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Biografía Luis Comollo

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BIOGRAFIA DE LUIS COMOLLO

Don Bosco y el género biográfico

El librito sobre Comollo constituye la primera obra publi­


cada por don Bosco. Pertenece al género biográfico, género en
que el santo explaya mejor su personalidad de escritor: en
cada biografiado nos da su propia visión de la vida cristiana
desde una nueva perspectiva.
Es interesante el 'conjunto de biografías, breves y sencillas,
pero profundas, que compuso el santo. Son las siguientes:
Sobre un compañero ejemplar: Luis Comollo (1844).
Sobre su santo maestro' y confesor, San José Cafasso, al
recoger en unas Lecturas Católicas, de noviembre de 1860, dos
elogios fúnebres tenidos por el mismo don Bosco, uno en el
Oratorio, otro en el Colegio Eclesiástico.
Sobre varios alumnos, especialmente (1859) sobre Santo
Domingo Savio.
Finalmente, en cierto modo, su propia autobiografía, has­
ta 1855: las Memorias del Oratorio, redactadas entre 1873
y 1878.
Los límites de este volumen no nos han permitido incluir
ninguno de los dos largos elogios fúnebres sobre su santo con­
fesor, de gran interés para conocer a este santo varón y ha­
berse cargo de cómo don Bosco lo «canonizó» ya entonces, en
cuanto pudo. Pero el librito que los contiene no trata, como
ocurre en las biografías de los tres jóvenes, de la acción per­
sonal del mismo don Bosco.
Hacia el fin de su vida (1882), preparó la biografía de Luis
Antonio Fleury Colle, hijo de un gran bienhechor francés de
Tolón. A este muchacho de dieciséis años y medio lo trató sólo
un día en vísperas de su prematura muerte. El libro, cuya pri­
mera edición se hizo en francés, fue redactado por don De
Barruel. El tono y estilo no es de don Bosco, aunque en algún
momento nos dé la impresión de escuchar sus advertencias.
Un buen contraste con las biografías que acabamos de enu­
merar lo forman dos novelas biográficas con algún elemento
real, que llevan por título Pedro (1855) y Valentín (1866). La
personalidad de estos dos protagonistas apenas se dibuja, ante
el relieve de las tesis expresadas por el subtítulo de cada obra:
La fuerza de la buena educación y los desastres de la vocación
contrariada, respectivamente. Un drama y una tragedia que lie-
van la intención de dos sermones directos, servidos en forma
de novela, y en donde el género narrativo es lo de menos, tan­
to en el aspecto literario com o en el psicológico.
Pero volvamos a la biografía objeto de esta introducción.

Luis Comollo (1 8 1 7 -1 8 3 9 )

Era dos años más joven que don Bosco. Fueron compañe­
ros en Chieri desde noviembre de 1833 hasta la muerte de
Comollo, ocurrida en abril de 1839. Estudiaron, con un curso
de diferencia, primero en la escuela pública y, desde noviembre
de 1836, en el seminario, donde Bosco llevaba ya un año.
El libro sobre Comollo- salió anónimo en 1844, a los cinco
años de la muerte del ejemplar seminarista y a los tres años
de la ordenación sacerdotal de Juan Bosco, el cual estaba a
punto de concluir su estancia en el Colegio Eclesiástico de Tu-
rín, a sus veintinueve años.
La obra tiene, por lo tanto, cierto sabor autobiográfico de
juventud. Podemos decir que es inmediata a la muerte del ami­
go íntimo. Al describir las diversas etapas de la vida del santo
joven, el novel autor nos va comunicando sus esquemas men­
tales, su ideología, sus valores, sus devociones y sus opciones
pastorales, precisamente cuando está dando cima a su forma­
ción apostólica.
Esta obra tiene cierta afinidad con el informe que el mismo
don Bosco hizo sobre otro compañero ejemplar, del mismo se­
minario, también fallecido, de nombre José Burzio, informe
fechado el 16 de abril de 1843, que puede verse en el Epistola­
rio (I 5-10).

Elaboración del libro

En el Archivo Salesiano se encuentran los apuntes que el


seminarista Bosco tomó el mismo año de la muerte del compa­
ñero Comollo y un borrador de su biografía, que sufriría cam­
bios antes de pasar a la prensa. Bosco deseaba que la escribiera
alguien con más autoridad y preparación literaria que él. Pero
sus compañeros acabaron por vencer su indecisión, y en el pró­
logo no deja de expresar y lucir sus preocupaciones literarias.
Quiso, al menos, que los superiores del seminario revisaran
v limaran la obra, como en efecto lo hicieron respecto a nom­
bres concretos de personas que Comollo había declarado en
peligro de condenación (MB 2,194-198).
Biografía de Luis Comollo

Don Bosco quiere hacer historia y sacar de ella lección. Re­


coge testimonios y los ordena, haciendo que aparezcan con la
máxima claridad los ejemplos que se deducen de los hechos.
Prescinde casi por completo de toda preocupación literaria y
descriptiva, absorbido como está por el deseo de mostrar las
virtudes de su ejemplar amigo.
En la forma de presentar el cuadro de las virtudes de Co­
mollo, en las insistencias y comentarios, y, en fin, en todo el
ritmo que da a la obra, se descubre este mensaje del autor:
presentar un modelo de ascética realista y recia, de una piedad
intensamente sacramental y mariana, en el que el pensamiento
del juicio de Dios y la alegría no han encontrado todavía el
maravilloso equilibrio que aparecerá, después, en las vidas de
Savio, Magone y Besucco.

Santa amistad

En la narración de los años de Chieri, la conducta de Co­


mollo es una constante invitación a la mansedumbre y a la ora­
ción intensa, especialmente para el innominado amigo, que es
el autor, fuerte y extravertido por temperamento. El aprecio
de muchos rasgos de Comollo no le quita a Bosco su distinto
modo de ver ciertas efusiones de fervor del biografiado o los
excesivos temores del mismo a los juicios de Dios.
Transcribimos la valoración de Stella ( Don Bosco I 82):
«Las virtudes ‘no realmente extraordinarias, pero sí cumplida­
mente maduras’ (c.3), que don Bosco admiró en el amigo, con-
lienen ya en germen la afirmación de que precisamente en ellas
consiste la santidad de los jóvenes. Luis Comollo fue uno de
los ejemplares que don Bosco se complacía en presentar, y su
biografía fue uno de los textos de lectura espiritual del Ora-
lorio (Savio c.17). Pero quizás también deba don Bosco al in-
11lijo de Comollo su afán algo excesivo hacia el ascetismo en
el seminario y la tendencia a ciertas rigideces ascéticas y a cier­
tas desconfianzas que sugerían los libros de entonces, y que él
veía practicadas por quien, para él, era un Luis Gonzaga redi­
vivo, admirado e imitado con verdadera emulación».

Nuestra edición

En vida del santo, este libro tuvo cuatro ediciones, en los


años 1844, 1854, 1867 y 1884. Esta última se amplió nota­
Biografías

blemente, dobló el número de capítulos y cambió sensiblemen­


te el estilo por haber intervenido otra mano. Además, esta úl­
tima edición presenta una singular novedad: trae, minuciosa­
mente, el relato de la temerosa aparición del difunto Comollo
a los seminaristas de Chieri, que sólo había mencionado en las
anteriores. Don Bosco la había redactado ya algunos años antes
al escribir las Memorias del Oratorio.
La otra aparición aludida en el capítulo 7 (conocimiento
inmediato de su muerte en el mismo momento de producirse)
puede leerse en las Memorias Biográficas (I 469).
Tratándose del primer libro de don Bosco, hemos preferido
limitarnos a traducir la primera edición. N o nos consta que
exista otra traducción en castellano. Hemos añadido, en nota,
tomados de la cuarta, el prólogo y el relato de la famosa apa­
rición.

Bibliografía

C a v ig l ia , A.: II primo libro di don Bosco: Opere e scriti editi e inediti


di doti Bosco V (Turín 1965)■
S t e l l a , P., Don Bosco nella storia della religiosità cattolica I (Ziirich
1968) p.49.78-82.
D e s r a m a u t , F., Les Memorie I di GB. Lemoyne. Étude d’un ouvrage
fondamental sur la jeunesse de Saint Jean Bosco (Lyon 1962)
p.100-113.
Bosco, J., Biografía del joven Luis Antonio Fleury Colle (Montevi­
deo 21954). Trad. de J. Chiacchio Bruno.
Bosco, J., Pedro, o la fuerza de la buena educación: Biblioteca Horas
Serenas 16 (Barcelona 51951).
Bosco, j., Valentín, o la vocación contrariada- Tres lirios del Oratorio
Salesiano (Barcelona 31912).
RASGOS B IO G RAFICO S DEL CLERIG O LUIS C O M O LLO ,
MUERTO EN E L SEM IN ARIO DE C H IE R I, ADMIRADO POR TODOS
A CAUSA DE SUS SINGULARES V IR TU D E S, E SC R IT O S POR UN COM­
PAÑ ERO suyo (Turín, Tip. Speirani e Ferrero, 1844)

A LOS SEMINARISTAS DE C H IER I *

Puesto que la ejemplaridad que encierran las buenas accio­


nes tiene mucha mayor fuerza que cualquier discurso por ele­
gante que sea, creo hará al caso el bosquejo de la vida de aquel
que, habiendo vivido precisamente en el mismo lugar y bajo
la misma disciplina que vosotros, os podrá servir dé auténtico
modelo en el empeño de haceros dignos del fin sublime a que
aspiráis y de llegar a ser ejemplares ministros en la viña del
Señor.
Confieso que, a la obra que os presento, van a faltarle dos
cosas importantes: el estilo depurado y la elegancia del len­
guaje; y ésta es precisamente la razón por la que la retrasé
hasta este momento, ya que confiaba en que una pluma mejor
cortada que la mía se hiciese cargo de la empresa. Pero como

* E d ición de 1884: A l lector.


Puesto que la ejem plaridad q ue encierran las buenas acciones tien e mucha
más fuerza que cualquier discurso, p or elegante que sea, creo hará al caso el
bosquejo de la vida de un joven que, en breve tiem po, practicó tales virtudes,
que puede ser propuesto com o m od elo a cuantos cristianos se preocupan
de su propia salvación. N o van a encontrarse aquí cosas extraordinarias;
pero to d o lo hizo con p erfección , de m od o que al joven C om ollo se le pue­
den aplicar aquellas palabras del Espíritu Santo: Q u ien tem e a D io s no
descuida ningún m edio de cuantos puedan con trib u ir a avanzar por el cam ino
de la virtud.
Vanse a exponer en estas páginas m uchos hechos y pocas reflexiones,
dejando que cada cual extraiga p or su cuenta las aplicaciones que crea o p o r­
tunas para su p rop io estado.
Casi tod o cuanto va a leerse fue puesto p or escrito al tiem po de la
muerte del b iografiado, y ya p u b lica do en el año 1844; y me es muy grato
podei asegurar co n toda certeza que cuanto he escrito es verdad. Se trata de
hechoí y dichos vistos u o íd os p o r m í m ism o o recogidos de personas de’
cuya fe no tengo m otiv o alguno de duda.
Más aún; los superiores que p or aquel entonces regían el seminario de
Chieri quisieron repasar personalmente el original y corregir cualquier detalle,
por p equeño que fuese, que n o estuviese de acuerdo con la realidad.
Se advierte que esta edición n o es sim plemente una reproducción de las
precedentes; en efecto, contiene no pocas noticias que entonces no se co n ­
sideró oportuno publicar, amén de otras más que no con ocim os sino después.
Q u e Ieas .d e buena gana estas páginas, cristiano lector; y si encim a las
meditas un tanto, encontrarás m odo no sólo d e en treten erte agradablemente,
•sino' tam bién de ayudarte a forjar un plan de vida verdaderam ente ejem plar.
Y si, al recorrer este escrito, te decides a imitar alguna de las virtudes
que se van a considerar, que des gloria a D ios. A El solo, mientras le ruego
por ti, ofren do estas pocas páginas.
Biografías

mi espera no dio fruto, me determiné yo mismo al fin a reali­


zarla lo mejor posible. Lo hice, de una parte, vencido por los
frecuentes ruegos de muchos de mis colegas y, por otra, per­
suadido de que el cariño que siempre mostrasteis a este excep­
cional compañero y vuestra común indulgencia os inducirían
a perdonar, y hasta a suplir, las mezquindades de mi ingenio.
Mas, si no me es dado deleitaros con filigranas literarias,
me consuela, empero, y mucho, estar en condiciones de asegu­
raros con toda sinceridad que lo que consigno por escrito son
hechos verdaderamente ocurridos; cosas a cuyo conocimiento
llegué a través de personas dignas de todo crédito, o que yo
mismo vi u oí, y de las que vosotros personalmente podréis
juzgar, ya que en no pocos casos fuisteis testigos oculares.
Y si, al recorrer este escrito, os decidís a imitar algunas
de las virtudes que se van a considerar, que deis gloria a Dios.
A El solo, mientras ruego por vosotros, ofrendo el esfuerzo
que me he tenido que imponer.

