué rayos ocurre, Dooley? —preguntó intrigado Jesse, al notar el
fruncimiento de cejas de su capataz.
—Juzgue usted mismo, patrón —respondió el rudo vaquero con su
franqueza habitual—. Ese piojoso de Patterson está cerrando con espino
artificial el paso que hemos utilizado siempre para ir hasta el río. Eso sig-
nifica que habremos de dar un rodeo de diez millas para que nuestro
ganado pueda beber.
Jesse Lasky guardó silencio. Su rostro parecía una careta tallada en
madera, iluminada por chispas de fuego.
Y de pronto, sin llegar a pronunciar palabra, echó a andar en direc-
ción a la cerca.
—¿A dónde va usted, patrón? —quiso saber el capataz.
—A ver a Patterson.
—¿Eh? ¡Espere! Si va usted solo le asarán a tiros.
Jesse soltó una áspera carcajada. Había llegado junto a donde estaba
“Saltarín” y de un salto se acomodó en la silla. Luego, sin hacer caso de
las protestas de su capataz, se alejó al galope.
Estaba cubierto de polvo cuando se apeó junto a la cerca del rancho
Patterson.
Un par de vaqueros se quedaron absortos contemplando al personaje
que avanzaba a grandes pasos hacia la casa.
—25
Uno de ellos, recobrándose, comentó en voz alta:
—La alambrada es una trampa de elegantes. En ella se pueden aco-
rralar también a novillos raros y peligrosos.
Pero Jesse Lasky hizo como si nada hubiera oído.
Andaba a paso vivo, balanceando las manos a pocas pulgadas de las
culatas de sus revólveres, y avizorando con mirada aguda a su alrededor.
Sabía muy bien que había ido a meterse en el peligro.
Pero no había signo alguno de temor en el talante del joven, que no
detuvo su paso hasta que llegó al porche de la casa. Y si lo hizo fue por-
que...
Apareciendo bruscamente delante de él, Klondy Patterson, elegante
y fresca como una rosa, le espetó, con sutil ironía:
—¡Bravo! He aquí a un hombre que no teme a la muerte. Lo mismo
atraviesa un desierto que va a buscar al lobo en su propia madriguera.
Jesse retuvo su genio con bastante dificultad.
—A un lobo es a quien vengo a ver, señorita —respondió—. ¿Dónde
está su padre?
El tono de su voz hizo palidecer a la joven. Pero se recobró en el acto,
irguiendo la cabeza con aplomo.
—Me atrevería a apostar a que él le está esperando —respondió.
—¡Magnífico! Entonces no le hagamos perder tiempo.
El movimiento que hizo con intención de alejarse de ella, le impidió
ver la súbita sorpresa que aparecía de pronto en los ojos de la joven al
mirar detrás de él.
—¡Cuidado! —gritó entonces la muchacha, aunque convencida de
que era demasiado tarde.
Resonó un disparo y el sombrero de Jesse Lasky voló por los aires.
Pero...
El joven no se detuvo a mirar dónde iba a parar En el mismo instante
en que los labios de la muchacha se abrían para lanzar su exclamación,
Jesse había dado media vuelta sobre sus talones, escurriendo el cuerpo y
empuñando los revólveres.

26—
Y aquella vuelta en redondo fue lo que le salvó la vida.
Retumbaron sus armas y el sicario que había disparado cuando él
estaba de espaldas, rodó por el suelo con dos balas en su negro corazón.
Los que estaban a su lado hicieron intención de bajar las manos en
busca de las cartucheras. Pero cambiaron de opinión al oír decir a Jesse
Lasky:
—¡Animo, grajos! Ahora ya no os doy la espalda. ¿Quién quiere ser
el primero?
La voz que le contestó pertenecía al dueño de la casa. Surgiendo por
la puerta, Harper Patterson interrumpió la escena.
—Conque se atreve a venir a armar disturbios en mi propia casa, ¿eh,
Lasky? —pronunció el ranchero con la cara roja de ira.
Jesse no tuvo tiempo de responder. En su lugar lo hizo la propia hija
del que había hablado.
—Fue Littell quien empezó, papá. Disparó cuando el señor Lasky le
daba la espalda. Yo...
—¡Tú te callas! —le ordenó su padre todavía furioso.
—La señorita tiene razón, Patterson —intervino Jesse, pronunciando
las palabras con fría entonación—. Ese Littell intentó asesinarme a trai-
ción Si no lo consiguió fue gracias a su hija que me avisó.
La viva mirada de Patterson se deslizó de Jesse a su hija. Luego...
—Es usted un marrullero, Lasky —pronunció todo rígido—. Está tra-
tando de volver a mi propia hija contra mí.
Con lentitud, Jesse enfundó sus revólveres y cruzó deliberadamente
los brazos.
—Patterson —declaró con tono hiriente—. Hace unos días le avisé de
que cuando volviéramos a encontrarnos nuestros revólveres echarían
humo. Sospecho que usted se puso de acuerdo con Littell para evitarlo.
¿Se atrevería a hacer usted personalmente ese trabajo?
—Yo no sabía que Littell... —empezó a decir el ranchero, en son de
disculpa.

—27
—Y yo no necesito saberlo —le interrumpió Lasky—. Sólo he dicho
que era una sospecha. Pero hablemos de otra cosa. He venido a tratar de
la alambrada que ha colocado en el camino del río. Le doy veinticuatro
horas de tiempo para que la quite.
Al oír aquellas palabras, los truculentos modales de Patterson vol-
vieron a imperar. Una oleada de sangre le subió a los carrillos cuando
balbuceó:
—¿Que usted me ordena a mí...?
Y se interrumpió jadeante, sin palabras.
—He dicho veinticuatro horas, Patterson. Si la alambrada esa no ha
sido retirada mañana a mediodía, yo mismo la arrancaré. Y le diré algo
más. Si me obliga a mí y a mis muchachos a hacerlo, le aconsejo que no
se acerque por allí mientras nosotros estemos ocupados.
Un gorgoteo sofocado brotó de la garganta de Patterson. No obs-
tante, en seguida, aunque a costa de un poderoso esfuerzo de voluntad,
logró dominarse y recobrar el temple que había perdido al oír las pala-
bras del joven.
—Escuche esto, Lasky —pronunció—. Si usted o sus hombres cortan
el más pequeño trozo de alambre, se pondrán fuera de la Ley. Los dere-
chos de ese camino pertenecen al antiguo rancho de “Las Dos Cruces”
que fue adquirido por mí el año pasado. Por lo tanto, si yo no le dejo,
tendrá que conducir su ganado al río por otro sitio.
—Se equivoca, Patterson —respondió el joven, disimulando muy
bien cierta desazón interior—. Ese camino siempre fue de paso para todo
el mundo y seguirá siéndolo.
—Le aconsejo que lo piense con calma, Lasky.
—Ya lo he pensado, Patterson. O quita usted la alambrada dentro de
esas veinticuatro horas, o la cortaremos nosotros. Es mi última palabra.
Dio media vuelta, se detuvo un momento cuando su mirada tropezó
con el ceño fruncido, de Klondy Patterson y, finalmente, retrocedió por
entre el corro de hombres que había tenido detrás de él, en busca de su
caballo.

28—
—Ponga las manos en la alambrada —gritó Patterson desde el por-
che—, y lo sentirá durante todos los días de su vida, Lasky.
Jesse montó de un salto en su caballo. Volvióse hacia donde estaba el
ranchero y gritó también:
—Veinticuatro horas, Patterson. No esperaré más.

—29
CAPITULO IV

Al día siguiente, Jesse Lasky y todo su equipo se dirigieren hacia el


río con un rebaño de cornilargos.
—No cortaron la alambrada, patrón —dijo el capataz Dooley, seña-
lando hacia el leve hilván que se destacaba sobre el fondo de la pradera
cruzando de parte a parte el camino que seguían.
—Muy bien —respondió el joven con serenidad—. La arrancaremos
nosotros. Adelante, muchachos.
Los jinetes se desplegaron en abanico y avanzaron hacia la alam-
brada. Minutos después...
A lo largo de la fila de vaqueros que protegían los flancos empezaron
a caer trozos de alambrada que se retorcían en el suelo.
—Con cuidado, muchachos —gritó Jesse—. Hay que desalojar el ca-
mino de todos los trozos de alambre para impedir que las reses se enre-
den con ellos.
Al cabo de una hora el camino hacia el río estaba libre. Fue entonces
cuando uno de los vaqueros gritó:
—¡Eh, patrón! ¡Por allí se acerca un jinete!
En efecto. Un jinete corría hacia ellos. Y la dirección que traía era la
de la propiedad de Patterson.
Jesse Lasky observó al jinete a medida que disminuía la distancia. Y
cuando al fin pudo verle bien, su rostro reflejó verdadera sorpresa.
Acababa de reconocer a... Klondy Patterson.
Poco después, ante la mirada expectativa de todos los vaqueros, la
joven se detenía junto a Jesse. Luego saltó de la silla.
—Conque lo ha hecho usted, ¿eh? —fueron sus primeras palabras. Y
el tono de su voz era acusador.
30—
—Tengo la costumbre de cumplir siempre todo lo que prometo
—respondió el joven con el ceño fruncido.
—Lo mismo que mi padre —replicó ella, irguiendo la cabeza—. En
este momento se dirige hacia aquí.
—¿De veras? ¿A qué ha venido usted entonces?
El tono de desagrado de su voz produjo un leve rubor, esforzándose
por aparecer irónica—. Usted me sacó del apuro en que me encontré en
el desierto. Ahora vengo a avisarle del peligro que corre.
—Gracias —respondió bruscamente Jesse—. No debía haberse mo-
lestado. Sé muy bien defenderme de los peligros que puedan ofrecerme
los leprosos de la cuadrilla que manda su padre.
Jesse Lasky percibió como la muchacha apretaba los labios para no
responder. Luego, montando en su caballo, sin pronunciar palabras, lo
espoleó y partió al galope.
Y apenas se había alejado una docena de yardas...
El feroz ladrido de los rifles resonó en el aire. En la cima de la cuesta
que había un poco a la derecha, acababa de aparecer una línea de tirado-
res desplegados en guerrilla.
Inmediatamente, Jesse y sus hombres se aprestaron a repeler la agre-
sión. Iba Lasky a disparar su primer tiro cuando vio como el caballo de
Klondy Patterson se desplomaba.

—31
32—
En un segundo se olvidó de todo. Montó a lomos de “Saltarín”, pro-
tegido por los cuerpos de un grupo de novillos, y con un grito acució al
animal.
El plomo zumbaba en el aire a su alrededor. Una bala mordió el
plomo de su silla. Otra resonó contra la cadena de su espuela. Pero siguió
corriendo.
—¡Agáchese! —gritó a la joven, mientras se apeaba a su lado.
Klondy aparecía tendida en el suelo, junto a su potro, mirando por
encima hacia el sitio de dónde venían las balas. Jesse temía verla caer de
un momento a otro, herida por los disparos de cualquier tirador de su
propio padre, que por lo visto no la había reconocido.
Rápidamente, la montó sobre “Saltarín”. Y aunque la lluvia de plomo
no amainó, Jesse consiguió pasar a través de ella.
Poco después, llevándola ahora en brazos, Jesse la condujo hasta
donde se agrupaban sus hombres. Ella no hablaba, pero él sabía que sus
labios apretados no significaban miedo, sino humillación.
—Supongo que tengo que darle nuevamente las gracias, señor Lasky
—pronunció la joven fríamente, apenas la dejó él en tierra.
—Nada de eso, señorita —respondió Jesse—. Lo mismo hubiera he-
cho por cualquier otra persona.
Aquellas palabras despertaron su ira y replicó mordaz:
—¿No será que ha querido retener su rehén para cuando mi padre le
zurre?
Apenas hubo pronunciado la pregunta, se arrepintió. El cambio que
se operó en el rostro de Jesse Lasky fue sorprendente. Con los puños ce-
rrados y las venas de su frente muy hinchadas, respondió:
—Yo no peleo como los Patterson, señorita. Y se lo voy a demostrar.
Con gran sorpresa por parte de ella, notó como él la levantaba y la
empujaba hacia adelante.
—¡Levante las manos! —ordenó con rudeza.

—33
Desconcertada a más no poder vio como él alzaba también los bra-
zos, en actitud de un combatiente que se rinde.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó la muchacha temblando.
—Voy a devolver mi rehén, señorita. No la necesito para combatir
contra su padre.

34—
CAPITULO V

De la colina ya no disparaban. Harper Patterson había reconocido a


su hija y al que la acompañaba.
—¡Vive Dios! —le oyeron exclamar—. ¡Una vez más encuentro a ese
maldito Lasky con mi hija!
Entretanto, la pareja avanzaba con los brazos en alto. Así hasta que
Jesse anunció:
—Bueno, señorita “Rehén”. Ya puede reunirse con los suyos. Yo re-
greso con los míos.
Klondy Patterson se volvió rápidamente.
—Usted no puede hacer eso —exclamó—. Le matarán en cuanto se
separe de mí.
Jesse sonrió. Pero su mirada seguía siendo dura.
—No me extrañaría —dijo—. Son muy capaces de asesinar a un hom-
bre con los brazos en alto. Y si les da la espalda mucho mejor.
—Pero yo no deseo su muerte —respondió ella impulsiva. Y añadió,
vacilante: —Bueno..., quiero decir... que no quiero ser responsable de ella.
Jesse se mordió los labios. Y de pronto...
—Continúe andando —dijo—. Seguiré con usted hasta dejarla al lado
de su padre.
La joven tuvo que correr para mantenerse a su lado. Así hasta que al
llegar a unas diez yardas de distancia de donde se encontraban Patterson
y sus hombres, Jesse se detuvo.
—Escuche, Patterson —gritó entonces él—. Yo no he pedido a su hija
que se meta en nuestros asuntos. Conque aquí se la traigo.

—35
Harper Patterson estaba realmente desconcertado. Sorprendido en
extremo, su vista iba del rostro de su hija a la cara sonriente del hombre
que osaba retar a su poderío en la comarca.
—¿Qué significa esto, Klondy? —preguntó, ceñudo el semblante.
La muchacha irguió la cabeza.
—Sencillamente que tenía que saldar una deuda con el señor Lasky
—respondió—. Me salvó la vida en el desierto y... bueno, no deseaba de-
berle nada.
El ganadero fue a decir algo, pero Jesse Lasky se le adelantó:
—Bueno, Patterson —pronunció, arrastrando las sílabas—. Me
vuelvo con los míos.
Y ya daba un paso hacia atrás cuando Budd Holt, el esmirriado ca-
pataz de Patterson, avanzó hacia él con los revólveres en la mano.
—Un momento, Lasky —dijo—. Usted se queda aquí como nuestro
prisionero.
Jesse le miró con fijeza a los ojos.
—He dicho que regreso junto a los míos.
—Si se mueve de donde está le dejo seco de un tiro.
Durante un segundo, Jesse Lasky, olvidando su precaución, estuvo a
punto de bajar las manos. De haberlo hecho su muerte hubiera sido se-
gura. Con los brazos en alto por encima de su cabeza, ni él ni nadie podía
competir en rapidez con un hábil pistolero como Budd Holt, que empu-
ñaba ya sus armas y podía fácilmente apretar los gatillos.
—No le creía tan “valiente”, Holt —habló el joven con voz repleta de
ironía—. ¿Se atrevería a hablarme así en iguales condiciones?
El menudo capataz de Patterson fue a replicar. Pero le interrumpió
la voz de su jefe, que decía:
—Ahí viene el “sheriff” Singer. Guarde las armas, Holt. El represen-
tante de la Ley se encargará de arreglar esto.
Había una nota de júbilo en la voz de Patterson. Pero Jesse siguió
sonriendo.

36—
Entre una nube de polvo, con los cascos de sus caballos resonando
sobre el duro suelo, se presentó el “sheriff” seguido de sus patrulleros.
—¿Qué diablos ocurre aquí? —fueron sus primeras palabras.
Patterson fue el encargado de responder.
—Llega usted la mar de oportuno, “sheriff” — dijo—, Lasky y sus
hombres han infringido la Ley violando mi propiedad. Puse una alam-
brada dentro de mis terrenos y ellos la han cortado. ¡Mírela hecha trizas!
Y todo sofocado extendió un brazo en dirección a donde antes se al-
zará la barrera de espino artificial.
—Tengo la impresión de que se equivoca, Patterson —respondió el
“sheriff”, muy serio—. Lasky no ha infringido ninguna Ley... de mo-
mento. Ayer mismo presentó una demanda solicitando que usted pruebe
sus derechos sobre este paso. Por lo tanto, hasta que no queden compro-
bados esos derechos, cosa que exigirá su tiempo, no puede impedir que
este camino hacia el río se siga utilizando por los demás ganaderos.
Desconcertado, Patterson miró hacia el joven Lasky.
—Una jugada inteligente, Lasky —dijo, haciendo verdaderos esfuer-
zos para dominarse. Y añadió ahora impulsivamente: —¡Pero ésta me la
pagará con creces!

—37
CAPITULO VI

Aquella noche, a la hora de la cena, Harper Patterson estuvo de muy


mal humor y habló poco.
No se dio cuenta de que su hija también estaba silenciosa y preocu-
pada por sus propios pensamientos. Como tampoco se dio cuenta de
que...
Acabada la cena, cuando él se retiró a la habitación que utilizaba
como despacho, su hija se deslizaba hacia la cuadra y procedía a ensillar
a un caballo. En cambio…
El menudo capataz Holt, que se encontraba fumando un cigarrillo
junto al extremo de la cerca, sí que la vio cuando se alejaba a galope de
allí.
En el acto, el esmirriado hombrecillo ensilló otro caballo y salió tras
ella.
Cuando llegó al camino, la luna empezaba a surgir por el margen
oriental de la alta meseta. Una diminuta sombra que corría por la senda
le dijo a Holt todo lo que deseaba saber.
Klondy Patterson se dirigía al rancho de los Lasky.
Y así era. Corriendo sin mirar atrás, la muchacha siguió por el camino
hasta un punto en que éste penetraba por la boca de un torrente y se di-
rigía hacia el Norte. Allí, Klondy Patterson torció hacia el Oeste.
Detrás de ella, la luna mostraba su resplandor de blancura, cabri-
lleando en el mar de salvas, salpicada de chumberas y nogales.
El jinete que la estaba persiguiendo podía hacerlo fácilmente a media
milla de retraso.

