Biografía Luis Comollo
Biografía Luis Comollo
Biografía Luis Comollo
Luis Comollo (1 8 1 7 -1 8 3 9 )
Era dos años más joven que don Bosco. Fueron compañe
ros en Chieri desde noviembre de 1833 hasta la muerte de
Comollo, ocurrida en abril de 1839. Estudiaron, con un curso
de diferencia, primero en la escuela pública y, desde noviembre
de 1836, en el seminario, donde Bosco llevaba ya un año.
El libro sobre Comollo- salió anónimo en 1844, a los cinco
años de la muerte del ejemplar seminarista y a los tres años
de la ordenación sacerdotal de Juan Bosco, el cual estaba a
punto de concluir su estancia en el Colegio Eclesiástico de Tu-
rín, a sus veintinueve años.
La obra tiene, por lo tanto, cierto sabor autobiográfico de
juventud. Podemos decir que es inmediata a la muerte del ami
go íntimo. Al describir las diversas etapas de la vida del santo
joven, el novel autor nos va comunicando sus esquemas men
tales, su ideología, sus valores, sus devociones y sus opciones
pastorales, precisamente cuando está dando cima a su forma
ción apostólica.
Esta obra tiene cierta afinidad con el informe que el mismo
don Bosco hizo sobre otro compañero ejemplar, del mismo se
minario, también fallecido, de nombre José Burzio, informe
fechado el 16 de abril de 1843, que puede verse en el Epistola
rio (I 5-10).
Santa amistad
Nuestra edición
Bibliografía
CAPITULO I
Niñez de Comollo
CAPITULO II
Va a Chieri a estudiar
CAPITULO III
CAPITULO IV
ción, sutge allá adentro una imagen material que te hará reír.
Cierro los ojos y, con el pensamiento, me siento transportado
a una gran sala adornada con arte extraordinario; al fondo de
la misma destaca un trono majestuoso en que se sienta el Om
nipotente, y tras él se sitúan todos los infinitos coros de los
bienaventurados; pues allí me prosterno yo y, con todo el res
peto de que soy capaz, hago mi oración.
Todo esto demuestra, según las reglas de los maestros de
espíritu, hasta qué punto la mente de Comollo estaba despe
gada de las cosas sensibles y en qué medida era capaz de domi
nar a voluntad sus facultades intelectuales.
Tenía por costumbre leer, durante la misa, en los días la
borables, las meditaciones sobre el infierno del padre Pina
monti.
— A lo largo de este año— me dijo en más de una oca
sión— , he ido leyendo en la iglesia meditaciones sobre el in
fierno. Las acabé de leer, pero las vuelvo a empezar de nuevo.
Aunque el tema sea triste y cause temor, insisto en su lectura;
así, considerando mientras vivo la intensidad de aquellas penas,
no las tendré que experimentar después de muerto.
Vivamente penetrado de estos sentimientos, practicó tam
bién, durante la cuaresma de este año, los ejercicios espiritua
les. Al terminarlos, como si ya nada hubiese de esperar de
este mundo, daba a entender que los ejercicios espirituales
constituían el mayor de los favores que el Señor le habría po
dido hacer.
— Es ésta la gracia más grande— decía a sus compañeros
efusivamente— que Dios puede conceder a un cristiano; pues
le suministra un medio extraordinario de ocuparse a conciencia
y con toda comodidad de los asuntos de su alma; con el con
curso, además, de mil circunstancias favorables, com o son: las
meditaciones, las instrucciones, las lecturas, los buenos ejem
plos... ¡Qué bien te portas, Señor, con nosotros! ¡Qué enor
me ingratitud la de quienes no corresponden a tamañas bon
dades de Dios!
De esta suerte, mientras se iba él perfeccionando en virtu
des y se enriquecía su alma de méritos, se aproximaba el tiem
po— que él vio con anticipación, según parece, en varias oca
siones— en que debía recibir la recompensa.
Biografías
CAPITULO V
so, deduje que era llegado el último momento en que tenía que
dar el último adiós al mundo y a sus compañeros. En conse
cuencia, comencé a sugerirle cuanto se me ocurría en circuns
tancias de tanta trascendencia. El, muy atento a cuanto se le
decía, con la sonrisa en los labios y con los ojos fijos en un cru
cifijo que sostenía entre sus manos, juntas sobre el pecho, se
esforzaba en repetir las palabras que le sugería.
Unos minutos antes de expirar llamó a uno de los presentes
y le dijo:
— Si quieres algo para la eternidad, ¡adiós! ..., yo me voy.
Estas fueron sus últimas palabras. Por habérsele tornado los
labios gruesos y áspera la lengua, ya no podía repetir las jacula
torias que le sugeríamos; aun así, las recomponía y articulaba
con los movimientos de los labios.
Dos diáconos que se encontraban presentes le leyeron el
«Sal, alma cristiana...» Cuando terminaron, mientras lo enco
mendábamos a María Santísima y a los ángeles para que le
valiesen ante la presencia de Dios, en el momento preciso en que
pronunciábamos los nombrés dé Jesús y de María, sin el más
leve movimiento, su hermosa alma se separó del cuerpo y mar
chó volando a reposar, como esperamos, en la paz del Señor.
En los últimos instantes se mantuvo continuamente sereno,
con el rostro alegre y esbozando una dulce sonrisa, como de
quien resulta repentinamente sorprendido ante un espectáculo
maravilloso y grato.
Tenía veintidós años menos cinco días. Eran las dos de la
noche del 2 de abril de 1839; aún no había amanecido.
Así fue la muerte del joven seminarista Luis Comollo. Ha
bía sabido arrojar las semillas de la virtud en el terreno de su
corazón en medio de las ocupaciones más vulgares, las había
cultivado entre las lisonjas del mundo y, tras perfeccionarlas
a lo largo de casi dos años y medio de formación sacerdotal,
con una penosa enfermedad las había llevado a su madurez
plena. Y cuando unos se gloriaban de haberle tenido por mo
delo, otros por guía y consejero y no pocos por amigo leal,
él los dejó a todos en el mundo y se fue, como esperamos, a pro
tegerlos desde el cielo.
A primera vista no se ve cómo un alma como la de Co
mollo, de vida tan ejemplar, pudiera sentirse acobardada ante
los juicios de Dios. Pero, si bien se mira, ésta -suele ser la con
ducta que observa Dios con sus elegidos. Ellos, al pensamien
to de que han de comparecer delante de aquel riguroso tri
bunal, se llenan de temor y espanto. Mas el mismo Dios corre
?n su ayuda y, en vez de convertirse ese espanto, com o ocurre
Biografías
CAPITULO VI
Los funerales
CAPITULO VII
Consecuencias de su muerte