CAPITULO I

Niñez de Comollo

Nació Luis Comollo el 7 de abril de 1817, en el término


de Cinzano, en la aldehuela llamada Pra, del matrimonio Car­
los y Juana; éstos, si bien no son de condición muy distin­
guida, poseen, en cambio, bienes de mayor aprecio que las
riquezas, como son el temor de Dios y el sello de una autén­
tica religiosidad.
La naturaleza dotó a nuestro Luis de un alma buena, de un
corazón sumiso y de una índole dócil y llena de mansedumbre.
No había llegado apenas al uso de razón y ya se veían germi­
nar pujantes en él aquellas primeras semillas de piedad y de­
voción que después tan admirablemente desarrollaría a lo lar­
go de su vida. En cuanto logró aprender los nombres de Je­
sús y María, los hizo objeto de su ternura y reverencia; en
él no asomó aquel disgusto o desgana por la oración tan pro­
pio de los chicos, sino que, cuanto más se alargaban Jos re­
zos, tanto más contento y feliz se consideraba.
Aprendió con facilidad a leer y escribir, y se sirvió de
ello en beneficio espiritual propio y ajeno. En efecto, prin­
cipalmente en ios días festivos, cuando los niños de su edad
iban de un lado para otro buscando entretenimientos, él, re­
Biografía de Luis Comollo

uniendo a algunos a su alrededor, se entretenía con ellos le­


yendo o explicándoles lo poco que sabía, o narrándoles algún
ejemplo edificante.
Esto le atrajo el aprecio y la veneración de cuantos le
conocían, de suerte que, cuando estaba él presente, ninguno
osaba prorrumpir en expresiones ligeras o menos honestas, y,
si inadvertidamente alguno se descuidaba, en seguida otro le
llamaba la atención: Cuidado, que te puede oír Luis; y, si él
se presentaba de improviso, sin más cesaba cualquier conver­
sación menos decente. Cuando oía palabras que desdecían de
la religión o de las buenas costumbres: N o digáis eso— inte­
rrumpía con afabilidad— , .eso no está bien en boca de un jo­
ven cristiano.
Dada su condición familiar, a veces tenía que acompañar
animales al pasto; pero siempre los conducía donde no hu­
biera personas -de diverso sexo; tomaba un libro piadoso entre
las manos y lo leía a solas o con quien le hiciera compañía.
Con este tenor de vida, a la vez que edificaba a sus com­
pañeros, suscitaba la admiración de las personas mayores, las
cuales quedaban asombradas de que se viera tanta virtud en
un joven de tan poca edad.
«Tenía un hijo— confesaba un señor— con el que no sa­
bía qué partido tomar; le había tratado con dulzura y con ri­
gor, y todo en vano. Se me ocurrió mandarle que fuese con
Luis, por si él conseguía volverlo algo más dócil; así no me
causaría tan amargos disgustos. El muchacho, al principio,
se mostraba remiso a frecuentar la compañía de quien sabía
no iba a compartir sus puntos de vista; pero pronto, atraído
por las cualidades de Comollo, se hizo su amigo e imitador,
hasta tal punto que, aun ahora, se le nota la docilidad y buena
crianza aprendidas de alma tan selecta».
Mostraba una singular obediencia a sus padres. Atento
siempre y pronto a cuanto se le indicase, vivía pendiente de
cualquier insinuación suya. Y hasta se las arreglaba solícita­
mente para anticiparse a sus mandatos.
Si sobrevenían sequías, pedriscos o pérdidas de reses, y sus
padres se afligían, era él, Luis, quien les hacía aceptar todos
estos acontecimientos com o un favor del cielo: «Estas cosas
también nos son necesarias— solía decir— ; cada vez que el Se­
ñor nos pone una mano encima, tiene un rasgo de bondad para
con nosotros, porque es prueba de que se acuerda de nosotros
y de que quiere que nosotros nos acordemos de El».
Jamás se alejaba de sus padres sin su expreso permiso. Has­
ta tal punto era cumplidor en esto, que una vez que fue a pa­
Biografías

sar un rato con unos parientes, como se hiciese tarde porque


éstos lo entretenían para poder disfrutar de su amabilidad y de
su trato agradable, él se retiró a un rincón y se echó a llorar
al verse obligado a desobedecer; cuando llegó a su casa, pidió
perdón de una desobediencia que había cometido' contra su vo­
luntad.
A veces, con todo, se ausentaba de la compañía de los de­
más; lo hacía para acogerse a un lugar retirado donde rezar
y entregarse a la meditación. «Más de una vez lo vi— confesaba
una persona que creció junto a él— comer aprisa, despachar con
rapidez los deberes que tenía entre manos y, bajo cualquier pre­
texto, mientras los otros se entregaban a las distracciones, ir él
a esconderse en la cabaña de la viña si estaba en el campo, o
en el pajar si se encontraba en casa, para allí entregarse a la
oración vocal o a la lectura de algún libro de meditación. ¡Tan
cierto es que Dios ‘ conduce a los rústicos por entre los terro­
nes y sube a los indoctos a las sublimidades de la virtud’ ! »
A estos gérmenes de virtud se unían estrechamente los ele­
mentos de la verdadera devoción y una inclinación grande por
las cosas santas.
Lo demostró ya en su primera confesión. Hecho el examen
con todo esmero, se presentó al confesor; en su presencia, de
una parte por la confusión que le producía el acto, unida a la
reverencia al sacramento, y de otra por la preocupación que le
causaban sus culpas (si es que culpa alguna podía darse allí),
se sintió asaltado por tan gran dolor, que se deshizo en un mar
de lágrimas y fue menester ayudarle a empezar y a continuar
la confesión. Con igual edificación de los presentes recibió la
primera comunión. Demostraría en adelante gran inclinación
hacia estos dos sacramentos; al recibirlos experimentaba un
gran consuelo, y no desaprovechaba ocasión de acercarse a ellos.
Dado que no se contentaba con la sola comunión sacramen­
tal, por más que se le permitiera hacerla con frecuencia, encon­
tró en la comunión espiritual un buen modo de remediar esta
necesidad. De ella solía afirmar en los tiempos de seminario:
«Fue por influjo del libro- del insigne San Alfonso María de
Ligorio, titulado Visita al Santísimo Sacramento, como yo apren­
dí a hacer la comunión espiritual; puedo afirmar que esta prác­
tica ha sido mi fuerza en los peligros a lo largo de los años en
que anduve vestido de seglar».
Añadía, a la comunión espiritual y sacramental, frecuentes
visitas a Jesús Sacramentado; -de-tal modo se sentía encendido
en su amor, que con frecuencia pasaba horas enteras desaho­
gándose con su amado Señor en tiernos y fervorosos afectos.
\ Biografía de Luis Comollo

A m elado había de entrar en la iglesia con el fin de cum­


plir los encargos que le .liaría su tío, el párroco, y en no pocos
casos él mismo iba bajo cualquier pretexto; mas nunca se vol­
vía sin entretenerse algún tiempo con su Señor y- encomendarse
a su amada Madre, la Virgen María.
N o había fiesta, lección de catecismo, sermón u otra cual­
quiera función de iglesia en que no tuviese alguna participación,
contento siempre y alegre de prestar los servicios de que se
sentía capaz.
El hecho de que Comollo se viese libre de las niñerías pro­
pias de su edad y se mostrase sufrido y calmo ante cualquier
cosa que le ocurriese, y se le viese siempre modesto y afable
con los iguales, obediente y respetuoso con todos los superio­
res, del todo entregado-a la piedad y dispuesto en todo momen­
to a ejercer en la iglesia cualquier misión que se le encomen­
dase, era presagio de que el Señor le encaminaba a un estado
de mayor perfección. Sobre este punto ya había consultado más
de una vez a su director espiritual; y como al fin se le res­
pondiese que, por lo que se adivinaba, el Señor lo llamaba a
pertenecer al estado eclesiástico, él experimentó un gran con­
tento, ya que ésa era precisamente su determinación.
Su tío, el párroco de Cinzano, de quien Luis iba poco a
poco copiando virtudes, al ver un retoño tan vigoroso y que
tantos frutos prometía, decidió por su parte secundarle en sus
decisiones. Le llamó, en consecuencia, un día y le dijo:
— ¿Tienes, pues, firme voluntad de hacerte sacerdote?
— ¡No aspiro a ninguna otra cosa!
— ¿Y qué razón das?
— Que, siendo los sacerdotes los encargados de abrir la
puerta del cielo a los demás, guardo la esperanza de abrírmela
también a mí mismo.
Con esta finalidad se le envió a Caselle, cerca de Cirié, para
que hiciese el curso de gramática; allí perfeccionó las virtudes
que hemos apuntado y causó gran admiración a cuantos, de un
modo u otro, pudieron conocerlo; se ejercitó de modo particu­
lar en el espíritu de mortificación.
De pequeño ya se había acostumbrado a ofrecer a la Virgen
florecillas, consistentes en privarse de aquella porción de man­
jar o fruta que le entregaban para tomar con el pan: «Esto
— decía— se lo tengo que regalar a la Virgen»; pero en Caselle
fue más allá, pues, aparte de que cada semana hacía ayunos en
honor de María, en las comidas mismas y en las cenas se levan­
taba no pocas veces en el momento mejor de la refección y se
alejaba de la mesa bajo cualquier pretexto; y bastaba que sir­
Biografías

viesen un plato de su particular gusto para que no ¡ó tomase;


todo por amor a la Virgen.

CAPITULO II

Va a Chieri a estudiar

A l comienzo del curso 1835-1836 oí decir al dueño de la


pensión de Chieri en la que yo residía: «M e han informado
que a casa de fulano va a venir un estudiante santo». Me son­
reí y tomé la cosa a broma. «Sin embargo, es verdad— aña­
dió— ; se trata, según parece, del sobrino del párroco de Cin­
zano, un joven de señalada virtud».
N o tomé muy en cuenta estas palabras, pero un episodio
significativo me las trajo puntualmente a la memoria.
Hacía días que veía a un estudiante (cuyo nombre no me
era conocido) conduciéndose por las calles con tal compostura
y modestia, y tan amable y cortés con Jas que conversaban con
él, que me producía auténtica admiración. Y aún creció' más mi
maravilla cuando pude observar lo ejemplarmente que se com­
portaba en clase: apenas llegaba a ella, se iba a su puesto, y ya
no se movía com o no fuese para atender a sus deberes.
Es costumbre de estudiantes entretenerse hasta la entrada
en clase con bromas, juegos y saltos, a veces peligrosos. A C o­
mollo le invitaban a tomar parte; pero él se excusaba confe­
sando que no tenía costumbre, que carecía de destreza. Pero,
en una ocasión, un compañero se le acercó y, de palabra y con
desconsiderados empujones, pretendió obligarle a tomar parte
en unos saltos descomunales: «M i querido amigo— respondió
Luis dulcemente— , no tengo ninguna práctica; me expongo a
cometer una torpeza». Despechado el compañero impertinente,
y deduciendo que nada iba a obtener, con insolencia intolerable
le largó un solemne bofetón. A mí se me pusieron los pelos
de punta. Comoquiera que el ofensor era inferior en fuerza y
en edad al ofendido, estaba a la espera de que éste le diese su
merecido. Pero fue muy otra la reacción de Com ollo; vuelto
a quien le ofendió, se contentó con decirle: «Si con esto te
basta, puedes irte; yo no le doy más importancia».
Este episodio me hizo recordar lo que ya tenía oído: que
había un estudiante santo en clase. Al preguntar por su pueblo
y su nombre, caí por fin en la cuenta de que, efectivamente,
se trataba de aquel joven de quien se hicieran tantos elogios.
Biografía de Luis Comollo