38—
De ahí que la muchacha, sin poder sospechar que era seguida por
alguien, continuara su camino tranquilamente. Así anduvo cosa de cinco
millas y, por fin, al llegar junto a un bosquecillo de álamos, se detuvo.
Mientras saltaba de su potro, oyó una voz de hombre que la interpe-
laba:
—Así, pues, ha venido, ¿ah?
Había una leve ironía en la voz.
—¿Creía acaso que no vendría? —respondió ella, avanzando al en-
cuentro del hombre.
—No estaba muy seguro —pronunció Jesse Lasky, sonriendo—. Pero
confieso que tenía esperanzas.
—Oiga —dijo ella de pronto—. Este terreno pertenece a mi padre.
¿Se da cuenta de que si alguno de sus hombres le ve por aquí no titubea-
ría en pegarle un tiro?
—La posibilidad de verla a usted valía la pena de correr ese riesgo.
Klondy Patterson volvió la cabeza, dándose cuenta de que su rostro
ardía por la sangre que afluía a sus mejillas.
Le costó trabajo responder, simulando una serenidad que no sentía:
—¡Vaya! Conque Jesse Lasky ha aprendido a decir cosas agradables,
¿eh?
El miró hacia su rostro, pero sin poder percibir su expresión en la
obscuridad.
—Siempre he creído que las mujeres apreciaban ciertas frases —res-
pondió, al cabo de unos segundos.
Entonces ella levantó la cabeza, como acostumbraba cuando algo la
obligaba a engallarse. Sus labios estaban rígidos y en sus ojos había una
mirada de reto.
—Dígame, señor Lasky. ¿Por qué me pidió que viniera aquí esta no-
che... en secreto? —preguntó—. Oí cuando me lo dijo en un murmullo,
mientras mi padre hablaba con el “sheriff”.
Su voz dejaba las palabras en el aire. Como una pregunta a medio
formular.

—39
—Quería hablar con usted, señorita Patterson, para agradecerla el es-
fuerzo que hizo por venir a prevenirme.
—Entiendo que la deudora sigo siendo yo —replicó ella.
—No discutamos eso. Quiero que sepa que no me gusta tener que
pelearme con su padre. Pero yo no empecé esta guerra.
—¿Es esto una... guerra? —preguntó la joven, con suavidad.
—Ha habido muertos y, por lo tanto, no podemos decir que sea otra
cosa.
Había dolor en su voz.
—Está usted pensando en su hermano, señor Lasky
—Sí, en él... y en los que pueda haber más adelante. En otras pala-
bras: Yo no deseo ser su enemigo.
—¿Le importa eso mucho? —preguntó ella, burlona.
—Quizá sí, quizá no. En todo caso no me gusta hacer la guerra a las
mujeres.
Ella rebrincó como si la hubieran pinchado. Siempre la ocurría así,
cuando Jesse Lasky abandonaba su suavidad.
—¿Y para eso me ha hecho venir aquí esta noche? —replicó con un
tono que fustigó el orgullo de él.
Durante unos segundos, Jesse Lasky la miró como extrañado. Luego,
como si tomara de pronto una brusca decisión, se limitó a responder:
—Gracias por haber venido, señorita.
Y dando media vuelta desapareció en las tinieblas que reinaba bajo
los árboles. Poco después, la joven le oyó montar a caballo, vio su silueta
luego por el claro de luna y finalmente, cómo volvía a desaparecer en las
sombras.
Entonces, ella retrocedió en busca de su potro. Levantó un pie para
apoyarlo en el estribo y en aquel preciso momento...
En el silencio de la noche retumbó el estruendo de un disparo. Su
caballo relinchó de miedo, pero ella no pareció oírle. Apartándose de él,
gritó, mientras echaba a correr en dirección a los árboles.
—¡Jesse! ¡Jesse!

40—
Mezclados con sus palabras, dos nuevos disparos restallaron en la
noche. Una bala silbó cerca de su rostro cuando ella cruzó la mancha bri-
llante del claro de luna, pero siguió corriendo sin hacer el menor caso.
—¡Jesse! —volvió a gritar.
—Estoy aquí, señorita. Lo peor de todo es que el otro se ha escapado.
El tono de tranquila seguridad que había en la voz de Lasky la alivió.
Y apenas apareció junto a ella...
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó con ansiedad.
—Lo que usted misma me anunció poco antes. Debía haber algún
hombre de su padre por aquí cerca y aprovechó la oportunidad de verme
para dispararme unos tiros.
—Una de las balas pasó muy cerca de mí —dijo ella, recordando el
silbido que oyó junto a su cabeza.
El rostro de él se puso repentinamente serio.
—En ese caso —respondió—, quienquiera que fuese el hombre, no
estaba aquí por casualidad.
Debió seguirla durante el camino y al comprobar con quien estaba
hablando...
Se detuvo sin atreverse a terminar la frase.
—Prosiga, señor Lasky —apremió ella.
—Está bien, le diré lo que pienso de esto. Sencillamente que alguien
la siguió. Luego, al vernos a los dos juntos, el individuo debió decirse a
sí mismo que no encontraría mejor ocasión para perderme. Si conseguía
herirnos a los dos..., bueno, supongo que ya me entiende. El padre de
usted no esperaría a más para ahorcarme del primer árbol que encon-
trase.
—¿Usted cree? —casi se burló ella.
—No lo tome a broma, señorita. Estoy hablando en serio. Lo mejor
que podemos hacer es separarnos, ese tipo debe estar ya muy lejos. No
creo que se atreva a esperarla en el camino. ¿O prefiere que la acompañe?
—No. He venido a una entrevista secreta con usted. No quiero que
nadie se entere de ello. ¡Siempre me han gustado los misterios!

—41
Si hubo algo de coquetería en la mirada de la muchacha, Jesse Lasky-
no pudo darse cuenta de ello a causa de la obscuridad.
Pero cuando la vio alejarse al galope todavía se estaba preguntando
qué diablos había querido dar a entender con aquellas palabras.

42—
CAPITULO VII

—De todas formas, desperdiciaste una ocasión magnífica, Holt. De-


biste preocuparte tan solo de la chica. El padre habría echado la culpa a
Lasky, y a estas horas tendríamos a las dos familias enzarzadas en esa
guerra que tanto nos interesa provocar.
El esmirriado capataz de Harper Patterson se movió inquieto en la
silla. Las censuras del hombre que se sentaba frente a él, al otro lado de
la mesa, solían ir acompañadas de fatales consecuencias para aquél que
se hacía acreedor a su repulsa.
Afortunadamente para él, en aquella ocasión, no llegaron a aquel ex-
tremo.
Respiró aliviado al oír que el hombre seguía diciendo:
—Voy a darte otra oportunidad, Holt. Este fracaso lo paso por alto,
por no tratarse de un trabajo que te hubiera encomendado. Obraste por
iniciativa propia y, si bien no supiste aprovechar la ocasión justo es reco-
nocer que al menos lo intentaste. Pero que esto no vuelva a ocurrir. ¿En-
tendidos? Bien. Escucha ahora lo que quiero que hagas.
El pequeñajo pistolero estaba demasiado satisfecho del resultado de
aquella entrevista para hacer la menor objeción. Su jefe le había perdo-
nado aquel tropiezo y aquello ya era motivo suficiente para sentirse con-
tento. Así es que puso todo su interés en escuchar.
—Se trata de lo siguiente, Holt —continuó el hombre sentado al otro
lado de la mesa—. Sabemos muy bien que tanto los Patterson como los
Lasky se liarán a tiros al menor chispazo que salte entre ellos. Bien. Pues
nosotros hemos de hacer saltar esa chispa. Lo intentamos ya cuando tú
eliminaste al menor de los Lasky, dejándolo luego en terreno de los Pat-
terson para hacer creer que habían sido ellos los asesinos. Pero aquello
—43
falló por el mero hecho de que la familia decidió esperar a su jefe Jesse,
para que él decidiera. Posteriormente la jugadita de la alambrada y la
amistad de la hija de Patterson con ese Lasky tiene furioso al engreído
ganadero que se considera rey de la comarca. Pero falta azuzar al otro. Y
la mejor manera de hacerlo es la que se me acaba de ocurrir. ¿A ver qué
te parece esto?
Y el hombre que se sentaba detrás de la mesa procedió a exponer el
plan que se le había ocurrido.
Mientras escuchaba, los pequeños ojillos de Budd Holt relucían de
satisfacción.
El plan de su jefe concordaba a las mil maravillas con sus condicio-
nes, como lo demostraba la perversa sonrisa de sus delgados labios.
Era una sonrisa nada agradable. Era la sonrisa de un lobo, traducida
por un rostro humano.
—Es una magnífica idea, jefe —opinó, contoneándose orgulloso—.
No hay ningún bribón entre esos Lasky que me pueda aventajar con un
revólver en la mano.
—Por si acaso procura hacerlo cuando Jesse Lasky no pueda verlo.
He oído contar cosas de él que, si son ciertas, le retratan como a un tipo
verdaderamente peligroso.
—Olvídese de él, jefe. Algún día le demostraré que toda su fama es
un mito.
De acuerdo. Allá tú. Yo sólo te exijo que cumplas mis órdenes. Tus
asuntos personales los liquidarás cuando no estés de servicio. ¡Ea! Már-
chate para que puedas estar de regreso antes de que noten tu ausencia.
No tardará mucho en salir el sol.
Minutos después, el diminuto capataz de Harper Patterson salía del
pueblo en dirección al rancho de su patrón.

***

44—
—Buenos días, “sheriff”. No quiero hacerle perder mucho tiempo.
Por lo tanto, iré derecho al grano. Vengo a notificarle que he interpuesto
recurso contra la denuncia formulada por Jesse Lasky sobre los derechos
al camino del río.
Bedell Singer, el “sheriff” de Tucson lanzó una penetrante mirada al
hombre que acababa de entrar en su oficina.
Se trataba del abogado de Harper Patterson. Un hombre listo que sa-
bía hacer uso de la Ley escrita a medida de sus deseos.
—Está usted en su derecho de interponer todos los recursos que
quiera, Reitty —respondió el "sheriff”, muy sereno—. Sin embargo, usted
y yo sabemos muy bien que ese camino siempre ha sido libre en la co-
marca. Sea cual sea el veredicto del juez, moralmente es un caso de con-
ciencia lo que se dilucida. No se trata ya de defender unos derechos. Sino
que la cosa tiene más bien el carácter de un rencor entre familias.
—Harper Patterson es muy influyente en la comarca, “sheriff”. Lo
cual quiere decir que dispone de muchos votos en la época de las eleccio-
nes. ¿No cree que le interesa estar bien con él?
El rostro del “sheriff” se ensombreció.
—¿Acaso intenta intimidarme, Reitty?
El abogado emitió una risita fingida.
—Usted ya me conoce, Singer. No estoy hablando por mí. Sino como
encargado de los asuntos legales de Harper Patterson. Y le expongo lo
que piensa él. No puede usted censurarme porque cumplo con mi deber.
—Desde luego, Reitty. Pero sepa usted que yo también sé cuál es mi
deber. Ni con votos ni sin ellos acostumbro a dar preferencias al poten-
tado.
El abogado frunció el entrecejo.
—No me gusta eso, “sheriff” —replicó—. ¿Quiere decir que no va a
estar de acuerdo con Patterson en este asunto?
—Mi profesión no debe prestar ayuda alguna a los rencores persona-
les. El Estado no me paga para jugar ese papel y toda la comarca sabe que
no dependo de ningún político.

—45
—Eso es verdad, Singer —reconoció el abogado—. Pero usted parece
muy parcial con ese Jesse Lasky.
El “sheriff” se irguió en su silla. Sabía cuándo un hombre le estaba
buscando las cosquillas.
—Yo no soy parcial con nadie cuando estoy sentado en esta oficina
—respondió—. Recuérdelo, Reitty.
—Bueno, no se enfade, hombre. Yo sólo le digo a usted cómo se ven
las cosas desde fuera de la oficina. Y lo que quiero saber es si informará
al juez como nosotros esperamos o apoyará la denuncia de Lasky.
—Y yo le repito que llevaré este asunto como me dicta mi conciencia
de ciudadano y a la vez de mantenedor del orden. No puedo consentir
que por muy poderoso que sea un hombre en la comarca, atropelle a los
demás.
El abogado se levantó de su silla.
—Allá usted con su manera de proceder, “sheriff”. Sólo deseo que,
personalmente no me guarde rencor, ¿puedo confiar en ello?
Bedell Singer permitió que su rostro se iluminara con una sonrisa.
—¿Y por qué iba a guardarle a usted rencor, Reitty? —contestó—.
¿Acaso no puede decir un hombre libremente lo que piensa? Esa es la
Ley. La Ley da libertad a la palabra. No he de pelearme con usted porque
no le guste mi cara.
Telford Reitty, el abogado de Harper Patterson, abandonó la oficina
del representante de la Ley en Tucson dejando tras él a un “sheriff” preo-
cupado, y meditando qué podría aconsejarse a sí mismo.
Sabía que Harper Patterson, como Telford Reitty había indicado muy
cuidadosamente, era poderoso y podía causarle disgustos.
—“¿Pero qué diablos ha de ser un “sheriff”? —refunfuñó Bedell Sin-
ger, escanciándose una porción de “licor que engulló de un trago”.
Le fue del todo imposible encontrar una respuesta para aquella pre-
gunta. Y mucho menos la habría encontrado lógica, en el supuesto de
llegar a una conclusión, de haber podido adivinar lo que se estaba tra-
mando a sus espaldas.

46—
Aquella misma tarde, a la caída del sol...
Budd Holt, el menudo capataz de Harper Patterson se apeó de su
caballo a la puerta del principal “saloon” del pueblo.
Con gesto instintivo echóse las pistoleras hacia adelante y, tras subir
los escalones que le separaban de la calle, empujó las bajas mamparas
batientes.
Ya dentro, con sus pequeños ojos examinó a los concurrentes. Lle-
vaba las manos a una pulgada de sus revólveres.
Iba allí a dar un golpe contra los Lasky, pero era un pistolero dema-
siado bregado para dejarse tomar desprevenido.
Junto al mostrador, con los pies en la barra, vio a dos hombres que
estaban bebiendo. Los reconoció en el acto como peones de la familia
Lasky y sonrió.
Budd Holt iba en busca de bronca y le animaba el deseo de matar.
Avanzó hacia el mostrador con los hombros hundidos, las mandíbu-
las rígidas, y todo el cuerpo encogido.
El tabernero acababa de enjugar un vaso cuando se volvió hacia él.
—Un whisky... y pronto —ordenó, perentorio, Holt.
La bebida le fue servida al momento y la engulló con la misma rapi-
dez.
—¡Otro! —volvió a pedir—. ¡En seguida!
Arrojó con petulancia un dólar sobre el mostrador, mientras pregun-
taba al tabernero:
—¿Ha vuelto por el pueblo ese marrullero de Jesse Lasky?
Hizo la pregunta con voz bastante alta para que pudiera ser oída en
toda la sala. Las conversaciones se interrumpieron al instante. Todas las
miradas estaban dirigidas ahora hacia los dos vaqueros del equipo de los
Lasky, que soltaron sus vasos y se agitaron.
—No he visto a Jesse Lasky desde que se marchó hace años —res-
pondió el tabernero, ligeramente tembloroso, pero no hasta el punto de
impedirle añadir—: Y pienso de Lasky que no es ningún marrullero,
Budd Holt paladeó su segundo vaso. Luego...

—47
—¡Esta sí que es buena! —exclamó resoplando—. Con que no ha
visto a Jesse Lasky desde hace años y además, no le cree un marrullero,
¿eh? Entonces, si no lo es ¿por qué tanto él como sus piojosos vaqueros
escurren el bulto? Yo, Budd Holt, opino de él que es un cobarde. Ni usted
ni nadie le verá aparecer por aquí a menos que lo traigan con los pies
adelante. Y en ese caso nadie lo lamentará.
—¿No?
Harry Berle, uno de los vaqueros pertenecientes al equipo de Lasky
se había adelantado unos pasos, con la ira plasmada en su curtido rostro.
Su compañero, adicionando lo que buscaba Holt, trató de evitar que
Berle siguiera adelante.
Pero les dados estaban ya echados. Ni uno ni otro podían volverse
ya atrás.
—¡Hombre! —exclamó en aquel momento Holt, fingiendo sorpren-
derse—. ¿Significa eso que no está usted de acuerdo conmigo?
—Yo no estoy de acuerdo con ningún coyote de la cuadrilla de Har-
per Patterson, compadre — respondió valientemente Harry Berle, para
seguir diciendo—: Y nadie le ha de poner apodos a Jesse Lasky delante
de mí!
—¡Vaya! Conque esas tenemos, ¿eh?
Budd Holt sonreía. Recuperada su encogida actitud, sus ojillos eran
ahora dos puntos brillantes de luz negra en su rugosa cara.
Sus manos, abiertas como garras, mostraban los dedos doblados,
prontos a engarfiar las culatas de sus revólveres.
—Charla usted mucho cuando Jesse no está aquí —pronunció el va-
quero, ahora con voz más débil—. Pero apuesto a que no sería tan habla-
dor si él estuviera presente.
—¿Intenta sulfurarme, amigo? —preguntó Holt, con astucia.
Pero el otro se percató de sus intenciones.
—Yo no intento nada, Holt. Es usted el que nos está provocando. Y
si lo que busca es una ocasión para sacar los revólveres, puede hacerlo
cuando guste. ¿O acaso está esperando a que me vuelva de espaldas?

48—
Bud Holt ya no necesitó más para entrar en acción. Mientras sus ma-
nos descendían raudas hacia las cartucheras, vio como el otro, que espe-
raba resolver la cuestión con los puños, al convencerse de que no era así,
se movía torpemente en busca de sus armas.
Y aquello era lo que Holt había estado esperando. Cuando su anta-
gonista empezaba a tirar de la culata de su revólver hacia arriba, él hincó
una rodilla en tierra. Al instante...
En la sala resonó el estampido de varias detonaciones.
Harry Berle, el desgraciado vaquero del equipo de Jesse Lasky, reci-
bió los impactos de plomo en el pecho.
Durante unos segundos se mantuvo en pie, vacilando, pero en se-
guida se le doblaron las rodillas y cayó de bruces.
—¡Maldito sea, Budd Holt! ¡Maldito sea por haber cometido esta ca-
nallada! —rugió el otro vaquero, pálido de ira—., Yo...
Se interrumpió con las manos apoyadas en las caderas. Impotentes
bajo la amenaza de los dos “45” con que le encañonaba el pistolero.
—Será mejor que no continúe, amigo —rezongó el capataz de Harper
Patterson—. Sería una satisfacción para mí quitar de en medio a otro le-
proso de la cuadrilla de los Lasky, pero no quiero que digan que cometí
un asesinato. Su amigo intentó “sacar” primero. Pruebe usted a hacerlo
y le acribillo.
El vaquero se mantuvo inmóvil, mientras Budd Holt retrocedía hacia
la puerta. Y ya estaba a punto de salir a la calle, cuando...
Alguien empujó las mamparas batientes de la puerta y Klondy Pat-
terson apareció en el umbral. Sus negros ojos se hicieron cargo en el acto
de la situación y exclamó, dirigiéndose al que estaba a su lado:
—¡Holt! ¿Qué ha ocurrido aquí?
—Me obligaron a ello, señorita —se excusó el enano capataz—. Esos
marrulleros de los Lasky me provocaron. Tuve que matar a uno.
El rostro de la joven ardía. Sus labios temblaban cuando ordenó:
—¡Váyase, Holt! ¡Váyase! ¡Le odio!

