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El Aroma Filosofico de Santayana, Manuel Garrido

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Limbo

Nº.1 (1996), pp. 9-15

El aroma filosófico de Santayana

Manuel Garrido

Hay un verso muy conocido de la escena del balcón de Romeo y Julieta


que, durante siglos, ha invitado a espectadores y lectores a meditar, mucho
antes que la novela de Umberto Eco, sobre el nombre de la rosa. Es cuando
Julieta le dice a Romeo: “¿Qué hay en tu nombre? Lo que llamamos rosa
exhalaría el mismo grato perfume con cualquier otra denominación”. Es
obvio que las palabras de Julieta implican, dicho en lenguaje profesoral, una
tesis o un compromiso de signo más o menos nominalista sobre el valor
cognitivo del lenguaje. Pero si yo las recuerdo ahora es porque Santayana
parece parodiarlas al empezar uno de sus libros con la idea de que los
sistemas filosóficos despiden un olor o tufo, un aroma, agradable en unos
casos y desagradable en otros, por el cual se los puede discriminar antes y
mejor que por su nombre. El libro al que me refiero es Diálogos en el limbo,
hoy aparecido en Madrid con motivo de la inauguración de esta Cátedra
Santayana.
Pero si un filósofo afirma que a las filosofías se las conoce por su aro-
ma, no parece insensato preguntar cuál es el aroma de la suya. Y una buena
manera, en mi opinión, de responder a esa pregunta es traer a la memoria dos
pasajes de la obra de Santayana que son significativos para el caso.

I. DOS PASAJES DE SANTAYANA

1. La escena del Fausto

Uno de esos textos figura en el ensayo sobre Goethe que escribió San-
tayana en su libro Tres poetas filósofos1. En ese ensayo se elogia una escena
del Fausto de Goethe que nos muestra al personaje recostado pacíficamente
en la ladera de una colina. El cuerpo de Fausto descansa sobre una alfombra

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de flores y su mente se entretiene escuchando las canciones de un tropel de


duendes y elfos que lo rodean mientras se acerca la llegada de la noche.
Lo primero que puede ocurrírsele a uno decir es que el aroma que despide
esta escena es romántico. Pero conviene no olvidar que Santayana ha declarado
más de una vez que el romanticismo de Fausto no le inspira la menor simpatía.
En este ensayo suyo sobre Goethe –que en mi opinión, y dicho sea de paso, es
superior al de Ortega– Santayana insiste en que Fausto es un hombre atolondra-
do que no mide las consecuencias de sus actos y siembra innecesariamente la
desgracia a su alrededor. La historia de Margarita es ilustrativa al respecto. Por
un conjunto de circunstancias inducidas por Fausto, la infortunada joven no sólo
resulta ser víctima de seducción, sino también, directa o indirectamente, respon-
sable de la triple muerte de su madre, su hermano y su recién nacido hijo.
Pero si el romanticismo del Fausto le produce alergia a Santayana, ¿por
qué le gusta tanto esa escena del poema de Goethe? El secreto está en darse
cuenta de que hay una simpatía por la naturaleza que no es necesariamente apa-
sionada ni romántica; es una simpatía que consiste en la tranquila entrega, que no
es ciega, sino inteligente y reflexiva, del hombre a su entorno natural sin pedirle
a éste más de lo que pueda proporcionarle. Santayana opina que esa entrega
permite a una comunidad humana obtener el colmo de la felicidad que le es dado
alcanzar en esta tierra. Esto deja claro que la visión que tiene Santayana de ese
momento de la vida de Fausto en armonía con la tierra y sus diversos estratos na-
turales tiene un tinte, o mejor un aroma naturalista.
La palabra “naturalismo” tiene muchos significados. Con ella se designa,
por ejemplo, en historia de la literatura al realismo social en la novela, como es el
caso de la obra de Zola o Maupasant. En filosofía “naturalismo” significa ante
todo dos cosas. La primera es el reconocimiento de que la materia es factor deci-
sivo en la configuración de cuanto existe. Y la segunda es una cierta predispo-
sición a contemplar el mundo con una mirada o visión de conjunto que hoy po-
dríamos llamar “ecológica”, y que es la misma mirada o visión de conjunto con
que contemplaron la naturaleza el poeta latino Lucrecio y el filósofo hispano
portugués Spinoza. De la citada escena del Fausto –que es concretamente la
primera de la segunda parte del poema– dice Santayana que está impregnada del
espíritu de Spinoza y que la influencia de este pensador es lo más serio que hay
en Goethe.