En cuanto a su posterior conducta en punto a diligencia


en los estudios, no encuentro mejor modo de expresarla que
consignando al pie de la letra las palabras que uno de sus pro­
fesores tuvo a bien escribirme:
«Desde luego, usted se encontró en mejores condiciones
que yo para darse cuenta del carácter e índole del estupendo
joven que fue Comollo, pues lo tuvo como condiscípulo y pudo
observarlo de cerca. Así y todo, con gusto le remito en esta
carta el juicio que me mereció a partir de los dos años (1835-
1836) en que fue alumno mío en retórica, cuando estaba estu­
diando humanidades en el colegio de Chieri.
» Fue Comollo un joven de ingenio, adornado, además, por
la naturaleza de un temperamento amable. Entregóse al estudio
con admirable diligencia, lo mismo que a la piedad, y en todo
demostró una gran avidez por adquirir conocimientos; y- era
tan escrupulosamente cumplidor de sus deberes, que no recuer­
do haberle tenido que llamar la tención por nada ni una sola
vez. Se le hubiera podido poner a todos los jóvenes com o mo­
delo, dada su conducta intachable, su obediencia y docilidad;
y o m ismo formulé el más halagüeño d e Jos pronósticos cuando
me enteré de que había abrazado la carrera eclesiástica. Nunca
vi que riñera con ninguno de sus compañeros; al contrario,
pude observar que a las burlas y a las injurias respondía con
afabilidad y con paciencia.
»L o imaginaba yo destinado a aliviar la vejez de su vene­
rable tío, el párroco de Cinzano, quien lo amaba con ternura
y le había depositado en el corazón las semillas de tan raras y
singulares virtudes. Esto explica que la noticia de su muerte me
afectara dolorosamente. Sólo me resigné ante el pensamiento
de que, prematuramente y en breve tiempo, había hecho en la
virtud un largo camino. Quizás quiso Dios llamarle pronto a sí,
porque lo encontraba, a pesar de su corta edad, provisto de
grandes méritos. Hemos de acatar su divina voluntad.
»Me pide usted subraye lo que haya podido ver de singular
en él. ¿Q u é mayor rasgo de singularidad que el de su equilibrio
V constancia a una edad en que lo que suele dominar es preci­
samente la ligereza y la inestabilidad? Del primero al último
día de mis clases, a lo largo de dos cursos, siempre fue igual a
sí mismo, siempre bueno, siempre empeñado en ejercitar su
virtud, su piedad y su diligencia».
Así se expresó su profesor.
N o practicaba menos estas virtudes fuera de clase:
«Pude observar en el joven Comollo— dice el dueño de la
pensión— un conjunto de virtudes propias, más que de chicos
biografías

de su edad, de personas que han tenido que esforzarse mucho


tiempo en ellas. Era de humor siempre igual, alegre, impertur­
bable ante cualquier suceso; jamás daba a entender lo que le
gustaba más; se contentaba con lo que se le servía y nunca se
le oyó decir: ‘Esto está soso, aquello está salado; hace dema­
siado frío, hace demasiado calor’ . Jamás dejó caer de sus labios
palabra que no fuese honesta y comedida. Hablaba de buena
gana de temas religiosos, y si alguno los introducía sin que vi­
niese al caso en conversaciones y relatos, exigía siempre que, de
los ministros sagrados, se hablase con la mayor reverencia y res­
peto.
»Amante del recogimiento, en ningún caso se ausentaba sin
permiso y sin antes haber manifestado el tiempo y motivo de
su ausencia y el lugar adonde se había dirigido.
»El tiempo que habitó en esta casa resultó de gran estímu­
lo para que todos viviesen virtuosamente; y sintieron de ve­
ras que, por tener que tomar la sotana, hubiera de abandonar
esta pensión para ingresar en el seminario, ya que, al perderlo,
se privaban de un nada común modelo de virtud».
También yo puedo aducir el mismo testimonio, ya que, en
las muchas ocasiones que traté con él, no le oí quejarse de las
inclemencias del tiempo y de las estaciones, ni del mucho tra­
bajo o del mucho estudio; al contrario, que si tenía un rato
libre, acudía en seguida a un compañero para que le resolviese
dificultades o tratar con él de cosas de estudio’ y de piedad.
N o era menor su empeño en lo tocante a observancia reli­
giosa y en el cuidado de cuanto se relacionaba con la piedad.
Expongo a continuación lo que escribió el director espiritual
del colegio, quien, por cierto, pudo conocerlo íntimamente:
«M e pide usted noticias de un hijo del que guardo gratísima
memoria. Se las doy con muchísimo gusto.
»N o es Comollo persona sobre la que, al tener que aportar
mi testimonio laudatorio, haya yo de disimular nada, ni tam­
poco, por otra parte, exagerar. Sabe usted perfectamente que
perteneció a este grupo de estudiantes que se distinguen de los
demás por su entrega al estudio y a la piedad. Pero aun dentro
de este grupo, de entre sus compañeros, destacó y fue el pri­
m ero... Siento que también tengamos que lamentar la muerte
de nuestro prefecto de estudios, pues él hubiera dado los me­
jores informes sobre su aplicación y su conducta dentro y fuera
del colegio.
»Por lo que a mí se refiere, le aseguro que no le hube de
amonestar ni por la más mínima falta. Y dado que fue siempre
puntual en las reuniones que en las congregaciones se tenían.
Biografia d e Luis Com ollo

atento a lo que se predicaba, devoto cuando asistía a la misa


y a los oficios divinos, asiduo en la recepción de los sacramen­
tos de la comunión y confesión, y verdaderamente diligente en
todos los deberes de piedad y muy ejemplar en cualquier acto
de virtud, yo gustosamente lo hubiese propuesto a todos los es­
tudiantes com o espejo y modelo de virtudes.
»Durante el año de retórica, y en cuanto fue compatible
con sus estudios, se le confió un cargo; cosa que sólo con.estu-
diantes muy notables en estudio y piedad suele hacerse.
»Se acariciaba entonces la ilusión,'que también se acaricia
ahora, de poder tener estudiantes de las características que de­
mostró poseer Comollo. Recordaba a San Luis en su nombre,
y no parecía sino que andaba empeñado en llevar a la práctica
muchas de las virtudes de aquel santo. De ningún otro estu­
diante de cuantos se me han pedido informes los he dado con
tanto agrado. Podría afirmar de él todo lo bueno que se puede
decir de un joven. Fue arrebatado de este mundo para que la
maldad no desviara sus propósitos. Espero que en el cielo rece
por m í». Hasta aquí su director espiritual.
No sabría qué añadir a las declaraciones que preceden, a no
ser lo poco que pude observar efí su conducta externa.
Los domingos, tan pronto como terminaban los ejercicios
de piedad que tenían lugar en la capilla de la congregación, en
vez de irse de paseo o entregarse a alguna otra diversión, mar­
chaba en seguida al catecismo de niños que se daba en la iglesia
de los jesuitas, y asistía al mismo y a todas las otras funciones.
Aquella misma ilusión por ver y oír, tan propia de quienes
del campo pasan a la ciudad y que, por otra parte, era cosa tan
natural a su edad, no sé si como resultado de un meritorio es­
fuerzo o por una índole feliz donada por la naturaleza, el caso
es que en él parecía haber quedado extinguida.
En consecuencia, sus idas y venidas al colegio las realizaba
con el mayor recogimiento; nunca iba de aquí para allá con su
mirada, v menos con su persona, a no ser que se tratase de ren­
dir saludo a los superiores, a los templos o a las estatuas de la
Virgen; entonces no se dio nunca que pasara delante sin qui­
tarse respetuosamente el sombrero.
Me aconteció en más de una ocasión ir con él, acompañán­
dole, y ver que se quitaba el sombrero sin saber yo el porqué;
mas, si miraba atentamente alrededor, descubría, más o menos
cercana, puesta en la pared, la imagen de la Virgen María.
A finales del curso de retórica se me ocurrió hacerle unas
preguntas sobre los aspectos más notables y los monumentos
de mayor importancia de la ciudad; él respondió que no se ha­
Biografías

bía informado en absoluto, ni más ni menos que si Hubiese es­


tado fuera de ella.
Pero cuanto menos atento andaba a los sucesos y quehace­
res temporales, tanto más impuesto e instruido se mostraba en
lo concerniente a la iglesia. No había exposición de las Cuarenta
Horas o celebración alguna religiosa de la que él no estuviese
enterado o a la que, si el tiempo se lo permitía, no asistiese.
Tenía hecho un horario para la oración, la lectura espiritual
y la visita a Jesús Sacramentado, y lo observaba con toda escru­
pulosidad.
Por exigencias de mis obligaciones, durante unos cuantos
meses hube de acudir a la catedral a una hora determinada;
pues aquélla era precisamente la hora que Comollo dedicaba a
entretenerse con el Señor. Celebro poder describir su compos­
tura. Estábase en un ángulo lo más cercano posible al altar,
arrodillado, con las manos juntas y entrelazadas un poco hacia
adelante, con la cabeza un tanto inclinada, con los ojos bajos
y absolutamente inmóvil; se había hecho insensible a cualquier
voz y a cualquier ruido.
Alguna vez, cumplido mi encargo, decidí invitarle a que
me acompañase a la vuelta; para ello le hacía señales coa la
cabeza, pasaba cerca de él, tosía a ver si reaccionaba, pero nada
conseguía hasta que no lo tocaba; y entonces se estremecía
com o si volviese de un sueño y, aunque a disgusto, accedía a mi
invitación.
En los días de clase ayudaba con ilusión a todas las misas
que podía; en los de vacaciones era lo más común que ayudase
a cuatro o cinco.
Pero, aunque se concentraba tanto en las cosas del espíritu,
jamás se le vio con rostro ensombrecido y triste; al contrario,
siempre se mostraba sonriente y, como él vivía contento, ale­
graba a los otros con la dulzura de su conversación. Solía de­
cir que le complacían sobre manera aquellas palabras del profe­
ta David: Servid al Señor con alegría. Hablaba a gusto de his­
toria y de poesía, y de las dificultades del italiano y del latín;
pero en plan sumiso y jovial, de suerte que, si bien expresaba
su propia opinión, daba a entender que la sometía al parecer
de los demás.
Se había buscado un compañero de especial confianza para
tratar con él de cosas espirituales; conversar y ocuparse de esto
constituía para él un gran consuelo. Se transfiguraba al hablar
del inmenso amor de Jesucristo al ,entregársenos com o alimen­
to en la comunión. Cuando su conversación recaía sobre la Vir­
gen María, se le notaba transido de ternura y, en cuanto acaba­
Biografía de Luis Comollo

ba de contar o de oír alguna gracia por ella dispensada en favor


del cuerpo humano, se le encendía el rostro y hasta rompía, a
veces, en lágrimas exclamando: «Si tanto se preocupa María
de este cuerpo miserable, ¿qué no hará en favor de las almas
de quienes le invocan?»
Era tanto el aprecio que sentía por las cosas de la religión,
que no sólo no sufría que se hablase con desprecio de ellas,
pero ni siquiera con indiferencia. Y o mismo empleé en broma
unas palabras de la Sagrada Escritura-, pues él me reprendió
con viveza y me dijo que no había que jugar con las palabras
del Señor.
Si alguno se disponía a contar algo sobre curas, en seguida
interrumpía y dejaba en claro que, de ellos, o se debe hablar
bien o no hablar, por ser ministros de Dios.
De este modo, Luis se iba preparando a la vestición cleri­
cal. Cuando se refería a ella, se ponía contento y le acometía
una gran alegría. «Pero ¿es posible— solía exclamar— que yo,
un pobre guardián de bueyes, pueda convertirme en pastor de
almas? Y , sin embargo, hacia ninguna otra cosa siento inclina­
ción, hacia ahí tira mi voluntad, eso es lo que me aconseja el
confesor; ¡sólo mis pecados están en contra! Haré los exáme­
nes, y el resultado dirá cuál es la voluntad de Dios sobre mi
porvenir». Además se encomendaba frecuentemente a las ora­
ciones de algunos de sus compañeros, para que el Señor le ilu­
minase y le diera a entender si era o no llamado al estado
eclesiástico.
De esta suerte, estimado por sus compañeros, amado de los
superiores, honrado y tenido por todos como verdadero mode­
lo de virtud, acabó el curso de retórica. Era el año 1836.

CAPITULO III

Viste la sotana. Entra en el seminario de Chieri

Aprobó el correspondiente examen y se preparó para la


toma de sotana.
No sé de qué palabras echar mano para expresar cabalmen­
te la ternura que hubo de experimentar en aquella ocasión. Re­
zaba y hacía rezar a otros; ayunaba, prorrumpía en frecuentes
lágrimas, se estaba mucho tiempo en la iglesia.
Llegado, al fin, el día de su fiesta— así llamaba él al de su
vestición clerical— , no sin haber recibido antes los sacramentos
Biografías

de la confesión y comunión, más contento que si hubiese sido


promovido a la más honrosa de las dignidades, penetrado todo
él del temor de Dios, concentrado únicamente en lo sobrenatu­
ral y tan recogido y modesto que parecía un ángel, fue revesti­
do del tan respetado y deseado hábito eclesiástico.
Siempre recordaría aquel día. Solía decir que fue entonces
cuando su carácter sufrió un cambio total, pues, de pensativo
y triste, pasó a ser alegre y jovial; y cada vez que le venía aque­
lla fecha a la memoria, sentía que el corazón se le inundaba de
alegría.
Entre tanto llegó el día en que se abrió el seminario, y,
desde que entró en él, campearon allí aquellas sus virtudes,
que, si no eran realmente extraordinarias, sí que eran cumpli­
damente maduras.
Tenía leído en la vida de San Alfonso que este santo había
hecho voto de no perder nunca el tiempo* Esto había causado
en Comollo una profunda admiración, y se esforzaba con todo
empeño en imitarlo. De ahí que, nada más penetrar en el semi­
nario, se dio con tanta generosidad a las cosas de estudio y pie­
dad, que no despreciaba medio ni ocasión de alcanzar el obje.-
tivo que se había prefijado: aprovechar meticulosamente el
tiempo.
N o había sonado la campana, y ya había dejado lo que te­
nía entre manos para responder a la voz de Dios— así llamaba
él al toque— que le llamaba a cumplir con su deber. Me ase­
guró muchas veces que, en cuanto oía la campana, le era impo­
sible continuar en lo que estaba haciendo v no acertaba en nada.
Tanto había profundizado en la virtud de la obediencia.
Y dejo lo que se refiere a los superiores, a quienes obedecía
ciegamente sin averiguar oorqués y razones de cuanto se le ha­
bía ordenado. Hasta con los mismos compañeros suyos que ha­
cían de vigilantes, aunque fueran sus iguales, se mostraba aten­
to v dócil, siguiendo sus indicaciones y consejos exactamente
como si fueran sus superiores.
Dada la señal para el estudio, acudía con toda puntualidad.
Profundamente concentrado, se entregaba a él de tal manera,
que parecía insensible a cualquier ruido, a cualquier broma, a
cualquier ligereza de los compañeros, y nada de su persona se
movía hasta que la campana volvía a sonar. Un día en que un
compañero pasó por detrás y le tiró el abrigo al suelo, él se limi­
tó a decirle con un simple gesto que no lo hiciese más. El com­
pañero, molesto y con el rostro alterado, reaccionó diciéndole
palabras ofensivas. Comollo volvió a poner las manos sobre el
Biografia de Luis Comollo