—49
El esmirriado capataz se detuvo. Inmóvil por completo, sus diminu-
tos ojos ocultaban la expresión de sus profundidades.
Pareció que iba a hablar, pero, como si cambiara de parecer, brusca-
mente giró sobre sus pasos y salió a la calle.
Klondy Patterson se acercó entonces al vaquero que cayera al suelo.
Y ya se iba a arrodillar a su lado, cuando el otro la tocó en el hombro,
mientras hablaba con voz severa:
—Si ha venido para cerciorarse de que su capataz se marchaba ha-
biendo hecho su trabajo, puede estar usted satisfecha. Pero ahora basta
de comedias. Ya no queremos más trucos de la familia Patterson.
—Pero..., pero si yo... no sabía nada —tartamudeó la joven.
—Entonces vaya a decírselo a su padre. El sí que estará enterado de
todo.
Y apartándose de ella con una mirada glacial en sus ojos, se inclinó
junto al herido.
—Berle, viejo amigo, ¿cómo te encuentras? Si...
Los ojos del caído parpadearon, dándole a entender a su compañero
que le quedaban unos segundos de vida.
A su lado, Klondy Patterson, con sus hermosos ojos desmesurada-
mente abiertos, sentíase impotente y desgraciada por no ser compren-
dida.
Triste y abatida, se retiraba ya hacia la puerta de la calle, cuando en
el local irrumpieron dos nuevas personas.
Uno era el “sheriff” Singer y el otro el doctor Manners, a quien el
tabernero había ido a buscar.
La muchacha oyó como alguien explicaba al “sheriff” lo ocurrido,
mientras el doctor y el vaquero se llevaban al herido a otra habitación.
Fue entonces cuando el representante de la Ley advirtió la presencia allí
de la joven y se acercó a ella.
—No debía haber entrado usted aquí, señorita —pronunció. Y en el
tono de su voz se adivinaba un ligero reproche.

50—
—Entré para preguntar a Holt si mi padre había venido con él —res-
pondió la muchacha, muy apurada—. Un hombre me dijo en la calle que
había visto a mi capataz apearse delante de este local y... bueno, le juro
que yo no sabía... —la joven estaba sofocada—. Ellos se creen que mi pa-
dre ordenó a Holt... ¡Pero no es cierto! ¡Yo sé que no es verdad! Lo que
pasa es que Budd Holt odia al señor Lasky y...
Se interrumpió bruscamente al ver aparecer al doctor Manners. El
gesto que hacía con la cabeza era suficiente para que todos comprendie-
ran que Harry Berle había emprendido su último viaje.
Las espaldas de todos los presentes se doblaron hacia adelante. Los
rostros se contrajeron.
Pero Klondy Patterson no miraba ahora más que al peón compañero
del muerto que en aquel momento pasaba rápido por delante de ella.
—¿Quiere que...?
La mirada de la joven completó la pregunta que no pudo acabar de
formular.
No se dio cuenta de que el “sheriff” la tomaba por un brazo y se la
llevaba también hacia la salida.

—51
CAPITULO VIII

Harry Berle fue enterrado al día siguiente en la pradera de los Lasky.


Jess había enviado un carro y cierto número de muchachos a recoger el
cadáver.
Moyland, el peón compañero del muerto, fue el encargado de llenar
de tierra la tumba de su amigo, mientras los demás, con las voces roncas
de emoción y con los rostros lúgubres, cantaban un himno.
Acabado el piadoso acto, Jesse Lasky y sus hombres iniciaron el re-
greso hacia el rancho. La silenciosa cabalgata de hombres avanzaba ahora
yendo cada uno de sus componentes entregado a sus propios pensamien-
tos, si bien los sentimientos eran idénticos y compartidos por todos.
A la cabeza del grupo, Jesse Lasky, relampagueantes las aceradas pu-
pilas por un brillo extraño, guiaba a “Saltarín” maquinalmente. Apenas
se daba cuenta del camino que recorría. Fue la voz del que iba a su lado,
precisamente Moyland, quien le hizo volver a la realidad.
El vaquero amigo del muerto que acababan de enterrar, había excla-
mado:
—A eso le llamo yo tener valor. ¡Mire quien viene per allí, patrón!
¡Que me ahorquen si no es la hija de Patterson en persona!
El vaquero no se equivocaba.
Klondy Patterson acababa de surgir de un bosquecillo de álamos y
corría hacia ellos.
Cuando llegó frente a Jesse, detuvo su jaca, a tiempo de oír que le
decían:
—¿No se habrá equivocado de camino, señorita? Por aquí se va en
línea recta al rancho Lasky.

52—
Los ojos de la joven, clavados en los de Jesse, tenían una mirada su-
plicante y estaban húmedos.
—He venido para decirle que lamento mucho lo de Harry Berle.
Conté a mi padre lo ocurrido, pero me temo que no lo tendrá en cuenta.
Según él, un hombre como Budd Holt es necesario en una explotación
como la nuestra. Dice que los muchachos le entienden y que a ningún
otro obedecerían como capataz.
—Lo que esos muchachos entienden —replicó Jesse mordaz—, es el
lenguaje de sus revólveres. De todas formas, un millón de gracias por
haber hablado de ello con su padre, señorita. Ha sido usted excesiva-
mente amable.
—Sólo quería que usted supiera, y a la vez quedarme convencida yo
también, de que mi padre no ha tenido nada que ver en este asunto.
—¿No tiene nada más que decirme, señorita?
Y en la voz de Jesse Lasky advirtió ella que su presencia no era agra-
dable en aquellos momentos.
—No nada más —respondió, haciendo caracolear a su potro—. Bue-
nos días, señor Lasky.
Y con las pupilas más húmedas que nunca por algo que nadie supo
adivinar, dio media vuelta y espoleó a su montura.
Todas las miradas la siguieron en su carrera. La vieron vacilar y per-
der velocidad a medida que se acercaba a la tumba de Harry Berle, pero,
en seguida, azuzando de nuevo a su jaca arrancó a un furioso galope.
Jesse Lasky continuó con su equipo. Pero cuando llegó a la vista del
rancho...
—Dooley —ordenó a su capataz—. Siga con los muchachos y espé-
renme todos en el rancho. Que no se mueva nadie hasta que yo regrese.
Bruce Dooley, el incondicional capataz de los Lasky, parpadeó al oír
aquellas palabras.
—¿Puedo saber a dónde va usted, patrón? —solicitó, con cierta an-
siedad.

—53
—Simplemente a cazar un buitre llamado Budd Holt— respondió el
joven—. Ahora ya sé que despachó a Harry Berle por cuenta propia y
cosa mía es saldar esa deuda.
—¿No sería mejor que le acompañáramos unos cuantos de nosotros,
patrón? —sugirió el capataz, deseando ardientemente lo que pedía.
Jesse Lasky esbozó una extraña sonrisa.
—No, Dooley —respondió—. Para eso me basto yo solo. Tenga en
cuenta que no he dicho que voy a matarle. Ese trabajo se lo dejo a Moy-
land.
El vaquero mencionado oyó aquellas palabras y declaró:
—Gracias, patrón. No viviría tranquilo si no fuera yo quien acabase
con el asqueroso asesino de mi compañero Harry. Cácele y déjeme a mí
el resto.
—Es lo que pienso hacer, Moyland... ¡Ea! Aquí me separo de ustedes.
Pronto tendrán noticias mías. Hasta la vista.
Y apartándose del grupo, enfiló a “Saltarín” en dirección al pueblo.
Pero de nada le sirvió aquel viaje. El propio “sheriff” Singer le comu-
nicó que Budd Holt había abandonado Tucson, después de su faena en
el “saloon” y tras haber permanecido unas horas escondido en el domi-
cilio del abogado de Patterson.
—Se dirigió hacia las montañas, según me dijeron mis comisarios
—fueron las últimas explicaciones del “sheriff”—. Parece ser que incluso
desistió de hablar con Patterson.
Jesse Lasky meditó en lo que acababa de oír.
—Encuentro muy raro ese comportamiento de Holt, “sheriff” —pro-
nunció, al cabo de unos segundos. Mató a uno de mis hombres como si
pretendiera espolearme contra Patterson y, sin embargo, ahora escapa
del pueblo como si huyera tanto de mí como de su patrón. Me gustaría
saber qué diablos está tramando.
—Y a mí también, Jesse. Pero no habrá manera de enterarse de ello,
mientras no podamos echarle el guante.

54—
Jesse Lasky se afianzó el cinturón-canana mientras se levantaba de
su silla.
—En tal caso iré a buscarle a las montañas —dijo, a la vez que alar-
gaba su mano abierta al representante de la Ley—. Buenos días, “sheriff”.
Y antes de que Bedell Singer pudiera hacer el menor comentario a
sus propósitos, salió de la oficina y montó de un salto en su caballo.
Cuatro horas más tarde, “Saltarín” llegaba con su jinete a las prime-
ras escarpaduras de granito de la montaña.
El maravilloso garañón trepó por la sierra que conducía al interior de
la agreste comarca montañosa. Buscó un sitio desde donde poder vigilar
la mayor cantidad posible de terreno y allí se dispuso a esperar.
El lugar que había elegido lo consideró idóneo para poder descubrir
el menor movimiento de cualquier persona que merodease por allí. No
obstante...
Mucho tuvo que esperar, y fastidiosamente, antes de que su vigilan-
cia obtuviera recompensa. Pero por fin...
Ante sus ojos avizores apareció de pronto un jinete que aceleró su
pulso. Acababa de reconocer en la enana figura que montaba un jadeante
caballo, al capataz de Harper Patterson: Bud Holt en carne y hueso.
Había salido de una quebrada oculta a su vista y ahora ascendía por
una ladera casi en la misma dirección en que él se encontraba.
Jesse Lasky se preguntó en silencio cuáles serían los propósitos del
esmirriado pistolero al dirigirse hacia allí. Pero aún no había acabado de
formularse la pregunta cuando ante sus ojos apareció la respuesta.
A cosa de un cuarto de milla a su derecha, descubrió de pronto a
otros dos jinetes que... aparentemente también se dirigían hacia donde él
se hallaba escondido.
Jesse Lasky estaba completamente seguro de que nadie podía haberle
visto llegar hasta allí. Y, sin embargo...
No podía haber la menor duda respecto a la dirección que aquellos
tres jinetes parecían llevar. Aunque de distintas procedencias, Budd Holt

—55
por una parte y los otros dos por otra, se disponían a converger en el
mismo sitio.
A pesar de todo, Jesse Lasky no se movió. Continuó en su puesto
vigilando el avance de los tres que cada vez estaban más cerca.
Así hasta que de pronto...
Jesse Lasky descubrió al fin el punto exacto hacia el cual se dirigían.
Se trataba de una hondonada a unas cien yardas de distancia por debajo
de él. Un sitio ideal para utilizarlo como punto de cita.
Fue una lástima no haberlo adivinado antes, para haber intentado
llegar allí antes que ellos. Aunque por otra parte...
—De todas formas, me acercaré —murmuró Jesse, hablando para él
solo—. No hay otro modo de enterarse qué diablos viene a hacer aquí ese
enano de Holt y quiénes son esos otros dos.
Arrastrándose sigilosamente, no sin antes haber dejado bien oculto a
“Saltarín”, Jesse fue descendiendo por la ladera hasta llegar a unas dos
yardas de distancia de los que minutos antes acababan de unirse.
Culebreando boca abajo consiguió situarse de forma que pudo ver
los rostros de los tres. Y en aquel preciso momento, decía Bud Holt:
—Ya sé que debía haber llegado hace tiempo. Pero mi caballo se rom-
pió una pata y tuve que agenciarme otro. Lo siento porque no he podido
estar presente cuando el jefe expuso su plan. Fue él quien me ordenó que
me dirigiese hacia aquí para tomar parte en la reunión.
—¿De veras? —habló ahora el que estaba a su derecha. Y en sus pa-
labras brillaba un tono de burla—. Creí que habías salido del pueblo para
escurrir el bulto cuando Jesse Lasky fuera a buscarte. Yo era uno de los
que estaban en el “saloon” de Baker cuando mataste a aquel vaquero.
—Yo no tengo miedo ni a Lasky ni a nadie —bramó Holt, mirando al
otro con gesto feroz—. Repito, que fue el jefe quien me ordenó salir de
allí.
—Está bien, Holt, está bien —respondió el mismo que había hablado
antes—. Yo no quise decir tanto. Pero, ¡cómo lo mismo hiciste la otra vez,
cuando dejaste seco al menor de los Lasky!

56—
Tendido en el suelo, Jesse se atiesó al oír aquellas palabras. Durante
un segundo, la mano que apoyaba en la culata de su revólver tembló. Por
verdadero milagro no desenfundó el arma para matar allí mismo a Budd
Holt. Pero la razón le salvó.
Rápidamente comprendió que el vengar a su hermano podría espe-
rar un poco más. A cambio de aquella espera, quizá pudiera enterarse de
algo importante.
—Escucha esto, Gunther —la voz de Holt interrumpió sus pensa-
mientos—. Has hablado más de la cuenta y yo no tolero a nadie que lo
haga. A partir de este momento procura tener la boca cerrada. De lo con-
trario, empieza por sacar el revólver.
Siguió un segundo de silencio, rápidamente interrumpido por el ter-
cer individuo.
—Basta de discusiones, amigos. Estamos aquí para hablar de nego-
cies. No para pelearnos entre nosotros... Escucha, Holt. El plan del jefe es
apoderarse de la caja fuerte de Patterson. Parece ser que encierra cosas
más valiosas que dinero: las escrituras de todos los ranchos y tierras que
ha venido comprando desde hace años.
—Conque quiere apoderarse de la caja, ¿eh? —gruñó con tono sar-
cástico—. Por lo visto ha olvidado los informes que le di al respecto. Si
mal no recuerdo ya le dije en otra ocasión que el rancho Patterson está
blindado como una fortaleza. Confieso que sería estupendo apoderarse
de esa caja con todo lo que guarda. Pero considero la cosa poco menos
que imposible. El propio Harper Patterson guarda la llave. La única ma-
nera de quitársela sería metiéndole plomo en el cuerpo. Y tengo instruc-
ciones precisas de que a Patterson no le ha de ocurrir nada... a menos que
sea un Lasky quien le liquide. ¿Queréis decirme entonces cómo diablos
podemos hacer cosas imposibles?
El que había hablado últimamente respondió, muy sereno:
—Lo sabrías de haber estado aquí cuando el jefe expuso su plan. En
principio, todo se reduce a secuestrar a la hija de Patterson.
Donde se encontraba escondido, Jesse Lasky entornó los ojos.

—57
—¿Secuestrar a la hija de Patterson? —oyó que decía Budd Holt, con
voz velada por la sorpresa.
—Sí. Patterson adora locamente a su hija. Si la raptan mandará en su
busca a todos los hombres de su equipo. ¿Comprendes el truco? Mientras
ellos buscan a la chica nosotros asaltamos el rancho y nos llevamos
cuanto hay en esa caja fuerte.
Se produjo un breve silencio, hasta que la voz de Holt exclamó:
—¡Sería el mejor trabajo que hubiéramos hecho!
—¡Claro! Como que el jefe se ha ocupado de todos los detalles. Por
cierto, que lo del secuestro de la joven te corresponde a ti, Holt —siguió
diciendo el que ahora llevaba la voz cantante, informando así al diminuto
pistolero—. Según el jefe, la muchacha ha salido del rancho varias veces
para entrevistarse con Lasky. Pues bien. Lasky será precisamente el cebo.
—¡Estupendo! —exclamó Holt—. ¿Qué he de hacer yo?
—Nada difícil. Limitarte a tirar envuelta en una piedra, esta nota di-
rigida a la muchacha. Procura que caiga dentro de su habitación. ¿Quie-
res que te la lea?
—Podría leerla después. Pero en fin, hazlo.
—Te gustará lo que dice. Escucha: “Necesito verla esta misma noche.
Estaré en el bosquecillo de álamos que usted ya conoce. Por favor, no me
haga esperar. Es muy importante. Jesse Lasky”. ¿Qué te parece, Holt?
¿Dará resultado?
—Sin la menor duda —respondió el encanijado pistolero, exultando
de alegría—. Además de que podremos apoderarnos de lo que contiene
la caja fuerte de Patterson, supone el linchamiento de Jesse Lasky, en
cuanto “mi patrón” le eche la vista encima. No le da tiempo a que se ex-
plique. Le colgará del primer árbol que encuentre.
Jesse ya no pudo oír nada más. Los tres hombres acababan de montar
a caballo y se alejaban de allí tomando cada uno la misma dirección que
trajeran.