2. La historia de Autologos

El segundo de los dos pasajes de Santayana que he querido traer aquí a


colación ilustra de modo más profundo, aunque algo más hermético, el natu-
ralismo de su autor.
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Es la fábula de Autologos, un breve relato recogido en el tercero de los


Diálogos en el limbo2. El escenario es un jardín habitado por tres personajes.
Dos de ellos son un niño que vive feliz en contacto con las flores, a las que habla
inventándose nombres para llamarlas y soñando que esos nombres son el alma
de las plantas, y una vieja, o mejor una diosa disfrazada de vieja, que sólo sale
por las noches armada de una guadaña para podar las ramas podridas de los ár-
boles y retirar las hojas secas. El tercer personaje es un botánico.
Con semejante escenario y lista de personajes, la acción discurre como si-
gue. Un día el botánico le dice al niño: “mira, no vayas a creerte en serio que los
nombres que les das a las plantas te proporcionan conocimiento alguno de ellas.
Puedes jugar con esos nombres todo lo que quieras, pero métete en la cabeza que
son meras fantasías tuyas y no significan nada. Los verdaderos nombres de las
flores son palabras científicas, ordenadas por géneros y diferencias, y yo los ten-
go todos en una lista muy larga que te explicaré desde mañana”. La
consternación del niño no pudo ser más honda. Embargado por la decepción y el
despecho, le contestó al botánico: “si todos mis nombres son sueño y mentira, no
quiero saber tu verdad”. Aquella noche el pequeño se durmió completamente en-
furecido, y entonces, escribe Santayana,

tan silenciosamente como el ascendente rayo de la luna, la vieja salió de su cueva


y fue directamente al lugar donde dormía el niño, y con un fuerte tajo de su gua-
daña le cortó la cabeza; y se la llevó a su cueva y la enterró bajo las hojas que
habían caído aquella misma noche, que eran muchas.

A la mañana siguiente el botánico se mesaba los cabellos diciendo: ¿de qué me


sirve a mí saber taxonomía si no hay nadie en el jardín a quien poder enseñársela?
Así termina la historia. Su lectura deja un sabor amargo entremezclado
de perplejidad, y enseguida se acumulan las preguntas. ¿Cuál es la moral de
la fábula? ¿Hizo bien o mal al matar al niño la diosa disfrazada de vieja?
¿Qué papel juega aquí el botánico?

II. COMENTARIO

Para poder sugerir una interpretación más o menos clara y convincente de


esa fábula, permítaseme recurrir, en breve rodeo, a la ayuda de unos cuantos da-
tos de historia de la filosofía. Hablando en términos generales, una manera no
peor que otras de medir el grado de interés de una filosofía es someterla a estas
tres preguntas: 1) ¿qué dice sobre los hechos del mundo?; 2) ¿qué dice sobre los
ideales de la vida? y 3) ¿qué relación establece entre hechos e ideales?
Para los hombres de la generación de Santayana, es decir para los inte-
lectuales europeos y americanos nacidos en torno a los años sesenta del siglo
pasado, la pregunta por la relación entre hechos e ideales era, como continúa
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siéndolo hoy para nosotros, muy difícil de responder. Por una parte, la armo-
nía entre ambos factores durante largo tiempo predicada por la concepción
tradicional cristiana había perdido desde la Revolución francesa casi toda su
credibilidad. Por otra las principales filosofías en las que ellos se educaron, el
positivismo y el pensamiento de Nietzsche, eran demasiado parciales. Los
positivistas, siguiendo el modelo ilustrado, tomaron muy en serio la investi-
gación de los hechos científicos pero apenas concedieron importancia a la
discusión de los ideales de la vida. Y Nietzsche emprendió el camino contra-
rio; dio de lado a la ciencia y se dedicó al análisis de ideales.
Por eso es denominador común de muchos contemporáneos de Santa-
yana, de los grandes hombres que han configurado el pensamiento occidental
del siglo XX, el deseo de superar esa parcialidad, subrayando enérgicamente,
por un lado, la distancia entre hechos e ideales, y acometiendo por otro el
desesperado intento de conciliar ambos factores, aunque sea de lejos. El re-
sultado es una tensión insoportable, como puede comprobarse, por ejemplo,
en dos de las principales figuras de esa generación: Sigmund Freud y Max
Weber. En ambos encontramos el mismo rigor en el análisis de los hechos
científicos de que hacían gala los positivistas. Pero ambos se diferencian de
ellos por albergar en su interior una sombra o simulacro de concepción meta-
física relativa a los ideales de la vida. Por detrás del cientifismo de Freud está
la metafísica de Schopenhauer. Por detrás del cientifismo de Max Weber está
la metafísica de Nietzsche. La teoría freudiana del malestar de la cultura y la
teoría weberiana del desencanto por la secularización del mundo son ejem-
plos indicativos de la tensión a que acabo de aludir.