pupitre y, absolutamente tranquilo, se puso a estudiar como si


nada hubiese ocurrido.
Demostraba verdadero afán por volver sobre puntos de las
asignaturas durante los recreos, en los círculos y en el tiempo
dedicado al paseo. Aún más, mientras estudiaba él solo, iba
tomando nota en su memoria de todqs aquellos pasajes que no
había entendido bien; lo hacía para poder después preguntarlos
a un compañero de confianza y entenderlos lo mejor posible con
su explicación.
Si bien gustaba de animar sus conversaciones con ocurren­
cias aprovechables y algún que otro relato, siempre observó
aquella loable norma de urbanidad: «Calla cuando otro ha­
bla». Y , consiguientemente, aconteció en más dé una ocasión
que se interrumpió a media palabra para que los otros pudie­
sen explicarse libremente.
Detestaba todo espíritu de crítica y murmuración acerca
de las conductas ajenas. Hablaba sobre los superiores, pero
siempre con reverencia y respeto. Opinaba sobre los compa­
ñeros, pero siempre con moderación y caridad. Y hacía tam­
bién sus comentarios sobre el horario, sobre las constitucio­
nes y reglamentos del seminario y sobre los guisos de la coci­
na, mas con muestras de estar satisfecho y contento. Puedo
afirmar, en consecuencia, que a lo largo de los dos años y me­
dio que lo traté en el seminario, jamás le oí una sola pala­
bra que estuviese en contra de aquel principio que él llevaba
J jo en su mente: D e los demás, o hablar bien o no hablar. Si
se veía, empero, en la necesidad de emitir un juicio sobre el
comportamiento de los otros, se esforzaba en mirarlo desde
el mejor punto de vista, pues decía haber aprendido de su tío
.}ue, si una acción ofrece cien aspectos, y noventa y nueve de
ellos son malos y uno bueno, se le ha de tomar por el lado
bueno y ha de ser dada por buena. Por el contrario, al hablar
de sí mismo silenciaba cuanto pudiese redundar en su honor,
y no aludía, ni poco ni mucho, a cargos, honores o premios
que hubiese podido obtener; y si alguno se ponía a alabarlo,
él tomaba a broma el elogio, buscando así la humillación cuan­
do le exaltaban los demás.
Aquellas hermosas flores de virtud que vimos tenía cuan­
do andaba entre terrones y ovejas, muy lejos de ajarse con los
años, alcanzaron, al llegar los tiempos de estudiante, toda su
belleza y cumplida perfección.
En cuanto se oía la señal para la oración o para cualquier
otra función sagrada, inmediatamente se ponía en camino con
la mayor diligencia; y, bien compuesto y en medio de un pro­
Biografías

fundo y edificante recogimiento de todos sus sentidos, se pre­


paraba para entrar en conversación con Dios. Nunca se vio
en él el menor asomo de disgusto por tener que acudir a la
iglesia o a cualquier otro lugar para asistir a actos devotos. Al
revés, que, cada mañana, al primer toque de campana, inme­
diatamente abandonaba el lecho; realizado cuanto era del caso,
bajaba a la iglesia un cuarto de hora antes de tiempo y prepa­
raba el alma para la oración.
Se solía dispensar a los seminaristas del santo rosario en
los días festivos y aun los laborables si asistían a funciones
solemnes de iglesia. Comollo no acertó nunca a privarse de
tan particular devoción; al contrario, que, tan pronto acaba­
ban dichos actos, y mientras el resto de compañeros no pen­
saban en otra cosa que en darse a los entretenimientos de
costumbre, él, con otro compañero suyo, se retiraba a pagar,
como él decía, sus deudas a la Virgen María con el rezo del
santo rosario.
Siempre fue amante y devoto de Jesús sacramentado. Amén
de hacerle frecuentes visitas y de comulgar espiritualmente, no
desaprovechaba ocasión de recibirlo sacramentalmente. Hacía
esto con gran edificación de los circunstantes. Se preparaba
con un día de riguroso ayuno en honor de la Virgen. Después
de la confesión, no quería oír hablar de otra cosa que de la
grandeza, la bondad¡ y el amor de aquel Señor que al día si­
guiente iba a recibir. Llegado el momento de acercarse al co­
mulgatorio, veíalo yo absorto en altos y devotos pensamientos,
y, con toda la persona en la mayor compostura, el paso grave
y los ojos bajos, y no sin sentir frecuentes sacudidas de emo­
ción, se acercaba a recibir al Santo de los santos. Vuelto a su
sitio, parecía fuera de sí: tan vivamente conmovido se le veía
y de tan profunda devoción estaba penetrado. Rezaba, pero su
rezo venía interrumpido por sollozos, gemidos internos y lá­
grimas, y no dominaba aquella tierna conmoción hasta que,
acabada la misa, se daba principio al canto de maitines.
Como le dijera yo, en más de una ocasión, que tenía que
frenar aquellos actos de devoción externa, porque eran de mal
ver, me respondió: Siento tal presión de alegría en el corazón,
que, si no me desahogo, pienso que no voy a poder respirar.
«E l día en que comulgo— decía otras veces— , me encuentro
tan repleto de dulzura y de contento, que me siento incapaz de
entenderlo, y menos de explicarlo».
Dedúcese de todo esto claramente que Comollo se encon­
traba muy avanzado en el camino de la perfección; ya que
aquellos movimientos de tierna devoción, de dulzura y de ale­
Biografía de Luis Com ollo

gría eran resultado' de su fe viva y de su caridad inflamada,


virtudes que lo guiaban en todas sus acciones y que hasta este
punto se le habían enraizado en el alma.
Con esta devoción interna se enlazaba estrechamente una
mortificación ejemplar de todos sus sentidos exteriores. Tan
modesto era en sus ojos, que le ocurrió frecuentemente, en
visitas a jardines y fincas de recreo, no haber visto en lo más
mínimo nada de cuanto los demás habían encontrado verdade­
ramente notable. Nunca se le iba la vista de acá para allá.
Comenzada una conversación edificante con su compañero, la
proseguía todo el tiempo sin reparar en cuanto acaecía a su
alrededor. Hasta ocurrió una vez que, habiéndole preguntado
su acompañante a la vuelta del paseo sí había visto a su padre
que, pasando al lado, le había dirigido un saludo, contestó no
haberse dado cuenta de nada.
Veníanle a visitar a menudo unas primas suyas de Chieri.
Se convirtió esto para él en una verdadera cruz, al tener que
tratar a personas de diferente sexo. De ahí que, cumplido lo
que la delicadeza y la obligación exigían, les recomendaba con
buenas maneras que le viniesen a ver lo menos posible, y se
despedía sin más. Le preguntaron una vez si aquellas sus pa­
rientes eran mayores o- todavía pequeñas, y si eran muy gua­
pas. Les respondió que por la sombra le parecían ya mayores,
pero que nada más sabía, porque nunca les había mirado a la
cara. ¡Ejemplo digno de imitarse por quienes aspiran al esta­
do eclesiástico o ya pertenecen a él!
Había cogido la costumbre de poner una pierna sobre la
otra y de apoyarse, si le venía bien, sobre los codos en el estu­
dio, en el comedor y en la clase. Pero, por amor a la virtud, se
propuso corregirse incluso de esto. En efecto, rogó insistente­
mente a un compañero suyo que, tan pronto lo viese en esas
posiciones, lo amonestase con acritud y se lo afease, y que le
impusiese una penitencia particular. De aquí le vino aquella
compostura exterior con la que, en la iglesia, en el estudio y en
la clase, admiraba y edificaba a cuantos lo contemplaban.
En la comida, se mortificaba a diario. Por lo general, era
el momento de mayor apetito cuando se abstenía. Sentado en la
mesa era increíblemente parco. Bebía poco vino, y aguado. De
cuando en cuando dejaba plato y vino, y se contentaba con to­
mar pan mojado con agua; daba como razón que le iba mejor
para la salud del cuerpo, pero lo hacía, en realidad, por espíritu
de mortificación. Advertido una vez de que semejante régimen
de alimentación le podría acarrear dolores de cabeza y de estó­
mago, respondió: A mí me basta con que no dañe al alma. El
Biografías

sábado de cada semana ayunaba en honor de la Virgen. En las


vigilias y durante la cuaresma, el ayuno lo cumplía con tanto
rigor, incluso antes de que se considerase obligado por edad,
que un compañero de comedor dijo más de una vez que Comollo
se estaba suicidando.
Estos son los principales actos externos de penitencia que
llegaron a conocimiento mío. D e ellos se podrá inferir fácil­
mente los sentimientos que propiamente nutría Comollo en su
corazón. Ya que, si es verdad que las acciones exteriores son
redundancia de lo que ocurre en el interiof, habrá que con­
venir en que el ánimo de Comollo tenía que estar de continuo
ocupado en tiernos afectos de amor de Dios, en encendida cari­
dad hacia el prójimo y en grandes deseos de padecer por amor
al Señor.
«La vida de Comollo en el seminario— afirma uno de sus
superiores— fue en todo momento una prueba estupenda de lo
aue realmente era él: exactísimo siempre en el cumplimiento
de sus deberes de estudio v de piedad, absolutamente ejemplar
en su conducta moral, de tal suerte que, en todo su porte, se
transparentaba su natural dócil y obediente, lleno de respeto
y de religiosidad. T eyiía agrado en su hablar; de ahí que, si uno
experimentaba tristeza, en entrando a conversar con él se sen­
tía aliviado. Siempre modesto y edificante en las palabras y
en el trato, hasta los más reacios se sentían en la obligación
de aceptar que para ellos era un modelo de modestia y de vir­
tud; uno de sus compañeros hubo de decir de Com ollo que
constituía para él un auténtico sermón, que era verdadera miel
que suavizaba y endulzaba los corazones y los más rudos im­
pulsos. Otro compañero afirmó varias veces que, proponiéndo­
se ser santo con todas sus fuerzas, para conseguirlo no había
visto modo mejor que seguir las huellas de Comollo, y, si bien
se contemplaba a mucha distancia de él, ya estaba contento de
haber echado a andar para imitarlo».
En vacaciones, su conducta moral era la misma que en el
seminario, es decir: asiduo en la recepción de los sacramentos
y en la asistencia a las funciones sagradas, y en impartir cate­
cismo a los niños (cosa que ya hacía cuando vestía de paisano)
en la parroquia y hasta en la misma calle si los encontraba.
He aquí el horario que él mismo expuso por carta a un
amigo suyo:
«Se me han pasado ya dos meses de vacaciones, los cuales,
por cierto, a pesar del calor excesivo que ha hecho, han sentado
muy bien a mi salud corporal. Ya me estudié las páginas de éti­
ca y lógica que nos saltamos durante el curso. Con gusto estu-
Biografía de Luis Comollo

diaria la historia sacra de Flavio Josefo, que me aconsejaste;


pero empecé la historia de las herejías y no me va a dar tiempo.
Por lo demás, mi vida aquí hasta ahora es un ameno paraíso
terrenal, pues salto, río, estudio, leo, canto, y no quisiera sino
que también estuvieses tú para llevarme la batuta. En la co­
mida, en los momentos de ocio y durante el paseo, disfruto
de la compañía de mi tío, el cual, aunque va decayendo por
los años, siempre se muestra alegre y chistoso y me cuenta mil
cosas a cual más interesante, que, por cierto, me producen ver­
dadera alegría.
»Espero que nos veremos en el día convenido. Que sigas
alegre. Demuestra que me quieres rezando por mí al Señor, etc.»
Dado que era muy inclinado a las cosas del ministerio ecle­
siástico, disfrutaba lo indecible cuando se podía ocupar en ellas;
lo que era prueba innegable de que el Señor le llamaba real­
mente al estado a que él aspiraba.
Su tío, párroco, por cultivar tan buen terreno y secundar
tales inclinaciones de su sobrino, le encargó un sermón en ho­
nor de la Stma. Virgen. H e aquí cómo expresa sus sentimientos
al respecto, en carta escrita al mismo compañero:
«H e de hablarte también de otra tarea que, si bien me pro­
duce un gran consuelo, por otra parte me causa confusión. Me
ha encargado mi tío el sermón en honor de la asunción de la
Virgen. Hablar de esta mi Madre tan querida me colma de ale­
gría el corazón. Mas, conociendo mi insuficiencia, me doy per­
fecta cuenta de lo lejos que estoy de poder tejer dignamente
los elogios de tan gran Señora. En cualquier caso, dispuesto
estoy a obedecer apoyándome en la misma ayuda de quien debo
ensalzar. L o tengo ya escrito y medianamente estudiado. El lu­
nes próximo me tendrás ahí para que me lo oigas recitar. Haz­
me cuantas observaciones estimes del caso en lo que toca a la
declamación y al contenido.
»Encomiéndame al ángel custodio para que tenga buen via­
je. Adiós».
Tengo en mi poder dicho sermón: la composición, por más
que se haya servido de otros autores, es realmente obra suya.
En él aparecen expresados todos aquellos afectos hacia la Vir­
gen de que tenía lleno el corazón. A la ho.ra de pronunciarlo,
le salió admirablemente bien. «En el momento de comparecer
ante el pueblo— escribió después— , sentí que me fallaban las
fuerzas y la voz, y que las rodillas se negaban a sostenerme;
pero tan pronto com o la Virgen me echó una mano, me sentí
vigoroso y fuerte; así que empecé, proseguí y acabé sin el me-
Biografías

ñor tropiezo. María lo hizo, y no yo; a ella se la ha de alabar,


y no a m í».
Fui algunos, meses después a Cinzano y pregunté a varias
personas qué les había parecido el sermón de Comollo. Todas
se expresaban laudatoriamente. Su tío dijo que veía la acción
de Dios en su sobrino. «Sermón de santo», me respondió otro.
Semejaba un ángel en aquel pulpito— afirmaba un tercero— ,
tal ,era su modestia y la claridad con que razonaba. Otros ex­
clamaban: « ¡Qué hermoso modo de predicar! », e intentaban
repetir los pensamientos y las palabras mismas que conserva­
ban en su memoria.
Es indudable que hubiera sido mucho el bien que hubiera
podido hacer en la viña del Señor un cultivador de tan grandes
cualidades. Todo ello daba pie a las ilusiones que se forjaba
su anciano tío, a las esperanzas de sus padres y a cuantos deseos
acerca de él manifestaban todos sus paisanos, sus superiores
y sus compañeros. Dios, empero, lo debió de ver bastante ma­
duro para El. Y para que la malicia del mundo no le pudiese
mudar el pensamiento, queriendo recompensar su buena v o ­
luntad, lo llamó a disfrutar de los méritos adquiridos y de
aquellos, aún mayores, que ambicionaba adquirir.