58—
CAPITULO IX

Oculto en el bosquecillo de álamos, próximo a la divisoria de su ran-


cho con las tierras de Harper Patterson, Jesse Lasky esperó paciente-
mente a que saliera la luna.
Transcurrió el tiempo sin que nada rompiera el silencio de la quieta
noche y, de pronto...
El ruido de unos cascos de caballo que chocaban contra el suelo llegó
claramente a los oídos del joven. Tumbado sobre unas matas que crecían
alrededor de uno de los troncos, Jesse Lasky vio acercarse a un solitario
jinete. Casi al mismo tiempo...
A unas treinta yardas de distancia a su derecha, casi en el mismo ex-
tremo del bosquecillo, percibió otras dos sombras oscuras que se movían
lentamente hacia el encuentro del jinete que se acercaba.
Un minuto después, Jesse supo ya con toda certeza que Klondy Pat-
terson había acudido a la cita que le habían dado, como si fuera cosa suya.
Y como ya estuviera organizado...
En el preciso momento en que la joven llegaba a pocos pasos de los
álamos, justo cuando refrenaba su caballo, una cuerda serpenteó en el
aire y el lazo cayó exactamente sobre sus hombros.
Klondy Patterson emitió un grito de sorpresa al sentirse de pronto
imposibilitada de todo movimiento. El convencimiento de que había
caído en una trampa llegó a ella cuando vio surgir de la oscuridad a las
figuras de dos hombres que ahora se mostraban a la luz de la luna.
—Estábamos seguros de que acudiría a la cita, preciosa —habló uno
de los bandidos, acercándose a ella y procediendo a sujetarla mejor con
el lazo—. Sentimos mucho que no esté aquí su amigo Jesse Lasky para

—59
arrullarla, pero no se preocupe. Nosotros también sabemos alegrar los
oídos a las jóvenes tan bonitas como usted.
—Los puercos como vosotros sólo saben babear —le respondió una
voz fría a su espalda—. ¡Rápido! ¡Apartaos de la señorita u os acribillo a
los dos!
Los bandidos se volvieron para mirar al que así les interrumpía. Uno
de ellos exclamó:
—¡Maldición! ¡Jesse Lasky!
—El mismo que viste y calza, “arrullador” de mujeres bonitas —res-
pondió Jesse mientras avanzaba unos pasos hacia ellos. Y añadió, peren-
torio: —¡Vamos! Demostrar que no es sólo con las mujeres con quienes
os atrevéis. Unos “valientes” como vosotros tendrían que haber sacado
ya los revólveres.
Y aquello fue precisamente lo que hicieren los dos a la vez.
Desde la silla de su caballo, imposibilitada de hacer el menor movi-
miento, Klondy Patterson presenció boquiabierta aquel duelo a la luz de
la luna.
Los dos bandidos resultaron rapidísimos manejando los revólveres.
Pero...
Por desgracia para ellos, el enemigo que les había tocado en suerte
era nada menos que Jesse Lasky. El hombre más rápido con las armas de
cuantos habían pasado por Texas.
Dada su posición, puesto que Jesse se las había arreglado para que
los dos pistoleros se apartaran de ella, la joven pudo seguir perfecta-
mente el desarrollo de la escena.
Estremecida por el ruido de los disparos, Klondy vio como el que
estaba más próximo, se tambaleaba de pronto y rodaba por el suelo. El
otro, con la boca entreabierta y los labios apretados contra los dientes por
la rabia consiguió presionar en los gatillos de sus revólveres. Pero aquello
fue todo.

60—
Las balas levantaron una pequeña nube de polvo a los pies de Jesse,
mientras que el que las había disparado, con una onza de plomo entre
ceja y ceja, se proyectaba de bruces contra el suelo.
Escasos segundos le habían bastado a Jesse Lasky para estropear a
aquellos bandidos la combinación. Aunque aún no había acabado la cosa.
De pronto...
Asustado por el estampido de los revólveres, el fogoso caballo de la
muchacha, que piafaba y relinchaba como un potro salvaje, emprendió
una loca carrera.
Jesse Lasky se olvidó en el acto de los bandidos caídos en el suelo.
Durante un solo segundo vaciló junto a uno de los caballos que tenía a
pocos pasos de él. Pero en seguida, tomando una rápida decisión optó
por algo más seguro.
Ladeando un poco la cabeza hacia el bosquecillo de álamos que tenía
a su derecha, emitió un agudo silbido que se propagó en la noche. Al
instante...
Un relincho que conocía muy bien le respondió. Y apenas se había
extinguido aquella respuesta, cuando “Saltarín” surgió de entre los árbo-
les avanzando al trote a su encuentro.
Pero el animal no se detuvo, ni siquiera al pasar por su lado. No era
la primera vez que su amo le llamaba de aquella manera y él había apren-
dido bien lo que tenía que hacer.
Todo salió como Jesse Lasky esperaba. Apenas “Saltarín” llegó al al-
cance de su mano, ésta asió el pomo de la silla para verse arrancado del
suelo.
Un segundo después, “Saltarín” corría ya al galope llevando a su
dueño en la grupa.
Delante de ellos, a cosa de un cuarto de milla, Klondy Patterson ca-
balgaba también en su potro desbocado. Pero la muchacha lo hacía con
los brazos pegados al cuerpo a causa de las ligaduras. De un momento a
otro podía ser arrojada al suelo.

—61
Pero “Saltarín” iba ganando terreno. Poco a poco, pero de una forma
constante.
—¡Aguántese, Klondy, aguántese! —gritó Jesse con toda la fuerza de
sus pulmones, mientras volteaba el lazo al ritmo del galopar de su mon-
tura.
“Saltarín” se tragaba la tierra. Y no daba muestras de cansancio, al
contrario, cada vez aceleraba más su velocidad.
—¡Domínelo! ¡Sujétese!
Las palabras le volvían a la cara, retenidas por el viento que las des-
plazaba. Bajo sus piernas, “Saltarín” era una montaña de músculos en
acción y de carne palpitante.
Y por fin, el maravilloso animal se colocó a la altura del que montaba
la muchacha. Jesse pudo ver, a la luz de la luna, que el rostro de la joven
estaba cubierto por la máscara blanca del terror. Pero ni una sola palabra
brotaba de sus pálidos y contraídos labios.
Fue entonces cuando Jesse desplegó el lazo que volteaba. Partió el
nudo corredizo y la cabeza del caballo desbocado quedó prisionera.
Casi al mismo tiempo, Jesse se deslizó a un lado de la silla y la cuerda
se puso tirante. Un segundo después, el otro caballo, estremeciéndose, se
rindió.
Y el resto fue ya muy fácil.
Libre de sus ligaduras, de pie en el suelo junto a su salvador, la mu-
chacha preguntó:
—No se puede negar que caí en una trampa.
Pero, ¿cómo apareció usted tan oportunamente, Jesse?
El la miró a les ojos, temiendo descubrir en ellos la duda de que sos-
pechara de él. Pero a la suave luz de la luna, los negrísimos ojos de la
joven mostraban toda limpidez.
—Sorprendí la conversación de los que planeaban su secuestro, se-
ñorita...
Ella le interrumpió con un gesto, mientras decía sonriente:
—Si mal no recuerdo antes me llamó Klondy.

62—
—Es verdad —reconoció él. Y añadió, ligeramente nervioso: —Lo
siento. Olvidé que...
—No lo estropee, hombre —le interrumpió ella de nuevo—. Fue para
mí una alegría oírme llamar así.
Jesse Lasky retuvo el aliento. Pero no tuvo tiempo de interrogarse a
sí mismo acerca de las impresiones que súbitamente surgieron en su
mente al oír aquellas palabras. Como si recordara de pronto algo más
importante, preguntó:
—¿Qué hizo usted de la nota que arrojaron por su ventana, señor...,
digo Klondy?
La muchacha se estremeció al caer en la cuenta de lo que significaba
aquella pregunta.
—¡Dios mío! —exclamó apurada—. La dejé en mi habitación.
—¡Exactamente lo que ellos previeron! —comentó Jesse, con tanta
naturalidad que llamó la atención de ella—. Y vamos a ayudarles en su
juego.
—¿Cómo? ¿Debo entender que piensa dejar creer a mi padre que fue
usted...?
—Exacto, Klondy. Es lo que pienso hacer... contando naturalmente
con que usted tenga confianza en mí.
—Eso no debe preguntarlo siquiera, Jesse. Lo sabe usted muy bien.
Pero, ¿y mi padre? Luego no habrá quien le convenza de...
—Sé exactamente lo que pensará su padre, Klondy. Y en ello consiste
lo mejor de mi plan. ¿Está dispuesta a ayudarme?
En el rostro de la joven brillaba la resolución y la confianza.
—Haré lo que usted diga, Jesse —respondió—. Obedecerle será para
mí una satisfacción.
—Gracias. Entonces regresemos al bosquecillo. He de esconder los
cadáveres de sus captores antes de que puedan descubrirlos sus amigos.
¡Vamos!
Jesse Lasky y Klondy Patterson llegaron al rancho del primero poco
después de la media noche.

—63
Menos el viejo ganadero, padre de Jesse, todo el mundo dormía. Gra-
cias a ello, nadie se enteró de la presencia allí de la joven.
Jesse Lasky sostuvo una larga conversación con su padre. Al final de
la cual el viejo ganadero se llevó a la muchacha adentro.
Y a la mañana siguiente...
Durante el desayuno, Jesse expuso su plan a los componentes del
equipo. Y terminó diciendo:
—Quiero que todos los hombres que me acompañen, dispuestos a
pelear, estén conformes. Nadie tiene obligación de venir por el solo hecho
de pertenecer a mi nómina. No les impongo ese trabajo. Por eso pido vo-
luntarios.
Guardó un segundo de silencio. Esperando la respuesta de sus hom-
bres.
Y la respuesta llegó de la forma que esperaba. En nombre del equipo,
Bruce Dooley, el capataz del rancho, acababa de decir:
—¡Todos estamos con usted, patrón! ¡En todo y por todo!
—Gracias, muchachos. Estaba seguro de que podía contar con voso-
tros. Bien. Puesto que ya estamos de acuerdo, pongamos manos a la
obra... ¡Moyland! —llamó al vaquero más próximo a él—. Usted será el
primero que haga algo. Escuche...
Transmitió varias órdenes que oyeron todos y poco después, Moy-
land se alejaba al galope.
Regresó al cabo de una hora. Y sus primeras palabras fueron:
—Patrón. Harper Patterson ha salido de su rancho a la cabeza de sus
hombres. Todo el pueblo sabe ya que va en busca de usted para ahorcarle
donde le encuentre. Parece ser que estaba dispuesto a perdonarle todo lo
demás, pero... le acusa de haber secuestrado a su hija. ¿Es eso cierto?
—No, no es cierto, al menos de la manera que él cree. En cambio, sí
que tiene razón al sospechar que su hija esté conmigo.
—¿Cómo?
La exclamación prenunciada por varias vocea distintas a la vez, es-
taba plagada de sorpresa e incredulidad.

64—
—Os lo explicaré durante el camino —prometió Jesse—. No pode-
mos permanecer aquí ni un minuto más. ¡A caballo todo el mundo!
Poco después, la cabalgata que mandaba Jesse Lasky se adentró en la
pradera, en dirección a los bosques que orillaban el río de Santa Cruz.
Allí permanecerían ocultes hasta que empezara a oscurecer.
Y fue entonces, durante aquella espera, cuando Jesse explicó a sus
hombres lo que todos estaban deseando saber.
El resto del día transcurrió sin novedad. Pero cuando ya empezaba a
esconderse el sol...
Procedente del rancho que abandonaran por la mañana, un vaquero
llegó galopando a toda la velocidad que daba de sí su caballo. Evidente-
mente traía noticias.
—Patrón —se encaró con Jesse, apenas refrenó su montura y saltó de
la silla—. Patterson ha estado en el rancho preguntando por usted. Tuvo
una polémica con el viejo, en la que le avisó de que se despidiera de verle
a usted más. Se marchó diciendo que iba a liquidar las cuentas con los
Lasky de un modo definitivo.
—Muy bien, Amberson —respondió Jesse, muy sereno—. Liquidare-
mos nuestras cuentas, pero de distinta manera a como Harper Patterson
supone... ¡Ea! Ha llegado el momento de ponerse en marcha, muchachos.
Era ya casi de noche cuando llegaban junto a la cerca del rancho Pat-
terson. El ganadero sólo había dejado allí a dos de los peones más anti-
guos y al cocinero.
Y tres hombres eran muy poco para defender aquella grandiosa ha-
cienda.
—¿Prefieren entregarse por las buenas o por las malas? —preguntó
Jesse, deteniéndose al pie del porche.
No necesitó respuesta. Le bastó ver que los hombres abatían los rifles
que empuñaban. Aunque...
—De acuerdo, Lasky —dijo uno de ellos—. Reconozco que nada po-
demos hacer contra ese ejército que le acompaña. Pero le advierto que el

—65
patrón puede volver de un momento a otro. ¡Y si es cierto que tiene algo
que ver con el secuestro de su hija!
—Voy a responder a esas palabras, amigo —dijo Jesse, muy serio—.
No tengo nada que ver con el secuestro de la señorita Klondy. En cambio,
soy el único que sabe dónde se halla en este momento. Y añado también
que se encuentra allí por su propia voluntad. ¿Alguna pregunta más?
A juzgar por sus miradas, saltaba a la vista que hubieran hecho mu-
chas más, pero algo en la compostura de los polvorientos jinetes que
acompañaban al joven Lasky debió decidirles a no formular ninguna.
—De acuerdo, amigos. Si no hay más que preguntar procuren no es-
torbarnos... ¡Dooley! —llamó a su capataz—. Ponga en práctica la pri-
mera parte de nuestro plan.
Diez minutos después, los vaqueros del rancho Lasky habían escon-
dido sus caballos en las cuadras. Luego, mientras el capataz y un grupo
de ellos se parapetaban junto a los cobertizos de la izquierda, Moyland y
otro grupo hizo lo mismo junto a los de la derecha.
Jesse y cuatro más de sus peones fueron los únicos que entraron en
la casa principal.
Pronto reinó un silencio completo en el rancho Patterson.
El sol iba poniéndose en una gloria de púrpura que se fue desvane-
ciendo a medida que la noche se deslizaba sobre la pradera.
Y empezó a transcurrir el tiempo, convirtiendo la larga espera en una
tortura de ansiedad. Hasta que de pronto...
Acurrucado junto a una ventana del primer piso, Jesse fue el primero
que oyó el ruido que hacían muchos caballos al galopar.
—¿Se acercaba el momento de descubrir al misterioso jefe que había
ordenado robar la caja de Harper Patterson?
Jesse empuñó el rifle para apoyárselo contra el hombro. Un grupo de
figuras grises apareció junto a la cerca.
Y ya iba a apretar el gatillo que significaba la señal convenida con sus
hombres cuando...

66—
Al apartarse las nubes dando paso libre a la luz de la luna, percibió
como en la silueta del centro, a la altura del pecho, brillaba algo que re-
conoció en seguida.
Desconcertado a más no poder, Jesse Lasky abatió el cañón de su ri-
fle. Los jinetes que acababan de llegar no eran los bandidos que espera-
ban.
¡Eran agentes de la autoridad capitaneados por el “sheriff” Singer!

—67
CAPITULO X

—¿Está seguro de que es éste el bosquecillo de álamos donde ese


bandido de Lasky citó a mi hija, Holt?
Al frente de su equipo completo, Harper Patterson acababa de dete-
ner su caballo junto al pequeño arbolado lindante con el rancho de su
mortal enemigo.
—No puede haber ninguna duda, patrón —respondió el enano capa-
taz, pronunciando las palabras con toda seguridad—. Aquí es donde se
entrevistaron la otra noche, como ya le conté.
El poderoso ganadero de Tucson vibraba todo él de rabiosa furia.
—Busquen algún rastro que nos permita seguir sus huellas, mucha-
chos —ordenó con voz tajante—. En cuanto las encontremos no descan-
saré hasta acorralar a ese maldito coyote. ¡Y por todos los santos del cielo
que no le daré más oportunidades! ¡En cuanto le eche la vista encima...!
La frase quedó sin terminar, aunque su significado fue entendido por
todos.
Varios peones echaron pie a tierra para buscar alguna señal en el
suelo. Pero fue el capataz, Budd Holt, quien se adelantó a todos.
—¡Eh, patrón! —llamó desde el extremo del bosquecillo a donde ha-
bía llegado en su exploración— Aquí se ven las huellas dejadas por dos
caballos. ¡Y que me maten si no se dirigen al desierto!
Harper Patterson avanzó con su caballo al encuentro de su capataz.
Miró hacia donde el enano le indicaba y exclamó:
—¡No puede haber duda! Llevan el mismo camino que las señales
que encontramos después de visitar al viejo Lasky en su rancho.
Nadie se fijó en la enigmática sonrisa del capataz, cuando prenunció:

68—
—¿Será posible que ese coyote de Jesse Lasky se haya internado en
el desierto con todo su equipo y llevándose a la señorita Klondy? ¿Qué
esperará conseguir con ello?
La respuesta del ganadero fue exactamente la que él esperaba.
Sin molestarse en hacer el menor cementarlo, se limitó a dar una or-
den y arrancó al galope, seguido de todos los demás.
Budd Holt ahogó una risita de conejo al comprobar que su patrón
tomaba la dirección del desierto.
Aquello era lo que él había tratado de conseguir. Apartar al equipo
del pueblo y de las proximidades del rancho para dejar libre el paso a los
que iban a dar el golpe preparado por su jefe.
Y había tenido suerte al encontrar las huellas de aquellos dos caba-
llos. El enano estaba seguro de que no pertenecían a los que había dado
a entender. Sino que debían ser las huellas de sus propios compinches,
los que raptaron a la joven Patterson.
Budd Holt sabía también que las huellas aquellas no se dirigían al
desierto. Aunque en apariencia lo daban a entender, la realidad era muy
distinta.
Los raptores de la muchacha, que él creía en poder de sus secuaces,
se la deberían haber llevado en aquella dirección. Pero luego, poco antes
de llegar al comienzo del desierto, torcerían por un barranco gredoso
para dirigirse a las montañas.
Lo importante, sin embargo, era que Harper Patterson se apartaba
cada vez más de su caja fuerte. Nada ni nadie podía impedir ya que su
jefe se hiciera con ella.
Cabalgando estribo contra estribo, podía ver como Harper Patterson
avanzaba cada vez con mayor impaciencia. Sin embargo, la tarde empe-
zaba a declinar y seguían sin descubrir el menor indicio de los que per-
seguían.
Hasta las señales que en principio encontraron de los dos caballos
fugitivos habían desaparecido.

—69
—Se está haciendo de noche, patrón —indicó el pequeño capataz al
cabo de varias horas de galopar sin despegar los labios—. ¿No sería pru-
dente que acampáramos en algún sitio desde el que se domine mayor
cantidad de terreno? Es posible que cuando se haga completamente de
noche, ellos mismos se delaten con las hogueras que enciendan.
El ganadero estaba demasiado impaciente para perder el tiempo es-
perando cruzado de brazos. Pero, por otra parte.
—Quizá tenga razón, Holt. No es que me agrade mucho tener que
esperar sin hacer nada, pero nuestros caballos necesitan descanso. En fin.
Encárguese usted mismo en buscar un sitio donde acampar

***

Una noche y todo un día encerrada en el rancho de los Lasky, aunque


fuese por propia voluntad, resultaba demasiado encierro para una per-
sona del temperamento de Klondy Patterson.
Después de la visita de su padre al rancho, tratando de enterarse del
paradero del joven Lasky, la muchacha empezó a sentir el martirio de
aquel recogimiento a que no estaba acostumbrada.
Y hacia media tarde, cuando el sol empezaba a derramar sus últimos
rayos a la altura de las montañas, para la muchacha fue algo irresistible
permanecer más tiempo oculta.
—Lo siento, señor Lasky —manifestó al viejo dueño del rancho—.
No puedo resistir más esta incertidumbre. Si mi padre encuentra a su
hijo, nadie más que yo puede salvarle de morir ahorcado. Así es que voy
a tratar de enterarme qué están haciendo unos y otros... No tema. Procu-
raré que nadie me vea.
Y de nada sirvieron las argumentaciones del viejo dueño del rancho.
Hacia la caída de la tarde, Klondy Patterson se alejó de allí a lomos de su
caballo.