1. El naturalismo de Santayana

La solución que da Santayana al problema de la relación entre hechos e


ideales es más drástica que la de la mayoría de sus contemporáneos y se re-
sume en una fórmula que conjuga dos palabras: naturalismo más
humanismo. Evidentemente, esta fórmula no dice nada si no se explica el
sentido de los términos que la componen.
Muchas de las opciones filosóficas de Santayana se nos antojan a pri-
mera vista arbitrarias, por no decir extravagantes, pero luego, después de
considerarlas más despacio, nos parecen asombrosamente sensatas. Y esto
sucede en primer lugar con su opción por un naturalismo cuyo modelo es el
diseñado por Demócrito. Acostumbrados como estamos en la reciente histo-
ria del pensamiento español a tomar por modelo algo que tenga alguna
actualidad en el extranjero –Kierkegaard en el caso de Unamuno, Heideg-
ger en el caso de Ortega–, no puede menos de parecernos a primera vista
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grotesco que Santayana se acoja a la autoridad de un pensador tan antiguo


como el presocrático Demócrito.
Pero eso tiene su explicación. A Santayana, y también en esto se dife-
rencia de Unamuno y Ortega, jamás le fascinó la filosofía alemana. A su
juicio el más grave paso en falso de la filosofía moderna consiste en haber
creído que la vida humana es el centro del cosmos, que la naturaleza tiene su
culminación y su corona en la historia del hombre y que ésta camina indefec-
tiblemente hacia el progreso. Ésta es la tesis básica del idealismo alemán, que
tiene su principal exponente en Hegel. Santayana bautizó esta actitud, que él
juzgaba equivocada, con la frase “el egotismo de la filosofía alemana”, y veía
en Nietzsche una de sus secuelas.
Pero más tarde, meditando sobre los orígenes de este paso en falso, se re-
montó mucho más atrás en la historia de la filosofía, hasta detectar la raíz del
egotismo en la actitud de Sócrates, maestro de Platón y padre del platonismo,
que hizo del hombre el centro de su pensamiento, sin interesarse en absoluto por
el cosmos. Hay un párrafo muy conocido del Fedón en que Sócrates, haciendo
balance de su vida, parece hacer profesión de fe del egotismo al considerar perdi-
do el tiempo que dedicó al estudio de la naturaleza.
A la luz de este análisis se entiende bien el retorno de Santayana al pen-
samiento griego anterior a Sócrates, a los presocráticos, que veían en el
cosmos el tema central de la filosofía, e igualmente bien se entiende su afini-
dad electiva y su identificación con el modelo de Demócrito. Demócrito es el
padre del naturalismo, del materialismo y de la teoría atómica de la materia.
En la filosofía de Demócrito el hombre no es la corona del cosmos sino uno
de sus muchos e insignificantes accidentes y la diosa Justicia, a la que los
griegos llamaban Diké, se identifica para este sabio antiguo con la Naturaleza
misma, que castiga despiadadamente y sin inmutarse la ignorancia o la des-
obediencia de sus leyes. De esta idea extrajo Santayana una de sus
principales máximas de conducta: podemos programar acciones e ideales de
vida dentro del estrecho margen de actuación que nos deja la naturaleza, que
nos castigará severamente si al proyectar esos programas dejamos de tener en
cuenta las leyes cósmicas que ella ha impuesto. Un niño puede, por ejemplo,
soñar mientras lee un cómic que él es Superman. Pero si el sueño le empuja a
confundir el mundo de los símbolos con el mundo real y creyendo firmemen-
te poder volar se arroja por la ventana, la naturaleza, como la vieja de la
fábula de Autologos, lo castiga inmisericordemente con la muerte.
Si abrimos las páginas del tercero de los Diálogos en el limbo, po-
dremos comprobar que Santayana, después de contar la fábula de
Autologos, la comenta en términos de la filosofía de Demócrito:

Creo que podemos sospechar que el verdadero nombre de esta diosa debe haber sido
Diké, la misma a la que el sabio Demócrito ha llamado Castigo; y el nombre del bo-
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tánico debe haber sido Nómos, al que él llamaba Acuerdo; y no cabe duda que el ni-
ño Autologos era esa inocente ilusión que ha sido el tema de todo su discurso.