CAPITULO IV

Circunstancias que precedieron a su enfermedad

N o es mi intención atribuir un valor sobre'natural a las co­


sas que voy a relatar. Simplemente expondré los hechos como
ocurrieron, con escrupulosa exactitud, dejando que cada lector
opine como mejor le parezca.
Corría el año 1838 y estaba yo con él, un día de vacacio­
nes de otoño, observando desde una colina la menguada cose­
cha que traía el campo.
— El año que viene— empecé yo— el Señor nos concederá
una vendimia más abundante y obtendremos un vino mejor.
— Tú lo beberás— me respondió.
-— ¿A qué viene eso?— reaccioné.
— A que yo espero beber del mejor que existe.
Habiéndole insistido que se expresase con mayor claridad,
acabó por decir que sentía grandísimos deseos de ir a gustar la
ambrosía de los bienaventurados._
A l final de las mismas vacaciones fue a Turín y paró durante
Biografía de Luis Comollo

algunos días en casa de una persona, por cierto de muy buen


criterio, y cuyas palabras resalte) y transcribo:
«Quedamos todos admirados extraordinariamente de la m o­
destia de nuestro buen Luis. Cortés, afable y sencillo, respira­
ba piedad en todo lo que hacia, principalmente al rezar; pare­
cía un San Luis. Era nuestro deseo que permaneciera algún
tiempo más con nosotros; pero él mostró una decidida volun­
tad de partir. Al despedirlo, le dije:
— Adiós, quizá ya no nos veamos más.
— Efectivamente— respondió él— , ya no nos veremos más.
— Mas no lo digo por ti precisamente— añadí— , sino por
mí, por mi edad avanzada, que a ti te deseo y auguro que ven­
gas a celebrar misa, recién ordenado.
Entonces él, con llaneza y seguridad, concluyó:
— Y o no llegaré a cantar misa. El próximo año usted estará
aún aquí y yo no. Entre tanto, encomiéndeme al Señor. ¡Adiós!
Estas últimas palabras, pronunciadas con tan clara inten­
ción por persona que tanto amábamos, nos causaron a todos
una viva emoción, y solíamos decir después con frecuencia:
’ ¿No será que nuestro buen Luis sabe algo de su próxima
muerte?’ Más adelante, cuando se nos anunció que había fa­
llecido, no pudimos menos de exclamar: ’ ¡Y tanto que lo sa­
bía con tiempo!
A este anuncio yo le presto completa fe, puesto que perso­
nas diversas me lo han contado con los mismos detalles.
Acabadas dichas vacaciones y cuando venía de vuelta al
seminario, llegó a aquel punto del camino en que se pierde
de vista su pueblo. Se paró y dijo a su padre que le acom­
pañaba:
— No puedo quitar los ojos de Cinzano.
Como le preguntara su padre qué era lo que tanto miraba
y si sentía disgusto de volver al seminario, respondió:
— Todo lo contrario, que estoy deseando llegar cuanto an­
tes a aquel lugar de paz. Lo que miro es nuestro pueblo Cin­
zano, al que estoy contemplando por última vez.
Habiéndole preguntado de nuevo si no se encontraba bien,
si quería volverse a casa, respondió:
— De ninguna de las maneras. Me encuentro perfectamente
bien. ¡Adelante con alegría, que Dios nos espera!
«Estás palabras— dice su padre— las hemos repetido mu­
chas veces en casa. Aun ahora, cada vez que paso por aquel lu­
gar, a duras penas puedo contener las lágrimas».
Conocía yo este episodio antes de que muriera Comollo.
Y , sin embargo, y a pesar de estos presentimientos del fin
Biografías

de su vida mortal, que había exteriorizado en circunstancias


diferentes, Comollo, con su tranquilidad de costumbre, con su
calma imperturbable y siempre igual, continuó aplicándose asi­
duamente a sus deberes de estudio y piedad; hasta el punto
que, com o el año anterior, en el examen de mitad de curso o b ­
tuvo el premio que se entrega en cada clase al alumno de más
virtud y ciencia.
Y o observaba todos sus movimientos y me daba cuenta de
que, en la oración y en todo lo relacionado con la piedad, an­
daba más diligente de lo ordinario. Disfrutaba conversando
frecuentemente sobre los mártires de Tonkin.
— Han sido verdaderos mártires— decía— . Dieron su vida
por la salvación de las ovejas descarriadas... ¡Qué gloria no
tendrán en el cielo!
Exclamaba otras veces:
— ¡O h, si al menos pudiera oír, aunque sin mérito alguno,
' al salir de este mundo, aquellas palabras consoladoras del Se­
ñor: ¡Bien, siervo fiel!
Discurría sobre el paraíso con verdaderos transportes de
gozo. H e aquí una de sus muchas .reflexiones al respecto:
«N o raramente me ocurre estar solo, o no poder conciliar
el sueño; pues precisamente cuando me encuentro en este es­
tado es cuando yo me dedico a darme a amenos y deliciosísi­
mos paseos. Me imagino que estoy en una alta montaña, desde
cuya cima me es dado descubrir todas las bellezas de la natu­
raleza. Contemplo el mar, la tierra firme, regiones y ciudades
diversas, y todo cuanto de magnífico hay en ellas. Elevo los
ojos a continuación hacia el cielo sereno, y veo el firmamento,
que, cuajado de estrellas, constituye el más grandioso de los
espectáculos. Añado a todo esto una música suave, a voces y
de instrumentos, que hace exultar de gozo a las montañas y a
los valles. Y mientras deleito mi mente con estas representa­
ciones de mi invención, me vuelvo hacia otra parte, alzo los
ojos, y he aquí que me encuentro ante la ciudad de Dios. La
contemplo desde fuera, me aproximo, y penetro en ella... Fá­
cil es de imaginar la de cosas que a continuación hago desfilar
por mi imaginación».
Y , contando ese su paseo, narraba las cosas más curiosas
y edificantes que él se imaginaba ver en las estancias del pa­
raíso.
Fue precisamente este año cuando yo le arranqué el secreto
de cóm o hacía para conseguir largas oraciones sin la menor dis­
tracción.
— ¿Quieres que te lo diga? Tan pronto me pongo en ora-
Biografía de Luis Comollo

ción, sutge allá adentro una imagen material que te hará reír.
Cierro los ojos y, con el pensamiento, me siento transportado
a una gran sala adornada con arte extraordinario; al fondo de
la misma destaca un trono majestuoso en que se sienta el Om ­
nipotente, y tras él se sitúan todos los infinitos coros de los
bienaventurados; pues allí me prosterno yo y, con todo el res­
peto de que soy capaz, hago mi oración.
Todo esto demuestra, según las reglas de los maestros de
espíritu, hasta qué punto la mente de Comollo estaba despe­
gada de las cosas sensibles y en qué medida era capaz de domi­
nar a voluntad sus facultades intelectuales.
Tenía por costumbre leer, durante la misa, en los días la­
borables, las meditaciones sobre el infierno del padre Pina­
monti.
— A lo largo de este año— me dijo en más de una oca­
sión— , he ido leyendo en la iglesia meditaciones sobre el in­
fierno. Las acabé de leer, pero las vuelvo a empezar de nuevo.
Aunque el tema sea triste y cause temor, insisto en su lectura;
así, considerando mientras vivo la intensidad de aquellas penas,
no las tendré que experimentar después de muerto.
Vivamente penetrado de estos sentimientos, practicó tam­
bién, durante la cuaresma de este año, los ejercicios espiritua­
les. Al terminarlos, como si ya nada hubiese de esperar de
este mundo, daba a entender que los ejercicios espirituales
constituían el mayor de los favores que el Señor le habría po­
dido hacer.
— Es ésta la gracia más grande— decía a sus compañeros
efusivamente— que Dios puede conceder a un cristiano; pues
le suministra un medio extraordinario de ocuparse a conciencia
y con toda comodidad de los asuntos de su alma; con el con­
curso, además, de mil circunstancias favorables, com o son: las
meditaciones, las instrucciones, las lecturas, los buenos ejem­
plos... ¡Qué bien te portas, Señor, con nosotros! ¡Qué enor­
me ingratitud la de quienes no corresponden a tamañas bon­
dades de Dios!
De esta suerte, mientras se iba él perfeccionando en virtu­
des y se enriquecía su alma de méritos, se aproximaba el tiem­
po— que él vio con anticipación, según parece, en varias oca­
siones— en que debía recibir la recompensa.
Biografías

CAPITULO V

Cae enfermo. Muere

Era razón que un alma tan pura y tan adornada de hermo­


sas virtudes como la de Comollo no tuviera ningún miedo al
acercarse la muerte. Y , con todo, experimentó grandes temo­
res. Pues ¿qué ha de ocurrirle al pecador, si las almas buenas
tienen tanto miedo, cuando haya de presentarse ante Dios para
rendirle cuenta de sus obras?
Era el 25 de marzo de 1839, día de la Anunciación de la
Virgen, cuando yo, al marchar corredor adelante hacia la ca­
pilla *, me di cuenta de que él me estaba esperando. Al pre­
guntarle cómo había pasado la noche, me respondió que para
él todo había acabado.
Quedé profundamente sorprendido. Tanto más que la no­
che anterior habíamos paseado un rato juntos y se sentía per­
fectamente bien. Preguntado sobre el motivo, respondió:
— Siento que el frío ha invadido todos mis miembros; me
duele la cabeza y no va el estómago; a pesar de todo, no es el
mal físico el que me preocupa, lo que sí realmente me preocu­
pa— decía esto con voz grave— es tener que presentarme ante
el juicio de Dios.
Mientras le iba yo diciendo que no se apurase, que aún es­
taba todo eso lejos y que había tiempo de prepararse, entramos
en la iglesia. Todavía pudo oír la santa misa; al final sintió
que sus fuerzas le venían a menos y hubo, en consecuencia, de
meterse en cama.
Tan pronto com o terminaron los actos de la iglesia, fui a
visitarlo en su propia habitación. A l verme entre los que le es­
taban acompañando, hizo señal de que me acercase y, obligán­
dome a inclinar hacia él la cabeza, com o si fuera a confiarme
algo muy importante, empezó a hablarme de este modo:
— Decías que aún está lejos, que tiempo hay de prepararme
antes de partir. Pues no es así. Sé de cierto que me he de pre­
sentar en seguida ante la presencia de Dios. El tiempo que res­
ta para prepararme es bien poco. ¿Qué más quieres que te diga?
Nos tendremos que separar.
Y o le exhortaba a estar tranquilo, a que no se pusiera ner­
vioso con semejantes ideas.
— No me inquieto ni me pongo nervioso— me respondió— ;
1 T od a esta m inuciosa narración es de un com pañero suyo, quien la escri-
b io , parte, durante la enferm edad; parte, p o co después de su muerte.
Biografía de Luis Comollo