70—
Llegó al pueblo, o mejor dicho, a sus inmediaciones, decidida a ha-
blar con el “sheriff” Singer y ponerle al corriente de la verdad respecto a
su rapto. Pero...
Cuando ya se disponía a entrar en la población, súbitamente, sur-
giendo de la parte trasera de una casa en ruinas, que desde hacía mucho
tiempo estaba abandonada, dos jinetes le salieron al paso.
—¿Qué te dije, Griswold? En cuanto la vi supe en seguida que era
ella —habló uno de ellos, mientras le interceptaban el paso y la encaño-
naban con sus revólveres—. Debió escaparse de nuestros amigos y...
¡Cuidado, jovencita! No intente huir de nuevo o será lo último que haga
en su vida... ¡Sujétala, Griswold!
El segundo individuo no se hizo repetir la orden. A pesar del descon-
cierto que reflejaba su rostro, rápidamente se acercó a la muchacha y la
sujetó por los brazos.
—El jefe se alegrará de habernos dejado aquí de vigilancia a los dos,
Fisher —rezongó el que sujetaba a la muchacha—. De no haber sido así,
esta jovencita hubiera dado la alarma... ¿Qué hacemos ahora, Fisher?
El otro bandido, pues bandidos eran los dos, estaba mirando hacia el
camino que trajera la joven. Era un acto de prudencia comprobar que no
venía nadie detrás de ella.
Y cuando se convenció de que sus temores eran infundados...
—A estas horas deben estar haciendo el trabajo. Ya no es necesario
que continuemos aquí —declaró—. Lo mejor será que emprendamos el
regreso a nuestro refugio llevándonos a nuestra preciosa prisionera.
Klondy Patterson no mostraba el menor temor en sus ojos. En cam-
bio...
El convencimiento de que su imprudencia había estropeado los pla-
nes de Jesse Lasky, la hacía sufrir horriblemente. En un instante com-
prendió que había sido una locura moverse del rancho. No sólo no había
conseguido hablar con el “sheriff”, sino que ahora desaparecía su opor-
tunidad de poder poner las cosas en claro con su padre.

—71
—Vamos, paloma —oyó que le ordenaban—. Puedes estar segura de
que de nosotros no te será tan fácil escapar.
Y quieras que no, la obligaron a ponerse en marcha en sentido con-
trario al que ella trajera.

72—
CAPITULO XI

Desanimado por aquella inesperada visita con la que no contaba,


Jesse Lasky ordenó a los que tenía a su lado que no se movieran de donde
estaban, mientras él bajaba al porche a entrevistarse con el “sheriff”.
Bedell Singer mostró en su arrugado rostro la sorpresa que le produ-
cía encontrarse allí con el hombre que salía a recibirle.
—¿Qué hace usted aquí, Jesse? —preguntó muy serio—. Creo que lo
mejor que puede hacer es decírmelo... y pronto.
Jesse Lasky disimuló su malhumor con una abierta sonrisa.
—Verá, “sheriff” —respondió—. Estoy aquí para algo que usted no
querrá creer.
—Diga qué es ello y sabrá entonces si lo creo o no.
El rostro de Jesse Lasky era impenetrable. No revelaba lo que estaba
pensando y muchos menos los sentimientos que le agitaban en aquel mo-
mento.
—No se trata de una visita de cumplido, “sheriff”. Sino de algo más
serio.
—¿Qué es?
—Lo que menos se puede usted imaginar. Vine aquí para defender
la caja de Harper Patterson. Sé que piensan robarla.
El “sheriff” parpadeó sorprendido. Pero en seguida dijo:
—Efectivamente eso es difícil de creer, Jesse. Reconozca conmigo que
se necesitan unas tragaderas muy grandes para dar crédito a esa noticia.
¡Usted! Nada menos que el peor enemigo de Harper Patterson preten-
diendo hacerle el favor de salvarle su caja fuerte. ¿Acaso me toma por
bobo?

—73
—No. Ya le advertí antes de que le iba a costar trabajo creerme. Y sin
embargo le digo la verdad.
El “sheriff” miró al joven fijamente. Algo en sus palabras le decía que
Jesse Lasky era sincero. No obstante...
—Lo siento, Jesse. A menos que me dé una prueba por pequeña, que
sea...
—Y puedo dársela —le atajó rápidamente el joven—. Pregunté a esos
dos vaqueros de Patterson y ellos le dirán qué fue lo que les dije al llegar.
El “sheriff” se volvió hacia los dos que señalaba Jesse que por cierto
se estaban riendo a mandíbula batiente.
—¿Es cierto que os avisó de ese proyectado robo de la caja vuestro
patrón, muchachos? —preguntó.
—Completamente cierto “sheriff” —respondió uno de ellos, riendo
todavía—. De no haber sido esa la razón que dió para entrar en el rancho,
¿cree usted que se lo hubiéramos permitido sin pelear?
Y de nuevo los dos a la vez irrumpieron en una nueva y estentórea
carcajada.
Aquella risa hizo experimentar a Jesse Lasky algo parecido a un ex-
traño presentimiento.
—¿A qué vienen esas risas, compadres? No creo que la cosa tenga
tanta gracia.
—¡Pues claro que la tiene! —exclamó uno de ellos, esforzándose por
contener su hilaridad—. ¿Le parece poco divertido que lleve usted aquí
un par de horas tratando de...? En pocas palabras: ¡Aquí no hay nada que
defender!
Apenas había pronunciado aquellas palabras, cuando el que había
hablado se sintió agarrotado por el cuello.
—¡Aclare eso mejor, amigo! —oyó que le decía la voz fría y tajante
de Jesse Lasky.
—Yo... —empezó a tartamudear el hombre—, pues la verdad, sólo
quise decir que no existe razón alguna para que alguien pretendiera ata-
car la caja de caudales de mi patrón, puesto que no hay nada en ella.

74—
Jesse Lasky retrocedió completamente pálido. La horrible sospecha
que naciera poco antes en su mente se había convertido de pronto en
brutal certidumbre.
—¿Dónde está entonces el dinero y todo lo que encerraba Patterson
en esa caja? —preguntó con extraordinaria dureza.
Asustado, el vaquero dirigió una mirada al “sheriff”, como pidién-
dole auxilio. Pero el representante de la Ley se limitó a ordenarle con un
gesto a que contestara.
—Está bien, Lasky —respondió entonces el vaquero—. Todo eso por
lo que usted pregunta se lo llevó el patrón al Banco del pueblo. Debió
adivinar, lo mismo que usted, que no estaba seguro en el rancho.
—¿Cuánto tiempo hace que Patterson efectuó ese traslado? —indagó
de nuevo Jesse.
—No mucho. Desde ayer por la tarde.
La mente de Jesse Lasky trabajó con rapidez. El misterioso jefe de
Budd Holt debió enterarse por éste del traslado del contenido de la caja
de Patterson al Banco del pueblo e inmediatamente varió sus planes. Po-
siblemente aquella era la explicación de la presencia allí del “sheriff” y
sus hombres. De alguna manera que desconocía se las había arreglado
para hacer salir al representante de la Ley dejando a la población inde-
fensa y sin un solo agente de la autoridad.
—Dígame, “sheriff” —se encaró con el viejo representante de la
Ley—. ¿Puedo saber qué le obligó a salir del pueblo con todos sus hom-
bres?
Bedell Singer pestañeó extrañado por aquella pregunta. No obstante,
respondió:
—Harper Patterson me envió un recado urgente. Según él debía pre-
sentarme en su rancho con todos mis hombres, apenas hubiera oscure-
cido. Tenía noticias de que usted, Jesse Lasky, pensaba atacarle esta no-
che. Y quería que yo estuviera presente para evitar malas
interpretaciones sobre lo que pudiera ocurrir.

—75
Jesse Lasky no quiso oír más. Aquel detalle era lo que le faltaba para
estar seguro de su primera sospecha.
—¡Dooley! ¡Moyland! —gritó, llamando a su capataz y ayudante—.
Reúnan a los demás y monten, a caballo. ¡Pronto!
—¿A dónde vamos, Jesse? —quiso saber el “sheriff”.
—Al pueblo —fue la rápida respuesta que obtuvo—. Dudo de que
lleguemos a tiempo, pero aquí ya no hacemos nada. ¡Le apuesto un dólar
contra mil a que cuando lleguemos han saqueado el Banco de Tucson!
—¡Maldición! —rugió el “sheriff”, mientras saltaba de un brinco a la
silla de su caballo—. ¡Vamos de prisa!
Galoparon como centauros en la noche. Pero así y todo...
Cuando entraron en el pueblo era ya tarde para remediar lo que Jesse
temiera.
La calle principal de Tucson daba la impresión de haber sido asolada
por un huracán. No había ni un solo cristal entero en las puertas y ven-
tanas de aquella calle. Muchos hombres se curaban heridas de bala y me-
dia docena de ciudadanos no se curarían nunca más.
En el “saloon” de Baker, los hombres, acoquinados, pero furiosos, se
relataban unos a otros los sucesos.
—Fueron más de veinte jinetes los que entraron en el pueblo, “she-
riff” —explicó uno de ellos, cuando el representante de la Ley y Jesse
Lasky se detuvieron junto a la entrada del establecimiento—. Llegaron
disparando sus armas y durante cerca de una hora sembraron el terror
en el pueblo. Luego, cuando se marcharon, descubrimos lo que habían
venido a hacer. ¡Han asaltado el Banco, “sheriff”! ¡Se han llevado de él
todo lo que han querido!
Jesse Lasky hizo una seña al representante de la Ley. Se alejaron de
allí en dirección a la salida del pueblo y mientras caminaban declaró el
joven:

76—
—Tengo una ligera idea de donde podemos encontrar a esa banda,
“sheriff”. Pero habrá que actuar de prisa. Si esperamos a mañana, es po-
sible que ya estén muy lejos de aquí. ¿Me acompaña con sus hombres?
Yo salgo ahora mismo con mi equipo.
—¡Por cien mil diablos! —exclamó el “sheriff”—. ¿Acaso pensaba de-
jarme aquí? ¡Vamos! ¡Llévenos a ese sitio!

—77
CAPITULO XII

Poco después, la cabalgata volvía a salir del pueblo. Aunque era com-
pletamente de noche, los jinetes galopaban rápidos. Algunos de ellos, ha-
ciendo de batidores, protegían los flancos a la vez que exploraban el te-
rreno.
Jesse había ordenado que se hiciera así para prevenir cualquier sor-
presa y, además, para que le notificasen en seguida si alguien descubría
señales de la presencia de la expedición de Harper Patterson.
Así continuaron durante un par de horas, galopando siempre en di-
rección a las lejanas montañas.
La luna alumbraba en todo su esplendor la enorme pradera cuando
Dooley, el capataz de Lasky, notificó a su patrón que Moyland había des-
aparecido.
—Debe haberse adelantado impaciente por encontrar a Holt —co-
mentó el capataz, con tono convencido—. Moyland es muy impetuoso y
desde que mataron a Harry Berle no piensa en otra cosa que en encontrar
a Budd Holt.
—Lo siento por él —respondió Jesse, con vez que parecía lejana—.
Pero Holt tendrá que vérselas conmigo. Ahora sé que fue él quien asesinó
a mi hermano y...
—¡No! —le interrumpió impulsivamente Dooley.
— ¿Está seguro, patrón?
—Segurísimo, Dooley. Fue Budd Holt.
En aquel momento llegaron a las primeras estribaciones de la agreste
sierra que se levantaba ante ellos.

78—
—Sugiero que nos dividamos en dos grupos, “sheriff” —habló Jesse,
encarándose con el representante de la Ley—: Esos coyotes podrían in-
tentar escapar por aquí para adentrarse en el desierto. Y como nosotros
hemos de subir por la ladera norte...
—Ya —le interrumpió el “sheriff”—. Usted teme que ellos aprove-
charan para escurrir el bulto, mientras estábamos todos allá arriba, ¿no
es eso? Bien. Para evitarlo, mis hombres y yo nos quedaremos aquí. Pre-
feriría seguir con usted, pero ya que no puede ser así...
—No debemos exponernos, “sheriff”. Desde el lugar en que creo se
esconden los que buscamos no tienen otra salida que este paso. Estaré
más tranquilo sabiendo que es usted quien lo guarda.
—De acuerdo. No se hable más y adelante.
Jesse Lasky y el resto de su equipo continuaron ladera arriba, hasta
alcanzar el punto donde dos días antes sorprendiera el joven el encuentro
de Budd Holt con los dos componentes de la banda que había asaltado el
Banco de Tucson.
—Ahora tenemos que torcer a la derecha —dijo Jesse en voz baja a
su capataz—. Seguiremos la dirección que tomaron los dos que hablaron
con Holt y malo será que no descubramos su campamento.
Avanzaron en procesión por una estrecha garganta envuelta en som-
bras. Llegaron así hasta una especie de mesa cortada a pico y...
Al otro lado, en un claro en el que abundaban los tamarindos y robles
achaparrados, la luz de la luna mostró a sus ojos el campamento que bus-
caban.
—Que dos hombres se queden junto a los caballos y que los demás
me sigan —ordenó Jesse en voz baja, indicando con un gesto que cada
uno hiciera correr la orden hacia atrás—. A partir de aquí habremos de
continuar a gatas.
Y así se hizo.
Deslizándose por un tronzo al que no llegaba la luz de la luna, una
hilera de hombres empezó a arrastrarse en dirección al campamento.

—79
Tardaron casi una media hora en recorrer las doscientas yardas esca-
sas que les separaban del claro. Pero al fin, sin haber sido descubiertos,
consiguieron rodearlo por todo el frente.
—¡Duro con ellos, muchachos! —gritó de súbito Jesse, incorporán-
dose de un salto para precipitarse hacia adelante con los revólveres em-
puñados—. ¡Hay que acabar con todos antes de que ninguno pueda es-
capar! ¡Adelante!

80—
CAPITULO XIII

Bruce Dooley, el capataz de los Lasky, no se había equivocado al dar


su opinión respecto a la desaparición de Moyland.
Comisionado por su patrón para hacer de batidor en el flanco iz-
quierdo de la cabalgata que se dirigía hacia las montañas, el compañero
que fue del desgraciado Harry Berle consideró llegada su oportunidad al
descubrir las numerosas huellas de muchos caballos que se dirigían hacia
el comienzo del desierto.
“Deben pertenecer a la expedición de Patterson —se dijo en el
acto—. Y en ella debe ir Budd Holt. El asesino de mi amigo Harry a quien
he jurado castigar.”
Aquella reflexión le hizo olvidarse de todo lo que no fuera salir al
encuentro del enano pistolero al que había jurado matar.
Y, sin pensarlo dos veces, se perdió en la noche, dispuesto a seguir
aquellas huellas que había descubierto. Manteniendo a su potro al galope
tendido, las millas se deslizaban bajo los cascos de su caballo. La luna,
que había llegado a su zenit, empezaba a descender hacia el Oeste.
Estaba fatigado, cubierto de polvo, pero alerta y vehemente a medida
que se acercaba al comienzo del desierto.
Así hasta que, de pronto, de una forma instintiva, tuvo la impresión
de que no estaba solo. Un cuarto de milla más lejos, sombras densas an-
daban a su paso.
“¿Y si fueran componentes de la banda que había asaltado el Banco
de Tucson?” —pensó, mientras buscaba a su alrededor algo que le sir-
viera de refugio.
Arreó con insistencia a su caballo, pero pronto comprendió que de
nada iba a servirle.
—81
Las sombras se iban acercando cada vez más, mientras el bosquecillo
de robles achaparrados hacia el que se dirigía seguía estando de él dema-
siado lejos.
—¡Animo, caballito! —murmuró al oído de su potro—. ¡Hemos de
alcanzar esos matorrales o nos acribillarán!
Otra vez los largos espolones rasgaron los ijares del animal, que ja-
deaba por el continuo esfuerzo. Pero súbitamente, la línea de sombras
modificó su marcha, se abrió en abanico y Moyland comprendió que ha-
bía sido cazado.
Su rostro se ensombreció. Puso su caballo al paso y empuñó las pis-
tolas, casi convencido de que de poco le iban a servir.
Aunque no se rendiría sin luchar.
Le llamó mucho la atención que no le hubieran llenado ya el cuerpo
de plomo. Y su sorpresa llegó al límite cuando vio que los jinetes que le
cortaban el paso llegaban sin encañonarle. Aunque...
—¡Ríndase, amigo! —oyó que gritaba una voz—. Tiene un segundo
de tiempo para que veamos sus brazos en alto.
Moyland se estremeció violentamente. Acababa de reconocer la voz
del hombre que iba buscando. La voz de Budd Holt, el asesino de su
amigo Harry.
Fue una lástima que ya hubiera levantado los brazos cuando supo
quién era el que le hablaba. De haberle reconocido antes no habría titu-
beado un segundo en obsequiarle con una ración de plomo.
Pero ya era tarde. Además, las figuras de varios jinetes más se acaba-
ban de aproximarse a él. Y la que iba en cabeza pertenecía a Harper Pat-
terson en persona.
—¡Moyland! —exclamó asombrado el ganadero—. ¿Puedo saber qué
hace usted por aquí?
Ahora era ya un grupo muy numeroso el que rodeaba al prisionero.
Pero Moyland no demostró para nada la preocupación que sentía.