Ejemplos de esa “inocente ilusión” son para Santayana la filosofía de


Hegel, la filosofía de Nietzsche o la desdichada vida de Oliver Alden, el pro-
tagonista de su novela El último puritano.
Hoy sería difícil resistirse a la tentación de ver en la fábula de Autolo-
gos un antecedente de las tesis de las actuales corrientes de pensamiento que
se agrupan bajo la denominación de “ecología profunda”. No en vano el pa-
dre espiritual de estas corrientes es el gran filósofo Spinoza, de quien
Santayana se consideraba discípulo. La deseable armonía del hombre con la
naturaleza postulada por el naturalismo de Lucrecio y Spinoza tiene por su-
puesto la antirromántica tesis de que si el hombre necesita el amparo de la
naturaleza, a ésta el hombre, como la vida en general, le es indiferente. O
como diría hoy Lovelock, el conocido autor de la “hipótesis Gaia”: si los ex-
cesos de la tecnología humana producen como consecuencia un
adelgazamiento de la capa de ozono y un ensanchamiento de los agujeros de
la misma, Gaia, que simboliza el sistema de la naturaleza, responde con indi-
ferencia, dejando caer a raudales los rayos ultravioleta a través de esos
agujeros. El resultado, aunque Gaia no se inmute, es catastrófico para los se-
res vivos del planeta: los conejos y las liebres recorrerán completamente a
ciegas, con los ojos quemados por el sol, las llanuras de la tierra, y en los ba-
ñistas de nuestra especie el cáncer de piel será endémico. Fatales asimismo
para el hombre, los cambios climáticos e inundaciones con que Gaia respon-
de al ser provocada por el recalentamiento artificial del planeta son otras
tantas señales de esa indiferencia.

2. El humanismo de Santayana

Para Santayana, igual que para Demócrito, el hombre no es, si se lo mira


desde el cosmos, más que un insignificante accidente. Pero el pensador español
añade y subraya por su cuenta que este insignificante accidente cósmico es una
naturaleza esencialmente moral. Con la misma firmeza con que sostiene el ca-
rácter amoral o extramoral de la naturaleza del universo, defiende el carácter
moral o cultural de la naturaleza humana.
La verdad es que son muchos los humanismos del más distinto signo que
coinciden en sostener que el hombre es un animal moral o cultural, un animal
en el cual el estado de naturaleza es el estado de cultura, puesto que está en
nuestra naturaleza el ser sociales, comunicarnos por vía de lenguaje, y so-
breañadir a la transmisión biológica de nuestro genotipo a nuestros
descendientes, cosa que hacen todos los animales, la transmisión histórica
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de nuestra tradición cultural, cosa que sólo hace seriamente el animal


humano. Pero una de las notas que más distinguen al humanismo de San-
tayana de otros humanismos de esta índole es la importancia que otorga a
nuestra capacidad de soñar, dentro del estrecho margen que nos deja para
ello en nuestra contingente existencia la naturaleza. Y puestos a soñar,
Santayana prefiere el sueño del arte, de la religión o de la filosofía al sue-
ño de la política. En el dilema que se plantea en toda cultura entre acción
y contemplación, entre colectividad e individuo él se inclina siempre por
la segunda opción. Siempre prefirió, como Russell, el indidualismo y el
gusto por la teoría de los europeos al colectivismo y al pragmatismo ame-
ricanos. A esta circunstancia debió aludir Duron, pensador francés que
conoció la obra de Santayana mucho más a fondo que la inmensa mayoría
de nuestros compatriotas, cuando, al comparar la personalidad del filósofo
español con la de su maestro y amigo William James, escribió que la per-
sonalidad de este último es la de un pastor de almas, mientras que la de
Santayana es una personalidad dual, siendo en una de sus mitades la de un
poeta y un sabio y en otra la de un físico cruel.
Este párrafo de la autobiografía intelectual de Santayana, con el que
pongo fin a mi intervención, condensa en unas pocas pero elocuentes lí-
neas la peculiar síntesis de naturalismo y humanismo característica de su
pensamiento:

Éste es todo mi mensaje: que la moralidad y la religión son expresiones de la na-


turaleza humana; que la naturaleza humana es un desarrollo biológico; y
finalmente que el espíritu, fascinado y torturado, está envuelto en el proceso y
demanda ser salvado. ¿Qué es salvación? Una cierta armonía de formas y movi-
mientos es requisito de la vida; pero la vida física es ciega y continuamente ha de
lidiar, a tientas, contra fuerzas hostiles, la enfermedad y la muerte. Es, por tanto,
interés de la vida el devenir más inteligente y establecer así una armonía con el
entorno y el futuro. Pero la vida ilustrada es espíritu: la voz de la vida, que aspira
por tanto a todas las perfecciones a que la vida aspira y que ama todas las bellezas
a las que la vida ama; mas el espíritu es, al mismo tiempo, la voz de la verdad y
del destino, exhortando a la vida a renunciar a la belleza y a la perfección y a la
vida misma, donde y cuando éstas sean imposibles.

NOTAS

1
JORGE SANTAYANA, Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante, Goethe, traducción de
José Ferrater Mora, Tecnos, Madrid, 1995.
2
JORGE SANTAYANA, Diálogos en el limbo, traducción de Carmen García Trevijano,
Tecnos, Madrid, 1996.

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