únicamente pienso que he de comparecer en .aquel gran juicio,


en aquel juicio inapelable, y eso es lo que agita mi mundo in­
terior.
Estas palabras me impresionaron profundamente y me hi­
cieron pensar; por eso quería estar siempre bien enterado de
cóm o se encontraba. Cada vez que le visitaba me repetía las
mismas palabras: «Se acerca el momento en que me he de pre­
sentar ante el juicio de Dios. Nos tendremos que separar». En
el curso de la enfermedad me las repitió unas quince veces,
y se las fue repitiendo también a muchos de los compañeros
que subían a visitarlo.
Me dijo además que su enfermedad había que entenderla
al revés de lo que dijeran los médicos, y que medicinas y ope­
raciones no le producirían ningún alivio. Y así ocurrió, en
efecto.
Todas estas manifestaciones atribuíalas yo, al principio, a
su temor al juicio de Dios, pero com o viese que se iban cum­
pliendo paso a paso, las comuniqué a alguno de mis compañe­
ros y, por fin, al propio director espiritual: éste, si bien, de
momento, no las tuvo muy en cuenta, al ir comprobando los
hechos quedó profundamente maravillado.
Entre tanto, Comollo, el lunes, se quedó en cama con fie­
bre. El martes y el miércoles los pasó levantado, pero siempre
triste y melancólico, y absorto en el pensamiento del juicio de
Dios. Al atardecer del miércoles se metió definitivamente en
cama para no levantarse más. A lo largo del jueves, viernes y
sábado de la misma semana (semana santa de aquel año), se le
practicaron tres sangrías, tomó diversas medicinas y sudó co­
piosamente; pero no obtuvo alivio alguno. Cuando fui a visi­
tarlo el sábado por la mañana, víspera de Pascua de Resurrec­
ción, me dijo:
— Ya que vamos a tener que separarnos y dentro de poco
me voy a presentar ante Dios, quisiera que me velases esta
noche. Y o mismo pediré el permiso, y seguro que me dirán
que sí.
Hablé yo mismo con el director, quien, al ver que apare­
cían síntomas de agravamiento, me autorizó a pasar con él la
noche del 30 de marzo, anterior al solemne domingo de Resu­
rrección. Hacia las ocho me di cuenta de que la fiebre le subía
bruscamente, y hacia las ocho y cuarto, la calentura se hizo tan
convulsiva y violenta que perdió el uso de la razón. A l princi­
pio se lamentaba en alta voz, como si algo espantoso lo ate­
rrorizara; al cabo de media hora, volviendo un poco en sí y
mirando a los que estaban presentes, prorrumpió en esta ex-
l)<»( Bosca
Biografías

clamación: « ¡Ay, el juicio! » Y , a continuación, comenzó a


agitarse de tal modo, que apenas los cinco o seis que estábamos
allí podíamos mantenerlo en el lecho.
Esta agitación duraría sus buenas tres horas, al cabo de las
cuales volvió completamente en sí. Se estuvo un buen espacio
de tiempo pensativo, com o ocupado en importantes reflexiones,
y, finalmente, deponiendo aquel aire de tristeza y terror por
los juicios divinos que desde días atrás venía padeciendo, se
mostró completamente tranquilo y sereno. Sonreía, daba res­
puesta a cuanto se le preguntaba. Se le dijo que de dónde pro­
cedía tal cambio, ya que antes se mostraba tan triste y ahora
tan afable y jovial. Ante estas palabras quedó de momento des­
concertado, pero, tomando precauciones para que ningún otro
lo oyese, empezó a hablar a solas con uno de los presentes:
«Hasta ahora tenía miedo de morir por temor a los juicios
divinos. Me aterrorizaban. Mas ahora estoy tranquilo; es de­
bido a lo siguiente, que te expongo con toda confianza;
»Mientras me sentía terriblemente agitado por temor al jui­
cio de Dios, me pareció ser llevado en un instante a un valle
grande y profundo, en el que lo desapacible del ambiente y la
furia del viento arruinaban las fuerzas y el vigor de quien por
allí acertase a pasar. En la mitad del valle, a modo de horno,
había un profundo abismo del que salían grandiosas llama­
radas...
»A su vista, espantado, me puse a gritar, pues temía preci­
pitarme en aquel torbellino. Como es natural, me volví con la
intención de huir. Pero he aquí que una innumerable turba de
monstruos, de diferentes y espantosos aspectos, trataban de
arrastrarme allá abajo. Entonces grité con fuerza y, todo con­
fuso, sin saber qué me hacía, me persigné.
»A la vista de la señal de la cruz, los monstruos intentaban
inclinar las cabezas, pero no podían; y el resultado fue que, en­
tre grandes contorsiones, se alejaron algo de mí. Pero ni aun
así me era posible huir y librarme de aquel lugar de maldición;
hasta que, al fin, vi un puñado de formidables guerreros que
venían en mi ayuda. Asaltaron vigorosamente a los monstruos,
los cuales, o resultaron despedazados o tendidos por tierra, o
se dieron a vergonzosa fuga.
»Libre de tan gran apuro, reemprendí la marcha a través
de aquel espacioso valle hasta alcanzar el pie de la alta mon­
taña. Pero sólo se podía subir por una escalera, y los peldaños
estaban ocupados por serpientes dispuestas a devorar a quien lo
intentara. Veía que no había más solución que ascender por
ella, y, sin embargo, no me decidía por miedo a que aquellas
Biografía de Luis Comollo

serpientes me devorasen. Mas he aquí que, mientras me ha­


llaba sumido en estas angustias y las fuerzas me iban faltando,
aparece una señora, sin duda alguna la Madre de Dios, vestida
de gran pompa, que me toma de la mano, me hace poner de pie
y, diciéndome que le siga y haciéndome de guia, comienza a su­
bir la escalera. Tan pronto com o ponía sus pies en lois pelda­
ños, todos aquellos reptiles volvían sus mortíferas cabezas en
otra dirección, y sólo nos miraban de nuevo cuando nos encon­
trábamos suficientemente lejos. A l llegar a la cima me encon­
tré en un jardín deliciosamente, donde vi cosas que nunca pude
imaginar que existiesen.
»E sto sosegó mi corazón y me produjo tal tranquilidad que,
lejos de aguardar con miedo a la muerte, ansio que llegue en
seguida para unirme al Señor.»
Piénsese lo que se quiera del anterior relato, pero la verdad
es que tanto más alegre se mostraba ahora y deseoso de com­
parecer ante Dios, cuanto grandes habían sido antes el miedo y el
espanto de que llegase aquel momento. Nada ya de tristeza y de
preocupación en su rostro; al revés, mostraba en todo instante
un aspecto jovial y sonriente, hasta el punto que continuamente
deseaba cantar himnos y cánticos espirituales.
Se le advirtió que, siendo Pascua aquel día, resultaba muy
oportuno recibir los santos sacramentos.
— Con mucho gusto— respondió— , y ya que el Señor resu­
citó, más o menos a esta hora (eran las cuatro y media de la
mañana), querría que también resucitase en mi corazón con la
abundancia de su gracia. Nada recuerdo que pueda inquietar mi
conciencia; dado, 'empero, el estado en que me encuentro, agra­
decería poder hablar con mi confesor antes de comulgar.
Surge esta observación: Un muchacho que ha vivido en el
mundo, que se halla en el vigor de la edad, que sabe que den­
tro de poco ha de presentarse ante el juicio de Dios, dice, con
sencillez, que nada le reprocha la conciencia..., que está tran­
quilo. Es forzoso admitir que su vida transcurrió perfectamen­
te en regla, que su alma y su corazón son puros.
Su comunión, por lo demás, fue un espectáculo edificante
y maravilloso. Terminada la confesión y hecha la preparación
para recibir el santo viático, penetró en la habitación el direc­
tor— que hacía de ministro— seguido de los seminaristas. No
bien hubo aparecido, el enfermo, turbado, cambió de color,
mudó de aspecto y santamente arrobado exclamó:
— ¡Oh, qué gozosa visión y qué hermoso panorama! ¡Mira
cómo resplandece aquel sol! ¡Qué de hermosas estrellas le ha­
cen corona! ¡Cuánta gente le adora y no osan alzar la frente!
Biografías

¡Ea, deja que vaya a arrodillarme junto a ellos, a adorar tam­


bién yo a ese sol nunca visto hasta ahora!
Y , mientras hablaba, intentaba incorporarse y, a tirones, sa­
lir al encuentro del Stmo. Sacramento. Y o le hacía fuerza para
mantenerlo en el lecho, mientras me caían lágrimas de ternura
y de estupor; y no acertaba a decir ni a responderle nada. El
seguía luchando por alcanzar el santo viático; y hasta que lo
recibió no quedó tranquilo.
Después de comulgar estuvo algún tiempo inmóvil, entera­
mente concentrado en afectuosos sentimientos hacia su Señor.
A l fin, com o deslumbrado, exclamó:
— ¡Oh, portento de amor! ¿Quién soy yo para haber sido
digno de un presente tan grande! ¡Oh, exulten, sí, los ángeles
del cielo! Pero más razón que ellos tengo de alegrarme, pues
yo guardo en mi seno a quien ellos han de adorar postrados:
Quien no puede ser abarcado por los cielos, puso su morada
en mí; Dios ha querido hacer maravillas con nosotros, y nos
hace rebosar de alegríá.
Recitó durante bastante tiempo estas y otras jaculatorias.
Finalmente, me llamó en voz baja y me rogó que no le
hablase ya más que de cosas espirituáles; pues decía que, siendo
tan preciosos aquellos últimos momentos de vida, los debía em­
plear en glorificar a su Dios, y que, por lo mismo, no había de
dar respuesta alguna en adelante si se le preguntaba sobre otros
temas.
Efectivamente, en lo que duraron sus crisis convulsivas,
desbarraba cuando se le proponían cuestiones temporales, pero,
si eran espirituales, respondía coherentemente.
Entre tanto iba empeorando. Se tuvo consulta, se recetaron
medicinas, se practicaron varias pequeñas operaciones, se hizo,
en suma, cuanto aconsejó el arte de médicos y cirujanos, pero
sin el menor resultado. T odo ocurrió, en el modo y en las cir­
cunstancias, tal y com o el enfermo lo había predicho.
Estuvo en condiciones, durante unas horas, de poder des­
ahogarse libremente con un compañero suyo, porque los otros
seminaristas se habían marchado a la catedral. Mantuvo con él
una conversación, que por estar enteramente impregnada de
ternura y de sentimientos piadosos transcribo aquí al pie de la
letra, según me fue facilitada.
«H e aquí— decía a su amigo— , he aquí cercano por fin el
momento en que nos tenemos que separar por algún tiempo;
escucha los recuerdos que como amigo te dejo».
Y daba un aire de intimidad a lo que iba diciendo.
«N o es de buen amigo cumplir con el otro amigo sólo mien­
Biografía de Luis Comollo

tras se vive, sino que se han de cumplir también los encargos


hechos para después de la muerte. Por lo mismo, el pacto que
hicimos, reforzado de promesas, de rezar el uno por el otro para
salvarnos, quiero que quede en pie no sólo hasta que muera
uno de los dos, sino hasta que muramos los dos; en conse­
cuencia, promete y jura que has de rezar por mí mientras du­
ren tus días en este mundo».
«Aunque me venían ganas de llorar al escuchar tales expre­
siones— comenta el amigo— , con todo, aguanté las lágrimas
y prometí lo que se me pedía y en los términos en que se me
pedía».
«Pues bien— prosiguió el enfermo— ; he aquí lo que yo
puedo decir respecto a ti: Aún no sabes si los días de tu vida
serán pocos o muchos; pero, por más que la hora sea incierta,
lo que sí es seguro es que también a ti te ha de llegar. Por lo
tanto, obra de modo que tu vivir sea un continuo prepararse
para la muerte y el juicio...
»Los hombres, de cuando en cuando, piensan en la muer­
te y están convencidos de que aquella no deseada hora aca­
bará por llegar; pero no se preparan. El resultado es que, cuan­
do les viene encima, se desconciertan, y que quienes mueren en
esta confusión quedan eternamente confundidos. ¡Bienaventu­
rados los que, ocupando su vida en obras buenas, se encuentran
preparados para tal momento!
»Si con el tiempo el Señor te hace guía de otras almas, in­
cúlcales el pensamiento de la muerte y del juicio y el respeto
a los lugares santos, a las iglesias; pues se ven personas, cuyo
hábito las señala, que le tienen poco respeto a la casa del Señor,
y así se dan casos de que hombres de pueblo y despreciadas vie-
jecillas se conduzcan con las más santas disposiciones, mien­
tras al ministro del santuario se le ve ausente, sin que ponga
atención en que se halla en la casa del Dios viviente.
»Has de profesar una especial devoción a María Santísima,
ya que a lo largo del tiempo que militamos en este mundo es
el suyo el patrocinio de más poder de que disponemos.
» ¡ Ah si los hombres pudiesen persuadirse del gran con­
suelo que en el momento de la muerte produce el haber sido
devotos de la Virgen; todos, a porfía, buscarían modos nue­
vos de rendirle especiales honores! Será ella precisamente la
que, con su H ijo en brazos, constituirá contra el enemigo del
alma nuestra auténtica defensa en la última hora. Ya puede el
infierno entero declararnos la guerra; con María al lado, el
triunfo será nuestro.
»N o seas nunca de aquellos que, porque recitan a María al­
Biografías