82—
—Llevo horas buscándole, señor Patterson —respondió, con voz
firme—. Si es usted tan inteligente como cree, hará bien en escuchar lo
que tengo que decirle.
Harper Patterson reflejó en sus ojos una mirada de extrañeza, que la
oscuridad impidió ver.
—Hable, Moyland. Le escucho.
—No, señor Patterson. Lo que tengo que decirle no puede oírlo nadie
salvo usted.
Budd Holt, que se encontraba casi pegado a su patrón, frunció el
ceño.
—No se deje tomar en la trampa, patrón —habló
precipitadamente—. Déjeme a mí y le obligaré a hablar.
—No, Holt —respondió el ganadero, con el rostro sombrío—. Escu-
charé yo solo lo que este hombre quiera decirme.
Se encaró con Moyland y añadió:
—Pero habrá de ser exacto y conciso. En caso contrario... Bien, apar-
témonos un poco. No hace falta advertirle que, si intenta algo raro, mis
hombres tienen orden de tirar a matar. ¿Entendidos?
Con un simple gesto de cabeza, Moyland asintió. Luego, retroce-
diendo con su caballo cosa de veinte yardas hacia el bosquecillo de ro-
bles, esperó a que el ganadero se le reuniera.
El vaquero sabía que tendría que emplear toda su fuerza de persua-
sión para hacerse creer del ganadero. Para Harper Patterson, Jesse Lasky
era un forajido que había secuestrado a su hija y sería muy difícil con-
vencerle de lo contrario.
—Su hija no fue secuestrada por mi patrón, señor Patterson —em-
pezó a decir el vaquero—. Fue una trampa que le tendieron, pero que por
suerte él la estropeó. Salvó a la señorita de ser raptada y ahora se encuen-
tra completamente segura en el rancho Lasky. Y en cuanto a mi patrón
Jesse..., mientras usted rondaba por aquí tratando de encontrarle, él y su
equipo estuvimos en su casa para evitar que le saquearan su caja fuerte.

—83
El secuestro de la señorita Klondy fue el pretexto con el que le alejaron a
usted del rancho.
Harper Patterson bizqueó asombrado. Pero de pronto se echó a reír.
—¡Esta sí que es buena, compadre! —exclamó—. De modo que Jesse
Lasky y su equipo defendiendo mi caja de caudales, ¿eh?
—Como lo oye... Un momento, no me interrumpa. Adivino que va
usted a decirme que en su caja fuerte no había nada que defender. Y ahí
está lo peor del caso. Cuando nos enteramos de ello, ya fue demasiado
tarde para remediarlo. Quienquiera que sea el bandido que se propuso
robarle se enteró de que usted había trasladado al Banco del pueblo todos
sus valores y...
No fue necesario acabar la frase. El ganadero comprendió en seguida
lo que significaba aquella interrupción.
—¿Insinúa que consiguieron asaltar el Banco?
—No lo insinúo. Sino que lo afirmo rotundamente. Cuando llegamos
al pueblo con el “sheriff” y sus comisarios, a los que también se las habían
arreglado para alejarlos de allí, nos encontramos con que los bandidos
habían conseguido sus propósitos. Y ahora, escuche: Mi patrón y el “she-
riff” deben encontrarse a estas horas en las montañas. Jesse descubrió que
es allí donde esa banda tiene su refugio y han ido a buscarlo. Si no me
cree, peor para usted. Yo ya le he dicho cuanto tenía que decirle.
Durante unos segundos, muy pocos, Harper Patterson guardó silen-
cio. Pero de pronto...
—Le creo, Moyland. Y prueba de ello es que ahora mismo saldré con
mis hombres hacia esas montañas. ¿Me acompaña usted?
—Con mucho gusto, si me proporciona un caballo de refresco. El mío
está agotado.
—De acuerdo —respondió el ganadero secamente—. ¡Vamos!

84—
CAPITULO XIV

Jesse Lasky y sus hombres avanzaban disparando una lluvia de


plomo contra los sorprendidos bandidos, agrupados ahora para hacer
frente a los que les atacaban.
En la noche, hasta momentos antes serena y tranquila, retumbaba
ahora el ladrar de los revólveres.
Era una lucha dura y mortífera la entablada. Los atacantes eran hom-
bres decididos e impetuosos, animados por un vehemente deseo de jus-
ticia y venganza. Los que se defendían tuvieron que reconocerlo así al
poco rato y entonces empezaron a retroceder.
Una bala arrancó el sombrero de la cabeza de Jesse.
Negras siluetas se destacaban ahora a su alrededor. Eran sus hom-
bres que avanzaban barriéndolo todo a su paso.
Así hasta que, cuando menos se lo esperaban, el fuego de los bandi-
dos dejó de ser granizado para convertirse en tiros aislados y sueltes.
—¡Eh, patrón! —gritó alguien de pronto—. ¡Están tratando de huir a
caballo!
La orden de Jesse fue la de azuzar a sus hombres con nuevos bríos.
—¡A ellos, muchachos! —gritó—. ¡No debemos dejarles escapar!
¡Hay que rodearlos!
La orden fue cumplida con increíble rapidez.
Cuando los bandidos consiguieron ocupar sus monturas, disponién-
dose a emprender la huida por la parte trasera de aquella hondonada que
formaba el claro, el equipo de Jesse Lasky se había cerrado a su alrededor
con una argolla que amenazaba su destrucción.
Así y todo, Jesse decidió tomarse las cosas con calma. Seguro de que
los bandidos no podían romper el cerco sin morir acribillados, optó por
—85
dejar transcurrir el tiempo. Asomaba el alba y dentro de poco habrían
desaparecido las sombras. A la luz del día sería mucho más fácil reducir-
los.
Obligados por el incesante fuego que se abría contra ellos, apenas
iniciaba el gesto de moverse de donde estaban, los acorralados bandidos
no tuvieron más remedio que seguir allí.
Al menos esa fue la conclusión a que llegó Jesse Lasky al comprobar
que cejaban en su resistencia. No podía ni siquiera imaginar que los pri-
meros rayos de luz serían a él a quien le llevaran la sorpresa.
Ocurrió que...
Apenas la luz del alba permitió ver con cierta claridad lo que sucedía
delante de ellos, una visión terrible se presentó ante sus ojos.
Atada de brazos, amparando con su cuerpo al enmascarado jinete
que la sostenía en la silla delante de él, aparecía Klondy Patterson.
El murmullo de sorpresa que levantó aquella inesperada aparición,
fue apagado por una voz sorda que decía:
—¡Disparen un solo tiro más y esta jovencita morirá!
Completamente desconcertados, Jesse Lasky y sus hombres guarda-
ron un súbito silencio.
La indignación brillaba en todas las miradas. Pero con ello no podían
solucionar aquel contratiempo.
“Pero, ¿cómo era posible que aquellos canallas se hubieran apode-
rado de la joven?”.
La pregunta zumbaba en el cerebro de Jesse Lasky como un martillo
que repiqueteara sin cesar. La visión de Klondy Patterson en poder de
los bandidos suponía un revés equivalente a la derrota.
Cualquier movimiento significaba poner en peligro la vida de la mu-
chacha. Y para Jesse Lasky supuso algo más. En aquel instante cayó en la
cuenta de lo que Klondy Patterson significaba para él.
—Sea quien sea —habló por fin el joven, dirigiéndose al enmasca-
rado—, ese comportamiento le retrata como a un completo canalla. Sabe

86—
que está acorralado y no puede escapar. ¿Le ayudará en algo asesinar a
una indefensa mujer?
El enmascarado soltó una burlona carcajada.
—¡Claro que me ayudará —exclamó, con tono lleno de convenci-
miento—! He leído en sus ojos que está enamorado de ella. Por lo tanto,
no permitirá que muera. ¿Me equivoco?
Jesse miró a Klondy. Tenía la boca amordazada con un pañuelo para
que no pudiera hablar. Pero en sus hermosos ojos negros se leía una mi-
rada de ruego, de comprensión y... de esperanza.
Y aquella mirada fue lo que decidió a Jesse Lasky. Costara lo que
costara, tenía que librar a la muchacha de aquella amenaza que se cernía
sobre ella. Aunque de momento...
—Está bien, “señor enmascarado” —accedió—. ¿Qué pide a cambio
de la vida de esa joven?
—Algo muy sencillo. Paso libre para mí y para los que me acompa-
ñan.
—Pide demasiado. Si se conforma con ser usted solo el que...
—Hemos de ser todos —le interrumpió el que sujetaba a la joven, con
voz tajante y rotunda—. Le doy un minuto para pensarlo. Y si para en-
tonces no se ha decidido...
Había tal seguridad en aquella amenaza que Jesse se estremeció al
oírla.
—Bien —respondió, al cabo de un segundo de meditar—. Permitiré
que salgan todos de aquí, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Se lo diré por escrito. Sólo hemos de saberla usted y yo. ¿Qué res-
ponde?
—Contestaré cuando sepa qué condición es esa.
Jesse Lasky no perdió un segundo. Sacando un lápiz de su bolsillo,
garrapateó en una hoja de su block de notas. Luego, envolviendo un gui-
jarro son el papel, lo arrojó junto a las patas del caballo que el jinete mon-
taba.

—87
El enmascarado hizo una seña y uno de los hombres que tenía detrás
se encargó de alcanzarle el papel.
Mientras lo leía, todos los rostros estaban fijos en él. Lo mismo sus
hombres, colocados ahora a ambos lados de su caballo, que los peones de
Jesse.
Pero nadie pudo percibir que la nota le hubiera impresionado. Va-
liéndose de la mano libre y ayudado de los dientes, rompió el papel en
menudos pedazos. Luego habló:
—Conforme con su condición, Lasky. Puede estar seguro de que la
cumpliré.
Jesse Lasky guardó silencio, mientras trataba de descubrir algo en el
enmascarado que le diera la oportunidad de adivinar sus pensamientos.
Pero nada consiguió.
Así es que decidió a jugar el único triunfo que poseía, ordenó con voz
potente:
—¡Déjenlos marchar, muchachos! Está en juego la vida de la señorita
y no sería de hombres consentir su muerte... ¡Vamos, grajos! —se encaró
con el grupo de bandidos—. ¡Poneos en marcha antes de que me arre-
pienta!

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—89
El enmascarado fue el primero que se puso en movimiento. Detrás
de él, los demás bandidos azuzaron a sus caballos, no muy convencidos
todavía de que fuera posible aquella inesperada manera de escapar con
vida.
Diez minutos después, en el claro rodeado de montañas, alumbrado
ya por los primeros rayos de sol, sólo quedaban Jesse Lasky y sus hom-
bres.
En todos los rostros se leía una mirada de desconcierto, a la vez que
de curiosidad.
Ni uno solo de los peones de Lasky se salvaba en aquellos momentos
de dejar de pensar en lo que había hecho su patrón. Y, sin embargo...
—¿Qué va a hacer ahora, jefe? —preguntó el capataz Dooley.
La respuesta que recibió le hizo dar un respiro.
—Primero de todo regresemos junto a los caballos —acababa de de-
cir Jesse—. Después, usted y el resto de los muchachos saldrán en perse-
cución de esa pandilla. Recuerde que no tienen otra salida que la que
guardan el “sheriff” y sus comisarios. Allí los tomarán entre dos fuegos.
Bruce Dooley parpadeó en el colmo del asombro.
—¡Pero, patrón! —exclamó, sin poder contenerse—. ¿No se da cuenta
de que estaremos igual que al principio? Para eso hubiera sido mejor
achicharrarlos aquí.
Jesse Lasky negó con un gesto de cabeza.
—Haga lo que le he dicho, Dooley —respondió, muy serio—. Pren-
dan a esos bandidos entre dos fuegos y llénenles el cuerpo de plomo. No
se preocupe por el enmascarado y la señorita. Ellos no estarán allí.
Y con tan desconcertantes palabras, Jesse montó en “Saltarín” y se
alejó al golpe de allí... pero en otra dirección que la que conducía a la
garganta guardada por el “sheriff” y sus comisarios.

***

90—
—¿Qué significa ese tiroteo, “sheriff?”.
La cabalgata de Harper Patterson acababa de detenerse al comienzo
de las montañas, junto a la entrada guardada por el representante de la
Ley y sus hombres.
—Es muy sencillo de contestar, Patterson. Significa que Jesse Lasky
está tratando de recobrar lo que le robaron a usted del Banco. Es una
forma como otra cualquiera de granjearse la gratitud de... ciertas perso-
nas.
Harper Patterson estaba realmente abatido.
El ganadero sabía cuándo no obraba bien. Desde que llegara Jesse
Lasky a Tucson, basándose en las rencillas existentes entre sus familias,
le había estado combatiendo.
Y, sin embargo...
Jesse Lasky era el único hombre que, en vez de responderle a tiros, le
devolvía un favor por cada golpe que él le propinaba.
Primero había sido a su hija a quien salvara de morir en el desierto.
Luego la había salvado también, según le dijera el vaquero Moyland, de
ser raptada por los hombres de aquel misterioso y desconocido enemigo
que se había propuesto perderle,
Y ahora, por si fuera poco, el haber intentado evitar que le robaran,
habíase adentrado con sus hombres en las montañas para recuperar lo
que era suyo.
En aquellos instantes el remordimiento del ganadero era tan grande
que la sangre afluyó a sus mejillas a causa de la vergüenza.
Completamente derrumbado medio tartamudeó:
—Confieso que Jesse Lasky no querrá comprender nunca por qué
yo...
—No se preocupe, Patterson —le interrumpió el “sheriff”—. Por
suerte para usted existe cierta persona que le hará comprenderlo todo.
—¿Qué persona es esa “sheriff”? —quiso saber el ganadero, curioso.
—Una muchacha que se llama Klondy Patterson —fue la respuesta
que obtuvo—. ¿La conoce?

—91
El poderoso ganadero parpadeó asombrado. Luego...
—¡Santo dios, “sheriff” Singer! exclamó asombrado—. ¿Está seguro
de lo que dice?
—¡Pero, hombre! ¿Acaso cree que estoy ciego? Tengo ojos en la cara
y oídos que en otro tiempo fueron mejores que ahora. Pero me han bas-
tado para llegar a una conclusión que no tiene nada de exagerada.
En el segundo de silencio que siguió las facciones de Harper Patter-
son perdieron gran parte de su habitual dureza.
—Creo que no tendré más remedio que hacer algo para que me per-
donen mis errores —comentó, como si acabara de tomar una firme deci-
sión.
El lejano tiroteo en el interior de las montañas había cesado un mo-
mento antes.
Sólo faltaba saber cuál había sido el resultado de él. Y para ello...
—¡A caballo todo el mundo! —ordenó de pronto, volviéndose hacia
sus hombres—. Vamos a seguir adelante hasta encontrar a Jesse Lasky.
Pero oigan esto bien. Ahora la situación es distinta. El que hasta hace
poco hemos estado persiguiendo es ahora mi mejor amigo. ¡Que nadie lo
olvide!
Ya iba a poner el pie en el estribo cuando el “sheriff” se le acercó para
decirle:
—No pretendo darle órdenes, Patterson. Pero opino que sería mucho
mejor para todos si, en vez de adentrarse en las montañas, coloca a sus
hombres de forma que cierren el paso a los que pretendan salir. Jesse
Lasky me pidió que lo hiciera yo, pero somos pocos y hay mucho terreno
para vigilar. Además, pronto será de día y tengo la impresión de que para
entonces todo habrá acabado.
El ganadero meditó unos segundos en aquellas palabras. Luego...
—Creo que tiene razón, “sheriff” —respondió—. Por nada del
mundo querría faltar de aquí, cuando Jesse Lasky regrese de su batida
contra esos salteadores de Banco.

92—
Rectificó la orden que diera poco antes de forma que, en vez de entrar
en la quebrada que se dirigía al interior de la sierra, quedaran los hom-
bres repartidos para vigilarla en toda su extensión.
Y aquello fue una suerte para Budd Holt. Había oído lo suficiente
para perder la tranquilidad. Si no se daba prisa en actuar...
Y fue la diosa fortuna quien le ofreció la ocasión que buscaba. Apro-
vechando el momento en que Patterson llamaba al vaquero Moyland
para preguntarle algo, el enano pistolero se la arregló para escabullirse
lejos de la vigilancia del que no le había quitado un momento la vista de
encima.
Claro que no fueron muchos los minutos los que Moyland le dio.
Pero sí los suficientes para que cuando el vaquero notara su ausencia, él
se encontrase ya galopando en dirección al desierto.
Y no lo hizo por la pradera abierta, a pesar de que era el camino más
corto. Sino remontando una ladera de la montaña cubierta de arbolado
que le ofrecía cierta seguridad y muchas probabilidades de no ser descu-
bierto.
Mientras galopaba hacia lo que él consideraba como única salvación
iba pensando en lo furioso que se pondría.. Moyland cuando descubriera
que había sido burlado.
Y así era en efecto.
Los gritos de Moyland incluso hicieron pensar a los que le oían que
se había vuelto loco.
—¿Qué le ocurre, Moyland? —quiso saber Patterson, intrigado por
aquella desesperación que mostraba el vaquero—. ¿A qué vienen eses
gritos?
—¡Maldita sea mi estampa! —exclamó, mientras corría hacia donde
dejara su caballo—. Un solo descuido y ese bandido lo aprovecha para
escapar. Busque, busque, señor Patterson. ¿Se ha dado cuenta de que se
ha quedado sin capataz?
—¿Se refiere a Budd Holt? Debe estar por ahí. ¿Por qué diablos iba a
escapar?

