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Corpobiografía

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LA MEMORIA DEL SOMA, ¿ES EL SUEÑO DE LA PSIQUÉ?

Carlos Fernando Sossa

Pensar en el Cuerpo es pensar en los sentidos, en sus partes, en sus sistemas, en


las relaciones que establece, en los aciertos que logra, en los desaciertos que
padece, en la disciplina a la que es sometido, el ocio y el arte que lo libera, en las
decisiones que tomamos a favor o en detrimento suyo… pensar en el Cuerpo es
pensar el ser en concreto.

El anterior inventario tiene por objeto arriesgar una estructura para el escrito. Y la
estructura que me propongo es la de los ires y venires que se han dado en cada
uno de los aspectos mencionados a lo largo del devenir histórico de mi corporeidad.
He leído que en las primeras etapas del desarrollo el bebé se identifica con su
entorno hasta el punto que no se diferencia de él. Y tal vez es esa la memoria más
lejana que tengo de mi cuerpo: A veces obstáculo y a veces capacidad de facilitar
la adaptación a un entorno exigente. Tal vez la disciplina heredada por parte de mis
hermanos estableció un riguroso calendario de actividades comunales, donde
imperaban los oficios repartidos, la música motivadora, el esfuerzo porque quedara
lo mejor posible y la ausencia de un límite para el final de la jornada.

Ningún cuerpo podía sustraerse a las exigencias de un modelo aséptico de hogar.


El mío aprendió con facilidad a disfrutar la barrida de las dos plantas de la casa,
imbuido en la música de moda y en la alta exigencia con que nos controlábamos los
unos a los otros. Y al final, la satisfacción de que entre todos habíamos dejado una
casa reluciente y un rostro agradecido de mamá. Y los cuerpos, cansados,
sudorosos y hambrientos. Así, no fue tan difícil que este mismo cuerpo aprendiera
a disfrutar de largas jornadas de ejercicio, usualmente con varios partidos de
baloncesto o con largas caminatas o trotes. Con los mismos resultados y las mismas
satisfacciones, porque las exigencias esta vez venían de la competencia entre
primos o entre amigos, pero impulsadas por el fuerte liderazgo de mi hermano
mayor.
Ese régimen doméstico no me había permitido delinear mis propios gustos, pero sí
le dio mucha plasticidad a mi cuerpo para realizar el aseo, para el baloncesto, para
el aguante, para el baile y para montar bici, además del aprendizaje de los juegos
clásicos callejeros: ponchados, la lleva, las escondidas y batallas de bodoques.
Disciplina que más tarde incluyó el aguante para permanecer largas jornadas de
estudio ininterrumpidas y esporádicas jornadas de ocio dedicadas a la amistad, al
juego y al baile.

Mirado retrospectivamente, agradezco a mi cuerpo y a mi entorno el logro de


aprendizajes tan polifacéticos, puesto que al ver a mi hijastro en el tradicional paseo
a San Andrés, lo veía muy aventajado en lanzarse a lo hondo a disfrutar las olas,
pero tan cobarde a la hora de lazarse al baile en el yate rumba. Hasta el punto que
tuve que ser yo el de la iniciativa para traerle una pareja quinceañera.

Sin embargo, también me doy cuenta de que mi cuerpo joven permaneció más dócil
a las actividades que tuvieran referencias grupales: la fiesta, el juego en equipo, las
empresas comunitarias o familiares, los paseos; pero en términos de competencia
individual, no he sido el robusto oponente. Mi menuda constitución, heredada de mi
papá, me dejó en la banca del partido muchas veces, me evitó la exploración
individual de las riñas callejeras, me hizo, en parte, pasivo a la hora de emprender
alguna conquista. Y me impulsó más a logros académicos y sociales que al
gimnasio, a la final del campeonato o a la competencia por el podio del chico
popular.

Es a este cuerpo, con su constitución ligera, pero no por ello débil ni lánguida, al
que le debo esas decisiones implícitas. Le agradezco también la oportunidad de
haber competido dentro de los equipos mencionados y con buenos logros
deportivos más para la satisfacción personal que para la plausibilidad ajena. cuerpo
que me ha permitido interactuar con relativa facilidad con personas del sexo
opuesto, a pesar de mi natural timidez (mi rostro suele sonrojarse de manera
evidente), gracias al baile, al humor y a cierta capacidad histriónica. Y hasta aquí mi
juventud.
La actualidad de mi cuerpo es la de un hombre maduro, que frecuentemente puede
disimular su edad gracias a su baja estatura y a sus gestos joviales. Cuerpo que
trato de mantener en relativa forma transportándome actualmente en bici del trabajo
para la casa y de la casa para el trabajo y que me ofrece su mejor rendimiento
cuando preciso de él para una jornada de baile o para una vuelta más prolongada
en bici. Pero cuerpo con el que evito encontrarme no haciéndome los exámenes
que me pide el médico o tratando de disimular que ahora le es más difícil
recuperarse de un partido de baloncesto de choque o de una cicatriz de alguna
caída. Estoy aprendiendo a envejecer.

Y una vez más, la construcción académica que se apoyó muchas veces sobre esa
misma corporeidad pareciera salir al rescate: ahora que me es más difícil
ejercitarme la vida me va exigiendo mayores compromisos laborales y académicos.
Pareciera una convergencia de momentos que me ofrecieran una antesala a la
senectud y por ello me interroga permanentemente sobre las cosas que
permanecen como tareas vigentes. Las académicas y laborales las tengo claras,
pero las que tienen que atravesar por el encuentro conmigo mismo en mi
corporeidad parecieran más difíciles de percibir: Sueño participar de reñidos
partidos de baloncesto, han quedado lejos las largas y extenuantes jornadas
deportivas, los encuentros para disfrutar de paseos, excursiones, caminatas, fiestas
y bailes se hacen ahora más esquivos. Y tras mí, mi hija surge con una vitalidad sin
precedentes. Ella, a quien motivé y enseñé a montar bici hace unos años, a quien
acompaño ahora muy poco a la natación o al patinaje, a quien presioné para largas
rutas… pareciera preparar su desquite mientras mis fuerzas parecieran tender a
debilitarse. Tengo la certeza de que mi tarea física tiene un nombre propio: Laura
Mariana. Creo que Foucault tiene razón cuando afirma que el poder es ejercido
sobre nuestros cuerpos y los disciplinan hasta el extremo, puesto que mi
cotidianidad trascurre como un reloj, sin tregua, sin encuentro conmigo mismo o
mejor sin encuentro a solas con mi corporeidad. Necesito liberar mi cuerpo: él ya no
es la cárcel platónica del alma, sino que ahora es el cautivo de unas
superestructuras productivas y académicas de las cuales soy altamente
responsable.

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