guna plegaria y le ofrecen cualquier mortificación, ya se creen


en el derecho de ser protegidos de ella; y luego resulta que
llevan una vida libre y licenciosa. Para ser de esos devotos, me­
jor es no serlo. Se muestran tales por pura hipocresía, para que
se les ayude en la ejecución de sus planes al margen de la ley
y, lo que es peor, para obtener, si fuere posible, el visto bueno
sobre su desarreglada vida. Tú sé siempre del grupo de los ver,
daderos devotos de la Virgen, de los que imitan sus virtudes;
de este suerte probarás los frutos de su bondad y de su amor.
»Añade a todo■esto la frecuencia de los sacramentos de la
confesión y comunión. Son ellos los instrumentos, las armas
con que se hace frente a los asaltos del demonio y se sortean
los escollos de este borrascoso mar del mundo.
»Por último, mira con quién tratas, conversas y trabas amis­
tad. No aludo únicamente a las personas de diferente sexo y a
aquellas otras del siglo, de las que, por ser para nosotros un
evidente peligro, hemos de guardarnos de un modo efectivo,
sino a los propios compañeros, clérigos e incluso seminaristas,
porque de entre éstos los hay malos, otros que no son ni malos
ni buenos y, finalmente, otros verdaderamente buenos. De los
primeros se ha huir por encima de todo; con los segundos se
ha de tratar cuando sea necesario, pero sin contraer con ellos
familiaridad; son los últimos con quienes hay que relacionarse
y cuyo trato reporta provecho espiritual y temporal. Es cierto
que éstos suelen ser escasos, pero precisamente por eso se ha
de observar la más prudente de las cautelas; y en encontrando
uno, se le ha de tratar con frecuencia y establecer con él aquella
espiritual familiaridad de la que tanto fruto se saca. Con los
buenos serás bueno; con los malos, malo.
»Aún he de pedirte otro cosa, y lo hago de corazón; que
cuando vayáis de paseo y oigas, al pasar junto a mi tumba, que
los compañeros dicen: Aquí está enterrado nuestro compañero
Comollo, tú les sugieras delicadamente, de parte mía, un pa­
drenuestro y un réquiem por mí; así me veré libre de las penas
del purgatorio.
»Muchas otras cosas querría decirte todavía, pero advierto
que el mal va en aumento y me vence. Ruega por mí y enco­
miéndame también a las oraciones de nuestros amigos. Que
Dios te acompañe y te bendiga. Cuando él disponga, nos volve­
remos a ver».
Estos sentimientos, exteriorizados en un momento en que
se manifiesta lo que el corazón guarda dentro, constituyen
el retrato auténtico de su espíritu. El pensamiento de las ver­
dades eternas, la frecuencia de los sacramentos, una devoción
Biografía de Luis Com ollo

tierna a la Madre de Dios, la fuga de los malos compañeros y el


trato con los que pudieran ayudarle en el estudio y la piedad
fueron la razón de ser de todos sus actos.
A l atardecer del día de Pascua le sobrevino una brusca su­
bida de fiebre, acompañada de dolorosas convulsiones. A duras
penas se podía contener. Pero se encontró un medio infalible
con que calmarle. Cuando, fuera de sí y agitado por el mal,
se le decía simplemente: «Com ollo, ¿por quién hay que su­
frir?», él volvía en sí en seguida y, jovial y sonriente, como si
aquellas palabras le anularan el sufrimiento, respondía: «Por
Jesucristo crucificado».
En semejante estado, sin proferir siquiera un lamento a cau­
sa de la intensidad del dolor, pasó la noche entera y casi todo
el día siguiente. Mientras tanto le visitaron sus padres, que
reconoció muy bien y a los que recomendó resignación a la vo­
luntad de Dios y que no le olvidasen en sus oraciones. De cuan­
do en cuando se ponía a cantar con voz perfectamente nor­
mal y tan sostenida que se dijera hallarse en buena salud. Sus
cantos eran el Miserere, el A ve Maris Stella, las letanías de la
Virgen y coplas espirituales. Pero, dado que el cantar le fati­
gaba y le aumentaba el mal, se encontró manera de mantener­
lo en silencio: fue sugerirle el rezo de cualquier oración; de
este modo dejaba el canto y recitaba lo que se le había su­
gerido.
A las siete de la tarde del día 1 de abril, como empeorase
a ojos vistas, el director espiritual estimó oportuno administrar­
le los santos óleos. Durante la administración no parecía sino
que estaba completamente curado. Intervenía verbalmente en
su debido momento, tanto que el celebrante hubo de confesar
que se trataba de algo fuera de lo común. Mientras pocos mo­
mentos antes parecía estar en agonía, ahora hacía con toda exac­
titud de monaguillo respondiendo a todas las preces y respon-
sorios del ritual.
Lo propio aconteció a las once y media cuando el señor
rector, al observar que un frío sudor iba cubriendo su pálido
rostro, le impartió la bendición papal.
Una vez recibidos los sacramentos, ya no pareció más un
enfermo, sino más bien persona que descansase en el lecho. Se
mostraba completamente dueño de sí mismo, sosegado, tran­
quilo, muy alegre. No hacía otra cosa que musitar jaculatorias
a Jesús crucificado, a María Santísima y a los santos; el rector
hubo de decir que no había menester de quien le recomendase
el alma, porque se bastaba a sí mismo.
Una hora después de la media noche del 2 de abril pre­
Biografías

guntó a uno de los que le asistían si le quedaba mucho tiem­


po aún. Se le respondió que una media hora.
— Queda más— añadió el enfermo.
— Sí— intervino uno, juzgando que deliraba— , queda me­
dia hora, y a continuación, a clase, a lección.
— ¡Oh— comentó el enfermo, sonriendo— , bonita clase...!
¡Es algo mucho más importante lo que queda!
Preguntado por un compañero si en el cielo se acordaría de
él, respondió:
— Me acordaré de todos, pero particularmente de quienes
me ayuden a salir del purgatorio.
A la una y media, aunque conservaba su acostumbrada se­
renidad de semblante, se le vio muy decaído, hasta el punto
que parecía fallarle la respiración. Poco después se repuso un
tanto, recogió todas las fuerzas que le restaban y, con voz clara
y con los ojos puestos en el cielo, prorrumpió en estas pala­
bras:
«Virgen santa, Madre benigna, amada Madre de mi amado
Jesús. ¡Ah! Tú que de todas las criaturas fuiste la única digna
de llevarlo en tu seno puro y virginal, por el amor con que lo
amaste y lo estrechaste entre tus brazos, por lo que sufriste al
compartir su pobreza'y cuando le contemplaste entre empello­
nes, salivazos y azotes, y, sobre todo, muriendo entre indecibles
dolores en la cruz, por todo eso, obtenme vú el don de la for­
taleza, una fe viva, una esperanza firme, una ardiente caridad,
juntamente con un sincero dolor de mis pecados; y a cuantos
favores me obtuviste durante toda la vida, añade la gracia de
que pueda tener una santa muerte. Sí, madre compasiva, asís­
teme en este punto en que estoy para presentar mi alma ante
el tribunal de Dios. Ponme tú misma en brazos de tu divino
H ijo. Si atiendes mi súplica, yo, decididamente y con confian­
za y apoyado en tu clemencia y bondad, por tus manos, rindo
mi alma a aquella majestad suprema, cuya misericordia espero
conseguir».
Estas son exactamente las palabras pronunciadas por él. Lo
hizo con tal énfasis y tan poseído de su significado, que los
que estaban allí se conmovieron hasta las lágrimas.
A l acabar esta fervorosa oración pareció caer en un sopor
mortal, por lo que, para que no perdiese el conocimiento, le
pregunté si sabía a qué edad había muerto San Luis. Avivado
por esta pregunta, respondió:
— Tenía veintitrés cumplidos. Y o muero sin tener los vein­
tidós.
Como se le acabasen del todo las fuerzas y le fallase el pul­
Biografía de Luis Comollo

so, deduje que era llegado el último momento en que tenía que
dar el último adiós al mundo y a sus compañeros. En conse­
cuencia, comencé a sugerirle cuanto se me ocurría en circuns­
tancias de tanta trascendencia. El, muy atento a cuanto se le
decía, con la sonrisa en los labios y con los ojos fijos en un cru­
cifijo que sostenía entre sus manos, juntas sobre el pecho, se
esforzaba en repetir las palabras que le sugería.
Unos minutos antes de expirar llamó a uno de los presentes
y le dijo:
— Si quieres algo para la eternidad, ¡adiós! ..., yo me voy.
Estas fueron sus últimas palabras. Por habérsele tornado los
labios gruesos y áspera la lengua, ya no podía repetir las jacula­
torias que le sugeríamos; aun así, las recomponía y articulaba
con los movimientos de los labios.
Dos diáconos que se encontraban presentes le leyeron el
«Sal, alma cristiana...» Cuando terminaron, mientras lo enco­
mendábamos a María Santísima y a los ángeles para que le
valiesen ante la presencia de Dios, en el momento preciso en que
pronunciábamos los nombrés dé Jesús y de María, sin el más
leve movimiento, su hermosa alma se separó del cuerpo y mar­
chó volando a reposar, como esperamos, en la paz del Señor.
En los últimos instantes se mantuvo continuamente sereno,
con el rostro alegre y esbozando una dulce sonrisa, como de
quien resulta repentinamente sorprendido ante un espectáculo
maravilloso y grato.
Tenía veintidós años menos cinco días. Eran las dos de la
noche del 2 de abril de 1839; aún no había amanecido.
Así fue la muerte del joven seminarista Luis Comollo. Ha­
bía sabido arrojar las semillas de la virtud en el terreno de su
corazón en medio de las ocupaciones más vulgares, las había
cultivado entre las lisonjas del mundo y, tras perfeccionarlas
a lo largo de casi dos años y medio de formación sacerdotal,
con una penosa enfermedad las había llevado a su madurez
plena. Y cuando unos se gloriaban de haberle tenido por mo­
delo, otros por guía y consejero y no pocos por amigo leal,
él los dejó a todos en el mundo y se fue, como esperamos, a pro­
tegerlos desde el cielo.
A primera vista no se ve cómo un alma como la de Co­
mollo, de vida tan ejemplar, pudiera sentirse acobardada ante
los juicios de Dios. Pero, si bien se mira, ésta -suele ser la con­
ducta que observa Dios con sus elegidos. Ellos, al pensamien­
to de que han de comparecer delante de aquel riguroso tri­
bunal, se llenan de temor y espanto. Mas el mismo Dios corre
?n su ayuda y, en vez de convertirse ese espanto, com o ocurre
Biografías

en los pecadores, en violentos remordimientos y desespera­


ción, a los justos se les trueca en ánimos, confianza y resigna­
ción hasta inundarles el alma de una dulce alegría. Precisamen­
te es en este punto donde el justo comienza a experimentar,
por las obras buenas que hizo, la compensación del ciento por
uno prometida por el Evangelio. Efectivamente, las amarguras
de la muerte quedan dulcificadas por una tranquilidad y calma
de espíritu y por un contento y un gozo interior que avivan
la fe, fortalecen la esperanza e inflaman la caridad hasta tal
punto que, por decirlo de alguna manera, el mal afloja y so­
breviene com o anticipo una muestra de aquella felicidad que
están a punto de compartir con Dios durante toda la eternidad.
Esto sólo ya lo juzgo yo estímulo suficiente como para bus­
carse trabajos y sufrimientos en esta vida, empeñarse en tole­
rarnos mutuamente con paciencia y ajustar nuestras acciones a
los mandamientos de Dios.

CAPITULO VI

Los funerales

Cuando se hizo de día y corrió la voz de la muerte de C o­


mollo, todo el seminario quedó sumido en una triste desola­
ción. Uno decía: «Para esta hora ya estará Comollo rezando
por nosotros». Otro: « ¡Con cuánto acierto previo su muerte! »
Algunos añadían: «Supo vivir santo y morir santo». Y aun
hubo quien razonó: «Si alguna vez los hombres pudieron afir­
mar que un alma voló del mundo al cielo, éste es el caso de
Com ollo».
En consecuencia, todos andaban a porfía en hacerse con
cualquier objeto que le hubiese pertenecido. Este hizo lo impo­
sible por llevarse un crucifijo; aquél, por guardarse una es­
tampa; aquellos otros reputaron gran fortuna haber dado con
alguna de sus libretas, y hasta hubo uno que, no pudiendo
conseguir otra cosa, tomó su alzacuellos como recuerdo perenne
de un tan amado y venerado compañero.
El rector del seminario, movido por las circunstancias que
acompañaron su muerte y no sufriendo que su cadáver viniese
a ser enterrado en el cementerio común, de buena mañana par­
tió para Turín y obtuvo de las autoridades religiosas y civiles
que pudiese ser enterrado en la iglesia de San Felipe, contigua
al propio seminario.
Biografía de Luis Comollo