—93
Moyland estaba ya con un pie en el estribo cuando respondió:
—¿Que por qué? Yo se lo diré, señor Patterson. Porque él sabía que
le vigilaba esperando la ocasión de matarle. ¿Y sabe por qué? Por varias
razones. La más importante para mí, por haber asesinado a mi compa-
ñero Harry. Y las otras..., bueno, pues una de ellas porque fue él quien se
encargó de hacer llegar a las manos de su hija la nota con la que preten-
dían conducirla al lugar donde pensaban raptarla. ¿Le dice eso algo, se-
ñor Patterson?
El ganadero iba de sorpresa en sorpresa.
—¡Maldición! —exclamó furioso—. ¿Y espera usted a que se haya es-
capado para decírmelo? ¡Pero si eso significa que Holt pertenece a esa
cuadrilla de bandidos!
—¡Naturalmente! Pero, ¿me habría usted creído de habérselo di-
cho?... Hasta la vista, señor Patterson. No pienso regresar si no es con el
cadáver de ese encanijado pistolero que tenía usted por capataz.
Y Moyland, sin dar tiempo al ganadero a que abriera la boca, espoleó
a su caballo y arrancó al golpe.
—¡Eh, Moyland! —gritó Patterson, un segundo después—. ¿Hacia
dónde cree que se dirige?
—No puede escapar más que por un sitio. Por el desierto. Y allí voy
a buscarle.
Si Moyland dijo algo más, el ganadero ya no le pudo oír. El caballo
que montaba el vaquero galopaba a toda velocidad y se encontraba ya
muy lejos.
Por encima de las montañas, el sol empezaba en aquel momento a
verter su luz en forma de rayos amarillentos.
Durante la hora siguiente, el ganadero y el “sheriff” no hicieron otra
cosa que repartir bien a sus hombres a todo lo largo del frente que ocu-
paba la entrada a las montañas.
Harper Patterson estaba impaciente por ver aparecer a los que se ha-
bían adentrado en busca de los bandidos. Por su parte, el “sheriff”, por

94—
motivos distintos, a cada minuto que transcurría aumentaba su nervio-
sismo.
Al representante de la ley le llamaba mucho la atención el hecho de
que ya no se opera el tiroteo que atronara en las montañas bastante
tiempo antes.
Para él aquello podía tener dos significados distintos: la destrucción
de la banda de asaltantes o el aniquilamiento de los mismos que habían
ido en su busca.
Y ya había pasado tanto tiempo que...
De sus pensamientos le sacó el característico galopar de muchos ca-
ballos que se aproximaban.
—¡Cuidado, ahora! —oyó que gritaba Harper Patterson, señalando
con el brazo hacia la ancha quebrada que tenían enfrente—. Si no son
nuestros amigos...
Bedell Singer, el “sheriff” de Tucson, no le dejó continuar.
—¡Son los bandidos! —gritó, con voz potente—. ¡Fuego contra ellos,
muchachos.
En un instante, la tranquila mañana recién empezada se llenó del
mortal ladrido de las armas de fuego.
Las balas chocaban contra las rocas, cuando no lo hacían en los cuer-
pos de los que ya creían encontrarse a salvo. Los gritos de los heridos se
mezclaban con los relinchos de los caballos.
Los bandidos habían caído en una trampa mortal. Y no era aquello
lo peor. Sino que...
Cuando quisieron dar la vuelta para retroceder, se encontraron con
otra desagradable sorpresa: Que no podían adentrarse de nuevo en las
montañas por tener cerrado el paso por una nube de jinetes que les im-
pedían volver grupas.
¡Si al menos estuviera allí su jefe! La prisionera que llevaba con él era
el único salvoconducto que podían utilizar para conseguir la libertad.

—95
Pero su jefe, el organizador del asalto al Banco de Tucson y cerebro
de la organización que pretendía hacerse dueño de toda la comarca, se
había separado de ellos a cosa de una milla más atrás.
Según él, aquella separación se debía a una mejor manera de utilizar
el precioso rehén que sostenía ante su cuerpo.
Yendo él detrás, si les habían tendido alguna trampa tendrían tiempo
de desbaratarla como lo hicieron con los hombres de Jesse Lasky.
Pero demasiado tarde, los bandidos comprendieron que su jefe les
había engañado.
Ya no podía haber duda de que pensaba utilizar a la prisionera como
medio de su exclusiva salvación. Y allí tenían la prueba.
Tomados entre dos fuegos, no tenían otra salida que morir defen-
diéndose o entregarse. De cualquier forma, estaban derrotados.
Lo comprendieron así cuando, transcurridos unos minutos, compro-
baren que su jefe no aparecía por ningún sitio. Y, por otra parte, cómo
uno a uno, en clarísima señal de que estaban jugando su última partida,
iban cayendo de sus caballos con el cuerpo lleno de plomo.
Sólo quedaban ya media docena de ellos cuando, perdida toda espe-
ranza, levantaron los brazos en señal de rendición.
Dos minutos después se encontraban rodeados por un corro de hom-
bres armados que les encañonaban con sus armas.
—¿Y Jesse Lasky? —preguntó el “sheriff”, dirigiéndose a los que ha-
bían cortado la retirada a los bandidos.
Bruce Dooley, el capataz de los Lasky, fue el encargado de responder
a aquella pregunta.
—El patrón se separó de nosotros en la misma guarida de estos ban-
didos. Y ahora ya sé por qué. Porque adivinó que el jefe de la banda in-
tentaría huir por otro sitio. ¡Y como se llevaba con él a la señorita Patter-
son...!
Un gruñido de increíble sorpresa le impidió acabar la frase.
Harper Patterson había apartado al "sheriff” para encararse con el
vaquero.

96—
—Explíqueme, Dooley. ¿Qué ha querido dar a entender cuando men-
cionó a mi hija?
Pestañeó el capataz de los Lasky al verse delante del poderoso gana-
dero, pero, reaccionando en seguida, se apresuró a contar lo que había
ocurrido al amanecer entre las montañas.
—No nos explicamos cómo pudieron apoderarse al fin de su hija, se-
ñor Patterson —terminó diciendo—. El patrón creía tenerla completa-
mente segura en su propio rancho. Y, sin embargo, esta mañana, apenas
salió el sol, el jefe de estos bandidos la utilizó como escudo para salvarse.
A estas horas debe estar tratando de huir por algún otro sitio.
El ganadero y el “sheriff” cambiaron una mirada de inteligencia. Y
casi en el acto...
—Mis hombres y yo nos vamos hacia el desierto, “sheriff” —pronun-
ció Harper Patterson como si tomara una rápida decisión—. No pueden
escapar por otro sitio y hacia allí es donde deben dirigirse. ¡Maldita sea
mi estampa! ¡Ojalá me hubiera ido con Moyland! ¡Ese vaquero fue más
listo que todos nosotros!
Harper Patterson retrocedió en busca de su caballo. Ni siquiera se
dio cuenta de que Bruce Dooley y sus peones se unían a su equipo hasta
que se encontraban ya a más de una milla de las montañas.
Detrás de ellos, el “sheriff” Singer y sus comisarios regresaban al
pueblo, llevándose prisioneros a los bandidos supervivientes.

—97
CAPITULO XV

Jesse Lasky había tenido una buena idea al imponer “su” condición
al jefe de la banda que mantenía prisionera a Klondy Patterson. Y el he-
cho de que la expusiera por escrito tenía también su explicación.
En ella Jesse daba al bandido la oportunidad que sabía estaba
deseando. Pero se la daba a él sólo. Si aceptaba, debería separarse de sus
hombres antes de alcanzar la barranca por la que se salía a la pradera.
Le advertía que allí esperaban los hombres del “sheriff” y ni siquiera
con el escudo que representaba su prisionera podría escapar. En cambio,
si se dirigía hacia el Norte remontando la sierra, y dejaba a su rehén en
un sitio donde él pudiera recogerla, Jesse Lasky estaba dispuesto a con-
cederle un día de plazo para intentar escapar.
Y la “condición” había dado resultado. El misterioso jefe de los ban-
didos se las había arreglado para escaparse de sus hombres sin que éstos
sospecharan que pensaba engañarles. Lo que Jesse Lasky no había tenido
en cuenta era que...
El enmascarado jefe de la banda había decidido aprovechar la coyun-
tura que le ofrecían, pero a su conveniencia.
Cumplió la primera parte del trato separándose de sus hombres.
Pero luego...
—No necesitaré ese día que me concedes para escapar, Lasky —se
dijo para sus adentros el bandido—. Sería distinto si alguno de mis hom-
bres pudiera delatarme. Pero como no es así, y además conozco una sa-
lida que todos ignoráis, no tendré necesidad de soltar a mi preciosa pri-
sionera. Mientras ella esté conmigo puedo considerarme completamente
seguro. Otra cosa sería si pudiera llegar al pueblo. Pero como toda la pra-
dera estará vigilada ...
98—
Mientras el bandido se hacía todos estos pensamientos, Klondy Pat-
terson se iba preguntando también qué se proponía el enmascarado al
introducirse con ella en lo más agreste de la sierra.
La muchacha estaba segura de que Jesse Lasky había ideado algo
para salvarla. Algo que debía tener relación con aquel papel escrito que
leyó el bandido antes de escapar de su guarida. Pero, ¿en qué consistía?
De momento, su captor se había separado del resto de los bandidos. Mas
¿formaría aquello parte de la “condición impuesta por el joven Lasky?
Amordazada como seguía, se encontraba impotente para intentar ha-
cer hablar al que la sujetaba delante de la silla. No pudo hacer otra cosa
que fijarse en el camino que iban recorriendo.
Con deliberada parsimonia, como si el bandido estuviera tratando de
conservar descansado a su caballo, iban ascendiendo la montaña del
norte. Así hasta que, hacia la mitad de la mañana, cuando el sol alum-
braba con sus rayos todo el paisaje...
El enmascarado torció bruscamente hacia la izquierda. Guio a su
montura por una especie de senda que discurría bordeando un precipi-
cio, y al cabo de media hora de avanzar en silencio por ella, de nuevo
torcieron, aunque ahora a la derecha.
Minutos después, desde la altura donde se encontraban, Klondy Pat-
terson pudo ver ante ella la desolada planicie del desierto de Gila.
Fue entonces cuando la muchacha comprendió que el bandido pen-
saba huir por allí. Y aquella seguridad llegó a ser completa cuando, des-
pués de descender por la empinada ladera, ya casi junto al borde de la
inmensa llanura arenosa, el enmascarado se dirigió hacia una especie de
hoyo de donde, después de dejarla a ella en tierra para avanzar él solo
las últimas diez yardas que le separaban de él, sacaba un bulto que estaba
enterrado en ellas.
Ya no podía haber ninguna duda de que el bandido tenía preparado
aquel escondite para el caso de que se viera obligado a huir. Incluso era
probable, por no decir seguro, que también tuviera elegido el camino me-
jor para atravesar el desierto.

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Lo que no pudo adivinar por más que lo intentó, fue la razón por la
cual el bandido no se desprendía de ella. ¿Pretendería llevársela con él?
La respuesta a aquella pregunta, por inesperada y oportuna, la pilló
de sorpresa.
Eran las primeras palabras que pronunciaba el enmascarado desde
que se adentraran solos en la montaña. Y fueron precisamente...
—Dispóngase a dar un buen paseo a través del desierto, jovencita.
De ahora en adelante, hasta que llegue el momento que espero, seguirá
siendo mi compañera.
La máscara que ocultaba el rostro del bandido hacía que su voz so-
nara apagada y, por lo tanto, imposible de reconocer.
De nuevo en la silla del caballo, el enmascarado procedió entonces a
hacer lo que la muchacha temía no iba a suceder nunca: a librarla de la
mordaza.
Durante unos segundos, Klondy Patterson no hizo otra cosa que as-
pirar con verdadera ansia el aire que tan racionadamente había entrado
en sus pulmones. Pero cuando ya se encontró relativamente calmada de
aquella creciente asfixia a que había estado obligada…
—Ignoro quién es usted y cuáles son sus intenciones —pronunció,
sin intentar volverse hacia el que la sujetaba por detrás—. Y me gustaría
saber qué espera conseguir manteniéndome prisionera.
—Pues lo siento, jovencita —fue la respuesta que obtuvo—. Tendrá
que mantener su curiosidad hasta que llegue el momento oportuno. En-
tretanto...
Súbitamente el enmascarado quedó rígido a su espalda.
A la derecha de donde ellos se encontraban, procedente de un gigan-
tesco cactus, un jinete acababa de surgir y galopaba rápidamente a su
encuentro.

***

100—
Jesse Lasky se convenció de que había sido engañado, cuando al cabo
de varias horas de recorrer el camino norte de la montaña no encontró el
menor rastro de Klondy Patterson.
El joven esperaba encontrar a la muchacha bastante antes del tiempo
que había transcurrido desde que, oculto tras unos robles de una cima,
vio como el bandido se la llevaba prisionera se apartaba del resto de sus
compinches.
Aquello fue, en principio, lo que le hizo suponer que el enmascarado
cumpliría la “condición” escrita que le había ofrecido. Pero ahora, al com-
probar que no habíase desprendido de la muchacha que se llevara como
rehén, Jesse Lasky llegó a la conclusión de que ya no la soltaría.
Una sorda cólera se desató en su pecho a medida que avanzaba mon-
taña arriba. Cólera que se convirtió en verdadera furia cuando descubrió,
de una forma que no admitía duda, cuáles eran los verdaderos propósi-
tos del miserable raptor y jefe de la banda que había asaltado el Banco de
Tucson.
Fue una suerte para él que el rocío de la mañana conservara fresca
las huellas que el caballo del bandido iba dejando delante de él.
Gracias a eso, Jesse Lasky no tuvo dificultad alguna en seguir el ras-
tro que dejaban a su paso. Incluso hubiera podido alcanzarles de no ha-
ber sido por el tiempo que perdió al verse obligado a esperar que el resto
de los bandidos se perdieran de vista camino de la salida que guardaba
el “sheriff”.
Calculó que entre unas cosas y otras había perdido dos horas precio-
sas que al enmascarado podían serle muy útiles.
El sol lucía ya muy alto cuando Jesse Lasky llegó al comienzo del
desierto. Allí, las señales del caballo que perseguía eran aún más claras.
Tan fácil le resultó seguirlas que empleó pocos minutos en llegar
junto al hoyo de donde el bandido sacara las provisiones que guardase
allí para un caso de necesidad.

—101
Pero lo que le infundió ánimo para reanudar la persecución con ma-
yor rapidez fue descubrir en el suelo las señales que dejaran las minús-
culas botas que calzaba Klondy Patterson.
La muchacha las había dejado cuando el bandido la bajó al suelo,
para acercarse él solo al hoyo.
—“Saltarín”, viejo amigo — habló a su caballo, como si en realidad
pudiera entenderle—. Ahora ya sabemos con seguridad que nuestro
hombre pretende atravesar el desierto llevándose a la señorita con él.
Pero de ti depende para que no lo consiga. Bastará para ello que corras
como tú sabes hacerlo. Aunque tendremos que hacerlo apartándonos del
camino que ellos han elegido. Por aquí nos descubrirían en seguida y ese
miserable utilizaría de nuevo a la señorita para escudarse en ella... ¡Va-
mos, “Saltarín”! Hacia la izquierda abundan los cactos y el terreno es más
quebrado. ¡A correr se ha dicho!
El largo monólogo fue simultaneado con una rápida inspección a la
desolada planicie que se extendía ante sus ojos. Y como si el maravilloso
animal comprendiera lo que su dueño deseaba de él...
Engallando la cabeza, “Saltarín” emprendió un acompasado galope
que Jesse conocía muy bien. Era la marcha que acostumbraba a tomar su
corcel cuando adivinaba que le pedían una carrera larga, veloz y resis-
tente a la vez.
Desde luego “Saltarín” podía desarrollar mayor velocidad que la que
llevaba ahora. Pero ningún otro caballo sería capaz de resistir el tiempo
que él, manteniendo siempre aquel mismo tren de marcha.
Las millas de terreno arenoso fueron quedando atrás, sin que ni ca-
ballo ni jinete dieran la menor señal de fatiga. “Saltarín” parecía ser una
máquina que devorase la distancia, incansable, constante en su carrera y
sin desfallecer.
En sol del mediodía había traspuesto la línea divisoria en el horizonte
y el animal continuaba corriendo, corriendo...
Así hasta que su jinete, calculando que habían conseguido su obje-
tivo, le ordenó con un leve tirón de riendas que aflojase la marcha.

102—
Habían llegado a un paraje en el que los cactos y las “choyas” ofre-
cían un seguro escondite para ocultarse entre ellos. A partir de allí, Jesse
sabía que no podría encontrar otro sitio como aquél al menos en muchas
millas de distancia.
Y decidió esperar, casi seguro de que había adelantado a los que per-
seguía.
Había tenido que apartarse bastante del camino que el enmascarado
eligiera. Pero, en compensación, sabía también que el caballo del bandido
no podía haber galopado a la misma velocidad que “Saltarín”. Y mucho
menos con doble carga, como llevaba.
De momento no podía hacer otra cosa que esperar. Vigilando la zona
pelada que se extendía al otro lado de aquella agrupación de cactos y
“choyas”, Jesse estaba casi completamente seguro de que, más pronto o
más tarde, vería aparecer al enmascarado y su prisionera.
Lo que Jesse Lasky no podía ni siquiera imaginar era que...
Cuando menos se lo esperaba, a cosa de media milla a su derecha,
destacados claramente en la plana superficie del desierto, descubrió a dos
jinetes que galopaban a toda velocidad de sus monturas.
Pero no fue aquello lo que le llamó más la atención. Sino comprobar,
como si conociera de antemano quiénes eran los dos que corrían, que los
jinetes no eran amigos.
De una forma instintiva, pero a la vez con toda seguridad, dictaminó
que el segundo de los jinetes perseguía al primero.
Poco a poco iban acercándose hacia donde él se encontraba. Saltaba
a la vista que el jinete que iba delante trataba de llegar primero a la masa
de cactos para parapetarse en ellos.
El que iba detrás llevaba cosa de un centenar de yardas de distancia
de desventaja. Y los dos caballos, sudorosos y cubiertos de espuma, pa-
recían encontrarse al final de sus fuerzas.
Así transcurrieron varios minutos. Los justos para que Jesse Lasky
pudiera reconocer en el acto quiénes eran los dos que corrían hacia
donde, sin que ellos pudieran sospecharlo, se encontraba él escondido.

—103
Y entonces...
De haber estado más cerca, el jinete que iba delante habría oído la
exclamación que brotó de pronto de los labios de Jesse Lasky.
—¡Santo Dios! —había exclamado el joven, sin poder contenerse para
decirlo casi a gritos—, ¡Pero si es Budd Holt! ¡Y el que le persigue no es
otro que Moyland!
Apenas pronunciadas aquellas palabras, se quedó tenso. En un se-
gundo, la excitación de poco antes se convirtió en pasmosa serenidad.
Tan sólo una enigmática sonrisa florecía en sus labios cuando...
Avanzando entre los cactos hasta colocarse detrás de uno de los que
formaban la primera línea frontal, esperó, sin el menor asomo de impa-
ciencia, a que el jinete que casi ya tenía encima, decidiera el punto tras el
que pensaba parapetarse.
Vio perfectamente como el enano Holt tiraba con fuerza el rifle que
colgaba de su montura, disponiéndose a saltar apenas llegara junto a la
protección de los cactos.
Adivinó en seguida cuál era su propósito y dónde pensaba contra-
atacar a su perseguidor y entonces...
Budd Holt se apeó del caballo que montaba cuando éste no se había
detenido aún.
Con sus piernas cortas y patizambas echó a correr hacia una aglome-
ración de “choyas”, pero, cuando ya iba a esconderse detrás de ellos...
—¡Suelta ese rifle, Holt! —oyó que le ordenaba una voz que, al reco-
nocerla, fue lo que le paralizó—. Tienes la muerte encima, pero pueden
retardarla si obedeces. Sorprendido, ¿eh?
Efectivamente, la sorpresa que produjo en el enano pistolero verse
de pronto frente al hombre que menos esperaba encontrar allí fue lo que
le impidió actuar como hubiera deseado.
Cuando quiso reaccionar era ya demasiado tarde.
Por si fuera poco sentir en sus riñones la presión del revólver que
empuñaba Jesse Lasky, su otro perseguidor, Moyland, frenaba en aquel
momento su montura casi encima de ellos.