El profesor de la asignatura de la mañana comenzó la clase


a la hora acostumbrada; pero, al tener que empezar a expli­
car, observando la tristeza que todos sus oyentes tenían pintada
en sus rostros, se conmovió también él profundamente y, rom­
piendo en llanto y sollozos, hubo de abandonar el aula al no
poder pronunciar palabra.
El otro profesor vino por la tarde a clase, pero, en vez de
la explicación de siempre, hizo un patético discurso sobre la
muerte de Comollo. En él dijo que veía proporcionado el do­
lor que manifestábamos por la muerte de un compañero tan
excepcional, pero que teníamos que alegrarnos en la esperanza
de que una vida tan edificante y una muerte tan hermosa nos
habían de procurar, de seguro, un protector en el cielo. Ex­
hortó a todos a proponérselo como modelo de vida virtuosa y
de conducta clerical ejemplar. Analizó también su muerte desde
varios puntos de vista: muerte de un justo, muerte preciosa
a los ojos de D ios... Y terminó recomendándonos que nunca
dejáramos de recordarlo y que imitásemos sus virtudes.
El día 3 de abril, por la mañana, con la participación de to­
dos los seminaristas, de todos los superiores y del canónigo-
párroco con su clero, se acompañó procesionalmente el cadáver
por la ciudad de Chieri, y después de un largo recorrido, entre
cantos fúnebres y piadosos rezos, fue conducido a la ya dicha
iglesia de San Felipe.
Llegados allí, con música lúgubre y con negro y pomposo
aparato, el rector del seminario cantó la misa praesente cadá­
ver e. Cuando terminó, el féretro fue depositado en una tumba
que le había sido preparada junto al lugar donde la balaustrada
queda partida en dos; como si Jesús sacramentado, al que Luis
había demostrado tanto amor y con el que solía entretenerse
tan a gusto, quisiera tenerlo cerca también después de muerto.
A los siete días se celebró además otro funeral con el ma­
yor aparato posible de adornos y de cirios.
Estos fueron los últimos honores que le rindieron sus con­
discípulos, quienes, profundamente conmovidos, nada escatima­
ron a la hora de honrar a un compañero al que habían amado
tanto.
Biografías

CAPITULO VII

Consecuencias de su muerte

Es realmente innegable que el recuerdo de las almas bue­


nas no acaba con la muerte, sino que lo recoge la posteridad
en provecho propio. Una enfermedad y muerte así, tan her­
mosas y ejemplares, en las que se pudieron descubrir tales sen­
timientos de virtud y de piedad, despertaron, por fuerza, en
muchos seminaristas el deseo de imitarlo. No pocos, en conse­
cuencia, hicieron un esfuerzo por llevar a la práctica los conse­
jos y avisos que les había dado Luis cuando vivía; 'otros, por
imitar sus ejemplos y virtudes; hasta tal punto que a no pocos
seminaristas que al principio no habían dado demasiadas prue­
bas de entusiasmo por una vocación a la que decían aspirar,
ocurrida la muerte de Comollo, se les notó verdaderos esfuer­
zos para convertirse en modelos de virtud.
«Fue precisamente a consecuencia de la muerte de Comollo
— dice un compañero suyo— cuando me decidí a llevar una vida
de auténtico aspirante al sacerdocio para convertirme en ver­
dadero eclesiástico; y por más que tal resolución haya sido
hasta ahora ineficaz, no desisto, sino al revés, me empeño to­
dos los días cada vez más en multiplicar el esfuerzo».
Y no fueron precisamente propósitos de circunstancia, ya
que todavía hoy se siente allí el buen olor de las virtudes de
Comollo. Prueba de ello es que el rector del seminario me con­
fesó algunos meses atrás que «el cambio obrado en los semi­
naristas por la muerte de Comollo aún dura en nuestros días».
Habría que hacer notar en este punto que todo esto se pro­
dujo, principalmente, como consecuencia de dos apariciones de
Com ollo después de su muerte (de una de las cuales son testi­
gos las personas de un dormitorio en tero)2, como también re­

2 Copiam os del capítulo 14 de la edición de 1884:


M e lim itaré a exponer una, de la que fue testigo un entero d orm itorio;
suceso que levantó com entarios dentro y fuera del seminario. Esta extraordi­
naria visita la recibió un com pañero, co n el que C om ollo había m antenido
amistad mientras vivía. H e aquí com o el p ro p io com pañero narra el hecho:
«E n nuestras relaciones de amistad, p or imitar lo que habíamos leído
en algunos libros, habíamos hecho el trato de rezar el u n o p or el o tro y
de qu e el que m uriese p rim ero tenía que traer noticias del otro m undo al
que quedase viv o. C onfirm am os nuestra promesa en bastantes ocasiones, aunque
siem pre añadíamos la con d ición de que si D ios lo perm itía y era de su agrado.
Fue co m o cosa de niños, sin darnos cuenta de su im portancia; p ero entre
nosotros aquella sagrada prom esa se tu vo siempre p o r algo serio y que había
que cu m plir. A lo largo de la enferm edad de C om ollo se renovó varias veces»
Biografía d e Luis Comollo

sultaría oportuno relatar algunas gracias que por intercesión


suya fueron obtenidas.
Pero yo dejo a un lado todo esto y me limito a cerrar este
bosquejo, o com o se le quiera llamar, con dos hechos que, dad y
la solvencia y categoría de las personas que los relatan, en mi
opinión pueden ser aceptados plenamente.
Una persona muy entregada al servicio de Dios sufría ten­
taciones de mucho tiempo atrás. Pero, unas veces de un modo
y otras de otro, siempre había logrado superarlas. Mas un día
sufrió un acoso tan violento que parecía iba a ser, desgraciada­
mente, vencida. Cuanto más luchaba por alejar sus malos pen-

el p acto; y cuando él m urió se estaba a la espera del cu m plim ien to; y no


sólo y o, sino tam bién algunos com pañeros que estaban en el secreto.
»Era la noche del 4 «de abril, la noche siguiente al día de su entierro, y yo
descansaba, juntamente con los otros alumnos de teología, .en el dorm itorio
que da al patio p or el lado de m ediodía. Estaba en la cama, p ero no dorm ía:
pensaba precisamente en la promesa que nos teníamos hecha; y com o si
adivinara lo que iba a ocurrir, era presa de un m ied o terrible.
» A l filo de m edianoche oyóse un sord o rum or al fon d o del corredor; rumor
que se hacía más sensible, más som brío, más agudo a m edida que venía
avanzando. Semejaba el ru id o de un gran carro, o de un tren en marcha, o
co m o de disparo de cañones. N o sé expresarlo sin o d icien d o que form aba un
con ju n to de ruidos tan violentos y daba un m ied o tan grande, que cortaba el
habla a quien lo percibía. A l acercarse dejaba tras sí en sonora vibración las
paredes, las bóvedas yi el p avim ento del corredor, hasta el pun to que no pare­
cían sino que eran hechos de planchas de hierro, sacudidas por potentísim os
brazos.
»Avanzaba aquello, p ero n o podía adivinarse a qué distancia; se producía
aquella incertidum bre que ,se nota cuando, de una máquina de vapor en plena
marcha, n o se puede d educir el pun to en que se encuentra, sino que sólo se
conjetura su situación por la nube de hum o que se expande al viento.
»L os seminaristas se despiertan, mas ninguno puede articular palabra. El
ruido viene acercándose, cada vez más espantoso. Se le siente ya junto al
d orm itorio. Se abre la puerta p or la violencia d el p ro p io fenóm eno. Continúa
avanzando el fragor sin que se vea nada, salvo una lucecita de varios colores
que parece el regulador d eí sonido. D e repente se hace un inesperado silencio.
Brilla la luz vivam ente y se oye con toda claridad la voz de C om ollo, que,
llam ando p or su nom bre al com pañero tres veces consecutivas, le d ice:
— M e he salvado.
»E n aquel m om ento el d orm itorio se ilum ina más. el bron co rumor se
vuelve otra vez más violen to, co m o trueno que echa abajo la casa; pero he
aquí que se extinguió repentinam ente, desapareciendo la luz al m ism o tiem po.
»L os com pañeros, saltando de la cama, huyeron sin saber adonde: algunos
se refugiaron en algún ángulo d el d orm itorio; otros se apretaron alrededor del
prefecto del d orm itorio, d on José F iorito, de R ív o li; tod os pasaron el resto
de la noche esperando ansiosamente la luz del día.
» Y o sufrí m uch o; y fu e tal el terror que sentí, que hubiese preferid o .morir
en aquellos m om entos. D e allí me v in o una grave enferm edad que me llevó
al borde de la tum ba; m e d e jó tan mal parado de salud, que ño la recuperé
hasta m uchos años después».
D e jo en libertad a cada lector de enjuiciar co m o le parezca esta aparición;
pero advierto p or adelantado que, después de tantos años, aún quedan vivos
algunos testigos del hecho. Y o me he lim itado a exp on erlo en todos sus detalles;
p ero recom iendo a tod os mis jóvenes que no hagan tales promesas, porque
cuando se trata de p on er en relación las cosas naturales con las sobrenaturales,
la pobre humanidad sufre m uchísim o, particularmente en cosas que no son
necesarias para la salvación.
Biografías

samientos, tamo más aumentaban. Seco y árido, no acertaba a


rezar. Mas he aquí que, al poner su mirada sobre el escritorio,
dieron sus ojos con un objeto que había pertenecido a Comollo
y que él guardaba com o un grato recuerdo. ’ ¡Bien; me puse
a gritar— relata la persona interesada— : si estás en el cielo y
puedes interceder por mí, pide a Dios me saque de este terri­
ble aprieto!’ ¡Algo maravilloso! No acabé de decir tales pa­
labras y me sentí otra persona; cesó totalmente la tentación
y quedé tranquilo. Desde entonces, nunca he dejado de invocar
en mis necesidades a aquel que fue verdadero ángel de costum­
bres; él siempre me ha atendido».
El otro hecho lo transcribo tal como me lo expuso quien
tomó parte y fue testigo ocular:
«Fui llamado una mañana urgentemente a hacer la recomen­
dación del alma a un amigo mío que estaba agonizando. Llegué
y lo encontré, efectivamente, en las últimas. Había perdido el
sentido, los ojos los tenía vidriosos, los labios duros y bañados
de frío sudor, las pulsaciones tan débiles y espaciadas que no
parecía sino que de un momento a otro fuese a dar el último
respiro.
»Le llamé varias veces, pero nada. No sabiendo qué hacer,
rompí a llorar; y como me pasase por la mente, en circunstan­
cia tan apurada, el recuerdo del seminarista Comollo, de cuyas
virtudes tanto había oído hablar, decidí invocarlo como reme­
dio de mi dolor. ’ ¡Ea— dije— , si algo puedes ante el Señor,
ruégale que alivie a esta alma que sufre y que la libre de las an­
gustias de la muerte! ’ No había terminado de hablar y el en­
fermo soltó la punta de la sábana que apretaba entre sus dien­
tes; se rehízo y comenzó a expresarse como si estuviera sano.
Fue mejorando de tal modo que a los ocho días se halló com­
pletamente restablecido de una enfermedad que de sí hubiese
requerido varios meses de convalecencia; inmediatamente pudo
reemprender su trabajo normal».
A lo largo de este trabajo no se ha dicho gran cosa de la
virtud de la modestia, la virtud precisamente que caracterizaba
de modo particular a Luis Comollo. Su exterior tan ordenado,
su conducta en todo exacta, su edificante compostura y una
mortificación perfectamente lograda de todos los sentidos, y
principalmente de sus ojos, llevan a la conclusión de que esta
virtud de la modestia la debió de poseer en grado eminente.
Y o no creo exagerar si pienso y digo que se llevó intacta
a la tumba la estola de la inocencia bautismal. Lo deduzco no
sólo de su exquisito recato al hablar y tratar con personas de
otro sexo, sino, sobre todo, de que no supiese a qué venían
Biografia de Luis Comollo

ciertas cuestiones de los estudios de teología y de ciertas pre­


guntas que hacía a veces y que resultaban ingenuas. Todo ello
demostraba su simplicidad y pureza.
Me confirmo en mi opinión con lo que oí a su director es­
piritual. Al final de una larga conversación que mantuvo con­
migo sobre Comollo, concluyó diciendo haber descubierto en él
un verdadero ángel por su piedad y costumbres, y a un devoto
de San Luis, cuyas virtudes se esforzaba en imitar.
En efecto, cada vez que mencionaba a este santo (al que,
por lo demás, solía hacer especiales oraciones por la mañana
y por la tarde), hablaba de él con verdaderos transportes de
alegría y tenía a mucha honra llevar su mismo nombre. «Soy
Luis de nombre— decía— , ¡ah si lo fuese de hecho! » Pues, si
se esforzaba en copiar las virtudes de San Luis, de seguro que
lo imitó en lo que constituyera la virtud característica de tan
gran santo: el candor y la pureza.
De cuanto he venido diciendo fácilmente se desprende que,
aunque las virtudes de Comollo no hayan sido precisamente
extraordinarias, sí fueron singulares y eminentes, hasta tal pun­
to que se le puede poner como modelo a cualquier persona
religiosa o secular. Y dese por descontado que quien se pro­
ponga imitar a Comollo acabará por salir joven virtuoso, semi­
narista ejemplar y verdadero y digno ministro del santuario.
He aquí cuanto acerté yo a escribir del joven Luis Comollo.
Certifico que, al emprender este trabajo, no me propuse otra
cosa que decir sencillamente la verdad y atender a la peti­
ción que mis colegas en el sacerdocio y otras personas me ha­
bían hecho más de una vez.
Contento me vería de que una pluma mejor cortada, par­
tiendo de estas pobres memorias mías y quitando y añadiendo
lo que le viniese en gana, tejiese otro relato más completo, a la
■vez que más ordenado y agradable.

El autor de estas páginas entiende no darles más valor que


el que proviene de la fe puramente humana.

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