104—
Y como le ocurriera a él, el vaquero recién llegado, demostró su des-
concierto con lo que él no había tenido tiempo siquiera de decir.
—¡Jesse! ¡Patrón! ¿Estoy soñando o veo visiones?
—Nada de eso, Moyland. Está bien despierto... ¡Ea! Baje del caballo
y quítele la ferretería a nuestro amigo. Antes de darle su merecido va a
prestarnos un gran favor.
—No le entiendo, patrón. ¿Qué diablos piensa hacer? Llevo desde
esta madrugada corriendo detrás de ese renacuajo. Creo que ha llegado
el momento de que él y yo ajustemos cuentas.
—Conmigo tiene una deuda de más valor, Moyland —reclamó Jesse,
con voz extraordinariamente fría, producida por el recuerdo de lo, que
representaba el enano para él—. Este renacuajo, coma le ha llamado, mo-
rirá a mis manos.
El vaquero apretó los dientes.
—No quisiera discutir con usted, patrón —dijo muy serio—. Reco-
nozco que al final ha sido usted quien le ha atrapado, y que desee casti-
garle por lo que hizo con la señorita Patterson. Sin embargo, opino que
yo tengo más derecho que usted a ser su verdugo. Estaba presente
cuando asesinó a mi amigo Harry. Y un asesinato es mayor delito que
raptar a una señorita.
—Desde luego, Moyland. Pero yo no he mencionado para nada que
deseo castigarle por eso. La deuda que tiene conmigo es otro asesinato.
Para que lo sepa de una vez: Fue él quien asesinó a mi hermano. Y un
hermano siempre tiene más valor que un amigo.
El vaquero parpadeó en el colmo del asombro.
—¿Está seguro de lo que dice, patrón? —indagó, casi con increduli-
dad.
—Segurísimo. Como que estaba oyendo su conversación, cuando
uno de sus compinches le recordó la faena.
Siguió un segundo de silencio, durante el que los dos hombres cla-
varon la vista en el descompuesto rostro del desarmado y ahora temblo-
roso pistolero. Luego…

—105
—En ese caso nada tengo que objetar, patrón. Me conformaré con ser
testigo de su muerte.
Pero a Moyland le esperaba otra desilusión.
—No pienso matarle ahora, Moyland —oyó que decía Jesse—. Re-
cuerde que hace un momento anunció que iba a hacernos un favor. Y lo
hará antes de morir. Es el precio que pongo a unas horas más de vida.
Se volvió ahora hacia el enano y prosiguió:
—Escucha, grajo. Voy a decirte lo que quiero de ti. Sé que lo harás,
confiando en una probabilidad que no tendrás. Pero vas a jugar la baza.
Se trata de que...

106—
CAPITULO XVI

Al sentir detrás de ella el encogimiento muscular del que la sujetaba,


Klondy Patterson temió por un momento otra cosa distinta de lo que era
en realidad.
Si se tranquilizó en seguida fue al notar que el abrazo del enmasca-
rado no se debía a un sucio deseo despertado en él súbitamente. La causa
de aquella inesperada y brusca presión que los brazos del bandido ejer-
cían sobre su cuerpo se debía a otra causa: a la aparición de un jinete que,
surgiendo de detrás de un enorme cacto situado a unas treinta yardas a
su derecha, avanzaba a su encuentro.
Pero la mirada de esperanza que brilló durante un segundo en los
hermosos ojos de la joven desapareció instantáneamente al reconocer
quién era el que les salía a su encuentro.
Al igual que el enmascarado, como lo atestiguaba su recobrada tran-
quilidad, acababa de reconocer al enano pistolero Budd Holt. El hombre
que, no obstante prestar sus servicios como capataz de su padre, la mu-
chacha sabía desde la noche de su proyectado rapto que pertenecía a la
cuadrilla de bandidos que mandaba el hombre que la llevaba prisionera.
—¡Jefe! ¡Jefe! —gritaba el canijo pistolero, a medida que se aproxi-
maba a ellos.
El enmascarado detuvo su montura. Tras la careta que ocultaba su
rostro, unos ojos vivos e inteligentes se clavaban en el jinete que avan-
zaba a su encuentro, con mirada en la que se reflejaba cierta sorpresa.
—¿Qué diablos haces tú por aquí, Holt? —preguntó el enmascarado,
apenas el enano llegó a su lado—. Si mal no recuerdo...

—107
De pronto se interrumpió. Sorprendido a más no poder, y tomado de
improviso a causa de estar obligado a sujetar a la muchacha, el enmasca-
rado no pudo hacer otra cosa que caracolear su montura para evitar la
acción del otro.
Budd Holt, incomprensiblemente para él, había extendido un brazo
con la clara intención de apoderarse de uno de sus revólveres.
—¡No sea imbécil, jefe! —oyó a continuación que le decía el enano,
aumentando así su desconcierto—. Deme en seguida uno de sus revólve-
res o estamos perdidos. Jesse Lasky y...
No pudo acabar la frase. A unas diez yardas de distancia a su iz-
quierda, dando exactamente la impresión de que la tierra se abría, un
hombre brotó entre la arena empuñando un revólver en cada mano.
Y unida a la inesperada y súbita aparición, la voz de Moyland con-
minó:
—¡Quietos los dos u os acribillo! ¡Es inútil que intentéis escapar!
Casi al mismo tiempo, coincidiendo con el grito de alegría que brotó
de la garganta de Klondy Patterson, del mismo cacto del que saliera Budd
Holt, surgió un nuevo jinete que, como una exhalación, se precipitaba
hacia ellos.
Todo había ocurrido con tal rapidez, que el enmascarado, a pesar de
su dominio, demostrado en otras ocasiones, se quedó completamente
desconcertado.
Tan grande había sido su sorpresa, aumentada por el extraño com-
portamiento del que fuera su hombre de confianza, que durante unos
segundos pareció quedarse como petrificado. Aunque...
Como si Klondy Patterson adivinara que aquélla era su oportunidad,
bruscamente se dejó caer hacia un lado de la silla. Y desde luego hubiera
caído al suelo si el enmascarado, recobrando en el acto su serenidad no
la sujetara a tiempo.
Pero el bandido que la sostenía no podía o no tuvo tiempo de hacer
lo que hubiera querido. Todo a la vez, simultaneándolo con verdadera

108—
perfección, intentó caracolear su montura de forma que la muchacha
quedara de frente a sus enemigos.
Esperaba que, al escudarse con el cuerpo de la joven, le darían tiempo
de utilizar sus armas. Pero...
Por una parte, la precipitación del enano Holt y por otra la rapidez
con que se presentó Jesse Lasky ante él, echaron por tierra todos sus pro-
pósitos.
Budd Holt, ansioso por poseer un arma que no fuera cualquiera de
las descargadas que llevaba en sus fundas, se apoderó precisamente de
la culata que el enmascarado pensaba utilizar también. Y aquel precioso
segundo de confusión entre ellos supuso una pérdida fatal para ambos.
Budd Holt rodó por el suelo con dos balas en el corazón. Jesse Lasky
y Moyland, los dos al mismo tiempo, habían cumplido sus respectivas
promesas. El uno vengaba a su hermano y el otro a su compañero Harry.
En cuanto al enmascarado...
Jesse Lasky no quiso exponerse a que por segunda vez pudiera utili-
zar el cuerpo de Klondy Patterson como escudo. Aprovechando el azora-
miento con que pretendía llevarse la mano, que hasta entonces sujetara a
la joven, en dirección al revólver del otro costado, Jesse no tuvo más que
apretar los gatillos de las armas que empuñaba para acabar para siempre
con aquel peligro.
Klondy Patterson percibió cómo el bandido se estremecía al recibir
cada impacto de plomo. Luego, una mano engarfiada trató de arrastrarla
del caballo en su caída.
Pero una vez más actuó Jesse Lasky para impedirlo.
Moviéndose con “Saltarín” hasta que los dos caballos casi se rozaron,
llegó a tiempo de sujetar a la muchacha cuando ya se desplomaba de la
silla.
El cuerpo del enmascarado chocó con la revuelta arena, mientras
Klondy Patterson notaba alrededor de su cuerpo un contacto más agra-
dable del que hasta entonces tuviera.

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—¡Moyland! —oyó la muchacha que decía Jesse—. Ese fantoche nos
ha tenido demasiado tiempo intrigados. Descúbrale la cara y saldremos
de dudas.
El vaquero, lleno todo él de polvo que dejara la arena en su cuerpo,
cuando se cubrió con ella para disimular su presencia en la despejada
llanura por donde Jesse calculó que pasaría el enmascarado, se acercó al
cadáver del bandido y le arrancó la careta.
—¡Dios mío! —exclamó Klondy Patterson al posar la vista en el su-
doroso rostro del muerto—. ¡Pero si es Telford Reitty, el abogado de mi
padre!

110—
EPILOGO

A la mañana siguiente Jesse Lasky se apeó de “Saltarín” junto al por-


che del rancho Patterson.
—Entre, señor Lasky —le dijo un vaquero que salió a recibirle—. El
patrón le está esperando.
Harper Patterson se levantó de su asiento y avanzó al encuentro de
su visitante, con la mano extendida.
—Siéntese, Jesse —invitó el ganadero, con desacostumbrada cordia-
lidad.
Acomodóse el ganadero en su sillón, detrás de la mesa del despacho,
y prosiguió:
—En primer lugar, quiero darle las gracias por cuanto hizo por mí.
Reconozco que no merecía sus esfuerzos, pero usted no lo tuvo en cuenta
y se portó como un verdadero hombre. ¿Me perdona por mi comporta-
miento anterior, Jesse?
—No tengo que perdonarle nada. Usted obraba creyendo hacerlo
bien.
—Gracias. Es usted muy amable, pero yo no olvido fácilmente. En su
lugar es muy posible que estuviera todavía furioso.
—¿Furioso? ¿Por qué?
—Muy sencillo. Furioso contra mí. Por haber sido tan estúpido en no
saber conocer cuando un hombre no merece ser agraviado.
—Olvídelo, señor Patterson. Yo ya lo he hecho.
—Está bien. Puesto que se empeña, dejaremos esto para otra ocasión.
Hablemos ahora de mi maldito abogado. ¿Sabe por qué quiso apoderarse
de mi caja fuerte?

—111
—Lo ignoro en absoluto. Lo que sí se que fue el quien organizó todo
para engrescar a su familia con la mía.
—¡Claro! Como que tenía sus motivos. Imagínese que pensaba obli-
garnos a que nos liquidásemos entre nosotros para quedarse luego él
como dueño absoluto de todas nuestras propiedades. ¿Sabe cómo? Pues
se lo diré.
Hizo el ganadero una pausa para encender su pipa y continuó.
—Como abogado mío, Reitty estaba enterado de mi forma de traba-
jar. Desde hace tiempo vengo proyectando una Agrupación de Ganade-
ros. Para ello he estado reuniendo títulos de propiedad de cuantas tierras
hábiles para el pastoreo se podían adquirir a buen precio en el Estado.
Ahora bien, estos títulos de propiedad eran extendidos a nombre de la
“Agrupación de Ganaderos de Arizona”. Mi proyecto consistía en que
los accionistas fueran liberando estos títulos de una forma conjunta, pa-
sando así a formar un capital común para los asociados. Era la mejor ma-
nera de reunir muchas propiedades sin exponernos a que, si los peque-
ños ganaderos se enteraban de que existía ya una Sociedad instituida
legalmente y en acción, se opusieran a la venta de otros propietarios,
asustados por ese fantasma de la competencia.
Hizo Harper Patterson otra pausa y siguió diciendo:
—Y en esto fue en lo que basó su plan Telford Reitty. Organizó una
banda de pistoleros y con Holt de enlace en mi propia casa, proyectó apo-
derarse de los títulos, no sin antes dar la impresión al público de que los
dos ganaderos más fuertes de la comarca se aniquilaban entre ellos por
rencillas entre sus familias. Afortunadamente para nosotros se precipitó
en sus cálculos. Considerando que el rapto de mi hija era la chispa que
ocasionaría nuestro choque definitivo, decidió no perder más tiempo
para apoderarse de los títulos. Enzarzados en una lucha directa, por una
parte, y en otra de aspecto jurídico valiéndose del recurso contra su de-
nuncia sobre los derechos del camino de que todos encontrarían natural
que nos despedazáramos.

112—
Además, suponía, no sin razón, que el robo de mi caja fuerte, aunque
luego tuvieron que efectuarlo asaltando el Banco, gracias a la confidencia
del traidor Holt, que debió avisarle del traslado que había hecho el día
antes, había sido hecho por una banda de salteadores en busca de dinero.
Nadie conocía la existencia de los títulos más que él, y nadie podía sos-
pechar nunca que los había robado. Libres de nosotros, pues si alguno
quedaba vivo ya se encargaría él de eliminarlo, sería él quien llevaría a la
práctica mi proyecto sobre la agrupación Ganadera, aunque con fines
distintos a los que yo llevo. Es decir, que él utilizaría los títulos para con-
vertirse en el rey del ganado. Y como la idea era, y mejor dicho lo es,
magnífica, además de llenarle los bolsillos, todo el mundo le consideraría
un bienhechor de los ganaderos. Y ahora ya lo sabe usted todo. Aunque
lo hubiera sabido antes que yo, de haber tenido curiosidad por mirar la
cartera que le encontraron encima cuando le atraparon en el desierto. Lo
que no sabremos nunca es por qué no soltó a mi hija, como usted le pro-
puso. Aunque sospecho que debía pensar utilizarla para obligarme a
aceptar cualquier proposición que me hiciera.
Jesse Lasky había escuchado con atención. Recordaba la invitación
del ganadero cuando lo encontraron en el desierto durante su camino de
regreso, pero él había esperado otra cosa distinta a la de ponerle en ante-
cedentes de las intrigas del abogado Reitty.
El joven había ido al rancho de los Patterson para hablar con Klondy
de algo que no pudieron hacer durante el camino. De ahí su extrañeza al
comprobar que iba pasando el tiempo y la muchacha no salía a relucir en
la conversación ni hacía acto de presencia.
Impaciente, iba a dar una excusa para abandonar el despacho del ga-
nadero cuando...
—Aclarado ya todo —le oyó decir—, pasamos a otra cosa. Se trata de
un negocio que quiero proponerle.
—¿Un negocio? —y en la voz de Jesse había verdadera sorpresa—.
¿De qué clase, señor Patterson?

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—¿De qué va a ser? Pues de asuntos ganaderos. Escuche... Ha llegado
el momento en que empiece a poner en práctica mi idea sobre la Agru-
pación de que le he hablado. Para ello es preciso que me ausente de aquí
y recorra el Estado de un lado para otro, ya que, según los títulos de pro-
piedad recobrados por usted, la futura sociedad poseerá pastos en todos
los rincones mejor surtidos de Arizona. Bien. Pues como comprenderá,
amigo Jesse, el primer problema que se me plantea es buscar a la persona
capaz y eficiente que administre mis posesiones de esta comarca. He pen-
sado en usted. ¿Acepta ser mi administrador? Sólo pienso exigirle una
pequeña condición.
Confuso por aquellas palabras que no esperaba, Jesse Lasky perma-
neció unos segundos pensativo. Pero en seguida...
—Ha conseguido usted intrigarme, señor Patterson —respondió—.
¿Qué condición es esa? Comprenda que no puedo responder a su oferta
sin saber antes que piensa pedirme a cambio.
Por segunda vez desde que le conocía, Jesse vio sonreír al ganadero.
—Verá, Jesse —empezó a decir Harper Patterson—. A lo mejor me
creo que voy a sorprenderle y luego resulta que la sorpresa me la llevo
yo. La verdad es que jamás me hubiera imaginado que iba a llegar a este
extremo. Y para decirlo de una vez: ¿Quiere usted ser mi yerno? Esa es
la condición que le pido.
El ganadero no se había equivocado. Jesse Lasky resultaba ser el que
recibía la sorpresa que estaba en el aire.
—¿Habla usted en serio, señor Patterson? —preguntó el joven, con
incredulidad.
—Tan en serio como puede hablar un padre que desea la felicidad de
su hija... ¿Qué responde?
—Que ya tiene usted administrador. Y un administrador que no gra-
vará su nómina de sueldos.
—No le entiendo, Jesse. ¿Qué quiere decir?
—Está muy claro. Que la moneda en que pienso cobrar no será pre-
cisamente dólares, sino en algo impalpable, pero de mucho más valor: en

114—
felicidad... Y ahora, le ruego que me dispense. Seguiremos hablando de
esto un poco más tarde.
Jesse Lasky abandonó el despacho del ganadero con el rostro ra-
diante y la impaciencia en el corazón. Cuanto antes quería ver a la per-
sona que más ardientemente echaba de menos en aquel momento.
—¿Me busca usted a mí, señor administrador de la Agrupación de
Ganaderos?
Jesse se volvió como si le hubieran pinchado. A su espalda, enmar-
cada en la puerta del porche que acababa de atravesar, Klondy Patterson
le sonreía con picaresca mirada y un gracioso mohín en sus tentadores
labios.
—¡Vamos! —exclamó él, mientras retrocedía hacia ella—. ¿Conque
estaban los dos de acuerdo, eh?
—¿Acaso le molesta haber sido atrapado? Reconozca que ha hecho
falta para ello una buena oferta. ¡No es nada fácil sujetar a Jesse Lasky!
Él se había aproximado a ella y, en silencio, la rodeó el talle con un
brazo.
—Te equivocas, muñeca —murmuró a su oído—. Para atrapar a Jesse
Lasky era necesario tan sólo la prenda adecuada de cierta personilla. A
esa prenda estaré atado toda mi vida.
—¿Qué prenda es esa, Jesse? —preguntó la joven, sin hacer nada por
retroceder a medida que él acercaba su rostro al de ella.
—El delantal de Klondy Patterson. La muchacha más linda y valiente
de todo Arizona. La única que se atrevió a robarme mi caballo para cru-
zar el desierto de Gila.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que en el marco de la puerta
aparecía la robusta figura del dueño del rancho.
Para ellos no existía en aquel momento otra cosa que no fuera la fu-
sión de sus almas en un cálido beso lleno de ternura y esperanzas.

FIN

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